Era el 27 de julio de 1873, día de entrega de premios en el orfanato femenino Warburton Memorial. El señor Warburton, el hijo de la fundadora, había acudido a entregarlos. Es­taba sentado a la sombra de un pino frente a una mesa cu­bierta con un paño carmesí, y a medida que se iban presentando las chicas se ponía en pie y cogía el premio que le indicaba la señorita Pocock, la gobernanta. Sosteniéndolo en sus largas y blancas manos de caballero, manifestaba el honor que le cabía al recompensar las conductas merecedoras de alabanzas y dar aliento a una institución que tanto interés suscitaba en su familia; luego, con una ligera inclinación, entregaba el premio a la niña, que se retiraba haciendo una reverencia, mientras él volvía a sentarse entre los aplausos de las benefactoras y de las huérfanas que estaban agrupadas a su alrededor; las benefactoras a la sombra y las huérfanas al sol.

Hacía mucho calor. Las benefactoras se desabrochaban los guantes de cabritilla y empezaban a abanicarse, y a medida que una niña sucedía a otra, las elogiosas palabras del señor Warburton se iban haciendo cada vez más fragmentarias, y el gesto con el que otorgaba el galardón más bien sugería la liberación de una carga que la concesión de un premio. Esas cosas no se le daban bien, pero las hacía para honrar la memoria de su madre, y cuando hablaba de méritos y de aplicación, no dejaba de pensar que en cuestión de quince días estaría cazando en un coto escocés, preguntándose si haría tanto calor como allí y si habría urogallos en abundancia. Desde luego era imposible que hiciese más calor. Solo la señorita Pocock soportaba el calor sin pes­tañear. Vivía para el esplendor de aquel día, cuando todos los premios redundaban en su honor, pues, si bien exteriormente se desviaban hacia una u otra de sus pupilas, en realidad se los ofrecían a ella. Se había levantado a las cuatro de la madrugada para dar los últimos toques a los preparativos del orfanato. Ahora, con su nuevo corpiño morado y su aire ceremonial, ostentaba una expresión que nunca variaba, como si tuviera el semblante encerrado en un invisible corsé.

Por quinta vez se acercó a la mesa la misma chica, y el aplauso de las damas benefactoras se intensificó hasta parecer el repiqueteo de un chaparrón. Sukey Bond había ganado tres premios y dos diplomas: era el orgullo de la institución.

—Se otorga el premio por buena conducta —leyó en voz alta el señor Warburton— a Sukey Bond. Un ejemplar de La guerra santa, de Bunyan. Con ilustraciones, según veo. Sukey Bond, tengo el gran placer de concederte el premio por buena conducta. Humm..., la buena conducta lo es todo.

La chica cogió el premio e hizo una reverencia. El señor Warburton apenas le veía la coronilla, pero aun así algo le resultaba familiar.

—¿No te he visto antes? —inquirió.

Aquel tono coloquial detuvo todos los abanicos. La señorita Pocock se inclinó hacia delante y musitó algo.

—¡Cinco premios! —masculló él—. ¡Menuda joya tenemos aquí, bien lo sabe Dios!

La cabeza y los hombros de la chica habían asomado de nuevo por encima de la mesa, y el señor Warburton contempló el prodigio con interés.

¡Vaya cría de urraca!», dijo para sus adentros. Todo ojos y huesos. Su madre, una bailarina de ballet francesa. Menuda pandilla de bichos raros tienen aquí.

A un gesto de la señorita Pocock, Sukey permaneció donde estaba, en la postura en que se había quedado después de hacer la reverencia. El señor Warburton volvió a asumir su divino papel.

—Es muy grato saber que has aprovechado tan bien tus oportunidades. La juventud es la estación en que es preciso..., humm..., recordar al Creador y prepararse para ser un miembro útil de la sociedad. Espero que sigas así.

Toda huérfana sensible apreciaba a Sukey Bond, de modo que el hecho de salir allí de nuevo a que encomiaran sus cualidades significaba que tenía que volver a hacer la reverencia. Hasta la señorita Pocock le dirigió una prolongada sonrisa. Pero Sukey, asaltada por una sensación de fatalidad, estaba demasiado nerviosa para sentirse cohibida, y mien­tras se llevaba el premio por buena conducta y lo dejaba junto al vestido largo de algodón marrón y el dedal de marfil, sus movimientos eran lentos y precisos, y su rostro traslucía una expresión de inquietud. Una cierta solemnidad la aislaba de su entorno, y la carga de responsabilidades desconocidas confería dignidad a sus pasos; porque aquel día resplandeciente era el último que pasaba en el orfanato femenino Warburton; al día siguiente se iría a servir. Le habían encontrado un empleo en una granja de Essex. Su salario ascendería a diez libras anuales, y no se le requería más que honradez, diligencia, pulcritud, sobriedad, obediencia, puntualidad, modestia, los principios de la Iglesia anglicana, buena salud y unos conocimientos generales de las tareas domésticas, además de los propios de una granja lechera, lavar, remendar y cocinar con sencillez. Todo lo había organizado la señora Seaborn, la esposa del rector de Southend, y al día siguiente iba a emprender el viaje al cuidado de esa dama.

La señora Seaborn era una de las benefactoras, especialmente notable por estar emparentada con el señor Warburton. Cuando se presentó ante el comité de selección, Sukey se preguntó cuál de aquellas faldas de seda sería la de la señora Seaborn; pero sus conjeturas no habían ido más allá, porque no había osado alzar la vista y mirar a aque­llas damas a la cara.

Sukey Bond había pasado cinco años en el orfanato. Llegó al cumplir los once, desnutrida y encorvada, porque al ser la primogénita de la familia, y la única niña, parecía que había aprendido a caminar sin otro propósito que el de cargar con sus hermanos. Cuando murió su madre —el señor Warburton se equivocaba con respecto a su condición, porque la señora Bond había sido lavandera en Notting Dale—, Sukey estaba preparada para ocupar su puesto, para lavar y vestir a la última criatura y cocinar y arreglar la ropa a los demás. Sin embargo, la situación era insostenible porque no había nadie que ganara el pan en la familia. Para aliviar sus penas, el señor Bond se había aficionado al whisky y, después de romperse la pierna en plena borrachera, murió de gangrena. Fue necesaria la intervención de las autoridades del distrito. El Bond más pequeño fue adoptado por la esposa de un acaudalado comerciante de maíz, y los demás fueron internados en diversas instituciones de caridad.

Aunque la espalda se le volvió a enderezar, Sukey echa­ba de menos el cálido peso que la había encorvado. Muchas noches permanecía despierta, gimoteando en silencio por sus hermanos perdidos. En efecto, los había perdido, porque si bien había aprendido a escribir, en el orfanato femenino Warburton solo le entregaban un sello de un penique cada quince días, y las angustiadas cartas que enviaba a sus cinco hermanos, por turno, poco podían hacer para reunir de nuevo a la dispersa familia. A veces recibía respuesta, pero era solo una leve repetición de sus propias certezas y buenos deseos, como si una pared en blanco le devolviera el eco mutilado de sus palabras.

La conducta de Sukey en el orfanato era ejemplar, pero sin un trato distintivo. Aprendía lo que le enseñaban y hacía lo que le ordenaban, y a pesar de ello ni era elogiada por sus superiores ni detestada por sus compañeras. Su única cualidad notable era el don de la obediencia —un don que casi equivalía a un rasgo de genio—, y cualquier cometido encomiable que emprendiera, ya fuera un espléndido zurcido, una tarta de pasta quebrada o una lista de los reyes de Israel y Judea, se aceptaba como el resultado lógico de su servicial disposición.

Ahora todo eso tocaba a su fin, y los pensamientos de Sukey escudriñaban el mañana. No sabía nada de la región, salvo lo que le habían contado, y lo único que podía anticipar de su vida en la granja era que tendría que levantarse muy temprano y que quizá debería sujetar un cuenco cuando matasen los cerdos. Su idea de lo que podía ser el campo estaba imbuida por la religión: el verso de un cántico que representaba el campo vestido de un verde vivo y la vidriera de colores que contemplaba los domingos, en la que se veía al Buen Pastor apacentando su rebaño entre un paisaje de pequeños campos atravesados por angostos arroyos azulados.

Pero la señorita Pocock había dicho que New Easter estaba en las marismas. Esa palabra le daba escalofríos. Las marismas eran frías, agrestes, peligrosas. El aire contaminado campaba a sus anchas, las aguas estancadas reflejaban el sanguinolento destello del ocaso furioso. Pensó en las oscuras tardes de invierno, con el viento rondando por los arbustos. De los verdes campos imaginarios huían las ovejas, presas del pánico, y Sukey vio un campamento de gitanos, que secuestraban a niños pequeños y comían carne de víbora.

Tan espantoso le parecía todo aquello que, una vez entregado el último premio, cuando vio desaparecer por la verja a un trote brioso el sombrero de copa del señor Warburton, y después de que la señorita Pocock la hubiera conducido ante la presencia de la señora Seaborn, Sukey decidió dar un paso desesperado: suplicar que no la llevaran a New Easter. Pero al alzar la vista hacia el rostro de aquella dama, supo que no podría llevarla a un sitio donde no se encontrara a gusto. Cuando el vestido de seda gris de la señora Seaborn pasó rozando el césped, parecía entonar una suave melodía. Sus hombros eran bajos y redondeados, su voz una caricia para el oído. Era como una paloma, y los pequeños botones de ónice de su vestido parecían ojos de paloma.

Cuando la señora Seaborn se marchó, Sukey se sintió como si hubiera bajado delicadamente de una nube blanca. Aquella noche, en el oficio de vísperas, la señorita Pocock invocó la protección divina para la niña que iba a enfrentarse al mundo, mencionándola incluso por su nombre. Pero la conciencia de Sukey apenas registró tal honor, casi equivalente a una presentación personal, porque todos sus pensamientos estaban puestos en el día siguiente, cuando volviera a ver a aquella armoniosa criatura.

Nunca había viajado en ferrocarril, pero se olvidó de mirar el humo que salía de la máquina, de observar los tejados de las casas que pasaban atropelladamente, de comer los sándwiches. No hacía más que contemplar a la señora Seaborn, aunque con discreción, porque la dama estaba recostada en el asiento con los ojos cerrados y una amable expresión en el rostro, sosteniendo sobre las piernas un elegante pañuelo y un frasquito de sales aromáticas.

