CAPÍTULO 1

15 de mayo, el origen

Primer día del descubrimiento del THON

Dra. Lauren Scott.

Médica investigadora, Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CCPE)

«Que se encarguen los muertos de enterrar a los suyos». Eso decía mi padre cuando las circunstancias le eran adversas. Es comprensible que la sangre, protagonista de tantas conversaciones en el transcurso de esta investigación, ocupara la mayor parte de mis pensamientos. Aunque suene extraño viniendo de un médico, la mera visión de una gota de sangre siempre me ha provocado pavor. ¿Alguna vez habéis visto a un pájaro desplomarse en el suelo, como fulminado, tras estamparse contra una ventana? Pues algo por el estilo. De pequeña, el ritmo cardiaco y la presión arterial se me reducían al mínimo y ¡paf! Bajaba el telón y se apagaban las luces. Me despertaba tendida de espaldas.

Más adelante, cuando tenía quince años, otro médico me explicó amablemente en qué consistía la «tensión aplicada», según la cual se tensan los músculos de las piernas, el torso y los brazos para aumentar el riego sanguíneo en la cabeza, lo que contrarresta el impulso de desmayarse. Era ingenioso. Me pasé años perfeccionando mi técnica, tensando todos esos músculos hasta convertir la respuesta en algo automático, puesto que necesitaba ser capaz de enfrentarme a la visión de la sangre. Incluso de pequeña, ya quería convertirme en doctora.

Sé que todos los médicos decimos lo mismo, pero es verdad. Mi padre se ganaba la vida reparando neveras estropeadas, y yo solía acompañarlo cuando llegaba el verano. Me fascinaba el espectáculo de desmontar con cuidado la cubierta trasera para dejar al aire las entrañas del motor del frigorífico. Después retiraba los cables del adaptador y el condensador, extirpándolos con el esmero de un cirujano. Utilizaba el soldador para limpiar y reemplazar las zonas defectuosas. Por enmarañados que fuesen aquellos nidos de alambres, mi padre no tenía la menor duda sobre cuáles eran los que había que sacar y arreglar. Yo lo consideraba un médico de los frigoríficos, y fantaseaba con que se dedicaba a operar robots viejos. Mi sueño era convertirme en doctora, como mi padre; salvo que, en vez de arreglar neveras, repararía personas.

También mi madre era una persona precisa, aunque de un modo mucho menos productivo. Acostumbraba a ordenar una y otra vez la mesa de su despacho y las cosas de casa ¡PARA TENERLAS EN ORDEN!, como una posesa. Entre el uno y la otra me inculcaron una personalidad disciplinada al máximo, idónea para el ejercicio de la medicina. Mi hermana pequeña, Jennifer, era la otra cara de la moneda. Antes de cumplir los doce años ya se había escapado de casa en más de diez ocasiones. Pero no por fugarse del domicilio paterno, sino para ir al lago, a algún concierto o incluso al centro comercial. Al final, mis padres llegaron a la conclusión de que lo único que quería Jennifer era disfrutar de la vida.

«¡La próxima vez dinos adónde quieres ir y te llevo yo con el coche!», le gritó mi padre después de que hubiera desaparecido durante tres días para andar por ahí de excursión.

A favor de mi padre hay que decir que, hasta que Jennifer se hubo sacado el permiso de conducir (otra batalla épica de por sí para los anales de la historia), cumplió su palabra.

Ya en la facultad de medicina, no tardé en darme cuenta de que toda intervención invasiva propiciaba que apareciese la sangre, lo cual me llevó a especializarme en virología. Mi primer contacto con la…, la «enfermedad» se produjo poco después de que iniciase mi andadura en el CCPE, el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades.

El CCPE, como su nombre indica, es una agencia gubernamental que tiene por objetivo proteger la salud y la seguridad públicas mediante el control y la prevención de las enfermedades, las lesiones físicas y las discapacidades. Hacía poco que me había graduado en la facultad de medicina con la intención de convertirme en médica investigadora y, recién finalizadas las prácticas, el CCPE acudió a mi universidad para hablar de los protocolos que debían seguir aquellos doctores cuyo trabajo de campo los enfrentaba a síntomas exóticos o desconocidos. Me fascinó el razonamiento deductivo consustancial a su actividad, como si fuesen detectives tras la pista de microbios y células vivas. Mi currículo de investigadora, sumado a la experiencia con patógenos y agentes letales que había adquirido en el laboratorio del nivel 3 de bioseguridad, me convertía en una candidata natural para ingresar en la agencia. Por aquel entonces, además, había realizado prácticas en varias naciones del tercer mundo, sobre todo en el oeste africano, de la mano de la Organización Mundial de la Salud. Así que, como primer empleo, me pareció ideal.

Joven e inexperta en las filas, solían enviarme a cubrir las alertas sanitarias menos peligrosas que se recibían desde todos los rincones del país. Motivo por el cual un dos de abril, tras recibir un informe tan vago como enigmático de Nogales, en Arizona, los más veteranos de mis colegas ni siquiera pestañearon. Daba la impresión de tratarse de simple rutina.

Así que el CCPE me mandó a mí para allá.

La petición de Arizona recibió un trato ligeramente más prioritario de lo habitual porque Nogales es una población fronteriza y, en fin, nunca se sabe lo que puede pasar tan cerca de otro país. Por si fuera poco, aquella misma semana se había desatado la alarma a causa de una oleada de llamaradas solares, lo que no contribuía a aliviar la tensión. El extraordinario fenómeno había estado provocando interferencias con las transmisiones por satélite y las señales de radio, además de cortocircuitos en los transformadores de la red eléctrica. El león, sin embargo, no era tan fiero como se empeñaban en pintarlo algunos noticiarios; si de Fox News o la CNN dependiera, cualquiera creería que el mundo entero se había sumido en la oscuridad, cuando lo único que ocurría en realidad era que el país estaba experimentando unos cuantos apagones e irregularidades con algunos proveedores de internet y servicios de GPS. Mi hermana Jennifer y yo, que a menudo nos comunicábamos mediante mensajes de texto, habíamos decidido esforzarnos por mantener el contacto sin importar los obstáculos que la red pusiera en nuestro camino. Acordamos enviarnos las postales más cutres que encontrásemos, a poder ser compradas en algún restaurante o gasolinera. Las circunstancias, en cualquier caso, propiciaron que, mientras me dirigía a Arizona, no dispusiera de nada más que unas cuantas conversaciones por teléfono con los agentes de Nogales para ponerme al corriente de lo sucedido.

Llegué un abrasador martes por la tarde, abofeteada por el aire caliente mientras salía del aeropuerto en busca de un taxi. Mi contacto en Nogales era el doctor Hector Gomez, director del departamento de salud de la ciudad además de su forense; habíamos quedado en vernos en las oficinas del servicio forense para que yo pudiera examinar los cadáveres en cuestión. Acarreaba tres maletas, dos de las cuales contenían mi equipo, incluido un traje anticontaminación y otra indumentaria de protección. La normativa del CCPE estipulaba que todos los investigadores encargados de realizar análisis preliminares in situ debían ir preparados al menos con un uniforme de cuerpo entero resistente a la agresión con productos químicos. Contemplé la posibilidad de llevarme también un traje de nivel A con equipo de respiración autónomo, pero al final me pareció exagerado. Además, pesaba un montón.

La consulta del médico forense consistía en una modesta oficina modular de insulso color verdoso, muebles funcionales y pintura barata con plomo. En el pequeño recibidor vi a un joven que deduje que debía de ser el doctor Gomez; nervioso, esperaba mi llegada junto a un hombre uniformado de policía.

—Hola —lo saludé mientras le ofrecía la mano, esforzándome por aparentar más edad y experiencia de las que tenía—. Soy Lauren Scott.

El hombre, con los labios fruncidos bajo un poblado bigote moreno, me estrechó la mano.

—El doctor Gomez. Encantado de conocerla, doctora Scott. Celebro que haya llegado por fin. Este es el sheriff Wilson.

El aludido se tocó el ala del sombrero de vaquero bajo el que se extendía su alta figura. La expresión cincelada en su rostro apergaminado me indicó que estaba listo para ir al grano sin más preámbulos.

—Un placer.

—Me alegra conocerlos a ambos —contesté—. Pero, por favor, llámenme Lauren.

—Deberíamos comenzar de inmediato —dijo el doctor Gomez mientras toqueteaba la libreta que sostenía en la mano derecha. Casi como si se sintiera tentado de tomar apuntes sobre la conversación que estábamos manteniendo—. Pasemos a la morgue para revisar nuestras notas y examinar el cadáver.

