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EL ZAPATITO

En el momento en que los truhanes habían asaltado la iglesia, Esmeralda dormía.

Muy pronto, el rumor creciente alrededor del edificio y los balidos inquietos de la cabra, que se había despertado antes que ella, la habían arrancado del sueño. Se había sentado en la cama, había escuchado, había mirado, hasta que, asustada por el resplandor y el ruido, había salido de la celda para ver qué estaba ocurriendo. El aspecto de la plaza, la agitación que allí reinaba, el desorden de aquel asalto nocturno, aquella muchedumbre repulsiva que saltaba como una nube de ranas, medio entrevista en las tinieblas, el griterío ronco de aquella multitud, las antorchas encendidas desplazándose y cruzándose en esa oscuridad como fuegos fatuos sobre la superficie brumosa de los pantanos, toda aquella escena le produjo el efecto de una misteriosa batalla entablada entre los fantasmas del aquelarre y los monstruos de piedra de la iglesia. Imbuida desde la infancia de las supersticiones de la tribu gitana, su primer pensamiento fue que había sorprendido a los extraños seres propios de la noche obrando un maleficio. Entonces corrió aterrada a esconderse en su celda, pidiendo a su camastro una pesadilla menos horrible.

Poco a poco, sin embargo, los primeros vapores del miedo se habían disipado; con el ruido creciente y otras manifestaciones de la realidad, se había sentido rodeada, no de espectros, sino de seres humanos. Su miedo había dejado entonces de aumentar para transformarse. Había pensado en la posibilidad de un motín popular para sacarla de su refugio. La idea de perder nuevamente la vida, la esperanza, a Phoebus —al que seguía entreviendo en su futuro—, el abismo profundo de su debilidad, la imposibilidad de escapar, la falta de apoyo, su abandono, su aislamiento, esos pensamientos y mil más la habían abrumado. Había caído de rodillas, apoyado la cabeza en la cama, juntado las manos sobre la cabeza, llena de ansiedad y de miedo, y, aunque era egipcia, idólatra y pagana, se había puesto a pedir ayuda sollozando al Dios cristiano y a rezar a Nuestra Señora, su anfitriona. Pues, aunque no se crea en nada, hay momentos en la vida en que uno siempre se acoge a la religión del templo que tiene más a mano.

Permaneció así prosternada durante largo rato, temblando, en realidad, más que rezando, helada por el aliento cada vez más cercano de aquella multitud enfurecida, sin comprender la razón de aquella algarada, sin saber qué tramaban, qué hacían, qué querían, mas presintiendo un desenlace terrible.

Y hete aquí que en medio de esta angustia oyó pasos cerca de ella. Se volvió. Dos hombres, uno de los cuales llevaba una linterna, acababan de entrar en la celda. Esmeralda profirió un débil grito.

—No temáis —dijo una voz que no le resultaba desconocida—, soy yo.

—¿Quién sois vos? —preguntó ella.

—Pierre Gringoire.

Aquel nombre la tranquilizó. Levantó los ojos y, efectivamente, reconoció al poeta. Pero había junto a él una figura negra, cubierta de la cabeza a los pies, que la hizo enmudecer.

—¡Ah! ¡Djali me ha reconocido antes que vos! —añadió Gringoire en un tono de reproche.

La cabrita, en efecto, no había esperado a que Gringoire se identificara. En cuanto este había entrado, se había puesto a frotarse tiernamente contra sus piernas, cubriendo al poeta de caricias y de pelos blancos, pues estaba pelechando. Gringoire correspondía acariciándola también.

—¿Quién está con vos? —preguntó la egipcia en voz baja.

—Tranquilizaos —respondió Gringoire—, es un amigo mío.

Entonces el filósofo, dejando la linterna en el suelo, se agachó y exclamó con entusiasmo, estrechando a Djali entre sus brazos:

—¡Oh! ¡Es un gracioso animalito, sin duda más considerable por su limpieza que por su grandeza, pero ingenioso, sutil y tan culto como un gramático! Veamos, Djali, ¿no has olvidado ninguno de tus trucos? ¿Qué hace maese Jacques Charmolue…?

El hombre de negro no lo dejó acabar. Se acercó a Gringoire y lo empujó rudamente por un hombro. Gringoire se levantó.

—Es verdad —dijo—, no me acordaba de que tenemos prisa… De todas formas, maestro, no es una razón para maltratar así a la gente… Mi querida y bella niña, vuestra vida está en peligro, y la de Djali. Quieren prenderos de nuevo. Nosotros somos vuestros amigos y venimos a salvaros. Acompañadnos.

—¿Es eso cierto? —exclamó ella, alterada.

—Sí, totalmente cierto. ¡Venid, rápido!

—No me opongo —balbució ella—. Pero ¿por qué vuestro amigo no habla?

—¡Ah! —dijo Gringoire—, es que su padre y su madre eran personas estrafalarias que le conformaron un temperamento taciturno.

Esmeralda tuvo que conformarse con esta explicación. Gringoire la asió de la mano, su compañero recogió la linterna del suelo y echó a andar delante de ellos. La joven, aturdida por el miedo, se dejó llevar. La cabra los seguía dando saltitos, tan contenta de ver de nuevo a Gringoire que le hacía tropezar a cada momento al meterle los cuernos entre las piernas.

—¡Así es la vida! —decía el filósofo cada vez que estaba a punto de caer—. ¡Con frecuencia son nuestros mejores amigos los que nos hacen caer!

Bajaron rápidamente la escalera de las torres, atravesaron la iglesia, llena de tinieblas y de soledad a la vez que de estruendo, lo que producía un impresionante contraste, y salieron al patio del claustro por la Puerta Roja. El claustro estaba abandonado; los canónigos habían huido al obispado para rezar allí en común. En el patio, tan solo algunos lacayos asustados se acurrucaban en los rincones oscuros. Se dirigieron hacia el portillo que comunicaba este patio con el Terrain. El hombre de negro lo abrió con una llave que tenía. Nuestros lectores saben que el Terrain era una lengua de tierra rodeada de muros por el lado de la Cité y perteneciente al capítulo de Notre-Dame, que constituía el final de la isla por el este, detrás de la iglesia. Encontraron aquel recinto totalmente desierto. Allí se percibía menos el tumulto. El estrépito del asalto de los truhanes les llegaba más confuso y menos escandaloso. El viento fresco que sigue el hilo del agua movía las hojas del único árbol plantado en la punta del Terrain con un murmullo ya apreciable. Sin embargo, estaban todavía muy cerca del peligro. Los edificios más cercanos a ellos eran el obispado y la iglesia. En el interior del obispado reinaba claramente un gran desorden. Su masa tenebrosa era surcada por luces que corrían de una ventana a otra, al igual que, cuando se acaba de quemar papel, queda un sombrío edificio de ceniza en el que vivos destellos hacen mil recorridos extraños. Al lado, las enormes torres de Notre-Dame, vistas por detrás con la larga nave sobre la que se yerguen, recortadas en negro sobre el rojo y vasto resplandor que inundaba el Atrio, parecían dos morrillos gigantescos de una chimenea de cíclopes.

Lo que se veía de París por todos lados oscilaba a la vista sumido en una sombra entreverada de luz. Rembrandt tiene fondos así en sus cuadros.

El hombre de la linterna fue directo a la punta del Terrain. Había allí, al borde del agua, los restos carcomidos de una hilera de estacas unidas con listones, a los que una vid agarraba unas delgadas ramas extendidas como los dedos de una mano abierta. Detrás, en la sombra que proyectaba aquel entramado, estaba escondida una pequeña barca. El hombre hizo una seña a Gringoire y a su compañera indicándoles que subieran. La cabra los siguió. El hombre embarcó el último. Luego cortó la amarra, alejó la embarcación de la orilla con un bichero y, cogiendo dos remos, se sentó en la proa y empezó a remar con todas sus fuerzas hacia el centro del río. El Sena es muy rápido en ese lugar y le resultó bastante difícil alejarse de la punta de la isla.

Lo primero que hizo Gringoire cuando estuvo en la barca fue poner a la cabra sobre sus rodillas. Se sentó en la popa, y la muchacha, a quien el desconocido inspiraba una inquietud indefinible, fue a sentarse al lado del poeta y se estrechó contra él.

Cuando nuestro filósofo vio que la barca se movía, batió palmas y besó a Djali entre los cuernos.

—¡Ah! —dijo—. ¡Ya estamos salvados los cuatro! —Y, con cara de profundo pensador, añadió—: Debemos agradecer unas veces a la fortuna y otras a la astucia el feliz desenlace de las grandes empresas.

La barca avanzaba lentamente hacia la orilla derecha. La joven observaba con un terror secreto al desconocido, que había tapado cuidadosamente la luz de la linterna sorda. Se le entreveía en la oscuridad, en la proa de la barca, como un espectro. La capucha le formaba una especie de máscara y los brazos, de los que colgaban unas anchas mangas negras, parecían dos grandes alas de murciélago cada vez que, para remar, los entreabría. Además, aún no había pronunciado una sola palabra, casi no había respirado. No se producía en la barca otro ruido que el vaivén de los remos, mezclado con el roce de los mil pliegues del agua a lo largo de la barca.

