CAPÍTULO 14

Invierno

Treinta y dos meses después del descubrimiento del THON

Marcy Noll

Consejera de seguridad nacional de la presidencia

Ostentaba el cargo de coordinadora principal a las órdenes de la Casa Blanca cuando los ataques sufridos en Nueva York y Los Ángeles se saldaron con la fusión del Consejo y el Departamento de Seguridad Nacional. La ley del Congreso que combinaba ambas instituciones se aprobó relativamente deprisa. Mi ascenso se produjo poco después, tras la súbita dimisión de los dos consejeros más veteranos que me precedían en la línea de sucesión; se descubrió que habían estado filtrando información clasificada a la prensa. Dada mi aversión a los chismorreos sin fundamento de los que suelen nutrirse los blogs, puedo asegurar que yo no tuve nada que ver con aquello.

Me habían advertido que no trabajara en Capitol Hill, un sumidero de sexismo, acoso y techos de cristal. Supongo que pocos sabían cuánto me gusta agitar avisperos. Tras cruzarle la cara a un baboso y retarlo a chivarse, tras aprender a dominar las sutiles artes de la extorsión, tras sabotear la carrera de un rival e informarle de que tú eres la causa de su fracaso, tras conseguir que la gente tema entrar en tu lista de problemas por resolver…, el camino se allana considerablemente. Son este tipo de experiencias las que ponen de manifiesto cuál es nuestra auténtica personalidad en Washington D.C.

Después de tantos años trabajando sin descanso en distintos comités presupuestarios, por fin me había tocado un plato de lo más suculento: el Comité de Seguridad Nacional. Cuando no estaba planificando estrategias para nuevas leyes, mi trabajo consistía en mantener a los miembros al corriente de aquellos sucesos, muchos de ellos confidenciales, que afectaban a la integridad del país. El título de consejera principal me proporcionaba acceso ilimitado a todos los asuntos de alto secreto y una estimulante sensación de saberme conocedora de nuestras mayores intimidades. ¡Era embriagador! A pesar del opresivo ambiente de la ciudad, sí. En cierta ocasión le confesé a una amiga que no podía fiarme de nadie en D.C. Su respuesta: «Bueno, pero al margen de eso…».

El ascenso me llevó a adelantar al cretino de mi jefe. Todavía recuerdo la cara de tonto que se le quedó (aquella sonrisa falsa pintada en los labios, como el rictus del Joker) al saltar la noticia. Me merecía la promoción por méritos propios, pero el muy idiota, un machista integral, ni siquiera entendía que el culpable de que todas sus ambiciones se hubiesen visto frustradas no era otro que él mismo. Siempre estaba intentando colar temas «personales» en las conversaciones más anodinas. La frase con la que lo arreglaba todo era: «Perdón, es que soy una persona muy sexual» (rasgo de su personalidad que nadie habría intuido a simple vista) mientras se pasaba la lengua por los dientes haciendo unos ruiditos de succión repulsivos. Llevaba años yéndose de rositas, pero, por suerte, la Casa Blanca no estaba dispuesta a seguir jugándosela con esa clase de bomba de relojería para su relación con los medios ahora que las apuestas eran más altas que nunca. Me dieron luz verde, por tanto, y sin necesidad de recurrir a ninguna sucia artimaña.

El año del averno empezó con el hackeo de la central eléctrica de Spring Meadow, la cual abastecía a gran parte de Filadelfia; el ataque dejó sin suministro a más de dos millones de personas durante una semana. Más del 70% de las 112 subestaciones quedaron inoperativas. Fue un mazazo devastador, tanto físico como económico, y el primero de una serie de incidentes que se saldó con la reevaluación del modo en que cooperaban nuestras agencias para proteger al pueblo americano.

Aquello supuso el principio de una oleada de ataques informáticos que, a lo largo de todo el verano, se cebaron con distintas estructuras de interés estratégico en los Estados Unidos, Asia y Europa. Nuestras agencias daban palos de ciego (¿cómo frenar un ejército de código cuyo objetivo es algo invisible?) y el Congreso decidió que había llegado el momento de sumar fuerzas. Se me nombró responsable de aquella combinación de departamentos.

