CAPÍTULO 6

15 de septiembre

Dieciséis meses después del descubrimiento del THON

Hugo Zumthor

Agente del FBI

No es fácil perseguir fantasmas, y menos si son más grandes, fuertes y rápidos que tú. Sin embargo, eso es lo que llevo haciendo ya mucho tiempo. Oye, ¿qué le dice un fantasma a un vampiro? ¡Te voy a poner los dientes largos!

Por pura casualidad, me encontraba en el equipo original de extracción del FBI que investigaba el incidente de Liza Sole. Trabajé de cerca con la doctora Lauren Scott del CCPE para comprender el virus del THON y cómo afectaba a los cuerpos de sus portadores. La agencia necesitaba conocer los riesgos que entrañaba enfrentarse al virus. Al recibir la información de Lauren, solicité un equipo más grande para vigilar a Liza Sole en el hospital, pero mis superiores me lo negaron; y entonces, por supuesto, escapó.

Aun así, al inicio de la aparición de los crepusculares, no teníamos una unidad dedicada a ellos dentro del FBI. El departamento no decidió crear una unidad especializada en delitos en los que se sospechaba de la implicación de crepusculares hasta que sucedió lo del robo.

Después del caso de Liza Sole y las investigaciones sobre el tema, me consideraban lo más parecido a un experto en delitos crepusculares4 que teníamos. Así que, cuando se disparó la alerta del robo en el Museo de Arte Blanton del campus de la Universidad de Texas, me enviaron a Austin a ayudar en la investigación.

El agente especial al mando recibió el aviso del robo en el museo. Lo normal habría sido que no destacara en la pantalla de nuestros ordenadores, pero uno de los agentes locales del FBI se había llevado un contador Geiger al lugar de los hechos y los restos radiactivos se salían de las gráficas, lo que lo hizo sospechar de la intervención de un crepuscular.

El Museo de Arte Jack S. Blanton estaba en el campus de la Universidad de Texas en Austin. Es un campus precioso, entre las colinas y los campos verdes del centro del estado. También se trataba de uno de los museos de arte universitarios más grandes del país, con una colección permanente y unos fondos considerables. Se encontraba en un edificio moderno e imponente, construido en granito y piedra caliza, y rodeado de un césped muy bien cuidado y de hileras de pacanos que le daban sombra.

En el momento del robo, el museo albergaba una exposición titulada Haring, Warhol y el inicio de la Generación del Arte Callejero. La muestra incluía obras de arte de los años ochenta, sobre todo, y se centraba en la ilustración política abstracta de ese periodo, con sus colores chillones y sus mensajes extravagantes.

Había varios cuadros valiosos en la colección, aunque el ladrón o los ladrones sólo se llevaron uno: Untitled (Madonna, I’m Not Ashamed), una obra de 1985 de Andy Warhol y Keith Haring. Se trataba de un lienzo de cincuenta por cuarenta centímetros pintado con polímero sintético, Day-Glo y acrílico.

En aquellos momentos, el FBI no contaba con ninguna teoría que explicara la elección de aquel cuadro en concreto. Estaba claro que la obra de Lichtenstein y Basquiat era más valiosa, y los ladrones habían tenido tiempo de sobra para llevarse todo lo que quisieran de la colección, pero sólo se llevaron el cuadro de Madonna.

Cuando llegué, el museo estaba repleto de policías y personal del museo, todos en pleno ataque de pánico. Sin duda, los encargados de patrimonio de Warhol y Haring (por no mencionar a los investigadores del seguro que abarrotaban las plantas del museo) tenían a todos con los nervios de punta. Era julio y hacía un calor abrasador; el sudor me caía por las piernas cuando me dejaron cerca de la cinta amarilla que delimitaba el lugar del delito a la entrada del museo. La seguridad del campus parecía al límite de su capacidad: los periodistas ya llegaban hasta la residencia de quince plantas y los edificios de las aulas.

La agente especial Dana Webb, de la oficina local de Austin, me condujo hasta la sala de exposiciones.

—Aquí es donde se exponían las obras —dijo—. La muestra ocupa tres de los salones más grandes de la planta baja. —Una cuadrilla de técnicos revisaba cada centímetro de un cuadrado negro sobre una pared pálida, entre un Basquiat y un Rauschenberg—. Y aquí estaba colgado —me explicó la agente, que señalaba el espacio vacío, a punto de encogerse de hombros.

