4

UN TORPE AMIGO

Aquella noche, Quasimodo no dormía. Acababa de hacer su última ronda por la iglesia. No se había dado cuenta, en el momento en que cerraba las puertas, de que el arcediano había pasado cerca de él y evidenciado cierto disgusto al verlo echar cuidadosamente los pestillos y cerrojos del enorme armazón de hierro que daba a sus dos anchos batientes la solidez de una muralla. Don Claude parecía más preocupado aún que de costumbre. Por lo demás, desde la aventura nocturna de la celda, maltrataba constantemente a Quasimodo; pero, por más rudamente que lo tratara, que le pegara incluso alguna vez, nada quebrantaba la sumisión, la paciencia, la resignación devota del fiel campanero. Del arcediano lo soportaba todo, insultos, amenazas y golpes, sin murmurar un reproche, sin proferir una queja. Como mucho, lo seguía con una mirada llena de inquietud cuando don Claude subía la escalera de la torre; pero el arcediano se había abstenido por iniciativa propia de volver a presentarse ante la egipcia.

Aquella noche, pues, Quasimodo, después de haber echado un vistazo a sus pobres campanas, tan descuidadas, a Jacqueline, a Marie y a Thibauld, había subido hasta lo alto de la torre septentrional y allí, tras dejar en el tejado la linterna sorda bien cerrada, se había puesto a contemplar París. La noche, como ya hemos dicho, era muy oscura. París, que, por así decirlo, no estaba iluminado en aquella época, presentaba a la vista un montón confuso de masas negras, entrecortado aquí y allá por la curva blancuzca del Sena. Quasimodo solo veía luz en una ventana de un edificio lejano, cuyo vago y sombrío perfil se dibujaba muy por encima de los tejados, en el lado de la puerta de Saint-Antoine. Allí también había alguien que velaba.

Dejando flotar por aquel horizonte de brumas su mirada única, el campanero sentía dentro de sí mismo una vaga inquietud. Desde hacía varios días estaba en guardia. Veía continuamente merodear en torno a la iglesia hombres de aspecto siniestro que no apartaban la vista del asilo de la joven. Pensaba que tal vez se estaba tramando algún complot contra la infortunada refugiada. Imaginaba que había un odio popular hacia ella igual que lo había hacia él, y bien podría ser que muy pronto sucediera algo. Por eso permanecía en el campanario, al acecho, «pensando en su pensador», como dice Rabelais, con el ojo puesto ora en la celda, ora en París, montando guardia como un buen perro, con el corazón lleno de desconfianza.

De repente, mientras escrutaba la gran ciudad con aquel ojo que la naturaleza, por una especie de compensación, había hecho tan penetrante que casi podía suplir los otros órganos que le faltaban a Quasimodo, le pareció que la silueta del muelle de la Vieille-Pelleterie tenía algo singular, que había movimiento en ese punto, que la línea del parapeto recortada en negro sobre la blancura del agua no estaba recta y tranquila como la de los otros muelles, sino que ondeaba a ojos vistas como las olas de un río o como las cabezas de una muchedumbre en marcha.

Aquello le pareció extraño. Miró con atención redoblada. El movimiento parecía ir hacia la Cité, aunque no había ninguna luz. Se prolongó un rato en el muelle, luego se desplazó poco a poco, como si lo que ocurriera entrase en el interior de la isla, finalmente cesó por completo y la línea del muelle volvió a estar recta e inmóvil.

En el momento en que Quasimodo se perdía en conjeturas, le pareció que el movimiento reaparecía en la calle del Atrio, que se prolonga en la Cité perpendicularmente a la fachada de Notre-Dame. Por fin, pese a lo densa que era la oscuridad, vio desembocar por esa calle la cabeza de una columna y, en un instante, extenderse por la plaza una multitud de la que era imposible distinguir nada en medio de las tinieblas salvo que era una multitud.

El espectáculo era aterrador. Es probable que aquella procesión singular, que parecía tan interesada en ocultarse bajo una profunda oscuridad, no guardara un silencio menos profundo. Sin embargo, algún ruido debía de hacer, aunque no fuera más que el de sus pisadas. Pero ese ruido no llegaba a nuestro sordo, y aquella inmensa multitud, de la que apenas veía algo y de la que no oía nada, agitándose y caminando, sin embargo, tan cerca de él, le producía el mismo efecto que un desfile de muertos, mudo, impalpable, perdido entre el humo. Le parecía ver avanzar hacia él una masa de niebla llena de hombres, ver sombras moviéndose en la sombra.

Entonces renacieron sus temores, la idea de una tentativa contra la egipcia reapareció en su mente. Sintió confusamente que se acercaba una situación violenta. En aquel momento crítico, deliberó dentro de sí mismo con un razonamiento mejor y más rápido de lo que habría cabido esperar de un cerebro tan mal organizado. ¿Debía despertar a la egipcia? ¿Ayudarla a escapar? ¿Por dónde? Las calles estaban invadidas, la iglesia estaba pegada al río por detrás. ¡Ninguna embarcación! ¡Ninguna salida…! Solo había una opción: luchar hasta la muerte en la puerta de Notre-Dame, resistir al menos hasta que llegara ayuda, si es que llegaba, y no turbar el sueño de Esmeralda. Despertar a la desdichada para morir en ningún caso era una tarea urgente. Una vez tomada esta decisión, se puso a examinar al «enemigo» con más calma.

