La cara apócrifa (16)

Sin hacerse ver por mí pero mostrándose a los demás

como una máscara

que jamás se quita,

me sigue.

Fue espejo de quien la miraba,

amiga o enemiga de sí misma

revelando, ocultando secretos

desmentida por las palabras.

Aborrecida por las emociones.

Horrible para sus detractores

y hermosa para los que la amaban.

Tiranizada por sus continuas contradicciones.

Pensó a veces “Qué cómodo sería que fuera hermosa.

Que pudiera expresar cualquier sentimiento impunemente”.

Pensó también “Arrojaría entonces el color de sus ojos al mar

como Polícrates su anillo para ser feliz”.

Ventana donde se asoman los ojos.

Deseaba a veces que no fuera mía

o por lo menos no siempre aparentemente mía.

Asimismo, siendo menos mía que otras más amadas,

que corresponden exactamente a mis sentimientos,

tuve que sobrellevarla como si fuera realmente mía.

Ah, qué lejana en aquel tiempo, en cualquier tiempo está

lejana como un campo añorado y los árboles.

Ah, cuánta sonrisa simulada

cuánto odio y amor

cuánto celo y terror, piedad y curiosidad

sin contar el asombro

marcan todas las facciones

con tatuajes que nada ni nadie puede borrar

del sitio donde están grabadas.

Queda y aún me sigue como las manos que puedo ver.

Luego en días más largos que el resto de la vida

modifica notablemente su propia y extraña invisibilidad.

La conocí diminuta

adentro de una luciente cuchara de plata

abría y cerraba la boca

cuando yo no sabía quién era.

Como a un simio curioso la contemplé.

Di vuelta la cuchara: la vi al revés.

¿Por qué al revés?

Para mirarla dejé de comer el dulce que la empañaba.

Después la busqué ansiosa,

como un perro busca un hueso,

en cuchillos, vidrios, agua, ojos, fondos de aljibe,

en un botellón monstruoso.

Fue entonces que se volvió espejo cuando le faltaba un espejo.

Finalmente con más claridad y proporciones normales

en un verdadero espejito la arrinconé

o más bien ella me arrinconó con su mirada aviesa.

En otros espejos verdaderos, más importantes, volví a encontrarla,

en el cuarto de vestir de mi madre, por ejemplo;

junto a un vestido de baile adorado,

cinturones de terciopelo,

largos guantes de cabritilla,

flores de plumas,

subiendo o bajando por los ascensores, en los trenes,

en las tiendas, en las confiterías, perturbada, desdichada, feliz,

a veces más, a veces menos que yo.

Nadie sabe cuánto me esforcé por imaginarla preciosa

como una actriz de cine en boga

o la heroína de una novela leída por una institutriz

antes de llegar al espejo donde cambiaba mis subterfugios

pasando de la belleza perdida

a la inteligencia subrepticiamente hallada,

de la imagen de mármol que inspira un solitario amor

a la imagen sensible que da amor

de la reina coronada de papel plateado

a la esclava rebelde con tintineo de pulseras de cortina.

La corregí en vano, minuciosamente

juntándole las cejas

agregándole lágrimas

adornándola con levísima sonrisa

tirándole la lengua para volverla graciosa

mordiéndole los labios para volverla cruel

alejándola inclinada para volverla misteriosa.

Entonces, sólo entonces

creía encontrar la más conveniente,

la cara de Bindo Altoviti

(¡qué importaba que fuera un varón si parecía un ángel!)

o la de Pavlova reclinada, vestida de cisne.

(¡Qué importaba que fuera fea si bailaba!)

Cuando un brusco “¿Qué hacés?” fatídico

me arrancaba de la representación:

porque era un pecado

para la dueña infantil de una cara

mirarse demasiado en un espejo.

Tal vez Narciso temblaba en aquellos ojos

y profería secretos eróticos

que la comunicaban inocentemente,

cuando la luna se empañaba,

debajo del mosquitero

con el diablo,

o tal vez ya iba urdiendo

las líneas que después, mucho después,

desearía ardientemente borrar.