Sukey habría deseado quedarse toda la vida con ella. Trabajaría día y noche sin pedir paga alguna, porque servir a una dama así ya sería salario suficiente. Formuló la petición en su mente, convencida de que su deseo sería escuchado y concedido. Pero el plácido aspecto de la señora Seaborn, que en realidad parecía dormida, le impedía ser lo bastante descortés para importunarla, y cuando la dama por fin habló, fue para decirle que recogiera sus cosas porque ya estaban en Southend.

Fueron en coche hasta la rectoría, donde enviaron a Sukey a la cocina a tomar una taza de té. De las paredes colgaban relucientes utensilios: comprendió que eran para cocinar, pero desconocía su uso. Al verlos, recordó su deseo de servir a la señora Seaborn y se sintió avergonzada. Una hora antes, en el tren que la llevaba como una exhalación por los fugaces campos y tejados de las casas y sobre el breve estrépito de los puentes, ese deseo, ese destino, no había parecido demasiado exagerado. Pero ahora la inspiración del movimiento había desaparecido, y sentada, inmóvil, observando los brillantes utensilios y los cinco moldes de gelatina semejantes a templos colocados sobre la repisa de la chimenea, comprendió que no tenía cabida en todo aquel esplendor. Era demasiado elevado, demasiado complicado para ella.

Se oyó un traqueteo de ruedas en el patio del establo.

—Supongo que será el señor Noman, que viene a buscarte —le dijo la cocinera—. Será mejor que recojas tus cosas.

Obedeció. En medio del patio había un palomar en lo alto de un poste. Al oír el chirrido sobre los adoquines del baúl metálico de Sukey, las palomas aletearon con vehemencia, echando a volar, perturbadas por el alboroto. La mu­chacha se sentó en el baúl, a esperar. Al otro lado del mu­ro de ladrillo había una hilera de limoneros. Sus flores se habían marchitado, colgaban flojas y deslucidas, aunque seguían emanando un olor monótono y dulzón. Oía los ruidos del interior de la casa, donde las criadas lavaban ropa y charlaban frente a la pila, pero en el patio reinaba el silencio. Unas veces el caballo del señor Noman golpeaba los adoquines con los cascos; otras, una paloma volaba entre rama y rama con un brusco aleteo. Sukey sintió que recordaría toda la vida el patio del establo de la rectoría. Era un pesar tan puro que casi le llenaba el pecho de paz. Se había olvidado de que iba de camino a New Easter; solo podía pen­sar en lo mucho que apreciaba a la señora Seaborn y que ahora iba a separarse de ella.

Por fin la señora Seaborn apareció en el patio con el señor Noman. Era un hombre alto y corpulento, cuyo voluminoso tamaño la intimidó. De la mitad superior, Sukey tuvo una impresión confusa; pero llevaba polainas de piel y sus piernas le inspiraron confianza, y se dirigió a ella con voz fuerte y benevolente. Sukey se encaramó al asiento delantero y el carruaje de dos ruedas crujió y se balanceó cuando él subió a su lado.

Sukey no volvió la cabeza al salir del patio. Sus pensamientos se nutrían de las palabras de advertencia que la señora Seaborn le había dirigido al despedirse, y observando la oscilante grupa del caballo que tenía frente a los ojos, juró merecer la confianza de aquella dama y cumplir con las obligaciones impuestas por el género de vida que Dios había tenido la bondad de concederle. Pensando en eso, se quitó los guantes negros de algodón e hizo un ovillo con ellos. Sus ojos estaban llenos de pena, con lágrimas por derramar. No se fijó en las calles de Southend ni en los polvorientos olmos que se inclinaban sobre ellos cuando el camino se adentró en la campiña. Viajaron en silencio hasta que el señor Noman, señalando con la fusta en dirección nordeste, anunció:

—Allí están los marjales.

Habían coronado la cima de un pequeño promontorio, y ante sus ojos los campos empezaron a descender y a extenderse a uno y otro lado en llanuras de vivos colores surcadas y punteadas por aguas destellantes. Había granjas aquí y allá, y unos bosquecillos de árboles enanos se mostraban, os­curos y enérgicos, en el cielo sin nubes; nada se movía, in­cluso el ganado estaba quieto, agrupado en torno a los árboles en busca de sombra. Las marismas se extendían en inmóvil animación, tensas y brillantes como la piel de un ani­­mal salvaje. Un borde oscuro las limitaba hacia el este y, más allá, había otra extensión reluciente que nublaba la vista.

—¿Eso es el mar? —preguntó ella.

—No —contestó el señor Noman—. Son las salinas. El mar está más allá. Ya debe de haber subido la marea. —Hizo una pausa y añadió—: El mar no tardará en llegar.

Ella se preguntó hasta dónde alcanzaría, y si alguna vez llegaría tan lejos como para rodear las granjas, de modo que con sus paredes embreadas se asemejaran al Arca de Noé que aparecía representada en las cajas de cerillas.

A medida que dejaban atrás los matorrales y llegaban a la altura de la marisma, el camino iba llenándose de baches. Poco después se convirtió en un rodero y el señor Noman puso el caballo al paso. Frente a ellos apareció una gran­ja junto a la cual se alzaba un castaño. Sukey preguntó si era New Easter. El señor Noman sacudió la cabeza. Aquello era Ratten’s Wick, dijo él; allí dejarían el caballo y el carruaje, que había pedido prestados a su cuñado porque su jamelgo se había quedado cojo. Pasaron frente al almiar, agarrando el baúl entre los dos. Más allá seguía el sendero, angosto y lleno de matojos. Continuaba en línea recta a través del mar­jal hacia un elevado promontorio, donde parecía terminar todo, contenido por aquella barrera verde que se iba levantando ante ellos a medida que se aproximaban.

La planicie de los marjales altera el sentido de la proporción. Cuando llegaron al pie del montículo, Sukey se sorprendió al ver que este no medía más de cuatro o cinco metros de altura. Agarrándose a los arbustos que revestían los lados como un forro de lana, ascendió a la cima.

Lanzó una exclamación de sorpresa ante lo que vio. A sus pies corría un riachuelo de aguas lentas que se abría paso hacia el interior a través de hierbas de tallo grueso y arbustos de siemprevivas azules. En la otra orilla, unas tierras bajas y verdes, y cerca del canal, una casa de labranza, de madera y alquitranada. En un cercado había un viejo ca­ballo blanco. Tenía la cabeza rígida, inclinada hacia delante. Dormía, de pie.

El señor Noman silbó. El viejo caballo se sacudió y un hombre salió de la casa y se cubrió los ojos con la mano para protegerse del sol. Al ver al señor Noman, bajó a la orilla, desamarró una canoa y cruzó el río hacia donde ellos estaban.

—Esta es la chica nueva, Zeph —dijo el señor Noman.

—¿Qué te parece la isla de Derryman, muchacha? —pre­guntó Zeph.

Sukey había aprendido en su libro de geografía que una isla es un trozo de tierra rodeado de agua por todas partes. También había aprendido que existían islas de coral, islas enteras hechas del mismo material que el broche de la señorita Pocock. Si el barro seco del embarcadero de New Easter hubiese sido una playa de color de rosa, no habría puesto el pie en él con mayor emoción, tan maravilloso le parecía pisar una isla.

A la mañana siguiente, la niebla marina cubría los marjales. Al mirar por la ventana, Sukey no veía más que la parte alta de las dependencias de la granja que emergían entre la bruma, con sus grisáceos techos de paja enrojecidos por el sol naciente. No hacía viento, sin embargo la neblina se agitaba formando pequeños remolinos que giraban sobre sí mismos y se disolvían en un silencio extraño. Los animales pastaban entre la bruma; los oía resoplar y arrancar la hierba. En lo alto, el cielo era de un azul inmaculado. Sukey se olvidó de la desilusión de poder ver tan poco de su nuevo entorno. Había soñado con ello, recordó ahora, pero nada podía agradarle tanto como aquel despertar, que era como si empezara a soñar.

Solo cuando los hombres terminaron de desayunar y salieron a trabajar la niebla se disipó de repente, como un velo que de pronto es apartado de la vista. Sukey se apresuró a salir afuera para disfrutar, aunque solo fuese un momento, del resplandeciente frescor de la mañana. Una brisa ligera corría sobre los campos, trayendo consigo esa fragancia peculiar de los marjales —en parte el olor cálido de tierra adentro, y en parte el olor a mar, melancólico como un deseo—, el olor de la unión de dos elementos. Por todas partes se oía el ruido de los saltamontes; parecía haber uno en cada hoja de hierba, tan estrepitoso e incesante era su canto.

De pronto sintió que estaba siendo observada. Se avergonzó de que la encontraran holgazaneando en su primera mañana de servicio, así que volvió hacia la casa. Una joven estaba junto a la puerta, examinándola con atención. Era alta y robusta, y tenía el rostro bronceado por el sol.

—Supongo que serás la chica nueva, ¿no?

Su voz era lo bastante fuerte como para salvar la distancia que las separaba. La de Sukey, no. Asintió con la cabeza y se acercó a la desconocida.

—Me llamo Prudence Gulland. Yo era la chica que trabajaba aquí antes de que tú llegaras, y el señor Noman me dijo que viniera para enseñarte los quehaceres de la casa.

Parecía haber un montón de cosas que aprender. Con ruidosos movimientos y apabullante actividad, Prudence pasaba de una a otra tarea doméstica, y mientras trabajaba iba soltando avisos y advertencias como un fuego graneado, mientras repetía a Sukey que la atendiera y la siguiera a todas partes.

—Esta es la leñera —dijo Prudence, abriendo una puer­ta que mostraba una oscuridad moteada para luego cerrarla de golpe—. Llena de murciélagos. Si no tienes cuidado, te agarran del pelo... No toques la escopeta de señor Noman. Puede dispararse... Procura no resbalar en este char­co cuando vayas a dar de comer a los cerdos. Y atención a ese pato. Tiene malas pulgas.

A medida que transcurría la mañana, Sukey iba de­sanimándose cada vez más. Las palabras de Prudence encerraban una desagradable cortesía. A sus advertencias se añadió un tono de condolencia, también cordial.

—Por lo que veo no vas a aguantar el invierno. Vas a sentirte tan mal que te darán ganas de morirte, viniendo de Londres y estando tan escuálida. ¿Tienes sabañones?

—No.

—Aquí los tendrás. Toda la gente que vive en los marjales los tiene. Fiebres palúdicas, también. Y en tu caso, viniendo de fuera, serán aún peor. ¿Por qué has venido a las marismas?

