CAPÍTULO 12

Otoño

Veintiocho meses después del descubrimiento del THON

Joseph Barrera

Asesor político

La próxima vez que alguien les diga que el karma no existe, cuéntenles la historia del asesor político libertario que decidió trabajar para un candidato republicano. Le alegrarán el día.

A la gira de la campaña de Nick para las elecciones la llamamos «¡Adelante, Nuevo México!», y fue un éxito sorprendente. Puede que no tanto en asistencia como en la publicidad que la acompañaba.

Nos vimos con algunos problemas logísticos por la incapacidad de Nick para soportar la luz del sol. Sin embargo, los crepusculares empezaron a aparecer en tropel. Tenían su propia página web oficial, en la que se publicaban las horas exactas a las que era seguro salir de casa en cada zona del mundo…, normalmente treinta o cuarenta minutos después de la puesta de sol. También habían modificado relojes Apple para que emitieran una alarma que los avisaba de cuándo podían salir. Se les daba muy bien usar la tecnología para mejorar su calidad de vida y su salud, dados sus numerosos requisitos físicos. Todos los servicios esenciales para la comunidad que ofrecía la Fundación Crepuscular (una organización sin ánimo de lucro) se organizaban a través de sus páginas web personales, que eran privadas y se alojaban en un servidor confidencial dentro de una zona restringida de la dark web; por tanto, no se sabía mucho sobre la naturaleza de esos servicios, salvo que la «alarma exterior» era uno de ellos. A pesar de que se intentaba todos los días, aquel sitio web era inmune a los intentos de hackeo de entidades privadas y públicas. Curiosamente, se rumoreaba que la granja de servidores se encontraba en Nuevo México o Arizona. También resulta interesante, al menos para mí, que hubiera un creciente movimiento dentro de la comunidad crepuscular para rehuir la mayoría de los dispositivos electrónicos, llegando a construir complicadísimas máquinas de Rube Goldberg para conseguir relojes solares dentro de cajas cerradas con agujeros y saber cuándo salir al exterior.

Mientras tanto, la campaña seguía su curso sin contratiempos; todos los días recibía un correo electrónico que me informaba de la hora a la que Nick estaría disponible para los acontecimientos públicos correspondientes. Todavía me preocupaba celebrarlos a partir de las ocho de la noche. El reto consistía en que los asistentes (los no crepusculares) se empezaban a desinflar a esas horas. Siempre me aseguraba de que hubiera mucho café. Leslie llegó a sugerir (al principio, creí que de broma) desarrollar una mezcla estimulante en aerosol con la que pudieran rociar a la gente. Huelga decir que rechacé la idea al instante. Pero todo esto hizo que les cogiera cariño a los crepusculares. En cierto modo, estábamos cortados por el mismo patrón: nos enfrentábamos a un reto, diseñábamos una solución y la aplicábamos, fueran cuales fueran las circunstancias.

Como el dinero no era problema, me obsesioné con hacer encuestas casi a diario. Para el Día del Trabajo, la más reciente daba un 51% a Duncan Caplin y un 49% a Nick Bindon Claremont. Nick y Leslie sufrieron un ataque de pánico a su lenta y crepuscular manera, aunque, en términos estadísticos, se trataba de un empate, y todavía quedaban muchos meses para que la gente acudiera a las urnas.

Estábamos en el pícnic del Día del Trabajo (por la noche, por supuesto), escuchando a los líderes de varios sindicatos que, para mi sorpresa, habían decidido apoyar a nuestro candidato. Ni me imaginaba qué clase de amenazas o prebendas habrían sido necesarias para conseguir que los sindicatos ayudaran a un republicano en vez de a un demócrata, por no hablar de un multimillonario plutócrata que, literalmente, había logrado eliminar a los sindicatos de sus negocios. Sin embargo, estaba muy contento con la buena publicidad de aquella noche, teniendo en cuenta que, cada vez que surgía un ejemplo de comportamiento crepuscular que se consideraba perjudicial para los humanos, la prensa decidía preguntar a Nick por su opinión. ¿Aparecían cadáveres en una zanja, sin sangre? La prensa le pedía un comentario a Nick. Así que, por una vez, la publicidad sería sobre el punto de vista político del candidato y no sobre su condición de crepuscular.

Estaba mirando mi iPhone mientras fingía escuchar a un líder sindicalista parlotear sobre el salario mínimo cuando mi teléfono se volvió loco. Diez mensajes aparecieron en pantalla a la vez.

Todos sobre lo mismo: Wade Ashley estaba muerto.

Me levanté de un salto del asiento y me abrí paso a empujones a través de los guardaespaldas para salir al aire fresco. Pinché en el enlace anexo a uno de los textos: el Washington Post anunciando el fallecimiento de Wade. Lo habían encontrado en su piso, colgado de un cinturón de cuero atado a una puerta. Algunas webs conspiranoicas ponían en duda la teoría del suicidio, puesto que la autopsia afirmaba que Wade había sufrido una fractura cervical al colgarse. Muchos decían que, aunque el cinturón del cuello bastaba para matarse, no era suficiente para partirse el cuello.

