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EL RETIRO DONDE REZA SUS HORAS LUIS DE FRANCIA

Quizá el lector no haya olvidado que, un momento antes de descubrir la presencia de la banda nocturna de truhanes, Quasimodo, inspeccionando París desde lo alto de su campanario, no veía brillar más que una luz, la cual iluminaba una ventana en el piso más elevado de un alto y sombrío edificio, al lado de la puerta de Saint-Antoine. Ese edificio era la Bastilla. Esa luz era la vela de Luis XI.

El rey Luis XI llevaba, efectivamente, dos días en París. Tenía que marcharse dos días más tarde a su ciudadela de Montilz-lès-Tours. Hacía escasas visitas a la ciudad de París y siempre breves, pues allí no sentía a su alrededor suficientes trampas, patíbulos y arqueros escoceses.

Aquel día había ido a dormir a la Bastilla. La gran habitación de cinco toesas cuadradas que tenía en el Louvre, con su gran chimenea decorada con doce grandes fieras y trece grandes profetas y su gran lecho de once pies por doce, le agradaba muy poco. Se perdía entre todas esas grandezas. Aquel rey burgués prefería la Bastilla, con un cuartito y una camita. Además, la Bastilla era más fuerte que el Louvre.

Aquel «cuartito» que el rey se había reservado en la famosa prisión de estado era, pese a todo, bastante amplio y ocupaba la última planta de una torrecilla que formaba parte del torreón principal. Era una habitación de forma redonda, tapizada de esteras de paja brillante, con techo de vigas realzadas con flores de lis de estaño dorado y bovedillas de color, y paredes revestidas de ricas maderas sembradas de rosetas de estaño blanco y pintadas de un bello verdegay, elaborado con oropimente y añil.

Solo había una ventana, una gran ojiva con un enrejado de alambre de latón y barrotes de hierro, oscurecida además con bonitos cristales de colores con las armas del rey y de la reina, cada uno de los cuales salía a veintidós sueldos.

Solo había una entrada, una puerta moderna, de arco rebajado, tapizada por dentro y adornada por fuera con uno de esos pórticos de madera de Irlanda, frágiles edificios de ebanistería curiosamente trabajada, que aún se veían en muchas antiguas mansiones hace ciento cincuenta años. «Aunque desfiguran los lugares y estorban allí donde estén —dice Sauval con desesperación—, nuestros viejos no quieren de ninguna manera deshacerse de ellos y los conservan en contra de todos.»

No había en aquella habitación nada de lo que amueblaba los aposentos corrientes: ni bancos, ni taburetes, ni banquetas, ni escabeles comunes en forma de caja, ni bellos escabeles sostenidos por pilares y contrapilares de cuatro sueldos la pieza. Solo se veía una silla plegable con brazos, asaz magnífica; la madera estaba pintada con rosas sobre fondo rojo; el asiento era de cordobán bermejo, adornado con largos flecos de seda y punteado con mil clavos de oro. La soledad de aquella silla indicaba que una sola persona tenía derecho a sentarse en la habitación. Al lado de la silla y muy cerca de la ventana, había una mesa cubierta con un tapiz con figuras de pájaros. Encima de la mesa, una escribanía manchada de tinta, unos pergaminos, unas plumas y una copa de plata cincelada. Un poco más lejos, un brasero y un reclinatorio de terciopelo carmesí, ornamentado con clavos de oro. Por último, al fondo, una sencilla cama de damasco amarillo y encarnado, sin oropeles ni pasamanos, con flecos sencillos. Es la misma cama, famosa por haber soportado el sueño o el insomnio de Luis XI, que aún se podía contemplar, hace doscientos años, en casa de un consejero de estado, donde fue vista por la anciana señora Pilou, célebre en el Cyrus con el nombre de Arricidie y de la Moral viva.

Así era la habitación que llamaban «el retiro donde reza sus horas Luis de Francia».

En el momento en que hemos introducido en ella al lector, ese retiro estaba muy oscuro. El toque de queda había sonado hacía una hora; era de noche y solo había una vacilante candela de cera sobre la mesa para iluminar a cinco personajes diversamente agrupados en la habitación.

El primero sobre el que caía la luz era un señor soberbiamente vestido con unas calzas y un jubón de rayas escarlatas y plateadas, y una casaca con hombreras de paño dorado con dibujos negros. Este espléndido traje, en el que jugaba la luz, parecía salpicado de llamas en todos sus pliegues. El hombre que lo llevaba lucía en el pecho su escudo de armas bordado en vivos colores: un cheurón, acompañado en punta de un gamo pasante. El escudo estaba flanqueado a la derecha por una rama de olivo y a la izquierda por un cuerno de gamo. Este hombre llevaba al cinto una rica daga cuya guarnición de corladura estaba cincelada en forma de cimera y rematada por una corona condal. Causaba mala impresión por su expresión orgullosa y su actitud altiva. Al primer golpe de vista se veía en su rostro la arrogancia; al segundo, la astucia.

Se hallaba con la cabeza descubierta y un largo documento en la mano, detrás de la silla con brazos en la que, en una postura carente de toda gracia, con las piernas cruzadas una sobre otra y los codos apoyados en la mesa, estaba sentado un personaje muy mal ataviado. Imaginemos, sobre el opulento cuero de Córdoba, dos rótulas zambas, dos muslos escuchimizados pobremente cubiertos con una malla de lana negra, un torso envuelto en un sobretodo de fustán con un forro de piel en el que se veía menos pelo que cuero; por último, a modo de guinda, un viejo sombrero pringoso, del peor paño negro, bordeado por un cordón circular de figuritas de plomo. Esto, junto con un mugriento casquete que apenas dejaba pasar un cabello, era todo lo que se distinguía del personaje sentado. Tenía la cabeza tan inclinada sobre el pecho que no se veía nada de su cara cubierta de sombra, salvo la punta de la nariz, sobre la que caía un rayo de luz y que debía de ser larga. Por la delgadez de su mano arrugada, se deducía que era un anciano. Era Luis XI.

A cierta distancia detrás de ellos hablaban en voz baja dos hombres vestidos con trajes de corte flamenco, que no estaban lo bastante perdidos en la sombra para que alguno de los que habían asistido a la representación del misterio de Gringoire no hubiera podido reconocer en ellos a dos de los principales enviados flamencos, Guillaume Rym, el sagaz pensionario de Gante, y Jacques Coppenole, el popular calcetero. Se recordará que estos dos hombres participaban en la política secreta de Luis XI.

Por último, al fondo de todo, junto a la puerta, permanecía de pie en la oscuridad, inmóvil como una estatua, un vigoroso hombre de cuerpo membrudo, con arnés militar y casaca blasonada, cuya cara cuadrada, de ojos saltones, boca inmensa, orejas ocultas bajo dos anchos tejadillos de pelo liso, sin frente, tenía a la vez algo de perro y de tigre.

Todos iban descubiertos excepto el rey.

El señor que estaba junto al rey le estaba leyendo una especie de larga memoria que su majestad parecía escuchar con atención. Los dos flamencos cuchicheaban.

—¡Voto a Dios! —mascullaba Coppenole—. Estoy cansado de estar de pie. ¿Es que aquí no hay sillas?

Rym respondía con un ademán negativo, acompañado de una discreta sonrisa.

—¡Voto a Dios! —insistía Coppenole, molesto por verse obligado a bajar la voz—. Me entran ganas de sentarme en el suelo con las piernas cruzadas, como un calcetero, igual que hago en mi establecimiento.

—¡Guardaos mucho de hacer tal cosa, maese Jacques!

—¡Sea, maese Guillaume! ¿Aquí, entonces, solo se puede estar de pie?

—O de rodillas —dijo Rym.

En ese momento la voz del rey se elevó. Los dos hombres se callaron.

—¡Cincuenta sueldos los trajes de nuestros criados y doce libras las capas de los empleados de nuestra corona! ¡Eso, sí! ¡Desembolsad el oro a toneladas! ¿Estáis loco, Olivier?

Mientras decía esto, el anciano había levantado la cabeza. Se veía brillar en su cuello las conchas de oro del collar de San Miguel. La candela iluminaba de lleno su perfil descarnado y taciturno. Le quitó el papel de las manos a Olivier.