Los seguí por un largo pasillo, primero, y después por un tramo de escaleras que conducía hasta el sótano. Olía a alcohol y formaldehído, y la temperatura glacial provocaba que los fluorescentes parpadearan. Costaba aguantarse las ganas de soltar algún chiste o salir por piernas; aquel edificio tan lóbrego parecía sacado directamente de una serie de televisión. Vi un cuerpo tendido en la mesa de disección, cubierto por una sábana verde. Mientras el doctor Gomez la levantaba, se me pasó por la cabeza que debería haberme puesto alguno de los trajes o, cuando menos, una mascarilla de protección. Todavía era novata y me obsesionaba contagiarme de cualquiera de las enfermedades con las que me pudiera topar, a diferencia de los más veteranos y curtidos de mis compañeros, que se paseaban por las zonas de mayor riesgo con apenas un par de guantes, no hablemos ya de trajes anticontaminación.

Al acercarme al cadáver me fijé en que no se apreciaban lesiones visibles.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —pregunté.

El doctor Gomez miró de reojo al sheriff, cuyo rictus huraño le proyectaba hacia delante el labio inferior, antes de contestar:

—Veinticuatro horas.

En lugar de solicitar ayuda en aquel preciso momento, mi reacción fue volverme hacia Gomez, sorprendida.

—Hace tres días llamó para informar de que se habían encontrado los restos de una persona que exhibía hematomas poco usuales y contusiones intradérmicas en más del 90% del cuerpo. Creía que este era el sujeto en cuestión. Necesito ver el otro cadáver.

El sheriff Wilson y el doctor Gomez cruzaron la mirada de nuevo, angustiados.

—El otro cadáver ya no está aquí.

Los miré fijamente, sin parpadear y, pondría la mano en el fuego por ello, boquiabierta.

—¿Cómo dice?

—Alguien se lo ha llevado de la morgue, por lo visto —contestó el sheriff Wilson con cara de desasosiego—. Todavía lo estamos investigando. No nos explicamos cómo ha podido salir de aquí, la verdad, ni quién en su sano juicio querría robarlo. Espero que hayan sido los puñeteros críos de la universidad, por gastar una broma.

—Vaya. —Señalé con el dedo el cuerpo de la camilla—. Entonces, ¿este quién es?

—Otro cadáver que hemos encontrado en la quebrada —contestó el doctor Gomez—. Exhibía unas contusiones intradérmicas idénticas a las del primero.

Me incliné sobre el cadáver, sobre cuyo cuero cabelludo se habían practicado ya varias incisiones. Interrogué con una mirada de soslayo al doctor Gomez, que dijo:

—En un principio nos pareció buena idea ir adelantando tarea, pero luego nos lo pensamos mejor y paramos. Disculpe.

—No me esperaba algo así cuando les envié el e-mail con el protocolo. —Estaba cabreada, pero ¿qué iba a hacer yo? Reanudé el examen externo. Tendría que conformarme con una evaluación superficial, de momento. Dejé el iPhone encima de una mesita y activé la aplicación de la grabadora—. A simple vista no se aprecia ningún indicio de lesiones a las que atribuir la causa de la muerte. Parece tratarse de una mujer de unos treinta años en condiciones físicas relativamente aceptables. No se distingue ningún tipo de marcas ni tatuajes. Al girarle la cabeza se detectan dos heridas circulares, incisiones, de idéntico diámetro milimétrico… Mordeduras, tal vez, próximas a la carótida. Profundizan en la piel hasta una distancia indeterminada.

Me agaché un poco más y aspiré un rastro sutil. ¿Una fragancia floral? Algo dulzón, aunque, curiosamente, no del todo desagradable. Perfume barato, lo más probable. Me froté la nariz con el dorso de la mano. El olor perduraba en exceso, hasta el punto de volverse incómodo. Proseguí:

—Aunque sería preciso practicar una disección, a simple vista nada sugiere que esta sea la causa de la muerte, a menos que se le haya inyectado algún tipo de veneno. Las heridas, en cualquier caso, parecen marcas de dientes. No se asemejan, sin embargo, a ninguna mordedura con la que yo esté familiarizada, ni de persona ni de otro mamífero. Me dispongo a examinar el cadáver bajo una lente de aumento. No hay sangre ni tejidos bajo las uñas, pero tomaré una muestra para analizarla con más detalle. Se diría que la dentadura está en buen estado, aunque dos de los molares superiores están algo sueltos. Aún es pronto para aventurar cualquier posible hipótesis al respecto. Tras examinar el cuerpo de pies a cabeza, siguen sin revelarse traumatismos visibles. Habría que realizar lo antes posible un análisis químico del cabello y la sangre. Los ojos no presentan el menor rastro de hemangioma o petequia. Mañana a primera hora se procederá a examinar y diseccionar el cerebro.

El doctor Gomez me pasó una jeringa. Tomé sendas muestras de sangre y saliva y las deposité en sus correspondientes contenedores para residuos sospechosos de presentar alguna amenaza biológica. Me costó extraer una cantidad de sangre aprovechable. El cadáver, al tacto, se notaba inusitadamente exangüe. Quizá se debiera a una coagulación prematura.

—¿Adónde puedo llevar estas muestras para que las analicen lo antes posible?

—La Universidad de Arizona, en Santa Cruz, cuenta con un pequeño laboratorio —respondió el doctor Gomez—. Podría pedirle a alguien que las transportara esta misma noche, los técnicos de allí me deben varios favores. Le darán prioridad. Quizá no obtengamos los resultados más detallados del mundo, pero será un comienzo.

Al salir al pasillo, me detuve y me volví hacia el sheriff.

—Estaba preguntándome… ¿Han desestimado que la causa sea humana antes de llamarme? Me refiero a que no sospecharán que se trate de un asesinato ni nada de eso, ¿verdad?

Wilson asintió con la cabeza.

—No, pero el primer cadáver, la mujer, estaba muerta. Quiero decir que no se le detectaron constantes vitales. ¡Pero después se levantó y se largó! Hector les mandó una muestra de cabello a los técnicos del laboratorio estatal de criminalística, y ellos nos dijeron que había sustancias inidentificables o algo por el estilo y nos pidieron que avisáramos a la consejería de salud del estado. Teníamos que llamar a alguien. Alguien con jurisdicción federal. A Hector, aquí presente…, al doctor Gomez, quiero decir…, se le ocurrió que deberíamos dar parte al CCPE. El siguiente nombre de la lista era el FBI. —Sonrió—. Todavía no hemos descartado esa posibilidad.

—Gracias —dije, esforzándome aún por ordenar todas las ideas que rebotaban dentro de mi cabeza—. Creo que voy a volver al hotel para terminar de instalarme. Después saldremos a explorar la quebrada en la que se encontraron los cadáveres.

El sheriff Wilson y el doctor Gomez empezaron a rascarse la mejilla a la vez mientras asentían con la cabeza, en silencio.

Me alojaba en un cochambroso La Quinta, a escasa distancia de la frontera con México. La ciudad ofrecía pocas opciones. Solté las maletas de cualquier manera encima de la cama e intenté echarme una siesta, aunque el aparato de aire acondicionado refunfuñara como un tubo de escape estropeado. Tarde o temprano tendría que levantarme para examinar los resultados del examen toxicológico; más temprano que tarde, con suerte.

Ya entonces, pese a tratarse de los primeros compases de la investigación, todo me parecía muy raro. ¿Para qué querría nadie un cadáver del laboratorio forense? También las marcas de mordiscos me desconcertaban. Además, ¿dónde se habría metido toda esa sangre? Tantos años rehuyéndola a toda costa, y ahora deseaba que apareciera. Todo tenía que ver con la sangre, siempre. Recordé las palabras de Macbeth: «Quienes más cerca están de la sangre son los más propensos a derramarla». Creo que fue mi padre el que me enseñó esa cita; parece que lo hubiera hecho a propósito, en retrospectiva, puesto que desde entonces me he sentido como si estuviera cubierta de ella.

Transferí las fotos al iPad y me esforcé por dilucidar qué clase de animal podría haber dejado esas marcas. Busqué algún significado en la movilidad de aquellos molares superiores e intenté recordar qué enfermedad sistémica podría causar algo así. Aunque la diabetes y el cáncer eran los candidatos más evidentes, el cuerpo daba la impresión de gozar de buena salud, por lo que descarté esas opciones. Existían otros tipos de trastornos del sistema inmunitario que podrían haber contribuido a algo así, pero para comprobarlo hacían falta más pruebas. Tomé nota mental de solicitar el envío de una muestra de tejidos a Atlanta. Aquella era mi primera misión en solitario; tenía que cubrir todas las posibilidades.