Oí un paso detrás de mí y me volví.

Leslie.

Debió de ver mi expresión y comprendió que la noticia había salido a la luz.

—Tenemos que hablar —le dije.

Leslie señaló con la cabeza su todoterreno y fue hacia él. Uno de sus hombres le abrió la puerta y yo subí detrás de ella.

Sabía que sus vehículos estaban insonorizados y rodeados de lo que se conocía por el eufemismo de «anillo de ondas electrónicas», diseñado para rechazar cualquier intento de colar un micro dentro. El coche estaba cubierto por una tienda de un material que impedía tanto que saliera el sonido como que entrara la detección, algo parecido a la SCIF, la jaula de Faraday que viaja con el presidente de los Estados Unidos. En resumen, podía hablar con libertad sobre cualquier asunto siempre que estuviera dentro de aquellos dispositivos seguros portátiles, ya fuera en un coche o en las tiendas que llevaban con ellos.

—¡No tenían que matarlo! —chillé.

Leslie se limitó a mirarme como si estuviese esperando a que soltara toda mi energía negativa para poder volver a hablar de temas serios.

—Podría haberme encargado yo —añadí—. Habría hecho todo lo necesario, salvo…

—Tenía que hacerse, Joseph. ¿Se da cuenta de lo cerca que estaba de acabar para siempre con esta campaña? Había esquivado la vigilancia a la que teníamos sometida a Amanda Allen y a él mismo. La había convencido para que le contara toda la historia. Evidentemente, no tenía más que la palabra de la tesorera, pero con eso habría bastado. Ya sabe cómo es la prensa con… —Dejó la frase en el aire un momento—. Con nosotros. No podía permitirlo.

Hizo una pausa. Después, con calma, como si recitara, añadió:

—Joseph. Escúcheme. Cuando era pequeña, mi padre me leía libros sobre los grandes generales romanos. Estaba obsesionado con ellos. Mi general favorito era Escipión el Africano. Venció a Aníbal en las guerras púnicas. A pesar de que lo superaban dos a uno, usó su astucia y su inteligencia para ganar al mayor ejército que había conocido la humanidad. Los elefantes de Aníbal cargaron contra ellos, pero Escipión organizó sus columnas de manera que resultara lo más sencillo posible matar a los elefantes y los soldados. Y, de ese modo, derrotó a un adversario de más envergadura. Después, Escipión dijo: «Por tanto, ve a enfrentarte al enemigo con dos objetivos ante ti: la victoria o la muerte. Porque los hombres animados por tal espíritu siempre deben superar a sus adversarios, ya que acuden a la batalla dispuestos a dar la vida». —Leslie me señaló el pecho—. Wade lo sabía; se lo advertimos. Me inspira poca compasión un hombre imprudente que conocía las consecuencias de sus actos. —Entornó los ojos como si estuviera ya cansada de la conversación—. Haga su trabajo, Joseph. Es probable que esto hubiese pasado estuviera usted aquí o no. De hecho, seguramente hubiese pasado antes si no fuera por su sentido de la moralidad y sus consejos. Nick lo respeta.

Asentí, todavía demasiado pasmado para percibir que, a su manera, me había hecho un cumplido.

Guardamos silencio. Me pregunté si me perdonaría a mí mismo alguna vez o si ya no me importaba lo suficiente. Ni siquiera hoy sería capaz de decirlo.

—Vale —respondí mientras lanzaba mi alma a la basura, con todo lo demás—. Hay que volver al trabajo.

Desde ese momento, nos preparamos para que el grueso de la campaña se centrara en una serie de asuntos concretos que preocupaban a los votantes de Nuevo México. Habíamos dedicado el verano a publicitar la biografía del candidato, dado que Nick no era muy conocido entre el electorado. Enfatizamos su origen de clase media, en Las Cruces, donde destacó en el campo de fútbol americano y en el aula. Insistimos en que la amplia familia de Nick llevaba mucho tiempo asentada en Nuevo México24.

El principal desafío al que nos habíamos enfrentado en esa tarea era la imposibilidad de mostrar una fotografía actual de Nick Bindon Claremont. Podíamos enseñar fotos antiguas, de antes de su recreación, pero no nos servía de mucho. La campaña necesitaba algo que a los votantes les pareciera actual; nuestros grupos de sondeo lo mencionaban específicamente: que los votantes se sentían desconectados de Nick a nivel personal. Decidí que sería elegante y único encargar varios retratos. Como fotografías icónicas de un candidato presidencial: Nick en mangas de camisa estrechando las manos de sus simpatizantes; Nick con rostro pensativo escuchando los problemas de sus votantes; Nick sonriendo a los sindicalistas y sus familias. Tuvimos que experimentar un poco hasta obtener los mejores resultados, que fueron retratos en óleo sobre lienzo, pero Nick y Leslie se quedaron impresionados y satisfechos con la técnica.