La muchedumbre parecía aumentar por momentos en el Atrio. El campanero supuso que debía de hacer muy poco ruido, puesto que las ventanas de las calles y de la plaza permanecían cerradas. De repente brilló una luz, y en un instante siete u ocho antorchas encendidas se pasearon sobre las cabezas, agitando en la oscuridad sus mechones de fuego. Quasimodo vio entonces claramente pulular en la plaza un espantoso rebaño de hombres y mujeres andrajosos, armados con guadañas, picas, hocinos y partesanas cuyos miles de puntas centelleaban. Acá y allá, horcas negras ponían cuernos a aquellas caras repulsivas. Recordó vagamente a aquel populacho y creyó reconocer todas las caras que unos meses antes lo habían proclamado papa de los locos. Un hombre que llevaba una antorcha en una mano y un boullaye en la otra se subió encima de un guardacantón y pareció arengar a la masa. Al mismo tiempo el extraño ejército describió algunas evoluciones, como si tomara posiciones alrededor de la iglesia. Quasimodo cogió su linterna y bajó a la plataforma situada entre las torres para ver más de cerca y pensar en los métodos de defensa.

Clopin Trouillefou, al llegar ante la alta puerta de Notre-Dame, había organizado a su tropa, efectivamente, en posición de batalla. Aunque no esperaba ninguna resistencia, quería, como un general prudente, conservar un orden que le permitiera hacer frente, en caso necesario, a un ataque súbito de la guardia o de los doscientos veinte. Así pues, había escalonado a su brigada de tal manera que, vista desde arriba y desde lejos, parecía el triángulo romano de la batalla de Ecnomo, la cabeza de cerdo de Alejandro o la famosa cuña de Gustavo Adolfo. La base de este triángulo se apoyaba al fondo de la plaza, de tal forma que cerraba la calle del Atrio; uno de los lados miraba hacia el Hôtel-Dieu, y el otro hacia la calle Saint-Pierre-aux-Boeufs. Clopin-Trouillefou se había situado en la cúspide, con el duque de Egipto, nuestro amigo Jehan y los convulsos más intrépidos.

No era cosa muy rara en las ciudades de la Edad Media una empresa como la que los truhanes intentaban en aquel momento contra Notre-Dame. Lo que hoy llamamos «policía» no existía entonces. En las ciudades populosas, sobre todo en las capitales, no había un poder central, único, regulador. El feudalismo había construido esas grandes comunas de una manera extraña. Una ciudad era un conjunto de mil señoríos que la dividían en compartimentos de innumerables formas y tamaños. El resultado eran mil policías contradictorias, es decir, ausencia de policía. En París, por ejemplo, independientemente de los ciento cuarenta y un señores aspirantes a censo, había veinticinco que aspiraban además a impartir justicia, desde el obispo de París, que tenía ciento cinco calles, hasta el prior de Notre-Dame des Champs, que tenía cuatro. Todos estos justicieros feudales solo reconocían nominalmente la autoridad soberana del rey. Todos tenían derechos sobre la vía pública. Todos estaban en su casa. Luis XI, ese infatigable obrero que tan decididamente inició la demolición del edificio feudal, continuada por Richelieu y Luis XIV en beneficio de la monarquía y terminada por Mirabeau en beneficio del pueblo, había intentado romper esa red de señoríos que cubría París lanzando violentamente contra ella dos o tres ordenanzas de policía general. En 1465 se dio orden a los habitantes de, una vez llegada la noche, iluminar con velas las ventanas y encerrar a los perros, bajo pena de horca; ese mismo año, se dio orden de cerrar al anochecer las calles con cadenas de hierro y se prohibió llevar dagas o armas ofensivas de noche por las calles. Pero al cabo de poco tiempo todos estos intentos de legislación comunal cayeron en desuso. Los burgueses dejaron que el viento apagara las velas en sus ventanas y que sus perros vagaran; las cadenas de hierro solo se utilizaron en casos de asedio; la prohibición de llevar dagas no produjo otro efecto que cambiar el nombre de la calle Coupe-Gueule por el de calle Coupe-Gorge,* lo que es un progreso evidente. La vieja estructura de las jurisdicciones feudales permaneció en pie; inmenso amontonamiento de bailías y de señoríos que se cruzaban en la ciudad, estorbándose, enmarañándose, enredándose, comiéndose terreno unos a otros; inútil maraña de guardias, subguardias y contraguardias, a través de la cual pasaban a mano armada el bandidaje, la rapiña y la sedición. No eran, pues, en este desorden, un acontecimiento inaudito esos golpes de mano de una parte del populacho contra un palacio, un hotel o una casa en los barrios más poblados. En la mayoría de los casos, los vecinos solo intervenían si el saqueo llegaba hasta su vivienda. Se tapaban los oídos cuando sonaban mosquetazos, cerraban los postigos, atrancaban las puertas, dejaban que la pelea acabara con o sin intervención de la guardia, y al día siguiente se comentaba en París: «Anoche entraron en casa de Étienne Barbette», «Al mariscal de Clermont lo han prendido en el regimiento», etcétera. Por eso, no solo las viviendas de la realeza, el Louvre, el Palacio, la Bastilla, las Tournelles, sino también las residencias simplemente señoriales, como el Petit-Bourbon, el hotel de Sens, el hotel de Angoulême, etcétera, tenían almenas en los muros y matacanes encima de las puertas. Las iglesias estaban protegidas por su santidad. Algunas, no obstante, entre las cuales no se encontraba Notre-Dame, estaban fortificadas. El abad de Saint-Germaindes-Prés estaba almenado como un barón, y había en su casa más cobre gastado en bombardas que en campanas. En 1610 aún podía verse su fortaleza. Hoy apenas queda su iglesia.

