Tal vez el lector no haya olvidado que una parte de la Corte de los Milagros estaba cercada por la antigua muralla de la ciudad, un buen número de cuyas torres empezaban ya a derrumbarse en aquella época. Una de esas torres la habían convertido los truhanes en lugar de diversión. Había una taberna en la sala de abajo, y lo demás estaba en los pisos superiores. Esa torre era el punto más animado y, por consiguiente, el más repugnante de la truhanería. Era una especie de enjambre monstruoso que zumbaba noche y día. Por la noche, cuando aquella sobreabundancia de canalla dormía, cuando ya no quedaba ninguna ventana iluminada en las fachadas terrosas de la plaza, cuando ya no se oía salir ningún grito de aquellos casones superpoblados, de aquellos hormigueros de ladrones, mujerzuelas, niños robados o bastardos, siempre se reconocía la alegre torre por el ruido que hacía y por la luz escarlata que, irradiando a la vez de las claraboyas, de las ventanas y de las fisuras de las agrietadas paredes, escapaba, por así decirlo, por todos sus poros.
El sótano era, pues, la taberna. Se accedía a ella a través de una puerta baja y una escalera muy empinada. En la puerta había pintarrajeados, a guisa de enseña, unas monedas nuevas y unos pollos muertos.
Una noche, en el momento en que el toque de queda sonaba en todos los campanarios de París, los soldados de la guardia, si les hubiera sido dado entrar en la temible Corte de los Milagros, habrían podido ver que en la taberna de los truhanes el tumulto era mayor aún que el acostumbrado, que se bebía más y se blasfemaba mejor. Fuera, había varios grupos en la plaza cuchicheando, como cuando se trama un gran plan, y algunos bribones desperdigados afilando las hojas de sus cuchillos con un adoquín.
Sin embargo, dentro de la taberna, el vino y el juego constituían una distracción tan poderosa para las ideas que ocupaban esa noche a la canalla que habría resultado difícil adivinar por las palabras de los bebedores de qué se trataba. Simplemente, parecían más alegres que de costumbre, y se les veía a todos el brillo de alguna arma entre las piernas: un hocino, un hacha, un mandoble o el gancho de un viejo arcabuz.
La sala, de forma redonda, era muy grande, pero las mesas estaban tan juntas y los bebedores eran tan numerosos que todo lo que contenía la taberna, hombres, mujeres, bancos, jarras de cerveza, los que bebían, los que dormían, los que jugaban, los sanos y los lisiados parecían amontonados de cualquier manera, con tanto orden y armonía como un montón de conchas de ostra. Había algunas velas de sebo encendidas en las mesas, pero la verdadera lámpara de la taberna, lo que hacía allí el papel de araña de techo en un teatro de ópera, era el fuego. Aquel sótano era tan húmedo que nunca se dejaba apagar la chimenea, ni siquiera en pleno verano, una chimenea inmensa con campana esculpida, llena de pesados morillos de hierro y de utensilios de cocina, con uno de esos grandes fuegos de leña y turba mezclada que, de noche, en las calles de los pueblos, reflejan en rojo el espectro de las ventanas de forja en las paredes de enfrente. Un corpulento granuja, sentado con mucha seriedad sobre las cenizas, hacía girar un asador cargado de trozos de carne.
Pese a la confusión, tras el primer golpe de vista se podía distinguir en esa multitud tres grupos principales, apiñados alrededor de tres personajes que el lector ya conoce. Uno de estos personajes, extrañamente ataviado con abundancia de oropeles orientales, era Mathias Hungadi Spicali, duque de Egipto y de Bohemia. El tunante estaba sentado encima de una mesa, con las piernas cruzadas y un dedo levantado, y distribuía en voz alta sus conocimientos de magia blanca y negra a cuantos semblantes boquiabiertos lo rodeaban.
Otro corro se agolpaba en torno a nuestro antiguo amigo, el valiente rey de Thunes, armado hasta los dientes. Clopin Trouillefou, con cara muy seria y en voz baja, organizaba el pillaje de un enorme tonel lleno de armas que tenía delante, ya medio reventado y del que rebosaban hachas, espadas, bacinetes, cotas de malla, puntas de lanza y de azagaya, saetas y viratones, como manzanas y uvas de un cuerno de la abundancia. Todos cogían del montón, uno un morrión, otro un estoque, otro una misericordia con empuñadura en cruz. Los propios niños se armaban, y había hasta lisiados sin piernas que, protegidos con bardas y corazas, pasaban entre las piernas de los bebedores como grandes escarabajos.