—¡Nos estáis arruinando! —gritó, paseando sus ojos hundidos por el cuaderno—. ¿Qué es todo esto? ¿Qué necesidad tenemos de una casa tan prodigiosa? ¡Dos capellanes a razón de diez libras al mes cada uno y un clérigo de capilla a cien sueldos! ¡Un ayuda de cámara a noventa libras al año! ¡Cuatro ayudantes de cocina a ciento veinte libras al año cada uno! ¡Un especialista en asados, uno en verduras, uno en salsas, un cocinero, un oficial de armería y dos ayudantes de sumiller a razón de diez libras al mes cada uno! ¡Dos pinches de cocina a ocho libras! ¡Un palafrenero y sus dos ayudantes a veinticuatro libras mensuales! ¡Un recadero, un pastelero, un panadero y dos carreteros a sesenta libras al año! ¡Y el herrero, ciento veinte libras! ¡Y el jefe de la cámara de nuestros dineros, mil doscientas libras, y el interventor, quinientas! Y yo qué sé qué más… ¡Es un despropósito! ¡Los sueldos de nuestros criados ponen a Francia a merced del pillaje! ¡Todos los tesoros del Louvre se fundirán con semejante ritmo de gastos! ¡Venderemos nuestras vajillas! ¡Y el año que viene, si Dios y Nuestra Señora —aquí se quitó el sombrero— nos dan salud, tendremos que beber las tisanas en un vaso de estaño!

Diciendo esto, dirigía una mirada a la copa de plata que brillaba encima de la mesa. Tosió y prosiguió:

—Maese Olivier: los príncipes que reinan en los grandes señoríos, como reyes y emperadores, no deben dejar que se engendre suntuosidad en sus casas, pues desde ahí ese fuego se extiende por todo el territorio… Así pues, maese Olivier, date por enterado de esto. Nuestro gasto aumenta todos los años y ello nos desagrada. ¡Pascua de Dios!, ¿cómo es posible? Hasta 1479 no pasó de treinta y seis mil libras. En 1480 ascendió a cuarenta y tres mil seiscientas diecinueve libras… Tengo la cifra en la cabeza… En 1481, a sesenta y seis mil seiscientas ochenta libras, ¡y este año llegará a ochenta mil libras! ¡Se ha duplicado en cuatro años! ¡Monstruoso!

Se detuvo, sin aliento, y volvió a la carga, encolerizado:

—¡Solo veo a mi alrededor gente que engorda de mi flaqueza! ¡Me chupáis escudos por todos los poros!

Todos guardaban silencio. Era uno de esos arrebatos de ira que es mejor no interrumpir. El rey continuó:

—¡Es como esa petición en latín del señorío de Francia, para que tengamos que restablecer lo que ellos llaman las grandes cargas de la corona! ¡Cargas, en efecto! ¡Cargas que aplastan! ¡Ah, señores!, decís que no somos un rey por reinar dapifero nullo, buticulario nullo.* ¡Pascua de Dios! ¡Os haremos ver si somos o no somos un rey!

Llegado a este punto, sonrió, consciente de su poder, su mal humor se aplacó y, volviéndose hacia los flamencos, dijo:

—¿Veis, compadre Guillaume? El panadero mayor, el botellero mayor, el gran chambelán y el gran senescal valen menos que el criado más insignificante. Recordad esto, compadre Coppenole: no sirven para nada. Viéndolos así de inútiles alrededor del rey, me recuerdan a los cuatro evangelistas que rodean la esfera del gran reloj del palacio y que Philippe Brille acaba de restaurar. Son dorados, pero no marcan la hora; y la aguja puede prescindir de ellos.

Se quedó un momento pensativo y añadió, moviendo su vieja cabeza:

—¡Hummm…! Por Nuestra Señora que yo no soy Philippe Brille y no volveré a dorar a los grandes vasallos… Continúa, Olivier.

El personaje al que designaba con este nombre recuperó el cuaderno y se puso a leer de nuevo en voz alta:

—«A Adam Tenon, encargado de la custodia de los sellos del prebostazgo de París, por la plata y la ejecución y grabado de los mencionados sellos, que han sido hechos nuevos porque los anteriores, debido a su antigüedad y caducidad, ya no estaban en buen uso, doce libras parisienses.

»A Guillaume Frère, la suma de cuatro libras y cuatro sueldos parisienses por el trabajo y los gastos de haber mantenido y alimentado a las palomas de los dos palomares del palacio de las Tournelles, durante los meses de enero, febrero y marzo de este año, para lo cual ha aportado siete sextos de cebada.

»A un franciscano, por la confesión de un criminal, cuatro sueldos parisienses».

El rey escuchaba en silencio. De cuando en cuando tosía. Entonces se acercaba la copa a los labios y bebía un sorbo haciendo una mueca.

—«En este año se han hecho, por orden de la justicia, cincuenta y seis pregones a toque de corneta por calles y plazas de París. Cuenta pendiente de ajustar.

»Por haber registrado y buscado en algunos lugares, tanto en París como fuera, dineros que se decía que habían sido escondidos ahí, sin haber encontrado nada, cuarenta y cinco libras parisienses.»

—¡Enterrar un escudo para desenterrar un sueldo! —dijo el rey.

—«Por haber reparado en el palacio de las Tournelles seis paneles de vidrio blanco, en el lugar donde está la jaula de hierro, trece sueldos… Por haber hecho y entregado, por orden del rey, el día de feria, cuatro escudos con las armas de dicho señor, seis libras… Por dos mangas nuevas para el viejo jubón del rey, veinte sueldos… Por una caja de grasa para engrasar las botas del rey, quince dineros… Un establo nuevo para los cochinillos negros del rey, treinta libras parisienses… Varios tabiques, tablas y trampillas para encerrar a los leones de Saint-Paul, veintidós libras.»

—¡Sí que son caros esos animales! —dijo Luis XI—. ¡No importa! Es una magnificencia digna de un rey. Hay un gran león rojizo que me gusta por su nobleza… ¿Lo habéis visto, maese Guillaume…? Los príncipes deben tener esta clase de animales miríficos. Para nosotros, los reyes, los perros deben ser leones, y los gatos, tigres. Lo grande les va a las coronas. En la época de los paganos de Júpiter, cuando el pueblo ofrecía a las iglesias cien bueyes y cien ovejas, los emperadores daban cien leones y cien águilas. Aquello era feroz y muy hermoso. Los reyes de Francia siempre han tenido rugidos alrededor de su trono. No obstante, se me reconocerá que gasto menos dinero que ellos en esto y que soy mucho más modesto en el número de leones, osos, elefantes y leopardos… Adelante, maese Olivier. Queríamos decirles esto a nuestros amigos los flamencos.

Guillaume Rym hizo una profunda reverencia, mientras que Coppenole, con su expresión enfurruñada, tenía el aspecto de uno de esos osos de los que hablaba su majestad. El rey no reparó en ello. Acababa de mojar los labios en la copa y escupió el brebaje diciendo:

—¡Puaf! ¡Qué mala está esta tisana!

El que leía prosiguió:

—«Por la manutención de un bellaco del cuerpo de infantería, encerrado desde hace seis meses en el tugurio del desolladero en espera de que se sepa qué hacer con él, seis libras y cuatro sueldos».

—¿Qué es eso? —interrumpió el rey—. ¡Mantener al que hay que colgar! ¡Pascua de Dios! No daré un sueldo más para esa manutención… Olivier, tratad el asunto con el señor de Estouteville y haced esta misma noche los preparativos para la boda del galán con una horca… Proseguid.

Olivier hizo una marca con el pulgar en el artículo referente al «bellaco del cuerpo de infantería» y pasó al siguiente.

—«A Henriet Cousin, verdugo de la justicia de París, la suma de sesenta sueldos parisienses, adjudicada a él por el preboste de París, por haber comprado, conforme a la orden del citado señor, una gran espada de hoja apropiada para ejecutar y decapitar a las personas que por justicia son condenadas a causa de sus deméritos, y a esta proveerla de vaina y de todo lo que le corresponda; e igualmente por haber reparado y afilado la vieja espada, que se había roto y mellado ajusticiando a micer Luis de Luxemburgo, como más detalladamente aparece…»

El rey lo interrumpió:

—Basta. Ordeno el pago de esa suma de todo corazón. En estos gastos no escatimo. Nunca me he lamentado por ese dinero. Continuad.

—«Por haber hecho una gran jaula…»

—¡Ah! —dijo el rey, asiendo con las dos manos los brazos de la silla—, ya sabía yo que había venido a la Bastilla para algo… Esperad, maese Olivier. Quiero ver yo mismo la jaula. Me leeréis el coste mientras la examino… Señores flamencos, venid a ver esto. Es curioso.

