Lea la novela de Victor Hugo. Comprobará que el género canalla abunda. Sin embargo, me parece una inmensa muestra de talento. Sin embargo, me desesperaría que fuese esto lo que exige el siglo.
Es Prosper Mérimée, a sus veintisiete años y medio, quien así se dirige a Henri Beyle, llamado Stendhal, veinte años mayor, el 31 de marzo de 1831, quince días después de la publicación de Notre-Dame de París. Mérimée produjo en 1825 un volumen de teatro «español» con el nombre de «Clara Gazul», en 1827 una «selección de poesías ilíricas» titulada La Guzla y, en 1829, 1572, Crónica del reinado de Carlos IX, que más tarde llegó a considerarse la cumbre de la novela histórica. La Monarquía de Julio hacía de este jurista y hábil administrador el jefe de gabinete del conde de Argout, quien, después de intentar salvar a Carlos X, acababa de contribuir a la caída de Laffitte, banquero de la revolución de 1830, así como al triunfo de Casimir Périer, que a su vez era el banquero de la resistencia. Durante ese tiempo, Stendhal, quien no había logrado el puesto de prefecto, que le habría consolado del prolongado purgatorio sufrido por su bonapartismo, se resigna al consulado de Civitavecchia, en los Estados Pontificios, ante la negativa austríaca a reconocer su cargo en Trieste. Solo se le conocía por su vida mundana en los salones liberales, su gusto por las artes italianas y las mujeres atractivas, y por haberse aventurado, a imitación de la duquesa de Duras y su novela Olivier, por «el terreno peligroso» de las precauciones y los misterios imprescindibles para hacer de un impotente el protagonista de un relato. Esa obra, Armancia, describía con precisión «los salones de la época y las costumbres de 1827», y abría camino a una «Crónica del siglo XIX», cuyo título, Rojo y negro, llevaba desde noviembre de 1830 los colores de la lucha entre la energía moderna y el «partido jesuita».
Hugo, año y medio mayor que Mérimée, tardó casi una década de ejercicio poético en salir, con Chateaubriand, del partido ultra si no de la legitimidad y hacer del ideal monárquico de libertad un liberalismo romántico a imitación de Sainte-Beuve. Durante el reinado de Luis XVIII, en la época en que enviaba a las revistas británicas las noticias procedentes de París,* Stendhal no tuvo palabras muy duras para la poesía que reivindicaba la inspiración de las ideas monárquicas y religiosas; su burlesca reseña de la novela «noruega» Han de Islandia, a la que llamó «monstruoso engendro», no disimula los prejuicios políticos y culturales que le llevan a hacer semejante crítica: Han de Islandia demuestra mediante lo absurdo lo vanos que resultan los intentos biempensantes de restauración moral y clásica. Por el contrario, al hablar de una de sus obras, Racine y Shakespeare, se autocalifica como «uno de los partidarios más sinceros y feroces de la escuela romántica». Tres años después, al publicarse las Odas, Stendhal añade a las concesiones que ya hiciera en 1823 (el talento de los pasajes descriptivos, la elegancia del estilo y el vigor de la expresión) el «calor imaginativo» que permite juzgar a Hugo como un «quizá... siempre que aprenda a escribir en francés con la claridad y elegancia de Delavigne». La relación entre poesía, novela y escritura «en francés», o sea, sin metáforas, nostalgia de la emigración ni simpatías ultramontanas, es posiblemente el punto crítico esencial para comprender y apreciar lo que ocurre en la literatura en vísperas de la revolución de 1830.
Empezamos a entender a qué alude Mérimée con «el género canalla»: la falsa ingenuidad de los buenos sentimientos, el uso desvergonzado de los temas de moda (Luis XI, Fausto, el monje, los bohemios, la tortura), la tolerancia hacia formas intelectuales o populares de irracionalismo, los aires melodramáticos, la sensualidad sin muchos pretextos ni planteamientos, el didactismo provocador, en definitiva, todo lo que una tradición obstinada opone a Hugo y a su ambición, que no retrocede ante la demagogia y la provocación. Pero el futuro inspector de los monumentos históricos, salvador con Hugo del patrimonio arquitectónico francés, no puede permanecer insensible ante la proeza de unir en una Babel de prosa la muerte de la Edad Media y la muerte del Antiguo Régimen, en una edición abreviada de una novela que esperará más de un año para revelar su amplitud. Hugo no solo prepara la «resurrección íntegra del pasado» a que se apega Michelet a partir de su iluminación en los Archivos con la Revolución de Julio, sino que también esboza su profunda intuición del «Renacimiento como método» y como conducta militante. Por eso la pluma de Mérimée vacila, los «sin embargo» se suceden y se oponen, la corrección de la última frase se hace dudosa, todo se lanza en una llamada angustiada al hermano mayor, al maestro: ¿qué va a decidir ser el siglo, en esas semanas de recuperación del control, vuelta al orden y pronto insurrecciones con la represión correspondiente, tan poco tiempo después de la Monarquía de Julio?
Notre-Dame de París no es tanto una gran emulación de la Crónica del reinado de Carlos IX como una especie de acto de fuerza que plantea, a través de las cuestiones técnicas, ideológicas o mundanas del género novelesco, las relacionadas con el riesgo que corre la civilización cuando la desaparición del rey «de Francia», y el cambio a un rey «de los franceses», hace de la soberanía nacionalidad. Ya en 1483 la muerte de un rey que reunía feudos y provincias, aristocracias y burguesías, ejecutantes y ejecutores había coincidido con grandes descubrimientos, había consagrado la sociedad industrial e iniciado el período pantagruélico. En la época de la génesis de Notre-Dame, Balzac se convierte en sí mismo al saltar de un proyecto de novela sobre la guerra entre armañacs y borgoñones, que asoló París y Francia durante el medio siglo anterior a la subida al trono de Luis IX, a El último chuán, cuya acción es contemporánea de la llegada al poder de Bonaparte, y de ahí a la nebulosa de relatos filosóficos y cuentos divertidos que da origen a La comedia humana.
En cualquier caso, el 19 de marzo de 1831 Balzac tiene ya su propio modo de describir y lamentar lo que Mérimée llama «el género canalla»: «He leído Notre-Dame. No es obra del Victor Hugo autor de algunas buenas odas, es obra del Hugo autor de Hernani. Dos hermosas escenas, tres palabras, todo ello inverosímil, dos descripciones, la bella y la bestia, y un diluvio de mal gusto. Una fábula sin posibilidades, y por encima de todo una obra aburrida, vacía y plagada de pretensiones arquitectónicas. A eso nos conduce el exceso de amor propio». Aparte del enojo que le causa el imperialismo de Victor Hugo, creador de una escuela si no de un partido, teórico del drama moderno con Cromwell y su prefacio de combate en 1827, general victorioso en febrero de 1830 de la famosa batalla que consagra la invasión de la poesía en el teatro y de una política visionaria, resulta evidente que el novelista resume su crítica en la inverosimilitud de la «fábula», sin darse demasiada cuenta de que los medios del fabulista no pertenecen al orden de la ilusión realista, de que los géneros tradicionales se encuentran en plena crisis y de que la novedad de un mundo fabuloso convoca el poder del arte de contar con el de la imaginación, equilibrando las ilusiones de esta con las artimañas de aquel, y al contrario.
Con su fraternidad batalladora y celosa, estos hombres de solo treinta años van a sacudir la distinción tradicional de los géneros, trastornar la relativa unificación de la novela histórica que se había llevado a cabo en torno al modelo de Walter Scott y abrir todo el campo de lo real al genio de la sátira, bajo los auspicios de Stendhal y Nodier, siguiendo el ejemplo de Diderot y Sterne, y reclamando la herencia de Rabelais, Cervantes y Lesage. En Francia, la novela moderna nace de esos extraños injertos barrocos sobre el viejo fondo de los fabliaux medievales, sobre las suertes y desgracias de las crónicas nacionales francesas, por fin dotadas de la plena virtud histórica.
«Un periódico nuestro...»
Nada ilustra mejor la intensificación de este movimiento que la decena de entregas de la Revue de Paris que preceden a Hernani. Esta elegante publicación, fundada en 1829 por el doctor Véron, que más tarde pasaría el testigo a Amédée Pichot, excelente conocedor de Inglaterra, y se haría con la dirección de la Ópera de París, a la que dio un brillo incomparable, pretende combatir el aburrimiento, y para ello reúne a algunas autoridades tutelares, como Nodier o Benjamin Constant, a fin de dar rienda suelta a las audacias de la juventud. Mérimée y Stendhal publican regularmente en ella, y Hugo presta su «Fragmento de historia», sacado del prefacio de Cromwell, en octubre de 1827, que sintetiza en pleno auge de genio y con cierto descaro las ideas del momento en torno a lo que Victor Cousin y otros han traído de Alemania en el progreso de este a oeste de la civilización. Pero también aporta el relato del viaje de arte, naturaleza e historia efectuado a los Alpes en 1825 en compañía de Nodier tras la consagración de Carlos X en Reims. Allí nace la «guerra a los demoledores» de la Banda negra por la salvaguarda de los monumentos de la antigua Francia, contra los tráficos y la enajenación debidos a los promotores y contratistas cuya acción económica había sostenido Paul-Louis Courier, contra las inmovilizaciones del feudalismo. Al mismo tiempo, Véron firma un texto mordaz contra el régimen de Carlos X, que a pesar de la audiencia real concedida a Hugo acaba de confirmar la prohibición de representar Marion de Lorme y le ofrece como compensación al cantor de lo sacro triplicar su pensión y franquearle el acceso a la carrera política mediante un posible nombramiento como miembro del Consejo de Estado. En realidad el texto es de Sainte-Beuve, si no del propio Hugo, y el régimen corre a su perdición al multiplicar las pruebas de sus esfuerzos por comprar periódicos, administradores y conciencias. El rechazo altivo del «miembro de la Legión de honor» se ilustra con una página entera dedicada a la litografía de su retrato por Devéria: extrema juventud de este dandi de quien no se diría que ya tiene una numerosa progenie, modernidad deslumbrante de la técnica de reproducción, fashion del porte, la vestimenta y la pose: Hugo sirve de insignia para el lanzamiento de la revista.
La anglomanía romántica no se limita a seguir los pasos de Voltaire y Montesquieu y reclamar con Stendhal un auténtico régimen representativo: los artículos sobre Walter Scott apelan a lo maravilloso, que hallan en Shakespeare asociado a la fantasía, ven en Hoffmann el paso de la novela histórica a la novela fantástica y descubren en la fashionable novel al inspirador del giro estético: Byron, poeta maldito, muerto en 1824 al ayudar a la Grecia agonizante.