—¡Por mi honor! —exclamó de pronto Gringoire—. ¡Estamos alegres y contentos como ascálafos! ¡Observamos un silencio de pitagóricos o de peces! ¡Pascua de Dios, amigos míos, me gustaría que alguien me hablara…! La voz humana es música para el oído humano. No soy yo quien lo dice, sino Dídimo de Alejandría, y son ilustres palabras… Ciertamente, Dídimo de Alejandría no es un filósofo mediocre… ¡Una palabra, bella niña! Decidme, os lo suplico, una palabra… Por cierto, antes hacíais un gracioso y singular mohín, ¿seguís haciéndolo? ¿Sabéis, amiga mía, que el Parlamento tiene jurisdicción sobre los lugares de asilo y que corríais un gran peligro en vuestro cuartito de Notre-Dame? ¡Ay, el pajarillo hace su nido en las fauces del cocodrilo…! ¡Maestro, mirad, la luna vuelve a aparecer…! ¡Espero que no nos vean…! Hacemos una cosa loable salvando a la joven, y sin embargo, nos colgarían en nombre del rey si nos pillaran. ¡Ay, los actos humanos tienen dos asas con que cogerlos! Reprueban en mí lo que elogian en ti. El mismo que admira a César censura a Catilina. ¿Verdad, maestro? ¿Qué os parece esta filosofía? Yo poseo la filosofía por instinto, por naturaleza, ut apes geometriam* ¡Vamos! Nadie me responde. ¡Pues sí que estáis de mal humor los dos! No me queda más remedio que hablar solo. Es lo que llamamos en la tragedia un monólogo… ¡Pascua de Dios…! Os advierto que acabo de ver al rey Luis XI y que se me ha pegado este reniego… ¡Pascua de Dios, pues!, siguen armando un buen alboroto en la Cité… Es un rey viejo, feo y malo. Va envuelto en pieles. Todavía me debe el dinero del epitalamio, y bien poco le ha faltado para colgarme esta noche, lo cual me habría puesto en una situación harto incómoda. Es avaro con los hombres de mérito. Debería leer los cuatro libros de Salviano de Colonia Adversus avaritiam.** Realmente es un rey mezquino en el trato con los hombres de letras y comete crueldades bárbaras. Es una esponja para absorber el dinero del pueblo. Su ahorro es como el bazo, que se hincha a costa de la debilidad de los otros órganos. Por eso las quejas contra el rigor de los tiempos se convierten en murmuraciones contra el príncipe. Durante el reinado de este sire afable y devoto, las horcas se rompen de tantos ahorcados, los tajos se pudren de tanta sangre, las prisiones revientan como barrigas demasiado llenas. Este rey tiene una mano para coger y otra para colgar. Es el procurador de doña Gabela y de don Patíbulo. Los grandes son despojados de sus dignidades, y los pequeños abrumados sin cesar con nuevas cargas. Es un príncipe exorbitante. No me gusta este monarca. ¿Y a vos, maestro?

El hombre de negro dejaba hablar al locuaz poeta mientras él seguía luchando contra la corriente violenta que separa la proa de la Cité de la popa de la isla de Notre-Dame, que hoy llamamos isla de San Luis.

—¡Por cierto, maestro! —dijo súbitamente Gringoire—. En el momento en que llegábamos al Atrio a través de aquella furibunda muchedumbre de truhanes, ¿se fijó vuestra reverencia en el pobre diablo al que vuestro sordo estaba machacando la cabeza contra la balaustrada de la galería de los reyes? Soy corto de vista y no pude reconocerle. ¿Sabéis vos quién podía ser?

El desconocido no respondió una sola palabra, pero dejó bruscamente de remar, sus brazos cayeron a los lados del cuerpo como rotos y su cabeza se inclinó sobre el pecho. Esmeralda lo oyó suspirar convulsivamente y se estremeció. ¡Ya había oído antes esos suspiros!

La barca, abandonada a sí misma, derivó unos instantes a merced del agua. Pero el hombre de negro acabó por erguirse, cogió de nuevo los remos y volvió a bogar contra corriente. Dobló la punta de la isla de Notre-Dame y se dirigió hacia el embarcadero del Port-au-Foin.

—¡Ah! —dijo Gringoire—, allí está la mansión Barbeau… Maestro, mirad aquel grupo de tejados negros que forman unos ángulos singulares, allí, bajo ese montón de nubes bajas, deshilachadas, grisáceas y sucias, donde la luna está aplastada y desparramada como la yema de un huevo roto… Es una bonita mansión. Tiene una capilla coronada por una pequeña bóveda con abundantes ornamentos. Encima podéis ver el campanario delicadamente calado. Hay también un agradable jardín, formado por un estanque, una pajarera, un eco, un mallo, un laberinto, una casa de fieras y multitud de paseos frondosos muy gratos a Venus. Hay además un pícaro árbol al que llaman «el lujurioso», por haber cobijado los amores de una princesa famosa y de un condestable de Francia galante y cultivado… ¡Ay, nosotros, pobres filósofos, comparados con un condestable somos lo mismo que un huerto de coles y rábanos comparado con un jardín del Louvre! Pero, después de todo, ¿qué más da? La vida humana, tanto para los grandes como para nosotros, es una mezcla de bien y de mal. El dolor siempre está al lado de la alegría, el espondeo junto al dáctilo… Maestro, tengo que contaros esta historia de la mansión Barbeau. Termina de un modo trágico. Ocurrió en 1319, durante el reinado de Felipe V, el más largo de los reyes de Francia. La moraleja de la historia es que las tentaciones de la carne son perniciosas y malignas. No nos fijemos demasiado en la mujer del vecino, por muy atraídos que nuestros sentidos se sientan por su belleza. La fornicación es un pensamiento muy libertino. El adulterio es una curiosidad de la voluptuosidad de otro… ¡Eh, el estruendo aumenta por allí!

El tumulto se acrecentaba, efectivamente, alrededor de Notre-Dame. Prestaron atención. Se oían con bastante claridad gritos de victoria. De pronto, cientos de antorchas que hacían resplandecer cascos de soldados se extendieron por la iglesia a todas las alturas, por las torres, por las galerías, bajo los arbotantes. Aquellas antorchas parecían buscar algo; y muy pronto aquellos clamores lejanos llegaron nítidamente hasta los fugitivos:

—¡La egipcia! ¡La bruja! ¡Muerte a la egipcia!

La desventurada dejó caer la cabeza sobre sus manos y el desconocido se puso a remar con más furia hacia la orilla. Mientras tanto, nuestro filósofo reflexionaba. Estrechaba a la cabra entre sus brazos y se apartaba muy despacio de la gitana, que se apretaba cada vez más contra él, como si fuera el último refugio que le quedaba.

Sin duda alguna Gringoire se hallaba sumido en una cruel perplejidad. Pensaba que también la cabra, «según la legislación vigente», sería colgada si volvían a cogerla, que eso sería una pena, ¡pobre Djali!, que era excesivo tener a dos condenadas agarradas a él y que, en fin de cuentas, su compañero estaría encantado de encargarse de la egipcia. Se libraba entre sus pensamientos un violento combate, en el cual, como el Júpiter de la Ilíada, sopesaba alternativamente a la egipcia y la cabra; y las miraba a la una después de la otra con los ojos húmedos de lágrimas, diciendo entre dientes:

—Pero no puedo salvaros a las dos.

Una sacudida les advirtió por fin de que la barca había abordado. El griterío siniestro continuaba en la Cité. El desconocido se levantó, se acercó a la egipcia y fue a asirla del brazo para ayudarla a bajar. Ella, sin embargo, lo rechazó y se agarró de la manga de Gringoire, quien, ocupado con la cabra, la apartó casi empujándola. Entonces ella saltó sola a tierra. Estaba tan trastornada que no sabía ni lo que hacía ni adónde iba. Se quedó un momento así, estupefacta, mirando correr el agua. Cuando volvió un poco en sí, estaba sola en el puerto con el desconocido. Al parecer, Gringoire había aprovechado el momento del desembarco para escabullirse con la cabra por la manzana de casas de la calle Grenier-sur-l’eau.

La pobre egipcia se estremeció al verse sola con aquel hombre. Intentó hablar, gritar, llamar a Gringoire, pero su lengua estaba inerte dentro de su boca y ningún sonido salió de sus labios. De pronto notó la mano del desconocido sobre la suya. Era una mano fría y fuerte. Sus dientes castañetearon y se quedó más pálida que el rayo de luna que la iluminaba. El hombre no dijo una palabra. Empezó a subir dando grandes pasos hacia la plaza de Grève sujetándola de la mano. En aquel instante ella sintió vagamente que el destino es una fuerza irresistible. No le quedaba energía, se dejó llevar, corriendo mientras que él caminaba. Aunque en aquella zona el muelle subía, a ella le parecía que bajaba una pendiente.

Miró hacia todos lados. Ni un transeúnte. El muelle estaba absolutamente desierto. Solo oía ruido y ajetreo en la Cité tumultuosa y rojiza, de la que únicamente la separaba un brazo del Sena y desde donde su nombre le llegaba mezclado con gritos de muerte. El resto de París se extendía a su alrededor en grandes bloques de sombra.