Supongo que mi cara se lo dijo todo.

—No le gusta el arte moderno —comentó Webb.

Hice una mueca, como si me sintiera mal por ello, lo que no era cierto.

—Tengo una clara relación de amor-odio con las bellas artes. Todo ese dinero para intercambiar imágenes que podría haber pintado un niño… Es como un insulto a los pobres.

—Bueno, este espacio en blanco es como un insulto a nosotros —contestó Webb.

Asentí con la cabeza. Ya me daba cuenta de que no iban a encontrar gran cosa en aquella pared.

—Antes de que nos pongamos con el robo en sí, explíqueme qué sistemas de seguridad tienen instalados.

Primero revisamos el sistema del museo; contaban con un puesto central para el personal de seguridad en un lugar protegido del sótano. No tardé en descubrir que, para ser un museo universitario, sus normas eran bastante estrictas, según los requisitos que me enviaron desde el Comité de Seguridad de la Asociación Americana de Museos5.

Todo apuntaba a que el ladrón o los ladrones habían entrado a través de la única puerta de entrada de servicio, situada en la esquina noroeste del museo; es decir, por la parte de atrás del edificio. La puerta metálica estaba abierta desde fuera con la copia de una llave que, al parecer, habían robado la noche anterior, aunque tal detalle no se descubrió hasta después del robo.

Me llevaron al puesto de control de seguridad del sótano. La entrada estaba limitada a los miembros del equipo de seguridad, el director del museo y sus dos ayudantes directos. La habitación estaba iluminada con hileras de luces fluorescentes, y había numerosas pantallas y monitores con imágenes en directo del circuito cerrado. Me senté a la mesa y un ayudante me puso la grabación. Mientras examinábamos los vídeos de las cámaras exteriores de la universidad en el momento del robo, el diseño de la estática y los problemas de recepción se correspondían aproximadamente al efecto de la grabación de un crepuscular, según mi experiencia previa. El laboratorio del FBI confirmaría más tarde mi sospecha.

Las cámaras que cubrían la carretera que conducía a la entrada trasera no mostraban vehículos desde una hora antes del robo hasta una hora después. Así que solicité las imágenes de las cámaras de la universidad que estuvieran en un radio de un kilómetro cuadrado del museo. La policía de la universidad nos proporcionó acceso a todo el banco de vídeos de vigilancia en un radio de dos kilómetros. Tras una hora de pasar imágenes, localicé un coche en un aparcamiento vacío cerca del edificio de filosofía: un Mercedes negro último modelo con lunas muy tintadas. Es decir, un automóvil adaptado especialmente para un crepuscular.

Le habían quitado las matrículas y, tras examinar en persona el terreno con un dosímetro electrónico portátil para detectar radiación, el rastro nos llevó de vuelta a la sala de exposiciones de la planta baja y el cuadrado vacío de la pared.

Lo cierto era que el lugar del crimen no me decía nada. Bueno, nada salvo que el delito era cosa de un crepuscular. Pero, en fin, era un comienzo. Notaba los ojos de la agente Webb clavados en mí mientras yo examinaba de nuevo el espacio vacío dejado por el cuadro.

—¿Alguna idea? —me preguntó mientras se ponía la chaqueta del traje; en el museo mantenían la temperatura a niveles invernales. Se me acercó, y la boca le olía a cerveza nacional y cigarrillos de clavo. Aquella chica era un versión mejorada de mí mismo.

—No vamos a sacar nada en claro del puñetero lugar de los hechos —dije.

—¿Alguna forma de salvar los vídeos? —preguntó.

—Lo hemos intentado muchas veces, pero ni nuestros técnicos ni los consultores externos han conseguido utilizarlos. La radiación que emiten destroza por completo la grabación.

Si les soy sincero, no tenía muchas esperanzas de resolver aquel robo. Me había pasado lo mismo con otros delitos con sospechosos crepusculares, sobre todo robos en residencias de lujo, pero lo del golpe al museo era una novedad. Lo único que aquellos delitos tenían en común era que las autoridades nunca conseguían resolverlos.