El papel de Nodier en esta empresa de alegre aceleración del movimiento consiste en multiplicar los breves estudios sobre las fases más críticas de la Revolución francesa y cuestionar el terror que duplica los avances de la historia en ese teatro de la crueldad que constituye la base de lo que bien puede llamarse el utilitarismo burgués y representa su contrapeso si no su antídoto. De ahí la llamada al desarrollo de una «nueva escuela literaria», que se caracterizaría por lo que burlonamente se denomina el «estilo topográfico», a saber, «mezcla entre la poesía y la historia». Cuestión de lugares, emplazamientos y paisajes reales, conceptuales o imaginarios, pero que exigen el recurso a una materia concreta. La pieza indispensable para este ensamblaje es Philarète Chasles, quien imitando a Michaud, venerable historiador de las cruzadas, ensalza ya en el primer número el medioevo y su «industrialismo», cuando tiene lugar «la extraña preparación del complicado drama de la sociedad moderna», aunque sea por la contradicción entre «creencia ideal» y «mofa vulgar y osada» de celebraciones religiosas como la fiesta de los locos y la fiesta del asno, la danza de los muertos o la parodia que ofrece la curia de la justicia. Parece el programa para la novela que Hugo se comprometió a escribir casi un año atrás, alimentado por el artículo de Nodier sobre «las sociedades medievales secretas», donde aparecen gitanos, judíos, templarios, albigenses, masones y demás.
Este tipo de dualidad culmina en la figura del bufón del rey, que aún cojea en Notre-Dame entre Quasimodo y Gringoire, y que saldrá de ella a través del personaje de Triboulet en El rey se divierte, una vez que el siglo XV haya dado paso al XVI. Del desmontaje progresivo de esta antítesis real sale la estirpe de bufones que denuncian toda sublimidad ilusoria, desde la caballería y las rivalidades principescas hasta la decadencia de los grandes, que pasan a ser pobres diablos. Es entonces, en 1829, cuando el romanticismo, al construir la genealogía de los avances del espíritu, denuncia la mentira de los poderes y señala la verdad novelesca: Rabelais, Shakespeare y Cervantes, al inventar a Panurgo, Falstaff o Sancho, trazan el camino que tomarán el Gil Blas de Lesage, el Pangloss de Voltaire y el Fígaro de Beaumarchais, todos ellos filósofos prácticos de la crítica intelectual y social, todos ellos captados «para el cuerpo de una ternura profunda y duradera».
Ese es el tipo de materialismo histórico en el que podría proliferar «el género canalla», con la moda de los «chicos malos» en el París del siglo XVI, de quienes Renduel publica un álbum con los lugares importantes, escuelas de la Universidad y costumbres de la curia, los «misterios» de la Mesa de Mármol del Palacio de Justicia y la proliferación de las casas del rey en las Tournelles, orgías de los truhanes: calabozos, escalas y patíbulos siembran el paisaje parisino con los signos emblemáticos de la fractura social. Una novela de Émile Morice (Une commune - 1468) pone incluso el ejemplo de las insurrecciones flamencas contra los duques de Borgoña para describir el aire burgués de Luis XI, «un tipo de Tours» hábil para alentar en secreto las «pretensiones democráticas, [...] por el odio hacia una nobleza mucho más temible para él que un pueblo sin plan ni jefes». El historiador belga Henri Moke, exacto contemporáneo de Hugo, proporciona al editor Gosselin («que parece aspirar decididamente al monopolio de la novela») toda esa tradición de un país que inventaría la independencia moderna del «león belga» gracias a la libertad de las barricadas de 1830.
La unidad de inspiración cultural y política de esos primeros números de la Revue de Paris culmina con las Réflexions sur la tragédie, de B. Constant. Partiendo del desplazamiento que había realizado Diderot de los «caracteres» a las «condiciones», el célebre orador de la izquierda liberal analiza la transformación de los recursos tradicionales del espectáculo trágico: pasiones y caracteres no bastan ya para el mecanismo de la Fatalidad; la individualidad moderna pone en tela de juicio «la acción de la sociedad tomada en su conjunto»: «Las masas sienten que han alcanzado un rango; quieren verse sobre el escenario, a sí mismas o a sus predecesoras. Los individuos solo son el pretexto, la ocasión, el accesorio». De ahí, como en el prefacio de Cromwell, la liquidación de las unidades de tiempo y de lugar, la apología del «color local» no como adorno o decorado sino como materia misma del historicismo moderno (Guizot, Barante, Thierry), por oposición a los epígonos desencarnados de Voltaire. Esto refleja el «estilo topográfico» de Nodier: la historia entra por fin en posesión de su identidad poética. «Dad la libertad, el genio madurará.»
Este optimismo se equivoca tal vez al ignorar las consecuencias del juego de los caracteres y las pasiones. Henri de Latouche se lanza a través de esta hermosa unanimidad con el paternal Nodier y el oficioso Sainte-Beuve, que ha servido de pez piloto a los progresos de Hugo en el liberalismo, como objetivos. El artículo De la camaradería literaria se refiere a Han de Islandia para descalificar con un malabarismo el estatuto principesco del nuevo Augusto de las Letras: «Igual que ha sonreído a los monstruos saciados de agua de mar y hambrientos de regimientos islandeses, ¿no nos conduce a apasionarnos solo por proezas ejecutadas en la vía pública?». El insulto es tremendo, y Hugo se acordará de él sin duda, asumiéndolo en la novela, lo que resulta más que elegante: el filósofo Gringoire se gana la vida con la fuerza de sus mandíbulas, bajo una pirámide de cajas. Philarète Chasles, que se sintió atacado, reacciona con la réplica Del odio literario, pero el mal ya está hecho; su reseña de Hernani carece de ambigüedades: «Lejos de reformar la tragedia, solamente ha intentado aumentar la fuerza de los medios que había adoptado». Esta «exageración de grandeza» será en adelante la crítica más banal y reiterada. «La individualidad» no había sido omitida ni por Constant ni por Nodier, que sabía tener la mirada puesta en lo que sucedía en el extranjero. Su apología de Werther puede aparecer así como un lamento ante el cariz que toman los acontecimientos en el microcosmos literario. Lejos de un regreso a ese camino trillado de los caracteres y las pasiones llamado psicología, Nodier había encontrado en el héroe de Goethe «el tipo íntegro y esencial del joven de los nuevos siglos», y en ese «libro necesario» «la expresión esperada e infalible de una época social».
Luego de la batalla de Hernani y después de la larga trayectoria de las ediciones de Notre-Dame de París, la carrera de Hugo se divide durante más de una década entre el teatro y la poesía: es ahí donde fijará la figura del héroe romántico, Olympio y Ruy Blas más que Werther. A continuación no habría habido ni Las contemplaciones ni Los miserables si Rabelais y Fausto no se hubieran puesto de acuerdo en torno a 1830 para proporcionar junto a Notre-Dame de París la arquitectura visionaria de una interpretación global de la historia, en la emergencia problemática del individuo moderno.
El Anti-Luis XIV
A la coherencia social y cultural de 1829 que aparece en los primeros números de la Revue de Paris responde la franqueza de la imagen pública del joven creador de la escuela romántica, una imagen que no tardará en ser la de «una especie de joven Luis XIV con botas, espuelas y una fusta en la mano que interviene en todas las cuestiones», y aunque Hugo niegue esa imagen en el prefacio de Las orientales (principios de 1829) no podrá alterarla demasiado. Pero el tema principal del paso a la «edad adulta» —veinticinco años en esa época— es la doble pérdida del poder y de la infancia. En efecto, en una lista de «dramas que tengo que escribir» que data de finales de 1826 o del año 1827, y contemporánea de los primeros esbozos de Notre-Dame, se halla un eco de Cromwell, la primera entrega de Los gemelos (La máscara de hierro, Mazarino, El niño en la cueva del tigre), una «Infancia» de Pedro el Cruel («Hija que sacrifica su honor para salvar a su padre»), una reposición original del Don Carlos ilustrado por Schiller y defendido con inteligencia por Madame de Staël («El hijo luchando con el veneno y el padre que vence al final») y, entre las testas despojadas de corona (Luis XVI, Carlos I y La muerte de Carlos V), una «tragedia romana» sobre Nerón, «retrato de la compleja Roma imperial». ¿Drama o tragedia? ¿Juego de las masas o histrionismo del Destino? Es ahí, en esa ambigüedad descarada, donde se descubre «Luis XI. Su muerte. La gran escena con Olivier le Dain». No será un drama a pesar de la estructura escénica de la obra, ni una tragedia a pesar de la meditación sobre Ananké y la araña. No describirá la Roma imperial ni el origen de la expansión del cristianismo; será la novela de los avatares filosóficos de París en la historia de la civilización, captados cuando se eclipsa la realeza, en vísperas de la Reforma, entre dos eras, dos mundos y dos dinastías. Ello representa una alquimia de la historia, una meditación sobre el nacimiento y la decadencia de los imperios y las familias reinantes, en el momento en que el fracaso del último de los Borbones, Carlos X, daría paso a otra soberanía, como la muerte de Enrique III, último de los Valois, había precedido al absolutismo de Enrique IV.
En este cúmulo de ciclos históricos es evidente que la extraordinaria convergencia política, ideológica y estética del final de la Restauración se lleva a cabo contra un adversario al menos tan simbólico como real: el falso «gran siglo», el absolutismo de Luis XIV y la tragedia raciniana, vaciada de sustancia por los discípulos «clásicos» de Voltaire. Por otro lado, la referencia positiva, que hasta puede considerarse un modelo, resulta idónea: es el joven Corneille de los últimos años de Luis XIII, de la Regencia y de Mazarino, lleno todavía de poesía barroca, testigo de las aventuras siniestras o graciosas de las Frondas, paladín de la libertad creadora, teórico del poema dramático, sediento de virtud teórica y filósofo práctico de las relaciones entre el honor y la gloria, en el momento en que la caída irreversible de los feudalismos y la aspereza de las discrepancias religiosas sitúan en primer plano la creación del individuo moderno, su relación con los poderes y su responsabilidad de conciencia y acción, en definitiva, su «gloria», con la parte fantástica y extraña que conlleva, con el no-yo necesario para que emerja el yo, a fin de que pueda acceder a su «generosidad».
El prefacio de Cromwell en 1827 se situó en la línea de los Discursos de Corneille, como el autor del Cid o Sertorius preparaba el de Hernani o el de Ruy Blas, aprovechando ese «españolismo» ibérico o italiano que también Stendhal y Mérimée usaban en su estética moral. La muerte de la tragedia postraciniana era necesaria para alimentar la tragedia moderna, y esa puede ser la causa de que Gringoire, antihéroe que sirve de hilo conductor para la acción de Notre-Dame de París, tenga un anacrónico «fin trágico»; al no percibir que se había desarrollado una tragedia real con él y en torno a él, solo había podido pasar de los géneros medievales basados en la «moralidad, sotía y farsa» de la Gran Sala del palacio a la creación de obras de un género que aún no guardaba relación alguna con las realidades de la historia, de igual modo que su incapacidad para el amor hacía de Djali, la cabra sabia y mágica, un mero animal de compañía.
Este vigor irónico de lo prosaico responde a varias necesidades. Por un lado, asegura la continuidad entre episodios de una conciencia pequeñoburguesa y mediocremente artística. Por otro lado, el estudiante Jehan Frollo realiza una labor similar de acompañamiento y comentario de la acción, pero dentro del orden tradicional del desenfreno estudiantil, cargado de todo el libertinaje posible. Gringoire escapa a la tragedia tras salvarse in extremis de ser ahorcado por los pordioseros y luego por los hombres del rey. Jehan se convertirá más tarde en el Gavroche de Los miserables; es la infancia sacrificada, pero porque Quasimodo, casi un hermano para Jehan, pues el arcediano lo adoptó con el único fin de asegurarse la salvación, lo estampa contra la catedral y lo arroja al vacío. Se halla ahí la falta sin falta, el arranque original de la maquinaria del destino, el industrialismo del «Caín, ¿qué le has hecho a tu hermano?». Lo cual remite a los tiempos de las guerras civiles, feudales o exteriores y de las epidemias catastróficas, a la práctica de los curanderos y los brujos, a la prostitución institucional, cuando la fe en el Dios salvador ya no basta, cuando la realeza recurre a medidas extremas, cuando la Iglesia aparece más triunfante que militante. En definitiva, a la socialización de la miseria.