—Me mandaron aquí. La señora Seaborn se ocupó de arreglarlo todo.

—Ah, conque la señora Seaborn, ¿eh?

El tono de Prudence era desagradable. Sukey replicó enseguida.

—Creo que la señora Seaborn es una dama encantadora.

—Válgame Dios, no hay necesidad de ponerse a la defensiva. Yo no he dicho que no fuera encantadora, ¿verdad? Pero sí te puedo garantizar, sea quien sea quien te haya mandado aquí, que no te va a gustar, eso seguro. Esto es tan lúgubre como una iglesia vacía. Y más frío.

Sukey pensó si debería preguntar por los Noman, pero Prudence se le adelantó, arrojando sobre ellos la misma escabrosa luz con que iluminaba todo lo de New Easter.

—¡Menuda compañía tan alegre vas a tener con ellos! —exclamó—. Bien podrían ser una familia de osos. El viejo no habla nunca, y sus hijos menos. Eric, el joven, es un tontaina. En cuanto a Zeph, es un peculiar.1 En los marjales los hay a montones.

—¿Por qué?

—No van a la iglesia —dijo Prudence tristemente—, tampoco hablan mal de nadie.

Poco antes de mediodía y del almuerzo apareció Reuben, el hijo mayor del señor Noman. No entró en la casa, sino que comenzó a merodear entre las altas hileras de judías verdes. Poco después empezó a silbar. Prudence se puso el sombrero y echó un vistazo a la cocina para ver si todo estaba en su sitio. Luego dijo:

—Procura no decirle al viejo que he estado aquí.

—Creía que era él quien te había dicho que vinieras.

Prudence chasqueó desdeñosamente la lengua contra el paladar y se apresuró a salir de la cocina. Pero se detuvo en la puerta y lanzó a Sukey una mirada escrutadora, repasándola de arriba abajo, sonriendo con los labios apretados.

—Así que te ha mandado la señora Seaborn, ¿eh? Por lo visto, se le suele antojar traer a gente aquí. Muy prendada del sitio debe de estar. Supongo que le sirve de vertedero.

—¿Quién más ha...?

Prudence soltó una carcajada y salió. Sukey vio, desde la ventana, cómo se dirigía al embarcadero, y al poco Reuben apareció de entre las hileras de judías y la siguió, caminando despacio y golpeando con un bastón la cabeza de las flores silvestres, como si le sobrara el tiempo. Luego oyó ruido de remos.

Sukey estaba profundamente ofendida. Podría haber pasado por alto la observación sobre el vertedero, ya que iba dirigida a ella, y era evidente que enseguida la antipatía entre ellas dos había sido recíproca; pero hablar de la señora Seaborn con aquella falta de respeto, eso era imperdonable. No le dijo nada al señor Noman de la visita de la mañana, porque aunque era consciente de que la había tratado como a una cualquiera, no se rebajaría —dijo para sus adentros— traicionándola. Intentó quitársela de la cabeza, pero el recuerdo de Prudence la acompañó durante toda la tarde mientras hacía sus tareas, desconcertándola y desanimándola.

Una cierta pereza había contribuido a su decisión, porque Sukey tenía buen carácter y quizá se hubiera inclinado por dejar pasar las cosas si sus circunstancias actuales lo hubieran permitido. Tal como estaban, aplicó resueltamente sus esfuerzos a alcanzar el momento de ocio ideal: estar en una cocina impecable y perfecta donde no quedara nada por hacer.

Sukey enseguida se habría adaptado a su nueva vi­da de no haber sido por el desagradable vuelco que el episodio de la mañana había dado a sus pensamientos. Aunque el sentido común le decía que apartara de su mente tales ideas, las palabras de Prudence le habían hecho recelar de su entorno, inclinándola a compadecerse de sí misma. Pero no tenía motivos para ello. Disponía de un buen alojamiento y estaba bien alimentada —mucho mejor que en el orfanato, donde estaba prohibido servirse dos veces, salvo el día del arroz hervido—, el aire del campo le sentaba bien, el trabajo no rebasaba sus capacidades y nadie le echaba en cara nada ni interfería en sus tareas. Tampoco la oprimía el tedio con el que Prudence la había amenazado. Dentro de casa estaba demasiado ocupada para sentir la soledad, y cuando salía estaba demasiado emocionada por la novedad del paisaje como para que su austeridad la perturbara. Pero, a pesar de todo eso, Sukey no era capaz de quitarse de encima la sensación de que su suerte era, en cierto modo, deplorable, y su futuro estaba colmado de amenazas.

A veces atribuía aquel desasosiego al hecho de vivir en una isla. Al principio, la idea de una isla le había parecido de lo más agradable; casi como una prolongación del sentido de seguridad que procura el estar arropada en la cama. A continuación, sin embargo, comenzó a imaginarse que aquellos que viven en una isla se hallan expuestos a una especie de vulnerabilidad. Están solos, apartados de cualquier ayuda, de la calidez hogareña de tierra firme, invisibles, olvidados. Solo existen en sueños.

Esa impresión de llevar una vida inconsistente e irreal se intensificó cuando Sukey conoció la historia de los marjales. Todos aquellos campos, le explicó Zeph, habían sido sustraídos, hectárea tras hectárea, al mar. Según contaban los hombres más viejos, el mar llegaba a un kilómetro de Dannie, un pueblo que estaba en el interior, al norte de la isla de Derryman, con la iglesia oculta en un bosquecillo de fresnos y chaparros. Empezaron a construir un dique tras otro, rechazando la marea, cada vez más debilitada. Cada campesino era responsable del mantenimiento del trozo de dique que guardaba su propiedad, y en las marismas no había mayor delito que el de permitir que el ganado lo rompiera, porque si entraba la marea por la grieta podía destruir el trabajo de muchos años. Una vez delimitada, en las últimas franjas sustraídas a las salinas salobres se excavaban acequias y canales. Una nueva marea las anegaba, una oleada de vegetación crecía exultante en el tosco suelo. Otros diez años, y aquellos desechos verdes eran arados de nuevo, y el maíz crecía sobre lo que había sido el lecho marino.

Zeph hablaba con el entusiasmo de un conquistador, pero Sukey se ponía del bando del mar, lo mismo que los marjales, pensaba ella, porque ¿acaso cuando crecía la marea alta no se henchían de solidaridad las charcas y canales rodeados de tierra por todas partes? Recordó la primera vez que los vio, aquella extensión imperturbable que albergaba el secreto deseo de que llegara la hora en que la niebla se abalanzara sobre ella, avanzando a oleadas como el fantasma del mar que hubiera regresado para reclamar lo suyo. No resultaba extraño que la granja y la vida que Sukey allí llevaba pareciesen estar teñidas de irrealidad o que ella se sintiera alejada de su propio ser. En efecto, el hecho de que estuviera lavando ropa y horneando pan donde una vez habían nadado los peces era como un sueño.

Confiaba en que Zeph le propusiera llevarla al mar, porque si bien sabía que bastaba con seguir hacia el este los meandros del río para encontrar el camino, le faltaba valor para ir sola. Rebaños de ganado y caballos pastaban en los marjales; pero no los temía, porque pronto descubrió que en el peor de los casos lo único que podían hacer era seguirla, resoplando, curiosos, pero sin intención de hacerle ningún daño. Era el propio mar lo que temía. La Biblia le había enseñado que el mar era algo temible. Se formaban tempestades, se enfurecían las olas crueles. Tal vez la envolvería y arrastraría una ola o quizá viera los restos de un naufragio.

Esperó en vano. Zeph no tenía una opinión demasiado buena del mar y no consideraba que llevar a una muchacha respetable a contemplar aquella sombría visión fuese un gesto de cortesía. Cuando salieron de la granja, Zeph, que caminaba con el rostro vuelto hacia tierra adentro, llevó a Sukey al nuevo silo del señor Hardwick. Ella observó con el debido respeto aquella rareza, que le recordó la Torre de Babel, y pensó lo espantoso que sería que Zeph se pusiera de pronto a hablar francés. Después de subir al silo y tantearlo con el bastón, Zeph emprendió el camino de vuelta. No rompió el silencio hasta que estuvieron en la carretera de Dannie y a punto de cruzar a la isla, porque allí, donde el río se estrechaba tanto, habían hecho un terraplén por donde pasaba un camino de carro; luego miró atrás, hacia una avenida de olmos que se extendía a lo largo de los campos hacia la finca del señor Hardwick. En medio de la avenida había una carreta voluminosa, parecía que ninguna fuerza podría despegarla de los surcos donde había crecido la hierba, y sobre ella se habían aposentado unas cuantas aves blancas.

—¡Ah —gruñó Zeph—, este será el último camino que veremos hoy! Y este, el último seto de espinos.

Acarició suavemente el seto con su mano callosa.

—Bueno, no podemos esperar comodidades en los marjales, así que es inútil pensar en ello. Dios determinó que hubiera marismas, pero no las creó para que fuera cómodo vivir en ellas.

Zeph no volvió a abrir la boca hasta que anunció que tenían New Easter a la vista. Puede que fuera la obligación de no hablar mal de nadie lo que había hecho de Zeph un hombre de tan pocas palabras. Había que proceder con cautela; el mal no tarda en salir de la boca, y entonces, quizá, por ello un día le vino a la mente que el modo más seguro y más simple fuera el de no hablar en absoluto.

Los domingos por la mañana, Zeph se sentaba bajo el almiar a leer la Biblia, y cuando sonaba la campana del almuerzo caminaba despacio por el sendero entonando la doxología de Isaac Watts con la música de «London Old». Los Noman sí eran religiosos, y acudían en carruaje a la igle­sia de Dannie. El almuerzo de los domingos obligaba a Sukey a quedarse en la casa, pero tenía la tarde libre para pasear por los marjales con su devocionario. Hiciera el tiempo que hiciese, en la iglesia de Dannie siempre hacía frío y olía a humedad. El servicio religioso lo impartía un arrugado coadjutor que parecía tan ansioso de llegar al final que, en su agitación, daba la impresión de que hubiera olvidado cómo terminarlos, como si descubriera una vía de escape y se abalanzara por ella con un gracias a Dios en los labios. No era el estilo de predicar al que Sukey estaba acostumbrada. En Londres, el señor James explicaba los pasajes más arduos y difíciles con la sencillez de una apisonadora; y a veces Sukey sentía la tentación de envidiar a Zeph por sus reu­niones con los peculiars, que se celebraban en un salón y concluían con cánticos y una tarta de bizcocho de semillas.

