Éxtasis (35)

“San Roque, San Roque,

que este perro no me toque”.

Supercherías, pensé,

pero ya lo había dicho

al descubrir la imagen del santo,

a unos pasos de los bancos que ocupábamos.

El hombre volvió a abrir los brazos

como con desesperación

y volvió a cerrarlos

con brusquedad de espantapájaros.

Qué cosas pediría a la medalla milagrosa

con esa vehemencia,

cuando los hombres la poseen

suele ser otro tipo de vehemencia,

tan diferente a la femenina,

del mismo modo que su devoción.

De estar en mis manos,

yo hubiera querido darle lo que pedía:

su pedido era casi una exigencia

y deseé que se lo escuchara.

Yo, en cambio,

estaba ahí tan serena,

observando con atención

la quietud de la basílica

a esa hora de la tarde,

olfateando los restos del incienso

que ya casi no existía

y concentrada en mis cosas,

de las que me había sacado el hombre con su pasión.

Volví a ellas y me di cuenta

de que había pasado la vida mirando a los demás,

como inventando una película

a la que intencionalmente

le había suprimido sonoridad.

Salvo algunas voces

que se metían sin pedir permiso,

fuertes, decididas,

yo había tratado de no escuchar mucho

lo que no convenía a mi silencio.

Las mujeres formaban algunos grupos

para organizar las tareas de la iglesia,

conversaban despacito,

daban la impresión de conocerse

desde hacía mucho tiempo

y de estar resolviendo juntas

cosas que difícilmente se habrían decidido solas.

De sus ropas

se desprendían olores limpios,

como si hubieran planchado las prendas que llevaban,

poco antes de ponérselas.

Detrás de ellas

se adivinaba el gesto de empolvarse,

de aspirar y repartirse la colonia

detrás de las orejas,

en el cuello y en el pecho,

para recibir con demorado lucimiento

las cadenas de plata,

los aros de falsas perlas

y la flor en lo alto del escote

que volvía a usarse

y que ellas prodigaban

como una novedad para sus ropas antiguas.

El hombre se levantó del banco

donde había estado reclinado

y pasó cerca de mí

cubierto por la protección

que acababa de solicitar,

aunque no lo habían abandonado

ni la vehemencia ni la brusquedad,

que parecían ser emanaciones

propias de su apasionada nerviosidad.

Volví a pensar en mis cosas.

El reflejo pálido que daban los vitrales

me recordó otros,

aquellos en donde yo perdía la mirada,

a mediodía,

loca por el sol que los atravesaba

devolviéndoles sus azules y naranjas

sobre las cabezas inclinadas

de las mujeres que esperaban,

sin ansiedad, como canturreando,

la hora de otro encuentro.

Los deseos son incontrolables desatinos

que nos asaltan donde estemos.

“Insensata”, pensé

e inmediatamente supe

que era una palabra poco habitual en mí,

una de esas palabras que habían venido

traídas por la corriente de la poesía,

una solemne traducción de Racine:

“Oui, prince, je languis,

je brûle pour Thésée”.

No había apagado en mí

el fuego de Fedra

después de un invierno malo,

en que las mañanas

sucedían a las noches

con la prolija rutina de la vida.

Un chico de unos cuatro años

terminaba de soplar una vela

en el altar de la medalla milagrosa,

la madre le había dado un fuerte sacudón

y el chico se alejó

doblando exageradamente las rodillas,

hizo una sonrisa mirando a su público

y volvió sobre sus pasos

hasta esconderse en un confesionario.

La madre,

con su niño en brazos,

no podía andar detrás del chico.

Una de las mujeres del grupo

de flores en el escote

encendió la vela con energía

y le echó una mirada severa.

El grupo volvió a reunirse

y una de las mujeres

recibió de alguien que no vi

un enorme ramo de claveles blancos,

otra tomó un florero con unas rosas mustias

que había sobre el altar

y desaparecieron ambas por la puerta lateral,

con paso silencioso una,

con ruido de tacos la otra.

Cada iglesia tiene su silencio:

en ésa,

la amplitud de la nave

hacía que los ruidos se escucharan nítidos,

pero lejanos y altos.

Otros templos eran más propicios

para distinguir los roces que producían

las faldas de las mujeres,

en otro tiempo tal vez,

otras mujeres, otras telas,

para otros oídos,

quizás en aquella capilla

donde los exvotos

fueron las primeras deformaciones que vi,

los primeros despedazamientos que me fascinaron,

por lo terrible de su evocación.

Quién hubiera podido sustraerse

al encanto de la ausencia:

el brazo imaginario

que estaba detrás del bracito de plata,

la pierna detrás de esa piernita.

Entonces el sol

dibujaba encajes en el piso de tierra

con las hojas de sombra de la higuera,

que perdía así

su natural aspereza,

tocadas por la maravilla de una ilusión:

lo que eran, y no eran.

En la basílica,

el mosaico entregaba

otras cosas virtuales;

en la provocación de la luz de una vela

estaban los perfiles,

las aristas de la gente

y de algunos objetos voluptuosos

que abarcaban

la oscura entraña de la nave

y el contacto con una hora sin tiempo.

35- Silvina Ocampo escribió el poema “Éxtasis” a partir del relato “Éxtasis” del libro de Noemí Ulla, Ciudades, Buenos Aires, CEAL, 1983. La edición francesa (publicada con el título en español), Ciudades, Toulouse, Éditions Ombres, 1994, reproduce la versión en francés del poema de Silvina Ocampo. Inédito en español, “Éxtasis” fue recogido por Noemí Ulla en Poesía inédita y dispersa, Buenos Aires, Emecé Editores, 2001. (N. del E., según datos de N. U.)