Sin embargo, otras dos instalaciones de la Costa Este tuvieron que ser víctimas de sendos códigos maliciosos para que el congreso se animase a legitimar definitivamente nuestra autoridad aprobando la financiación de más programas de rastreo y mejoras de seguridad en el software que empleaban casi todas las centrales energéticas del país.

A continuación llegaron los hackeos dirigidos contra operaciones específicas: actualizaciones de firmware que provocaron fallos en mecanismos encargados de proporcionar servicios concretos cruciales, como equipos para supervisar y dispensar medicamentos en los hospitales, semáforos en algunas ciudades y otros grandes núcleos de población, y sistemas de control del tráfico aéreo24 25. Puesto que en este tipo de funciones esenciales no cabía el más mínimo error, su mal funcionamiento provocó la pérdida de miles de millones de dólares en reparaciones y una cifra considerable de víctimas mortales.

La consecuencia directa de estos ataques fue un mayor énfasis en la seguridad de los servidores y las redes informáticas al servicio tanto de corporaciones privadas como de las agencias gubernamentales. Fue después de estos hechos cuando la Agencia de Seguridad Nacional se fusionó con el Departamento de Seguridad Nacional. La coordinación de este nuevo organismo corría a cargo del Consejo de Seguridad Nacional, y como consejera de seguridad nacional de la presidencia que era, se me designó directora de los departamentos combinados.

Como nueva responsable, la mayor parte de mi tiempo la dedicaba a la cruenta guerra contra distintas organizaciones terroristas y las deterioradas estructuras gubernamentales rusas. Debido al carácter interminable de aquellas jornadas laborales, mi vida personal estaba manga por hombro. Me había divorciado por primera vez hacía años y ardía en deseos de volver a salir al mercado, por así decirlo, pero no lograba mantener una relación ni a tiros. Para colmo de males, la epidemia de ataques informáticos que sufríamos nos obligó a reevaluar las políticas que dictaban nuestra respuesta a ese tipo de agresiones. Dada la naturaleza anónima de los atentados por internet, resultaba imprescindible investigarlos uno por uno para determinar si los respaldaba algún gobierno extranjero. Algunos de aquellos ataques, en efecto, resultaron estar vinculados a entidades estatales, lo que originó una guerra fría informática con hackeos de respuesta por parte de los EE. UU. contra otras naciones, entre ellas China, Rusia y Corea del Norte, y viceversa. Aunque nunca llegara a ser de dominio público, esos ataques se convirtieron en algo habitual durante el verano. Mientras los medios insinuaban que las agresiones eran obra de organizaciones criminales con una motivación económica, en realidad se trataba de una guerra encubierta librada por programadores y hackers con el respaldo de sus respectivas agencias gubernamentales.

El tema de los crepusculares distaba de encabezar la lista de prioridades de la administración… Bueno, lo diré de otro modo. Al principio, la administración no consideraba que los crepusculares representasen una amenaza prioritaria para la seguridad nacional. Se abrigaban dudas relacionadas con la salud pública, como es lógico, pero tras la histeria inicial relativa a los aspectos desconocidos de la enfermedad y con la aprobación de la Ley de Igualdad de Derechos para los Crepusculares, estos sencillamente pasaron a ser otro segmento del conjunto de la población, aunque envuelto en cierto halo de desconocimiento. La presidenta relegó la causa de los crepusculares a asunto de interés público.

Nuestras dudas resurgieron cuando empezaron a llegar los primeros informes sobre unos experimentos que estaba realizando China con un crepuscular secuestrado, en un intento por replicar un suero con el que crear un ejército de crepusculares. Dada su fortaleza física y sus dotes para el camuflaje, estaba claro que los científicos pensaban darles un uso armamentístico. Ahora todos sabemos que aquellos experimentos se saldaron con un estrepitoso fracaso; se ha demostrado empíricamente que los crepusculares sólo pueden recrearse a partir del mordisco de otro crepuscular. Está claro que no basta con un tubo de ensayo.

Y, pese a todo, la recreación fallaba a menudo. En torno al 50% de los afectados perecían durante el proceso, funesto dato que muchos enamorados del glamur de los crepusculares elegían pasar por alto. Arrojaba una sombra demasiado oscura sobre su idealizado concepto de la recreación.