Las dos anteriores novelas del joven ultra Hugo se habían internado ya en esta vía. Para Han de Islandia (1823), el sistema de la búsqueda caballeresca defraudada acompaña a la insurrección pacífica de los obreros de las minas de cobre de Noruega. Para Bug-Jargal (1826), el ideal de la emancipación de los negros tropieza con la sangrienta insurrección de la que salió la independencia de Haití, cuyo reconocimiento por parte de Carlos X acaba de desencadenar la primera crisis del reinado. En los dos casos, un ser monstruoso y malvado, Han o Habibrah, comparte con el autor en la inicial el «golpe de H» (o de hacha) que corta las comodidades, conformidades y complacencias de la historia decorativa. Estos personajes satánicos, víctimas y cómplices del mal social, habían convertido en simbólica, de forma más o menos caricaturesca, a la novela que protagonizaban: el poder de atracción de la violencia y del crimen, cargado con todos los recursos de la burla, aleja a esos héroes grotescos y terribles de cualquier especificación psicológica individual; son el símbolo carnal de lo masivo, de la complicación infinita de la perversidad. Son, en cierta manera, ángeles negros de la humillación. Quasimodo será su transfiguración.
La dificultad de ser
Si tenemos en cuenta que todo ello se produce en pleno movimiento de recogida, comparación, crítica e interpretación de los símbolos jurídicos, religiosos y culturales mediante los cuales los pueblos han marcado su progreso legendario, consideraremos la creación mítica de Hugo un esfuerzo no por negar la psicología de los caracteres, sino por revolucionarla con la práctica de llevar esos caracteres al límite. Cuando Amédée Pichot le escribe a Hugo el 27 de octubre de 1828 «se rumorea que está escribiendo una novela [...] Gosselin afirma que hay algo de Scott en usted», no resulta nada claro que Notre-Dame esté iniciada ni que haya sustituido el proyecto de «Muerte de Luis XI». Porque el 14 de octubre, un año después de asistir al espectáculo del aherrojamiento de los presos en el patio de Bicêtre con David d’Angers, Hugo ha empezado a redactar El último día de un condenado a muerte, que vuelve a llevarle a la antesala del penal el 22 y el 23 de octubre de 1828. Con todas las reservas, cabe imaginar incluso que las propuestas de Gosselin fueron decisivas para la metamorfosis del drama en novela, la cual tendría lugar allí, gracias a un prodigioso juego de espejos. Los penados a los que se aherroja en cadena para ponerlos en el camino de Brest o de Tolón tienen sus costumbres, su lengua, sus jerarquías y sus fiestas provocadoras como la sociedad de la gente honrada tiene las suyas, y el espectáculo de los pordioseros imita, remeda, critica y denuncia el falso buen orden del mundo como es debido. Pero el condenado a muerte, ante la mezcolanza de los penados, está solo con su cabeza y su cuerpo, que pronto quedarán separados. Y el vértigo de esa separación, impensable desde dentro, conduce a una especie de aniquilación progresiva del pensamiento que le lleva a cuestionarse cada vez más de forma implícita y objetiva todo el orden, del policía al rey, pasando por el sacerdote. Esta obra fascinante, que inspiró en gran medida a Albert Camus a escribir El extranjero, no es solo una aportación a los numerosos estudios y propuestas de la época para reformar el sistema penal y suprimir la pena de muerte. Michel Foucault, que estudió mucho esa campaña, admiraba el dominio con que Hugo había sabido reunir en su breve novela todos los argumentos de la época. En realidad, no era tanto una novela como lo que antecede a toda novela moderna equilibrada por el soliloquio.
La conciencia humana, torturada por lo que aún no se llamaba el corredor de la muerte y en su estupefacción implacable mediante el simple transcurso del tiempo, presenta por así decirlo tales condiciones de experiencia que forman una imagen sensible del apriorismo kantiano: la desnudez del espacio carcelario y la marca de absoluto que pesa sobre el tiempo de la angustia forman las condiciones, como ante toda experiencia, de las percepciones, sensaciones, sentimientos, ideas, deseos y voluntades enfrentados a lo imposible y lo impensable. Solo queda la posibilidad de la voz interior, de la conciencia del ego que ya no podrá decir «yo», en definitiva, la forma más hiperbólica y filosófica de la unidad de peligro que constituía el alma del teatro de Corneille. Así, la filosofía experimental de los ideólogos herederos y teóricos del empirismo anglosajón desplegado en Francia en torno a Condillac —invalidada por la enseñanza escoto-germano-platónica del ecléctico Victor Cousin— se halla reorientada, probablemente bajo la influencia de Maine de Biran, hacia un cuestionamiento de lo íntimo mediante la tortura. Y es que, si los miserables de Bicêtre ofrecen a los espectadores y al condenado a muerte la burla del horror social, el poeta voyeur que la contempla acompañado de su amigo el artista, que le ha retratado de modo tan puro, no puede evitar sentirse cuestionado: en el mundo de la claridad es el elegido del destino, como el solitario en su celda, sobre su carreta o bajo la cuchilla. Sabe que su mirada al mundo y la sociedad disipa los falsos pretextos, buscando bajo las apariencias «más que las cosas», «todo lo que hay de íntimo en todo», es decir, lo más interior, el origen y la razón de los efectos. Y es la intimidad del yo la que busca y pretende conquistar la intimidad del mundo. Con todos los riesgos de condena, pues no hay yo sin cuerpo, sin imaginación, sin fascinación por la falta. La experiencia de los límites y de los pánicos, de los debilitamientos asintóticos y de los sobresaltos por encima del cero o el infinito, tan característicos del héroe romántico, se relaciona con esta exigencia de conocimiento.
La consecuencia literaria de este encuentro con el penal y la guillotina, que naturaliza el Terror como constitutivo del siglo puesto que la Revolución ha sido irreversible, es que la voz de lo íntimo aleja al monólogo interior del peligro y las bajezas del desahogo. Hay que ser poeta para que la filosofía haga mella en lo real, pero la psicología del novelista vuelve la espalda a las pasiones preconcebidas, a los caracteres dados, a las costumbres clasificadas. El convencionalismo de personajes, o funciones (el estudiante, el autor, el militar, el sacerdote, el juez, el burgués o la bohemia), es válido por su facultad de desaparición y de huida. Sin embargo, en lugar de desaparecer cual marionetas de feria, todos tienen como referencia por un lado la algarabía y por el otro el silencio. En efecto, la novela está construida con préstamos textuales adaptados a la narración, con una amplia y sólida documentación histórica que se hace pintoresca por la combinación de fragmentos. Cada personaje representa claramente su ambiente, pero lleva los signos distintivos del mismo en un eco, con múltiples interferencias y no pocas rayas. Quasimodo, casi mudo, sensible solo a los ultrasonidos, músico del Espíritu Santo, es el único que no participa en ese rumor de la ciudad. Su sordera cuestiona la ceguera de todos; su único ojo registra las triquiñuelas de la exclusión. Su deformidad, adaptada a los ángulos de la catedral casi desde el nacimiento, se funde en el enigmático silencio del edificio, hueca antítesis del alboroto del concurso de muecas que se celebra en la Gran Sala del Palacio de Justicia. Así el poeta es correlativo a la monstruosidad de su héroe, y su escritura virtuosa es análoga a las mímicas del lisiado, igual que la complacencia con la miseria histórica y el horror de las penas medievales asume el sadismo contemporáneo de las épocas en que masas e individuos rivalizan en angustia. Las traducciones o adaptaciones al inglés no se equivocan al titular El jorobado de Notre-Dame la novela de este archipersonaje de «aproximación» que lleva el nombre cristiano del domingo después de Pascua, en que la liturgia celebra la pureza infantil, la regeneración de los pecadores y la metamorfosis del «escollo» en «piedra viva» que espiritualiza todo el edificio de la humanidad. Puede que la influencia de Lamennais no sea ajena a la profunda caridad de esta novela anticlerical que Roma incluyó en el Índice en 1834.
En realidad, el carácter fantástico de Quasimodo se basa en la conjunción de tres elementos. En primer lugar, sus lisiaduras y deformidades lo unifican como monstruo, fuerza de la naturaleza: hombre fallido, o inacabado, apartado de la condición humana, se encuentra de repente naturalmente sobrehumano, y no tiene que transformarse en príncipe encantador, como en la historia de la Bella y la Bestia, para unas reconciliaciones de cuento de hadas. En segundo lugar, fue criado en la catedral, cuyo santuario musical transforma en intimidad, se convierte a través de un cambio total y apocalíptico del interior y del exterior en su genio familiar, en su alma. El principal personaje de esta novela no es la catedral —como se ha dicho en demasiadas ocasiones por razones de comodidad literaria o de conveniencia cultural— ni el campanero jorobado, sino ese extraordinario par formado por la mutua reversibilidad, consigna de ambas mudeces. En tercer lugar, la crónica que con toda probabilidad dio la chispa de vida y el nombre de bautismo al personaje parte de la imagen misma que inspira la animación de la catedral, un texto de Henri Sauval que describe al monstruo nacido en 1578 «el domingo de Quasimodo en Gentilly» (lugar donde Hugo celebró su fiesta de compromiso en 1822), que tenía «en la cabeza una trompa parecida a la de un elefante, de cuya parte inferior salía un cuernecillo»; cabe señalar que en el capítulo la Fiebre (IX, 1), que prepara con las alucinaciones del arcediano la estructura épica de la puesta en escena final, «le pareció que también la iglesia se ponía en movimiento, se animaba, cobraba vida, que cada columna se convertía en una enorme pata que golpeaba el suelo con su ancha espátula de piedra y que la gigantesca catedral era una especie de elefante prodigioso que resoplaba y andaba con los pilares a modo de patas, las dos torres a modo de trompas y el inmenso paño negro a modo de gualdrapa». Aparecen construcciones macizas en movimiento, trompas amenazadoras: el sacerdote condenado proyecta desde la catedral —habitáculo y «centro» de la agilidad de Quasimodo—, en defensas externas y castigos, el fracaso de su sacerdocio, su ciencia y su amor, y quizá el descalabro de su doble paternidad adoptiva.