Pero volvamos a Notre-Dame.

Finalizadas las primeras disposiciones, y debemos decir en honor de la disciplina truhana que las órdenes de Clopin fueron ejecutadas en silencio y con una precisión admirable, el digno jefe de la banda se subió al parapeto del Atrio y elevó su voz ronca y basta permaneciendo de cara a Notre-Dame y agitando su antorcha, cuya luz, castigada por el viento y velada en todo momento por su propio humo, hacía aparecer y desaparecer de la vista la rojiza fachada de la iglesia.

—A ti, Luis de Beaumont, obispo de París, consejero en el tribunal del Parlamento, yo, Clopin Trouillefou, rey de Thunes, gran coesre, príncipe de Argot y obispo de los locos, te digo: Nuestra hermana, falsamente condenada por magia, se ha refugiado en tu iglesia; le debes asilo y salvaguardia; pero el tribunal del Parlamento quiere prenderla y tú lo consientes; de manera que la colgarían mañana en la Grève si Dios y los truhanes no estuvieran aquí. Así pues, venimos a ti, obispo. Si tu iglesia es sagrada, nuestra hermana lo es también; si nuestra hermana no es sagrada, tu iglesia tampoco lo es. Por ello te conminamos a que nos entregues a la muchacha si quieres salvar tu iglesia, o cogeremos a la muchacha y saquearemos la iglesia. Y estará bien hecho. En prueba de lo cual, planto aquí mi bandera, ¡y Dios te guarde, obispo de París!

Desgraciadamente, Quasimodo no pudo oír estas palabras pronunciadas con una suerte de majestad sombría y salvaje. Un truhán presentó su bandera a Clopin, quien la plantó solemnemente entre dos adoquines. Era una horca de cuyas púas colgaba un trozo sanguinolento de carroña.

Hecho esto, el rey de Thunes se volvió y paseó la mirada por su ejército, feroz multitud en la que las miradas brillaban casi tanto como las picas. Tras una breve pausa:

—¡Adelante, hijos! —gritó—. ¡A trabajar, testarrones!

Treinta hombres robustos, de musculatura recia y con cara de cerrajeros, salieron de entre las filas con martillos, tenazas y barras de hierro al hombro. Se dirigieron hacia la puerta principal de la iglesia, subieron la escalera, y muy pronto los vieron a todos en cuclillas bajo la ojiva, forzando la puerta con tenazas y palancas. Un buen número de truhanes los siguió para ayudarlos o mirarlos. Los once peldaños del pórtico estaban abarrotados.

Sin embargo, la puerta aguantaba.

—¡Demonios, es resistente! ¡Y tozuda! —decía uno.

—¡Es vieja y tiene los cartílagos endurecidos! —decía otro.

—¡Ánimo, camaradas! —intervenía Clopin—. Apuesto mi cabeza contra una pantufla a que habréis abierto la puerta, cogido a la muchacha y desnudado el altar mayor antes de que se haya despertado un solo sacristán. ¡Mirad!, creo que la cerradura está cediendo.

Clopin fue interrumpido por un estruendo horrible que se oyó en ese momento detrás de él. Se volvió. Una enorme viga acababa de caer del cielo, había aplastado a una docena de truhanes en la escalinata de la iglesia y rebotaba sobre el empedrado con el ruido de una bala de cañón, rompiendo acá y allá piernas entre la muchedumbre de pordioseros, que se apartaban profiriendo gritos de terror. En un abrir y cerrar de ojos, el recinto reservado del Atrio quedó vacío. Los testarrones, pese a estar protegidos por las profundas dovelas del pórtico, abandonaron la puerta, y el propio Clopin retrocedió a una respetuosa distancia de la iglesia.

—¡Me he librado de una buena! —gritaba Jehan—. ¡He oído el silbido, rediós! ¡Pero Pierre l’Assommeur está muerto!

Imposible describir el asombro mezclado con pánico que cayó junto a aquella viga sobre los bandidos. Se quedaron unos minutos con la mirada perdida, más consternados por ese trozo de madera que por veinte mil arqueros del rey.

—¡Por Satanás! —masculló el duque de Egipto—. ¡Esto huele a magia!

—Ha sido la luna la que nos ha tirado ese tronco —dijo Andry el Rojo.

—Y eso que dicen que la luna es amiga de la Virgen —añadió François Chante-Prune.

—¡Mil papas! —exclamó Clopin—. ¡Sois todos unos imbéciles!

Pero él no sabía cómo explicar la caída del madero.

Sin embargo, en la fachada, a cuya parte más elevada no llegaba la claridad de las antorchas, no se distinguía nada. El pesado madero yacía en medio del Atrio, y se oían los gemidos de los miserables que habían recibido el primer impacto y a los que el ángulo de los escalones de piedra había rajado el vientre al ser aplastados contra él.

Pasado el primer momento de estupor, el rey de Thunes encontró por fin una explicación que pareció plausible a sus compañeros.

—¡Rediós! ¿Acaso los canónigos se defienden? Entonces, ¡a saco!, ¡a saco!

—¡A saco! —repitió la turba con un hurra furioso.

Inmediatamente fue lanzada una descarga de ballestas y de arcabuces contra la fachada de la iglesia.

Al producirse esta detonación, los apacibles habitantes de las casas circundantes se despertaron, varias ventanas se abrieron y en los huecos aparecieron gorros de dormir y manos sosteniendo velas.