—Deberíamos seguir al Mercedes —dijo Webb.

Así que nos dedicamos a recorrer todas las posibles rutas del coche. Como sospechaba, habían inutilizado con láser o a tiros las cámaras de la policía local y la mayoría de las cámaras de los distintos establecimientos comerciales de la zona.

No obstante, tras un minucioso examen, la policía de Austin y la agente Webb encontraron una residencia junto a la avenida Lamar que contaba con varias cámaras de seguridad fuera de la estructura, frente a su valla y a lo largo de ella. Al parecer, a los crepusculares se les escaparon durante su batida. Tuve que reconocer el esfuerzo de Webb: había dado con la pista pateándose varios kilómetros alrededor del museo, con el calor abrasador de aquel día.

El vídeo de vigilancia doméstica mostraba, efectivamente, un Mercedes negro que bajaba por la avenida Lamar y dejaba atrás la calle 35 más o menos a la hora aproximada a la que terminó el robo, las dos y media de la mañana. Pero Austin era una ciudad muy grande con muchos kilómetros cuadrados, así que habíamos dado con otro callejón sin salida.

Llegados a ese punto, decidí cambiar de táctica. La Universidad de Texas me proporcionó una lista de todos los acontecimientos y reuniones programados para el mismo día del robo. Una me llamó de inmediato la atención: el Club de Drones. Los ladrones habían elegido el mismo día en que el Club de Drones grababa una lluvia de meteoritos. Coincidencias afortunadas como aquella han ayudado a resolver muchos casos. Necesitábamos las grabaciones de los drones, si las había, antes de que las borrasen.

La dirección del club nos condujo a una desvencijada casa al oeste del campus en la que encontramos a dos tipos greñudos con camisetas de bandas y vaqueros cortados. El salón estaba atestado de papeles y platos sucios, y me pregunté cuántos estudiantes vivirían allí. Keith y Tom, los inquilinos y actuales ocupantes del sofá, además de ser presidente y vicepresidente del Club de Drones, parecían muy nerviosos. El rubio con pelambrera (Keith) se iba por las ramas.

—¡No estábamos espiando a nadie! Tío, en serio: sólo volábamos por encima de la ciudad, y eso es legal. Quiero decir, ¿por qué iba la NSA a preocuparse por eso…?

Webb levantó la mano.

—Mira, no habéis hecho nada ilegal. Y somos del FBI, no de la NSA. Estamos aquí porque necesitamos vuestra ayuda.

Los amables ojos azules de Webb y su cara bonita caldearon el ambiente, aunque me daba la impresión de que, si aquello no funcionaba, podía enseñarles su parte más dura y conseguir que se mearan en los pantalones.

—Claro, tío… Digo, señora…, agente. Lo que necesiten —respondió Keith.

Como sospechaba, los chavales habían organizado una «fiesta nocturna de drones» y todavía tenían los vídeos. Webb y yo nos colocamos detrás de ellos mientras nos ponían las grabaciones en sus portátiles. Vi las de Keith mientras Webb se encargaba de las del ordenador de Tom. Unos minutos después, la agente Webb me llamó: en el portátil de Tom se veía un turismo negro que bajaba por Lamar. Nuestro Mercedes.

—Parece la calle 49 o Kerbey Lane —comentó Keith mientras se inclinaba sobre el monitor.

Tom se le unió y asintió.

—Kerbey Lane, seguro.

A la mañana siguiente, después de tomarnos cada uno tres cafés del Starbucks, Webb y yo nos dirigimos a Kerbey Lane. Mientras conducíamos, le pregunté por qué se había unido al FBI.

—Para llevar pistola, por supuesto —respondió entre risas.

—Hay formas más fáciles.

—Lo sé. —Se calló un momento—. He oído hablar de ti. Sé que intentas que el FBI se concentre en estos crepusculares. Yo opino lo mismo. Espero aprender algo del maestro.

—Bueno, se aprende algo de todo el mundo…, aunque sea lo que no hay que hacer.