Las masas de ahí abajo
No cabe duda de que esa imagen del elefante no es un mero detalle. El más fuerte de los animales oculta su potencia bajo un aire carente de gracia, por no decir torpe o estrambótico. Aparece como un resto de los tiempos primitivos, comparable a esa jirafa, regalo del bajá de Egipto, cuya llegada a París en 1827 suscitó gran entusiasmo. Mucho más tarde, la novela Los miserables desarrollará esa contradicción: en el elefante de la Bastilla, que ha permanecido en estado de maqueta y se está deteriorando, opera la creatividad de Gavroche y la bondad que le lleva a dejar de ser hermano para volverse padre. Ese «esqueleto grandioso de una idea de Napoleón», «miembro del Instituto, general en jefe del ejército de Egipto», que aparece como «una especie de símbolo de la fuerza popular» en contraposición con la Columna de Julio, calificada de «cañón de chimenea», «hijo de una revolución abortada», nos remite al sueño oriental, al vértigo de saber y poder desencadenado por la necesidad estratégica de amenazar a Inglaterra en su conquista asiática. Con el recuerdo de Aníbal, que llegó casi hasta Roma procedente de Cartago, y de Bonaparte, que incorporó un ejército de sabios a su expedición contra el imperialismo de Gran Bretaña, que no tardaría en triunfar, se plantea toda la cuestión de la competencia entre civilizaciones: al sometimiento del mundo a las potencias occidentales se le añade una especie de retorno a las fuentes orientales de la epopeya humana. Si la Ilíada y la Eneida avalan la fábula de un origen troyano de la monarquía franca, el episodio de Dido sitúa en Fenicia, puerta del Asia profunda, la causa de los conflictos que se disputan a orillas del Mediterráneo, desde los de la independencia griega hasta los de los puertos de los piratas berberiscos. Mientras, Champollion, al descifrar los jeroglíficos, abre todo el trasfondo de nuestra cultura y los ingleses amplían en las Indias las conquistas de Alejandro Magno.
Una parte de las notas tomadas por Hugo para Notre-Dame de París se halla muy mezclada con otros apuntes, bastante abundantes, relativos a la geografía humana de los países de la cuenca mediterránea, y entre las pocas direcciones que figuran en esos manuscritos, la de James Auguste Saint-John, arabizante, indianizante, polígrafo de curiosidades enciclopédicas, atestigua, como la de Lamennais, o la del director de la Biblioteca personal del rey, un interés por la documentación y la información que no deja de relacionar los problemas del momento con los orígenes de los pueblos y las sociedades. Aunque aún no ha sido posible identificar las obras de que se sirvió Hugo para la parte alquímica o hermética de su novela, al margen de algunos préstamos textuales tomados de Sauval, es probable que conociese para la parte arquitectónica la enorme publicación de Louis-Matthieu Langlès, Monuments anciens et modernes de l’Indoustan (1812-1821, 144 grabados), que abunda en reproducciones de elefantes, y es posible que el misterioso «templo de Eklinga», es decir, del lingam único, figuración sexual de Siva, sea el de Elefanta.
En espera de que la investigación identifique las fuentes y las referencias de ese orientalismo más o menos masónico, heredero de la gnosis alejandrina, podríamos perder en los laberintos de esas construcciones piranesianas, en los juegos del vacío a través de las masas, del día entre la sombra y de la angustia ante las fisuras de la tradición, el hilo de la meditación solitaria, la interrogación sobre uno mismo. De 1821 a 1828, las ediciones sucesivamente recompuestas de las Odas (y Baladas) acaban constituyendo una periodicidad en doble espiral. Tres libros de odas escritos entre 1818 y 1828 componen los fastos e infortunios de la legitimidad en torno a los compromisos del joven poeta, y los integran según un proceso de reconocimiento de Bonaparte que la presencia de Chateaubriand y de Lamartine acompaña en el orden de la genialidad. El cuarto libro recupera esa cronología (1819-1827) para producir los frutos de esa vocación con doble espiritualidad virtuosa de la Musa y de Dios. Un último libro retoma la sucesión de los años (1819-1829) en el orden del lirismo personal, los primeros amores, la vida íntima, donde parece acabar agotándose el yo al haberse encontrado en su historia, «olvidando, olvidado» en los «Sueños» del último verso. El libro de las Baladas desprende así del período de 1823 a 1828 todo lo que pertenece a lo fantástico del mundo, desde las hadas y los duendes hasta las costumbres de la Edad Media. El último poema, diálogo entre el Hada y la Peri, rivaliza con el «Rey de los Alisos» de Goethe para abrir a la infancia en riesgo de agonía un Diván de Oriente y Occidente muy distinto. Tras el necesario adiós a la infancia, Las orientales sitúan la edad adulta bajo la doble y dialéctica iluminación de la Edad Media y de Oriente, que el arraigo hispánico convierte en fraternidad de la catedral y de la mezquita en la Ciudad, y en actualidad de los mitos originales con el exotismo más ardiente.
El prefacio de Las orientales, que data de enero de 1829, contemporáneo de la lucha iniciada con El último día de un condenado a muerte, solo sitúa el libro de poemas bajo el signo de la mezquita para esbozar mejor, en una serie de denegaciones irónicas, la «obra», el «conjunto de obras», el «esbozo informe» de un balance provisional cuyo carácter programático no disimula: la «catedral gótica», el «teatro», el «repugnante patíbulo» denotan las Odas y Baladas, Cromwell y El último día, pero las reúnen como recurso de un proyecto poético y crítico cuya metáfora de la Ciudad indica el sentido histórico y social. «Desear para Francia una literatura que pueda compararse con una ciudad de la Edad Media», exponiéndose a las críticas de «desorden, profusión, extravagancia, mal gusto», lleva a considerar a Oriente un equivalente, «otro mar de poesía», de las antigüedades francesas. Se trata efectivamente de originar la modernidad del 1830, que se aproxima en un desplazamiento radical de la reflexión y de la cultura: «Hasta ahora hemos visto demasiado la época moderna en el siglo de Luis XIV y la antigüedad en Roma y Grecia: ¿no veríamos desde más arriba y más lejos estudiando la Era Moderna en la Edad Media y la Antigüedad en Oriente?». A esta decisión estratégica responde Notre-Dame de París, una vez que la «ciudad española» de Hernani ha situado el fracaso del sueño imperial en el nacimiento mismo del triunfo de Carlos V, y eludido la prohibición de Marion Delorme, que, en agosto de 1829, se refería, como Vigny, con la figura de Richelieu, a los orígenes inmediatos del absolutismo del rey Luis XIV.
Babel, Él y ellos
«Desde más arriba y más lejos»: es la tentación de Babel, el gigantismo y el ascenso, la comunidad y unidad de los hombres. Esta novela de la Fatalidad se adueña de la invención de la imprenta y hace de la prensa «la segunda torre de Babel del género humano», una empresa no de orgullo y corrupción ciudadana tal como afirma la interpretación culpabilizadora de la tradición bíblica, sino de liberación y diferenciación. Es la invención de las lenguas como lenguas, como aptitud para el trabajo y para la transformación del mundo. Pero el primer poema de Las orientales, «El fuego del cielo», hace de Babel la cómplice de Sodoma y Gomorra, civilizaciones malditas por idolatrar el goce, y desaparecidas bajo el mar Muerto. En el otro extremo del libro, los dos poemas dedicados a Napoleón se unen bajo el signo de sus epígrafes: «Grande como el mundo» y «Yo era gigante entonces, y medía cien codos de estatura», pero se trata tanto en un caso como en el otro de un muerto, de un espectro en torno al cual —Bounaberdi visto por el árabe— el desierto y el mar forman el espacio indistinto del futuro, mientras que —Napoleón visto por el poeta— toda belleza y todo mito se reúnen, como la gran Grecia mística en torno al Vesubio:
Toujours Napoléon, éblouissant et sombre,
Sur le seuil du siècle est debout.*
El orientalismo de esas miradas cruzadas constituye, pues, una especie de espacio vacío, inicial e iniciático, abandonado por el hundimiento del Imperio, pero imantado por la epopeya fulgurante de la Gran Nación, tendido por esa retirada. Existe ahí una especie de equivalente de una teología negativa, una divinización de la noción de siglo que, ante la fuga infinita de lo perpetuo «más grande», solo puede afirmar —de manera polémica y crítica— lo que el romanticismo no es. Seguramente la seducción que el Islam ejerció en varios de los tenientes de Napoleón no es ajena a la visión de Bonaparte como «Mahoma de Occidente», y el sueño de la ciudad española se arraiga en la nostalgia de la civilización hispanomorisca, desde la época legendaria del Cid hasta el milagro de Granada, cuya caída, en 1492, había sido contemporánea de la expulsión de los judíos de España y del descubrimiento de América.
Así, en los dos extremos de Europa, España y Grecia, la cuestión oriental abordaba un problema planetario, madurado desde la India profunda hasta la inmensa posibilidad americana. Gracias a Cromwell y la revolución británica del siglo XVII Hugo pudo esbozar en «Fragmento de historia» una geopolítica que seguiría desarrollando quince años después con El Rin y haría del «vizconde Hugo» un par de Francia. Es fácil entender que a medida que se aproximaba 1830 la maduración del proyecto primero dramático y luego novelesco de la muerte de Luis XI, convertido en Notre-Dame de París, requiriese aplazamientos que no agradaran mucho al editor. Tenemos, seguramente, una obra cuya construcción y meditación se extienden a lo largo de casi cuatro años, work in progress que se adapta a su tiempo, el cual, como el tiempo de su acción, supone un brusco giro de la historia al que se suma una tragedia personal.
No insistiremos en el dolor de una ruptura de pareja, del amigo que ronda a tu mujer quizá porque le fascinas: la asiduidad de Sainte-Beuve junto a Adèle Hugo, embarazada, debió triunfar una vez finalizada la novela, más de cuatro meses después del nacimiento de la otra Adèle, el día de San Bartolomé de 1830. La pareja no se rehízo; estallaron los celos y la violencia. La figura de Frollo, clérigo excluido del amor, resulta aún más siniestra porque no es el resultado de esos celos y esa violencia, sino la aprensión y la tentación que pretende conjurar la desdicha íntima y el fracaso intelectual. Ese tiempo vacío posee cierta analogía con el campo magnético de la historia del siglo, cuya formación acabamos de describir. El último año de Luis XI, hora decisiva entre el siglo XV y el XVI, entre la Edad Media acabada y el Renacimiento que aún no ha bebido de sus fuentes italianas, ofrece a este vértigo del vacío una abundancia documental de la que se ha identificado lo esencial hace un siglo, aunque, a falta de atención al contexto, sin entender su inflexión. Entre el final de la guerra de los Cien Años y el comienzo de las guerras de Italia, entre la retirada de los ingleses y la llegada de los impresores y artistas desde Alemania o desde el otro lado de las montañas, el reinado de Luis XI consistió sobre todo en negociar la sumisión y sofocar la rebelión de los príncipes de sangre y otros grandes señores feudales, unificar el país en torno a una monarquía preocupada por la seguridad social y económica, y obrar con astucia, tanto fuera como dentro, contra el poder inglés o germánico, en definitiva, en reunir en torno a París y a Tours los elementos de una nación. Pero si el Tratado de Arras —que prevé el matrimonio del delfín con la hija heredera de Flandes y de la casa de Austria, y que será incumplido— marca el apogeo del reinado, anuncia también el fin del mismo: el rey sufre crisis paralizantes que le dejan al borde de la tumba, a la que desciende el 30 de agosto de 1483.