Mientras, el desconocido seguía arrastrándola con el mismo silencio y la misma rapidez. No encontraba en su memoria ninguno de los lugares por donde caminaba. Al pasar por delante de una ventana iluminada, hizo un esfuerzo, se irguió bruscamente y gritó:

—¡Socorro!

El burgués al que pertenecía la ventana la abrió, apareció en camisa con una lámpara, miró hacia el muelle con cara alelada, pronunció unas palabras que ella no entendió y cerró. Era el último destello de esperanza que se apagaba.

El hombre de negro no profirió ni una sílaba, la tenía bien sujeta y apretó todavía más el paso. Ella no opuso más resistencia y lo siguió, destrozada.

De vez en cuando hacía acopio de algunas fuerzas y decía con la voz entrecortada por los baches del suelo y el ahogo de la carrera:

—¿Quién sois? ¿Quién sois?

Él no respondía nada.

Llegaron así, andando todo el rato junto al muelle, a una plaza bastante grande. Había un poco de luna. Era la Grève. Se distinguía en el centro una especie de cruz negra plantada. Era el patíbulo. Ella reconoció todo eso y se dio cuenta de dónde estaba.

El hombre se detuvo, se volvió hacia ella y se quitó la capucha.

—¡Oh! —balbució la joven, petrificada—. ¡Sabía que era de nuevo él!

Era el sacerdote. Parecía su propio fantasma. Es un efecto del claro de luna. Parece ser que, bajo esta luz, solo se ven los espectros de las cosas.

—Escucha… —le dijo, y el sonido de aquella voz funesta que la joven no había oído desde hacía tiempo la estremeció.

Él continuó. Articulaba las frases de ese modo entrecortado y jadeante que revela profundos temblores interiores.

—Escucha. Estamos aquí. Voy a hablarte. Esto es la Grève. Hemos llegado a un punto límite. El destino nos entrega el uno al otro. Yo voy a decidir sobre tu vida; tú, sobre mi alma. Más allá de esta plaza y de esta noche no se ve nada. Así que escúchame. Quiero decirte… Antes de nada, que no me hables de tu Phoebus. —Mientras decía estas cosas, iba de un lado a otro, como si no pudiera estar quieto, sin soltarla—. No me hables de él. Si pronuncias ese nombre, no sé qué haré, pero será terrible.

Dicho esto, como un cuerpo que recupera su centro de gravedad, se quedó inmóvil. Pero sus palabras no traslucían menos agitación. Su voz era cada vez más baja.

—No vuelvas la cabeza. Escúchame. Es un asunto serio. En primer lugar, esto es lo que ha ocurrido… No es cosa de risa, te lo juro… ¿Qué estaba diciendo…? Recuérdamelo… ¡Ah, sí! Hay una sentencia del Parlamento que te lleva de nuevo al cadalso. Acabo de arrancarte de sus manos. Pero te persiguen. Mira.

Extendió un brazo hacia la Cité, donde, efectivamente, la búsqueda parecía seguir. Los rumores se acercaban. La torre de la casa del Teniente, situada frente a la Grève, estaba llena de ruido y de luces, y se veía correr soldados por el muelle opuesto, con antorchas y gritando:

—¡La egipcia! ¿Dónde está la egipcia? ¡Muerte! ¡Muerte a la egipcia!

—Es evidente que te buscan y que no te miento. Te amo… No abras la boca, no me hables si es para decirme que me odias. Estoy decidido a no volver a oírlo… Acabo de salvarte… Déjame primero acabar…Yo puedo salvarte para siempre. Lo he preparado todo. La decisión es tuya. Si tú quieres, yo puedo. —El sacerdote se interrumpió bruscamente—. No, no es eso lo que hay que decir. —Corriendo, y haciéndola correr, pues no la soltaba, fue directo hasta el patíbulo—. Escoge entre los dos —dijo fríamente, señalándolo con el dedo.

Ella logró desasirse, cayó al pie del patíbulo y abrazó aquel apoyo fúnebre. Luego volvió a medias su hermosa cabeza y miró al sacerdote por encima del hombro. Parecía una santísima Virgen al pie de la Cruz. El sacerdote había permanecido inmóvil, con el dedo levantado hacia el patíbulo, como una estatua.

Por fin la egipcia le dijo:

—Me produce menos horror que vos.

Entonces él dejó caer lentamente el brazo y miró el suelo con un profundo abatimiento.

—Si estas piedras pudieran hablar —murmuró—, dirían que aquí hay un hombre muy desgraciado.

El arcediano siguió insistiendo. La muchacha, arrodillada ante el patíbulo y cubierta con su larga cabellera, lo dejaba hablar sin interrumpirlo. Su tono era ahora quejumbroso y suave, lo que contrastaba dolorosamente con la dureza altiva de sus rasgos.

—Yo os amo. Os aseguro que es absolutamente cierto. ¿Acaso no sale nada de este fuego que me abrasa el corazón? ¡Ay, muchacha! Noche y día, sí, noche y día, ¿no merece eso ninguna compasión? Os digo que es un amor de la noche y del día, es una tortura… ¡Sufro demasiado, mi pobre niña…! Es algo digno de compasión, os lo aseguro. Como veis, os hablo con delicadeza. Desearía que dejarais de sentir esa aversión hacia mí… ¡Al fin y al cabo, si un hombre ama a una mujer, no es por culpa suya…! ¡Oh, Dios mío…! ¿Es que no me perdonaréis jamás? ¡Me odiaréis siempre! ¡Esto es el final! ¡Es eso lo que me hace malo, enteraos, y horrible a mí mismo! ¡Ni siquiera me miráis! ¡Tal vez estéis pensando en otra cosa mientras yo os hablo, de pie y temblando en el límite de nuestra eternidad, la de ambos…! ¡Sobre todo no me habléis del oficial…! ¡Aunque me arrodillase ante vos, aunque besara, no vuestros pies, no querríais que lo hiciera, sino el suelo que pisáis, aunque llorara como un niño, aunque me arrancara del pecho, no palabras, sino el corazón y las entrañas para deciros que os amo, todo sería inútil, todo…! Y sin embargo, vos no tenéis en el alma más que ternura y clemencia, irradiáis la más hermosa dulzura, sois toda vos suave, buena, misericordiosa y encantadora. ¡Ay, únicamente tenéis crueldad para mí! ¡Oh, qué fatalidad!

Ocultó su rostro entre las manos. La joven lo oyó llorar. Era la primera vez. Así, de pie y sacudido por los sollozos, presentaba un aspecto más miserable y suplicante que de rodillas. Estuvo llorando de esa forma un rato.

—¡Vamos! —prosiguió, pasadas estas primeras lágrimas—. No encuentro palabras. Sin embargo, había pensado muy bien lo que os diría. Ahora tiemblo y me estremezco, desfallezco en el instante decisivo, siento algo supremo que nos envuelve y balbuceo. ¡Oh, voy a desplomarme si no tenéis compasión de mí, compasión de vos! No nos condenéis a los dos. ¡Si supierais cuánto os amo!, ¡cómo es mi corazón! ¡Oh, qué deserción de toda virtud!, ¡qué abandono desesperado de mí mismo! Como doctor, escarnezco la ciencia; como hidalgo, mancillo mi apellido; como sacerdote, convierto el misal en una almohada de lujuria, ¡escupo a mi Dios a la cara! ¡Y todo eso por ti, hechicera! ¡Para ser más digno de tu infierno! ¡Y tú no quieres al condenado! ¡Ah, pero tengo que decírtelo todo! Hay algo más, algo más horrible…, sí, más horrible…

Al pronunciar estas últimas palabras, su semblante adoptó una expresión de total extravío. Se calló un instante y prosiguió como si hablara consigo mismo, pero en voz bien alta:

—Caín, ¿qué le has hecho a tu hermano?

Hubo otro silencio y luego prosiguió:

—¿Qué le he hecho, Señor? ¡Lo recogí, lo crié, lo alimenté, lo amé, lo idolatré, y lo he matado! Sí, Señor, acaban de aplastarle la cabeza delante de mí contra la piedra de vuestra casa, y ha sido por mi culpa, por culpa de esta mujer, por culpa de ella…

Su mirada era hosca. Su voz iba apagándose. Repitió varias veces más, maquinalmente, haciendo pausas bastante largas, como una campana que prolonga su última vibración:

—Por culpa de ella… Por culpa de ella…

Después, su lengua ya no articuló ningún sonido perceptible, aunque sus labios continuaban moviéndose. De repente, se hundió sobre sí mismo como algo que se derrumba y permaneció en el suelo sin moverse, con la cabeza entre las rodillas.

Un roce de la joven al retirar el pie de debajo de su cuerpo le hizo volver en sí. Se pasó lentamente las manos por sus mejillas hundidas y miró unos instantes con estupor sus dedos, que estaban mojados.

—¡Cómo! —murmuró—. ¡He llorado!