—En respuesta a tu pregunta —dijo ella, tras sonreír—, era una empollona total en el instituto y creía que quería ser chef después de la universidad. Entonces, robaron a mi madre. El ladrón le dio una buena paliza. Estuvo en coma, y me asusté mucho. Me enfadé. En fin, mírame: mido metro sesenta y cinco y peso cuarenta y ocho kilos. Empecé a aprender kárate, y uno de mis instructores era un agente del FBI jubilado. Nunca se me había pasado por la cabeza, pero él vio algo en mí. Y aquí estoy, quince años después.

Supongo que la sorpresa se me notaría en la cara.

—¿En serio? Si te digo la verdad, te echaba como dieciocho años.

—Por suerte, no —repuso ella, riéndose—. Además, soy madre. Tiene siete años. —Me miró—. ¿Y tú?

—Estoy solo —respondí. No sé bien por qué no mencioné a mi ex. Probablemente porque no iba a salir en futuras conversaciones. Estaba a punto de preguntarle por su… ¿crío?, ¿cría…?, cuando me dijo que iba a girar para meterse en Kerbey Lane y frenó el coche.

—¿Qué crees que vamos a encontrar aquí? —me preguntó mientras entornaba los ojos para examinar las casas de la acera de los números impares—. No veo ningún Mercedes.

Eché un vistazo al lado de los pares y deseé poder caminar en vez de conducir. Necesitaba ver cada casa, una por una.

—No creo que se arriesgaran a seguir con el Mercedes; corrían el riesgo de que los viera otra cámara en alguna parte. Es probable que se libraran de él y cambiaran de vehículo.

Webb asintió.

—Merece la pena probar, supongo.

Condujo despacio por la manzana y se metió en otra calle. No vi nada fuera de lo normal. Entonces entreví algo raro por el rabillo del ojo…

Agarré a Webb del brazo con el que sujetaba el volante.

—Frena, pero no pares. Aparca en la otra esquina.

Webb obedeció.

—¿Qué has visto? —preguntó mientras se volvía para mirar por la luna trasera.

—La tercera casa del lado de los números impares —le señalé—. La del garaje marrón.

—¿Qué pasa con ella?

—Cuesta explicarlo. Las ventanas no encajan. Como si las tuvieran tapadas con algo. No sé por qué, pero la casa no parece real. La luz tiene un reflejo raro en los cristales… La casa parece un escaparate. Como si se esforzara demasiado por ser una casa normal de barrio…

Webb ladeó la cabeza.

—Puede que tengas razón. La verdad es que cuanto más la miro… —Se volvió hacia mí y entornó los ojos—. ¿Ahora qué?

—Tengo que entrar en esa casa —dije, casi para mí.

—No tenemos orden —contestó Webb. Detecté un tono de disculpa en su voz y no hice caso del comentario, como ella probablemente sospechaba que haría.

—Tenemos que esperar a que salga el sol —repliqué—. Después podremos examinarla más de cerca.

Las horas siguientes, antes del alba, las dedicamos a sestear y sudar con el calor del verano de Texas mientras nos turnábamos para vigilar la casa. No era la situación perfecta, claro, aunque tendría que bastar. El sol salió como un lento bostezo y me calentó los agarrotados hombros. No recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido en condiciones. Webb estaba con la cabeza apoyada en el volante, profundamente dormida. Me sentí mal por despertarla, pero teníamos que movernos. Le empujé el brazo, y ella se despertó de golpe.

—¿Qué? Tenía un sueño maravilloso: estaba dormida en mi cama.

—Ha salido el sol. Voy a echarle un vistazo a la casa.

—Me necesitas para cubrirte las espaldas —dijo ella mientras se estiraba y bostezaba—. Podría hacerlo desde el Starbucks, ¿sabes?

—Ya te gustaría. No, quédate aquí y vigila la zona. Ahora mismo vuelvo.

Salí del coche y recorrí la calle en dirección a la casa a oscuras. No era necesario ir con sigilo porque me protegía la luz del sol.

Me detuve en el camino de entrada y examiné los alrededores. Las horas diurnas eran las más vulnerables para los crepusculares, ya que necesitaban descansar una cantidad indeterminada de tiempo dentro de una vaina llena de tierra, así que estaba convencido de que, en aquellos momentos, no me observaban. Estarían encerrados en el interior. Eso no significaba que no hubiera ningún aprendiz aspirante a crepuscular vigilando durante su descanso. A pesar de ser consciente de que eran capaces de hacer cualquier cosa por sus amos crepusculares, me consideraba capaz de manejarlos.

