7

¡LLEGA CHÂTEAUPERS!

Quizá recuerde el lector la situación crítica en que dejamos a Quasimodo. El valiente sordo, acosado por todas partes, había perdido, si no el coraje, al menos toda esperanza de salvación, no para él (no pensaba en sí mismo), sino para la egipcia. Corría desesperado por la galería. Notre-Dame iba a ser tomada por los truhanes. De repente un galope de caballos invadió las calles contiguas, y, junto con una larga hilera de antorchas y una nutrida columna de jinetes lanza en ristre, esos ruidos furiosos desembocaron en la plaza como un huracán:

—¡Por Francia! ¡Por Francia! ¡Muerte a los villanos! ¡Llega Châteaupers! ¡Y los del prebostazgo!

Los truhanes, aterrados, dieron media vuelta.

Quasimodo, que no oía, vio las espadas desenvainadas, las antorchas, los hierros de las picas, toda aquella caballería, al frente de la cual reconoció al capitán Phoebus, vio la confusión de los truhanes, el espanto en unos, el desconcierto en los mejores, y aquella ayuda inesperada le hizo recuperar tanta fuerza que echó de la iglesia a los primeros asaltantes, que estaban saltando ya a la galería.

Eran, en efecto, las tropas del rey que llegaban.

Los truhanes actuaron con valentía. Se defendieron desesperadamente. Atrapados en un flanco por la calle Saint-Pierre-aux-Boeufs y por detrás por la calle del Atrio, acorralados contra la catedral, que seguían intentando tomar y que Quasimodo defendía, asediantes y asediados a un tiempo, se hallaban en la situación singular en que más adelante se encontró en el famoso sitio de Turín, en 1640, entre el príncipe Tomás de Saboya, al que asediaba, y el marqués de Leganés, que lo bloqueaba, el conde Henri d’Harcourt, Taurinum obsessor idem et obsessus,* como dice su epitafio.

La pelea fue terrible. A carne de lobo, diente de perro, como dice Pierre Mathieu. Los caballeros del rey, entre los que Phoebus de Châteaupers destacaba por su comportamiento valeroso, no daban tregua, y la hoja de la espada acababa con lo que había escapado a la punta. Los truhanes, mal armados, echaban espumarajos de rabia por la boca y mordían. Hombres, mujeres y niños se abalanzaban sobre las grupas y los pechos de los caballos y se colgaban de ellos como gatos, con los dientes y las uñas de las cuatro extremidades. Otros golpeaban a los arqueros en la cara con antorchas encendidas. Otros les clavaban ganchos de hierro a los jinetes en el cuello, tiraban de ellos y destrozaban a los que caían al suelo.

Se vio a uno que tenía una ancha guadaña reluciente y que durante largo rato segó las patas de los caballos. Era atroz. Cantaba una canción con voz nasal mientras manejaba su guadaña. Cada vez que asestaba un golpe, trazaba a su alrededor un gran círculo de miembros cortados. Avanzaba de este modo entre la caballería, con la lentitud tranquila, el balanceo de cabeza y la respiración regular de un segador trabajando en un trigal. Era Clopin Trouillefou. Un disparo de arcabuz lo abatió.

Mientras tanto, las ventanas habían vuelto a abrirse. Los vecinos, al oír los gritos de guerra de las tropas del rey, se animaron a intervenir en el asunto, y desde todos los pisos llovían balas sobre los truhanes. El Atrio estaba lleno de un humo espeso, surcado por el fuego de la mosquetería. Se distinguía confusamente la fachada de Notre-Dame y el decrépito Hôtel-Dieu, donde algunos enfermos macilentos miraban desde lo alto de su tejado salpicado de luceras.

Finalmente los truhanes cedieron. El cansancio, la falta de buenas armas, el miedo producido por la sorpresa, los disparos desde las ventanas, el decidido ataque de las tropas del rey, todo se alió para abatirlos. Rompieron la línea de los asaltantes y huyeron en todas direcciones, dejando el Atrio sembrado de muertos.

Cuando Quasimodo, que no había dejado ni un solo momento de combatir, vio esa derrota, cayó de rodillas y levantó los brazos al cielo; luego, ebrio de alegría, echó a correr y subió a la velocidad de un pájaro a la celda cuyas proximidades tan intrépidamente había defendido. Ahora solo tenía un pensamiento: arrodillarse ante la que acababa de salvar por segunda vez.

Cuando entró en la celda, la encontró vacía.