Y volviéndose súbitamente hacia la egipcia, dijo con una angustia indescriptible:

—¡Ay, me habéis mirado llorar fríamente! Muchacha, ¿sabes que estas lágrimas son lava? ¿Es verdad, entonces, que del hombre al que se odia nada conmueve? Podrías verme morir y reirías. ¡Oh, yo no quiero verte morir! ¡Una palabra! ¡Una sola palabra de perdón! No me digas que me amas, dime únicamente que deseas amarme, eso bastará, te salvaré. Si no… ¡Oh, el tiempo pasa! ¡Te lo suplico por lo más sagrado, no esperes a que me haya convertido de nuevo en piedra como ese patíbulo que también te reclama! ¡Piensa que tengo nuestros dos destinos en mi mano, que estoy loco, eso es terrible, que puedo abandonarlo todo, y que hay debajo de nosotros, desgraciada, un abismo sin fondo en el que mi caída perseguirá la tuya durante toda la eternidad! ¡Una palabra bondadosa! ¡Di una palabra! ¡Una sola palabra!

La joven abrió la boca para responderle. Él se arrodilló ante ella para recoger con adoración la palabra, tierna quizá, que iba a salir de sus labios. Ella le dijo:

—¡Sois un asesino!

El sacerdote la cogió entre sus brazos con furia y se echó a reír con una risa abominable.

—¡Pues sí, un asesino! —dijo—. ¡Y serás mía! Ya que no me quieres como esclavo, me tendrás como amo. Serás mía. Tengo una guarida y voy a llevarte allí. Vendrás conmigo, tendrás que venir conmigo, si no, te entregaré. ¡O morir o ser mía! ¡Ser del sacerdote! ¡Ser del apóstata! ¡Ser del asesino! Desde esta misma noche, ¿me oyes? ¡Vamos! ¡Alegría! ¡Vamos! ¡Bésame, loca! ¡La tumba o mi lecho!

Sus ojos brillaban de impureza y de rabia. Su boca lasciva enrojecía el cuello de la joven, que se debatía entre sus brazos mientras él la cubría de besos espumantes.

—¡No me muerdas, monstruo! —gritó ella—. ¡Eres odioso, infecto, déjame! ¡Voy a arrancarte tus asquerosos cabellos y a arrojártelos a puñados a la cara!

Él enrojeció, palideció, hasta que acabó por soltarla y mirarla con un aire sombrío. Ella se creyó victoriosa y prosiguió:

—¡Te digo que soy de Phoebus, que es a Phoebus a quien amo, que es Phoebus quien es apuesto! ¡Tú, cura, eres viejo! ¡Eres feo! ¡Vete!

Él profirió un grito violento, como el miserable al que le aplican un hierro candente.

—¡Muere, pues! —dijo entre un rechinar de dientes.

Ella vio su atroz mirada y trató de huir. Él la asió de nuevo, la zarandeó, la tiró al suelo y se dirigió con pasos rápidos hacia la esquina de la Tour-Roland, arrastrándola tras de sí cogida por las manos.

Al llegar allí, se volvió hacia ella:

—Por última vez, ¿quieres ser mía?

Esmeralda contestó con firmeza:

—¡No!

Entonces él dijo gritando:

—¡Gudule! ¡Gudule! Aquí tienes a la egipcia. ¡Véngate!

La joven notó que la agarraban bruscamente por el codo. Miró. Era un brazo descarnado que salía de una lucera practicada en la pared y que la sujetaba como una mano de hierro.

—¡Sujétala bien! —dijo el sacerdote—. Es la egipcia huida. No la sueltes. Yo voy a buscar a los alguaciles. La verás colgada.

Una risa gutural contestó desde el interior de la pared a aquellas sangrientas palabras.

—¡Ja, ja, ja!

La egipcia vio al sacerdote alejarse corriendo en dirección del puente de Notre-Dame. Por ese lado se oía un galope de caballos.

La muchacha había reconocido a la malvada reclusa. Jadeando de terror, intentó soltarse. Se retorció, dio varios tirones impulsada por la angustia y la desesperación, pero la mujer la sujetaba con una fuerza inaudita. Los dedos huesudos que la lastimaban se crispaban sobre su carne y le rodeaban todo el brazo. Era más que una cadena, más que un collar de hierro, era una tenaza inteligente y viva que salía del muro.

Exhausta, se apoyó contra la pared, y entonces el miedo a la muerte se apoderó de ella. Pensó en la belleza de la vida, en la juventud, en la visión del cielo, en los aspectos de la naturaleza, en el amor, en Phoebus, en todo lo pasado y en todo lo venidero, en el sacerdote que la denunciaba, en el verdugo que vendría, en el patíbulo que estaba allí. Sintió cómo el pánico le subía hasta la raíz de los cabellos y oyó la risa lúgubre de la reclusa que le decía bajito:

—¡Ja, ja, ja! ¡Van a ahorcarte!

Se volvió, moribunda, hacia la lucera y vio el rostro salvaje de la Sachette a través de los barrotes.

—¿Qué os he hecho yo? —dijo, casi inánime.

La reclusa no respondió, se puso a mascullar con una entonación cantarina, irritada y burlona:

—¡Hija de Egipto! ¡Hija de Egipto! ¡Hija de Egipto!

La desventurada Esmeralda dejó caer la cabeza al darse cuenta de que no trataba con un ser humano.

De pronto, la reclusa exclamó, como si la pregunta de la egipcia hubiera tardado todo ese tiempo en llegar a su mente:

—¿Que qué me has hecho, dices…? ¡Ah! ¿Que qué me has hecho, egipcia? Pues bien, escucha…Yo tenía un hijo, ¿sabes? Tenía un hijo. ¡Un hijo, te digo…! ¡Una preciosa niña…! Mi Agnès —prosiguió, extraviada, mientras besaba algo en las tinieblas—. ¡Pues bien, hija de Egipto, me quitaron a mi hija, me robaron a mi hija, se comieron a mi hija! Eso es lo que me has hecho.

La joven contestó como el cordero al lobo:

—¡Tal vez yo aún no había nacido!

—¡Oh, sí! —repuso la reclusa—. Seguro que tú habías nacido. Tú estabas allí. ¡Ella tendría tu edad…! Hace quince años que estoy aquí, quince años que sufro, quince años que rezo, quince años que me golpeo la cabeza contra las cuatro paredes… Te digo que fueron unas egipcias las que me la robaron, ¿lo oyes?, y las que se la comieron con sus dientes… ¿Tienes corazón? Imagínate lo que es un niño que juega, un niño que mama, un niño que duerme. ¡Es tan inocente…! ¡Pues bien, eso es lo que me robaron, lo que mataron! ¡Dios lo sabe bien…! Hoy me toca a mí, voy a comer carne de egipcia… ¡Oh, cómo te mordería si los barrotes no me lo impidieran! ¡Tengo la cabeza demasiado grande…! ¡Pobre pequeñina! ¡Mientras dormía! ¡Y si la despertaron al cogerla, por más que gritara, yo no estaba allí…! ¡Ah, madres egipcias, os comisteis a mi hija! ¡Venid a ver a la vuestra!

Entonces se echó a reír o a hacer rechinar los dientes, las dos cosas se confundían en aquella cara furiosa. Empezaba a despuntar el alba. Un reflejo ceniciento iluminaba vagamente esta escena, y el patíbulo se volvía cada vez más nítido en la plaza. Por el otro lado, hacia el puente de Notre-Dame, la pobre condenada creía oír acercarse el galope de caballos.

—¡Señora! —gritó juntando las manos, de rodillas, con el cabello revuelto, desesperada, muerta de miedo—. ¡Señora! Tened piedad. Ya vienen. Yo no os he hecho nada. ¿Queréis verme morir de esa horrible manera? Estoy segura de que sois compasiva. Es demasiado horrible. Dejadme escapar. ¡Soltadme, por favor! ¡No quiero morir así!

—¡Devuélveme a mi hija! —dijo la reclusa.

—¡Piedad! ¡Piedad!

—¡Devuélveme a mi hija!

—¡En nombre del cielo, soltadme!

—¡Devuélveme a mi hija!

La joven cayó otra vez, agotada, destrozada, ya con la mirada vidriosa del que está en la fosa.

—¡Ay! —balbució—, vos buscáis a vuestra hija y yo busco a mis padres.

—¡Devuélveme a mi pequeña Agnès! —insistió Gudule—. ¿No sabes dónde está? ¡Entonces, muere…! Voy a decirte algo. Yo era una mujer de vida alegre, tenía una hija y me la quitaron… Fueron las egipcias. Así que, como ves, tienes que morir. Cuando tu madre egipcia venga a reclamarte, le diré: ¡Madre, mira esa horca…! O devuélveme a mi hija… ¿Sabes dónde está mi hijita? Espera, voy a enseñarte una cosa. Este es su zapatito, todo lo que me queda de ella. ¿Sabes dónde puede estar su pareja? Si lo sabes, dímelo, y si está en el otro extremo del mundo, iré a buscarlo andando de rodillas.

Mientras decía esto, con el otro brazo extendido por fuera de la lucera le enseñaba a la egipcia el zapatito bordado. Había ya suficiente claridad para distinguir su forma y sus colores.

—¡Dejadme ver ese zapatito! —dijo la egipcia estremeciéndose—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y al mismo tiempo, con la mano que tenía libre, abrió la bolsita adornada con abalorios verdes que llevaba colgada del cuello.

—¡Anda, anda! —mascullaba Gudule—. ¡Toquetea tu amuleto del demonio!

De pronto, se interrumpió, tembló de la cabeza a los pies y gritó con una voz que venía de lo más profundo de sus entrañas:

—¡Mi hija!

