CAPÍTULO 16
Primavera
Treinta y cuatro meses después del descubrimiento del THON
Hugo Zumthor
Agente especial al mando de la Unidad de Delitos Crepusculares, FBI
«Washington es mi ciudad y es preciosa por fuera…, que es donde importa», pensé mientras miraba por la ventana de mi despacho. Tengo la manía de abstraerme en cavilaciones ociosas, actividad en la que me encontraba inmerso la tarde en que la Interpol se puso en contacto con la Unidad de Delitos Crepusculares, poniendo en mi radar el nombre de Bernard Kieslowki, radical y terrorista, con una serie de pitidos en mi bandeja de entrada, en rápida sucesión, sin darme tiempo a abrir ni el primero.
El intercambio de información entre agencias todavía era algo relativamente reciente, por lo que supuso una sorpresa para mí descubrir que tanto la Administración para el Control de Drogas como la Interpol seguían de cerca la pista de Miguel Velazquez Trevino, cabeza del cártel del Golfo de México, la mayor y más lucrativa red de narcotraficantes del mundo. Trevino se había ganado el sobrenombre de El Gusano introduciendo su mercancía de contrabando en los Estados Unidos mediante sofisticados túneles camuflados, con vigas de acero reforzado y suministro eléctrico, sistemas de ventilación e incluso un rudimentario tendido de raíles. ¿Un rey del crimen como Trevino, recreado? Era una de las peores pesadillas de nuestro Gobierno hecha realidad.
No veía el momento de hincarle el diente…, por así decirlo28.
Acudí a Nápoles con la misión de coordinar operaciones con la Interpol. Habíamos recibido el soplo de que Trevino planeaba entrar en Europa, donde lo recrearía un esquivo capo siciliano que respondía al nombre de Abramo Moretti29. Todo esto ocurrió muy deprisa, aunque tras aterrizar en Roma tardé un tiempo en acostumbrarme a su parsimoniosa manera de conducir la investigación: muchas horas sentados, hablando, esperando a que «surgieran» las cosas. Un ejemplo ilustrativo: la tarde en que compartí mesa en la terraza de una cafetería de Roma con la agente de la Interpol Emanuela Baresi, junto con la que me dediqué a observar a la gente que pululaba por las bulliciosas calles de los alrededores.
—¿Cómo puedes vivir aquí? —pregunté—. Ya han estado a punto de robarme la cartera dos veces.
Emanuela sonrió mientras sacudía su lustrosa melena negra.
—He vivido en Nueva York —dijo, como si eso respondiera a mi pregunta.
Tamborileé sobre la mesa con mi tacita de expreso.
—¿Cuál es la ventaja de vivir en Roma?
—No es Nueva York.
Se me escapó una sonrisa.
—Muy graciosa. ¿Cuál es el inconveniente de Roma?
—Que no es Nueva York. —Emanuela soltó una carcajada mientras echaba la cabeza hacia atrás.
Vigilábamos un edificio de apartamentos del siglo XVIII, de cuatro plantas, a una media manzana de nuestra mesa. Se suponía que dentro estaba Trevino, sospecha que se vio confirmada cuando, al levantar la mano para pedir otro expreso, una explosión me tiró de mi asiento.
Una hora más tarde, Emanuela, su equipo de operaciones especiales y yo registrábamos la caverna abrasada de un apartamento del tercer piso. Billetes de distintas divisas internacionales sembraban el suelo. Encontramos el cadáver medio calcinado de Miguel Velazquez Trevino; al final, no lo habían recreado.
—Será mejor que avisemos a México —murmuró Emanuela.
Como si esa fuera la señal que estaba esperando, uno de sus agentes le entregó una fotografía en la que podían verse dos rostros.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Dos hombres que fueron vistos saliendo del apartamento contiguo antes de la explosión —respondió ella.
Estudié la imagen.
—¿Se conoce su identidad?
—Oh, sin duda. Se trata de Bernard Kieslowki y Kamel Paquet. La Orden de Bruder Klaus.