Caminé junto a los setos del lateral de la casa; las ramas me rozaban la cara. No había cámaras a la vista. Me acerqué más a la ventana que se encontraba al lado de la puerta principal. Estaba en lo cierto: habían quitado el vidrio, y lo habían sustituido por hormigón y cubierto de una superficie reflectante opaca para simular cristal.

Se trataba de un refugio para crepusculares.

La tierra cercana a los cimientos estaba removida. No sabía lo que significaba aquello… ¿Habían construido dentro de la casa un sótano para dormir? Sin duda, era sospechoso. El patio de atrás estaba rodeado por una valla de bloques de dos metros y medio de altura. Me acerqué al garaje y tiré del picaporte, pero estaba cerrado a cal y canto. Me agaché para asomarme por las rendijas; no vi el interior, no había suficiente luz. Retrocedí y recorrí el perímetro de la casa. La falsa estructura de ventanas y la construcción cochambrosa la cubrían por completo. Desde allí me dirigí a la valla de bloques que protegía el patio trasero, donde busqué un terrón, un hueco o un saliente que me sirviera para treparla. Estaba intentando subir cuando oí un ruido detrás de mí.

—Baje y dese la vuelta despacio, con las manos en alto —dijo una voz.

Reconocí la cadencia de un agente de policía y bajé… Noté la pistola apuntándome antes incluso de volverme. Y allí estaba: un agente del departamento de policía de Austin mirándome con mala cara mientras me apuntaba entre los ojos.

—Agente, soy del FBI —le dije—. Tengo la placa en el bolsillo izquierdo de la chaqueta.

El poli no respondió, sino que me siguió mirando. Me pregunté si aquel poli de tráfico medio bobo me iba meter una bala en el pecho.

—¿Sabía que existe una condición médica según la cual uno es demasiado estúpido para darse cuenta de lo estúpido que es? Creo que la padece…

—FBI, suelte la puta pistola —le ordenó la agente Webb, que acababa de salir de detrás del seto y había rodeado al poli—. Suelte la pistola —repitió—. FBI. O la suelta ahora mismo o le vuelo la puta cabeza.

El lenguaje que usaba la agente Webb era incluso más sorprendente que el hecho de que alguien me apuntara con una pistola. Y tenía todo el aspecto de no necesitar ninguna excusa para apretar el gatillo.

El poli flacucho frunció el ceño antes de arrodillarse y dejar la pistola en el suelo. Me acerqué, la recogí, me la metí en la cintura del pantalón, saqué mi placa del FBI y lo abofeteé con ella unas cuantas veces. El corazón me galopaba como si fuera a tener un puñetero infarto.

—Debería haberle dicho a mi compañera que te volara la tapa de los sesos por apuntar con un arma a un agente federal.

El poli me lanzó una mirada asesina mientras Webb se guardaba la pistola.

—Lo vi en la valla y supuse que era un ladrón —dijo el agente sin inflexión en la voz.

—¿Quién ha denunciado el incidente? —preguntó Webb.

La pregunta desconcertó al joven policía y el fino bigote rubio le tembló con la brisa. Vi que la chispa de una mentira se le formaba en los ojos.

—Si llamo a la central, ¿encontraré un informe al respecto? —le pregunté. El policía apartó la vista y no respondió. Señalé la casa—. ¿Te han llamado ellos? ¿Estás en la nómina de los crepusculares? ¿Han prometido recrearte? Nunca lo harán.

El agente esperó un momento antes de responder en voz baja:

—Estaba de patrulla y…

—Y una mierda. —dijo Webb.

El policía miró al cielo.

—Re-recibí una llamada en la que me avisaban de un robo en curso.

El agente lo dejó ahí y puso cara de estar satisfecho con su mentira.

—Te creo —le dije mientras miraba a Webb y sonreía; mi compañera arrugó el rostro y me miró como si hubiera perdido la cabeza. Incluso el poli parecía desconcertado. Señalé a Webb—. Me parece que tenemos un posible delito en curso, agente Webb, según este agente de policía. Ante la sospecha de delito flagrante, debemos entrar en la residencia para garantizar la seguridad de los posibles moradores.