Entonces se levantó, se apoyó en el brazo de su interlocutor, hizo una seña a la especie de mudo que permanecía de pie ante la puerta indicándole que lo precediera y otra a los flamencos para que lo siguieran, y salió de la habitación.

A la real compañía se sumaron, en la puerta del retiro, hombres de armas cargados de hierro y delgados pajes que portaban antorchas. Avanzaron un rato por el interior del oscuro torreón, atravesado por escaleras y corredores incluso en el grosor de los muros. El capitán de la Bastilla encabezaba la comitiva y hacía abrir los portillos ante el viejo rey enfermo y encorvado, que tosía al andar.

Cada vez que cruzaban un portillo, todas las cabezas se veían obligadas a inclinarse excepto la del anciano, encorvado por la edad.

—¡Hum! —decía este entre encías, pues ya no le quedaban dientes—, estamos preparados del todo para la puerta del sepulcro. A puerta baja, pasante encorvado.

Por fin, después de haber cruzado un último portillo tan lleno de cerraduras que tardaron un cuarto de hora en abrirlo, entraron en una alta y vasta sala ojival, en el centro de la cual se distinguía, al resplandor de las antorchas, un gran cubo macizo de mampostería, hierro y madera. El interior estaba hueco. Era una de esas famosas jaulas para prisioneros de estado que llamaban «las niñas del rey». Había en las paredes dos o tres ventanucos con un entramado tan denso de barrotes de hierro que no se veía el cristal. La puerta era una gran losa de piedra lisa, como en los sepulcros, una puerta de esas que únicamente sirven para entrar, con la diferencia de que en este caso el muerto era un vivo.

El rey se puso a andar lentamente alrededor de la pequeña construcción examinándola con cuidado, mientras que maese Olivier lo seguía leyendo en voz alta la memoria:

—«Por haber hecho una gran jaula de madera con gruesas vigas, largueros y soleras, de nueve pies de largo por ocho de ancho, y siete pies de altura entre suelo y techo, reforzada con tablones y gruesas barras de hierro, la cual ha sido colocada en una habitación que se encuentra en una de las torres de la prisión de Saint-Antoine, jaula en la cual está encerrado, por mandato del rey nuestro señor, un prisionero que ocupaba anteriormente una vieja jaula caduca y decrépita. Se han empleado en dicha jaula nueva noventa y seis vigas horizontales y cincuenta y dos vigas verticales, y diez soleras de tres toesas de largo; y han estado ocupados diecinueve carpinteros escuadrando, trabajando y cortando la mencionada madera en el patio de la Bastilla durante veinte días…».

—Buenos troncos de roble —dijo el rey, golpeando con el puño el armazón.

—«… Han entrado en esta jaula —prosiguió el otro— doscientas veinte gruesas barras de hierro, de nueve y ocho pies, el resto de mediana longitud, con las arandelas y los pernos necesarios para dichas barras, pesando todo el mencionado hierro tres mil setecientas treinta y cinco libras; además, ocho grandes escuadras de hierro para sujetar dicha jaula con los crampones y clavos, que pesan en conjunto doscientas dieciocho libras de hierro, sin contar el hierro del enrejado de las ventanas de la habitación donde la jaula ha sido instalada, las barras de hierro de la puerta de la habitación y otras cosas…»

—¡Una buena cantidad de hierro —dijo el rey— para contener la ligereza de un espíritu!

—«… El total asciende a trescientas diecisiete libras, cinco sueldos y siete dineros.»

—¡Pascua de Dios! —exclamó el rey.

Este reniego, que era el favorito de Luis XI, pareció despertar a alguien en el interior de la jaula. Se oyó un arrastrar de cadenas por el suelo y una voz débil que parecía surgir de la tumba: «¡Sire! ¡Sire! ¡Piedad!». No podía verse, sin embargo, a quien esto decía.

—¡Trescientas diecisiete libras, cinco sueldos y siete dineros! —repitió Luis XI.

La voz lastimera surgida de la jaula había dejado helados a todos los presentes, maese Olivier incluido. Tan solo el rey daba la impresión de no haberla oído. Por orden de este, maese Olivier prosiguió la lectura, y su majestad continuó inspeccionando con frialdad la jaula.

—«… Amén de esto, se ha pagado a un albañil que ha hecho los agujeros para colocar las rejas de las ventanas y el suelo de la habitación donde está la jaula, pues el suelo no habría podido sostener dicha jaula a causa de su peso, veintisiete libras y catorce sueldos parisienses…»

La voz comenzó de nuevo a gemir:

—¡Piedad, sire! Os juro que fue el cardenal de Angers el autor de la traición, y no yo.

—¡El albañil es exigente! —dijo el rey—. Continúa, Olivier.

—«… A un ebanista, por ventanas, camas, silla agujereada y otras cosas, veinte libras y dos sueldos parisienses…»

La voz proseguía también:

—¡Ay, sire! ¿No me escucharéis? ¡Os aseguro que no fui yo quien escribió aquello a monseñor de Guyenne, sino el cardenal La Balue!

—El ebanista es caro —observó el rey—. ¿Eso es todo?

—No, sire… «A un cristalero, por los cristales de la mencionada habitación, cuarenta y seis sueldos y ocho denarios parisienses…»

—¡Tened piedad, sire! ¿No es suficiente acaso que hayan dado todos mis bienes a mis jueces, mi vajilla al señor de Torcy, mi biblioteca a maese Pierre Doriolle y mi tapicería al gobernador del Rosellón? Soy inocente. Hace catorce años que tirito en una jaula de hierro. ¡Tened piedad, sire! El cielo os lo agradecerá.

—Maese Olivier —dijo el rey—, ¿cuánto es el total?

—Trescientas sesenta y siete libras, ocho sueldos y tres dineros parisienses.

—¡Notre-Dame! —gritó el rey—. ¡Es una jaula ofensiva!

Le arrancó el cuaderno de las manos a maese Olivier y se puso a contar él mismo con los dedos, examinando alternativamente el documento y la jaula. Mientras tanto se oía sollozar al prisionero. La escena, en la oscuridad, era lúgubre, y los rostros se miraban unos a otros, pálidos.

—¡Catorce años, sire! ¡Hace catorce años! Desde el mes de abril de 1469. ¡En nombre de la santa Madre de Dios, sire, escuchadme! ¡Vos habéis disfrutado todo este tiempo del calor del sol! Yo, mísero de mí, ¿no volveré a ver nunca más la luz? ¡Piedad, sire! Sed misericordioso. La clemencia es una hermosa virtud real que rompe las corrientes de la cólera. ¿Cree vuestra majestad que, a la hora de la muerte, supone una gran satisfacción para un rey no haber dejado ninguna ofensa sin castigo? Además, sire, yo no he traicionado a vuestra majestad; fue el señor de Angers. Y tengo en el pie una pesada cadena con una gran bola de hierro en el extremo, tanto más pesada cuanto que es injusta. ¡Sire, tened piedad de mí!

—Olivier —dijo el rey meneando la cabeza—, observo que me cuentan el moyo de yeso a veinte sueldos, cuando solo vale doce. Volved a hacer esta memoria.

Se volvió de espaldas a la jaula y se dispuso a salir de la habitación. El miserable prisionero, al alejarse las antorchas y el ruido, dedujo que el rey se marchaba.

—¡Sire! ¡Sire! —gritó con desesperación.

La puerta se cerró. No vio nada más, y solo siguió oyendo la voz ronca del carcelero que le cantaba la canción:

Maese Jean Balue

ha perdido de vista

sus obispados,

al señor de Verdún

no le queda ni uno,

todos han volado.

El rey regresaba en silencio a su retiro, y su cortejo lo seguía, aterrado por los últimos gemidos del condenado. De repente, su majestad se volvió hacia el gobernador de la Bastilla.

—Por cierto —dijo—, ¿no había alguien en esa jaula?

—¡Pardiós, sire! —respondió el gobernador, estupefacto por la pregunta.

—¿Quién era?

—El obispo de Verdún.

El rey lo sabía mejor que nadie, pero era una de sus manías.

—¡Ah! —dijo con la expresión ingenua de quien piensa en ello por primera vez—, Guillaume de Harancourt, el amigo del cardenal La Balue. ¡Un buen diablo, ese obispo!

Unos instantes más tarde, la puerta del retiro se había abierto y vuelto a cerrar después de que hubieran entrado los cinco personajes que el lector vio allí al comienzo de este capítulo, y que habían ocupado de nuevo sus sitios, en las mismas posturas, y reanudado sus charlas a media voz.