Acababa de apoyar la cabeza en la almohada cuando alguien llamó a la puerta con los nudillos y casi me provoca un infarto.

—¿Doctora Scott? Aquí el sheriff Wilson y el doctor Gomez.

Descorrí el pestillo y abrí la puerta. Allí estaban los dos, en efecto; la viva imagen del bochorno y la frustración.

—Disculpe —dijo el sheriff—. Hemos intentado llamarla por teléfono, pero debe de haberle quitado el sonido…

—¿Qué ocurre? —lo interrumpí. Era más que probable que, llegados a ese punto, el agotamiento estuviera empezando a hacer mella en mí—. ¿Ya hemos recibido los resultados?

Wilson miró a Gomez de reojo, como si ninguno de los dos tuviera muchas ganas de hablar. Aquel duelo de silencio lo ganó el sheriff.

—El cadáver… —comenzó el doctor Gomez—. En fin, que ya no está en la morgue.

—Es la primera vez que entran a robarnos —murmuró a modo de explicación el sheriff Wilson mientras regresábamos al depósito. Recuerdo haber pensado que, como logro, era algo ambiguo, en el mejor de los casos—. Aunque se trata de algo más —prosiguió—. El guardia de la puerta trasera asegura que la mujer se acercó a él y lo golpeó con un martillo quirúrgico. No recuerda gran cosa después de eso.

—Perdón, ¿qué mujer?

—La que usted había visto. El cadáver que estaba en la mesa.

Me reí sin poder evitarlo.

—¿Cómo? No puede ser cierto.

Todos guardamos silencio un momento hasta que el sheriff dijo:

—Nos lo ha jurado.

Miré por la ventanilla, y era como una película en bucle: el mismo cactus saguaro cada pocos kilómetros, con sus brazos torcidos fijos en un saludo permanente a los estepicursores que, de vez en cuando, pasaban dando tumbos por la carretera.

Cuando llegamos al depósito de cadáveres, un ayudante del sheriff supervisaba la escena que acabábamos de abandonar pocas horas antes, como si buscara sus llaves. Vi la mesa vacía y los materiales del estante tirados por el suelo, como víctimas de un terremoto. Me fijé en el rollo de gasa y las tijeras que había sobre la mesa.

Wilson se percató de mi interés.

—El ayudante dice que la cabeza de la mujer estaba vendada —me explicó.

Miré al doctor Gomez, que me devolvió la mirada y se encogió de hombros. Entramos en la otra habitación, donde un segundo ayudante que no aparentaba más de diecinueve años estaba sentado en el suelo, con la cabeza vendada. Nos contó la historia mientras se apretaba una bolsa de hielo contra la contusión.

—Pues estaba yo solo y, de repente, esa chica…

—El presunto cadáver —dije.

—Sí, eso, ella. La tenía de pie, a mi lado. Yo estaba comiéndome un Twix. La chica…

—El presunto cadáver —repetí.

El ayudante hizo una pausa y miró al sheriff, nervioso, antes de continuar:

—Sí, el presunto cadáver. Llevaba pantalones. Y una sudadera. Sin zapatos.

—Hay una taquilla al final del pasillo —intervino el sheriff Wilson—. La usan los técnicos y los ayudantes asignados al depósito. La han reventado y faltan precisamente esas prendas.

—Quería preguntarle qué estaba haciendo, pero no me salían las palabras. Entonces, cuando me recobré, mi cabeza se estrelló contra el extremo de ese martillo —concluyó el ayudante, con el ceño fruncido.

Asentí e intenté que no se notara mi disgusto.

—Vale, en cuanto al otro cadáver que desapareció ayer… ¿Había…?

—También desapareció ropa de la taquilla —me interrumpió Wilson, adelantándose a mi pregunta.

Se me pasó por la cabeza que el ayudante también parecía medio muerto y puede que puesto de anfetas, y no por culpa del reciente martillazo en la cabeza. Supongo que costaba conseguir empleados en condiciones. Como no tenía nada más que hacer (no habíamos recibido los resultados de los análisis preliminares, no podíamos examinar ningún cadáver y todo el mundo estaba despierto), decidimos visitar la zona del desierto en la que habían encontrado los cuerpos.

El desierto seguía envuelto en sombras, aunque soy incapaz de describir lo oscuro que llega a ser a tan poca distancia de la frontera. A pesar de encontrarnos a diez minutos escasos del depósito de cadáveres, era como si los faros de nuestros vehículos condujeran a otro mundo, uno más cerca del negro cielo. Acabamos en una suave colina cerca de una valla metálica de dos metros y medio de altura con alambre de espino arriba y bolardos de hormigón cada quinientos metros. Soplaba un viento caliente del sur, y no había ni pájaros ni animales a la vista. Supongo que así era la frontera, aunque resultaba un poco decepcionante. Al salir de la furgoneta policial me sorprendió ver que el suelo estaba cubierto de hierba, no de arena del desierto.

El sheriff le dio una palmada a la valla.

—Al otro lado de esto estaríamos en México. No hay gran diferencia, ¿verdad?

Por lo que veía por encima del muro, parecía más de lo mismo, salvo que más lejos de nuestras luces. No lograba sacudirme de encima la sensación de que algo me devolvía la mirada desde algún lugar en la turbia distancia. Forcé la vista para intentar distinguirlo y percibí muchos años de vacío esparcidos por aquellas llanuras, lo que me estremeció y me hizo toser.

Los faros de la furgoneta iluminaron el hoyo poco profundo más cercano a la valla. El frío viento del desierto me provocó un escalofrío que me recorrió la columna. Me arrodillé frente al agujero, donde no vi nada más que tierra húmeda. El doctor Gomez, encorvado a mi lado como si fuera el receptor de un equipo de béisbol, tocó la tierra.

Los cadáveres los había encontrado un camionero al que se le había quemado el motor mientras transportaba componentes informáticos de segunda mano. Nadie sabía decir por qué había tomado una ruta tan indirecta, aunque el sheriff sospechaba que llevaba alguna carga ilegal. El camionero estaba en el arcén, esperando a que llegara la grúa, cuando distinguió lo que le pareció una figura que huía a toda velocidad. Entonces vio una mano algo más allá. Cuando se acercó a investigar, encontró el cadáver.

—La patrulla fronteriza apareció antes que la grúa —explicó Wilson con una voz que los faros tornaban incorpórea—. Después se quedaron con el cadáver mientras comprobaban la valla. Llamaron a nuestra oficina. En cuanto al resto, ya lo sabe.

Barrí la zona con mi linterna, metí un puñado de tierra en una bolsa de plástico para analizarla y apunté con la luz a la bolsa: la tierra parecía rojiza. Miré al doctor Gomez.

—¿Es sangre seca?

El hombre cogió la bolsa, se echó atrás el sombrero de vaquero y la examinó con su linternita.

—Puede.

Me devolvió la bolsa e iluminó el suelo. Después hundió la mano en la tierra y la examinó con la linterna mientras se restregaba el índice y el pulgar.

—Mierda. Y, además, está húmeda.

Mientras le daba vueltas a cuáles serían los protocolos de la patrulla fronteriza, metí un dedo en el mismo lugar que Wilson, y me vi con una mezcla de sangre seca y húmeda entre los dedos. En retrospectiva, toda la zona parecía una tumba poco profunda y abierta, claro. Pero en aquel momento, aquella mañana, no era más que tierra suelta cerca de una valla. En aquel momento, nadie sabía lo de la tumba colectiva del otro lado.

Llegué a mi hotel sobre las cinco de la mañana. Me apoyé en la dura almohada y pensé en enviar una actualización por correo electrónico al CCPE, pero estaban liados con otro susto del ébola en África con posibles portadores en Minnesota, así que nadie leería mi informe hasta dos semanas después, y eso con suerte.

Debía de llevar una hora dormida cuando empezó a vibrarme el móvil: era el doctor Gomez, y su tono era urgente, aunque, para ser sincera, el hombre parecía fuera de sí desde que lo conocía.

—Ha llamado el laboratorio —dijo a toda prisa—. Quieren vernos cuanto antes.