La egipcia acababa de sacar de su bolsa un zapatito absolutamente igual que el otro. El zapatito llevaba atado un pergamino en el que estaba escrito este pareado:

Un día su pareja encontrarás,

y ese día tu madre te abrazará.

A la velocidad del rayo, la reclusa puso juntos los dos zapatos, leyó la inscripción del pergamino y pegó a los barrotes de la lucera la cara, deslumbrante de una alegría celestial, gritando:

—¡Hija mía! ¡Hija mía!

—¡Madre! ¡Madre! —contestó la egipcia.

Llegados a este punto, renunciamos a describir la escena.

La pared y los barrotes de hierro se interponían entre ellas.

—¡Oh, la pared! —gritó la reclusa—. ¡Verla y no poder abrazarla! ¡Tu mano! ¡Tu mano!

La joven pasó un brazo a través de la lucera y la reclusa se abalanzó sobre su mano, pegó sus labios a ella y permaneció así, abismada en ese beso, sin dar otro signo de vida que un sollozo que levantaba sus caderas de cuando en cuando. Sin embargo, lloraba a mares, en silencio, en la oscuridad, como una lluvia nocturna. La pobre madre vaciaba a oleadas sobre aquella mano adorada el negro y profundo pozo de lágrimas que llevaba dentro, en el que todo su dolor había penetrado gota a gota desde hacía quince años.

De repente, se levantó, se apartó los largos cabellos grises de la frente y, sin decir una palabra, empezó a zarandear con las dos manos los barrotes de la celda con más furia que una leona. Los barrotes resistieron. Entonces fue a buscar a un rincón de la celda un grueso adoquín que le servía de almohada y lo lanzó contra ellos con tal violencia que uno de los barrotes se partió despidiendo chispas. Un segundo golpe rompió totalmente la vieja cruz de hierro que cerraba la lucera. Con las dos manos, acabó de doblar y apartar los trozos oxidados de barrotes. Hay momentos en que las manos de una mujer tienen una fuerza sobrehumana.

Una vez libre el paso, y no hizo falta más de un minuto para ello, cogió a su hija por la cintura y tiró de ella para meterla en la celda.

—Ven, voy a sacarte del abismo —murmuraba.

Cuando su hija estuvo dentro, la dejó suavemente en el suelo, enseguida volvió a cogerla, y llevándola en brazos como si siguiera siendo su pequeña Agnès, se desplazaba por el estrecho cubículo, alegre, ebria, loca de contento, cantando, besando a su hija, hablándole, riendo, deshaciéndose en lágrimas, todo a la vez y arrebatadoramente.

—¡Hija mía! ¡Hija mía! —decía—. ¡Tengo a mi hija! ¡Está aquí! Dios me la ha devuelto. ¡Eh, venid todos! ¡Hay alguien ahí para ver que tengo a mi hija! ¡Señor Jesús, qué guapa es! Me habéis hecho esperar quince años, Dios mío, pero ha sido para devolvérmela más guapa… Entonces, ¡las egipcias no se la habían comido! ¿Quién había dicho tal cosa? ¡Mi niñita! ¡Mi niñita! ¡Bésame! ¡Qué buenas son las egipcias! ¡Quiero a las egipcias…! ¿Eres tú de verdad? Claro, por eso me daba un vuelco el corazón cada vez que pasabas por aquí. ¡Y yo que lo confundía con odio! Perdóname, Agnès, perdóname. Te parecía muy mala, ¿verdad? Te quiero… ¿Todavía tienes aquella señal en el cuello? Veamos… Sí, sigues teniéndola. ¡Eres preciosa! He sido yo quien os ha hecho esos ojazos, ¿sabéis, señorita? Bésame. Te quiero. Me da igual que las otras madres tengan hijos, ahora no me preocupan lo más mínimo. Que vengan, si quieren. Aquí está la mía. Qué cuello, qué ojos, qué cabellera, qué manos tiene. ¡A ver quién encuentra algo más bello! ¡Ah, esta tendrá muchos pretendientes, os lo digo yo! He llorado quince años. Toda mi belleza se ha ido en ese tiempo, y la ha adquirido ella. ¡Bésame!

Le decía mil cosas extravagantes, hermosas por el tono que empleaba, desarreglaba la ropa de la pobre muchacha hasta sonrojarla, le alisaba sus cabellos de seda con las manos, le besaba los pies, las rodillas, la frente, los ojos, se extasiaba con todo. La joven se dejaba hacer, repitiendo muy bajito y con una dulzura infinita:

—¡Madre!

—Ya verás, mi niña —proseguía la reclusa, intercalando besos entre sus palabras—, ya verás cuánto voy a quererte. Nos iremos de aquí. Vamos a ser muy felices. He heredado algo en Reims, en nuestra tierra. En Reims, ya sabes. ¡Ah, no, no lo sabes, claro, eras demasiado pequeña! ¡Si supieras lo guapa que eras a los cuatro meses! ¡Tenías unos piececitos que la gente venía a ver por curiosidad desde Épernay, que está a siete leguas! Tendremos un terreno y una casa. Te acostaré en mi cama. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Quién podría creerlo? ¡Tengo a mi hija!

—¡Oh, madre! —dijo la joven, encontrando por fin fuerzas para hablar pese a su emoción—. La egipcia me lo había asegurado. Había una buena mujer que murió el año pasado y que siempre había cuidado de mí como una nodriza. Fue ella quien me colgó esta bolsita al cuello. Siempre me decía: Pequeña, guarda bien esta joya. Es un tesoro que te permitirá encontrar a tu madre. Llevas a tu madre colgada del cuello. ¡La egipcia lo había predicho!

La Sachette estrechó de nuevo a su hija entre sus brazos.

—¡Ven que te bese! Eres encantadora hablando. Cuando estemos en casa, calzaremos a un niño Jesús de la iglesia con estos zapatitos. Se lo debemos a la santísima Virgen. ¡Dios mío, qué bonita voz tienes! ¡Cuando me hablabas hace un momento, era como oír música! ¡Ah, Señor Dios mío, he encontrado a mi hija! ¡Es increíble esta historia! Si no me he muerto de alegría, es que no morimos de nada. —Se puso otra vez a batir palmas, y a reír, y a gritar—: ¡Vamos a ser muy felices!

En ese momento a la celda llegó un tintineo de armas y un galope de caballos que parecía venir del puente de Notre-Dame y acercarse cada vez más por el muelle. La egipcia se abalanzó angustiada en brazos de la Sachette.

—¡Salvadme! ¡Salvadme, madre! ¡Ya vienen!

La reclusa se quedó pálida.

—¡Cielo santo! ¿Qué dices? ¡Había olvidado que te persiguen! ¿Qué has hecho?

—No lo sé —respondió la desdichada criatura—, pero estoy condenada a muerte.

—¡A muerte! —dijo Gudule, tambaleándose como si la hubiera alcanzado un rayo—. ¡A muerte! —repitió despacio, mirando fijamente a su hija.

—Sí, madre —contestó la joven, desesperada—. Quieren matarme. Vienen a prenderme. ¡Esa horca es para mí! ¡Salvadme! ¡Salvadme! ¡Ya llegan! ¡Salvadme!

La reclusa permaneció unos instantes inmóvil, como petrificada, y luego movió la cabeza en muestra de duda.

—¡Jo, jo, jo! —De pronto se había puesto a reír con aquellas horribles carcajadas de antes—. Es un sueño lo que me dices. ¡Claro que sí! ¡Resulta que la había perdido, eso había durado quince años, y luego la encontraba y eso solo duraba un minuto! ¡Volvían a quitármela! ¡Y ahora, cuando es guapa, cuando es mayor, cuando me habla, cuando me quiere, ahora es cuando venían a comérsela delante de mis ojos, delante de mí, que soy su madre! ¡Oh, no! ¡Esas cosas no son posibles! ¡Dios no permite que sucedan!

El galope pareció detenerse y se oyó una voz lejana que decía:

—¡Por aquí, micer Tristan! El sacerdote dice que la encontraremos en el Agujero de las Ratas.

El ruido de caballos volvió a oírse. La reclusa se puso de pie profiriendo un grito desesperado:

—¡Huye! ¡Huye, hija mía! Ahora me acuerdo de todo. Tienes razón. ¡Es tu muerte! ¡Horror! ¡Maldición! ¡Huye! —Asomó la cabeza por la lucera y la retiró rápidamente—. Quédate —dijo en voz baja y lúgubre apretando convulsivamente la mano de la egipcia, más muerta que viva—. ¡Quédate! ¡No respires! Hay soldados por todas partes. No puedes salir. Hay demasiada luz.

Sus ojos estaban secos y ardientes. Se quedó un momento callada. Solo daba grandes pasos por la celda, y se paraba de vez en cuando para arrancarse puñados de pelo gris que después rompía con los dientes.

—Ya se acercan —dijo de pronto—. Voy a hablar con ellos. Escóndete en ese rincón. No te verán. Les diré que te has escapado, que te solté.