—¡Disparad contra las ventanas! —gritó Clopin.

Las ventanas se cerraron en el acto y los pobres burgueses, que apenas habían tenido tiempo de echar un vistazo asustado a aquella escena de luces y tumulto, volvieron al interior a sudar de miedo junto a sus mujeres, preguntándose si el aquelarre se celebraba ahora en el Atrio de Notre-Dame, o si se trataba de un ataque de los borgoñones, como en 1464. Entonces, los maridos pensaban en los robos, las mujeres en las violaciones, y todos temblaban.

—¡A saco! —repetían los argoteros.

Pero no se atrevían a acercarse. Miraban la iglesia y miraban el madero. El madero no se movía. El edificio conservaba su aspecto tranquilo y desierto, pero algo helaba a los truhanes.

—¡Testarrones, manos a la obra! —gritó Trouillefou—. ¡Forzad la puerta!

Nadie dio un paso.

—¡Barba y vientre! —dijo Clopin—. ¿Cómo es posible que unos hombres tengan miedo de una viga?

Un viejo testarrón le dirigió la palabra:

—Capitán, no es la viga lo que nos preocupa, es la puerta, que está totalmente forrada con barras de hierro. Las tenazas no sirven de nada.

—¿Qué necesitaríais, entonces, para derribarla? —preguntó Clopin.

—¡Ah! Necesitaríamos un ariete.

El rey de Thunes se acercó valientemente al formidable madero y puso un pie encima.

—Aquí tenéis uno —dijo—. Os lo han enviado los canónigos. —Y, dirigiendo un saludo burlón hacia la iglesia, añadió—: ¡Gracias, canónigos!

Esta baladronada produjo un efecto positivo, ya que rompió el hechizo del madero. Los truhanes recuperaron el valor, y muy pronto la pesada viga, levantada como una pluma por doscientos brazos vigorosos, cargó con furia contra la gran puerta que ya habían intentado forzar. Viéndolo así, a la semiclaridad que las escasas antorchas de los truhanes esparcían por la plaza, aquel largo madero sostenido por aquella multitud de hombres que lo precipitaban corriendo contra la iglesia parecía un monstruoso animal de mil patas atacando con la cabeza bajada al gigante de piedra.

Al chocar la viga, la puerta semimetálica sonó como un inmenso tambor; no se rompió lo más mínimo, pero la catedral entera se estremeció y se oyeron rugir las profundas cavidades del edificio.

En el mismo instante, una lluvia de grandes piedras empezó a caer desde lo alto de la fachada sobre los asaltantes.

—¡Demonios! —exclamó Jehan—. ¿Acaso las torres nos arrojan sus balaustradas a la cabeza?

Pero el empujón estaba dado, y el rey de Thunes predicaba con el ejemplo. Decididamente, el obispo se defendía, lo cual fue un acicate para cargar contra la puerta con más rabia, pese a las piedras que partían cráneos a diestro y siniestro.

Lo curioso es que esas piedras caían de una en una, aunque muy seguidas. Los argoteros notaban siempre dos a la vez, una en las piernas y otra en la cabeza. Quedaban pocos sin recibir algún golpe, y una extensa capa de muertos y heridos sangraba y palpitaba bajo los pies de los asaltantes, quienes, furiosos ahora, se renovaban sin tregua. La larga viga continuaba golpeando la puerta a intervalos regulares, como el badajo de una campana, las piedras cayendo y la puerta gimiendo.

El lector sin duda ha adivinado que el autor de esa resistencia inesperada que había exasperado a los truhanes era Quasimodo.

El azar había ayudado, por desgracia, al valiente sordo.

Cuando había bajado a la plataforma situada entre las torres, sus ideas eran muy confusas. Había corrido durante unos minutos por la galería, yendo y viniendo como loco, viendo desde arriba la masa compacta de los truhanes dispuestos a precipitarse en la iglesia y pidiendo al diablo o a Dios que salvara a la egipcia. Se le había ocurrido subir al campanario meridional y tocar a rebato, pero, antes de que hubiera podido poner la campana en movimiento, antes de que la potente voz de Marie hubiera podido proferir un solo clamor, ¿no habría tenido tiempo la puerta de la iglesia de ser derribada diez veces? Eso era justo en el momento en que los testarrones avanzaban hacia ella con sus herramientas. ¿Qué hacer, entonces?

De pronto se acordó de que unos albañiles habían estado todo el día reparando la pared, la estructura y el tejado de la torre meridional. Aquello fue un rayo de luz. La pared era de piedra, el techado, de plomo, y la estructura, de madera. Esa estructura prodigiosa, tan tupida que la llamaban «el bosque».

Quasimodo corrió hacia esa torre. Los espacios inferiores estaban, efectivamente, llenos de material. Había montones de mampuestos, láminas de plomo enrolladas, haces de listones, sólidas vigas ya serradas y montones de cascotes. Un arsenal completo.

El tiempo apremiaba. Las tenazas y los martillos trabajaban abajo. Con una fuerza redoblada por la sensación de peligro, levantó una de las vigas, la más pesada, la más larga, la sacó por una lucera y, cogiéndola por el exterior de la torre, la empujó por la esquina de la balaustrada que rodea la plataforma y la arrojó al abismo. La enorme viga, en aquella caída de ciento sesenta pies arañando las paredes y arrancando esculturas, dio varias vueltas sobre sí misma como un aspa de molino que fuera volando sola por los aires. Finalmente llegó al suelo y aquel horrible grito se alzó. La negra viga, rebotando en el suelo, parecía una serpiente dando saltos.