Pero Zeph no daba más muestras de querer llevarla a una reunión de las que había dado de llevarla a ver el mar; por lo que, al final, Sukey encontró el sendero para ir sola. Mientras caminaba a lo largo del dique observaba el agua del riachuelo; aquella también iba a parar al mar, y se movía deprisa, como si no temiera las olas. Corría como riéndose por lo bajo. Su paso apresurado hacía oscilar las acelgas marinas, y tonteaba con una brizna de heno apar­tándola de su vista. El sendero, que recorría por encima el dique marino, se perdía entre la hierba alta, en la que se le enredaba la falda. Tropezaba continuamente, le dolían los tobillos de tanto torcérselos, y de pronto vio una culebra ante sus pies que desapareció entre los matorrales. A partir de aquel momento caminó sin apartar la mirada del suelo, aguzando el oído ante la posibilidad de escuchar algún ruido sibilante; estaba tan atenta para no pisar una serpiente que se olvidó de que iba buscando el mar, y acabó por perder el equilibrio y resbalar por la pendiente, hasta detenerse en mitad del empinado terraplén. Entonces, sentada sobre unos cálidos matojos, alzó la mirada y vio ante ella algo blanco, de un pálido resplandor, que se movía bajo el cielo. Una vela, la vela de un barco; y debajo de ella una estela de un azul intenso extendiéndose a los lados hasta donde le abarcaba la vista.

La asaltó una sensación de extraordinaria ingravidez, le parecía que ella también podía desplegar las velas y recorrer sin miedo, riendo, toda aquella extensión de zafiro, chispeante, que resonaba a lo lejos. Un par de mariposas se posaron en una hoja a su lado, pero no eran tan azules como el mar; solo parecían dos pétalos desprendidos de la imperecedera dicha de estar allí, más allá de las salinas, más allá del mundo de tierra firme. Sukey se puso en pie de un salto y comenzó a abrirse paso entre las láminas de barro blando, sorteando matorrales de artemisa, pisando gruesos cojines de hinojo, saltando sobre los innumerables canalillos a través de los cuales serpenteaban las aguas del río su recorrido hacia el mar. Pero el barro se reblandeció; si se detenía un momento para pensar dónde ponía el pie, Sukey empezaba a hundirse, y por cada zanja que saltaba, tenía que sortear otras dos, de manera que al final se vio obligada a resignarse: no podía acercarse más al mar, y pese a todo el camino que había recorrido, sinuoso y serpenteante, parecía tan lejano, tan radiante e inaccesible como siempre. Volvió tierra adentro y vio ondear la hierba en lo alto del dique. A lo lejos, un perro ladraba en los marjales; luego oyó cantar a un gallo. Allí, en las salinas, Sukey se hallaba en un lugar secreto entre dos mundos, y al llevarse la mano a la cara para limpiarse el sudor, descubrió que llevaba impregnada la fragancia de aquel territorio ambiguo: el olor a sal, a barro fértil, y al aromático y amargo perfume de la artemisa silvestre. Se restregó las manos en unos matojos y las olfateó. Era tan emocionante descubrirse así perfumada —ella, que hasta entonces nunca había olido nada, salvo el jabón de Marsella—, que de pronto sintió que con los dientes estaba mordiéndose los labios, y aquello también era un placer, tan suaves y precisos eran aquellos mordiscos.

«Volveré aquí siempre que tenga la tarde libre —pensó mientras volvía a casa a lo largo del dique al atardecer—. ¿Por qué no he venido antes? ¿Por qué no me lo había dicho nadie? Pero ahora he encontrado este lugar, y prefiero haberlo descubierto yo sola.»

Sin embargo, por extraño que resulte, Sukey no volvió al mar. Era como si su encanto hubiera desaparecido junto con el olor de la artemisa silvestre; al día siguiente todas aquellas sensaciones placenteras estaban irremediablemente perdidas, e incluso le parecía que había corrido un riesgo tremendo aventurándose hasta allí al haber tenido miedo por encontrarse sola en las salinas.

El tiempo caluroso continuó. El cielo tensaba su azulado arco sobre el paso de los días, invariable, como si se hubiera olvidado de las nubes. Todas las mañanas, el señor Noman, en cuanto salía al porche, miraba hacia arriba y decía:

—El cielo está alto.

Y solía advertir a Sukey que no malgastara el agua de lluvia, porque la cisterna estaba vacía, y no había agua potable hasta Ratten’s Wick. Pero el calor no era opresivo y los campos no daban muestra de sequía, porque todas las noches la niebla marina los refrescaba.

Sukey necesitaba otro vestido de algodón. Cogió el baúl y sacó la prenda marrón que había recibido como premio. De sus pliegues se desprendió un extraño olor, y Sukey revivió el jardín del orfanato femenino Warburton, la gruta de corcho y la araucaria, y a la señora Seaborn arrastrando el borde del vestido por la hierba quemada por el sol. Por un momento pareció que la señora Seaborn se le acercaba cuando un defecto en su vestido le llamó la atención. ¿Sería el ancho delantero? Lo alargó y lo midió, colocando el pesa­do tejido sobre sus rodillas, hasta que la campanilla del reloj la llamó para que bajara al piso inferior. Era hora de pre­­parar la cena, de dar de comer a las aves de corral, de recoger la ropa tendida.

Una vez terminada la cena y recogida la mesa, Sukey recordó que la campanilla del reloj la había apartado de una reflexión que no solo tenía que ver con el defecto del vestido. Recordó una cierta inquietud, al principio, aunque no su causa. Hurgó en su memoria, tratando de encontrar la pista que la recondujera a descubrir aquel desasosiego. Era algo que había quedado a medias, algo relacionado con el orfanato. ¿Quizá se le había olvidado sacar la bolsa de añil del barreño, la última vez que hizo la colada? Colgaba de un clavo, y debajo había un plato para recoger el goteo.

De pronto le vino a la cabeza, como un destello, el reconocimiento de aquel desasosiego. Y se sorprendió a sí misma. ¿Cómo podía haberse olvidado por completo de la señora Seaborn? Desde su llegada a New Easter, apenas le había dedicado un solo pensamiento. Se sintió abrumada por su ingratitud y falta de lealtad —¿acaso no había jurado adorarla para siempre, a quien era la más bella, la más adorable de todas las damas?—, y a la vergüenza le sucedió el temor. Temía que apareciese la señora Seaborn, no ligera como una paloma, y clemente, sino altiva, pálida y con aire ofendido, para reprocharle su olvido. Y de nuevo se sintió culpable, porque ¿cómo podría la señora Seaborn enfadarse o mostrar cualquier pasión como el más común de los mortales?

Pero era innegable que Sukey se había olvidado de ella, y al final tuvo que admitir la probabilidad de que volviera a olvidarla, porque ahora todos los recuerdos que albergaba de su vida anterior habían caído en saco roto, y sus pensamientos pasados le resultaban extraños, parecían los de una muchacha de la que se ha leído sobre ella en un cuento. Quizá fuera por vivir en una isla.

Sukey seguía convencida de que había algo insólito y excepcional en su vida, aunque, naturalmente, ella era una criatura normal y corriente. De hecho, era bastante rutinaria, y las preocupaciones y placeres que llenaban sus días eran los mismos que los de cualquier otra sirvienta que vivía en una pequeña granja. Tampoco lograba distinguir algo notable en las demás personas que vivían en New Easter. «Osos», los había llamado Prudence. Sin duda era otra de las opiniones de Prudence, tan equivocadas como sus argumentos contra el pato, los murciélagos y la escopeta. Ciertamente, los Noman tenían algo de oso en sus movimientos torpes y sigilosos y en la voracidad que mostraban cuando se sentaban a la mesa, pero eran osos buenos, que la trataban con amabilidad y de la manera más conveniente, sin molestarla salvo para que les volviera a llenar el plato.

Durante algún tiempo, Sukey le atribuyó tres hijos al señor Noman: Reuben, Jem y Eric; pero cuando Sukey se refirió a Eric como «su hermano», Reuben se la quedó mirando, echó atrás la cabeza como un caballo y exclamó:

—¿Que el joven Eric es mi hermano? ¡Esa sí que es buena!

Ella no contestó. Como Reuben había querido responderle con aquel tono de mofa, Sukey no haría más preguntas ni se justificaría por cometer un error bastante lógico. Reuben siguió riendo hasta que la risa debió de sonar a falsa incluso en sus propios oídos, porque adquiriendo de pronto un aire contrariado, añadió:

— No es pariente nuestro. No te vuelvas a equivocar.

A raíz de aquello, Sukey supuso que Eric, al igual que ella, era de un nivel social inferior a los Noman, aunque lo bastante superior al suyo, si ella debía llamarlo «señorito Eric». Luego, al observarlo con mayor atención, se percató de que no se parecía en nada a los demás, porque los Noman, los tres, eran altos, de tez morena, y él era menudo y de piel clara, con una densa cabellera espesa y ondulada, y tan rubia que resultaba imposible saber si su color original tendía más al heno o a la miel. Con él, Sukey tenía aún menos relación que con los demás, porque Eric apenas estaba en casa, llegaba siempre tarde a la mesa y a veces ni siquiera iba a comer. Estuviese ausente o presente, no molestaba a nadie.

Su juventud, suponía Sukey —Eric parecía más joven que ella—, lo eximía de la diligencia y responsabilidad que el granjero exigía a los demás miembros de la casa. El señor Noman era un amo estricto y perspicaz, pero si preguntaba a Eric qué había estado haciendo y este le respondía que «Nada», su respuesta era aceptada con la misma compostura con que se le había hecho la pregunta.

De todos modos, la tarea de ordeñar a las vacas que le correspondería hacer a Sukey la realizaba él. Ella habría aprendido con mucho gusto a ordeñarlas, y Zeph se había ofrecido a enseñarle, sacudiendo la cabeza en signo de de­saprobación cuando le explicó que en Londres no había habido vacas con las que practicar; pero el señor Noman no había querido ni oír hablar de ello, afirmando que nadie las ordeñaba tan bien como Eric, y que de eso dependía el rendimiento de la granja. A veces, Sukey sentía un poco de envidia al oír el ruido, procedente del establo, de la leche que salpicaba contra los bordes del cubo, al principio rociándolo, luego con un repiqueteo, a un ritmo alternado y regular. En ocasiones ese ruido iba acompañado de voces: Zeph, sintiéndose atraído por la plácida escena, intentaba enseñar a Eric algún cántico religioso. Con voz fuerte y enfática entonaba el cántico haciendo una pausa entre verso y verso, y Eric lo cantaba a continuación por lo bajo, con un tono poco melodioso, como si las notas salieran por casualidad, subieran y bajaran, igual que el ruido de la leche que fluía, ahora menos, ahora más, entre el incesante movimiento de sus manos.