Bernard Kieslowki, ciudadano francés hijo de emigrante polaco y madre francesa, creció en distintas ciudades francesas debido a la tuberculosis de su padre, Kristof Kieslowki, que visitó a multitud de médicos repartidos por todo el país. La madre de Bernard, Juliette, había estudiado ingeniería y, para contrariedad del agnóstico de su marido, se encargó personalmente de que su único hijo recibiera bajo su techo una rigurosa formación en la fe católica.
El joven Bernard contrajo una grave enfermedad a los dieciséis años. Su madre lo descubrió balbuceando incoherencias una mañana, víctima de un violento ataque de fiebre. Por la noche, Bernard gritó de repente: «¡No temáis mi condición, pues porto sobre mi cuerpo las marcas de nuestro Señor!», enigmáticas palabras tras las que entró en coma. Cuando Juliette acudió corriendo a su habitación, las manos de Bernard exhibían estigmas, las heridas sufridas por Jesucristo en la cruz.
El coma y los estigmas persistieron durante días. Juliette insistió, enfrentándose para ello de nuevo a su esposo, Kristof, que no hacía falta que Bernard ingresara en ningún hospital. Se recuperaría mediante la oración. Así que rezó, de día y de noche, al pie de su cama. Al séptimo día, cuando Kristof amenazaba ya con llevarse a su hijo al hospital por la fuerza, y al diablo con su mujer, Bernard presentaba en la frente unas marcas similares a las heridas de la corona de espinas. Esa es la historia, al menos, y al finalizar el séptimo día, ya entrada la noche, Bernard despertó de su coma con un alarido.
Los médicos no lograban explicarse su recuperación. La experiencia empujó a Juliette a llevar una vida aún más estricta, por lo que a su religión se refiere; rezaba el rosario durante horas seguidas y llegó a tener su propia cama, apartada de la de su marido, para poder dedicar más tiempo a sus plegarias.
Aquel mismo año, para alborozo de Juliette, Bernard ingresó en la abadía de Bellebranche. Incluso Kristof le mostró su apoyo; se daba cuenta de que su hijo tenía una auténtica vocación religiosa. Allí Bernard trabó amistad con otro seminarista, Kamel Paquet. Kamel había nacido en una aldea en las montañas de Argelia, cerca de un antiguo monasterio franco-argelino llamado la Abadía de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Huérfano después de que una banda de extremistas asesinara a la mayor parte de los vecinos de su aldea, Kamel fue abandonado en la puerta del monasterio y transportado después a la abadía de Bellebranche, donde conoció a Bernard; al tener ambos la misma edad, enseguida se hicieron amigos. Tras su ordenación pasaron varios años trabajando en la granja de la abadía, donde se cultivaban manzanas, arándanos y aguacates.
Como la mayoría de los sacerdotes, Bernard era consciente de la infiltración de los crepusculares en la jerarquía de la Iglesia católica, pero la abadía parecía un refugio seguro, alejado del clamor de Roma y el resto del mundo. Hasta que un día, mientras arreglaba una cañería rota en la cocina, el administrador le informó de que había recibido permiso para contestar a una llamada urgente de su madre.
Bernard sospechaba que no podía tratarse de buenas noticias; los monjes tenían prohibido comunicarse con el exterior. Y, en efecto, cuando cogió el teléfono y oyó los sollozos, lo supo: su padre había muerto.
El abad le dio permiso para asistir al entierro y, cuando llegó al hogar de su madre en la ciudad de Alençon, la saludó y se dirigió a la catedral para orar antes de que hicieran su aparición los demás asistentes.
Llevaba aproximadamente una hora rezando ante el altar de San José cuando oyó un leve tumulto. Por el pasillo avanzaba un grupo de cuatro hombres enfrascados en animada conversación.
Bernard detectó un extraño olor dulzón que se imponía incluso a la fuerte fragancia del incienso y las velas.