—¡No! —balbuceó el poli.

Webb sonrió y sacó su arma.

—Quédate aquí —le dije al agente; y a Webb—: Entramos por la puerta principal.

Abrí la puerta de una patada, sin mucho problema. Dentro había una zona que parecía una cabina improvisada y otra puerta gruesa que no estaba cerrada con llave. Supuse que se trataba de una salvaguardia para evitar que entrara la luz del sol, sobre todo cuando se abría la puerta principal: cerraban la principal antes de abrir la segunda.

Me sorprendí un momento cuando Webb abrió de nuevo ambas puertas de sendas patadas. Se encogió de hombros.

—Puede que necesitemos la luz —dijo.

El cubil estaba completamente a oscuras, y supuse que era porque así resultaba más sencillo localizar cualquier fuga de luz. Pulsé el interruptor de la pared e iluminé el salón vacío. El suelo era de color blanco y la decoración, austera y algo chirriante. En la pared habían escrito un grafiti con letras irregulares: «ANOESIS».

Lo fotografié con el móvil.

Webb se acercó a ver si la cocina estaba despejada. La oí contener el aliento.

—Joder.

Había bolsas vacías, unas encima de otras, por toda la habitación. Las bolsas estaban salpicadas de sangre seca. Era como la escena de una sangrienta batalla de la guerra civil, aunque olía como la consulta de un médico: un intenso olor a antiséptico.

—Parece la casa de mi tía —comenté en voz alta—. Seguro que tienen fundas para la tapa del váter en todos los baños.

En el dormitorio más cercano vimos a un tío delgaducho desnudo sobre un colchón; tenía una aguja clavada en el brazo. Le empujé la cara con la pistola, por probar, pero, dado el tono azulado de la piel, me daba cuenta de que estaba inconsciente.

—Despierta, gilipollas —dije.

La agente Webb se inclinó para comprobarle el pulso. Negó con la cabeza.

—No se lo detecto. Pensaba que los crepusculares eran más cuidadosos con la gente que contratan.

—Tratan a estos imbéciles como a aprendices y les ofrecen la oportunidad de recrearlos —le expliqué; ya lo había visto unas cuantas veces—. Los atiborran de drogas o alcohol; si los aprendices lo aceptan sin rechistar, los crepusculares saben que no tienen verdadera disciplina. Y, al final, dejan que mueran por sobredosis, cuando ya no les resultan útiles. Como este pobre cabrón. Sólo se quedan con los mejores, con la gente que aporta valor al conjunto, en vez de restárselo.

Webb abrió el armario y silbó.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó mientras le daba una patada a una placa metálica empotrada en el suelo.

Eso era lo que yo buscaba; las había en todas las casas de crepusculares.

—¡Bingo! Es la entrada a la residencia de verdad —le dije—. Estará cerrada por dentro. No les gusta que los molesten.

Le hice una señal para que retrocediera, y su sonrisa me dijo que sabía perfectamente lo que sucedería a continuación.

Alcé el arma y apunté a la cerradura antes de apretar el gatillo. Pum, pum, pum, pum. El armario se llenó de humo. Por un momento me pregunté qué estaría pensando el poli idiota de fuera. El candado se rompió y Webb levantó la tapa mientras yo permanecía de pie junto a ella para cubrir el agujero. Ojalá me hubiera llevado la nueva munición experimental específica para amenazas crepusculares. Me había pasado bastante tiempo dándoles la lata a mis colegas sobre la necesidad de armas específicas para enfrentarse a ellos, en concreto sobre las balas de uranio empobrecido, pero por mucho que mis solicitudes subieran por la cadena de mando, lo único que bajaba por ella era mierda podrida.

Fui el primero en descender por las escaleras. Webb me iluminaba con su linterna. El aire olía raro, a metal, aunque, al seguir bajando, me recibió un aroma seco y floral. Encendí la linterna y barrí con ella la habitación al poner el primer pie en el suelo del sótano. Mis ojos se fijaron de inmediato en el interruptor de la luz de la pared, que procedí a encender para ver la habitación al completo.