Los que están entre dos mundos
Mély-Janin retoma el tema del Quentin Durward, de Walter Scott, y representa a principios de 1827 un Louis XI à Péronne, es decir, en el peor momento de su sometimiento ante el duque de Borgoña. Hugo, al restituirlo a la novela, responde retratándolo en la conjunción del triunfo y de la muerte, como figura enigmática del destino de los hombres, los pueblos y la civilización. Al principio la documentación es elemental: es la Biografía universal de los hermanos Michaud la que le proporciona sus primeros elementos y le indica una bibliografía sucinta, aunque voluminosa. Si la Crónica, tildada sin razón aparente de «escandalosa» y que Michaud atribuye a un desconocido «Jean de Troyes», proporciona año tras año un escalonamiento vivo y claro de los acontecimientos significativos, el libro del padre Du Breul, Théâtre des Antiquités de Paris (1612), supera las mil trescientas páginas; Histoire et Recherche des Antiquités de la Ville de Paris (1724), de Sauval, en tres volúmenes, suma más de dos mil, infolio, con algunas repeticiones que permiten a Hugo llamarla farragosa. Leyendo con atención esas obras nos damos cuenta de que rehacemos paso a paso la lectura íntegra que Hugo había hecho: la cantidad y continuidad de los préstamos excluyen la posibilidad de que se limitara a hojearlas, aunque nos preguntamos cuándo pudo hallar ese trabajador incansable, hombre de mundo y atento padre de familia el tiempo necesario para semejante pillaje. Como bien vio el admirable Edmond Huguet, primero en censar esas fuentes, hay pocas páginas de Notre-Dame que no estén en deuda con ese conjunto documental. Cabría añadir que no es posible leer cinco páginas sin hallar un detalle e incluso un desarrollo de la novela o de la sucesiva obra de Hugo, como la calle del Hombre Armado, esencial en la tragedia que vive Jean Valjean en Los miserables, marcada en Sauval con el sello de la Fatalidad por haber reunido algunas de las más ilustres caídas. Sin embargo, puesto que Hugo guarda para su memoria pensativa el secreto de esta elección funesta, no carece de utilidad en cuanto a Notre-Dame prestar atención a las distintas facetas de los fragmentos de documentación trasplantados a la novela.
En primer lugar, identificar y caracterizar a los autores, a los que Hugo se muestra más atentamente fiel de lo que suele creerse. La anónima Crónica «escrita por un secretario del Ayuntamiento de París», que Corrozet (según el biógrafo Michaud) atribuyó en tiempos anteriores a «Jean de Troyes», se considera ahora obra de un tal Jehan de Roye, el cual aparece designado, en la misma Crónica, como «secretario de monseñor el duque de Borbón y guardia de dicha casa de Borbón», en el año 1478. Por lo tanto, esa Histoire de Louis onzième es obra de un contemporáneo, testigo y agente de la historia feudal, apologista de la política real, que atribuye a «algunos personajes [...] como Olivier le Dain» las «injusticias, males y violencias» de Luis XI, el cual «había puesto a su pueblo tan abajo que el día de su fallecimiento estaba casi desesperado: pues los bienes que tomaba de su pueblo los daba y distribuía a las iglesias, en grandes pensiones, embajadas y gentes de bajo estado y condición». Pero esta posición ambigua que bien puede hallar cierta irónica complicidad en un Hugo en tránsito desde sus posiciones ultra hacia la seducción liberal concuerda sobre todo con una especial atención a las costumbres: el editor de las Mémoires relatifs à l’Histoire de France afirma que «tal vez ninguna otra obra da a conocer mejor París tal como era a finales del siglo XV». El personaje colectivo de la Ciudad y del pueblo, que esboza en Notre-Dame la historia de la opinión y las mentalidades, es, en su origen, tan importante como la figura del rey entre su Bastilla y la decoración de Saint-Paul, y la función del cardenal de Borbón en la Gran Sala, rodeado de sus partidarios, tiene todas las posibilidades de ser aún más emblemática que satírica o caricaturesca.
El padre Jacques Du Breul, por su parte, es un monje de la abadía de Saint-Germain-des-Prés, archivero e historiador concienzudo, que da a su equipo de informadores lo que le debe. A través de él, y no mediante una visita a la biblioteca del arzobispado, Hugo tiene conocimiento del Gran y del Pequeño Pastoral, así como del famoso Libro Negro (por el color de su cubierta), comunicados por el deán del cabildo de la catedral gracias al apoyo del presidente de la comuna de Thou, quien había cumplido una función importante en la transmisión de la corona de los Valois a los Borbones, de Enrique III a Enrique IV. El Théâtre des Antiquités está dedicado a Francisco de Borbón, príncipe de Conti, sobrino del cardenal Carlos de Borbón como Enrique IV, que la Liga había intentado convertir en su rey de Francia y al que Du Breul había seguido durante veintiséis años. De ahí el comentario divertido y resignado de Hugo sobre esa genealogía de cardenales acomodaticios y oportunistas que tan bien sirvieron a la elevación de su familia. Sin embargo, si Du Breul reconoce que «los príncipes son pequeños dioses en la tierra», lo hace para exhortarlos mejor a «imitar las acciones de Aquel que es el único con mando absoluto». Toda la orientación de su libro es tan religiosa como histórica o política, en consonancia con la genealogía espiritual que desciende de San Luis, «ese gran y maravilloso árbol». El plan del libro arraiga, pues, en la Ciudad, donde la situación frente a frente de catedral y palacio se funde en la Sainte-Chapelle, echa sus brotes en la orilla izquierda con la Universidad, que solo depende de la Iglesia, se difunde por la derecha en el comercio de la Villa y se extiende extramuros entre las «costuras» de las abadías, que llevan a la descripción de la diócesis rural. Du Breul, universitario de formación, religioso de profesión y «servidor» de los Borbones, hace un recuento de los sucesivos «disturbios de la Universidad» que de San Luis a Luis XII, de 1229 a 1498, no dejaron de enfrentar a los estudiantes con la «gente del rey», los monjes de Saint-Germain que reivindicaban la propiedad del Pré y los eternos «burgueses». La tripartición de París, que honra sus armas con «la bella nave de una gran República» es, pues, tan fisiológica como geográfica e institucional; corresponde al funcionamiento de los poderes, encarna sus órganos en una dinámica viva. El plan de exposición escogido por Du Breul aleja la historia de la crónica y la orienta según un monarquismo cristiano cuyo providencialismo prudente prefigura el nacimiento de las filosofías de la historia.
Muy distinto es el punto de vista de Henri Sauval, abogado en el Parlamento, quien falleció hacia 1672 dejando una obra considerable tras de sí, que no fue más o menos ordenada y luego por fin publicada hasta 1724. Sauval había obtenido de Fouquet el acceso a los antiguos archivos de la Corona de Francia y a la comunicación de las cuentas del prebostazgo y del ordinario del rey, cuya relación detallada serviría para documentar su tercer volumen, pero tras la caída del superintendente no obtuvo de Colbert ninguna de las ayudas solicitadas. Tal vez sus críticas acerca de la credulidad de Du Breul no estén exentas de antiborbonismo, hasta el punto de que el plácido padre puede parecer a posteriori responsable de la evolución burocrática de la monarquía de Luis XIV. Ya se deba al propio Sauval; a Rousseau, su sucesor; a las circunstancias de su publicación, el final de la Regencia, tres años después de las Cartas persas; o bien a la apariencia aleatoria del plan, un espíritu de libertad crítica, atento a la convivencia de esplendores y abusos, recorre Histoire et Recherches, una obra que puede calificarse de teatral. Y es que el desorden del primer volumen, que celebra las ampliaciones del París moderno, no hace sino reflejar en la red de vías y medios de circulación la aceleración del progreso y la urgencia de lo social. En el corazón de este dispositivo, a través de muelles y alcantarillas, se encuentra la miseria urbana, el vaivén de los mendigos, la antisocial «Corte de los Milagros», que desborda la vieja misión de asistencia de la Iglesia, y la inmigración asombrosa de «esas miserables y deformes criaturas a las que denominamos egipcias». De ahí la celebración de la «gran obra de encierro de los pobres» en el «hospital general» (1656-1659), que despeja el camino a la toma de poder de Luis XIV y a la limpieza del urbanismo y del arte clásico. Es ahí donde Michel Foucault centra su Historia de la locura, cuando Sauval ve una ocasión de redistribuir la descripción de los centros de la modernidad, es decir, plazas, mercados y ferias.
El segundo volumen obedece en realidad al mismo orden del desorden, o de la fantasía satírica. Comenzando por la monumentalidad de la ciudad para animar a continuación la historia de las fiestas y los espectáculos, Sauval dedica un considerable capítulo central a la historia repetida sin cesar de la expulsión de los judíos «y otros» con una crueldad de archivos que está a la altura de la cuestión: es el paso a la descripción minuciosa de los lugares de ejecución y las modalidades atroces de esta, el momento de la inevitable piedad; frente a la catedral y los palacios, aquello que el prefacio de Las orientales llama el patíbulo, con toda referencia a la Cruz, o a su ausencia.
La obra acaba con una especie de regresión, un retroceso a las fiestas populares, los torneos, los ritos y símbolos de la caballería, la capa de san Martín y la oriflama de san Daniel, como si ese trabajo de la época de la Fronda, continuado al margen del «siglo de Luis XIV», publicado en el nacimiento de las Luces, trazara la vía de la estética de los trovadores que hizo resurgir durante la Restauración las prácticas regresivas del prerromanticismo antes de la rebelión histórica y medievalista de la época 1830.
Inicio de la obra
El resto de la documentación identificada por el momento puede resumirse en Commynes, memorialista más que historiador, que presenta la ventaja de una mirada tanto de protagonista como de testigo, y la unidad concisa de una escritura de época que esté a la altura de una narración novelesca. Las pocas notas tomadas por Hugo que han llegado hasta nosotros parecen indicar que los primeros «extractos», en su mayoría perdidos, se mezclaron con fuentes, curiosidades y aplicaciones diversas, y luego se transcribieron fragmentados cada vez para la composición de un capítulo, con ínfimos detalles que en ocasiones sugieren un parentesco secreto o discreto entre dos pasajes de esa obra en que el objetivo simbólico se oculta cuanto más se exhibe... El manuscrito a partir del cual se efectuó la impresión es una versión en limpio donde el trabajo de cada día, identificable gracias a la indicación de algunas fechas y al trazo que lo puntúa, con toda probabilidad revisado y completado en la relectura del día siguiente, ha permitido seguir, a partir del plan primitivo y de sus modificaciones, el desarrollo de una obra donde escritura y estrategia se inventan a medida que progresa, en un enclaustramiento de cinco meses. Esta labor, ya no proyecto sino casi descubrimiento de Notre-Dame de París, muy condicionado por el tipo de lectura que Hugo podía hacer o rehacer en 1830, después de julio, de su documentación, está marcado por algunos golpes de genialidad fulgurantes, que imponen la interpretación. Pero, para acabar con el carácter histórico y político de la inmersión documental, para no perder de vista nuestra propia actualidad y para comprender cómo madura el Hugo de la Monarquía de Julio en la apertura política la inquietud por la miseria social, bastará señalar, con el autor de la «Crónica escandalosa», que en 1467 Luis XI había hecho de París asilo, es decir, villa franca, abierta a toda la chusma, para repoblarla después de los estragos de las guerras y epidemias, y recordar, con Sauval, que la alternancia de las expulsiones de judíos y de su readmisión tuvo como principal función hacerles acumular una riqueza fácil de confiscar: esos historiadores de la monarquía francesa no olvidaban la influencia económica de su largo establecimiento. La fuerza «sobrehumana» de Quasimodo pertenece tanto al interés de la era industrial por la fuerza de trabajo de las masas como a la amplificación épica que sería demasiado fácil atribuir a la «exageración». Del mismo modo, las multas que alimentan el ordinario del rey en las cuentas del prebostazgo no tienen como único objeto novelesco un color de época, en el momento en que Francia está aún durante mucho tiempo más cerca de sus «sueldos» que de los submúltiplos del franco Germinal: la policía de la moral no carece de virtud fiscal y presupuestaria.