El consejo celebraba quincenalmente una reunión informal que solía tener lugar en una sala de conferencias segura del cuartel general de la CIA, donde hablábamos de todas aquellas incidencias recientes con posibilidades de entrar en la lista de sucesos que le presentábamos a la presidenta a diario. A una de estas asambleas asistieron Richard Crawford, subdirector de la CIA; Lauren Scott, del CCPE; y yo misma. El tema a tratar era si debíamos considerar que los crepusculares representaban algún peligro. Varios analistas de la CIA discutían acaloradamente sobre la conveniencia de destinar más esfuerzos a combatir la posible amenaza de los crepusculares y de adaptar en consonancia las acciones de nuestras agencias de inteligencia.

—¿Os importa que nos ciñamos a los hechos? —preguntó Richard mientras se servía otra taza de café—. La sangre es su única fuente de nutrientes básicos.

Lauren levantó las manos y se encogió de hombros.

—Ellos dicen lo contrario. Nuestra investigación, por limitado que sea de momento su alcance, sugiere que sólo pueden sobrevivir consumiendo sangre. Poseen una enzima que inhibe la descomposición microbiana de la sangre que introducen en su sistema, de modo que llega a su estómago como si de un alimento sólido se tratara. Por lo general se acepta que puedan sustentarse con sangre animal, pero ¿durante cuánto tiempo? Eso nadie lo sabe. Necesitan sangre humana.

Richard le lanzó una mirada iracunda.

—Estupendo. Son como garrapatas.

—¿Qué opinión les merecen los no-crepusculares? —pregunté yo.

—¿A qué te refieres? —replicó Lauren.

Me masajeé las sienes; comenzaba a dolerme la cabeza.

—¿Qué somos para ellos? ¿Meros recipientes de alimento o un conjunto de iguales con los que coexistir respetando un sistema de valores morales común a todas las especies inteligentes? Razonamiento. Ética. Religión. Cosas por el estilo. ¿Estamos hablando de seres con escrúpulos que valoran la vida de los demás?

Intentaba determinar cómo empezar a evaluar siquiera esa posible amenaza que en teoría representaban los crepusculares. ¿Necesitaban nuestra sangre… o la codiciaban?

Richard se sirvió la enésima taza de café y se restregó los ojos.

—Esos asesinatos… Sabemos que guardan alguna relación con los crepusculares. ¿Por qué decapitar a las víctimas?

—Al alimentarse —contestó Lauren—, los crepusculares recrean a la persona mordida a menos que se le corte la cabeza. Se han vuelto muy exigentes a la hora de decidir quién va a ser recreado. De ahí los intentos por desarrollar instrumentos que se acoplen al cuello de una persona, a fin de facilitar su sustento sin incurrir en recreaciones no deseadas.

Richard ni siquiera se esforzó por disimular la repugnancia que le habían producido esas palabras. Concluimos la reunión sin obtener ninguna respuesta concreta.

Huelga decir que la recreación del papa pilló por sorpresa a casi todos los servicios de inteligencia. Los alemanes y los británicos fueron los más afectados por el incidente, que impulsó a las autoridades chinas a aprobar una serie de leyes según las cuales se prohibía recrear a cualquiera de sus ciudadanos y se impedía la entrada de los crepusculares en el país. Una reacción bastante corta de miras, en realidad, teniendo en cuenta la gran cantidad de altos cargos del Gobierno y compatriotas ricos que ambicionaban convertirse en crepusculares. La preocupación por todo este asunto se redujo en parte tras los atentados terroristas contra la embajada estadounidense en Buenos Aires y los treinta y cinco días de guerra entre Israel e Irán, conflicto que se extendió hasta el Líbano. La presidenta y el secretario de estado volcaron todo su empeño en impulsar un alto el fuego y evitar así la Tercera Guerra Mundial. Que el papa se hubiera transformado en crepuscular ya había dejado de tener tanta importancia.

Desde ese momento, el FBI, con la creación de su Unidad de Delitos Crepusculares, pasó a ser el único organismo autorizado para responder a cualquier posible amenaza relacionada con estas criaturas. Por tanto, todo quedó en manos de las fuerzas de seguridad locales, lejos de la seguridad nacional, hasta que el FBI comenzó a investigar la desaparición de varios especialistas en fertilización in vitro en distintas partes del mundo. Mientras que otros señalan el incidente de la Guardia Nacional como detonante, para mí el inicio de nuestros actuales problemas radica en la FIV.