El cuarteto de alborotadores se detuvo al reparar en la presencia de Bernard. Uno de ellos, alto y con el cabello plateado, se le acercó. Llevaba puesto un traje oscuro con un jersey fino. Bernard, ya exhausto y abrumado por la pena, reaccionó con enfado a la interrupción de sus plegarias. Le parecía de muy mal gusto, sobre todo en vista de que el hombre iba acompañado de dos sacerdotes.
Dejó la oración a medias y levantó la cabeza.
De cerca, el aspecto del desconocido, con sus ojos dorados y aquella piel casi resplandeciente, resultaba sobrecogedor. Irradiaba una energía palpable.
—¿Cómo estás? Soy el monseñor Amaud Laurent, administrador de esta zona de la diócesis.
Bernard se percató entonces de que debía de ser uno de aquellos crepusculares de los que hablaba la gente. Nunca había visto ninguno, y menos dentro del clero.
—¿Cómo está usted, monseñor?
—Bien. Te noto sorprendido… ¿Es por mi atuendo?
El monseñor Laurent estaba jugando con él, pero Bernard no quería que notara su turbación.
—Por su atuendo, sin duda.
Laurent esbozó una sonrisa, aunque desprovista de cordialidad.
—Sabía que hablarías sin miedo, hermano. Lo cierto es que he oído muchas cosas sobre ti desde que llegaste a la abadía de Bellebranche.
—¿Es cierto eso?
—Nada más cierto, Bernard. He visto el espíritu que exhibís Kamel y tú en el desempeño de vuestras labores. Un espíritu que creo que se podría canalizar de otra forma en pos del avance de nuestra Iglesia.
—La Iglesia no deja de avanzar —replicó Bernard, sosteniéndole la mirada a pesar del esfuerzo que eso le suponía. Se le había acelerado el pulso y su vista daba la impresión de empañarse con cada movimiento que realizaba el monseñor.
—Cierto, aunque no siempre con todos por igual. —Laurent se arrodilló junto a Bernard—. Me propongo fundar mi propia orden monástica y creo que en ella podría haber sitio para alguien como tú. Alguien abierto a la recreación.
¡Qué desfachatez la de aquel supuesto «hombre santo»!
—Con el debido respeto —dijo Bernard—, no me interesa ninguna orden nueva.
La sonrisa del monseñor Laurent se volvió cruel. Rezumante de lástima.
—En tal caso, amigo mío, benditos sean tus días.
Monseñor Laurent resultó ser la persona encargada de dirigir la ceremonia funeraria de Kristof. A Bernard no le quedó más remedio que sentarse junto a su desconsolada madre, hirviendo de ira por dentro mientras Laurent pronunciaba sus sermones y, de vez en cuando, le lanzaba una sonrisita mordaz. Tras el servicio, los asistentes rodearon al crepuscular como si de un místico o una estrella del rock se tratara. Incluso Juliette parecía hechizada por aquel ser arrogante y malvado, pero Bernard podía ver la verdad.
Menos de un año más tarde, tanto él como Kamel Paquet se habían unido a la Orden de Bruder Klaus.
A partir de ese momento, los detalles se vuelven difusos. Adiestrado por miembros que antes habían pertenecido a las fuerzas armadas de distintos países, Bernard estuvo presente en Roma durante los problemas del papa Víctor II que desembocaron en el gran cisma de la Iglesia católica: el colegio de cardenales debía convocar un concilio para elegir un nuevo papa, pero el decano, un tal cardenal Benelli, se negó. Había sido recreado recientemente y sabía que los cardenales no crepusculares superaban en número a los crepusculares, lo que significaba que el próximo papa sería casi con toda seguridad un no crepuscular. Se rumoreaba incluso que los cardenales crepusculares estaban dispuestos a convocar un concilio sólo para crepusculares, pero hasta el cardenal Benelli debió de darse cuenta de que la Iglesia jamás respaldaría a un papa elegido de esa manera. El concilio se pospuso, por tanto, y siguió posponiéndose, mientras ambas facciones discutían.
Estaban en un punto muerto.