Durante la ausencia del rey, habían dejado en su mesa algunos despachos, cuyo sello rompió él mismo. Acto seguido se puso a leerlos rápidamente uno tras otro, le indicó a maese Olivier, que parecía desempeñar las funciones de ministro, que cogiese una pluma y, sin hacerlo partícipe del contenido de los despachos, comenzó a dictarle en voz baja las respuestas, que este escribía arrodillado con bastante incomodidad delante de la mesa.

Guillaume Rym observaba.

El rey hablaba tan bajo que los flamencos no oían nada de lo que dictaba, salvo algunos fragmentos aislados y poco inteligibles como:

—… Mantener los lugares fértiles mediante el comercio y los estériles mediante las manufacturas… Mostrar a los señores ingleses nuestras cuatro bombardas, la Londres, la Brabante, la Bourgen-Bresse y la Saint-Omer… A causa de la artillería, la guerra se hace ahora más juiciosamente… Al señor de Bressuire, nuestro amigo… Los ejércitos no se mantienen sin tributos…, etcétera.

En una ocasión elevó la voz:

—¡Pascua de Dios! El rey de Sicilia sella sus cartas con lacre amarillo, como un rey de Francia. Quizá cometamos un error permitiéndoselo. Mi apuesto primo de Borgoña no concedía escudos de armas con campo de gules. La grandeza de las casas se asegura con la integridad de las prerrogativas. Toma nota de esto, compadre Olivier.

Y en otra:

—¡Largo mensaje! —dijo—. ¿Qué nos reclama nuestro hermano el emperador? —Y recorrió con los ojos la misiva, intercalando interjecciones en la lectura—: ¡Cierto! Las Alemanias son tan grandes y tan poderosas que apenas puede creerse… Pero no olvidamos el viejo proverbio: El más bello condado es Flandes; el más bello ducado, Milán; el más bello reino, Francia… ¿Verdad, señores flamencos?

Esta vez, Coppenole se inclinó junto con Guillaume Rym. El patriotismo del calcetero se veía halagado.

Un último despacho hizo fruncir el entrecejo a Luis XI.

—¿Qué es esto? —exclamó—. ¡Quejas y reclamaciones contra nuestras guarniciones de Picardía! Olivier, escribid inmediatamente al mariscal de Rouault… Que la disciplina se relaja… Que los gendarmes de las ordenanzas, los guerreros de la nobleza, los arqueros francos, los suizos, todos causan males infinitos a los villanos… Que el soldado, no satisfecho con los bienes que encuentra en casa de los labradores, los obliga a bastonazos o a latigazos a ir a buscar vino a la ciudad, pescado, especias y otras cosas abusivas… Que el rey está enterado de ello… Que pensamos proteger a nuestro pueblo de los inconvenientes, robos y pillajes… Que es nuestra voluntad, ¡por Nuestra Señora…! Que, además, no nos agrada que ningún ministril, barbero o escudero vaya vestido como un príncipe, con terciopelo, seda y anillos de oro… Que tales vanidades son odiosas a Dios… Que nos, que somos hidalgo, nos contentamos con un jubón de paño de dieciséis sueldos la vara de París… Que los escuderos pueden muy bien rebajarse hasta ahí ellos también… Mandad y ordenad… Al señor de Rouault, nuestro amigo… Bien.

Dictó esta carta en voz alta, en un tono firme y entrecortadamente. En el momento en que acababa, la puerta se abrió y dio paso a un nuevo personaje, que entró atolondradamente en la habitación, gritando:

—¡Sire! ¡ Sire! ¡Hay una sedición popular en París!

El rostro grave de Luis XI se contrajo, pero lo que resultó visible de su emoción pasó como un relámpago. Se contuvo y dijo con una severidad tranquila:

—¡Compadre Jacques, entráis con mucho ímpetu!

—¡Sire! ¡Sire! ¡Hay una revuelta! —insistió el compadre Jacques, sin aliento.

El rey, que se había levantado, lo agarró con rudeza del brazo y le dijo al oído, de forma que solo él pudiera oírlo, con una cólera concentrada y mirando de reojo a los flamencos:

—¡Cállate! ¡O por lo menos habla más bajo!

El recién llegado comprendió y empezó a hacerle en voz baja, muy alarmado, una narración que el rey escuchaba con calma, mientras que Guillaume Rym le señalaba a Coppenole el semblante y las ropas del recién llegado, su capucha forrada de piel, caputia fourrata, su epitoga corta, epitogia curta, y su toga de terciopelo negro, que anunciaban a un presidente del Tribunal de Cuentas.

Apenas este personaje hubo dado al rey algunas explicaciones, Luis XI exclamó, riendo a carcajadas:

—¡Pero hablad en voz alta, compadre Coictier! ¿Por qué habláis así de bajo? Nuestra Señora sabe que no tenemos nada que ocultar a nuestros buenos amigos flamencos.

—Pero, sire…

—¡Hablad en voz alta!

El «compadre Coictier» permanecía mudo de asombro.

—Vamos, señor —insistió el rey—, hablad. ¿Hay una revuelta de villanos en nuestra buena ciudad de París?

—Sí, sire.

—¿Y va dirigida, decís, contra el señor baile del Palacio de Justicia?

—Eso parece —respondió el «compadre», que balbuceaba, todavía confuso por el brusco e inexplicable cambio que acababa de operarse en los pensamientos del rey.

Luis XI prosiguió:

—¿Dónde ha encontrado la guardia a esa turba?

—Caminando desde la Gran Truhanería en dirección al Pontaux-Changeurs. Yo mismo la he visto cuando venía hacia aquí para dar cumplimiento a las órdenes de vuestra majestad. He oído a algunos gritar: «¡Abajo el baile del palacio!».

—¿Y qué quejas tienen contra el baile?

—Pues que es su señor —dijo el compadre Jacques.

—¿Ah, sí?

—¡Sí, sire! Son los bribones de la Corte de los Milagros. Hace ya mucho tiempo que se quejan del baile, del que son vasallos. No quieren reconocerlo ni como justiciero ni como veedor.

—¡Caramba! —exclamó el rey con una sonrisa de satisfacción que se esforzaba en vano en disimular.

—En todas sus demandas al Parlamento —prosiguió el compadre Jacques—, afirman no tener más que dos señores, vuestra majestad y su Dios, que creo que es el diablo.

—¡Diantre! —dijo el rey.

El monarca se frotaba las manos, reía con esa risa interior que ilumina el rostro. No podía disimular su alegría, aunque intentaba guardar la compostura. Nadie entendía nada, ni siquiera maese Olivier. Quedó un instante en silencio, pensativo pero contento.

—¿Son muchos? —preguntó de repente.

—Sí, lo son, sire —respondió el compadre Jacques.

—¿Cuántos?

—Por lo menos seis mil.

El rey no pudo evitar decir:

—¡Muy bien! —Luego preguntó—: ¿Están armados?

—Con guadañas, picas, arcabuces, picos… Toda clase de armas violentas.

El rey no pareció en absoluto inquieto por esta enumeración.

—Si vuestra majestad no envía con presteza ayuda al baile, está perdido —se creyó en la obligación de añadir el compadre Jacques.

—Se la enviaremos —dijo el rey con un falso aire de seriedad—. Sí, claro que se la enviaremos. El baile es nuestro amigo. ¡Seis mil! Son unos bribones muy decididos. La audacia es formidable, y nos enfurece sobremanera. Pero esta noche tenemos poca gente disponible. Lo dejaremos para mañana por la mañana.

El compadre Jacques protestó:

—¡Ha de ser ahora mismo, sire! Si no, la bailía tendrá veinte veces tiempo de ser saqueada, el señorío violado y el baile colgado. ¡Por Dios, sire, enviad ayuda antes de mañana!

El rey lo miró a la cara.

—Os he dicho que mañana por la mañana.

Era una de esas miradas que no admiten réplica.

Tras un silencio, Luis XI elevó de nuevo la voz:

—Compadre Jacques, vos debéis de saberlo. ¿Cuál era…? ¿Cuál es —rectificó— la jurisdicción feudal del baile?

—Sire, el baile del Palacio tiene la calle Calandre hasta la calle Herberie, la plaza Saint-Michel y los lugares vulgarmente conocidos como los Mureaux, situados cerca de la iglesia de Notre-Dame des Champs —Luis XI levantó el borde de su sombrero—, cuyos hoteles ascienden a trece, más la Corte de los Milagros, más la leprosería llamada la Banlieue, más toda la calle que comienza en la leprosería y termina en la puerta Saint-Jacques. De estos diversos lugares, es veedor, alto, medio y bajo justiciero, señor absoluto.