La fecundación in vitro, o FIV, es un proceso científico mediante el cual un óvulo es fertilizado con esperma fuera del organismo. Para las mujeres estadounidenses menores de treinta y cinco años, la media de éxito de la FIV es del 50%. Los médicos extraen los óvulos de los ovarios de una mujer y dejan que el esperma los fertilice en un recipiente con líquido. Se cultiva durante una semana y se implanta en el útero de la misma mujer o de otra; se trata, en esencia, de fertilizar un óvulo con esperma fuera del cuerpo para garantizar el éxito del embarazo.

El Consejo Crepuscular no incorporado original había comenzado a debatir en secreto sobre la conveniencia de establecer un programa de fecundación con el que posibilitar que los crepusculares se reprodujeran igual que los seres humanos, mediante embarazos naturales. El primer especialista que contrataron fue el doctor Larry Cranston, uno de los principales expertos en FIV del mundo. Tras mudarse de Nueva York a Las Cruces, en Nuevo México, ocupó sendos puestos tanto en la Universidad del Estado de Nuevo México como en un centro privado, la Clínica Casablanca Lily. El complejo se había diseñado con una planta de una sola altura en la superficie y cinco pisos subterráneos.

El doctor Cranston autorizó la elaboración de un informe confidencial que mi consejo de seguridad tuvo ocasión de interceptar durante la crisis de la Guardia Nacional. El documento detallaba un índice de fracaso del 100% en la reproducción asistida de las crepusculares sometidas a estudio y añadía que, en el 40% de las mujeres investigadas, el sexo sin protección con los varones crepusculares se saldaba con daños irreversibles en el útero. Cranston explicaba asimismo que se veía obligado a confiar en procedimientos rudimentarios y experimentales para llevar a cabo sus exámenes físicos, puesto que la naturaleza radiactiva de los crepusculares desaconsejaba la utilización de instrumentos de captación de imágenes convencionales, como ecografías, laparoscopias e histeroscopias26.

Cualquier profesional con una mínima ética habría puesto fin al estudio llegado ese punto o habría hecho al menos un alto para investigar alternativas menos invasivas, sobre todo en vista de los riesgos inherentes al fomento del intercambio sexual consentido con crepusculares. Sin embargo, Cranston siguió adelante a pesar de que cada vez era mayor el porcentaje de mujeres participantes que terminaba sufriendo daños médicos irreversibles, desde enfermedad inflamatoria pélvica a fibromas uterinos. Posteriores estudios desvelaron que, si bien los niveles de estrógenos y progesterona de las crepusculares eran tan bajos como los de cualquier mujer humana al comienzo del ciclo menstrual, y aunque pasaban por una fase lútea y ovulatoria similar en la que se produce la ovulación, la diferencia clave estribaba en que las mujeres crepusculares no sufrían sangrado alguno durante la menstruación. El diagnóstico del doctor Cranston calificaba esta particularidad de síndrome de ovario poliquístico híbrido (PCOS), trastorno que impide la producción de óvulos maduros por parte de los folículos27.

Cranston descubrió también que todas las participantes presentaban la misma obstrucción en las trompas de Falopio, lo que evitaba que el esperma accediera al óvulo. En algunas pacientes, impedía incluso que el óvulo fertilizado llegara hasta el útero. Al parecer, este trastorno en las mujeres crepusculares se atribuía a elevados niveles de hemoglobina, órganos hipertrofiados y un descenso en la cantidad de agua del organismo. La formación de hormonas desconocidas hasta la fecha en el cuerpo de las crepusculares era otro de los causantes de estas condiciones de infertilidad.

Lo irónico del caso, como señalarían algunos comentaristas culturales años más tarde, es que por aquel entonces los crepusculares seguían una pauta inconfundiblemente «humana». En otras palabras, que, tras el fracaso de este estudio y el consiguiente abandono forzoso por su parte de procrear por métodos naturales, su interés se volcó en la siguiente opción lógica: la fertilización in vitro.