Anheló penetrar en el mundo del esteroscopio

donde su madre paseaba en misteriosos jardines

pero no se lo permitieron las frías instantáneas de papel

a las cuales se sometió urgida por el tiempo.

En la primera fotografía toda rosada

aprendió con mucha facilidad

la preocupación que puede expresar la boca mirando una mano

en el acto de lanzar una pelota

sin desanudar el moño cariñoso del peinado.

En la segunda aprendió

con una muñeca de frondosa cabellera

la postura que requiere el incipiente amor maternal

para iluminar un retrato impuesto por la familia.

En la tercera

el ademán absorto que inspira la soledad

del mundo de las personas mayores

la crueldad secreta de los niños

en un patio de un hotel a la hora de la siesta.

En la cuarta

la falaz inocencia

del tul de la primera comunión

el peinado recogido

el éxtasis del rosario de perlitas junto a la boca

herida por los guantes de hilo blanco.

En la quinta

el rubor que se revela hasta en blanco y negro:

los ojos escondidos

debajo del ala del sombrero

y el pelo, el único esplendor visible, escamoteado

adentro de la copa alta de fieltro.

En la sexta

el incómodo atuendo de los quince años,

la organza del vestido tieso, sin gracia

a causa de la moda inconstante,

los zapatos de charol mordoré que modifican la sonrisa,

el polvo que vuelve opacas las mejillas

y los ojos fuera de foco.

En la séptima entre las piedras

vista a través del agua de una cascada su originalidad preconcebida.

En la octava el mar

y la irisada luz del sol la acompaña ¿dónde está? No se ve. Por eso está bien.

En la novena, dos leones en Roma

escupen agua en una fuente acompañando sus primeras arrugas.

No. Miento. No son sus primeras arrugas.

¿En qué momento nacen? Nunca se sabe. Pero muchas acuden a la ceremonia de la fotografía.

En la décima ¿dónde está? Ya tomó la costumbre de esconderse.

Entre las máscaras del barco, vestidas de odaliscas, de cocineros o de gitanas, se pierde al pasar la línea.

Sus oídos escuchan la música de un piano destemplado.

En la onceava, en Zürich, hojas de un bosque la esconden.

Cruzando tanta belleza, ¿cómo no se embellece?

¿No existe acaso el mimetismo? Existe, y es fugaz como el relámpago.

Mas el que ve ese relámpago no lo olvida,

(como no olvida el lago Trasimeno

ni las desoladas cumbres de los Apeninos).

Y en otra, en la que ya perdí la cuenta

la llanura apenas la muestra.

Y en otra, la sierra.

Y en otra ¡cuánta indecisión!

la policía marca su culpabilidad en un pasaporte

¿víctima o asesina?

Y en otra, superpuesta: se recuesta contra ella misma,

con un título que podría ser “hermafrodita”

o “retrato de un espíritu”.

Y en otra. No, no quiero otra. Basta.

Demasiadas fotografías son culpables.

Buscándole un parecido

con los perfiles egipcios

como de animales

que han quedado grabados

en algunas monedas antiguas,

pudo morigerar a veces su antagonismo:

llegué hasta a quererla

porque fue espejo de quien la miraba.

¡Cuchara, vidrio, cuchillo, aljibe, espejo!

No quiero más fotografías de esa cara

que no es la misma cara que estaba adentro de una cuchara

ni en el vidrio, ni en el cuchillo, ni en el aljibe,

ni siquiera en el espejo.

16- Este poema se publica con variantes bajo el título “La cara” en Sara Facio y Alicia D’Amico, Retratos y autorretratos, Buenos Aires, Ediciones Crisis, 1973. (N. del E.)
Hay otros poemas titulados “Las caras” y “La cara”, véanse pág. 326 de Poesía Completa I y aquí.