La Orden de Bruder Klaus decidió que, para que su institución perdurara, la forma más razonable de resolver el cisma y salvar a la Iglesia era asesinar al cardenal Benelli. Después de que la orden presuntamente eliminara a tres de los cardenales crepusculares residentes en el Vaticano, las medidas de seguridad que rodeaban al cardenal Benelli se volvieron aún más estrictas. La orden, sin embargo, sabía ser paciente cuando se lo proponía. El cardenal Benelli disfrutaba con su recién descubierto estatus de celebridad y casi todas las noches se dejaba ver en algún acontecimiento social.
Sabemos que Bernard y Kamel fueron designados por la orden para vigilar los movimientos del cardenal Benelli durante algo más de un año. La orden lo espiaba y continuaba esperando.
El restaurante predilecto de Benelli, La Focaccia, era uno de los locales más antiguos de los aledaños de la Piazza di San Pietro, discreto y encajonado entre dos grandes comercios. Aunque los crepusculares no ingieren comida, puesto que su único sustento es la sangre, Bernard y Kamel dedujeron que debía de haber sido el local favorito de Benelli antes de su recreación, por lo que le gustaba visitar al propietario y disfrutar del ambiente.
Bernard y Kamel continuaron espiando a Benelli por las noches, y durante el día se dedicaban a vigilar el restaurante. Llegaron incluso a comer allí alguna vez, aunque les costaba entender la debilidad que sentía Benelli por La Focaccia: todo en él era de lo más convencional. Otro restaurante italiano próximo a la ciudad del Vaticano, eso era todo.
Roma alberga una inmensa red de túneles y complejos subterráneos de los que muchísima gente no tiene conocimiento, ni siquiera hoy en día. Si bien la mayoría de ellos no son contiguos ni conectan con ningún sitio en particular, Bernard y Kamel empezaron a investigarlos para ver si alguno llegaba hasta La Focaccia. Todos sus informes hablaban de literales callejones sin salida, hasta una tarde en la que Kamel acudió a la Basílica de San Clemente, construida en el siglo XII.
Se había detenido allí con la sola intención de admirar los frescos y los mosaicos, y de rezar ante el altar de San José. Rodeado por el resplandor de las velas, reconfortado por aquel olor acre que tan bien conocía, lo asaltó otra sensación: la presencia de un crepuscular. Mantuvo la cabeza agachada, como si todavía estuviera absorto en sus plegarias, pero desvió la mirada a un lado a hurtadillas. Vio una figura que salía en esos momentos por una puerta lateral y se dirigía a la entrada de la basílica. Curioso. ¿De dónde habría salido?
Levantó la cabeza y reparó en el cartel para turistas que había junto a la urna de los donativos. Aunque su italiano dejaba mucho que desear, consiguió entender que la basílica se extendía hasta tres pisos bajo tierra y que esas plantas estaban conectadas con distintos túneles de la antigua Roma. Había otra basílica anterior en el segundo nivel, y el cartel explicaba el uso que se le había dado en siglos pasados. Kamel pensó en alertar a Bernard sobre la existencia de este otro edificio dotado de un antiguo sistema de túneles, pero antes tenía que ver con sus propios ojos de dónde había salido el crepuscular.
Se dirigió a la puerta de servicio que lo había visto usar. Estaba cerrada con llave, aunque la cerradura no era gran cosa. Sacó una navaja con la hoja muy fina y la introdujo en el ojo del arcaico mecanismo, que cedió tras un par de intentos.
Ante él se extendía una larga escalera que descendía iluminada por unas cuantas velas montadas en la pared. Kamel bajó con cautela hasta llegar a un tercer nivel subterráneo cuyo tosco suelo de piedra se abría a un santuario de tamaño indeterminado. Oyó movimientos y voces junto a un pedestal y un altar, y divisó además varios féretros de piedra de distinta longitud.