—¡Sí! —dijo el rey rascándose la oreja izquierda con la mano derecha—. ¡Eso es un buen pedazo de mi ciudad! ¡Así que el señor baile era rey de todo eso!

Esta vez no rectificó. Pensativo y como hablando consigo mismo, continuó:

—¡Muy bonito, señor baile! ¡Teníais entre los dientes una bonita porción de nuestro París!

De repente, explotó:

—¡Pascua de Dios! ¿Qué se han creído esos que se erigen en veedores, justicieros, dueños y señores en nuestra casa, que tienen su peaje por doquier, su justicia y su verdugo en cada calle, de tal manera que, al igual que los griegos creían que había tantos dioses como fuentes tenían, y los persas tantos como estrellas veían, los franceses contabilizan tantos reyes como patíbulos ven? ¡Pardiós! Eso es mala cosa, la confusión me desagrada. ¡Me gustaría saber si es por la gracia de Dios por lo que hay en París otro veedor que el rey, otra justicia que nuestro Parlamento, otro emperador que nos en este imperio! ¡Por mi fe! ¡Tendrá que llegar el día en que no haya en Francia más que un rey, un señor, un juez, un cortacabezas, al igual que en el paraíso no hay más que un Dios!

Levantó de nuevo el gorro y continuó, todavía pensativo, con el aire y el tono de un cazador que excita y lanza a su jauría:

—¡Adelante, pueblo! ¡Con valentía! ¡Acaba con esos falsos señores! Haz tu trabajo. ¡Hala! ¡Hala! ¡Atrápalos! ¡Cuélgalos! ¡Destrózalos…! ¡Ah!, ¿queréis ser reyes, señores míos? ¡Vamos, pueblo! ¡Vamos!

Al llegar aquí se interrumpió bruscamente, se mordió el labio, como para retomar el hilo de su pensamiento medio perdido, detuvo sucesivamente su mirada penetrante sobre cada uno de los cinco personajes que lo rodeaban y, de pronto, cogiendo su sombrero con ambas manos y mirándolo fijamente, dijo:

—¡Te quemaría si supieras lo que hay dentro de mi cabeza!

Después, paseando de nuevo a su alrededor la mirada atenta e inquieta del zorro que vuelve solapadamente a su madriguera, añadió:

—¡No importa! Socorreremos al señor baile. Por desgracia, en este momento tenemos muy pocas tropas aquí para luchar contra tanta plebe. Hay que esperar hasta mañana. Se restablecerá el orden en la Cité y se colgará sin miramientos a cuantos sean prendidos.

—Por cierto, sire —dijo el compadre Coictier—, con la confusión de los primeros momentos lo había olvidado, la guardia ha cogido a dos rezagados de la banda. Si vuestra majestad quiere ver a esos hombres, están aquí.

—¡Que si quiero verlos! —exclamó el rey—. ¡Pascua de Dios! ¿Cómo has podido olvidar una cosa así…? ¡Corre, Olivier, date prisa! ¡Ve tú a buscarlos!

Maese Olivier salió y volvió a entrar con los dos prisioneros, rodeados de arqueros de la ordenanza. El primero tenía una ancha cara de idiota, de borracho y de pasmado. Iba vestido con harapos y andaba doblando una rodilla y arrastrando un pie. El segundo tenía un semblante pálido y sonriente que el lector ya conoce.

El rey los examinó un momento sin decir palabra; luego, dirigiéndose bruscamente al primero, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Gieffroy Pincebourde.

—¿Tu oficio?

—Truhán.

—¿Qué ibas a hacer en esa condenable sedición?

El truhán miró al rey moviendo los brazos de un lado a otro con aire alelado. Era una de esas cabezas mal conformadas en las que la inteligencia se encuentra más o menos tan a gusto como la llama bajo el apagavelas.

—No lo sé. Todos iban, así que yo iba también.

—¿No ibais a atacar insolentemente y saquear a vuestro señor el baile del Palacio?

—Yo solo sé que íbamos a casa de alguien a coger algo.

Un soldado le mostró al rey un hocino que llevaba el truhán cuando lo habían cogido.

—¿Reconoces esta arma? —preguntó el rey.

—Sí, es mi hocino. Soy viñador.

—¿Y reconoces a este hombre como compañero tuyo? —prosiguió Luis XI, señalando al otro prisionero.

—No. No lo conozco de nada.

—¡Basta! —dijo el rey. Y haciendo una señal con el dedo al personaje que permanecía silencioso e inmóvil junto a la puerta, cuya presencia ya hemos indicado al lector, añadió—: Compadre Tristan, aquí hay un hombre para vos.

Tristan l’Hermite se inclinó y dio una orden en voz baja a dos arqueros, que se llevaron al pobre truhán.

El rey se había acercado mientras tanto al segundo prisionero, que sudaba la gota gorda.

—Tu nombre…

—Pierre Gringoire, sire.

—Tu oficio…

—Filósofo, sire.

—¿Cómo te permites, bribón, ir a atacar a nuestro amigo el señor baile del Palacio, y qué tienes que decir de ese motín popular?

—Sire, yo no participaba en él.

—¿Cómo te atreves, desfachatado? ¿Acaso no has sido prendido por la guardia en esta mala compañía?

—No, sire, se trata de un error. Es una fatalidad. Yo escribo tragedias. Sire, suplico a vuestra majestad que me escuche. Soy poeta. La melancolía de los de mi profesión nos lleva a vagar de noche por las calles. Esta noche vagaba por allí. Ha sido una gran coincidencia. Me han detenido equivocadamente. Soy inocente de esta tormenta cívica. Vuestra majestad ha visto que el truhán no me ha reconocido. Ruego a vuestra majestad…

—¡Calla! —dijo el rey entre dos sorbos de tisana—. Nos estás destrozando la cabeza.

Tristan l’Hermite dio unos pasos y, señalando con el dedo a Gringoire, preguntó:

—Sire, ¿podemos colgar también a este?

Eran las primeras palabras que pronunciaba.

—¡Bah! —respondió despreocupadamente el rey—. No veo ningún inconveniente.

—¡Pues yo veo muchos! —dijo Gringoire.

Nuestro filósofo estaba en ese momento más verde que una aceituna. Vio en el semblante frío e indiferente del rey que su único recurso era hacer una escena muy patética, de modo que se precipitó a los pies de Luis XI gritando y gesticulando desesperadamente:

—¡Sire! Vuestra majestad se dignará escucharme. ¡Sire! No desencadenéis la tormenta sobre tan poca cosa como yo. El potente rayo de Dios no fulmina a una lechuga. Sire, sois un augusto monarca muy poderoso, tened piedad de un pobre hombre honrado, al que le sería más imposible provocar una revuelta que a un trozo de hielo echar chispas. Muy gracioso sire, la bondad es virtud de leones y de reyes. ¡Ay!, el rigor no hace sino amedrentar los espíritus, las ráfagas impetuosas de viento no hacen quitarse la capa al caminante, pero el sol, con sus rayos, lo calienta poco a poco de tal forma que le hace quedarse en camisa. Sire, vos sois el sol. Os lo aseguro, mi soberano dueño y señor, no soy un compañero truhán, ladrón y desmandado. La revuelta y el pillaje no forman parte del séquito de Apolo. No seré yo quien vaya a unirse a esas bandadas que organizan algaradas y sediciones. Yo soy un fiel vasallo de vuestra majestad. El mismo celo con que el marido vela por el honor de su mujer, el vivo sentimiento que tiene el hijo por el amor de su padre, un buen vasallo debe tenerlos por la gloria de su rey; debe desvivirse por cuidar celosamente su casa, por servirlo sin límites. Cualquier otra pasión que lo dominara no sería sino locura. Estas son, sire, las máximas por las que me rijo. Así pues, no me consideréis sedicioso y saqueador por llevar un traje con los codos gastados. Si me concedéis vuestra gracia, sire, lo gastaré por las rodillas rezando a Dios de la mañana a la noche por vos. ¡Ay!, no soy muy rico, es verdad. Soy incluso un poco pobre, pero no por ello vicioso. Todo el mundo sabe que con las bellas letras no se obtienen grandes riquezas y que los más consagrados a los buenos libros no siempre tienen un buen fuego en invierno. La abogacía se lleva todo el grano y no deja sino la paja a las demás profesiones científicas. Hay cuarenta excelentísimos proverbios sobre la capa agujereada de los filósofos. ¡Oh, sire! La clemencia es la única luz que puede iluminar el interior de una gran alma. La clemencia lleva la antorcha ante todas las demás virtudes. Sin ella, son ciegos que buscan a Dios a tientas. La misericordia, que es lo mismo que la clemencia, engendra el amor de los súbditos, que es la más poderosa salvaguardia de un príncipe. ¿Qué más os da a vos, majestad, cuyo esplendor nos deslumbra, que haya un pobre hombre más sobre la tierra? ¡Un pobre e inocente filósofo tambaleándose entre las tinieblas de la calamidad, con la bolsa vacía resonando sobre su vientre no menos vacío! Además, majestad, soy letrado. Los grandes reyes añaden una perla a su corona protegiendo a las letras. Hércules no despreciaba el título de Musageta. Matías Corvino favorecía a Regiomontano, ornamento de las matemáticas. Y es una mala manera de proteger las letras ahorcar a los letrados. ¡Qué mancha para Alejandro si hubiera hecho colgar a Aristóteles! No sería un pequeño lunar en el rostro de su reputación para embellecerlo, sino una úlcera maligna para desfigurarlo. ¡Sire! He escrito un muy oportuno epitalamio para la doncella de Flandes y el muy augusto delfín. Eso no es propio de un incitador a la rebelión. Vuestra majestad ve que no soy un ignorante, que he estudiado con gran provecho y que poseo una elocuencia natural. ¡Perdonadme, sire! Haciéndolo, haréis una acción grata a Nuestra Señora, ¡y os juro que me aterra la idea de ser colgado!