En el laboratorio científico de la Universidad de Arizona en Santa Cruz (a unos treinta minutos en coche de Nogales), me serví un café en la abarrotada oficina y, mientras agitaba el azúcar apelmazado, me presenté al estudiante y al profesor de medicina que nos esperaban. Gomez parecía no haber dormido en dos días. Estrechó la mano del profesor Chen como si ya se conocieran. Chen era un hombre de cierta edad, delgado y vivaracho, con pelo de profesor y ropa arrugada. Su ayudante, Jimmy Morton, tenía toda la pinta de un hipster salido de un departamento de casting. Vestía una camisa de franela roja y lucía un bigote que le salía disparado de la cara como un alambre. Debía de haberse olvidado el monóculo en casa.

Chen nos indicó por señas que nos acercáramos al ordenador.

—Vale, hemos realizado un análisis preliminar de la sangre. Por aquí la cosa está muy tranquila, así que hemos sido rápidos, aunque, permítanme que les diga, necesitamos a un hematólogo para que examine esto. —Los ojos le brillaban como fuegos artificiales—. Prepárense para alucinar. —Hizo clic con el ratón en el ordenador, y una imagen de microscopio 1000x HD apareció en la pantalla, en tonos verde neón y rojo, como un videojuego animado—. Habría sido mejor contar con una imagen de microscopio óptico, pero, como resulta evidente, aquí no tenemos acceso a ese equipo. —Señaló con un dedo huesudo los círculos rojos de la pantalla—. Miren las plaquetas. Al principio creíamos que se trataba de algún tipo de anemia de células falciformes, una que desconocemos, pero miren esto, es como un caso clásico de leucemia. Sin embargo, eso tampoco aparecía en nuestros análisis. Y tiene un estado hipercoagulable característico en algunas ocasiones, y después vuelve a adaptarse.

El sheriff Wilson alzó una mano.

—¿Qué es eso de hiper… lo que sea? —preguntó.

—Significa que la sangre tiene tendencia a coagularse con facilidad —respondió Jimmy. En secreto recé para que empezara a retorcerse el bigote mientras hablaba—. Eso no es bueno, porque pueden crearse coágulos de sangre peligrosos para el portador. Una persona con la sangre en este estado debería tener coágulos por todas las venas.

—La verdad —siguió diciendo el profesor Chen mientras se restregaba las callosas palmas de las manos—, diría que esto es lo que mató a la víctima.

—Está viva —le dije. Miré al sheriff—. Presuntamente.

Chen y Morton nos miraron; después se miraron el uno al otro.

—¿Cómo? Eso es absurdo —soltó el profesor, aunque no esperó a la respuesta—. Por otro lado, no se lo van a creer, pero la sangre se licúa a un ritmo… Lo que quiero decir es que las células que coagulan la sangre empiezan a mutar a un nivel similar al del ébola. Lo digo en serio.

—Cierto —corroboró Jimmy.

—Es como un tipo de trombocitosis esencial con el que no estoy familiarizado en absoluto. Hay que enviarlo al laboratorio de la Universidad de Arizona para realizar más pruebas —dijo Chen—. Si les soy sincero, deberíamos llevar trajes anticontaminación nivel A o examinar la muestra en un laboratorio con nivel de bioseguridad 4. Me encantaría averiguar si el transporte de colesterol de la Niemann-Pick tipo C1 resulta esencial para la transmisión, como ocurre con el ébola.

—Tengo que enviar una muestra al CCPE lo antes posible —dije, hipnotizada por la pantalla.

Sentí una descarga de adrenalina. ¿Acaso acababa de nacer un nuevo virus en aquella vieja ciudad polvorienta?

En aquel momento sonó el móvil del sheriff, que se apartó un poco para responder.

—La hematología no es mi especialidad, por supuesto —observó el doctor Gomez—, pero ¿puede un cuerpo sobrevivir durante mucho tiempo con estas condiciones?

—No es probable —respondió Chen—. Supongo que todas las enfermedades tienen sus valores atípicos, pero no creo que un cuerpo pueda soportar ninguna de estas complicaciones. Es decir, fíjense, por ejemplo, en el ébola, que mata el cuerpo en poco tiempo, y esto tiene todo el aspecto de ser igual de malo, si no peor. Lo normal es suponer que esa fue la causa de la muerte. Y ahora me dicen que esta mujer no está muerta. Me parece inverosímil, a decir verdad.

—A mí también, y aun así ha pasado —respondió el doctor Gomez, que se encogió de hombros.

El sheriff Wilson regresó junto al ordenador.

—Buenas noticias, por fin. Tenemos una pista de verdad. La compañera de piso de una joven llamada Liza Sole ha denunciado su desaparición, y la descripción coincide con nuestro cadáver ambulante desaparecido.

—¿Podría acompañarlos? —pregunté.

—Es justo lo que iba a pedirle —respondió Wilson.

Acabamos en un complejo de apartamentos más antiguo, a tan sólo cinco kilómetros de allí. El sol ya había salido, y sentía que me había quedado sin energía. Me moría por otra taza de café, a pesar de estar bastante segura de que no iba a conseguir ninguna en el futuro próximo. Curiosamente, antes odiaba el olor a café porque me recordaba a la casa de mi tía, en Florida, durante el verano, donde siempre flotaba en el aire aquel olor, y hacía un calor y una humedad horribles. El café me olía a aburrimiento y mosquitos. Sin embargo, la facultad de medicina te obliga a cambiar todos tus hábitos y actitudes anteriores.

Conté unas veinte unidades en el complejo, lo que significaba que no era grande: dos plantas y algunas plazas de aparcamiento, nada más. Subimos las escaleras en busca del apartamento 221. El rostro del sheriff se ensombreció al llegar a los escalones superiores.

—¿Qué ocurre? —le preguntó el doctor Gomez.

—Se suponía que uno de mis ayudantes se reuniría aquí con nosotros. Debería estar ya esperándonos. Me dijo que ya estaba aquí. —Frunció el ceño y miró a su alrededor—. Ya saben, somos un condado pequeño. Espero que mis ayudantes estén disponibles cuando se lo pido.

Wilson llamó a la puerta unas cuantas veces, esperó, se lo pensó un momento y después puso la mano en el pomo y lo giró. La puerta se abrió. Pero, en vez de entrar, nos miramos. Tras exhalar un largo suspiro, el sheriff se metió en el piso.

—Me ha parecido oír a alguien pidiendo auxilio —dijo sin mucha convicción.

Entramos todos, y me sorprendió un olor raro pero familiar. En aquel momento no lo ubiqué, aunque, claro, ahora sé que era el mismo aroma dulzón que había olido en Nogales menos de seis horas antes. Y, por supuesto, deberíamos habernos puesto mascarillas antes de entrar. Había violado ya tantos protocolos en aquella visita que me sorprende haber conservado mi empleo.

Daba la impresión de que habían abandonado el apartamento por una emergencia. El televisor estaba encendido; echaban un reality show de famosos. Todavía había dos platos de sushi a medio comer en la mesa del salón, con dos copas de vino al borde de la misma. Wilson y Gomez miraron dentro de uno de los dormitorios mientras yo me acercaba a la cocina. Todo parecía en orden. Vi un trozo de cartulina con flores pegada al frigorífico con un imán de Bob Esponja. Con letras mayúsculas, anunciaba: «¡¡COSAS QUE LIZA TIENE QUE HACER ESTE AÑO!!». Sin pensar, lo cogí y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta. El sheriff volvió al cuarto de estar y miró de nuevo a su alrededor.

—Ni rastro ni de la compañera de piso ni de la chica muerta —dijo. La compañera que había presentado la denuncia se llamaba Glenda Jones. Aunque poco importa ahora. Me miró—. El presunto ca
dáver.

Ni siquiera intenté reprimir la sonrisa; y todavía sonreía cuando un grito del doctor Gomez interrumpió nuestro intercambio. Ambos corrimos al pasillo y estuvimos a punto de darnos de bruces con él, ya que Gomez corría en dirección contraria. Señaló detrás de él mientras el sheriff sacaba su arma.

—En el cuarto de baño —gritó Gomez.

Wilson fue delante y me ordenó que no lo siguiera, a lo que no hice caso. El sheriff entró en el cuarto con la pistola preparada. Era un aseo pequeño, así que me quedé en el umbral.

—Dios mío, no —dijo Wilson.

Se arrodilló al lado de la bañera y enfundó el revólver. Entré y miré por encima de él: en la bañera había un joven con el mismo uniforme que el sheriff; tenía el rostro pálido y los ojos abiertos.

Evidentemente, estaba muerto. Por el momento.