Por último, un tercer auditorio, el más ruidoso, el más jovial y el más numeroso, atestaba los bancos y las mesas en medio de los cuales peroraba y renegaba una voz aflautada que salía de debajo de una pesada armadura completa, del casco a las espuelas. El individuo que se había atornillado una panoplia al cuerpo desaparecía hasta tal punto bajo la vestidura de guerra que solo se veía de su persona una nariz descarada, roja y respingona, un mechón de pelo rubio, una boca rosada y unos ojos intrépidos. Llevaba el cinturón lleno de dagas y puñales y una gran espada en el costado, una ballesta oxidada estaba a su izquierda y una gran jarra de vino ante él, sin contar, a su derecha, a una rolliza muchacha despechugada. A su alrededor, todas las bocas reían, blasfemaban y bebían.
Añádanse veinte grupos secundarios, camareras y camareros corriendo de un lado a otro con jarras en la cabeza, jugadores inclinados sobre bolas, fichas, dados y tableros, discusiones en un rincón, besos en otro, y se tendrá una ligera idea de aquel conjunto sobre el que vacilaba la claridad de un gran fuego llameante que hacía danzar en las paredes de la taberna mil sombras desmesuradas y grotescas.
En cuanto al ruido, era el interior de una campana echada a vuelo.
La grasera, donde crepitaba una lluvia de grasa, llenaba con su chisporroteo continuo los intervalos de esos mil diálogos que se entrecruzaban de un lado a otro de la sala.
Había en medio de todo aquel estruendo, al fondo de la taberna, en el banco interior de la chimenea, un filósofo que meditaba, con los pies en las cenizas y los ojos puestos en los tizones. Era Pierre Gringoire.
—¡Vamos, rápido! ¡Démonos prisa! ¡Armaos! ¡Dentro de una hora nos ponemos en marcha! —decía Clopin Trouillefou a sus argoteros.
Una muchacha canturreaba:
Buenas noches, padre y madre.
El último que apague el fuego.
Dos jugadores de cartas discutían.
—¡Valet! —gritaba el más congestionado de los dos, amenazando con el puño al otro—. Voy a marcarte con tréboles. Podrás hacer de Mistigri* en el juego de cartas de monseñor el rey.
—¡Uf! —gritaba un normando, reconocible por su modo de hablar gangoso—. Aquí estamos más apretujados que los santos de Caillouville.
—Hijos —decía a su auditorio el duque de Egipto, hablando en falsete—, las brujas de Francia van al aquelarre sin escoba, grasa ni montura, solo con algunas fórmulas mágicas. Las brujas de Italia tienen siempre un macho cabrío que las espera a la puerta. Y todas deben salir por la chimenea.
La voz del joven bribón con armadura completa dominaba el guirigay:
—¡Viva! ¡Viva! ¡Hoy visto mis primeras armas! ¡Truhán! ¡Vientre de Cristo, soy truhán! ¡Echadme de beber…! Amigos míos; me llamo Jehan Frollo del Molino y soy hidalgo. Soy de la opinión de que, si Dios fuera gendarme, se haría saqueador. Hermanos, vamos a hacer una bonita expedición. Somos unos valientes. Asaltar la iglesia, derribar las puertas, sacar a la bella joven, salvarla de los jueces, salvarla de los sacerdotes, desmantelar el claustro, quemar al obispo en el obispado, haremos todo eso en menos tiempo del que tarda un burgomaestre en comer una cucharada de sopa. Nuestra causa es justa, saquearemos Notre-Dame y no hay más que hablar. Colgaremos a Quasimodo. ¿Conocéis a Quasimodo, señoritas? ¿Lo habéis visto quedarse sin aliento sobre la campana un domingo de Pentecostés? ¡Cuerno del santo Padre! ¡Es una maravilla! Parece un diablo a lomos de un vampiro… ¡Amigos míos, escuchadme! Soy truhán hasta el fondo de mi corazón, tengo alma de argotero, nací mangante. He sido muy rico y me he comido mis bienes. Mi madre quería que fuera oficial, mi padre, subdiácono, mi tía, consejero de la Cámara de Investigaciones, mi abuela, protonotario del rey, y mi tía abuela, tesorero de túnica corta. Pero yo me he hecho truhán. Se lo he dicho a mi padre, y él me ha escupido su maldición a la cara; a mi madre, que se ha echado a llorar y a babear, la anciana dama, como ese tronco sobre ese morillo. ¡Viva la Pepa! ¡Soy un auténtico loco! ¡Tabernera, amiga mía, más vino! Todavía tengo con qué pagar. Pero no quiero más vino de Suresnes. Me destroza el gaznate. ¡Cuernos, antes preferiría hacer gárgaras con un cesto!