El plan primitivo quizá esté más alejado de la novela final de lo que se creía: no hay rastro de la Gran Sala, de la «moralidad, sotía y farsa» de Gringoire ni del cardenal de Borbón. El «arcediano» no tiene más nombre que «el sordomudo». El guión indica someramente la práctica totalidad de la materia dramatúrgica:
– Las muecas.
– La tentativa de rapto.
– La Corte de los Milagros.
– Gringoire, Esmeralda, la cabra.
– La picota.
– El apresamiento como bruja.
– La reclusa.
– Las tentaciones del arcediano.
– El juicio de la bruja y la cabra.
– La condena.
– Retractación pública ante el pórtico.
– El asilo.
– Amor del arcediano y del sordomudo.
– Los truhanes. Asalto a la iglesia.
– Desprecio del sordomudo.
– Luis XI. Que se cobren impuestos al pueblo y se ahorque a la egipcia.
Incluido el desenlace actual:
– La reclusa.
– El zapatito.
– Reconocimiento.
– Llegada de los alguaciles.
– El sordomudo y el arcediano en lo alto de la torre.
– Conclusión. Sótano de Montfaucon.
Entre los dos, se halla la idea primordial y teatral:
– Pide gracia a Luis XI. Cómo voy a perdonar cuando no puedo perdonarme a mí mismo.
Olivier le Dain y Luis XI. Gran escena.
Pero situada no en París, sino en la Bastilla: nos hemos desplazado al castillo de Plessis-du-Parc-les-Tours, residencia favorita del soberano; Esmeralda está detenida en París en una «jaula de hierro», lo cual supera todos los límites de la verosimilitud. Sin embargo, la imitación de Walter Scott y de su Quentin Durward, donde se viaja de Plessis a Péronne, contamina todo ese vientre del proyecto inicial: salvoconducto dado a Gringoire por el rey de los truhanes para introducirle ante Coppenole, arqueros (escoceses, evidentemente), todo ello seguido de la evasión de Esmeralda con la ropa de Gringoire, en quien las matronas no encuentran, claro está, ninguna señal de embarazo, lo que le conduce, con la cabra, al patíbulo de la Grève. Libre entre sus congéneres egipcios, Esmeralda podía negarse una última vez al sacerdote y sucumbir a la fatalidad del reconocimiento maternal.
Es evidente que este color melodramático heredado de la novela sentimental, la novela negra y la novela histórica, lleno de exterioridades y excrecencias aún más indiscretas que barrocas, condenaba a la novela a la dispersión y al artificio. La cuestión del poder resultaba estrechamente dependiente de la muerte próxima del rey, un elemento de tragedia bastante pobre. De forma paradójica, es la introducción de un nuevo personaje lo que va a ligar la novela mediante el recurso de los celos. Una añadidura marginal al plan primitivo, que puede datarse de forma verosímil el 23 de septiembre de 1830, establece la rivalidad, el amor y la huida trágica de los sentimientos:
– Phoebus de Châteaupers y el arcediano.
– Phoebus y Esmeralda.
– Phoebus, Esmeralda, el arcediano.
Esta decisión, tachada enseguida, conlleva un resurgimiento esencial:
– Historia de Quasimodo y de Matifas.
– Al día siguiente llevan a Quasimodo ante el preboste. ¡A la picota!
– La reclusa.
– La picota.
Avances de los retrocesos
El sordomudo ha hallado su nombre, aunque se ignore a qué corresponde este Matifas, calcado en Sauval de Simon de Matiphas de Buci (en griego: «que habla en vano»), obispo de finales del siglo XIII, y las indicaciones que siguen no solo se refieren al actual libro VII, sino que inventan, entre el arcediano y Phoebus, el personaje de Jehan Frollo. Tras un solo mes de intensa redacción, Hugo apunta a este entorno de hombres cuya principal función es condicionar y determinar el personaje del cura maldito. Hasta entonces, el joven estudiante no era más que un Joannes de Molendino o Jean del Molino, sin «h» y sin vínculo de parentesco con el arcediano. Se podría entrar en detalles sobre esa relación que provoca el cambio del nombre, como si fuese necesario comprender que el estudiante es de los que piensan «dame pan y dime tonto». Más siniestra es la referencia documental: al final de su tercer volumen, Sauval menciona a un tal Jehan Frollo, auditor del Châtelet, juzgado en rebeldía en 1539 por el homicidio de un alguacil: se decreta su apresamiento y se le condena a la retractación pública en el atrio del tribunal, a ser arrastrado hasta la casa de su víctima para que le amputen la mano, a ser decapitado y a que su cuerpo sea colgado en la picota. Todo ello «en efigie», o sea, representado por un pelele. La atrocidad de las viejas penas se realzaba con el espectáculo y se moderaba con una huida fácil. En cuanto a nuestro Jehan, aparece aquí como el artífice de la «escena nocturna» que sitúa al arcediano entre Phoebus y la gitana en un arrebato de voyerismo criminal cuya justificación va a obligar a reescribir los primeros capítulos: el enlace de los actuales libros VI y VII acarrea la redacción del sexto, que podría titularse «iconografía de una pareja», la del hombre-cerebro y el hombre-bruto, el amo y el esclavo, Fausto y Mefisto.
La necesidad de intriga que lleva a abordar en el libro VI la procedencia de la Sachette, muchacha de vida alegre antes conocida como Paquette la Chantefleurie, nacida en Reims, bastaría para justificar que la narración se remontara al pasado también en el caso del sacerdote. De esa forma, resultaría evidente para el lector la suerte común de Quasimodo y Esmeralda. Sin embargo, volver a Reims (y a los recuerdos personales de la consagración de 1825 y la campaña para la salvaguarda de los monumentos franceses) haciendo abstracción de la catedral es —aunque solo sea por la enigmática expedición del pequeño monstruo de un arzobispo a otro— hacer de la catedral de París, donde fue coronado Napoleón, el destino supremo de la historia monumental, religiosa y sobre todo política. La vuelta atrás en cuanto a la intriga, la biografía de los personajes y la historia medieval y moderna derivada de la redacción del libro VI da origen a todo un programa verdaderamente arqueológico: Hugo lo comenta el 4 de octubre a su editor Gosselin, que rechaza tres días más tarde cualquier aumento de volumen... y de remuneración. De resultas de ello, la primera edición (marzo de 1831) ofrece una novela incompleta. Los capítulos reservados harán de la «octava» (diciembre de 1832) la primera íntegra. Pero de momento Hugo se siente libre de modificar su plan a su antojo. El 9 de octubre escribe las primeras páginas del capítulo «Notre-Dame» (III, 1), y luego interrumpe la redacción durante una semana, que tal vez puede considerarse la del verdadero arraigo de la novela en la historia, ese «encaje en Homero» destinado a superar a Walter Scott proponiendo a la conciencia nacional francesa el fundamento de una epopeya de una modernidad radical.
Se observará que ese sábado 9 de octubre de 1830 en el que Hugo comienza la redacción del capítulo «Notre-Dame» no es tan solo la víspera, o la vigilia, de la única semana en que la labor novelesca guarda silencio, sino también la fecha de uno de los dos únicos poemas catalogados en la obra para este período de cinco meses de trabajos forzados, y que ese poema no es otro que el segundo «A la columna», que se situará, en 1835, a la cabeza de Los cantos del crepúsculo, justo después del «Preludio» y el famoso poema «A la joven Francia», que había marcado la adhesión de Hugo a la Monarquía de Julio. Con fecha del 10 de agosto, tal vez en relación con la jornada revolucionaria que había asistido en 1792 a la caída de Luis XVI, esta proclamación en forma de orden del día «a las tres escuelas», es decir, a los futuros dirigentes de la nación, impregnada de cristianismo reformista, solo aparecerá cinco años más tarde en concepto de archivo, de monumento justificante «Dictado después de julio de 1830»: Hugo no habrá sido el nuevo Bonaparte de la juventud, y su cristianismo social habrá caído en el naufragio de la empresa de La Mennais. Pero la fecha asignada al poema siguiente, el 9 de octubre de 1830, produciría escepticismo en cuanto a su sinceridad (¡componer 240 versos en un día!), si uno de los posibles títulos, «Oda a la Columna n.º 2», no se encontrase relacionado de manera explícita con la primera «Oda a la Columna», la de 1827, que marcaba la adhesión del poeta antes ultra al auge del liberalismo, a través de la nota relacionada con la publicación en la prensa, «Ver los Debates del 9 de febrero». En ambos casos se trata de la columna de la plaza Vendôme, hecha con el bronce de los cañones enemigos pero sobre el modelo de la columna Trajana en Roma. La cámara de los diputados acababa de rechazar (el 2 de octubre y no el 7 como indica Hugo, por error o para marcar el arrebato de furia del poema) el traslado de las cenizas de Napoleón y su solemne instalación en el pedestal del monumento. Tanto si el poema se llevó a cabo efectivamente a la vez que el final del libro VI de la novela, es decir, del 3 al 9 de octubre, como si Hugo dedicó la semana del 9 al 15 a escribirlo antes de acabar la redacción del capítulo «Notre-Dame», la coincidencia de monumentalidades entre la columna, la catedral y la obra misma que se erige es demasiado llamativa para pasar a la cuenta de pérdidas y ganancias, o de casualidades insignificantes.
Se desencadena el sarcasmo contra esos «trescientos abogados», esos «Demóstenes jadeantes», esos perros codiciosos de puestos y de títulos:
Tout en vous partageant l’empire d’Alexandre
Vous avez peur d’une ombre et peur d’un peu de cendre:
Oh! vous êtes petits!*
El desdén por el parlamentarismo burgués lleva a descartar el riesgo de cesarismo y asociar la gloria imperial con la libertad de la auténtica democracia:
Encore si c’était crainte austère!
Si c’était l’âpre liberté
Qui d’une cendre militaire
N’ose ensemencer la cité —
[...]
La Gloire...
N’est plus armée et couronnée
[...]
Et n’a plus rien dont s’épouvante
La Liberté, sa grande soeur!*
Es ahí donde germina la imagen, la idea, heredada del gran monólogo de Hernani, don Carlos en la tumba de Carlomagno en Aquisgrán:
Et toi, colonne! un jour, descendu sous ta base,
Le pèlerin pensif, contemplant en extase
Ce débris surhumain,
Serait venu peser, à genoux sur la pierre,
Ce qu’un Napoléon peut laisser de poussière
Dans le creux de la main.*
En la inmediata decepción con la Monarquía de Julio y sus parlamentarios —que iban a enterrar su veleidad de abolir la pena de muerte en cuanto los ministros de Carlos X no tuviesen ya nada que temer—, la meditación no tanto sobre la vanidad de las grandezas de la institución como sobre la fecundidad desde el punto de vista de la muerte pasa de ser una tradición triunfal a un sórdido osario. El «pilar» de la plaza Vendôme es sustituido por los pilares de Montfaucon, la «base» de la columna es sustituida por el pedestal que hace la función de sótano-osario, el «polvo» del jefe supremo es sustituido por el del sordomudo.