Mientras hablaba, el desolado Gringoire besaba las pantuflas del rey y Guillaume Rym le decía en voz baja a Coppenole:

—Hace bien en arrastrarse por el suelo. Los reyes son como el Júpiter de Creta, solo tienen oídos en los pies.

Y el calcetero, desentendiéndose del Júpiter de Creta, respondía con una torpe sonrisa, sin apartar los ojos de Gringoire:

—¡Qué maravilla! Me parece estar oyendo al canciller Hugonet pidiéndome clemencia.

Cuando Gringoire calló por fin, sin aliento, levantó temblando la cabeza hacia el rey, que rascaba con la uña una mancha que tenían sus calzas a la altura de la rodilla. Luego su majestad se puso a beber tisana de la copa. No decía nada, sin embargo, y ese silencio torturaba a Gringoire. Finalmente, el rey lo miró.

—¡A este vocinglero no hay quien lo aguante! —dijo. Luego, volviéndose hacia Tristan l’Hermite, añadió—: ¡Bah! ¡Soltadlo!

Gringoire cayó sentado al suelo, loco de alegría.

—¡En libertad! —gruñó Tristan—. ¿No desea vuestra majestad que lo retengamos algún tiempo en la jaula?

—Compadre —repuso Luis XI—, ¿crees que mandamos hacer jaulas de trescientas sesenta y siete libras, ocho sueldos y tres dineros para semejantes pájaros? Soltad ahora mismo a este desfachatado —a Luis XI le gustaba mucho esta palabra, que constituía, junto con «¡Pascua de Dios!», el núcleo de su jovialidad— y echadlo fuera de una patada.

—¡Uf! —exclamó Gringoire—. ¡He aquí un gran rey!

Y temiendo una contraorden, se precipitó hacia la puerta que Tristan le abrió de bastante mala gana. Los soldados salieron con él empujándolo con rudeza, cosa que Gringoire soportó como un verdadero filósofo estoico.

El buen humor del rey desde que le habían anunciado la revuelta contra el baile se traslucía en todo. Aquella clemencia inusitada no era una muestra menor de ello. Tristan l’Hermite, en su rincón, tenía la cara de malas pulgas de un dogo que ha visto una posible presa y se le ha escapado.

El rey, mientras tanto, tamborileaba alegremente con los dedos en el brazo de la silla la marcha de Pont-Audemer. Era un príncipe simulador, pero sabía ocultar mejor sus penas que sus alegrías. Esas manifestaciones externas de alegría ante toda buena noticia llegaban a veces muy lejos; por ejemplo, cuando murió Carlos el Temerario, hasta ofrecer unas balaustradas de plata a Saint-Martin de Tours; y en el momento de su advenimiento al trono, hasta olvidar ocuparse de las exequias de su padre.

—¡Sire! —exclamó de pronto Jacques Coictier—. ¿Qué ha sido del empeoramiento por el que su majestad me había mandado venir?

—¡Oh! —dijo el rey—. Realmente sufro mucho, compadre. Me silban los oídos y siento como si unos rastrillos de fuego me rascaran el pecho.

Coictier le cogió la mano al rey y se puso a tomarle el pulso con cara de experto en la materia.

—Miradlo, Coppenole —decía Rym en voz baja—. Ahí está, entre Coictier y Tristan. Esa es toda su corte. Un médico para él y un verdugo para los demás.

Mientras le tomaba el pulso al rey, Coictier ponía una expresión cada vez más alarmada. Luis XI lo miraba con cierta ansiedad. Coictier se preocupaba a ojos vistas. El buen hombre no tenía otra propiedad que la mala salud del rey y la explotaba como mejor podía.

—¡Oh! —murmuró por fin—. Esto es grave, en efecto.

—¿Verdad que sí? —dijo el rey, inquieto.

Pulsus creber, anhelans, crepitans, irregularis* —continuó el médico.

—¡Pascua de Dios!

—Esto puede llevarse a un hombre en menos de tres días.

—¡Por Nuestra Señora! —exclamó el rey—. ¿Y cuál es el remedio, compadre?

—Estoy pensando en ello, sire.

Le hizo sacar la lengua a Luis XI, meneó la cabeza, torció el gesto y, en plena representación, dijo de pronto:

—Pardiós, sire, tengo que comunicaros que hay un puesto de recaudador vacante y que yo tengo un sobrino.

—Le doy el puesto a tu sobrino, compadre Jacques —contestó el rey—, pero quítame este fuego del pecho.

—Puesto que vuestra majestad es tan clemente —continuó el médico—, no se negará a ayudarme un poco en la construcción de mi casa de la calle Saint-André-des-Arcs.

—Hummm… —dijo el rey.

—He llegado al límite de mis recursos —prosiguió el doctor—, y sería una verdadera lástima que la casa se quedara sin tejado. No por la casa, que es sencilla y absolutamente burguesa, sino por las pinturas de Jehan Fourbault que alegran las paredes. Hay una Diana que vuela, pero tan excelente, tan tierna, tan delicada, tan ingenua en su acción, con la cabeza tan bien peinada y coronada con una media luna, y la carne tan blanca que es una tentación para quienes la miran con demasiada curiosidad. Hay también una Ceres, otra bellísima divinidad. Está sentada sobre unas gavillas de trigo y tocada con una guirnalda galante de espigas entrelazadas con salsifíes y otras flores. Es imposible ver nada más enamorado que sus ojos, más torneado que sus piernas, más noble que su porte, con pliegues más elegantes que los de su falda. Es una de las bellezas más inocentes y perfectas que haya producido el pincel.

—¡Verdugo! —masculló Luis XI—. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Necesito un tejado sobre esas pinturas, sire, y, aunque sea poca cosa, ya no me queda dinero.

—¿Cuánto vale tu tejado?

—Pues… un tejado de cobre historiado y dorado, dos mil libras como máximo.

—¡Ah, asesino! —gritó el rey—. No me arranca un diente que no sea un diamante.

—¿Tengo mi tejado? —preguntó Coictier.

—¡Sí! Y vete al diablo, pero cúrame.

Jacques Coictier hizo una profunda inclinación y dijo:

—Sire, un repercusivo es lo que os salvará. Os aplicaremos sobre los riñones el gran defensivo, compuesto de cerato, bolo de Armenia, clara de huevo, aceite y vinagre. Continuaréis tomando la tisana, y respondemos de vuestra majestad.

El resplandor de una candela no atrae solo a un mosquito. Maese Olivier, viendo al rey tan pródigo y creyendo oportuno el momento, se acercó a él.

—Sire…

—¿Qué ocurre ahora? —dijo Luis XI.

—Sire, ¿vuestra majestad sabe que maese Simon Radin ha muerto?

—¿Y bien?

—Es que era consejero del rey en cuestiones de la justicia del tesoro.

—¿Y bien?

—Sire, su puesto está vacante.

Mientras hablaba, el semblante altivo de maese Olivier había cambiado la expresión arrogante por la expresión rastrera. Es el único recambio que tiene el semblante de un cortesano. El rey lo miró directamente a los ojos.

