Los árboles de Buenos Aires (20)
LAMENTACIÓN
Oh cruel ciudad de olvidos y desaires
hachan los árboles de Buenos Aires
para agregar un metro a una avenida,
lucir la estatua conmemorativa.
Mataron los que más me conmovieron
los de la plaza San Martín, murieron
tipas con copas como enredaderas
de la vehemente calle de Las Heras,
y de la plaza de la Recoleta
la procesión de tarcos, violeta,
y algún gran eucalipto maltratado.
Los onanistas los habrán amado
más que los intendentes de jardines;
más que las flores y los querubines,
eróticos amantes perdurables
adornaron las ramas admirables.
VENGANZA
Anaranjados, verdes, amarillos,
en una noche con rumor de grillos
pensaba en ellos viendo arder un leño
para llenarme de árboles mi sueño:
Entraron en las casas y en las camas
derribando a familias con las ramas
como serpientes, con furor, felinas,
paraban los relojes con espinas.
Se desplazó todo un monte de acacias
no dejó entrar a nadie en las farmacias.
Se bebieron el agua en los depósitos
y murieron de sed niños expósitos.
La gente que quería conversar
sólo podía a veces ulular.
No dejaron un vidrio en las ventanas,
desmembraron sin causa a dos enanas.
Clausuraron portones de hospitales
y propagaron misteriosos males
salidos del polvillo enardecido
de cualquier flor de aromo inadvertido.
Las maderas labradas de las puertas
despertaban y ya no estaban muertas.
INICIACIÓN
No entendía en mi infancia aquel respeto
del hombre por el árbol en secreto,
mas sabía que siempre sobre el piano
la purpúrea begonia era el verano,
que dentro del espejo repetidas
plantas del invernáculo traídas,
junto a la estatua fatua deshojaban
pétalos verdaderos que temblaban,
que aunque sangrara amarga mi rodilla
la retama era dulce y amarilla,
que del jardín la flor del plumerillo,
cuando cantaba enardecido el grillo
dentro de una jaulita de cartón,
copiaba el pulso de mi corazón.
Me llenaba de tedio oír hablar
de esas plantas que había que cuidar
como a la gente con enfermedades,
con diversas pasiones, con edades.
Tristes me parecieron los viveros
los ejércitos de árboles austeros
al humano capricho sometidos
con tanta disciplina divididos.
Mi madre quiso que amara las plantas:
las colocaba al pie de algunas santas,
hablándoles a veces como a un niño
las regaba con íntimo cariño.
Cuando las visitaba en los jardines
se ponía un encaje con jazmines
envuelto alrededor de la cabeza,
y las miraba como alguien que reza.
En un vaso de vidrio con rayitas
juntaba un ramo sólo de ramitas:
las hojas que postergan el calor
le gustaban tal vez más que una flor,
pero a mí me gustaba masticarlas,
morderlas, en mis manos estrujarlas.
Todos los árboles la conmovían:
me enseñaba los nombres que tenían.
Me asombré que tuvieran apellido,
que otros fueran propensos al olvido.
(Nombrado como virgen de algún templo,
Grevilea Robusta por ejemplo).
¿Por qué no se llamaban como un gato
o como un niño, Juan, Pedro, Renato?
¿No jugaban de pronto ellos conmigo?
¿No les hablaba como a algún amigo?
Bocas eran los frutos, brazos las ramas,
de los troncos el pie, sensuales camas.
CATÁLOGO
Más importantes que si fueran hombres
hoy recuerdo árboles con muchos nombres.
Con fragancia de miel, de rosas, de higos
qué buenos eran para los mendigos.
Yo pensé: Son mejores que la gente
que les cierra las puertas y que miente.
Me deslumbró en las ramas el rocío,
como pisapapeles sobre el río,
caballos que en las sombras reverberan,
cosas que son y que serán porque eran:
el Sarandí multiplicado, el bagre,
los yuyos que sabían a vinagre;
el columpio en delirio que volaba
sobre el follaje que lo consagraba;
y el amor, la esperanza y el secreto
simbolizados por un simple abeto;
la lavandera que acunaba ropa
y aquel vidente reencarnado en opa
unidos por la sófora, callados,
lamiendo afrodisíacos helados,
viendo pringosos brillos en los tilos
de la baba del diablo con sus hilos.
¡Cedro, recuerdo de mi infancia intacto,
como si hubiera entre él y yo algún pacto!
¡Ombú, que fuiste casa de muñeca,
elefante, andador, armario, Meca!
Amé el aguaribay y los castaños.
Me asombran, me asombraron durante años
esos impúdicos palos borrachos
con el sexo desnudo y los lapachos.
Las casuarinas que ya nadie quiere
por sucias, mi memoria las prefiere.
Y el olmo, el pino, el timbó pacará,
el ceibo, el plátano, el jacarandá.
Los quiero ahora y siempre, los quise antes.
Hay rojos, hay violetas, hay fragantes.
El álamo y el árbol de caoba,
la lamberciana y el gingko-biloba,
en cada uno reconozco un mundo
de verdes experiencias en que me hundo.
Y las bétulas albas y el gomero
y las catalpas en el mes de enero
que asocian el calor a las chicharras
junto a la íntima sombra de las parras.
Y las tipas que escupen y el ciprés
con las piñas que brillan como un pez.
El fénix que atesora cantos, alas,
entre sus palmas, de palomas malas,
y las magnolias con flores fragantes,
marchitas si las tocan, exultantes.
El naranjo, la acacia, el paraíso,
con ramos que al caer forman un friso
o bien un dulce e ilusorio cauce
de agua en el sol despótico. Y el sauce...
el de Las Rubaiyat, el de Argentina
el que me hizo olvidar que soy Silvina.