El poema inalcanzable (47)

Yo amé como a una criatura

ese poema a la tierra natal,

sin duda.

Dios mío, dónde lo atesoraste,

en qué sitio distante,

en qué sitio ubicuo

desmembraba sus lazos,

perpetraba su lineamiento abismal,

hacía flamear sus ojos

de dragón, verdes y rojos.

Penetraba, se dividía como las hormigas

adentro de la tierra o de las plantas, en mi espíritu.

Se derramaba en sueños

como sobre el agua el aceite.

Se cubría de laberintos y de perfumes,

de urdimbres y de úteros.

No me dejó escribir otras cosas,

se introdujo en las frases de mi prosa,

en una horrible pieza de teatro

con un brillo metálico.

Con semblante de aborto

se tornó

subrepticiamente ajeno de modo inverosímil.

Fue mío, esencialmente mío.

Me hizo amar a quien no amé,

con desdén lentamente

me paralizó,

me apresó como a un amante

amado por equivocación.

Cuando apareció la torre de Babel,

el caballo, el estandarte, el ruiseñor

perseguido por el olvido íntimo

sin metro ni rima

ni lápiz ni mano que escribiera sus palabras,

ni en el margen exiguo de un papel de diario,

aunque fuera tan sólo para ser quemado sobre un montón

de hojas fúlgidas de otoño,

como un vidrio de aumento cóncavo

el tiempo lo redujo dándole precisión.

Su idea primordial estaba aún ausente

y para hablarle del amor ascendía las pendientes.

Lo sabré de memoria

un día una noche un silencio

un tiempo infinito.

¡Oh musas! ¡Será posible que no suenen

vuestros cascabeles,

que no brillen vuestros raros collares

para recibirlo!

47- En Proa, tercera época, Buenos Aires, Nº 4, enero-febrero de 1990.