La luz mortecina le permitió distinguir otra puerta que conducía a una nueva serie de túneles. Sacó la brújula y, guiándose por la luz de las velas, encaminó sus pasos hacia el pasadizo que se extendía hacia el este. A los ciento cincuenta metros encontró una puerta cerrada con un escáner biométrico. Estaba claro que aquello no era un pasadizo olvidado y que no les iba a facilitar el trabajo. Aun así, era un avance tras casi un año entero de vigilancia por toda la ciudad. Kamel había encontrado la prueba que necesitaban. Sacó el móvil, hizo una foto y se la mandó a Bernard.
Todavía se veía una placa oxidada soldada al marco de piedra de la puerta:
«La Focaccia: casa fundada en el año 1520 d. C.».
El día señalado, Bernard y Kamel se pertrecharon con un arsenal de armas anticrepusculares, entre ellas varios explosivos y una guadaña de carbono modificado, modelo CPM 15G: la Einig Wesen, diseñada para decapitar crepusculares. Se vistieron con trajes caros, más propios de playboys o de altos dignatarios extranjeros que de agentes secretos. Por si los paraban las autoridades, los documentos falsos que llevaban encima los identificaban como empleados de la embajada francesa.
Entraron en la basílica y descendieron por la escalera de piedra, midiendo sus pasos, con cuidado de detenerse con frecuencia para aguzar el oído por si detectaban algún ruido sospechoso. Una vez abajo, los inquietó encontrar la sala del antiguo altar vacía y en silencio. No podía ser tan sencillo. Kamel se acercó a los sarcófagos alineados junto a una de las paredes. Al barrer sus laterales con el haz de la linterna, se percató de que el polvo que antes los recubría había desaparecido. Todos los féretros de piedra, además, parecían torcidos. ¿Se habrían topado con unos saqueadores de tumbas?
Bernard apuntó con la luz a la cara de Kamel, instándolo a apresurarse. Su compañero señaló los ataúdes de piedra con el dedo y le hizo una seña acordada de antemano que podía significar tanto «preocupación» como «peligro». Bernard dio un paso hacia el túnel del este, pero se detuvo al oír voces procedentes del pasadizo septentrional. Apuntó con el dedo en esa dirección mientras hacía bocina con la mano junto a su oreja.
Cuando llegaron a la puerta de La Focaccia, Bernard destapó el teclado biométrico con el que planeaban burlar el escáner de huellas dactilares. La cerradura se abrió al cabo de cinco minutos. Respiró hondo y tiró para abrir la gran puerta de roble. Kamel empuñó su pistola y entró.
Olía a humedad en la pequeña estancia. Kamel barrió el cuarto con la linterna: parecía tratarse de un almacén en el que sólo había un viejo escritorio, unas cuantas sillas del revés y un montón de cajas.
Y otra puerta cerrada.
Bernard supuso que debía de dar a la cocina, aunque ignoraba cuántas personas estarían trabajando en el restaurante a esas horas. Habían apostado (acertadamente, como no tardaron en comprobar) a que los cocineros no sentirían el menor interés por plantar cara a dos hombres armados hasta los dientes. Los empleados cesaron en su actividad cuando Bernard y Kamel entraron en el restaurante desde una despensa ubicada en la parte de atrás.
Bernard miró hacia las antiguas puertas batientes que daban al comedor. Allí estaba sentado el que debía de ser el propietario del establecimiento, junto con el cardenal Benelli y otros dos hombres de más edad vestidos con trajes caros. Todas las demás mesas estaban vacías.
Conscientes de la fuerza sobrehumana de los crepusculares, Bernard y Kamel sabían que sería absurdo cargar a ciegas y esperar que su misión se saldara con éxito. Lo habían planeado todo. Se pusieron uniformes de cocina y entraron en el restaurante cargando con unas bandejas de servicio. Bernard iba el primero. Los crepusculares tenían un don para adivinar las auténticas intenciones de un individuo a través de su lenguaje corporal, por lo que Bernard y Kamel aparentaron centrar toda su atención en el dueño del restaurante y nadie más.