Así dio comienzo, en secreto, la construcción de un laboratorio enterrado a unos doscientos metros bajo una montaña de la cordillera de San Andrés, entre las ciudades de Caballo y Tularosa, en Nuevo México. El complejo, anónimo, constaba de cuatro grandes instalaciones subterráneas y un edificio en la superficie, y estaba dotado de salas de entorno controlado equipadas con los más modernos avances tecnológicos. Nuestra investigación indicaba que la combinación de estructuras incluía cuatro pabellones y laboratorios de investigación de siete mil metros cuadrados y más de veinticinco oficinas de administración diseñadas con muros de cemento de un mínimo de dos metros de grosor, capaces de resistir el impacto de un artefacto nuclear. Blindaba estas paredes una muralla de hormigón armado de otros dos metros de grosor, protegida a su vez por otra capa de grosor indeterminado. El techo estaba reforzado con hormigón armado y cubierto por quince metros de tierra.

Las instalaciones contaban, además, con reservas de combustible para dos años, un pozo artesiano, sistemas de filtrado NBC y regulación geotérmica. El laboratorio, diseñado para tiempos de guerra, incluía ventiladores manuales en previsión de una posible escasez de gas o electricidad. Las rejillas de ventilación que recubrían la estructura estaban protegidas por válvulas de titanio de aislamiento contra explosiones. Este tipo de válvulas se cierran momentáneamente al detectar el impacto de una onda expansiva y después vuelven a abrirse, garantizando así la integridad del edificio y sus ocupantes.

Los crepusculares, por asombroso que parezca, lograron mantener la construcción de estas instalaciones en secreto durante mucho tiempo. Una semana después de que Nick Bindon Claremont resultara elegido gobernador de Nuevo México, un excursionista solitario que transitaba por una senda apartada de las montañas de San Andrés divisó las obras del laboratorio y utilizó su teléfono móvil para sacar unas cuantas fotos antes de que los guardias de seguridad lo ahuyentaran. Tras colgar las imágenes en los subforos de Reddit dedicados al senderismo y el área de Nuevo México, las especulaciones sobre qué era lo que podía estar erigiéndose en aquella zona no tardaron en saltar a la página principal.

Llegado ese punto, internet entró en erupción.

Al principio, el gobernador Claremont rehusó hacer comentarios.

Después, cuando los permisos de obra de una sociedad de responsabilidad limitada de nuevo cuño que respondía al nombre de Instituto Río Grande se vincularon con una empresa propiedad de Nick Bindon Claremont, este emitió un comunicado según el cual reconocía ser él, efectivamente, el impulsor del laboratorio, subrayando el hecho de que el complejo aspiraba a desarrollar avances médicos sin distinguir entre humanos y crepusculares, con un hincapié especial en la lucha contra el cáncer. De poco sirvieron sus palabras para frenar la subsiguiente explosión de teorías conspirativas: entre ellas, que el centro iba a ser un gigantesco banco de sangre diseñado para alimentar a los crepusculares con la sangre de las personas desaparecidas en distintas partes del país. O que la verdadera finalidad del laboratorio no era otra que la potenciación de las ya de por sí aumentadas características físicas de los crepusculares.

Unos cuantos meses antes comenzaron a desaparecer varios especialistas en fecundación in vitro. Tras producirse el quinto incidente y la posterior publicación de un artículo en las páginas del Wall Street Journal, el FBI ordenó una investigación preliminar. Las pruebas habían brillado por su ausencia hasta el caso de la doctora Maggie Fitzpatrick.

La doctora Fitzpatrick había sido vista por última vez saliendo de un bar llamado el Gato Tuerto, donde tomó algo con unos compañeros de trabajo antes de irse, alegando sentirse cansada. Las cámaras instaladas en el interior del local grabaron a Maggie marchándose sola.

Había que rodear el edificio para acceder a las plazas de aparcamiento, ubicadas en la parte posterior del local. Estamos hablando de un sitio céntrico, por lo que lo habitual era que los clientes recorrieran toda la acera o atajaran por un callejón. Este carecía de cámaras, pero sí que había una en el restaurante del otro lado de la calle, frente al Gato Tuerto. El examen de la grabación correspondiente al intervalo de tiempo pertinente no desveló a nadie que guardara el menor parecido con la doctora Maggie Fitzpatrick utilizando la acera para llegar al aparcamiento.