Quasimodo vio que los truhanes se dispersaban al caer el madero, como se esparce la ceniza cuando un niño sopla encima de ella. Aprovechó su espanto y, mientras clavaban una mirada supersticiosa en la maza caída del cielo y dejaban tuertos a los santos de piedra del pórtico con una descarga de saetas y de postas, Quasimodo amontonaba en silencio cascotes, piedras y mampuestos, y hasta sacos de herramientas de los albañiles, en el borde de la balaustrada por donde había lanzado la viga.

Así pues, en cuanto se pusieron a golpear la gran puerta, la lluvia de piedras comenzó a caer, y les pareció que la iglesia se demolía por sí sola sobre sus cabezas.

Quien hubiera podido ver a Quasimodo en ese momento se habría asustado. Independientemente de la cantidad de proyectiles que había apilado sobre la balaustrada, también había amontonado piedras en la plataforma misma. Cuando los mampuestos acumulados en el reborde exterior se hubieron agotado, empezó a coger piedras del otro montón. Se agachaba, se levantaba, se agachaba y se levantaba otra vez, desarrollando una actividad increíble. Su enorme cabeza de gnomo se asomaba por encima de la balaustrada, a continuación una enorme piedra caía, y luego otra, y otra más. De vez en cuando, seguía una buena piedra con la mirada y, cuando mataba a alguien, lo celebraba con una exclamación.

Los pordioseros, sin embargo, no se desanimaban. La gruesa puerta contra la que se ensañaban ya había temblado veinte veces bajo el peso de su ariete de roble multiplicado por la fuerza de cien hombres. Los paneles se cuarteaban, los cincelados saltaban en añicos, los goznes se levantaban sobre sus machos con cada embestida, los tablones se desencajaban, la madera se deshacía, machacada entre las nervaduras de hierro. Por suerte para Quasimodo, había más hierro que madera.

Aun así, él presentía que la gran puerta se tambaleaba. Aunque no oía, cada golpe de ariete retumbaba a la vez en las cavernas de la iglesia y en sus entrañas. Veía desde arriba a los truhanes, rebosantes de triunfo y de rabia, mostrar el puño a la tenebrosa fachada y envidiaba, para la egipcia y para él, las alas de los búhos que huían en bandadas por encima de su cabeza.

Su lluvia de pedruscos no bastaba para rechazar a los asaltantes.

En aquel momento de angustia, se fijó, un poco más abajo de la balaustrada desde la que aplastaba a los argoteros, en dos largos canalones de piedra que desaguaban justo encima de la puerta. El orificio interno de estos canalones desembocaba en el suelo de la plataforma. Entonces se le ocurrió una idea. Corrió a buscar un haz de leña a su cuartucho de campanero, colocó sobre el haz unos buenos puñados de listones y una cantidad no menor de rollos de plomo, municiones que aún no había utilizado, y, una vez preparada esta hoguera delante del agujero de los dos canalones, le prendió fuego con su linterna.

Mientras tanto, dado que ya no caían piedras, los truhanes habían dejado de mirar hacia arriba. Los bandidos, jadeando como una jauría que acosa al jabalí en su revolcadero, se agolpaban ante la gran puerta, completamente deformada por el ariete pero todavía en pie. Esperaban con impaciencia el golpe definitivo que la descerrajara. Todos querían estar lo más cerca posible para precipitarse los primeros, cuando se abriera, en aquella opulenta catedral, vasto receptáculo donde se habían acumulado las riquezas de tres siglos. Se recordaban unos a otros, con rugidos de alegría y de gula, las hermosas cruces de plata, las hermosas capas de brocado, las hermosas tumbas de esmalte, las grandes magnificencias del coro, las fiestas deslumbrantes, las Navidades fulgurantes de antorchas, las Pascuas resplandecientes de sol, todas esas solemnidades espléndidas en las que relicarios, candelabros, copones, tabernáculos y custodias realzaban los altares con una costra de oro y de diamantes. Con toda seguridad, en aquel hermoso momento mangantes y alfeñiques, archisecuaces y achicharrados pensaban mucho menos en la liberación de la egipcia que en el saqueo de Notre-Dame. Incluso nos sentiríamos tentados de pensar que para buen número de ellos Esmeralda no era más que un pretexto, suponiendo que unos ladrones tuvieran necesidad de pretextos.

De pronto, en el momento en que se agrupaban alrededor del ariete para hacer un último esfuerzo, conteniendo todos la respiración y tensando los músculos a fin de asestar con toda su fuerza el golpe decisivo, un alarido, más espantoso aún que el que había estallado y expirado bajo el madero, se elevó entre ellos. Los que no gritaban, los que aún vivían, miraron. Dos chorros de plomo fundido caían desde lo alto del edificio sobre lo más nutrido de la multitud. Aquel mar de hombres acababa de desplomarse bajo el metal hirviente, que había hecho, en los dos puntos en los que caía, dos agujeros negros y humeantes en la multitud como lo haría el agua caliente cayendo sobre la nieve. Moribundos medio calcinados se revolcaban y aullaban de dolor. Alrededor de estos dos chorros principales, gotas de esa lluvia horrible se esparcían sobre los asaltantes y penetraban en los cráneos como barrenas de fuego. Era una granizada de fuego que acribillaba a aquellos miserables.

El clamor fue desgarrador. Huyeron sin orden ni concierto dejando caer el madero sobre los cadáveres, desde los más audaces hasta los más apocados, y el Atrio quedó vacío por segunda vez.