Los pasos de Bernard parecían flotar sobre el suelo del comedor. Era como si todo se moviese a cámara lenta. El cardenal ni siquiera había dejado de prestar atención a su animada conversación. ¿Podría ser realmente así de sencillo? Cuando los separaban apenas un par de pasos de la mesa, Bernard notó que Kamel se encogía y saltaba. Oyó el estrépito de la bandeja antes de comprender que su compañero había decidido apartarse del plan.
El cardenal reaccionó al ataque como lo habría hecho cualquier otro crepuscular: con una ágil sucesión de movimientos vertiginosos que acabaron con Kamel sujeto por el cuello e inmovilizado contra el suelo. Alrededor de la mesa, los demás comensales no lograron disimular su sorpresa.
Benelli estaba de espaldas a Bernard, en cuyos ojos clavó Kamel una mirada apremiante.
Entonces lo entendió todo. Aquel había sido el plan de Kamel desde el principio: sacrificarse por la misión.
Soltó la bandeja y desplegó la guadaña acoplada a su brazo. La esgrimió con toda la fuerza acumulada tras semanas entrenando para ese momento y decapitó al cardenal Benelli, cuya cabeza golpeó el suelo con un golpe seco.
Bernard echó un último vistazo a los ojos de Kamel, ya desprovistos de vida, antes de regresar corriendo a la cocina bajo la lluvia de balas de las armas de los guardias de seguridad de Benelli.
Bajó de un salto las escaleras que daban al sótano, dando traspiés, con el corazón latiendo desbocado en el pecho, logrando conservar el equilibrio a duras penas. Llegó al túnel septentrional y desanduvo corriendo el camino por el que habían llegado, sin saber qué era lo que resonaba con tanta fuerza contra las paredes, si sus pasos o sus pulsaciones. Sabía que debían de estar pisándole los talones; lo que ignoraba era el número exacto de perseguidores.
Retumbaron unos cuantos disparos, aunque sonaban curiosamente distantes. Otro golpe de suerte: los esbirros de Benelli no estaban familiarizados con los lóbregos túneles que discurrían bajo la ciudad. Bernard llegó a la sala del altar y se detuvo un momento. La tapa de uno de los sarcófagos ahora estaba apoyada contra la pared. Lo embargó una extraña fascinación y se quedó paralizado porque sabía lo que iba a suceder; alzó su arma, preparado para enfrentarse a lo que iba a salir de la caja, si es que no había salido ya de ella. Comprendió que no podía evitarlo si quería subir las escaleras y regresar al altar principal de la basílica. Huir no era una opción; debería plantarle cara allí mismo.
Una figura se perfiló en la penumbra, encorvada y de hombros fornidos, acercándose a él. Bernard tanteó a ciegas y le lanzó lo que más tarde resultaría ser una de las nuevas granadas anticrepusculares. Experimental, una opción arriesgada. Pese a todo, se refugió de un salto tras la estatua de un santo en actitud de combate. La detonación sacudió la escultura y arrojó a Bernard hacia atrás, pese a su cobertura. Se incorporó mientras oía un alarido. La criatura todavía se cernía sobre él, aunque ahora ofrecía un aspecto lastimado y maltrecho. «Puede que la granada haya funcionado de verdad —pensó—. O puede que no».
El desconocido ya estaba alertado de su presencia, por lo que sería absurdo intentar blandir la guadaña; jamás lograría empuñarla a tiempo. Apuntó al crepuscular con la pistola mientras este se abría paso entre el humo de la explosión. Con su mole ya prácticamente encima, Bernard apretó el gatillo tres veces seguidas, al tiempo que la bestia se abalanzaba sobre él.
Aturdido, notó cómo el crepuscular lo levantaba a pulso, sujetándolo por el cuello. Se resignó a morir.
Con la garganta oprimida, contempló las deformes facciones del monstruo que lo estrangulaba.
Facciones que se disolvieron con un fogonazo. Bernard llegó a ver el rostro estrellándose contra el suelo, como se estrelló también él.
Alzó la mirada. Otra figura, vestida de negro y empuñando una guadaña como la suya. Su salvador (negros cabellos ensortijados, uniforme de asalto) se aproximó y lo ayudó a levantarse.