Cabía deducir, por tanto, que la doctora había usado el callejón para acceder al vehículo. El aparcamiento contaba con varias cámaras que demostraron que Maggie no había llegado a su coche. El FBI redujo el escenario de su secuestro al callejón de detrás del bar, y la cámara del restaurante de la acera de enfrente había grabado a una furgoneta introduciéndose en él a la hora exacta a la que Maggie salió del local. Una sospechosa cantidad de cámaras de vigilancia de la zona se habían roto esa noche, pero la que había instalada en una tienda de antigüedades cercana captó la misma furgoneta aproximadamente una hora antes de que la doctora entrase en el bar. Aunque la puerta del copiloto estaba abierta, estropeaba la grabación una intensa estática consistente con el efecto de retroalimentación que provocaba la presencia de crepusculares.

El FBI trasladó la investigación a la Unidad de Delitos Crepusculares, que siguió numerosas pistas infructuosas hasta que se hizo pública la construcción del laboratorio de Nuevo México. El agente Calvin James estableció una conexión de inmediato, y verificó que varias empresas le habían vendido al complejo tanques de almacenamiento, cámaras para la criopreservación de muestras biológicas, microscopios invertidos, incubadoras, bancos de trabajo para labores de fertilización, placas de Petri y portaobjetos de embriología.

Lo más frustrante del caso, pese a haber obtenido ya pruebas irrefutables del uso secreto que se le daba al laboratorio del gobernador Claremont y sospechar que el secuestro de la doctora Maggie Fitzpatrick había sido obra de crepusculares, era que sólo podíamos relacionar ambos hechos mediante conjeturas. La Unidad de Crímenes Crepusculares del FBI debía esforzarse al máximo por descartar todas las hipótesis inconcluyentes y, por consiguiente, sospechosas de confundirse con cualquier teoría conspirativa de tres al cuarto, si no quería perder semanas, por no decir meses, defendiéndose de la respuesta de la liga para la defensa de los crepusculares adscrita a la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles.

Las pesquisas del FBI se estancaron, por tanto, hasta que la doctora Maggie Fitzpatrick consiguió escapar del laboratorio y corroboró que tanto ella como otros cuatro profesionales de la medicina habían sido secuestrados y obligados a realizar labores de investigación en el ámbito de la reproducción asistida para la comunidad de los crepusculares. Todos sus intentos habían sido inútiles, relató, hasta que una de sus pacientes, Leslie Claremont, se convirtió en la primera mujer crepuscular en dar a luz de forma natural a un bebé igualmente crepuscular.

Para entonces, sin embargo, habían surgido otros problemas, y el FBI carecía de los recursos necesarios para investigar el laboratorio.

El primer atentado con bomba contra la residencia de un crepuscular se produjo en Portland (Oregón). Aunque en un principio se atribuyó la explosión a una fuga de gas u otro accidente doméstico por el estilo, tanto la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos como el FBI intervinieron en cuanto hubo salido a la luz la verdad. Durante la investigación, el FBI descubrió rastros de radiación que indicaban que la casa había estado ocupada por crepusculares durante una cantidad de tiempo considerable. Curiosamente, al examinar los documentos de propiedad de la casa se descubrió que había sido adquirida a una sociedad de responsabilidad limitada dos años antes. Encontrar al legítimo comprador de la vivienda supondría zambullirse en un maremagno de papeleo y empresas fantasma diseñado para camuflar su identidad.

El FBI pensó al principio que podría tratarse de un recrudecimiento de los ataques terroristas cometidos por el ISIS a lo largo del verano anterior, pero aquellos tres atentados habían tenido como objetivo edificios comerciales o gubernamentales, y ninguna prueba conocida sobre la célula sugería que hubieran planeado asesinar a civiles en ningún momento. Dado el hermetismo que rodeaba a la comunidad crepuscular, las teorías sobre quién estaría intentando perjudicarlos eran innumerables.