Su tamaño y la envergadura de las reformas me dejaron pasmado. Detrás de mí, oí que Webb contenía el aliento. Las paredes estaban impolutas, frías y eran de acero, como las de un hospital. En medio de la sala había dos hileras de sacos de dormir de aluminio, que servían de lugar de descanso para los crepusculares. Suelen estar llenos de una mezcla concreta de productos químicos y tierra registrada. Conté a toda prisa: dos filas de cinco.

En potencia, diez crepusculares dormidos.

Lo normal habría sido que usaran lo que yo llamaba vainas del espacio, fabricadas con aluminio de alta calidad. Al parecer, aquellos sacos de dormir hacían las veces de vainas temporales para los crepusculares en tránsito.

—¿Eso es… lo que creo que es? —susurró Webb—. Solo lo había visto en foto.

—Vaya que si lo es. No hace falta que susurres.

Me resistí a la tentación de vaciar el cargador en los sacos. Como mi madre solía decirme, sólo un idiota se dedica a patear avisperos. Webb se acercó a uno de ellos y se inclinó para verlo mejor. Yo me dirigí al otro lado de la habitación y examiné los estantes en busca de algo útil en relación con el robo. Abrí unos cuantos armarios, pero no encontré ni sangre ni nada digno de mención.

Todavía recuerdo el dulce olor a sangre, hierro y perfume o incienso. A pesar de haber leído muchas veces sobre aquel olor, experimentarlo de primera mano… Me embriagó durante unos segundos, y eso fue lo único que necesitaron.

Me volví al oír un ruidito detrás de mí. Vi a un crepuscular. Más monstruo que hombre, con piernas de tronco de árbol, dedos y uñas largas, y una melena de pelo rojo ondulado…, sujetaba el cuello de la agente Dana Webb entre las manos.

Le partió el cuello y se lo dejó colgando por los tendones y la piel.

Me moví siguiendo tanto mi instinto como mis emociones. Recuerdo con claridad vaciar el cargador contra el crepuscular mientras corría hacia las escaleras. Las balas me darían unos segundos, nada más, teniendo en cuenta la resistencia de los crepusculares a las armas convencionales, así que corrí y me abalancé sobre los escalones mientras metía otro cargador en la pistola. Para cuando llegué al escalón de arriba, vi que muchos de ellos salían de sus vainas. «¿Por qué abandonan la seguridad de su vaina durante el día?», me pregunté.

Tropecé a medio escalón, y una mano me destrozó los pantalones y me arañó la pierna; la piel me ardía. Seguí subiendo a cuatro patas. Al llegar al salón, me tiraron al suelo. Me dejaron sin aire en los pulmones. Apenas capaz de sostener la pistola, alcé la mirada y vi que la puerta principal estaba cerrada.

Unas manos intentaron rodearme el cuello.

De repente olí que se quemaba algo que no era carne, como flores podridas, junto con un grito que me retumbó en la cabeza.

El peso se apartó de mi espalda justo cuando mi pistola acertaba en la puerta y los rayos de sol iluminaban el cuarto a través de los agujeros de bala. Rodé hasta ponerme bocarriba y me quedé allí tumbado unos segundos para recuperar el aliento, bañado en la luz del exterior. Seguía aturdido unos segundos después, cuando un equipo táctico del FBI entró en la vivienda.

Tras un examen más minucioso, encontramos un túnel oculto detrás de un armario que conducía a otra casa segura en una calle paralela. Detuvimos a tres crepusculares, los acusamos de conspiración para cometer asesinato, y los enviaron al ala especial para crepusculares recién construida en una prisión de máxima seguridad de Colorado. Al final, los tres escaparon de una celda mientras esperaban su traslado. En estos momentos están en paradero desconocido y en la lista de las diez personas más buscadas del FBI.

La Madonna desaparecida no se recuperó nunca.

El funeral de la agente Dana Webb se celebró en Austin, dos días después de la redada. Asistí, aunque me quedé al fondo. Fue un servicio corto, junto a su tumba. Su criatura, la de siete años, era un niño.

Varias semanas después del incidente del robo, el FBI anunció de manera oficial la formación de una Unidad de Delitos Crepusculares; en términos gubernamentales, a la velocidad de la luz. Al principio se le asignaron tres agentes a tiempo completo, y yo era el agente especial al mando.