Así pues, puede considerarse que Quasimodo se inventa y se desarrolla en el lugar que ha dejado vacío el Genio, cuya figura histórica ha sido Napoleón. La retirada de ese Genio proporciona a los nuevos tiempos la libertad de inventar el futuro. El poema acaba con la promesa de la devolución de las cenizas —que se realiza en 1840 y que Hugo solemniza entonces—, pero dentro de una temática de la universalidad en la que se asocian los símbolos del diálogo entre el poeta y las masas:
Nous y convierons tout, Europe, Afrique, Asie!
Et nous t’amènerons la jeune poésie
Chantant la jeune liberté
[...]
Tu seras bien chez nous!
[...]
Sous ces pavés vivants qui grondent et qui s’amassent,
Où roulent les canons, où les légions passent —
Le peuple est une mer aussi
[...]
Qui ne laissera pas regretter à ton ombre
Le murmure de l’Océan.*
Dicho de otro modo, el pueblo es la naturaleza de la historia, pero solo se le percibe en sus motines o insurrecciones, e incluso en sus trágicos errores, y puede ser un «torpe amigo» de la belleza, la alegría y la libertad, como Quasimodo puede serlo de Esmeralda. Es más sustancia que forma, más masa que número, más movimiento que dirección. De ahí la asociación imprescindible del pueblo y el pensador. Esta función de heraldo de los humildes es seguramente la justificación del poeta, pero también la condición que le hace poeta: lo sagrado viene de los «vándalos», y su ruina del academicismo erudito de las arquitecturas. Todo el capítulo «Notre-Dame», que sondea las sucesivas y conjugadas destrucciones del tiempo, las revoluciones y las «restauraciones», conduce a la afirmación de la unidad, permanencia e identidad de la catedral, cuya metáfora vegetal establece cierta filosofía de la vida de los pueblos: «El tronco del árbol es inmutable, la vegetación es caprichosa». El regreso a los orígenes del sacerdote y del monstruo —actual libro IV—, al pacto que les une en una especie de embrujo, esencial para la mentalidad histórica del pueblo, constituye, por lo tanto, no solo la coherencia de la intriga, sino además la novela como laboratorio de la Fatalidad, y también el valor simbólico de las relaciones entre lo intelectual y lo deforme. La obra ha encontrado así la unidad de su dinamismo, que aún deberá ponerse a prueba en la redacción del actual libro VII.
Arqui-textura
Cuando se reanuda la redacción, el 26 de octubre de 1830, tras los dos retrocesos, el narrativo y biográfico con el libro IV, y el arquitectónico e histórico con «Notre-Dame», lo que se escribe está lleno de alborozo y comicidad: celos de Flor de Lis hacia Esmeralda, del arcediano hacia Phoebus, con Gringoire y el joven Jehan para avivar la pasión del erudito sacerdote. En realidad se trata de preparar un sistema de juego de miradas hacia el otro que culminará en la escena del voyerismo criminal donde se precipita la trágica Fatalidad. El paso de un registro al otro estaba previsto a través del encuentro cara a cara entre el clérigo supremo y el soberano, entre Frollo y Luis XI, llevado de incógnito por Jacques Coictier, su inseparable médico más o menos astrólogo y cabalista. La salud o muerte del rey, la riqueza o indigencia de su tesoro y las relaciones entre la ciencia y el poder transforman de golpe al arcediano en una especie de juez y profeta: la redacción de ese futuro libro VII se interrumpe el 7 de noviembre a principios de ese capítulo 5, que no se reanudará hasta una semana más tarde, para la visita de Charmolue, despreciable brujo-verdugo, mezcla de clericatura, magistratura y trabajo sucio. Y todo el libro V se escribe por así decirlo de forma retroactiva, articulando sus dos capítulos en la hermenéutica de la historia mediante el diálogo del arcediano visionario y del astuto compadre, abad de Saint-Martin, que desemboca en el monólogo propiamente hugoliano de «Esto matará a eso». La imprenta esterilizará la arquitectura, sustituirá la práctica esclavizada de los símbolos materiales por la racionalidad liberadora de la prensa, y la separación de las castas por la universalidad de la nueva Babel.
Toda esta parte, el actual libro V y el capítulo añadido al final del libro IV, «Impopularidad», no se publicará hasta finales de 1832. Sin embargo, ya en la primera versión la reflexión sobre la arquitectura indisponía a quienes, como Balzac o Mérimée, buscaban una estricta definición novelesca de la novela. La crítica, tan amante de los órdenes y las categorías, de la trayectoria rectilínea y de la emoción racionalizable, abundó en ese sentido, aceptando solo en atención al «estilo» lo que no tardó en tachar de «digresiones». Aparte de comunicarnos las ideas de un joven novelista con una audacia casi insultante, el considerable parón con enigma que suspende la acción para el lector antes de que los libros VI y VII reanuden el relato tiene otras ventajas: sitúa el Renacimiento en el contexto histórico; marca el momento climatérico de los grandes descubrimientos y del reinado de Luis XI, creador del servicio de correos e introductor en Francia de la imprenta renana; reivindica la aptitud especial del régimen de 1830, surgido de la brillante demanda de la libertad de prensa, para reflejar el sentido de la historia y el significado de sus ciclos. Además, este efecto de suspense orienta las expectativas del lector, para quien la narración escapa así a su régimen normal de diversión: llegarán los acontecimientos, no sin antes poner en tela de juicio las cuestiones más obstinadas de la justicia y las penas, de la educación y el dinero, del espectáculo y el público, de la jerarquía de las artes y la evolución sociocultural. La tragedia que en la novela arrastra a todos aquellos que rodean a su funesto héroe, y que compone mutuamente a los personajes y a las masas, al individuo y a la humanidad, es orientada por un determinismo que no puede atribuirse a ninguna falta original, a ningún vicio de constitución, sino que pertenece a una especie de regulación autónoma de la vocación histórica de la humanidad, cuya razón interna puede y debe denominarse «conciencia». Fue a través de Sauval como Hugo encontró en la calle más corta de París la mayor acumulación de catástrofes históricas, que había hecho de ella una especie de icono proverbial de la Fatalidad. La calle del Hombre Armado resurgiría en Los miserables para acoger la convulsión que transforma a Jean Valjean de asesino potencial en salvador salvado.
Falta una de las consecuencias menos visibles de esta reorientación a base de empujones y circunloquios del desarrollo novelesco. La reintegración dinamizante de los descubrimientos efectuados en la redacción logra volver a tensar los resortes de la acción, que se inscribe en una necesidad no tan dramática como simbólica. Basada en la liberación del escrito y del arte, la ideología voltairiana y burguesa de la transparencia racional y la simplicidad de comunicación se revela apta, de forma paradójica, para circunscribir los núcleos más resistentes y oscuros de la condición humana. La vocación, el poder, la infancia, el deseo, el mal, la maldición materna, todas las pasiones trágicas no forman tanto la gramática de los personajes y de la intriga como la problemática de la miseria, de las masas más que de los individuos, de los pueblos y de las tormentas. Los héroes escapan a las determinaciones particulares que constituyen el encanto de la psicología novelesca no para encerrarse en figuras típicas más o menos convencionales, sino para escapar a ellas mediante la participación en unas estructuras míticas casi siempre ambivalentes.
Por ejemplo, la pura muchacha celosa de su tesoro no tiene nada de ingenua; es una gitana capaz de defenderse. Su talismán, el zapatito, la une al origen materno, que equivale a una condena capital; el nombre de Esmeralda la comunica tanto con la «tabla de esmeralda» de los herméticos como con las guerras de independencia de América del Sur (el futuro lord Cochrane, al servicio de Chile, se había apoderado en 1820 de una fragata española de cuarenta cañones protegida por veintisiete navíos armados, y esa acción brillante le había valido, con una gloria universal, el apodo de El Diabolo, que le siguió cuando se convirtió en el almirante de la independencia griega): es la globalización mítica del orientalismo mediterráneo, comprometido con la tradición literaria de la mujer indómita, gitana o casi, de la Preciosa de Cervantes a la Carmen de Mérimée (que usó el nombre de Esmeralda en 1825 en La ocasión), pasando por la Liance de Tallemant des Réaux y la María Padilla amante de Pedro el Cruel. Pero en este cruce de inciertos estatutos y herencias el personaje de Esmeralda no tiene mejor identidad que la danza, al amparo casi explícito del Wilhelm Meister, de Goethe, cuya Mignon inspiró en gran medida a nuestra heroína. Es la maga inocente, a quien las «buenas almas» llaman bruja, pues comunica a todas las miradas el mismo deseo en la guerra de castas y clanes.
Para seguir con la referencia goethiana, el carácter faustiano de Claude Frollo transforma la tradición de la novela negra, donde el sacerdote satánico satisface el antipapismo industrial. Como el héroe de Goethe, tiene su servidor y su perro, reunidos en Quasimodo, y una obsesión por el saber y por la posesión amorosa, pero es primero y sobre todo el lugar de la angustia, de la alucinación, del vértigo. Otro brujo, otro inspirado, otra víctima caínica, símbolo de la imposible fraternidad, frente a ese monstruo de naturaleza despreocupada, ese Jehan que tanto tiene del Querubín de Beaumarchais. Su desenfreno acompaña el del galante militar, cuyo empleo como caricatura hace olvidar demasiado fácilmente el nombre solar, el oficio clásico, la función simbólica en la constitución durante el reinado de Luis XI de las bases del absolutismo real.
Integración de las trascendencias
En esta comedia de símbolos, como la fatalidad es finalidad, es necesario que todo acabe en matrimonio. Ese era incluso el principio filosófico y narrativo de la indagación de Panurgo en Rabelais, cuya carga satírica se une a la del Sganarelle de Molière para inspirar el numen renaciente de la novela. Si bien se mira, los protagonistas de Notre-Dame de París desaparecen en una especie de figura de su destino. La danza de Esmeralda en el cadalso se ha transformado en plegamiento de la «criatura de blanco vestida», es decir, en la Beatriz de Dante; Gringoire se casa con la tragedia, forma dramática que aún no ha llegado —y que pronto será condenada—, el arcediano ha medido con toda su caída la altura de su catedral. Quasimodo, que había irrumpido en la novela como mueca, sale como polvo. Su función es de orden enteramente musical. El campanero lisiado, espíritu de la catedral, brinda a la multitud el tañido de su indecible coherencia, la promesa litúrgica de su generación como pueblo. Como el coloso de san Cristóbal, él es el transmisor de la salvación, el popular portador de Cristo, el escollo que se convierte en piedra viva, entre Pascua y Pentecostés.