Todos los ojos se habían levantado hacia lo alto de la iglesia. Lo que veían era extraordinario: en la cima de la galería más elevada, más arriba del rosetón central, había una gran llama que subía entre los dos campanarios con remolinos de chispas, una gran llama desordenada y furiosa a la que el viento arrancaba en algunos momentos una lengua en medio del humo. Debajo de esa llama, debajo de la oscura balaustrada de tréboles al rojo, dos gárgolas vomitaban sin cesar aquella lluvia ardiente cuyo f lujo plateado se recortaba sobre las tinieblas de la fachada inferior. A medida que se acercaban al suelo, los dos chorros de plomo líquido se abrían en haces, como el agua que brota de los numerosos agujeros de una regadera. Por encima de la llama, las enormes torres, de cada una de las cuales se veían dos caras crudas y cortantes, una totalmente negra y la otra totalmente roja, parecían más grandes todavía debido a la inmensidad de la sombra que proyectaban hasta el cielo. Sus innumerables esculturas de diablos y dragones adquirían un aspecto lúgubre. La claridad inquieta de la llama producía la sensación de que se movían. Había sierpes que parecían reír, gárgolas a las que uno creía oír aullar, salamandras que soplaban hacia el fuego, tarascas que estornudaban en medio del humo. Y entre aquellos monstruos despertados de su sueño de piedra por esa llama, por ese ruido, había uno que andaba y al que de vez en cuando se le veía pasar por delante de la hoguera como un murciélago ante una candela.

Seguramente ese faro extraño despertaría a lo lejos al leñador de las colinas de Bicêtre, asustado al ver oscilar sobre sus brezos la sombra gigantesca de las torres de Notre-Dame.

Se hizo entre los truhanes un silencio de terror, durante el cual solo se oyeron los gritos de alarma de los canónigos encerrados en su claustro y más inquietos que caballos en una cuadra en llamas, el ruido furtivo de las ventanas precipitadamente abiertas y aún más precipitadamente cerradas, el barullo interior de las casas y del Hôtel-Dieu, el viento en las llamas, los últimos estertores de los moribundos y el chisporroteo continuo de la lluvia de plomo en el suelo.

Los principales truhanes se habían retirado bajo el porche de la mansión Gondelaurier para deliberar. El duque de Egipto, sentado sobre un guardacantón, contemplaba con un temor religioso la hoguera fantasmagórica que resplandecía a doscientos pies de altura. Clopin Trouillefou se mordía sus grandes puños con rabia.

—¡Imposible entrar! —murmuraba entre dientes.

—¡Una vieja iglesia encantada! —mascullaba el viejo gitano Mathias Hungadi Spicali.

—¡Por los bigotes del papa! —añadía un truchimán canoso que había servido en el ejército—. Estas gárgolas de iglesia escupen plomo fundido mejor que los matacanes de Lectoure.

—¿Veis ese demonio que pasa una y otra vez por delante del fuego? —decía el duque de Egipto.

—¡Pardiós! —dijo Clopin—. Es el maldito campanero, es Quasimodo.

El gitano meneaba la cabeza.

—Os digo que es el espíritu Sabnac, el gran marqués, el demonio de las fortificaciones. Toma la forma de un soldado armado con cabeza de león. A veces monta un horrible caballo. Convierte a los hombres en piedras con las que construye torres. Está al mando de cincuenta legiones. Es él, lo reconozco. Algunas veces viste una bonita túnica dorada con figuras a la manera de los turcos.

—¿Dónde está Bellevigne de l’Étoile? —preguntó Clopin.

—Ha muerto —respondió una truhana.

Andry el Rojo reía con una risa idiota.

—Nuestra Señora está dando trabajo al Hôtel-Dieu —decía.

—Pero ¿es que no va a haber manera de forzar esa puerta? —exclamó el rey de Thunes golpeando el suelo con el pie.

El duque de Egipto le señaló tristemente los dos riachuelos de plomo hirviendo que no cesaban de rayar la negra fachada como dos largos husos de fósforo.

—Se han visto iglesias que se defendían así ellas mismas —observó, suspirando—. Santa Sofía de Constantinopla, hace de esto cuarenta años, tiró al suelo tres veces seguidas la media luna de Mahoma sacudiendo sus cúpulas, que son sus cabezas. Guillermo de París, que construyó esta, era un mago.

—¿Tenemos que irnos entonces vergonzosamente, como viles lacayos? —dijo Clopin—. ¿Dejar aquí a nuestra hermana y que esos lobos encapuchados la cuelguen mañana?

—¡Y la sacristía, donde hay carretadas de oro! —añadió un truhán cuyo nombre lamentamos no saber.

—¡Por las barbas de Mahoma! —gritó Trouillefou.

—¡Intentémoslo una vez más! —insistió el truhán.

Mathias Hungadi meneó la cabeza.

—No entraremos por la puerta. Hay que encontrar el defecto de la armadura de la vieja bruja: un agujero, una puerta falsa, una juntura cualquiera.

—¿Quién viene? —dijo Clopin—. ¡Yo vuelvo! Por cierto, ¿dónde está el joven estudiante Jehan, que llevaba tanta chatarra encima?

—Debe de haber muerto —respondió alguien—, porque ya no se le oye reír.

El rey de Thunes frunció el entrecejo.

—¡Es una pena! Había un corazón valeroso bajo aquella chatarra. ¿Y maese Pierre Gringoire?

—Capitán Clopin —dijo Andry el Rojo—, se escabulló cuando todavía estábamos en el Pont-aux-Changeurs.