—Comprendo —dijo en un tono seco—. Maese Olivier —prosiguió—, el mariscal de Boucicaut decía: «No hay más dones que los de un rey, no hay más pesca que en el mar». Veo que sois de la misma opinión que el señor de Boucicaut. Ahora escuchad esto. Tenemos buena memoria. En 1468 os nombramos ayuda de nuestra cámara; en 1469, guarda del castillo del puente de Saint-Cloud con cien libras tornesas de estipendio (vos las queríais parisienses). En noviembre de 1473, mediante cartas entregadas en Gergeole, os hicimos conserje del bosque de Vincennes, en lugar de Gilbert Acle, escudero; en 1475, oficial del bosque de Rouvraylez-Saint-Cloud, en sustitución de Jacques Le Maire; en 1478 os asignamos graciosamente, mediante real despacho con doble sello de lacre verde, una renta de diez libras parisienses, para vos y vuestra mujer, en la plaza de los comerciantes, sita en la escuela Saint-Germain; en 1479 os nombramos oficial del bosque de Senart, en lugar de aquel pobre Jehan Daiz; luego, capitán del castillo de Loches; luego, gobernador de Saint-Quentin; luego, capitán del puente de Meulan, del que os hacéis llamar conde. De los cinco sueldos de multa que paga todo barbero que afeite en un día de fiesta, tres sueldos son para vos y el resto para nos. Accedimos a cambiar vuestro apellido, El Malo, que se ajustaba demasiado a vuestra cara. En 1474 os concedimos, con gran disgusto de nuestros nobles, escudo de armas de mil colores que os hacen pecho de pavo real. ¡Pascua de Dios! ¿Todavía no estáis saciado? ¿No es suficientemente abundante y milagrosa la pesca? ¿No teméis que un salmón de más pueda hacer zozobrar vuestra barca? El orgullo os perderá, compadre. Al orgullo siempre van pisándole los talones la ruina y la vergüenza. Reflexionad sobre esto y callad.

Tales palabras, pronunciadas con severidad, hicieron que la insolencia volviera al rostro despechado de maese Olivier.

—¡Vaya! —murmuró casi en voz alta—. Salta a la vista que el rey está hoy enfermo. Se lo da todo al médico.

Luis XI, lejos de irritarse por esta inconveniencia, añadió con cierta amabilidad:

—¡Ah! Olvidaba que también os nombré mi embajador en Gante ante doña María… Sí, señores —añadió el rey volviéndose hacia los flamencos—, este ha sido embajador… En fin, compadre —prosiguió, dirigiéndose a maese Olivier—, no nos enfademos, somos viejos amigos. Se ha hecho muy tarde. Hemos terminado el trabajo. Afeitadme.

Sin duda nuestros lectores no han tenido que esperar hasta ahora para reconocer en maese Olivier a ese Fígaro terrible que la providencia, esa gran hacedora de dramas, introdujo tan hábilmente en la larga y sangrienta comedia de Luis XI. No es aquí donde nos extenderemos sobre esta figura singular. Este barbero del rey tenía tres nombres. En la corte lo llamaban cortésmente Olivier el Gamo, y entre el pueblo, Olivier el Diablo. Su verdadero nombre era Olivier el Malo.

Olivier el Malo permaneció inmóvil, poniéndole mala cara al rey y mirando de soslayo a Jacques Coictier.

—¡Sí, sí! ¡El médico! —decía entre dientes.

—¡Pues sí! El médico tiene más crédito todavía que tú —repuso el rey con una bonhomía singular—. La explicación es muy sencilla. Él nos tiene agarrados por todo el cuerpo, y tú solo por el mentón. Vamos, mi pobre barbero, otra vez será. ¿Qué dirías, y en qué quedaría tu puesto, si yo fuera un rey como el rey Chilperico, que tenía la costumbre de cogerse la barba con la mano? Vamos, compadre, dedícate a tu oficio, aféitame. Ve a buscar lo que necesitas.

Viendo Olivier que el rey había optado por tomárselo a risa y que no había manera de hacerlo enfadar, salió rezongando para ejecutar sus órdenes.

El rey se levantó, se acercó a la ventana y, de pronto, abriéndola con una agitación extraordinaria:

—¡Oh! ¡Sí! —exclamó, batiendo palmas—. Se ve en el cielo un resplandor rojizo sobre la Cité. Es el baile que está ardiendo. No puede ser más que eso. ¡Ah, mi buen pueblo! ¡Por fin me ayudas a hundir los señoríos! Señores —añadió, dirigiéndose a los flamencos—, venid a ver esto. ¿No es fuego ese resplandor rojizo?

Los dos ganteses se acercaron.

—Un gran fuego —dijo Guillaume Rym.

—¡Oh! —exclamó Coppenole, cuyos ojos centellearon de pronto—, esto me recuerda el incendio de la casa del señor de Hymbercourt. Debe de haber una gran revuelta ahí abajo.

—¿Así lo creéis, maese Coppenole? —La mirada de Luis XI era en ese momento tan alegre como la del calcetero—. ¿Verdad que será difícil sofocarla?

—¡Voto a Dios, sire! Vuestra majestad perderá muchas compañías de guerreros.

—¡Ah! En mi caso es diferente —repuso el rey—. ¡Si yo quisiera…!

El calcetero contestó con osadía:

—¡Si esa revuelta es lo que imagino, de poco os servirá querer, sire!

—Compadre —dijo Luis XI—, con dos compañías de mi ordenanza y una descarga de culebrina, se quita de en medio a un montón de plebeyos.

El calcetero, pese a las señas que le hacía Guillaume Rym, parecía decidido a plantar cara al rey.

—Sire, los suizos también eran plebeyos. El señor duque de Borgoña era un gran hidalgo y despreciaba a aquella canalla. En la batalla de Grandson, gritaba «¡Artilleros! ¡Fuego contra esos villanos!», y juraba por san Jorge. Pero Scharnachtal se precipitó sobre el apuesto duque con su maza y su pueblo, y en el enfrentamiento con los campesinos con pieles de búfalo el reluciente ejército borgoñón se rompió como un cristal que recibe una pedrada. Los bribones mataron a muchos caballeros, y encontraron al señor de Château-Guyon, el más grande señor de Borgoña, muerto con su gran caballo gris en una pequeña marisma.

—Amigo —repuso el rey—, vos habláis de una batalla. Esto es un motín, y acabaré con él cuando me plazca fruncir el entrecejo.

El otro replicó con indiferencia:

—Es posible, sire. En tal caso, es que la hora del pueblo no ha llegado.

Guillaume Rym se creyó en la obligación de intervenir.

—Maese Coppenole, estáis hablando a un poderoso rey.

—Ya lo sé —contestó gravemente el calcetero.

—Dejadle hablar, señor Rym, amigo mío —dijo el rey—. Me gusta esa franqueza. Mi padre, Carlos VII, decía que la verdad estaba enferma. Yo creía que estaba muerta y que no había encontrado confesor. Maese Coppenole me ha sacado de mi error.

Entonces, apoyando con familiaridad una mano en el hombro de Coppenole, añadió:

—Decíais, pues, maese Jacques…

—Digo, sire, que quizá tengáis razón y que la hora del pueblo aún no ha llegado en vuestro país.

Luis XI lo miró con sus ojos penetrantes.

—¿Y cuándo llegará esa hora?

—La oiréis sonar.

—¿En qué reloj, si tenéis la bondad de decírmelo?

Coppenole, con su actitud tranquila y rústica, hizo que el rey se acercara a la ventana.

—Escuchad, sire. Aquí hay un torreón, una campana, cañones, burgueses y soldados. Cuando la campana toque a rebato, cuando los cañones rujan, cuando el torreón se derrumbe con gran estrépito, cuando burgueses y soldados griten y se maten entre sí, será que la hora está sonando.

El rostro de Luis XI se tornó sombrío y pensativo. El rey se quedó un momento en silencio y luego golpeó suavemente con la mano, como si se tratara de la grupa de un corcel, el grueso muro del torreón.

—¡Ni hablar! —dijo—. ¿Verdad que no te derrumbarás tan fácilmente, mi buena Bastilla? —Y volviéndose bruscamente hacia el osado flamenco, le preguntó—: ¿Habéis visto alguna vez una revuelta, maese Jacques?

—La he hecho —respondió el calcetero.

—¿Qué hacéis para hacer una revuelta? —preguntó el rey.

