El ángel de la guarda (14)
porque somos hechos espectáculo al mundo, y a los ángeles, y a los hombres.
I CORINTIOS, IV, 9
Artilmán, Zelibeth, Rosalm, Tur,
todos tus nombres suenan en mi memoria juntos,
asimismo eras y serás un solo ángel de mi guarda.
“Artilmán”, te llamaba a la hora del poniente cuando bañábamos
y dábamos de comer en bolsas de arpillera afrecho a los caballos del río
cuando cruzábamos el Sarandí
y en otras orillas juntábamos damascos híbridos.
Tenías monedas de chocolate nuevitas y un vestido de azúcar
en tu mirada multicolor joyas deslumbrantes, luz.
“Zelibeth”, te llamaba en el desierto del cinematógrafo
cuando la caravana se detenía muerta de horror
ávida de sed a beber agua
y por no hallar otro sitio para amarnos
las imágenes del paisaje se volvían reales
con fragancia con aire con espacios.
Eras silencioso, voluptuoso como la noche. Llevabas anteojos azules.
¡Por qué no pude fotografiarte!
“Rosalm”, te llamaba cuando el desencanto ató mil brazos
alrededor de mi garganta que tragaba saliva, aterrada,
sobre el pasto verde transformada en lebrel, en pez, en sierva que espera el alma.
Me mirabas con curiosidad
con rubor de manzana.
Te asemejabas a las personas queridas.
“Tur”, te llamaba en la torre de humo fría
que forman las casuarinas húmedas
cuando creía que eras como una estatua,
o como El ángel triste de Filippino Lippi o el desesperado de Jerónimo Bosch
o como el que acompaña a Tobías en un cuadro del Tiziano.
Tenías una camisa de hilo blanca.
¡Ah, qué pobre eras!, pobre y prestigioso.
Comíamos pan, el que se guarda para rayar
en la cocina en los íntimos cajones.
De tanto mirarte se perdió tu forma en mis ojos.
Yo creo que nadie sabe amar y crear si no es a tu lado.
Te amo como te amaba. Todavía. En la multiplicación de tus nombres con dicha de alas.