Así es como empezó todo, en realidad: con una chica que regresó de entre los muertos, un ayudante asesinado y una compañera de piso desaparecida. Más adelante me odiaría por no haber llamado de inmediato al FBI y ordenado la cuarentena de la zona. Sin embargo, los acontecimientos avanzaban demasiado deprisa. Desde aquel instante en el cuarto de baño de Liza Sole, ni la policía ni el CCPE (es decir, yo) paramos un segundo.

Por supuesto, quería tomar muestras del apartamento, aunque no había nada digno de mención. Lo más curioso: la absoluta ausencia de sangre. La autopsia realizada por el doctor Gomez concluyó que el ayudante del sheriff, Shawn Miller, murió desangrado. Dedicó muchas horas de aquella autopsia a intentar encontrar otra causa de la muerte, pero era la única posible.

Yo también examiné el cadáver y llegué a la misma conclusión. Además, la sangre sólo podía haber salido por dos orificios realizados en la arteria carótida. No se detectaron ni traumatismos ni contusiones ni arañazos, ni cortes de ningún tipo.

El doctor Gomez estaba atónito. Ni con un cuchillo de carnicero se habría extraído la sangre de un modo tan eficiente. Pasé aquel primer día con él, intentando dilucidar cómo era posible que el cuerpo hubiera perdido toda su sangre en cuestión de minutos a través de esos dos agujeros. El ayudante Miller había llegado al lugar de los hechos menos de una hora antes que nosotros, había tomado declaración, había avisado a su jefe y nos había esperado. No parecía posible.

Los escasos restos de sangre que el doctor Gomez y yo encontramos en el cuerpo presentaban los mismos indicadores que las muestras del cadáver huido del depósito. La muestra se envió a Galveston, Texas y al laboratorio con nivel de bioseguridad 4 de la Universidad de Texas; en ella distinguieron la misma estructura que en la muestra anterior. No obstante, al examinarla en una micrografía electrónica, descubrieron una mutación de lo que identificaron como el virus de Marburgo, un virus de fiebre hemorrágica considerado tan peligroso como el ébola. Mis supervisores seguían sin reconocer la importancia de nuestros hallazgos, aunque me ordenaron que permaneciera en el terreno por si otras personas presentaban síntomas típicos del virus. No quería ni pensar en el aspecto que tendría mi piso de Atlanta después de otro mes fuera de casa. Como si me hubiera leído la mente, mi madre me llamó justo entonces, histérica: «¡Lauren, gracias a Dios! ¿Qué está pasando? ¡Tu piso parece abandonado!», balbuceó. Yo le había pedido a mi hermana que le echara un vistazo cada pocos días, pero nunca es buena idea pedirle a una veinteañera con novio nuevo que recuerde algo importante.

Fue cuestión de un mes que empezáramos a localizar cadáveres en Arizona y Nuevo México. En todos los casos, la aparición de los cadáveres desangrados coincidía con la desaparición de otra persona de la misma vivienda. Había cuerpos de dos tipos: aquellos a los que les faltaba la sangre y aquellos cuya sangre presentaba las mismas características que la de la chica muerta original, Liza Sole.

Liza Sole era una mujer de veintiocho años de Dallas (Texas) que trabajó como comercial en distintos sitios y pasó por unos cuantos matrimonios antes de decidir retomar los estudios para sacarse su grado en la Universidad de Arizona. No tardó mucho en cansarse, conocer a otro hombre y mudarse a Nogales (Arizona), donde trabajaba en el Pizza Hut. Como muchas de sus relaciones anteriores, esta tampoco duró, así que se marchó de la casa del novio y alquiló un apartamento, que compartió con distintas personas que llegaban a través de Craiglist y que se marchaban tras vivir allí una corta temporada.

Está claro que el CCPE debería haberse involucrado más, dado que el alcance del virus no dejaba de crecer, pero el centro todavía estaba cautivado por el ébola que desolaba África y que había llegado a los Estados Unidos con los profesionales sanitarios y turistas que regresaban del continente. Mi enfermedad de las células sanguíneas no recibía ni atención ni financiación real. Me nombraron jefe del «equipo» de Nogales un mes después del suceso principal, aunque decir que éramos un equipo es mucho decir, puesto que no estábamos más que yo y los informes que enviaba a Atlanta, sin más apoyo.

En esos informes fue donde empecé a llamarlo Trastorno Hematológico Orgánico de Nogales, THON para abreviar. Le pedí al sheriff Wilson que enviara un anexo a su circular sobre Liza Sole indicando que al CCPE le gustaría recibir información sobre cualquier pista o casos similares por la posible existencia de una enfermedad relacionada con la condición de la sospechosa.

Sin embargo, no lograba que mis superiores prepararan un aviso oficial sobre el trastorno. Dicho aviso habría supuesto que el FBI y los demás cuerpos de seguridad federales emitieran de inmediato una alerta sobre la propagación de la enfermedad y sobre Liza. El aviso habría significado enviar la información a todos los cuerpos de seguridad del país. No estoy diciendo que eso hubiera detenido el THON, aunque sí habría limitado la expansión de la enfermedad antes de convertirse en emergencia nacional.

Habría salvado vidas.

Aproximadamente un mes después del suceso inicial de Liza Sole, el doctor Gomez solicitó unos días de asuntos propios en el Departamento de Salud de Nogales para dedicarse a mi investigación. Pagando de su bolsillo, me siguió a las distintas ciudades del sudoeste por las que rastreábamos tanto la enfermedad como a los cadáveres y desaparecidos que dejaba a su paso. No tardó en viajar conmigo en el coche que alquilé a cuenta del Gobierno, y me ayudó sobremanera a localizar tanto a personas como al virus. Además de hacerme compañía.

Al principio buscamos a Liza Sole y su virus por Arizona. Era como si fuéramos dos compañeros de la facultad que habían decidido meter todas sus cosas en un cochecito y lanzarse a un viaje por carretera. Lo único que nos faltaba era la nevera con cervezas frías. Los pueblos empezaban a mezclarse unos con otros, nuestros archivos crecían sin parar, mientras que nuestro espacio para ropa encogía. Faltaban quince kilómetros para el siguiente motel y me moría de ganas por llegar.

Estaba machacada, así que no tuve fuerzas más que para soltar las bolsas en el suelo mientras contemplaba la cama arrugada del motel. El doctor Gomez (Hector) se había quedado sin presupuesto hacía tiempo, de modo que dormía en el suelo de mi habitación. Se dejó caer allí y apoyó su fina almohada en el destrozado papel de pared. A mí me daba lástima que el condado de Nogales no le pagara la investigación y que tuviera que dilapidar sus ahorros para correr con los gastos. Su dedicación a resolver la incipiente crisis, como la mía, se crecía ante la adversidad.

Parecía bastante incómodo en sus intentos por convertir el duro suelo en una cama.

—Eh, doctor Gomez —le dije, y él me miró con ojos cansados.

—¿Qué pasa, doctora Scott?

Ladeé la cabeza para señalar la cama.

—En primer lugar, ¿por qué no te llamo Hector y tú me llamas Lauren? En segundo, ese suelo es una mierda. ¿Por qué no duermes en la cama? Hay sitio de sobra para los dos y, a estas alturas, estoy bastante segura de que puedo fiarme de ti. Y, si no, te doy una paliza. No creo que me costara.

Me observó un instante, como si ni siquiera quisiese levantarse del suelo. Empecé a pensar que se trataba de uno de esos ascetas que rehúyen la complacencia y prefieren negarse todas las comodidades.

Se levantó sin decir palabra y se tiró sobre el edredón. Después se puso de lado, se aferró a la almohada como si fuera un salvavidas y se quedó dormido en un segundo. Yo seguí tumbada al otro lado de la cama, vestida, y en cuestión de minutos estaba soñando con sanguijuelas.

Al cabo de un mes teníamos ocho muertos confirmados, exangües, y diez personas desaparecidas. Los desaparecidos eran lo más desconcertante de la investigación. No lograba esbozar ninguna teoría plausible que explicara por qué algunas de las personas que entraban en contacto con Liza Sole se perdían del mapa. Si se habían contagiado del virus, ¿no deberían haber muerto en poco tiempo? ¿Las había secuestrado? ¿La seguían por voluntad propia? ¿Las había matado y enterrado en algún paraje remoto?

Justo entonces, Liza Sole cometió por fin un error, dejó de ser un mito, y todos los informes que habíamos enviado merecieron la pena.

En aquellos momentos ya teníamos siete cadáveres que, tras la autopsia, resultaron no tener sangre. Era casi como si se la hubieran sacado toda y el resto se hubiera incinerado dentro del cuerpo. De ese modo, por mucha autopsia que realizáramos, no podíamos dar con el aspecto más importante de la muerte (la sangre) ni compararlo con la muestra extraída a la antaño muerta Liza Sole.