—¡Oh! —respondió Coppenole—, no es muy difícil. Hay cien maneras. Para empezar, tiene que haber descontento en la ciudad, lo cual no es raro. También cuenta el carácter de los habitantes. Los de Gante son propensos a la revuelta. Siempre quieren al hijo del príncipe, nunca al príncipe. Pues bien, una mañana, supongo, entran en mi establecimiento y me dicen: Coppenole, pasa esto, pasa aquello, la doncella de Flandes quiere salvar a sus ministros, el gran baile dobla el impuesto sobre las verduras o cualquier otra cosa. Lo que sea. Yo dejo el trabajo, salgo de la calcetería y me pongo a gritar en la calle: ¡A saco! Siempre hay por ahí algún barril desfondado. Cojo uno, me subo encima y empiezo a decir en voz bien alta lo primero que se me ocurra, lo que me preocupe; y cuando uno es del pueblo, sire, siempre hay algo que le preocupa. Entonces la gente se agolpa, grita, tocan a rebato, arman a los villanos con las armas que han quitado a los soldados, los del mercado se suman, ¡y adelante! Y siempre será así mientras haya señores en los señoríos, burgueses en los burgos y campesinos en los campos.

—¿Y contra quién os rebeláis así? —preguntó el rey—. ¿Contra vuestros bailes? ¿Contra vuestros señores?

—A veces. Depende. Contra el duque también, a veces.

Luis XI fue a sentarse y dijo sonriendo:

—¡Ah! Aquí por el momento solo es contra los bailes.

En ese instante Olivier el Gamo volvió. Lo seguían dos pajes que llevaban las cosas para afeitar al rey; pero lo que llamó la atención a Luis XI es que iba acompañado además del preboste de París y del caballero de la guardia, los cuales parecían consternados. El rencoroso barbero tenía también aspecto consternado, pero secretamente contento. Fue él quien tomó la palabra:

—Sire, pido perdón a vuestra majestad por la calamitosa noticia que os traigo.

El rey se volvió tan vivamente que desgarró la estera del suelo con las patas de la silla.

—¿Qué ocurre?

—Sire —prosiguió Olivier el Gamo con la expresión malvada de un hombre que se alegra de tener que asestar un golpe violento—, esa sedición popular no es contra el baile del palacio.

—¿Contra quién, entonces?

—Contra vos, sire.

El viejo rey se puso en pie y se irguió como un joven.

—¡Explícate, Olivier! ¡Explícate! ¡Y piensa bien lo que dices, porque te juro por la cruz de Saint-Lô que, si nos estás mintiendo, la espada que cortó el cuello del señor de Luxemburgo no está tan mellada que no pueda segar también el tuyo!

El juramento era formidable. Luis XI solo había jurado dos veces en su vida por la cruz de Saint-Lô.

Olivier abrió la boca para responder:

—Sire…

—¡Ponte de rodillas! —lo interrumpió violentamente el rey—. ¡Tristan, vigila a este hombre!

Olivier se puso de rodillas y dijo fríamente:

—Sire, una bruja fue condenada a muerte por vuestro tribunal del Parlamento. La joven se refugió en Notre-Dame y ahora el pueblo quiere rescatarla por la fuerza. El señor preboste y el señor caballero de la guardia, que vienen del motín, están aquí para desmentirme si no es la verdad. Es Notre-Dame lo que el pueblo quiere asaltar.

—¡Ya, claro! —dijo el rey en voz baja, pálido y temblando de cólera—. ¡Notre-Dame! ¡Quieren asaltar a Nuestra Señora, a mi buena dueña, en su catedral…! ¡Levántate, Olivier! Tienes razón. Te concedo el cargo de Simon Radin. Tienes razón… Es a mí a quien atacan. La bruja está bajo la protección de la iglesia, la iglesia está bajo mi protección. ¡Y yo que creía que se trataba del baile! ¡Es contra mí!

Entonces, rejuvenecido por el furor, empezó a andar enérgicamente por la habitación. Ya no reía, tenía un aspecto terrible, iba y venía, el zorro se había transformado en hiena, parecía que la indignación le impedía hablar, sus labios se movían y sus puños descarnados se crispaban. De pronto levantó la cabeza, sus ojos hundidos parecieron llenos de luz y su voz estalló como un clarín:

—¡Sin piedad, Tristan! ¡Sin piedad hacia esos bribones! ¡Ve, Tristan, amigo mío! ¡Mata! ¡Mata!

Pasado aquel arrebato, volvió a sentarse y dijo con una rabia fría y concentrada:

—¡Aquí, Tristan! Cerca de nosotros, en la propia Bastilla, están las cincuenta lanzas del vizconde de Gif, lo que hace trescientos caballos. Cogedlos. Está también la compañía de los arqueros de nuestra ordenanza del señor de Châteaupers. Cogedla. Sois preboste de los mariscales, luego tenéis a los hombres de vuestro prebostazgo. Cogedlos. En el hotel Saint-Pol encontraréis cuarenta arqueros de la nueva guardia del delfín. Cogedlos. Y con todo ello, id corriendo a Notre-Dame… ¡Ah, señores villanos de París, os lanzáis contra la corona de Francia, la santidad de Nuestra Señora y la paz de esta república…! ¡Extermina, Tristan! ¡Extermina! Que no quede ni uno que no esté para ir a Montfaucon.

Tristan se inclinó.

—¡Entendido, sire!

Tras un silencio, añadió:

—¿Y qué hago con la bruja?

Esta pregunta hizo pensar al rey.

—¡Ah! —dijo—. ¡La bruja! Señor de Estouteville, ¿qué quería hacer el pueblo con ella?

—Sire —respondió el preboste de París—, supongo que, puesto que el pueblo quiere sacarla de su refugio de Notre-Dame, es que esa impunidad le ofende y quiere colgarla.

El rey pareció reflexionar profundamente.

—Bien, compadre —dijo, dirigiéndose a Tristan l’Hermite—, extermina al pueblo y cuelga a la bruja.

—Eso es —dijo Rym en voz baja a Coppenole—, castigar al pueblo por querer y hacer lo que el pueblo quiere.

—Está bien, sire —contestó Tristan—. Entonces, si la bruja está todavía en Notre-Dame, ¿hay que prenderla pese al asilo?

—¡Pascua de Dios, el asilo! —dijo el rey, rascándose una oreja—. Aun así, es preciso que esa mujer sea ahorcada.

Entonces, como asaltado por una idea súbita, se arrodilló delante de su silla, se quitó el sombrero, lo dejó sobre el asiento y, mirando devotamente uno de los amuletos de plomo que lo adornaban, dijo con las manos juntas:

—Nuestra Señora de París, mi graciosa patrona, perdonadme. Solo lo haré esta vez. Es preciso castigar a esa criminal. Os aseguro, Virgen santa, señora mía, que es una bruja indigna de vuestra amable protección. Vos sabéis, señora, que muchos príncipes muy piadosos han violado el privilegio de las iglesias por la gloria de Dios y necesidades de estado. San Hugo, obispo de Inglaterra, permitió al rey Eduardo prender a un hechicero en su iglesia. San Luis de Francia, mi señor, hizo lo mismo en la iglesia de san Pablo; y don Alfonso, hijo del rey de Jerusalén, en la propia iglesia del Santo Sepulcro. Perdonadme por esta vez, Nuestra Señora de París. No volveré a hacerlo, y os ofreceré una bella imagen de plata igual que la que el año pasado le ofrecí a Nuestra Señora de Écouys. Que así sea.

Se santiguó, se levantó, volvió a cubrirse la cabeza y le dijo a Tristan:

—Daos prisa, compadre. Que os acompañe el señor de Châteaupers. Tocad a rebato, aplastad a la chusma y colgad a la bruja. Dicho está. Y es mi voluntad que la ejecución sea realizada por vos. Me rendiréis cuenta de ello… Vamos, Olivier, aféitame. Esta noche no voy a acostarme.

Tristan l’Hermite hizo una reverencia y salió. El rey, entonces, despidiendo con un ademán a Rym y Coppenole, dijo:

—Dios os guarde, mis buenos amigos flamencos. Id a descansar un poco. La noche avanza y estamos ya más cerca de la mañana que de la noche.

Los dos se retiraron, y al llegar a sus aposentos bajo la escolta del capitán de la Bastilla, Coppenole le dijo a Guillaume Rym:

—¡Estoy harto de ese rey que tose! He visto a Carlos de Borgoña borracho y no era tan malvado como Luis XI enfermo.

—Maese Jacques —repuso Rym—, es que a los reyes les sienta mejor el vino que la tisana.