Sukey era muy tímida para entrar en el establo, pero a la hora de ordeñar a las vacas, salía con cualquier pretexto al patio para coger un poco de leña de la leñera, para dar de comer a los hurones del señor Noman o echar una mirada al gato. Sobre todo, le gustaba cuando las ordeñaban por la tarde, cuando las vacas volvían de pasar el día en el campo, caminando despacio, conscientes de sus pesadas ubres, mientras los rayos sesgados del sol realzaban el color rojizo de su piel y sus rosados pezones. La tranquilizaba su placer, y solo lamentaba no poder tomar parte, porque le habría gustado agradar a todo el mundo, y sobre todo a las vacas.

La primera amistad que Sukey entabló en New Easter (a Zeph no se le podía considerar realmente un amigo, era más bien una ráfaga de aire que la azotara ligeramente y con un leve olor a pocilga) fue con un novillo. Un novillo todo rojizo salvo por unas manchas blancas en las patas traseras, unos calcetines blancos que le daban un aire distinguido. Sukey se lo imaginaba como una joven dama de alcurnia, y cuando el animal vadeaba la charca, Sukey, alzando la voz, le decía:

—Dé la vuelta, señorita Tansy. Se va a ensuciar los pies.

Al oírla, Tansy movía las orejas hacia delante, como si lo entendiera. Luego, con toda intención, daba un paso más y se adentraba en la charca. Como a una verdadera dama, a Tansy no parecían importarle los calcetines blancos; estaba segura de que, por mucho que la regañaran, le encantaba chapotear en la charca; y ya le pondrían otros limpios.

Tansy bien podía ser un tanto arrogante, porque era de muy buena cuna. La había engendrado el toro más célebre de Essex, Stingo III. El pelo de su frente era tan sedoso como el de un niño, y su piel relucía como una castaña recién pelada. Al señor Noman le gustaba que su ganado fuera rojizo; decía que los animales de este color eran más tranquilos. Hasta las ovejas eran rubicundas, y los cerdos rosados e hirsutos se habían traído de Abbotsbury, en Dorset, para satisfacer aquel capricho suyo. Cuando parió la cerda, Sukey se inquietó bastante. Se sentía avergonzada ante una manifestación tan evidente de la maternidad, y su vergüenza se intensificó cuando el señor Noman le preguntó si sabía cocinar un cochinillo. Le habría gustado expresar sus condolencias a la cerda, tan groseramente explotada por sus lechones, pero, sabiendo tanto y tan poco, pensó que su compasión corría el riesgo de ser tachada de hipocresía. Además temía que los Noman la oyeran y se rieran de ella.

Después de hacer amistad con los animales, le pareció de lo más natural hacerse amiga de Eric; no solo porque él, igual que ella, se sentía muy a gusto en su compañía, sino porque revelaba una predilección que iba más allá, era casi afinidad, como si el muchacho perteneciese a una raza intermedia entre los seres humanos y los animales. Mantenía relaciones con ambas especies, pero de ambas difería, mostrándose silencioso y libre de ataduras. También los Noman parecían tener esa misma opinión del muchacho. Se referían a él como «el joven Eric», y aquella insistencia acerca de su juventud parecía ser un modo de distanciarse de él. Era como un corderito que había crecido demasiado para continuar viviendo en casa, pero a quien la familia había olvidado poner en la calle.

Aunque la amistad con Eric pudiera ser la consecuencia lógica de la amistad con los animales, no iba a resultar tan fácil. Hablar parecía un principio demasiado brusco: una pregunta, una afirmación podía separar a aquellos a quienes les había unido el silencio. Sukey debía encontrar otro modo de manifestar su buena disposición. Pero ¿cómo? No podía rascarle detrás de la oreja, ni arrancar una mata de hierba para ofrecérsela. Al parecer no había nada que pudiera hacer, salvo acostumbrarse a sentirse a gusto en su compañía; y en verdad no hubo modo mejor para superar su propia timidez, porque cuando Eric tomó la iniciativa, ella no se sorprendió más que si esta hubiera brotado de su propio corazón.

Sukey estaba en la cocina zurciendo medias cuando notó que algo le rozaba un pie. Era una pequeña manzana a rayas. Al levantar la vista, vio a Eric en el umbral. No había oído pasos. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba mirándola, o si simplemente acababa de llegar; así era Eric, hacía tiempo que ella había observado que era sumamente silencioso al andar. Los Noman pisaban fuerte, ella misma traqueteaba con los pies, pero Eric aparecía sin ruido y desaparecía sin emitir sonido alguno, como si tuviera un par de alas a su disposición. Ahora, sonriendo, se sacó otra man­zana del bolsillo y la lanzó rodando hacia ella. Se carcajeó con ganas cuando la segunda manzana le llegó rodando al pie, y le arrojó una tercera a su regazo.

—¡Qué bonitas! —dijo ella—. ¿De dónde las has sacado? En la huerta no hay de estas, ¿verdad?

—No, en la huerta nunca hemos tenido manzanas de estas —repuso él.

—Pero ¿de dónde las has sacado? ¿Te las ha dado alguien?

—Cómete una, y si te gusta, hay más.

Sukey dio un mordisco a la más roja. Era realmente ácida, casi como una manzana silvestre. Dominó el impulso de hacer una mueca, porque no quería herir sus sentimientos.

—Está buena.

Con cautela, dio otro mordisco.

—Ven conmigo a coger más.

—Pero ¿de dónde salen?

—De allí —contestó él, señalando con la mano hacia los marjales.

Sukey nunca lo había visto tan animado. Mientras hablaba, lanzaba manzanas al aire y las cogía al vuelo, con la destreza y desenvoltura de un malabarista. A ella se le despertó la curiosidad. ¿Cómo podían crecer manzanas, incluso unas tan ácidas como aquellas, en los marjales?

—¿Cuánto se tarda en llegar hasta allí, señorito Eric?

Él lanzaba las manzanas al aire cada vez más deprisa; le caían en las manos como aves amaestradas.

—Pensé que querrías venir en cuanto probaras una.

—Pero ¿cuánto tiempo se tarda?

—Está a kilómetro y medio de aquí. ¿Puedes caminar tres kilómetros en total?

—Voy —decidió ella—. Al fin y al cabo lo mismo me da zurcir fuera de casa que dentro.

Cuando salieron de la granja, se dirigieron al norte, hacia el centro de la isla. El paisaje se extendía ante ellos tan claro como un mapa: campos escasamente cercados, un almiar lejano, unos cuantos espinos enanos, un par de sauces utilizados como puente sobre una acequia que serpenteaba de acá para allá: un paisaje nada prometedor para ir en busca de las manzanas. Con la cesta de costura en mano, Sukey seguía los pasos de su guía. De nuevo, Eric guardaba silencio, pero mantenía su aire animado. Tomó carrerilla y saltó la acequia, y cuando se dio la vuelta para señalarle una garza, Sukey se percató de que aún tenía una sonrisa de satisfacción en los labios.

De pronto, Eric se detuvo frente a unas matas de ortigas y zarzas.

—¡Mira! —dijo señalando con el dedo.

Por un momento Sukey se preguntó si habría un tipo de manzanas que creciera entre las zarzas, y entonces vio unos cuantos ladrillos desperdigados. Los hierbajos los engullían, las zarzas crecían a su alrededor, cubriéndolos.

Ella lo miró para que le diera una explicación.

—Aquí había una casa —dijo él—. Esto es de la chimenea.

—Pero ¿por qué se derrumbó? ¿Qué pasó con la gente que vivía en ella?

—No sé. A lo mejor los pájaros les sacaron los ojos.

Sukey se estremeció y lanzó una mirada de reproche en torno suyo. Al contemplarlo, sintió la soledad del paisaje; los marjales le daban miedo. Al volverse de nuevo hacia Eric, reparó en que se había marchado. Sus temores se encendieron como fuego en la paja; abrió los labios para llamar a su compañero, pero de ellos no salió sonido alguno y cuando, al fin, encontró la voz, el grito que emitió sobre la silenciosa marisma incrementó su pánico. El sonido era poco familiar, la voz misma del terror.

—Pero ¿dónde estás?

—¡Aquí!

—¿Dónde? No te veo.

—Aquí..., en el huerto.

Las palabras llegaban de detrás de un bancal de zarzas que crecían desordenadamente. Corrió hacia ellas y se abrió paso con dificultad entre sus defensas. Eric apareció ante ella, al parecer sin ser consciente de su desazón.

—Ahora puedes coger todas las manzanas que quieras.

Las zarzas habían formado un cercado en torno a un pequeño huerto. Allí había manzanos carcomidos por los hongos, ciruelos cargados de frutas menudas, redondeadas y gruesas como uvas, cerezos, endrinos, y en medio de todo, como un rey, un peral de tallo recto y redondo. Había fruta esparcida entre la hierba alta: pequeñas manzanas agrias, peras insípidas que habían caído del árbol aún verdes, endrinas de sabor metálico; solo las ciruelas conservaban un sabor dulce y jugoso. Eric y Sukey permanecieron un rato en silencio, divirtiéndose con la fruta, dándoles un solo mordisco para tirarlas enseguida; luego se sentaron bajo el peral. Sukey extendió el contenido del costurero preguntándose por qué tenía miedo: aquel era un sitio tranquilo donde se podía jugar a las casitas.

Las sombras vagaron sobre sus rostros y un viento suave alborotó el pelo de Eric, apartándole los rizos de la frente. Estaba tumbado en la hierba, con la mirada perdida y vacía. Apartando un poco la vista del zurcido, Sukey podía observarlo sin ser grosera. Vio cómo el sol al caer sobre las hojas recortaba su nariz con un pequeño halo dorado. Vio las innumerables pecas en su fina piel bajo los ojos; midió la estrecha frente y el breve labio superior; exploró el curioso dibujo de su oreja. Lamentó ser tan morena, con el pelo tan oscuro como un cuervo —¿acaso no se relacionaba lo negro con la malicia?—, y admiró, casi con reverencia, la belleza rubia, indiferente, de Eric. Le maravillaba cuán finos eran sus cabellos, y ahora que el viento los agitaba, descubrió que su verdadero color era el tono verdoso y dorado de la miel. Dios, cuya mano había dado brillo a cada uno, podía contarlos todos, pero ¿quién más podría hacerlo? Por primera vez en la vida, Sukey percibió la belleza de la forma humana: la belleza, no de unos ojos espléndidos o unas manos pálidas, sino de cada cabello distinto de los otros y maravilloso, de la delicada y variada textura de la piel. Admirando a Eric de este modo, Sukey ya no se despre­ciaba a sí misma, y al ver sus propias manos laboriosas, se olvidó de pensar en ellas como enrojecidas y ásperas por el trabajo, viendo solo lo hábiles que eran en movimiento, lo adecuadas que eran en sus proporciones.