Recibimos una llamada del departamento de policía de El Paso para avisarnos de un octavo cadáver encontrado cerca de la frontera con Ciudad Juárez (México). Un agente estaba en su coche, de patrulla junto a un callejón detrás de unos almacenes abandonados, cuando vio a una persona agachada junto a otro cuerpo tirado en el suelo. El agente los iluminó con la linterna. La figura en cuclillas se levantó de un salto y se alejó corriendo a gran velocidad. El agente no podía creerse que una persona fuera capaz de correr tan deprisa.

A continuación, el policía se acercó a la figura del suelo: era un hombre al que le brotaba sangre del cuello, de la arteria. La víctima perdió la vida antes de la llegada de la ambulancia, pero, en el depósito, uno de los técnicos recordó la nota del departamento de policía de Nogales. Cuando llegamos Hector y yo, Hector convenció al forense, un antiguo compañero de clase de la facultad de medicina, de que lo dejara observar la autopsia. Llegó a la conclusión, basada en el estado postexposición del cadáver y de los órganos internos, de que probablemente hubiera estado en contacto con el mismo virus que Liza Sole y, por el motivo que fuera, su cuerpo no había soportado los cambios físicos.

Por supuesto, todavía no habíamos averiguado cómo Liza Sole portaba el virus sin sufrir efectos adversos evidentes. Tenía entre mis manos una tasa de mortalidad no oficial del 50%, si no más. Una enfermedad que se presentaba con personas desaparecidas y cadáveres que volvían a la vida después de morir. Por no hablar de que también dejaba sin sangre a las personas que fallecían de manera definitiva.

El doctor Gomez y yo habíamos estado tan ocupados persiguiendo cadáveres que no habíamos tenido tiempo de recopilar las estadísticas. Todo estaba anotado con descuido en mi iPad y en varios cuadernos Moleskine con los que cargaba de una ciudad en otra. En cualquier caso, mis anotaciones llevaban un retraso de varias semanas con respecto a los casos recientes. No pretendo justificarme por la culpa que se me atribuye; me limito a relatar los hechos.

Y, entonces…, por fin nos sonrió la suerte.

Dimos con Liza Sole.

El doctor Gomez y yo decidimos ir a probar la comida Tex-Mex de verdad. Buscamos en la app de Yep y fuimos a un lugar llamado El Capitan. En teoría: «¡No hay nada mejor!». Evidentemente, necesité emplear toda mi capacidad de persuasión para convencer a Hector de que saliera del motel, dada su devoción monástica por averiguar adónde se dirigía Liza Sole.

—Es buena comida mexicana —dije mientras abría la puerta de nuestra habitación.

—Tengo que trabajar —contestó.

Miré a mi alrededor, al huracán de archivos que lo rodeaba. Hector lucía ya una barba bastante poblada y parecía haber perdido unos cinco kilos desde el inicio de nuestro viaje. Estaba en calzoncillos, con tan sólo una camiseta raída encima.

—¿De verdad quieres pedir otra vez al Dairy Queen o al McDonald’s? O puede que haya algo nuevo en el menú de la máquina expendedora… —Usé el mejor truco para asustar a un hombre: crucé los brazos e imité a mi madre—. ¡En serio, vístete de una puta vez y vamos a por comida mexicana!

Me miró durante un momento.

Acto seguido se acercó a la cama y cogió sus pantalones.

Poco después estábamos sentados en el banco de una de las esquinas del local bebiendo margaritas y comiendo patatas fritas con salsa. El restaurante era viejo y estaba hecho polvo; las luces rojas que colgaban del techo proyectaban un brillo espeluznante sobre los bancos. Los asientos de vinilo estaban reventados de un extremo al otro. Guardamos silencio, sumidos en nuestros pensamientos, mientras bebíamos y comíamos patatas grasientas. Entonces me vibró el móvil, y respondí al segundo timbrazo. Antes de poder decir palabra, oí:

—¿Dónde te has metido?

Era Jennifer. Debería haber comprobado antes el identificador de llamada. Se notaba que tenía ganas de pelea.

—Estoy en la carretera, Jenny —respondí. Se me pasó el enfado en cuanto oí su voz ronca. Llevábamos demasiado tiempo sin hablar.

—¿Todavía persigues esa infección?

—Virus —la corregí—. Bueno, ¿qué pasa? —Aunque ya sabía la respuesta.

—Es que… este mes voy un poco corta, y te quería preguntar…

—¿Qué ha sido esta vez? ¿Festival?

Silencio al otro lado de la línea.

—Cosas, ya sabes —respondió.

—Vale, te enviaré quinientos.

Oí un suspiro.

—Gracias. Y llama a papá, que siempre se está quejando de que no sabe por dónde andas.

—Lo haré —le dije. Cuando colgó, me arrepentí de no llamarla más a menudo. Tenía mucho que preguntarle, pero nunca había tiempo.

Hector me miró sin preguntar nada. Yo no hice comentarios.

—Me pregunto cuándo nos llamarán para avisar del siguiente cadáver —musitó.

Me paré a pensarlo durante un momento, mientras saboreaba una patata más salada de lo normal.

—Si sigue el patrón … Dentro de dos días, probablemente. Esa parece ser la rutina.

Me reí. A mi padre le habría horrorizado verme pasar tanto rato sentada, pensando. Me habría ordenado que levantara el culo y me ensuciara las manos.

—Estoy de acuerdo.

—¿Dónde crees que será?

—Quién sabe —respondió Hector—. Podría ser en cualquier parte.

—No en cualquier parte —dije, dándole vueltas al tema—. En alguna parte. Tiene que ser en alguna parte. Quiero decir, todo esto sigue un patrón. A ver si logramos encontrarlo.

Sin prestar atención a su enchilada, Hector se puso a dar golpecitos con el tenedor en la mesa.

—No se aleja demasiado de la última ciudad. Es posible que haga dedo o algo así… Que Dios nos ayude si tiene coche.

—Exacto. Creo que podemos asegurar sin temor a equivocarnos que ya no está en El Paso —afirmé mientras le daba un bocado a mi flauta; la grasa me goteó de la barbilla. El paraíso.

—Necesitamos un mapa —dijo.

Los dos sacamos los móviles por instinto y entramos en la aplicación de Google.

—No va a México, porque habría llegado más deprisa desde Nogales —medité—. Creo que va a quedarse en el suroeste.

—Procurará limitarse a ciudades cercanas a las autopistas principales. No le queda otra. Carlsbad, Las Cruces, Van Horn. Tiene que ser una de esas. Pero ¿cuál?

Lo medité un momento mientras le daba un trago a mi segundo margarita. Intenté recordar el inventario del piso de Liza Sole: papeles, recibos, cuadernos… Su historial de búsqueda en el ordenador. Estrellé la palma de la mano en la mesa.

—¡Es una artista! O alguien interesado en el arte.

—¿Y? —preguntó el doctor Gomez, mirándome de soslayo.

Me incliné hacia él.

—Mira, irá a una ciudad o zona con la que se sienta familiarizada o que le resulte de interés por la clase de gente que la frecuenta. En su frigorífico encontré una lista de cosas que deseaba hacer. Una de ellas era echar un vistazo al mundillo del arte de Marfa, en Texas.

—Hmmm, es una motivación poco convincente. Bastante floja.

Examinó el mapa de su móvil y señaló las ciudades que había más allá de El Paso. Negó con la cabeza antes de comerse media enchilada de un mordisco.

—Pero… Joder… No le costaría mucho llegar hasta allí, y está cerca de una autopista, aunque no una principal, lo que reduce el riesgo de que la reconozca alguien.

Levantó la vista y nos miramos a los ojos unos segundos.

Llegamos al Marfa Motor Inn cuando salía el sol. Como era bastante barato, el doctor Gomez podía pagarse una habitación para él solo, y decidimos dormir hasta el mediodía para recuperar parte del abundante sueño perdido antes de ponernos a trabajar. No es de extrañar que las doce se convirtieran en las tres de la tarde antes de lograr despertarme. Enfadada, mascullando para mí, llamé a su puerta. Hector me abrió con cara de sueño.

—En serio. Tenemos que salir ya.

—Lo sé. Lo siento. Pero lo necesitaba. Y seguro que tú también.