El segundo atentado se produjo en Tempe (Arizona), en un tranquilo vecindario de clase alta ubicado cerca de las montañas. Algunos de los fragmentos hallados en el lugar de los hechos contenían inscripciones en italiano, cuyo rastro condujo al FBI y a la Interpol hasta un proveedor de materiales de construcción con sede en Nápoles. La Interpol ya estaba investigando otros dos ataques con explosivos de similares características en Italia y Alemania, también contra viviendas habitadas por crepusculares.

Aunque nadie, ni humano ni crepuscular, había resultado herido en las explosiones, los residentes se desvanecieron sin dejar ni rastro tras negarse a prestar declaración alguna. Cualquier esperanza de averiguar un motivo, por consiguiente, daba la impresión de ser muy remota; hasta que el encargado de la investigación del FBI, el agente Zumthor, descubrió un disco duro dañado entre los escombros de Tempe. La información recuperada mostraba que se habían enviado varios cargamentos de dextrometorfano a distintos puntos de los Estados Unidos. El dextrometorfano, o DXM, es un antitusivo de principio psicoactivo presente en multitud de medicamentos, tanto con receta como sin ella, capaz de provocar delirios y alucinaciones en función de la dosis consumida. Aunque era habitual que los crepusculares comprasen y consumieran DXM, aquel disco duro representaba para nosotros la primera prueba fehaciente de que algunos se dedicaban a traficar con esa sustancia.

Los otros documentos guardados en el disco duro estaban dirigidos a distintos miembros de la Iglesia católica repartidos por todo el continente americano, simpatizantes de la causa de los crepusculares y abiertos a la recreación. El Consejo Crepuscular no había emitido ningún comunicado público relacionado con la reciente recreación del papa y el consiguiente cisma que esta había causado en el seno de la Iglesia católica, pero parecía evidente que la situación despertaba en los crepusculares un interés mucho mayor de lo que dejaban traslucir.

La Orden de Bruder Klaus y su líder, el obispo Lawrence Thomas, se contaban entre los más firmes detractores de cualquier posible alianza entre los crepusculares y la Iglesia católica. Aunque nunca llegó a demostrarse sin sombra de duda que hubieran estado implicados en el asesinato de aquellos cardinales del Vaticano o del papa, si es que este realmente había sido víctima de un asesinato, casi todas las agencias de inteligencia, tanto de América como europeas, tenían a la orden por sospechosa principal de sus muertes.

Aunque el Gobierno de los Estados Unidos no había tomado medidas legales contra la orden, el FBI la controlaba con carácter intermitente. Fue en uno de estos periodos de vigilancia más estricta cuando se detectó que algunos de sus monjes a menudo viajaban al extranjero alegando distintos motivos. Pese a todo, el FBI no halló jamás el menor indicio de actividades ilícitas, puesto que tanto aquellos monjes como sus superiores eran extremadamente cautos y sabían cómo ocultar sus verdaderas intenciones.

La investigación de los atentados contribuyó sin duda a proporcionarles más contexto a nuestras agencias de inteligencia sobre los fines y las creencias de los crepusculares, pero eso no nos acercaba a esclarecer el motivo de los atentados. El agente Zumthor (cuya opinión, cabe añadir, estaba en franca minoría por aquel entonces) creía que aquellos ataques, lejos de estar relacionados con alguna disputa entre familias de crepusculares, eran obra de fuerzas cuya influencia se extendía hasta los más altos escalafones de la comunidad crepuscular y la Iglesia católica.

Bastó con la aparición de una simple huella dactilar para que dichas fuerzas se pusieran de manifiesto por fin. Las autoridades italianas, siguiendo un rastro prometedor a petición del FBI y la Interpol, la descubrieron en uno de los numerosos trozos de metal (perteneciente, en teoría, al recipiente que contenía el artefacto explosivo) diseminados por el escenario del atentado cometido en su jurisdicción.

Las bases de datos de la Interpol y el FBI arrojaron el mismo resultado. Jamás olvidaré la llamada con la que el agente Zumthor me informó del nombre al que pertenecía la huella.

—¿Bernard Kieslowki? —murmuré por toda reacción—. ¿Y ese quién es?

Si fuera posible hablar con una mezcla de agotamiento y exultación, así es como habría sonado la voz de Zumthor cuando suspiró:

—La Orden de Bruder Klaus, señora. Volvemos a las andadas.