Poema para una muerte efímera (6)

A A. B. C.

Pasaron como naves cargadas de frutas,
como águila que vuela a su comida.
JOB, IX, 26.

I

Qué suave podredumbre, con ese imperceptible

filamento más puro, que ha de llegar del río,

oh Recoleta, frente a tus puestos de fétidas

flores de cementerio, aspiré en tus jardines

para morir después tan subrepticiamente

y renacer de nuevo como si fuese un hábito.

“Oh tiznada araucaria, oh gomero irreal

nutridos de excrementos, de semen y de vidrios.

Oh párvulos, oh cántaro, oh fuente que es batea

de mendigos ardientes que jabonan la ropa.

Oh muros que atesoran nada. Paloma herida

por niños delictuosos que juegan a enterrar”.

Invariable, pensaba: “La muerte es de los otros,

la muerte con sus rígidos códigos y aparatos

no ha de pertenecerme. Viviré para siempre”.

Mas el sueño sin sueños prefigura la muerte:

me llevó a mí a un insólito Parque de Diversiones.

Deslumbrada aprendí que sabía morir

tan bien como los otros o aproximadamente:

“Ser sólo un pizarrón, ser un papel carbónico,

ser el chiflón que pasa por la puerta entreabierta,

ser el presentimiento que se cumple por fin,

ser la oscuridad máxima de un negro terciopelo

o un gusano sin hábitos o el mar donde no hay luz

o el polvo sin pupilas no es para mí ridículo,

ni imposible, al contrario, hoy me parece fácil”.

II

Llegué a través de un túnel de nuevo a la conciencia

y desperté en un cuarto creyendo que era el mío.

“¿Dónde estará la santa que a un incendio asistió

con un libro en la mano y se quemó la diestra?

¿Y dónde estará el sol rayando la mañana?

¿Dónde las incesantes casas en construcción,

el rosado horizonte del Río de la Plata,

las naves y las nubes, la luna y el hollín,

y nosotros, espejos del desorden que vemos?

¿Dónde estamos, si yo no estoy entre vosotros?”

Para mi voz de rata soberbia no hay respuesta:

sólo una trilladora en la calle responde

al ronquido sereno de la enfermera atenta.

III

Mi cuarto era sin duda la imitación del mío

y mientras inundaba el agua a Buenos Aires

se volvían acuáticas mis constantes visiones:

presciencia de noticias que después anunciaron

los diarios cotidianos, ruidosos, estrujados

en los cuartos vecinos, con olor a tabaco.

“¿Qué hace la gente en grupos? ¿No serán monumentos?

¿Eso lila es el agua? ¿Eso amarillo es tierra?

Esas casas de piedra con ventanas exiguas

que trituran la cara de la gente asomada

¿en qué mundo se ubican, en qué Apocalipsis?”

Metálica la lluvia arreciaba en los vidrios:

sus alas arbitrarias de pájaro infinito

en la pared dejaban manchas de humedad, símbolos

que más tarde entreví como cuadros diabólicos.

¡Amarillo limón, lila, lila rosado,

ocre oscuro y azul, azul cobalto, verde!

Una historia del Arte minuciosa y perfecta

trazaban mis visiones, cronológicamente.

Ni la China ni Egipto faltaron en la serie

de imágenes, ni dioses paganos, ni Jesús

con todos sus discípulos, ni triangulares vírgenes,

ni aquel ojo de Abel incesante, ni El Génesis.

IV

Esa banda de música con silbos conmovidos

que oí toda una noche hasta el alba en las íntimas

azoteas desnudas de las casas vecinas...

esa banda de música con silbos penetrantes

recordando la muerte de un ídolo llorado

por hombres que acudían a un jardín donde juegan

las niñas sordomudas, con ira en los columpios,

me pareció más real que la cara atrevida

de aquellos nueve médicos que rodeaban mi cama.

Guirnaldas prominentes de rosas naranjadas,

bajo-relieves griegos decoraban los muros

del dormitorio avieso que no reconocía.

Un león blanco miraba mis ojos con ternura,

y bailaban en rondas diáfanos arlequines

como en el fondo de una piscina, lentamente,

esperando la augusta llegada de los carros

felices y alegóricos, con arneses lustrosos

y con caballos negros que trotaban al son

de cascabeles nítidos. “Bailarines volved,

con rombos en delirio. No os transforméis en monstruos

como el ángel en hiena, como Cristo en un mono,

como la juventud en vejez, como el goce

en torturas y la honra en oprobio”. ¿Por qué

nadie oía mi voz? “Oh Dorinda Fontenla,

¿no adviertes que una enana como un perro te sigue?