También en este caso el estudio material y cronológico del manuscrito revela la eficacia de la composición por retroacción. Probablemente el capítulo «Las campanas» (VII, 3), que precede al de Ananké, fue introducido en ese lugar tras la redacción del capítulo «Sordo»* (IX, 3), que trata del silbato de ultrasonidos. La reaparición del tema musical tiene lugar a su vez en el título del capítulo IV, 3, que era «El campanero», y pasa a ser una cita latina centrada en lo monstruoso. El carácter épico del proceso es indudable, y el recuerdo de la cita virgiliana asocia la belleza con el crecimiento del monstruo. Pero si el tema de la música del sordo es una paráfrasis beethoveniana de las bienaventuranzas evangélicas («Bienaventurados los pobres de espíritu») o una referencia a los que tienen oídos y no oyen, cabe observar que la escenificación y sucesión de esos capítulos se basa en un desgaste físico, sensual y sexual cuya orquestación coincide con la broma popular sobre los riesgos auditivos del placer solitario. El concierto de campanas regalado al pueblo cesa al contemplar a Esmeralda y se transforma en ofrenda silenciosa del ultrasonido que la salvará. Quasimodo, genio de la música, se sublima mediante el silencio de las campanas igual que su fuerza sobrehumana se convierte en polvo en Montfaucon. Su desaparición acompaña la muerte de Luis XI y la Edad Media con las promesas del futuro.
Una vez terminada la novela, el «15 de enero de 1831, a las seis y media de la tarde», en los últimos plazos concedidos por el editor, y resignado, si no convencido, a dejar aparcado el actual libro V, Hugo se siente a la vez contento de su hazaña y probablemente preocupado por la desigual distribución de los nueve libros en dos volúmenes. Es entonces cuando se lanza a la redacción de «París a vista de pájaro», que viene a añadir una cincuentena de páginas al tomo I. Después de «Notre-Dame», situando su mirador en lo alto de la torre, en el lugar mismo en que Frollo y Quasimodo habrán asistido a la ejecución de la «creatura bella», el polémico novelista vuelve a su combate contra los demoledores, opone la variedad del viejo París a la geometría disfuncional y seca del París moderno, pero pronto se hace dibujante y pintor para empujar a su lector a resucitar la ciudad del siglo XV mediante un esfuerzo intenso de imaginación y anamorfosis sobre su «perfil gótico» como la «mandíbula de un tiburón». Pero a este ejercicio de artista plástico del claroscuro le sucede por fin, el 2 de febrero (día de la Candelaria), una evocación virtuosa de París como orquesta y sinfonía, «el domingo de Pascua o de Pentecostés al amanecer», en la primavera que es renovación y regeneración. Este fragmento magistral, felicidad del trabajo realizado, releva en armonía al tumulto de la Gran Sala y dispone un espacio de espera musical que prepara in extremis la perspectiva novelesca de este lenguaje universal, tan coherente con el tema de la refundación de Babel.
¿Acaso tienen un punto de encuentro el «género canalla» y el «inmenso talento», la emoción comunicativa y las astucias de la novela moderna? El género dramático, generalización de la ilusión teatral, ¿se adapta a los saltos hacia atrás y las digresiones? La antigua práctica del roman à tiroirs, donde los diversos personajes de una acción podían a su vez contar una historia en la que otro a su vez incluía un nuevo relato, género que culminó con los últimos sobresaltos terroristas de las Luces, hacia 1820, corresponde bastante poco al aparente saqueo de la novela que representa Notre-Dame de París. En esta obra cada relato se emparenta con la novela corta, cuyo efecto consiste en jugar a perder al lector para divertirle y para proponerle intrigas singulares y el enigma de sus relaciones, su jerarquía y su composición intelectual, moral, social y simbólica. Pero seguramente esta estrategia de la composición en diversos lugares, diversas épocas y diversas condiciones, relevo de la novela picaresca que Lesage tomó de los españoles, no influyó menos en ese golpe de efecto de 1830 que la necesidad de cambiar de arriba abajo el modelo scottiano de la novela histórica. La genialidad de Hugo consiste en desarticular al mismo tiempo las novelas pasadas de moda y la extrema unidad del sentimiento trágico. La unidad de destinos ficticios cuestiona la unidad de una época, una fecha, en este caso 1482, tal como hace Noventa y tres con 1874 al término de una prolífica carrera, y la de su relación con la dudosa unidad de la historia, que al fin y al cabo se basa en la cuestionable unidad del individuo y en la muerte o el silencio del Dios único de nuestras regiones, lanzadas a la conquista de nuevos mundos.
Se trata, pues, de arquitecturas, tan técnicas y tan simbólicas como las esculturas de los pórticos de Notre-Dame, las de las ojivas, torres y agujas, cuyos aguilones, dientes alucinantes, desmenuzan las certezas de todos nuestros consuelos. Y cuando estemos mejor informados acerca de lo que Hugo sabía de los herméticos de su época y de la viva discusión sobre las relaciones entre la gnosis, la filosofía alemana y el regreso del platonismo veremos aún mejor que la novela juega con la locura ramificada de la interpretación a la vez para satirizarla y para respetarla, es decir, para reconocerle y circunscribirle su derecho, su función «mágica», a decir verdad «hechicera».
Notre-Dame de París, libro sobre la arquitectura, es fundamentalmente un libro arquitectónico. Los monumentos que atraen la fidelidad piadosa de Du Breul y el «fárrago» contestatario de Sauval han conservado, además de su valor histórico de fuentes, referencias y pruebas, el espacio vacío de sus proporciones y relaciones. En una clamorosa renovación de la tradición, la propia Villa no se construye sobre la cruz del transepto de la iglesia, sino sobre los dos ejes de los conflictos fecundos y desastrosos, los que oponen y componen en esa isla, es decir, la Iglesia y el Estado, y más allá de los puentes la Mercadería y la Universidad, o, dicho de otro modo, la economía y la ciencia. La intriga no sale del ámbito de esta geografía urbana, pero la «vista de pájaro» desencadena la sinfonía de una acción mucho más reflexiva y gloriosa que pintoresca. El afán de belleza, de sensualidad, de inteligencia y de intervención fundamental en la política del momento excede tal vez la tradición del género, pero es él el que de 1831 a 1832 hace de la novela lo que la arquitectura era para Hugo antes de la imprenta: el arte mayor, proporcionando así al romanticismo un valor de universalidad que nuestro siglo no ha abolido. Quizá se deba a que un joven poeta ya lleno de talento se miró en los cuatro espejos de los hombres de Esmeralda: amante del arte, de la literatura, del éxito y de la comodidad como Gringoire, loca inteligencia como Frollo, consciente de sus lisiaduras y monstruosidades como Quasimodo, apuesto conductor de hombres y aficionado a las mujeres como Phoebus. Como se intentó inmovilizarlo más tarde en la dignidad de par, la proscripción y el Panteón, con el riesgo de que se complaciera en ello, hay que captar este momento asombroso de plena juventud en que la erudición resopla, el color inflama el dibujo, la libertad aspira al orden creador, el arte de escribir se pone a la escucha de Berlioz y de Liszt y la miseria al servicio de la antropología social, cuando la arquitectura y el movimiento se dan la mano y el antiguo ultra se hace «liberal» sin dejar de detestar a los burgueses, que solo tienen franqueza para la fabricación y la circulación de lo que se vende.
La popularidad de Notre-Dame de París —cuyas adaptaciones a la escena y a la pantalla muestran que nunca ha disminuido, tanto en Francia como en el extranjero, y que ha adquirido proporciones mundiales— se debe menos a las estructuras elementales de la intriga, los papeles bien definidos de los personajes, la aparente simplicidad de los caracteres y lo pintoresco de la evocación histórica que a lo que cabría llamar el deseo moderno de historia.
A través de la tragedia del Rey Juan, Hugo recibe la revelación de Shakespeare de labios de Ch. Nodier en Reims en 1825, al día siguiente de la coronación. La acción se sitúa en 1216, época en que el rey de Inglaterra, obligado a conceder la Carta Magna y expuesto a los manejos de su nobleza, del Papado y de Felipe Augusto, muere el día mismo de la Ascensión, que había escogido para renovar su coronación ante la existencia de una funesta profecía. Nodier se había provisto para el «viaje a Reims» de una lectura no demasiado inocente, aunque política y literariamente deslumbrante. Y es que en esa especie de interregno entre su legendario hermano Ricardo Corazón de León y su hijo, aún niño, Enrique III, Juan sin Tierra solo es una figura patética frente al bastardo Faulconbridge, al que arma caballero y reconoce como Plantagenet. Ese hijo del rey Ricardo ocupa el primer plano como truculento comentarista del drama y simbólico actor del arranque de unanimidad nacional con el que se proclama al caer el telón la inviolabilidad británica.
En 1830, Hugo reajusta su elección de la muerte de Luis XI, de ese entre siglos que pone fin a la guerra de los Cien Años cuyo origen había sido la historia de Leonor de Aquitania y sus hijos, y que abre, con la imprenta, el flamante Renacimiento y pronto América, los tiempos modernos. O más bien los siglos de los tiempos modernos. Y es que si el prologuista de Las orientales, jefe indiscutible de los románticos, se defendía de la acusación de ser un joven Luis XIV que entraba en todas las cuestiones con botas y la fusta en la mano es porque había leído lo que Voltaire narra de la irrupción del rey en pleno Parlamento (1665) a su regreso de una cacería, en el capítulo XXV de El siglo de Luis XIV. Esta obra, fuente inagotable de referencias, se caracteriza principalmente por forjar la teoría histórica de los grandes siglos (Pericles, Augusto, los Médicis, el rey Sol), tras los cuales la genialidad solo puede degenerar, ya que son las fases del crecimiento de las artes las que hacen la civilización... Hugo se apodera de un rey modesto y singular, político tenaz obsesionado por la muerte y la salvación en plena época indistinta y crítica, sin apartar la vista ni de Rabelais ni de Voltaire, y se hace «el Shakespeare de la novela» mediante su atención a los movimientos de la historia, a la arquitectura de la música simbólica que nos hace oír, al alcance de las analogías seculares y de las profecías populares: a la pulsación y a la escansión del destino de los pueblos.
Después de eso resulta evidente, sobre todo cuando se extingue la dinastía de los Borbones, que el futuro no pertenece a las dinastías sino a las naciones, no a los héroes sino a los genios, no a los poderes sino a los deberes. El narrador tiene que dejar de ser el sujeto omnisciente de la ficción clásica. La ironía, que está vinculada a la bastardía y la duda, transige con la naturaleza de las cosas, se hace intérprete recíproca de las incertidumbres y las esperanzas. Lo que Hugo inventa con Notre-Dame de París pertenece al orden de la poética de la novela y de la ética de la responsabilidad. Como Homero, el ciego vidente, dota a la historia de su país y de su civilización, en torno al vacío de 1482 y 1483, de una Ilíada no tan original como cíclica. Al término de su vida y de su obra, en 1878, cincuenta años después de la firma del contrato para la novela y en el centenario de la muerte de Voltaire, Hugo le dedica un discurso apoteósico que equivale a un reconocimiento de igual a igual, autorretrato testamentario.
Si la aventura de la época romántica, fundamento institucional y cultural de la nuestra, culmina en el último horizonte de esta obra monumental con La leyenda de los siglos es porque la novela de 1830 había descubierto e impuesto, con todas las artimañas de la analogía y las virtudes de la sátira, la apropiación común del genio histórico y de la sensibilidad secular, que hace nuestro consenso social, y que Mérimée presentía seguramente bajo ese «talento» gigante.
JACQUES SEEBACHER