Entre tanto, la gente aplaudía riendo a carcajadas; y viendo que el tumulto aumentaba a su alrededor, el estudiante exclamó:
—¡Oh, hermoso ruido! Populi debacchantis populosa debacchatio!* —Entonces se puso a cantar, con los ojos como nublados por el éxtasis, a la manera de un canónigo entonando vísperas—: Quae cantica! Quae organa! Quae cantilenae! Quae melodiae hic sine fine decantantur! Sonant melliflua hymnorum organa, suavissima angelorum melodia, cantica canticorum mira…!** —Se interrumpió para decir—: ¡Tabernera del demonio, dame de cenar!
Hubo un momento casi de silencio durante el cual se alzó la voz agria del duque de Egipto enseñando a sus bohemios:
—… La comadreja se llama Aduine, la zorra, Pie Azul o el Corredor de los Bosques, el lobo, Pie Gris o Pie Dorado, el oso, el Viejo o el Abuelo… El gorro de un gnomo vuelve invisible y hace ver las cosas invisibles… Todo sapo al que se bautice debe ir vestido de terciopelo rojo o negro, con una campanilla en el cuello y otra en las patas. El padrino va en cabeza; la madrina, la última… El demonio Sidragasum es quien tiene poder para hacer bailar a las muchachas completamente desnudas.
—¡Por la santa misa! —interrumpió Jehan—. Quisiera ser el demonio Sidragasum.
Mientras, los truhanes continuaban armándose entre cuchicheos al otro lado de la taberna.
—¡Pobre Esmeralda! —decía un gitano—. Es nuestra hermana. Hay que sacarla de ahí.
—Entonces, ¿sigue en Notre-Dame? —preguntaba un mercadante con cara de judío.
—¡Sí, pardiós!
—Pues bien, camaradas, ¡a Notre-Dame! —exclamaba el mercadante—. Además, hay en la capilla de los santos Féréol y Ferrution dos estatuas, una de san Juan Bautista y otra de san Antonio, todas de oro, que pesan juntas diecisiete marcos de oro y quince estelines, y las peanas de plata dorada, diecisiete marcos y cinco onzas. Lo sé muy bien. Soy orfebre.
En ese momento le sirvieron la cena a Jehan, el cual, recostándose sobre el pecho de su vecina, exclamó:
—¡Por san Voult-de-Lucques, a quien el pueblo llama san Goguelu, que soy absolutamente feliz! Tengo frente mí a un imbécil que me mira con la cara lampiña de un archiduque. A mi izquierda hay uno con los dientes tan largos que le tapan el mentón. Y además soy como el mariscal de Gié en el sitio de Pontoise, tengo mi diestra apoyada en un montículo… ¡Por el vientre de Mahoma, camarada! ¡Pareces un vendedor de pelotas, y vienes a sentarte a mi lado! Yo soy noble, amigo. ¡La mercancía es incompatible con la nobleza! ¡Vete de aquí…! ¡Y vosotros, no os peguéis! ¿Cómo, Baptiste Croque-Oison, tú que tienes una tan hermosa nariz, vas a exponerla a los grandes puños de ese buitre? ¡Imbécil! Non cuiquam datum est habere nasum…* ¡Eres realmente divina, Jacqueline Ronge-Oreille! Es una lástima que no tengas pelo… ¡Hola, hola! Me llamo Jehan Frollo, y mi hermano es arcediano. ¡Que el diablo se lo lleve! Todo lo que os digo es verdad. Haciéndome truhán, he renunciado con gusto a la mitad de una casa situada en el paraíso que mi hermano me había prometido. Dimidiam domum in paradiso. Cito el texto. Tengo un feudo en la calle Tirechappe, y todas las mujeres están enamoradas de mí, tan cierto como cierto es que san Eloy era un excelente orfebre y que los cinco oficios de la ciudad de París son los curtidores, los curtidores en blanco, los zurradores, los bolseros y los zapateros, y que a san Lorenzo lo quemaron con cáscaras de huevo. Os juro, camaradas,
que no tomaré pimiento
en un año, si ahora miento.