Dejó a su hija, a la que todavía llevaba en brazos, en una esquina de la celda que no se veía desde fuera. La colocó de manera que ni sus pies ni sus manos sobrepasaran la oscuridad, le soltó su cabellera negra y la extendió sobre su vestido blanco para taparlo, puso ante ella la jarra y el adoquín, los únicos muebles que tenía, creyendo que la ocultarían. Y cuando hubo terminado, ya más tranquila, se arrodilló y rezó. El día, que no hacía sino empezar a despuntar, dejaba aún muchas tinieblas en el Agujero de las Ratas.

En ese instante, la voz del sacerdote, aquella voz infernal, pasó muy cerca de la celda gritando:

—¡Por aquí, capitán Phoebus de Châteaupers!

Al oír ese nombre, al oír esa voz, Esmeralda, agazapada en su rincón, hizo un movimiento.

—¡No te muevas! —dijo Gudule.

Apenas acababa de decirlo cuando un tumulto de hombres, de espadas y de caballos se detuvo alrededor de la celda. La madre se levantó deprisa y fue a apostarse ante la lucera para cubrirla. Vio una numerosa tropa de soldados, a pie y a caballo, formada en la Grève. El que estaba al mando puso pie a tierra y se dirigió hacia ella.

—¡Tú, vieja! —dijo aquel hombre, que tenía un semblante atroz—, buscamos a una bruja para colgarla. Nos han dicho que la tenías tú.

La pobre madre adoptó la expresión más indiferente que pudo y respondió:

—No sé qué queréis decir.

El hombre repuso:

—¡Voto a Dios! ¿Qué historia contaba entonces ese loco del arcediano? ¿Dónde está?

—Monseñor —dijo un soldado—, ha desaparecido.

—Ándate con ojo, vieja loca —prosiguió el comandante—, no me mientas. Te han dejado a una bruja para que la retengas. ¿Qué has hecho con ella?

La reclusa no quiso negarlo todo por miedo a despertar sospechas y respondió en un tono sincero y enfurruñado:

—Si os referís a una muchacha que me han puesto en las manos hace un rato, debo deciros que me mordió y la solté. Ya lo sabéis. Dejadme en paz.

El comandante hizo una mueca de contrariedad.

—¡No se te ocurra mentirme, viejo espectro! —repuso—. Me llamo Tristan l’Hermite y soy compadre del rey. Tristan l’Hermite, ¿me oyes? —Mirando la plaza de Grève, añadió—: Es un nombre que tiene bastante eco aquí.

—Aunque fuerais Satán l’Hermite —replicó Gudule, que estaba recobrando la esperanza—, no tendría otra cosa que deciros ni tendría miedo de vos.

—¡Voto a Dios! —exclamó Tristan—. ¡La joven bruja se ha escapado! ¿Y por dónde se fue?

Gudule respondió en un tono despreocupado:

—Por la calle Mouton, creo.

Tristan volvió la cabeza e indicó a sus hombres que se prepararan para reanudar la marcha. La reclusa respiró.

—Monseñor —dijo de pronto un arquero—, preguntadle a la vieja por qué los barrotes de la lucera están tan rotos.

Esta pregunta devolvió la angustia al corazón de la miserable madre. Sin embargo, no perdió del todo la presencia de ánimo.

—Siempre han estado así —balbució.

—¡Ya! —repuso el arquero—. Todavía ayer formaban una hermosa cruz negra que inspiraba devoción.

Tristan dirigió una mirada de soslayo a la reclusa.

—¡Creo que la comadre se pone nerviosa!

La desventurada presintió que todo dependía de su aplomo y, con el corazón en un puño, se echó a reír. Las madres poseen esa fortaleza.

—¡Bah! —dijo—. Ese hombre está borracho. Hace más de un año que la trasera de una carreta cargada de piedras chocó contra la lucera y rompió los barrotes. ¡Cómo maldije al carretero!

—Es verdad —dijo otro arquero—, yo estaba allí.

En todas partes hay gente que lo ha visto todo. Aquel testimonio inesperado del arquero animó a la reclusa, a quien el interrogatorio hacía atravesar un abismo por el filo de un cuchillo.

Pero estaba condenada a una alternancia continua de esperanza y de alarma.

—Si una carreta hubiera hecho eso —repuso el primer soldado—, los trozos de los barrotes deberían estar doblados hacia dentro y no hacia fuera, como en realidad están.

—Tienes olfato de instructor del Châtelet —le dijo Tristan al soldado—. ¡Eh, vieja, responded a lo que dice!

—¡Dios mío! —exclamó la reclusa sintiéndose acorralada, con voz, muy a su pesar, llorosa—. Os juro, monseñor, que fue una carreta lo que rompió los barrotes. Habéis oído decir a ese hombre que lo vio. Además, ¿qué tiene que ver eso con la egipcia que buscáis?

—¡Hum! —masculló Tristan.

—¡Diablos! —exclamó el soldado, halagado por el elogio del preboste—. ¡Es evidente que el hierro está recién roto!

Tristan meneó la cabeza. Ella palideció.

—¿Cuánto tiempo decís que hace de lo de la carreta?

—Un mes, quince días quizá, monseñor. ¡Ya no me acuerdo!

—Antes dijo más de un año —observó el soldado.

—¡Esto es sospechoso! —dijo el preboste.

—¡Monseñor! —gritó ella, pegada a la lucera y temiendo que la sospecha los empujara a meter la cabeza a través de ella para mirar el interior de la celda—. Monseñor, os juro que fue una carreta la que rompió la reja. ¡Os lo juro por todos los santos ángeles del paraíso! ¡Si no fue una carreta, quiero ser eternamente condenada y reniego de Dios!

—¡Juras con mucho apasionamiento! —dijo Tristan con su mirada de inquisidor.

La pobre mujer sentía desvanecerse cada vez más su aplomo. Estaba cometiendo errores y se daba cuenta con terror de que no decía lo que debería decir.

En ese momento llegó otro soldado gritando:

—¡Monseñor, la vieja miente! La bruja no se ha escapado por la calle Mouton. La cadena de la calle ha estado echada toda la noche y el guardacadenas no ha visto pasar a nadie.

Tristan, cuya expresión se tornaba cada vez más siniestra, preguntó a la reclusa:

—¿Qué tienes que decir a esto?

Ella intentó plantar cara a este nuevo revés:

—Que no lo sé, monseñor, que quizá me haya equivocado. En realidad, creo que ha cruzado el río.

—Es el lado opuesto —dijo el preboste—. No parece lógico que haya querido volver a la Cité, que es donde la perseguían. ¡Mientes, vieja!

—Además —añadió el primer soldado—, no hay ninguna barca ni a este lado del río ni al otro.

—Lo habrá cruzado a nado —replicó la reclusa, defendiendo el terreno palmo a palmo.

—¿Acaso nadan las mujeres? —dijo el soldado.

—¡Voto a Dios! ¡Mientes, vieja! ¡Mientes! —exclamó Tristan, encolerizado—. Me entran ganas de dejar a la bruja y colgarte a ti. Un cuarto de hora de tortura tal vez te arranque la verdad del gaznate. ¡Andando! ¡Vas a venir con nosotros!

Ella se agarró a estas palabras con avidez.

—Como queráis, monseñor. Adelante, adelante. La tortura, sí. ¡Llevadme! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Vayámonos ya!

«Mientras tanto —pensaba—, mi hija escapará.»

—¡Vive Dios! —dijo el preboste—. ¡Qué apetito de potro! No entiendo a esta loca.

Un viejo soldado de la guardia con el pelo gris se adelantó y le dijo al preboste:

—¡Efectivamente, está loca, monseñor! Si ha dejado escapar a la egipcia, seguro que no ha sido por gusto, pues no le tiene ninguna simpatía a las egipcias. Hace quince años que hago la ronda y todas las noches la oigo renegar de las mujeres gitanas y proferir maldiciones interminables. Y si la gitana a la que estamos persiguiendo es, como creo, la joven bailarina de la cabra, a esa la detesta especialmente.

Gudule hizo un esfuerzo y dijo:

—A esa especialmente, sí.

El testimonio unánime de los hombres de la guardia confirmó al preboste las palabras del viejo soldado. Tristan l’Hermite, perdiendo la esperanza de sacar nada en claro de la reclusa, le volvió la espalda. Ella lo vio, con una ansiedad inenarrable, dirigirse lentamente hacia su caballo.

—Vamos —decía entre dientes—. ¡En marcha! Sigamos buscando. No descansaré hasta que la egipcia esté colgada.

Sin embargo, vaciló todavía un momento antes de montar en el caballo. Gudule palpitaba entre la vida y la muerte viéndolo pasear alrededor de la plaza aquel rostro inquieto de perro de caza que siente cerca la madriguera del animal y se resiste a alejarse. Finalmente, meneó la cabeza y montó. El corazón tan horriblemente comprimido de Gudule se dilató, y la mujer dijo en voz baja dirigiendo una mirada a su hija, cosa que no se había atrevido a hacer desde que los soldados estaban allí:

—¡Salvada!

La pobre muchacha había permanecido todo aquel tiempo en su rincón, sin respirar apenas, totalmente inmóvil, con la idea de la muerte ante ella. Había asistido a la escena entre Gudule y Tristan, y todas las angustias de su madre las había vivido ella también. Había oído los crujidos sucesivos del hilo que la tenía suspendida sobre el abismo, había creído veinte veces verlo romperse, y por fin comenzaba a respirar y a sentir los pies en tierra firme. En ese momento oyó una voz que le decía al preboste:

—¡Cuernos! Señor preboste, no es cosa mía, que soy hombre de armas, colgar brujas. La revuelta de la canalla ya está sofocada. Dejo ese trabajo para vos. Os parecerá bien que vaya a reunirme con mi compañía, puesto que se encuentra sin capitán.