El sonido de la campana de la iglesia de Dannie le indicó al fin que era hora de volver a casa. Antes de marcharse, volvió la cabeza para echar al huerto una mirada de despedida. Las alargadas sombras le daban un aire misterioso. Pensó si en la granja les preguntarían a Eric o a ella dónde habían pasado la tarde, y confió en que no. Al señor Noman no le importaría, pues a menudo le decía que tenía que salir más mientras hiciera buen tiempo; pero Prudence Gulland iba habitualmente de visita a New Easter, resarcida ya de su anterior desgracia, cualquiera que fuese, y Sukey temía lo que pudiera decirle. Le gastaría bromas y haría preguntas embarazosas, y quizá Eric, mortificado, se retiraría a su guarida en silencio. Sukey lo tenía cogido solo por un delgado hilo, una tarde agradable que habían pasado juntos; un paso en falso por su parte y lo perdería para siempre. No quería perderlo; si lo perdía, se sentiría sin amigos, aunque antes nunca se hubiese sentido así. Pero nadie preguntó nada, y a la hora de acostarse el paseo parecía tan íntimo y recóndito como una excursión mental. Eric estaba distante y en silencio, como siempre. Cuando sus miradas se encontraban, la suya no evidenciaba señal alguna de ningún recuerdo. Si hubiera ido sola al huerto y lo hubiera imaginado en su compañía, Eric no habría podido demostrar mayor indiferencia. Eso no le dolía, ni la ofendía, porque parecía lógico que así fuera. En silencio se habían atraído mutuamente, se habían saludado el uno al otro en una especie de oscuridad; silencio y oscuridad formaban parte de su pla­cer, igual que un color forma parte de una flor. Estaba contenta de que las cosas hubieran ido de ese modo; en realidad, no imaginaba cómo podía ser de otra manera.

Percibía que Prudence le caía tan mal a Eric como a la inversa. Prudence parecía capaz de hacer lo que nadie conseguía: que se sintiera incómodo. Con ella estaba a disgusto, se comportaba como un niño e incluso desaparecía su gracia corporal. La miraba como un animal que recuerda haber sido pateado y fruncía el ceño cada vez que Prudence hablaba a Sukey, aunque Prudence apenas le dirigía la palabra. Esperaba casarse con Reuben, y creía que si trataba a la sirvienta de la granja con desdén podría convencer al señor Noman de que olvidara de que también ella había estado en la misma posición. A Sukey no le importaba que Prudence fuera grosera con ella; en realidad, cuanto más grosera mejor, porque entonces disminuía el riesgo de entablar conversación. La conversación con Prudence tenía siempre el poder de renovar en ella aquella primera impresión de inquietud, de temor por estar expuesta a algún peligro. Habría deseado que no viniera tan a menudo a New Easter a importunar a Eric, impulsándolo a vagar solo por los marjales. A Sukey le habría gustado acompañarlo, pero ¿cómo hacerlo? Pese al silencio de Eric y su aire tímido y retraído, Sukey sabía que era él quien debía dar el primer paso, no ella.

Al fin llegó la invitación. Eric habló en tono vacilante, como si su primera excursión nunca hubiese existido.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella—. ¿Al huerto?

El rostro de Eric se iluminó como si las palabras de Sukey hubieran revelado la respuesta que él ya tenía en mente.

—Sí, al huerto.

El antiguo entendimiento se restableció de pronto, y siguieron el sendero entre los marjales como si lo hubieran recorrido juntos otras muchas veces. Atravesaron los arbustos de zarzas y la chimenea derruida, y Eric abrió camino a través de la brecha del seto. Cuando Sukey pasó tras él, Eric se volvió hacia ella con una expresión de gravedad que la desconcertó.

—No te asustes. No tengas miedo, Sukey.

La cogió de la mano y la acarició, y luego la puso dentro de la chaqueta como algo que debiera abrigarse, un pájaro, quizá, que se hubiera caído del nido una mañana de frío viento primaveral. Sukey lo miró, asombrada. No entendía qué estaba pasando; solo comprendía la gran ansiedad de Eric por reconfortarla, por tranquilizarla. Eric la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él, dándole palmaditas en el hombro y besándola como si consolara a un niño. Sukey casi se había olvidado cuando le vino a la mente el recuerdo de su primer paseo, y tuvo miedo del zarzal.

—Pero Eric, ahora no tengo miedo.

—No, ahora no, ya no.

La atrajo más hacia él; sus besos se posaban en las mejillas de Sukey como una bandada de palomas. De pronto la soltó y dio un paso atrás, mirándola con una expresión de luminoso triunfo.

—Ya no estás asustada, ¿verdad, Sukey?

Ella negó con la cabeza. No sabía qué hacer, qué decir, pero al verlo sonreír, ella también le sonrió.

—¡Qué preciosa eres, Sukey! Tienes el pelo tan suave y tan oscuro que parece una endrina.

Cogiéndola de la mano con aire grave, la llevó hasta el peral y la sentó sobre la hierba; luego, apoyándose en el árbol, bajó la mirada hacia ella con aire protector. Sukey sintió que se le agolpaban las lágrimas en los ojos. Nunca había soñado que alguien pudiera ser tan delicado con ella. Nadie la había besado así en toda su vida, ni le había hablado con tanta ternura. Le cogió la mano y apoyó la mejilla en ella.

—¡Qué amable! —dijo—. ¡Qué bueno eres!

Lo había olvidado todo, salvo aquel nuevo placer de sentirse amada. Con un suspiro, lo atrajo hacia ella para que se sentara a su lado, y le ofreció sus labios para que la besara. Por encima del rostro de Eric, que le pareció impreciso y extraño por la cercanía, y del inmediato y brillante destello de sus ojos, Sukey observó el dibujo de las hojas ovaladas; y fue como si una dulce red descendiese sobre ella y la atrapara.

Así que aquello era el amor. Deseaba no ser tan ignorante al respecto. Aquel amor era algo tan dulce que casi parecía una forma de ingratitud no haber pensado nunca en ello, no haber esperado nunca con impaciencia su llegada. De haberlo sabido, se habría preparado, habría hecho un nido en su corazón para acogerlo, pero ahí estaba ella, una muchacha que apenas sabía cómo dar un beso, sin saber dar muestras de cariño salvo las que le había dado a Tansy, la ternera, o a los graciosos cerditos; una muchacha que aceptaba el amor sin esperar nada a cambio. Eric debía tenerla por torpe y estúpida, aunque a Sukey no parecía importarle, y en sus pensamientos solía disculparlo por pensar así y se decía a sí misma que en realidad ella no tenía la culpa. El amor no había tenido cabida en el orfanato. Dios podía amar; con un amor tan grande que una vez se hizo hombre y murió por los pecadores, tanto los amaba. Pero eso fue hace mucho; ahora Su amor era menos aleatorio, menos im­petuoso. «Dios no os va a querer», solía decir la señorita Pocock cuando las huérfanas más pequeñas se peleaban en el patio de recreo. «El Señor castiga a aquellos a quienes ama», aseguraba el señor James, el clérigo. Decía que el amor de Dios se manifestaba en forma de castigo, hablaba de negros bondadosos apaleados en pantanos, y de los retortijones que sentían los pecadores predilectos de Dios al despertar en su lecho de enfermos, y de los sufrimientos de los protestantes franceses; y los domingos por la tarde en época de Adviento, cuando, afuera, la oscuridad rondaba furtivamente la vidriera del Buen Pastor y a todo arrojaba sombras, el clérigo predicaba sobre el nacimiento de Cristo y su Segundo Advenimiento. En una ocasión, con su fervoroso aliento, el señor James apagó la vela del púlpito. Algunas huérfanas soltaron unas risitas.

—Sería bueno para los pecadores —dijo después de que el sacristán hubo encendido la vela de nuevo— que la ira de Dios apagara sus almas de un soplido como yo acabo de apagar esta vela. Pero nosotros somos velas que jamás podrán apagarse, y muchas arderán en el infierno para siempre.

Era terrible amar a aquel Dios; incluso ser amada por él despertaba terribles temores. En cuanto al amor mundano, no era nada comparado con el Suyo, de manera que, con razón, las autoridades del orfanato apenas lo mencionaban. Sukey, sin embargo, había recogido algunas vagas nociones aquí y allá, porque a veces las chicas mayores se reu­nían y murmuraban entre ellas, diciendo lo bonito que sería ser amada por un joven. La pobre Millie Fisher, la del pie equino, estaba tan convencida de ello que, a pesar de la cojera, logró escabullirse una tarde y pasar toda la noche fuera. Cuando regresó no tuvo ocasión de contarles a las demás si sus expectativas estaban justificadas, porque la llevaron inmediatamente ante la señorita Pocock y nadie volvió a verla hasta que la expulsaron en presencia de todas las huérfanas, y un hombre robusto y colérico se la llevó en silencio; según unas, era su tío, y según otras, el celador de una cárcel.

A partir de entonces, las chicas mayores empezaron a murmurar más que nunca, y ahora hablaban de las cosas horribles que podían sucederles después de conocer el amor con un joven. Si pasaba una cosa, entonces una se moría. «Los niños son los culpables de que mueras», aseguró Annie Parker. Sukey lo consideraba muy probable; recordaba a su madre agarrada a los rodillos de la ropa, gritando de dolor y diciendo entre lágrimas que el siguiente niño la mataría, tal como ocurrió en realidad. Pero Jane Dyson sacudió la cabeza y declaró que había algo peor que los niños.

Sukey no pensaba que moriría a consecuencia del amor. Que Eric la amase era algo vivificante; su amor terrenal no la asustaba como podría haberla asustado el amor celestial. Pero consideraba muy probable que tuviera un hijo, y a veces casi tenía la seguridad de que podía sentir un pequeño dolor en las entrañas, que debía de ser la primera formación del pequeño. Sukey tenía buenos principios; sabía que no estaba bien tener hijos sin estar casada. Decidió hablar seriamente con Eric.