Primero paramos en la oficina del sheriff local (el sheriff Langston Lamar) para enseñar nuestras credenciales y comentar la situación. Era un hombre de unos cuarenta años con el físico de un jugador de fútbol americano. Aparte de un par de pelas de bar, no tenían constancia de ninguna actividad o herida sospechosa en los últimos dos meses. Nos explicó que no contaba con el personal suficiente para asignar ayudantes a la investigación, aunque se tomaría en serio cualquier prueba que encontráramos. Nos dio su número de móvil.

De vuelta en el hotel, por la noche, repasamos nuestras opciones. Hector buscó en su móvil.

—Vale, tenemos una exposición, la actuación de una banda de country y un par de cenas de gala en el centro —dijo.

—Creo que deberíamos empezar por la galería de arte y después pasar a lo demás, si nos queda tiempo. Podría estar en cualquiera de ellos.

Nos cambiamos, aunque ninguno de los dos llevaba en la maleta nada que se pareciera ni remotamente a ropa apropiada para una inauguración. Había que conformarse con vaqueros y sudaderas. Metí el traje anticontaminación en el maletero, por si acaso. Aquella noche hacía fresco. Caminamos hasta el final de la larga calle principal, donde estaba la galería Hi-Times: una antigua gasolinera de otra época, ahora prisionera de sus mecenas hipsters. El sol ya se había puesto, y la galería estaba llena; seguro que la población de la ciudad se doblaba allí dentro. La concurrencia lucía sus barbas, su franela y su ropa negra (cowboy chic), y alternaba con las copas en las manos sin prestar atención alguna al arte de las paredes.

Hector y yo nos quedamos solos, cerca de la puerta. De vez en cuando mirábamos la foto de Liza Sole que llevábamos en los móviles, a modo de recordatorio. La pista era buena, lo presentía. Aquella era la ciudad y aquel era el lugar. Sin embargo, al cabo de una hora y tres copas de vino, empecé a perder la esperanza. Miré a Hector. ¿Albergaba él las mismas dudas? Observaba a la gente y el arte, pero no la puerta principal. Supe que empezaba a dudar. ¿Habríamos cometido un gran error? ¿Qué demonios hacía todavía embarcada en esa misión imposible…?

Entonces, una mujer entró sola.

Llevaba unos Levi 501 desgastados y rotos que le ceñían las caderas y las piernas…, y un jersey de cuello alto de color negro. Era como si no le importara que nadie llevara cuello alto en Texas. Lucía un raído sombrero de vaquero marrón claro colocado de cualquier manera, como si se lo hubiera quitado de la cabeza a su amante mientras este dormía. Unas botas negras viejas punk-rock completaban el conjunto. Era como una joven Patti Smith actuando frente al hotel Chelsea en el 73, gritando a la sociedad por no adaptarse a su visión del mundo. El sombrero le caía hasta la nariz, así que le tapaba la cara. Atrajo mi mirada automáticamente, y vi que no era la única de la galería a la que le pasaba.

Tenía presencia. Noté un cosquilleo en la nuca que me hizo estremecer. Me llegó un olor dulce que contribuyó a entorpecer mis pensamientos, que empezaron a botarme por la cabeza. Me sentía como en un accidente de coche, cuando ves pasar tu vida por delante convertida en un folioscopio que va demasiado deprisa para aferrarse a un recuerdo. Me entristecía.

Tenía un magnetismo que era incapaz de expresar con palabras.

La tentación personificada.

Con pasos calculados, se acercó a la primera pared de cuadros. La mujer no estableció contacto visual con nadie, pero sus ojos, protegidos por la visera del sombrero, examinaron a todos los asistentes como si fueran presas. Miré a Hector, que estaba embelesado. Vamos, como si quisiera devorarla.

—Hazle una foto, te durará más —le dije mientras le encajaba un codazo en las costillas.

Estuvo a punto de morirse del susto.

—¡Mierda! Lo siento, es guapa. Aunque la verdad es que no le veo la cara.

No sé si era el sombrero, la cara, el hecho de que el sombrero le cubriera la cara… o si se trataba de una mera vibración. Pero hizo clic. Aquella chica era igual a la de mi fotografía de Liza Sole, aunque en la galería estaba un poco más delgada. Se me aceleró el pulso.

Me incliné hacia Hector.

—Me parece que es ella.

—¿Ella? —preguntó, mirándome. Levantó el brazo para señalarla, pero se lo bajé de golpe.

—Mira tu foto. De nariz para abajo.

Hector encendió su móvil y se me acercó más.

—¡Joder! —exclamó.

Procuré concentrarme, porque seguía distraída.

—Voy a quedarme aquí. Tú sal y llama al sheriff.

—¿Estás segura?

—Es ella. Estoy segura.

—No, me refiero a si estás segura de querer quedarte aquí en vez de esperar fuera.

Le lancé una mirada asesina. Él salió a llamar al sheriff.

Con la mirada experta de una catedrática, la mujer examinaba el cuadro de un pájaro blanco posado en un roble cuyas raíces se extendían por todas partes, bajo el suelo. Yo estaba tan absorta en intentar descubrir por qué aquella pintura le resultaba tan interesante… que no me percaté de que se había girado.

De que me miraba.

Contuve el aliento, a pesar de encontrarme al otro lado de la habitación. Lo único que deseaba era contemplar aquellos ojos. Era como si Liza Sole supiera por qué estaba allí, que la estaba buscando.

Se movió como una gata. La tenía encima antes de darme cuenta; retrocedí, aunque ella ya corría hacia el fondo de la galería, hacia el almacén.

La galería estaba casi vacía, salvo por unos cuantos rezagados que intentaban convencer al camarero de que volviera a abrir la barra. Llamé de un grito a Hector antes de salir detrás de Liza Sole. Puse la mano en el pomo, y la puerta se abrió de golpe y caí al suelo. Liza saltó por encima de mí justo cuando el sheriff Lamar entraba en el local y sacaba su pistola paralizante. Le chilló que se detuviera, y ella obedeció un instante y enseñó los dientes, como un animal, antes de correr hacia la puerta principal de la galería.

Llegó a su objetivo cuando el sheriff le volvía a gritar que parase. Lo sorprendente fue que lo hizo, enseñó los dientes de nuevo y salió disparada del local.

Los cables de la pistola le dieron en la espalda justo cuando Hector la placaba a la altura de la cintura. De un único manotazo se libró de los cables y de Hector, pero, cuando salía, la placaron de nuevo, esta vez el sheriff y tres de sus ayudantes.

Por mucho que arañó y pegó, consiguieron esposarla a toda prisa. El sheriff gritó que le pusieran grilletes… antes de que Liza le diera una patada con el tacón en la cara. De repente, la joven se levantó de un salto y abrió las piernas. Las esposas saltaron como si fueran de papel mojado. Salió corriendo por la calle, y una ranchera grande que circulaba por allí se la llevó por delante.

Rebotó en la ranchera, que frenó con un chirrido, y el humo a neumático quemado flotó por el aire.

Todos nos quedamos conmocionados.

—Un día más en la oficina —gruñó el tercer ayudante.

—¿Se la llevan a la cárcel? —pregunté.

—No, cielo, estaba pensando en dejarla en la galería de arte.

Más estupideces.

—Quería decir…

—Sé lo que quería decir. Tenemos una celda en la oficina en la que meterla hasta que podamos transferirla a Alpine, que cuenta con una cárcel en condiciones o quizás a El Paso —contestó el sheriff Lamar—. Estoy bastante seguro de que los de Arizona vendrán a por ella en tiempo récord.

—¿Le parece bien que los acompañe? Tengo que decidir si hay peligro de contagio o no.

El sheriff se encogió de hombros.

—Usted empezó el espectáculo, así que tiene mi permiso para ver cómo acaba.

Tardamos unos dos minutos en llegar. Yo iba de copiloto en el coche patrulla, con Liza Sole en el asiento de atrás, separada de nosotros por los barrotes. Cuando volví la cabeza para observarla, se me quedó mirando con sus ojos chispeantes. Tenía la piel pálida y los labios rojo intenso a pesar de la oscuridad del vehículo, y era como si su cuerpo apareciera y desapareciera cada vez que pasábamos de la luz a las sombras.

Liza permitió a los ayudantes llevarla hasta la oficina del sheriff. Ni se resistió ni mostró una actitud violenta. La metieron en una pequeña celda con barrotes, como sacada de una vieja película del Oeste. Creo que Lamar notó mi sorpresa.

—De acero forjado original —dijo—. Ya no las hacen tan seguras.

Esperaba que estuviera en lo cierto. En la pared opuesta a los barrotes había una ventana que daba al exterior, y por ella entraba la luz de la luna.