Tú, Yusefa Sicinska, ¿no sabes que en el vidrio

rosado de tus lentes llevas en miniatura

Vladivostok y un niño?” Nadie oía mi voz,

porque mi voz tenía el hermético timbre

que tienen las visiones, y el color arbitrario.

“Recorren la arborada extensión de mis venas

dominios persistentes que no son de mi sangre.

Para poder vivir dentro de mis visiones

conozco los secretos de la frivolidad,

las modas que transforman el pelo, las orejas.

Recreo en este cuarto a la naturaleza:

soy árbol: tengo sed; soy piedra: que me arrojen;

soy fuego: que me agreguen las alas que me faltan

para dejar de ser lo que soy un momento...”

V

Sólo en la cara fría del reloj pasa el tiempo

y hablando de alimentos irrumpe en los descansos

la consuetudinaria y falaz alegría

de aquella hermana de caridad alemana

y el fragmento de un árbol, allá afuera, impertérrito,

pega el cielo a los duros vidrios de la ventana

cuando las enfermeras exclaman “listo el pollo”

a la paciente incauta que gira envuelta en sábanas

entre las pinceladas del rojo mertiolate,

y el color tan preciado de la orina en los frascos.

La enfermedad se extiende con subterfugios lúcidos.

“En qué profundidad del mar me hallan, me pierden

y vuelven a buscarme con vuestras herramientas.

Doctores, vuestras caras importunan la noche:

me espantan, son diversas. Arrancad vuestras máscaras,

las lámparas de vuestras negras frentes de cíclopes.

Un día haré un poema denigrando estos ritos.

¿Qué veneno en la sangre, qué veneno en la orina

perturbaría tanto el organismo como

vuestra presencia: atisban así los hombres-ranas

el fondo del océano y aterrando se aterran?

El pavor del paciente crece como el del médico”.

Nadie oía mi voz. “Amigos olvidados,

que alguno de vosotros admire los arneses

de mis caballos negros, que oiga los cascabeles,

que vea las cariátides hermosas y nefandas.

VI

Nadie oía mi voz. “Amigos olvidados.

No busco vuestras caras dentro de mis visiones,

nadie que yo conozco aún estuvo en ellas,

pero quisiera estar con vosotros mirándolas:

mirando aquella nave de oro, griega, en el puerto,

cargada de cabezas, de cuellos y de brazos,

o aquella enredadera humana y admirable,

o aquellas dos montañas hechas de hombres de piedra

combatiendo con miembros fríos, blancos, agudos,

o aquellos rostros jóvenes, perfectos, que envejecen

en cada cielo raso o en cada frontispicio,

ineludiblemente, como flores marchitas,

o esa doble columna, labrada y emblemática,

o esos pruebistas ágiles, con peces en vez de ojos,

de todos los tamaños y de la misma edad,

o aquella perspectiva dedicada al paisaje

que desdeña a los hombres o ignora los objetos,

o el persistente armario de ébano trabajado

o de roble manchado de cal, visto en la infancia,

que pueblan sin cesar un tiempo cuyas zonas

de deleite no están por el dolor excluidas.

A la puerta me espera el resplandor agreste

de la normalidad: no acato aún su dulzura.

Nada es bastante nítido ni armónico ni auténtico:

el amarillo no es amarillo ni el verde

es verde, ni las rosas son rosas verdaderas.

Sospecho que en los fosos el santo vio en los ojos

del león el cielo entero, las jerarquías de ángeles,

y yo sin santidad también miré a mi modo

sin ir al sacrificio, un abismo radiante.

6- Todo lo que aquí relato es fruto de una experiencia personal y no una ficción decorativa. Mientras yo moría empecé este poema. Sus primeros versos recurrían a mi mente como el trapecio lanzado solo en el aire en busca del acróbata. La euforia del moribundo debe de parecerse a la euforia del acróbata en el trapecio, o del preso que escribe un mensaje con un alfiler y con su propia sangre, porque no puede hacerlo de otro modo. ¿Este poema será capaz de trasmitir de algún modo su realidad? Sólo sé que perduró en mi mente durante muchos días como una suerte de símbolo deslumbrante, recreando la vida. Porque no fue escrito sino después, cuando la convalecencia permitió que grabara sus signos en un papel convencional, o tal vez únicamente porque se acerca más a Dios es, y, seguirá siendo, uno de mis predilectos. (S. O.)