La que caló de verdad en el público fue la de un Nick introspectivo, con los brazos cruzados, en pose idéntica a la del cuadro oficial de John F. Kennedy que se halla en la Casa Blanca, pintado por Aaron Shikler. Al parecer, la «naturaleza contemplativa» atraía a los votantes, según nuestros grupos de sondeo, así que usamos aquel retrato en gran parte de la publicidad, desde los carteles grandes a los más pequeños, pasando por las pegatinas tamaño sello y las cartas.

Para el primer debate televisivo, insistí en que doblaran la voz de Nick con algo de retardo, para asegurarnos de que el actor de doblaje captara bien su entonación. Quería que Nick resultara a la vez contundente y comprensivo.

La multitud de periodistas que cubrían a Nick aumentaba con cada día que pasaba, y llegaban de todas partes del país. Esperaba que sucediera al principio, pero, ingenuo de mí, suponía que la mayoría perdería interés al llegar la campaña principal, más cercana al día de las elecciones. Me equivocaba. Fue muy complicado intentar encargarme de todos y cada uno de los reporteros. Sobrevivía a base de Red Bull y 5-Hour Energy día tras día porque me quedaba hasta muy tarde con los crepusculares y después necesitaba estar en pie temprano para atender al personal humano y a los periodistas en el horario laboral normal.

Esquivé durante meses los viles ataques anticrepusculares de la campaña de Caplin y su potente comité de acción política. Por supuesto, no ayudó que aparecieran más cadáveres exangües en distintas ciudades de Nuevo México, pero acabamos trabajando con cada uno de aquellos departamentos de policía para que las noticias no salieran hasta después de las elecciones. Ni siquiera quiero especular sobre cómo Leslie y Nick lograron esa maniobra. Por cada cartel en el que se advertía de que las políticas crepusculares eran malas para los niños de Nuevo México, compramos tres en los que se veía a Nick de voluntario en los comedores sociales. Por cada anuncio en el que se cuestionaba la capacidad de Claremont para comprender la «verdadera humanidad» de Nuevo México, bombardeamos las ondas y las redes con cálidos y coloridos anuncios de nuestro candidato: «Soy Nick Bindon Claremont y apruebo este mensaje».

La mañana del día de las elecciones, me desperté después de dos horas de sueño con tres Red Bulls y un cigarrillo. El día parecía envuelto en bruma.

Estaba hecho un manojo de nervios cuando empezaron a llegar los resultados, y todavía había luz fuera, así que bajé al sótano para verlos con Nick y Leslie. Intenté mantenerme lejos del alcohol, pero estaba demasiado nervioso para soportarlo sobrio. Nos pusimos en cabeza al principio y no bajamos, y el gobernador Nick Bindon Claremont ganó las elecciones por un margen que ni siquiera yo me esperaba: 57% frente al 43%. Un exitazo. Estábamos encantados. Me sorprendió que Nick y Leslie se mostraran tan contenidos, aunque lo achaqué a que eran crepusculares. Huelga decir que todo mi personal estuvo de fiesta hasta altas horas de la madrugada, que fue cuando Toshi apareció y me dijo que quería hablar conmigo.

Nos resguardamos en un rincón oscuro del bar del hotel, cerca de los baños. Me dijo que Nick y Leslie estaban muy satisfechos con mi trabajo y que añadirían un importante bonus a mis honorarios, pero que ya no necesitaban mis servicios. Como si yo no fuera más que un trabajador al que despedían con una indemnización. Después me estrechó la mano y se fue.

Fue un modo raro y desconcertante de acabar la campaña.

Impersonal y humillante.

No me sorprendió en absoluto.

mando

Necrológicas

Demetrius Johnson «El rápido», boxeador profesional invicto de peso wélter y número uno en la lista de mejores boxeadores libra por libra de la revista Ring, murió ayer en la ciudad de Nueva York a causa de un fallo multiorgánico provocado por una recreación fallida.

Johnson nació en Mobile (Alabama) y era el segundo hijo de dos maestros. Después de sufrir el acoso de sus compañeros por faltarle un incisivo, su padre lo matriculó en la academia de boxeo Southside. A Johnson le gustó la naturaleza espartana del entrenamiento (el repetitivo boxeo de sombra frente al espejo, saltar a la cuerda durante horas) y no tardó en participar en varios torneos hasta convertirse en campeón en su peso de los Southern Golden Gloves durante tres años seguidos. Elegido para el equipo olímpico de los Estados Unidos, sorprendió a todos al llegar al combate final por el oro y vencer al favorito, el boxeador ruso Aleksandrov. Al año siguiente, Johnson venció a Roman Martinez en el combate de pago a la carta más visto de la historia.

Convertido ya en el boxeador contemporáneo más famoso del mundo, entró en el círculo de Ivan Kozlov, un americano de origen ruso que había amasado su fortuna con la venta de automóviles. A Kozlov le encantaban los deportes de contacto; conoció a Johnson en un combate de boxeo en el que, supuestamente, se hicieron amigos.

Nadie conoce las circunstancias exactas de su intento de recreación, aunque algunos socios de Kozlov aseguran que se trató de una decisión impulsiva. Después del intento, Johnson entró en coma. Sus socios esperaron cinco horas antes de llevarlo al hospital, donde murió dos días después.

El fallecido deja esposa y dos hijos.