Lamentablemente fue más difícil de lo previsto. Eric era amable y bueno; le daba besos suaves y rápidos como el aleteo de un pájaro, y cuando iban juntos al huerto apartaba las zarzas para que ella no se arañase, y tenía gran cuidado de que no pisara boñigas de vaca; pero pese a toda su ternura parecía resuelto a ejercer su dominio sobre ella, y lo conseguía no permitiéndole nunca que adoptara un aire de seriedad. Por mucho que ella intentaba adoptar un tono grave para servirle de ejemplo, a él nunca le faltaba algún truco con que sorprenderla y despertar su júbilo. Como un animal de compañía que quiere jugar y considera cada rechazo de su amo como una inspirada respuesta para acabar engatusándolo y hacer que juegue de buena gana, así se reía Eric de su gesto serio, imitándolo repetidas veces hasta despertar en ella un espíritu retozón dispuesto a competir con el suyo. Y entonces, cuando ella había cedido, la miraba con aire de alegre triunfo, sin malicia, como quien está tan seguro de su poder que nunca le haría falta ni pensarlo ni ejercerlo de manera consciente.

A la vista de aquel semblante, Sukey no podía pensar que estuviera haciendo algo malo; para ella no podía ser malo amarlo o aceptar su amor; pero no estaba bien tener un niño sin casarse primero. Los niños no son tan inocentes como el amor; exigen justificación, porque si bien el amor hace felices a dos personas, un niño crece y puede hacer infelices a un gran número de ellas. Además de justificación, también requieren ropa sea larga o corta y pequeños calcetines de lana, ¿y cómo un niño de madre soltera puede tener todas estas cosas?

Sukey creía que los hijos nacidos fuera del matrimonio o se morían o bien eran acogidos en la inclusa, donde crecían con una tarjeta numerada colgada al cuello, y cuando lloraban recibían azotainas. Ella no podía soportar que a su hijo le pasara algo así, y menos aún a un niño que fuera también hijo de Eric. En todo caso, necesitaría verdaderamente todo el calor y la solicitud que ella sentía por su amante y que nunca era del todo capaz de darle, por ser demasiado tímida y él tan seguro y dominante en su júbilo. Decidió forzarlo, aunque solo fuera una vez, a que se tomara la vida en serio. En el fondo sabía que no era capaz de hacerlo por sí misma, así que trazó un plan para obtener ayuda de un aliado muy importante; nada más y nada menos, tal como se recomienda en la oración, que Dios mismo. Y cuando al día siguiente, ambos fueron a dar un paseo, Sukey decidió ir por el sendero interior que conducía a Dannie.

En el cementerio de la iglesia de Dannie, que era muy silencioso y muy antiguo, tan antiguo que los muertos que estaban enterrados allí habían levantado el nivel del suelo casi dos metros, y desde la planicie de los marjales aquella elevación resultaba considerable, Eric y Sukey ascendieron el promontorio sagrado y se sentaron a la sombra de un acebo. Justo ante ellos había una lápida con la siguiente inscripción: «Aquí yace Thomas Purr, de un año y dos meses de edad».

—Debió de morir cuando era realmente pequeño —dijo Eric.

Cuando la miró, reparó en que Sukey estaba llorando.

Le arrojó a la cabeza la guirnalda de margaritas que había estado trenzando y la besó, pero ella volvió la cabeza y siguió llorando. Le preguntó qué le pasaba, pero las lágrimas le impidieron contestar. Por tranquilo y callado que estuviera en el cementerio, como ella esperaba, ahora supo que nunca le pediría en matrimonio, porque lo quería tanto que le daba vergüenza pedir nada. Así que su niño nacería fuera del matrimonio y o bien moriría o bien iría a la inclusa y tendría una papeleta con un número en vez de un nombre.

Con un sentimiento de desesperación vio que Eric se había puesto en pie y la miraba como si pretendiera engatusarla para jugar. Y entonces ella tendría que ceder, que tragarse las lágrimas y seguir jugando con él, porque Eric la quería, y su desenfadado amor no debía ser rechazado.

—Oye, Sukey, te diré lo que vamos a hacer. Vamos a entrar a la iglesia, y nos vamos a casar. Podemos trepar fácilmente por una ventana.

Ella se echó a reír, porque la ternura que sentía hacia él era algo natural que le oprimía el corazón.

—¡Ay, querido mío, qué bobo eres! —exclamó ella—. No podemos casarnos sin un clérigo.

Eric se quedó perplejo. Ella le cogió la mano y le explicó las múltiples cosas que se necesitaban para una boda: el anillo, el clérigo y la publicación de las amonestaciones.

—Pero si quieres que me case contigo, lo haré con todo mi corazón y te querré toda la vida, amor mío, como te quiero ahora. Y de camino a casa tomaremos conciencia de eso y hablaremos de lo que hace falta para casarnos.

Pero al volver a casa rieron y echaron carreras, porque se levantaba un viento que traía la humedad del mar, y embestía contra ellos como un perro amistoso con ganas de jugar. Los marjales oscurecían a su alrededor; a su espalda, los acebos del cementerio de Dannie se alzaban, oscilaban y rugían como una ola rotunda y sombría; capas de ligeras nubes grisáceas se apresuraban por el cielo, cubriéndolo de este a oeste, tejiendo la oscuridad que, rauda, se avecinaba. El largo otoño taciturno que había durado hasta la última semana de noviembre, se acabó de pronto, y, en cuestión de un par de horas, como a través de una brecha en el dique, llegó el invierno anegando las marismas. Con cada ráfaga de aire, con cada aumento de la oscuridad, un éxtasis y una excitación inigualable parecían alzarse a su alrededor. Incluso el agua de las acequias y charcas rodeadas de tierra, que, desde su llegada a los marjales, Sukey había visto henchirse y disminuir, callada y enfurecida, volvía ahora a la vida, remontando las orillas con un ruido seco y chapoteante, encrespándose su superficie a causa del viento.

Una brizna de paja pasó volando frente a ellos como una bruja montada en una escoba, mientras las zarzas agazapadas batían sus manos esqueléticas. Sukey corría cada vez más deprisa: se le ahuecaron las faldas y creyó que se las iba a llevar el viento. No estaba contenta porque ya acechaba el invierno; la hierba sibilante, el zarandeo de las zarzas y la lejana oleada de acebos agitándose y estremeciéndose: nada de eso tenía, como ella, razones para regocijarse con el viento invernal, y sin embargo, Sukey sentía por todas partes un delirante recibimiento que se elevaba y la envolvía, y al que ella también debía unirse, aunque fuera contra su voluntad, tal como sucede a la gente que está contemplando una casa en llamas: si bien cada uno de sus miembros lo lamenta o está sobrecogido, el espíritu de la multitud está del lado del fuego, y lanzan gritos de júbilo a cada crepitar de las llamas.

Sukey se detuvo en el porche para arreglarse el pelo y quitarse el barro de las botas. Habría deseado también poder lavarse la cara; temía que los Noman repararan en su aspecto desaliñado. Le escocían las mejillas cortadas por el viento cuando entró en la cocina reluciente sin que nadie la viera, y se vio ante el espejo velado, ruborizándose aún más al observar a aquella criatura de rostro encendido, de respiración agitada y ojos brillantes, tan distinta de la Sukey que los Noman conocían.

Pero ellos tenían cosas más importantes que hacer, según resultó, porque, al oírla entrar, Prudence Gulland gritó:

—Oye, Sukey, Reuben tiene que darte una noticia. ¡Pregúntale!

Sukey miró cortésmente a Reuben, que guardaba silencio. Prudence le dio un codazo para que reaccionara.

—¡Venga, Reuben! No seas vergonzoso.

Después de varios codazos, Reuben anunció:

—Le he pedido la mano.

Ahora fue Reuben quien le dio codazos a Prudence, que se irguió y le dijo con tono brusco que tuviera las manos quietas. Pero en ella la satisfacción era superior a su dignidad, y pronto olvidó las manos de Reuben para informar a Sukey de que se casarían a principios de año, que el señor Noman iba a regalarles un armario con espejo, que la señora Gulland les había prometido un aguamanil con repisa de mármol y una cama de plumas, que el anillo de compromiso que llevaba en el dedo había costado una libra y diez peniques y era de oro de ley y de piedras preciosas auténticas y que ya se había decidido por un vestido de novia de color beis con ribetes rosados y un boa de pieles.

—Seré la señora de New Easter —concluyó—. Cumpli­rás las órdenes que yo te dé, y tendrás que espabilarte en­se­guida, te lo digo desde ahora, así que ya sabes lo que te espera. ¡Alégrate, Sukey! Seguro que un día conocerás a algún chico, porque, según dicen, una boda trae otra, así que no te quedes ahí parada, ven y felicítame.

Sukey deseó felicidad a Prudence tal como se le requirió, y también a Reuben, cuya exaltación amorosa parecía llenar la cocina entera. Echó una mirada al señor Noman, preguntándose lo que debería desearle a él; intuyó que desearle felicidad no sería adecuado, y fuerza para aguantar y paciencia en su aflicción sería una impertinencia, de modo que le preguntó si debía preparar una cena especial para celebrar el acontecimiento.

—No, hoy no —contestó Prudence por él—. Pero me quedo a pasar la noche y mañana nos daremos una comilona con el gallito ese que pica. Ya está en el corral, ayunando, y mañana tendrás que matarlo tú. ¡Crrrac!

Prudence imitó los estertores del gallo. Sabía lo mucho que a Sukey le desagradaba matar aves de corral.

Mientras tanto no se le había ocurrido a Sukey comparar su suerte con la de Prudence. A ella también le habían pedido matrimonio aquella tarde, pero entre Eric y ella, y Prudence y Reuben, no parecía haber nada en común. Estaba tan lejos de despreciar a aquellos dos por su exuberante emparejamiento como de tenerles envidia; escuchó la noticia, la aceptó, les deseó felicidad, pero eso era algo irrelevante que no podía arrojar luces ni sombras sobre su propia alegría interior. Miró alrededor, buscando a Eric. Estaba sen­tado al otro extremo de la cocina, arreglando un cesto de paja. No había tomado parte en la conversación, y nadie esperaba que lo hiciese. Todo parecía indicar que la noticia lo dejaba completamente indiferente; bien podría no saber nada de lo que estuvieran hablando. Pero cuando llegó el momento de acostarse y Sukey salió de la estancia, Eric le cogió de pronto la mano izquierda y le dio un pellizco en el dedo anular. Nadie lo vio, y Eric se alejó al instante; pero mu­cho después de que la vela se hubiese apagado, e incluso después de que Prudence, a quien había tenido que ceder la mayor parte de la cama, hubiera dejado de regodearse, Sukey yacía inmóvil con aquel dedo en los labios, imaginándose que aún sentía un hormigueo en él.