Se trataba de Sara Mesley. Bernard estaba a salvo.
La muerte de Benelli puso fin al cisma en el seno de la Iglesia católica. En cuestión de una semana, el colegio de cardenales se reunió en el Vaticano y eligió al papa Gregorio XVII, un cardenal de Dinamarca cuyo rasgo más destacable era su afición por los libros. Aunque la prensa ensalzó este nombramiento como el regreso de la Iglesia tradicional, no era más que una fina capa de maquillaje con la que se enmascaraban los tumultos que aún sacudían el Vaticano: lo cierto era que el papa Gregorio XVII era una elección tan sorprendente y controvertida que su poder jamás llegó a ser superior al del conjunto de los cardenales. Un considerable número de cardenales crepusculares ocupaba todavía cargos de importancia en la Iglesia, y el papa Gregorio carecía del ímpetu necesario para excomulgarlos. En realidad, opinaba que debería firmarse una tregua con los crepusculares.
Cuando el rastro de las huellas dactilares de La Focaccia nos hubo conducido hasta Bernard Kieslowki (primero a la policía italiana, después a la Interpol y por último al FBI), determinamos que los atentados eran obra de la Orden de Bruder Klaus. No tardamos en establecer un patrón, puesto que los últimos ataques tenían como objetivo tanto cargamentos legítimos de dextrometorfano e ingredientes aislados del fármaco como laboratorios de DXM ilegales.
El FBI comenzó entonces a allanar el terreno para investigar a la orden y lanzar contra ella todo el peso de la ley RICO, o de Chantaje Civil, Influencia y Organizaciones Corruptas. En octubre, tras siete meses de investigación, el FBI obtuvo por fin la autorización necesaria para registrar varias casas vinculadas con la orden, repartidas por distintos Estados. Aunque las pruebas recabadas no eran concluyentes, había otras fuerzas en juego. Los crepusculares tenían amigos en todas las ramas del Gobierno, entre ellas el Departamento de Justicia, desde donde se aspiraba a eliminar a la orden por todos los medios. Para los crepusculares, lograr ese objetivo por la vía legal valía su peso en oro. Por consiguiente, pese a lo enclenque de las pruebas, la fiscalía general adscrita al distrito occidental de Texas acusó a la Orden de Bruder Klaus de terrorismo y crimen organizado.
Veinte de sus miembros fueron encausados, entre ellos el obispo Lawrence Thomas, líder y fundador de la orden. Los comentaristas legales daban por sentado que los casos seguramente terminarían en juicios con jurado; sin embargo, el obispo Thomas dio instrucciones a sus abogados para que negociaran un trato.
El Gobierno dijo que retiraría todos los cargos contra los demás acusados si el obispo se declaraba culpable bajo la ley RICO, a lo que Thomas accedió30.
Fue todo un espectáculo, si hay que hacer caso a los informes de prensa. De no haber estado tan ocupado, habría asistido como espectador. Con palomitas.
La Agencia Federal de Prisiones decretó el envío del obispo Thomas a una penitenciaria de baja seguridad31en Terminal Island (California). La población del centro, emplazado en una isla artificial frente a la costa de Long Beach, consistía en su mayoría de reclusos varones sentenciados por delitos de guante blanco. El obispo se aclimató sin dificultad, llegando incluso a establecer su propio culto en la cárcel y a atender a sus numerosas visitas. Aunque la orden se había disuelto por mandato del tribunal, no tardó en reagruparse con carácter extraoficial en su base de El Paso (Texas). Con el tiempo descubriríamos que, desde el mismo día de la sentencia, extraer al obispo Thomas de la prisión de Terminal Island se había convertido en su principal objetivo.
Bernard Kieslowki ya no estaba disponible, por lo que buscaron a la siguiente agente con más experiencia, aunque muchos opinaban que distaba de estar tan bien preparada como Bernard. El nombre de dicha agente, por supuesto, es de sobra conocido por todos.