Años después, cuando estaba presentando mi informe ante una multitud de autoridades federales, dudaba de algunos de mis recuerdos de aquella noche. Por ejemplo, no sé cuánto tiempo pasé observando a Liza Sole allí dentro ni cuándo se unió a mí Hector, aunque sí sé que la miré a los ojos durante lo que me parecieron horas. Liza nos devolvía la mirada, en silencio. Sus movimientos y sus ojos tenían algo hipnótico, una extraña elegancia en los gestos, como si se desplazara flotando de un espacio a otro.

En aquellos minutos u horas se apoderó de mí una clara desesperanza. No obstante, tenía que sobreponerme a las impresiones psicológicas que me producía, ya que pensaba que mi responsabilidad era entenderla, a pesar de mi miedo. Me daba la sensación de que los barrotes no eran más que cortinas que Liza podía apartar con un mero gesto de la mano. Así transcurrió una hora, puede que más.

—¿Cómo te sientes? —le pregunté con voz temblorosa.

Silencio. Después me respondió:

—Me siento genial.

Me sorprendió lo inexpresivo de su rostro.

—Sólo lo pregunto porque creo que has contraído un nuevo tipo de virus y puede que empieces a mostrar síntomas.

Silencio.

Y no volvió a dirigirme la palabra.

A día de hoy todavía recuerdo la sensación de que algo intentaba meterme ideas en la cabeza o asomarse a mi consciencia. Ahora sabemos que el Trastorno Hematológico Orgánico de Nogales llegaba a sus víctimas o receptores a través de un virión hasta entonces desconocido unido a receptores celulares específicos, como lectinas de tipo C, DC-SIGN o integrinas. Después, el virus entraba mediante la fusión de la envoltura vírica con las membranas celulares. Hasta sus viriones iban por libre. Así que, básicamente, los afectados por el virus podían conectar con una consciencia incluso a nivel celular.

Sin embargo, aquella noche, tanto yo como, después, Hector, nos limitamos a observarla a través de los barrotes de la celda, pasmados. Al final, el sheriff Lamar nos sacó de allí. El FBI y los mar-shals federales no tardarían en llegar para llevársela de vuelta a Arizona, y nos animó a echar una siesta en su oficina.

No sé cuánto dormí. Quizá soñara que me apedreaban por mis transgresiones, por pecados tales como levantarme demasiado tarde para ir a clase, olvidar las respuestas a mis exámenes al colegio médico, no enviarle a mi madre una tarjeta de cumpleaños o no prestarle cinco dólares a mi hermana.

Lo que me despertó fue el chillido más vengativo que había oído en toda mi vida. Animal, como algo sacado de una mala película de ciencia ficción.

Liza Sole estaba sentada en una esquina de su celda, gritando, mientras su brazo y parte de su rostro echaban humo. ¿Estaba… ardiendo? La piel prácticamente le goteaba de la cara. Se me ocurrió que podría tratarse de alguna clase de dermatitis o eczema, un efecto secundario del trastorno hematológico, hasta que me fijé en la ventana de la celda…

—El sol —le susurré a Hector.

Dadas mis credenciales, los federales tuvieron a bien permitirme ir con ellos en el helicóptero. Hector dijo que se reuniría conmigo en el hospital.

El viaje al centro médico universitario fue más largo de lo que me habría gustado. Liza había gritado de nuevo como un animal enjaulado durante todo el vuelo, y, cuando aterrizamos en el tejado del hospital, el doctor le administró un sedante mientras las enfermeras la trasladaban en camilla bajo la luz de la mañana.

Liza siguió gritando.

Cuando me reuní con la doctora Jenkins, el especialista en quemados del hospital, cerca del ala de cuarentena, la mujer se encogió de hombros, exasperada.

—No tengo ni idea de lo que es. Hemos visto algunos atributos en su sangre que no encajan, pero no es mi especialidad. Parece haber sido una reacción alérgica significativa a la exposición al sol; hay que estudiar la composición molecular de la reacción.

—¿Se encuentra mejor? —pregunté.

—Está estable. La tenemos en una habitación sin ventanas, con luz suave. No ayuda que haya agentes de policía por todas partes, pero todavía está en cuidados intensivos. Hay que esperar.

—Necesito una muestra de su sangre.

—La tenemos preparada.

Mientras hacía llamadas a la Universidad de Texas en El Paso desde la cafetería para que organizaran un equipo, vi cámaras y periodistas llegando al hospital. El teléfono me zumbaba con una avalancha de correos: en los últimos días se habían multiplicado los casos de cadáveres con las mismas heridas en la carótida. Al parecer, el virus del THON por fin había entrado en el orden del día del CCPE.

Lo que no significaba que me agradecieran el trabajo ni que me animaran a seguir. Disputaban y cuestionaban cada detalle de mi investigación. Algunos científicos insistían en que las marcas de mordiscos no eran tales, sino pinchazos de una jeringa. Otros insistían en que no se trataba de un virus nuevo, que aquella condición no era más que la consecuencia de factores medioambientales relacionados con las heridas de distintos ataques. Y otros creían que la tasa de infección del posible virus parecía tan limitada que no merecía la pena dedicarle más fondos.

Iba por mi tercera taza de café cuando Hector entró arrastrando los pies en la cafetería del hospital; tenía peor pinta que yo, incluso. Bajé la vista cuando mi móvil volvió a vibrar: esta vez era mi supervisor del CCPE. Tuve que leer el mensaje tres veces en el tiempo que Hector tardó en llegar a la mesa.

Se dejó caer en la silla de fórmica.

—¿Cuál es el veredicto? —me preguntó.

A mí me entraron ganas de echarme a reír. El segundo correo parecía confirmar mi locura, y no sabía si eso era bueno o malo, sólo que cambiaría mi vida para siempre.

Y así ha sido. Mi padre también decía: «Iría por delante si fuera capaz de parar cuando voy por detrás». Se me pasó por la cabeza aquella frase muchas veces durante los muchos años que dedicamos a buscar una cura al Trastorno Hematológico Orgánico de Nogales. Nunca sabremos cómo ni por qué acabó Liza Soles en aquella fosa común de la frontera. Nadie sabía adónde fueron los cadáveres ni quién los recogió. Sin embargo, yo siempre sospeché que estaban ahí fuera, que los habían recreado por algún motivo. Y, a pesar de las muchas acusaciones de falta de ética que ha recibido mi trabajo, creo que era (que todavía es) bastante meritorio.

Aquel día, sentada en la cafetería del hospital, esbocé una sonrisa triste y miré a Hector.

Le pasé mi móvil para que él también leyera el correo.

—Creo que hemos encontrado al primer vampiro —le dije.

Tenía que ver a Liza Sole una vez más antes de regresar a Atlanta, aunque únicamente fuera para supervisar su estado y comentar algunos detalles… o, mejor dicho, para ver si era capaz de mirarla a los ojos y mantener una conversación con ella sin perder la cabeza. Como científica, necesitaba más tiempo con aquel sujeto, puesto que era la portadora más importante del virus.

Subí en el ascensor a la tercera planta y, cuando las puertas se abrieron, un grito y un estruendo retumbaron por el pasillo. Me abrí paso entre la marea de gente que huía del drama. Entré en la habitación a tiempo de ver a Liza tirarse por la ventana abierta y caer en la acera en medio de una granizada de fragmentos de cristal.

Supongo que fue un golpe de suerte que llegara pocos segundos después de la puesta del sol, porque fue entonces cuando la detenida se liberó de sus ataduras, y mató a dos alguaciles federales y a una enfermera antes de romper la ventana y saltar sin hacer ruido desde la tercera planta del edificio.

No volvimos a verla, y sigue en la lista de las diez personas más buscadas por el FBI.

Pero yo tenía su sangre.

Boston Herald

19 de julio2: Esta mañana temprano se han sustraído más de cinco millones de dólares en lingotes de oro de la Ellison Corporation, un distribuidor de oro independiente del noreste con sede en el distrito histórico del South End. La Ellison Corporation comercia con otros metales preciosos, aunque casi todos los demás se guardaban en la primera planta, mientras que el oro se almacenaba en el sótano. El FBI ha determinado que alguien inutilizó los sistemas de vigilancia del edificio y que las demás cámaras de seguridad de la manzana sufrieron una avería que ha impedido contar con grabaciones de los hechos. Los ladrones dejaron inconscientes a los dos guardias de seguridad de servicio usando un método que aún se desconoce. Por ahora, el FBI no tiene ninguna pista sobre la identidad de los responsables.