Aquella era la voz de Phoebus de Châteaupers. Lo que Esmeralda sintió es indescriptible. ¡Así que estaba él allí, su amigo, su protector, su apoyo, su refugio, su Phoebus! Se levantó, y antes de que su madre hubiera podido impedírselo se había abalanzado hacia la lucera gritando:

—¡Phoebus! ¡A mí, Phoebus!

Phoebus ya no estaba. Acababa de doblar al galope la esquina de la calle Coutellerie. Pero Tristan aún no se había ido.

La reclusa se precipitó sobre su hija con un rugido. La echó violentamente hacia atrás, clavándole las uñas en el cuello. Una tigresa no defiende mejor a sus cachorros. Pero era demasiado tarde. Tristan la había visto.

—¡Vaya, vaya! —exclamó con una risotada que mostraba todos sus dientes y asemejaba su cara al hocico de un lobo—. ¡Dos ratones en la ratonera!

—Me lo figuraba —dijo el soldado.

Tristan le dio unas palmadas en el hombro.

—¡Eres un buen gato! —dijo—. Vamos. ¿Dónde está Henriet Cousin?

Un hombre que no iba vestido de soldado ni tenía aspecto de tal se adelantó. Llevaba un traje gris y marrón, mangas de cuero y un paquete de cuerdas en sus grandes manos. Ese hombre acompañaba siempre a Tristan, el cual acompañaba siempre a Luis XI.

—Amigo —dijo Tristan l’Hermite—, supongo que es la bruja que buscábamos. Cuélgala. ¿Has traído la escalera?

—Hay una allí, en el cobertizo de la Casa de los Pilares —respondió el hombre—. ¿Es en esa justicia donde vamos a hacerlo? —preguntó, señalando el patíbulo de piedra.

—Sí.

—¡Ja, ja, ja! No vamos a tener que andar mucho —dijo el hombre, con una sonora risa todavía más bestial que la del preboste.

—¡Date prisa! —dijo Tristan—. Ya reirás después.

La reclusa, mientras tanto, no había dicho una palabra desde que Tristan había descubierto a su hija y ya no quedaba ninguna esperanza. Había arrojado a la pobre egipcia medio muerta a un rincón del sepulcro y se había colocado de nuevo en la lucera, con las manos apoyadas como dos garras en el alféizar. En esa actitud, se la veía pasear intrépidamente sobre todos aquellos soldados la mirada, que se había vuelto otra vez feroz y extraviada. Cuando Henriet Cousin se acercó al cubículo, le puso una cara tan salvaje que le hizo retroceder.

—Monseñor —dijo este acercándose al preboste—, ¿a cuál hay que coger?

—A la joven.

—Menos mal, porque la vieja parece dura de pelar.

—¡Pobre bailarina de la cabra! —dijo el viejo soldado de la guardia.

Henriet Cousin se acercó a la lucera. Incapaz de sostener la mirada de la madre, dijo con bastante timidez:

—Señora…

Ella lo interrumpió con una voz muy baja y furiosa:

—¿Qué quieres?

—No es a vos —respondió—, es a la otra.

—¿A qué otra?

—A la joven.

Ella se puso entonces a mover de un lado a otro la cabeza gritando:

—¡No hay nadie! ¡No hay nadie! ¡No hay nadie!

—Sí —insistió el verdugo—, lo sabéis perfectamente. Dejadme coger a la joven. A vos no quiero haceros daño.

Ella repuso con una risa extraña:

—¡Ah! ¡A mí no quieres hacerme daño!

—Dejadme a la otra, señora. Es la voluntad del señor preboste.

La vieja repitió con expresión perturbada:

—¡No hay nadie!

—¡Os digo que sí! —replicó el verdugo—. Todos hemos visto que erais dos.

—¡Ven y mira! —dijo la reclusa, riendo—. Mete la cabeza por la lucera.

El verdugo observó las uñas de la madre y no se atrevió.

—¡Date prisa! —gritó Tristan, que acababa de colocar a su tropa en círculo alrededor del Agujero de las Ratas y permanecía a caballo junto al patíbulo.

Henriet, sintiéndose muy incómodo, se acercó de nuevo al preboste. Había dejado la cuerda en el suelo y, con gesto torpe, daba vueltas al sombrero que tenía entre las manos.

—Monseñor —le preguntó—, ¿por dónde entro?

—Por la puerta.

—No hay puerta.

—Pues por la ventana.

—Es demasiado estrecha.

—Entonces, ensánchala —dijo Tristan, encolerizado—. ¿No tienes picos?

Desde el fondo de su antro, la madre, en la misma actitud, miraba. Ya no esperaba nada, ya no sabía lo que quería, pero desde luego no que le quitaran a su hija.

Henriet Cousin fue a buscar al cobertizo de la Casa de los Pilares la caja de los útiles para las ejecuciones. Cogió también la escalera de tijera y la colocó inmediatamente junto al patíbulo. Cinco o seis hombres del prebostazgo se armaron de picos y palancas, y Tristan se dirigió con ellos hacia la lucera.

—Vieja —dijo el preboste con severidad—, entréganos a esa muchacha por las buenas.

Ella lo miró como si no entendiera lo que decía.

—¡Voto a Dios! —exclamó Tristan—. ¿Qué interés tienes en impedir que colguemos a esa bruja, como es deseo del rey?

La miserable se echó a reír con su risa feroz.

—¿Que qué interés tengo? Es mi hija.

El tono en el que pronunció esta frase hizo estremecer al propio Henriet Cousin.

—Lo siento mucho —replicó el preboste—, pero es el deseo del rey.

Ella gritó, riendo con más ferocidad aún:

—¿Qué me importa a mí tu rey? ¡Te digo que es mi hija!

—Perforad la pared —dijo Tristan.

Para practicar una abertura suficientemente grande, bastaba retirar un sillar justo debajo de la lucera. Cuando la madre oyó los picos y las palancas minando su fortaleza, profirió un grito aterrador y se puso a dar vueltas a una velocidad increíble por la celda, costumbre de animal salvaje adquirida en aquella jaula. No decía nada, pero sus ojos despedían llamas. Los soldados estaban en el fondo de su corazón helados.

De pronto cogió el adoquín, rió y lo arrojó con las dos manos contra los trabajadores. La piedra, lanzada con torpeza, pues las manos le temblaban, no alcanzó a nadie y fue a parar a los pies del caballo de Tristan. Gudule hizo rechinar los dientes.

Aunque el sol no había salido del todo, ya había claridad. Una bella luz rosada alegraba las viejas y carcomidas chimeneas de la Casa de los Pilares. Era la hora en que las ventanas más madrugadoras de la gran ciudad se abren alegremente en los tejados. Algunos villanos y algunos fruteros que iban al mercado en su burro empezaban a atravesar la Grève, se detenían un momento ante el grupo de soldados apiñados alrededor del Agujero de las Ratas, lo miraban extrañados y pasaban de largo.

La reclusa había ido a sentarse junto a su hija y, con la mirada perdida en el vacío, la cubría con su cuerpo y escuchaba a la pobre criatura, que no se movía y murmuraba en voz baja una única palabra:

—¡Phoebus! ¡Phoebus!

A medida que el trabajo de los demoledores parecía avanzar, la madre retrocedía maquinalmente y apretaba cada vez más a su hija contra la pared. De repente la reclusa vio moverse la piedra (pues vigilaba atentamente y no apartaba la vista de ella) y oyó la voz de Tristan animando a los trabajadores. Entonces salió del abatimiento en que había caído hacía un rato y se puso a gritar, y mientras hablaba, su voz pasaba de desgarrar los oídos como una sierra a balbucir, como si todas las maldiciones se hubieran agolpado en sus labios para estallar a la vez.

—¡Aaaaah! ¡Esto es horrible! ¡Sois unos bandidos! ¿De verdad vais a quitarme a mi hija? ¡Os digo que es mi hija! ¡Cobardes! ¡Despreciables verdugos! ¡Miserables canallas y asesinos! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! Pero ¿es que van a quitarme a mi hija así? ¿Quién es, entonces, ese al que llaman Dios?

Dirigiéndose a Tristan, echando espumarajos por la boca, con los ojos extraviados, a cuatro patas como una pantera y totalmente erizada, continuó:

—¡Acércate un poco para quitarme a mi hija y verás! ¿No comprendes acaso que esta mujer te dice que es su hija? ¿Sabes tú lo que es tener un hijo? ¡Eh, lobo carnicero!, ¿no has yacido nunca con tu loba? ¿Nunca has tenido un lobezno? Y si tienes crías, ¿no se te remueven las entrañas cuando las oyes aullar?

—Retirad de una vez la piedra —dijo Tristan—. Ya se desprende.

Las palancas levantaron el pesado sillar. Era, como hemos dicho, el último refugio de la madre. Esta se abalanzó sobre él, intentó sujetarlo, arañó la piedra con las uñas, pero el bloque macizo, movido por seis hombres, se le escapó y fue deslizándose despacio hasta el suelo a lo largo de las palancas de hierro.