Clopin golpeó el suelo con el pie.

—¡Vive Dios! ¡Es él quien nos mete en este lío, y luego nos deja plantados en plena faena! ¡Cobarde charlatán, se va a enterar cuando lo pille!

—¡Capitán Clopin! —gritó Andry el Rojo, que miraba hacia la calle del Atrio—. Ahí viene el estudiante.

—¡Alabado sea Plutón! —dijo Clopin—. Pero ¿qué diablos arrastra?

Era Jehan, en efecto, que corría todo lo deprisa que se lo permitían sus pesados ropajes de paladín y una larga escalera que arrastraba decididamente por el suelo, más jadeante que una hormiga tirando de una brizna de hierba veinte veces más larga que ella.

—¡Victoria! Te Deum! —gritaba el estudiante—. Esta es la escalera de los descargadores del puerto Saint-Landry.

Clopin se acercó a él.

—¡Muchacho!, ¿qué cuernos quieres hacer con esa escalera?

—La tengo —respondió Jehan, sin aliento—. Sabía dónde estaba. En el cobertizo de la casa del teniente… Allí hay una muchacha a la que conozco y que me encuentra apuesto como un Cupido… La he utilizado para conseguir la escalera, y tengo la escalera, ¡por Mahoma…! La pobre muchacha ha venido a abrirme en camisa.

—Sí —dijo Clopin—, tienes la escalera, pero ¿qué quieres hacer con ella?

Jehan lo miró con aire malicioso y experto e hizo chascar los dedos como castañuelas. Estaba sublime en aquel momento. Llevaba en la cabeza uno de esos cascos recargados del siglo XV que asustaban al enemigo con sus cimeras quiméricas. La suya estaba provista de diez picos de hierro, de manera que Jehan habría podido disputar el temible epíteto de δεκεµβολος a la nave homérica de Néstor.

—¿Que qué quiero hacer con ella, augusto rey de Thunes? ¿Veis esa hilera de estatuas con cara de imbéciles, allá, encima de los tres pórticos?

—Sí. ¿Y qué?

—¡Es la galería de los reyes de Francia!

—¿Y a mí qué más me da? —repuso Clopin.

—¡Esperad un poco! Hay al final de esa galería una puerta que nunca se cierra más que con el pestillo. Con esta escalera, subo y estoy en la iglesia.

—Muchacho, déjame subir a mí primero.

—No, camarada, la escalera es mía. Venid, vos seréis el segundo.

—¡Que Belcebú acabe contigo! —dijo el enfurruñado Clopin—. Yo no quiero ir detrás de nadie.

—En tal caso, Clopin, búscate una escalera.

Jehan echó a correr por la plaza, tirando de su escalera y gritando:

—¡A mí, muchachos!

En un momento levantaron y apoyaron la escalera en la balaustrada de la galería inferior, por encima de uno de los pórticos laterales. La masa de truhanes, profiriendo grandes aclamaciones, se agolpó abajo para subir, pero Jehan mantuvo su derecho y fue el primero en poner el pie en los escalones. El trayecto era bastante largo. La galería de los reyes de Francia se encuentra hoy a unos sesenta pies del suelo. Los once peldaños de la escalinata la elevaban todavía más. Jehan subía lentamente, dificultado en su ascenso por la pesada armadura, agarrándose con una mano a los escalones y sosteniendo con la otra la ballesta. Cuando estuvo en mitad de la escalera, echó una mirada melancólica a los pobres argoteros muertos que alfombraban la escalinata.

—¡Ay! —exclamó—. ¡Hete aquí un montón de cadáveres digno del quinto canto de la Ilíada!

Dicho esto, continuó subiendo. Los truhanes lo seguían. Había uno en cada escalón. Viendo elevarse aquella línea de espaldas acorazadas ondeando en la sombra, habríase dicho que una serpiente con escamas de acero se alzaba contra la iglesia. Jehan, que era la cabeza, al ir silbando completaba la ilusión.

El estudiante llegó por fin al balcón de la galería y saltó por encima con bastante agilidad, entre los aplausos de toda la truhanería. Convertido en dueño y señor de la ciudadela, profirió un grito de alegría. Pero de pronto se detuvo, petrificado. Acababa de ver, detrás de la estatua de un rey, a Quasimodo oculto en las tinieblas con su ojo centelleante.

Antes de que un segundo asaltante hubiera podido poner el pie en la galería, el formidable jorobado saltó hasta la escalera y, sin decir palabra, cogió con sus poderosas manos el extremo de los dos largueros, los levantó, los alejó de la pared, hizo balancear un momento, en medio de los clamores de angustia, la larga y flexible escalera atestada de truhanes de arriba abajo y, súbitamente, con una fuerza sobrehumana, arrojó aquel racimo de hombres a la plaza. La escalera, lanzada hacia atrás, permaneció un momento recta y de pie, después osciló hasta que, de repente, describiendo un espantoso círculo de ochenta pies de radio, cayó al suelo, con su carga de bandidos, más deprisa que un puente levadizo cuyas cadenas se rompen. Se oyó una inmensa imprecación, después toda voz se extinguió y algunos desgraciados mutilados salieron arrastrándose de debajo del montón de muertos.

Un rumor de dolor y cólera sucedió entre los asaltantes a los primeros gritos de triunfo. Quasimodo, impasible, con los codos apoyados en la balaustrada, miraba. Parecía un viejo rey peludo asomado a su ventana.