»Encanto, hay claro de luna, mira pues por la claraboya cómo rasga el viento las nubes. Lo mismo haré yo con tu gola… ¡Muchachas! ¡Sonad a los niños y espabilad las velas…! ¡Cristo y Mahoma! ¿Qué es esto que estoy comiendo? ¡Por Júpiter! ¡Caramba con la vieja! Los pelos que no se encuentran en la cabeza de tus pupilas, aparecen en tus tortillas. ¡Eh, vieja, a mí me gustan las tortillas calvas! ¡Que el diablo te deje desnarigada…! ¡Valiente hostería de Belcebú, donde las pelanduscas se peinan con los tenedores!
Dicho esto, rompió el plato contra el suelo y se puso a cantar a voz en cuello:
Ni tengo ni tendré,
¡por la sangre de Dios!,
ni fe ni ley,
ni leña ni carbón,
ni rey,
ni Dios.
Mientras tanto, Clopin Trouillefou había acabado el reparto de armas. Se acercó a Gringoire, que parecía sumido en una profunda meditación, con los pies sobre un morillo.
—Amigo Pierre —dijo el rey de Thunes—, ¿en qué diablos piensas?
Gringoire se volvió hacia él con una sonrisa melancólica:
—Me gusta el fuego, mi querido señor. No por la razón trivial de que el fuego nos calienta los pies o cuece la sopa que nos comemos, sino porque tiene chispas. A veces me paso horas mirando las chispas. Descubro mil cosas en esas estrellas que espolvorean el fondo negro del hogar. Esas estrellas también son mundos.
—¡Que me parta un rayo si te entiendo! —dijo el truhán—. ¿Sabes qué hora es?
—No —respondió Gringoire.
Clopin se acercó entonces al duque de Egipto.
—Camarada Mathias, el momento no es adecuado. Dicen que el rey Luis XI está en París.
—Razón de más para arrebatarle a nuestra hermana de las garras —contestó el viejo gitano.
—Hablas como un hombre, Mathias —dijo el rey de Thunes—. Además, actuaremos con rapidez. No hay que temer resistencia en la iglesia. Los canónigos son liebres, y nuestras fuerzas son mayores. ¡Los del Parlamento se llevarán mañana una buena sorpresa cuando vayan a buscarla! ¡Por las tripas del papa! ¡No quiero que cuelguen a esa bella muchacha!
Clopin salió de la taberna.
A la vez que sucedía esto, Jehan gritaba con voz ronca:
—¡Bebo, como, estoy borracho, soy Júpiter…! ¡Eh, Pierre L’Assommeur, si sigues mirándome así, te desempolvaré la nariz a papirotazos!
Por su parte, Gringoire, arrancado de sus meditaciones, se había puesto a contemplar la animada y escandalosa escena que lo rodeaba murmurando entre dientes:
—Luxuriosa res vinum et tumultuosa ebrietas.* ¡Ay, qué bien hago en no beber! ¡Y qué acertado está san Benito cuando dice: Vinum apostatare facit etiam sapientes!**
En ese momento, Clopin volvió a entrar y gritó con una voz atronadora:
—¡Medianoche!
Al oír esta palabra, que causó el mismo efecto que el botasillas en un regimiento que ha hecho un alto, todos los truhanes, hombres, mujeres y niños, se precipitaron en masa fuera de la taberna haciendo un gran ruido de armas y metales.
La luna se había escondido.
La Corte de los Milagros estaba completamente oscura. No había ni una luz. Estaba, sin embargo, muy lejos de hallarse desierta. Se distinguía una multitud de hombres y de mujeres que hablaban entre sí en voz baja. Se oía su murmullo, y se veía relucir toda clase de armas en las tinieblas. Clopin se subió encima de una gran piedra.
—¡Los de Argot, en formación! —gritó—. ¡Los de Egipto, en formación! ¡Los de Galilea, en formación!
Un movimiento se produjo en la oscuridad. La inmensa multitud pareció formarse en columnas. Al cabo de unos minutos, el rey de Thunes volvió a elevar la voz:
—¡Ahora, silencio para cruzar París! El santo y seña es: «espadín callejero». ¡No encenderemos las antorchas hasta que estemos en Notre-Dame! ¡En marcha!
Diez minutos más tarde, los jinetes de la guardia huían despavoridos ante una larga procesión de hombres negros y silenciosos que bajaba hacia el Pont-au-Change, por las calles tortuosas que atraviesan en todos los sentidos el denso barrio de Les Halles.