La madre, viendo el camino expedito, se echó atravesada delante de la abertura cerrando el paso con su cuerpo, retorciéndose los brazos, golpeando la losa con la cabeza y gritando con una voz ronca por el cansancio y apenas audible:

—¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!

—Ahora, coged a la muchacha —ordenó Tristan con la misma impasibilidad que había mostrado hasta entonces.

La madre miró a los soldados de un modo tan formidable que estos se sentían más inclinados a retroceder que a avanzar.

—¡Vamos! —repitió el preboste—. ¡Tú, Henriet Cousin!

Nadie dio un paso.

—¡Vive Cristo! —juró el preboste—. ¡Mis soldados, miedo de una mujer!

—Monseñor —dijo Henriet—, ¿llamáis a eso una mujer?

—¡Tiene la melena de un león! —dijo otro.

—¡Vamos! —repitió el preboste—. La abertura es bastante ancha. Entrad de tres en fondo como en la brecha de Pontoise. ¡Acabemos, por Mahoma! ¡Al primero que retroceda lo parto en dos!

Situados entre el preboste y la madre, ambos amenazadores, los soldados titubearon un momento antes de avanzar, resignados, hacia el Agujero de las Ratas.

Cuando la reclusa vio aquello, se incorporó bruscamente para ponerse de rodillas, se apartó el pelo de la cara y dejó caer sus manos huesudas sobre los muslos. Unas gruesas lágrimas brotaron una a una de sus ojos y se deslizaron por una arruga a lo largo de sus mejillas como un torrente por el lecho que él mismo ha abierto. Al mismo tiempo se puso a hablar, pero con una voz tan suplicante, tan dulce, tan sumisa y tan desgarradora que, alrededor de Tristan, más de un antiguo cómitre capaz de comer carne humana se enjugaba los ojos.

—¡Señores míos! Señores soldados, unas palabras nada más. Se trata de algo que debo deciros. Es mi hija, ¿os dais cuenta?, la querida niñita que había perdido. Escuchad. Es una larga historia. Yo conozco muy bien a los señores soldados. Siempre fueron buenos conmigo en la época en que los niños me tiraban piedras porque llevaba una vida airada. Ya veréis como me dejáis a mi hija cuando lo sepáis todo. Soy una pobre mujer de vida alegre. Las gitanas me la robaron. ¡Si hasta he guardado su zapatito durante quince años! Mirad, aquí está. Este piececito tenía. ¡En Reims! ¡La Chantefleurie! ¡En la calle Folle-Peine! A lo mejor conocisteis aquello. Era yo. En vuestra juventud, entonces era una buena época. Pasábamos buenos ratos. Tendréis compasión de mí, ¿verdad, señores? Las egipcias me la robaron, la han tenido escondida quince años. Yo la creía muerta. Figuraos si la creía muerta, amigos míos, que he pasado quince años aquí, en este tugurio, sin fuego en invierno. Eso es duro. ¡Pobre zapatito querido! He gritado tanto que por fin Dios me ha oído y esta noche me ha devuelto a mi hija. Es un milagro de Dios. No estaba muerta. Y no me la quitaréis, estoy segura. Si se tratara de mí, no diría nada, ¡pero de ella, una criatura de dieciséis años! ¡Dejad que tenga tiempo de ver el sol…! ¿Qué os ha hecho? Nada en absoluto. Y yo tampoco. Si supierais que solo la tengo a ella, que soy vieja, que es una bendición que la santísima Virgen me envía. ¡Además, sois todos tan buenos! No sabíais que era mi hija, pero ahora ya lo sabéis. ¡Oh, la quiero mucho! ¡Señor preboste, preferiría un agujero en mis entrañas que un arañazo en su dedo! ¡Tenéis aspecto de señor bondadoso! Lo que os estoy diciendo lo explica todo, ¿no es cierto? ¡Os lo suplico! ¡Oh, si habéis tenido madre, monseñor…! Vos sois el capitán, ¡dejadme a mi hija! ¡Tened en cuenta que os lo suplico de rodillas, como se suplica a Jesucristo! Yo no pido nada a nadie, yo soy de Reims, señores, tengo un huertecito de mi tío Mahiet Pradon. No soy una mendiga. No quiero nada, ¡pero quiero a mi hija! ¡Oh, quiero conservar a mi hija! ¡Dios, que es el dueño y señor, no me la ha devuelto para nada! ¡El rey! ¡Habláis del rey! ¡No le causará mucho placer que maten a mi niña! ¡Además, el rey es bueno! ¡Es mi hija! ¡Es mi hija! ¡Mía, no del rey! ¡No es vuestra! ¡Quiero irme! ¡Queremos irnos! ¡A dos mujeres que pasan, una de ellas la madre y la otra la hija, se las deja pasar! ¡Dejadnos pasar! ¡Somos de Reims! ¡Oh, sois muy buenos, señores soldados! Os quiero a todos. No me quitaréis a mi querida niña, es imposible. ¿No es verdad, que es totalmente imposible? ¡Hija mía! ¡Hija mía!

No intentaremos dar una idea de sus gestos, de su tono, de las lágrimas que sorbía mientras hablaba, de cómo juntaba las manos y se las retorcía, de las sonrisas conmovedoras, de las miradas anegadas, de los gemidos, de los suspiros, de los gritos miserables y sobrecogedores que mezclaba con sus palabras desordenadas, disparatadas e inconexas. Cuando calló, Tristan l’Hermite frunció el entrecejo, pero era para ocultar una lágrima que asomaba a sus ojos de tigre. Se sobrepuso, sin embargo, a esta debilidad y dijo, tajante:

—Es la voluntad del rey.

A continuación se inclinó y le dijo muy bajo a Henriet Cousin al oído:

—¡Acaba rápido!

El temible preboste sentía quizá que también a él le faltaba valor.

El verdugo y los soldados entraron en la celda. La madre no opuso ninguna resistencia; simplemente se arrastró hasta su hija y se echó sobre ella.

La egipcia vio a los soldados acercarse. El horror de la muerte la reanimó.

—¡Madre! —gritó con una angustia indescriptible—. ¡Madre, vienen a por mí! ¡Defendedme!

—Sí, cariño mío, yo te defenderé —contestó la madre con una voz apagada, y, estrechándola fuertemente entre sus brazos, la cubrió de besos. Abrazadas en el suelo, la madre sobre la hija, ofrecían un espectáculo digno de compasión.

Henriet Cousin asió a la joven por debajo de sus bonitos brazos. Cuando ella notó el contacto de aquella mano, dejó escapar un gemido y se desmayó. El verdugo, que derramaba gruesas lágrimas sobre ella, trató de cogerla en brazos. Intentó apartar a la madre, que, por así decirlo, había anudado sus manos en torno a la cintura de su hija, pero estaba agarrada a ella con tanta fuerza que fue imposible separarlas. Henriet Cousin sacó entonces a la joven arrastrándola, y a la madre tras ella. Esta última también tenía los ojos cerrados.

El sol salía en ese momento y había ya en la plaza una cantidad bastante considerable de gente que miraba desde cierta distancia lo que arrastraban por el suelo hacia el patíbulo. Pues era esta una peculiaridad del preboste Tristan en las ejecuciones: tenía la manía de impedir que los curiosos se acercaran.

No había nadie asomado a las ventanas. Solo se veía a lo lejos, en lo alto de la torre de Notre-Dame que domina la Grève, dos hombres que parecían mirar y cuya silueta negra se recortaba contra el cielo claro de la mañana.

Henriet Cousin se detuvo con lo que arrastraba al pie de la fatal escalera y, casi sin respiración por la compasión que aquello le producía, pasó la cuerda alrededor del adorable cuello de la muchacha. La desdichada joven sintió el horrible contacto del cáñamo. Abrió los ojos y vio el brazo descarnado de la horca de piedra extendido por encima de su cabeza. Entonces forcejeó y gritó con una voz potente y desgarradora:

—¡No! ¡No! ¡No quiero!

La madre, cuya cabeza estaba enterrada y perdida bajo el vestido de su hija, no dijo una sola palabra; solo vieron temblar todo su cuerpo y la oyeron redoblar los besos que le daba a la joven. El verdugo aprovechó ese momento para desasir rápidamente a la condenada de los brazos que la estrechaban. Bien por agotamiento o bien por desesperación, la madre lo dejó hacer. Henriet Cousin se echó entonces a la joven sobre un hombro, desde donde la encantadora criatura caía doblada graciosamente por la cintura. Después puso un pie en la escalera para empezar a subir.

En ese momento, la madre, echada en el suelo, abrió los ojos. Sin proferir un grito, se incorporó con una expresión terrible y, como un animal sobre su presa, se abalanzó sobre la mano del verdugo y la mordió. Fue tan rápido como un rayo. El verdugo gritó de dolor. Acudieron en su ayuda y retiraron con dificultad su mano ensangrentada de entre los dientes de la madre. Esta guardaba un profundo silencio. La empujaron con bastante brutalidad y observaron que su cabeza caía pesadamente al suelo. La levantaron y cayó de nuevo. Estaba muerta.

El verdugo, que no había soltado a la muchacha, empezó a subir la escalera.