En cuanto a Jehan Frollo, se encontraba en una situación crítica. Estaba en la galería con el temible campanero, solo, separado de sus compañeros por un muro vertical de ochenta pies. Mientras Quasimodo jugaba con la escalera, el estudiante se había precipitado hacia la puerta que creía abierta. Pero no lo estaba. Al entrar en la galería, el sordo la había cerrado tras de sí, en vista de lo cual, Jehan se había escondido detrás de un rey de piedra, sin atreverse a respirar y mirando al monstruoso jorobado con cara de terror, como aquel hombre que hacía la corte a la mujer del guardián de una casa de fieras y una noche, al acudir a su cita amorosa, escaló la pared equivocada y se encontró de pronto frente a frente con un oso blanco.

En los primeros momentos el sordo no se fijó en él; pero finalmente volvió la cabeza y se irguió de golpe. Acababa de ver al estudiante.

Jehan se preparó para un rudo enfrentamiento, pero el sordo permaneció inmóvil; simplemente se había vuelto hacia el estudiante y lo miraba.

—¡Ho, ho! —dijo Jehan—. ¿Por qué me miras con ese ojo tuerto y melancólico?

Y mientras decía esto, el joven bribón preparaba astutamente su ballesta.

—¡Quasimodo! —gritó—. Voy a cambiarte el apodo. Te llamarán el ciego.

El virote empenachado partió de la ballesta silbando y fue a clavarse en el brazo izquierdo del jorobado. Quasimodo no se alteró más de lo que un rasguño habría alterado al rey Faramundo. Acercó una mano a la saeta, se la arrancó del brazo y la partió tranquilamente contra su voluminosa rodilla. Después, más que tirar, dejó caer al suelo los dos trozos. Pero Jehan no tuvo tiempo de disparar de nuevo. Una vez rota la flecha, Quasimodo resopló ruidosamente, saltó como un saltamontes y cayó sobre el estudiante, cuya armadura se aplastó contra la pared.

Entonces, en aquella penumbra en la que flotaba la luz de las antorchas, se vio algo terrible.

Quasimodo, con la mano izquierda, había cogido por los brazos a Jehan, que no se debatía porque se sentía perdido. Con la derecha, el sordo le quitaba una tras otra, en silencio, con una lentitud siniestra, todas las piezas de la armadura: la espada, los puñales, el casco, la coraza, los brazales. Parecía un mono descortezando una nuez. Quasimodo echaba a sus pies, trozo a trozo, la cáscara de hierro del estudiante.

Cuando el estudiante se vio desarmado, desnudado, débil y desnudo entre aquellas temibles manos, no intentó hablarle al sordo, sino que se echó a reír descaradamente en su cara y a cantar, con su intrépida despreocupación de joven de dieciséis años, la entonces popular canción:

Desnuda ha quedado

la ciudad de Cambrai.

Marafin la ha saqueado…

No la terminó. Vieron de pie en el pretil de la galería a Quasimodo, quien con una sola mano sujetaba al estudiante por los pies, haciéndolo girar sobre el abismo como una honda. Después oyeron un ruido como el de una caja craneal estampándose contra una pared y vieron caer algo que se detuvo a un tercio de la caída en un saliente del edificio. Era un cuerpo muerto lo que quedó enganchado allí, doblado en dos, con la espalda partida y la cabeza rota.

Un grito de horror se elevó entre los truhanes.

—¡Venganza! —gritó Clopin.

—¡A saco! —respondió la multitud—. ¡Al ataque! ¡Al ataque!

Entonces se produjo un griterío en el que se mezclaban todas las lenguas, todos los dialectos, todos los acentos. La muerte del pobre estudiante infundió un ardor furioso a aquella multitud. La vergüenza la invadió, y la cólera por que un jorobado la hubiera mantenido en jaque tanto tiempo delante de una iglesia. La rabia encontró escaleras, multiplicó las antorchas, y al cabo de unos minutos Quasimodo, desesperado, vio a aquel espantoso hormiguero subir por todas partes al asalto de Notre-Dame. Los que no tenían escaleras tenían cuerdas de nudos, los que no tenían cuerdas trepaban agarrándose a los relieves de las esculturas. Se colgaban unos de los harapos de otros. No había ningún medio de contener aquella marea ascendente de caras horrendas. El furor hacía brillar aquellos semblantes feroces; sus frentes terrosas chorreaban de sudor; sus ojos lanzaban destellos. Todas aquellas muecas, todas aquellas fealdades cercaban a Quasimodo. Habríase dicho que otra iglesia había enviado a sus gorgonas, sus dogos, sus dragones, sus demonios, sus esculturas más fantásticas a atacar a Notre-Dame. Era como una capa de monstruos vivos sobre los monstruos de piedra de la fachada.

Mientras tanto, la plaza se había iluminado con mil antorchas. Aquella escena caótica, hasta entonces sumida en la oscuridad, había sido inundada súbitamente de luz. El Atrio resplandecía y proyectaba su resplandor al cielo. La hoguera encendida en la alta plataforma continuaba ardiendo e iluminaba a lo lejos la ciudad. La enorme silueta de las dos torres, que se extendía sobre los tejados de París, abría en aquella claridad un ancho tajo de sombra. La ciudad parecía haberse contagiado. Se oía la queja lejana de campanas tocando a rebato. Los truhanes vociferaban, jadeaban, blasfemaban, subían, y Quasimodo, impotente contra tantos enemigos, temblaba por la egipcia al ver los rostros feroces acercarse cada vez más a su galería, pedía al cielo un milagro y se retorcía los brazos de desesperación.