La despertó el ruido que hacía Prudence, bostezando y gruñendo. La lluvia repiqueteaba sobre los canalones, y el viento golpeaba contra las puertas y los marcos de las ventanas. Entonces cantó un gallo con una animada nota de melancolía.

—¡Maldita lluvia! —se lamentó Prudence. Al estirarse, con la mano tocó el hombro de Sukey—. ¡Vaya! ¿Quién eres tú? —Cogió la trenza de Sukey y se la retorció—. ¡Caramba! Eres Sukey. Y yo voy a casarme con Reuben en año nuevo. Por poco se me olvida todo. ¡Despierta, Sukey! Vamos, enciende una vela y mira qué hora es.

Aún faltaba media hora para levantarse, pero aquella mañana no iba a haber más descanso para Sukey, porque en cuanto Prudence había recordado su posición de prometida, estaba tan llena de entusiasmo y satisfacción como la noche anterior. Y, además, como se encontraban a solas, estaba mucho más dispuesta a las confidencias. Sukey escuchó sin comentarios las opiniones de Prudence sobre el carácter del hombre con quien pretendía casarse.

—Es un crío, te lo digo yo. Aunque se comporta como un caballero, o casi. Pero si su padre supiera de sus andanzas tanto como las conozco yo, no estaría muy contento, te lo aseguro. Pero solo él tiene la culpa, por educarlos de forma tan estricta, sin un ápice de diversión desde que empieza hasta que termina el año. Con Jem pasa lo mismo. Hay una chica en Shoeburyness que te lo puede contar todo de Jem. Pero no sé. Todos los hombres son iguales, creo yo, sea cual sea la forma en que los eduquen. Me imagino que hasta el viejo no es tan mojigato como aparenta. Pero a Reuben tengo que cambiarle las costumbres, una vez que lo tenga bien amarrado. Si intenta engañarme, se llevará una buena sorpresa, porque no quiero que mi marido me ponga en ridícu­lo, eso no. ¿De qué te escandalizas tanto? No creo que sea la primera vez que oyes algo así, supongo.

—No es asunto mío lo que hagan Reuben y Jem.

—No, espero que no sea asunto tuyo lo que hagan Reuben y Jem. Y no lo será nunca, no lo olvides, o como me llamo Prudence Noman saldrás de aquí como un gato apedreado.

—No te enfades, Prudence. Solo digo que no he notado nada.

—¡Santo Dios, cualquiera diría que la niña va por ahí con la cabeza metida en un saco! Pero, oye, no me mires así, que no te voy a comer. No te deseo ningún mal. Pero eres un bicho raro. No me explico cómo una chica de Londres puede ser tan inocente. Un gatito con los ojos cerrados sabe más que tú. Me parece, Sukey, que ya va siendo hora de que venga a New Easter a ocuparme de ti. Anteanoche le dije a mi madre: «En New Easter hay una chica que está sola, y es tan incapaz de cuidar de sí misma como un recién nacido; un verdadero escándalo, diría yo. ¿Cómo puede haberla mandado aquí esa tal señora Seaborn? ¿Acaso cree —digo yo— que Sukey Bond está tan al tanto de las cosas como ella?». Y mi madre me contestó: «No solo los hombres, Prudence, también los toros vagan por los marjales, como hace ella. Pero lo que ella haga, está fuera de mi comprensión». Y anoche saliste otra vez, ¿verdad? ¿Adónde fuiste, para volver cuando ya había anochecido?

—A Dannie.

—¿A Dannie? ¿Y qué hiciste allí?

—Me senté en el cementerio de la iglesia.

—¿En el cementerio de la iglesia? ¿Allí sola? Igual viste un fantasma y te volviste loca de remate.

Sukey guardó silencio.

—¿Estabas sola?

—No. Eric estaba conmigo.

—¡Eric! ¿Pretendes decirme que estuviste por ahí, en los marjales, sola con él? Bueno, pues lo único que puedo decirte es que no vuelvas a hacer una cosa así, si no quieres lamentarlo después.

—¿Por qué?

—Porque no es de fiar.

Sukey se levantó de la cama y empezó a vestirse. Agradecía que la nueva categoría como novia permitiese a Prudence quedarse en la cama hasta la hora de desayunar. El hormigueo en el dedo le había desaparecido por completo; las palabras de Prudence habían tenido su acostumbrado efecto y se sentía molesta y desgraciada. ¿Qué significaba eso de que Eric no era de fiar? ¿Por qué iba a lamentar que fuera a los marjales sola con él? ¿Eran las marismas tan crueles, tan malvadas, que lo habían vuelto cruel y malvado también a él? ¿Acaso aquellos marjales que habían perdido el mar odiaban tanto a los amantes como para destruir su amor? Recordó la tarde que pasó en las salinas: algo la había asustado entonces, aunque no sabía qué había sido. Había resbalado en el terraplén de barro plateado; por un momento no pudo levantar los pies de aquella garra sólida y pegajosa, y mirando hacia el canal reparó en un cangrejo que se alejaba furtivamente. Quizá fuera aquello lo que tanto la había asustado. Y, luego, cuando vio por primera vez los ladrillos bajo el zarzal y cuando Eric le habló de las personas que, en un tiempo, se habían sentado junto al fuego, y dijo que los pájaros les habían sacado los ojos con el pico. ¿Acaso eran amantes y los marjales tenían envidia de su felicidad, de la serenidad con la que estaban sentados delante del fuego? Pero entonces Eric se había compadecido de sus temores y en medio de los solitarios marjales la arropó con la seguridad que da el ser amada. Eric era tierno, Eric la quería. Ayer mismo quiso casarse con ella, le había sugerido y propuesto —¡qué tontería, mi amor!— que entraran en la iglesia por la ventana para casarse. ¿Por qué debería importarle lo que dijera Prudence? Pero a pesar de todo volvía a recordar sus palabras: No es de fiar. ¡Ojalá lo tuviera delante!, pensó. ¡Ojalá apareciese ahora mismo, así recobraría la paz! Le bastaría con mirarlo para saber que todo iba bien.

Eric había ordeñado a las vacas, pero la mala suerte quiso que Prudence bajara justo antes de que él entrara con los cubos de leche. Los dejó en el suelo sin decir palabra y volvió a salir.

—¡Yo me ocupo de la leche! —exclamó Prudence de pronto.

Cogió un cubo y empezó a verter la leche en cuencos poco hondos. En su apresuramiento por lucirse ante Sukey, cometió una torpeza: golpeó el borde del cubo contra la mesa y la leche se derramó.

—Maldita sea, ¿por qué tendría que deslomarme a trabajar? ¡Reuben!

Se dirigió a la puerta y llamó en medio de la lluviosa oscuridad.

—¡Reuben! Ven aquí. Te necesito.

Reuben apareció en el umbral, sonriendo.

—Ven a echarme una mano con estos cubos.

—¿Y qué hago con mis botas? —preguntó él.

—No te preocupes de las botas. De todos modos hay que fregar el suelo. Cógeme ese cubo, por favor.

—¿Vas a ser la mujer de un granjero y ni siquiera puedes con un cubo de leche? ¿Qué más cosas quieres que haga por ti? ¿Que te dé friegas en la espalda?

Sukey sintió que no había un lugar para ella en la vaquería, tan rebosante de los besos y réplicas que se daban Prudence y Reuben; incluso el techo estaba colmado de sus sombras entrelazadas. Se dirigió subrepticiamente a la parte de atrás de la cocina (aunque no había necesidad de andar con sigilo; si hubiera salido a gatas, se dijo, no se habrían dado cuenta de que se iba, tan ocupados estaban el uno con el otro) y se puso a freír panceta y huevos. El viento soplaba por debajo de la puerta y le helaba los pies, mientras le ardían las mejillas por el calor que desprendía la grasa chisporroteante. Estaba sola, pero ahora no había posibilidad de que apareciese Eric. No lo vería hasta el desayuno. Y entonces todo sería como siempre. Se sentaría allí con aire so­ñador, como si viviera en otro mundo, sonriendo vagamente o contemplando las rosas pintadas en la jarra de leche. Si sus miradas se encontraban por casualidad, él no daría muestras de reconocerla ni de recordar nada. Y sin embargo era su novio, y ayer habían hablado de matrimonio.

Ahora las palabras de Prudence cobraban un nuevo sentido: No es de fiar. Y eso era cierto. ¿Cómo era posible fiarse de alguien tan despreocupado, tan esquivo, un amante que en un momento dado se mostraba tan cercano y afectuoso y de pronto resultaba más extraño que cualquier desconocido, un amante que parecía olvidar tanto sus palabras y sus besos como un sueño del que ya nada se recuerda al despertar? ¿Cómo podía confiar en él? Sería mejor apoyarse en un arcoíris.

En el desayuno las cosas salieron tan mal como Sukey había imaginado o incluso peor, porque mientras comían la lámpara de aceite se apagó. El señor Noman estaba de mal humor; la regañó por no tener cuidado y Prudence hizo un chiste sobre la parábola de las vírgenes necias. Reuben y Jem estallaron en ruidosas carcajadas, y Eric, que parecía no prestar la menor atención a lo que estaba pasando, también se echó a reír. El señor Noman dio un puñetazo en la mesa.

—En mi casa no tolero que se bromee sobre asuntos bíblicos, y no lo volveré a repetir. Si no podéis hablar decentemente, no abráis la boca.

Después todos guardaron silencio, escuchando el viento y la lluvia, hasta que el señor Noman se levantó para marcharse. Se detuvo en la puerta y miró a Sukey.

—No te olvides del gallo —le dijo.

Y menos mal que se lo recordó, porque entre los nervios y la confusión mental se le había olvidado por completo el hecho de que debía matar al gallo. Ahora ese pensamiento parecía resumir todas las desgracias de aquella mañana tan desagradable. Prudence, a quien ella detestaba, iba casarse con Reuben y se instalaría en New Easter: para dominarla, para arrebatarle los pacíficos quehaceres de la cocina y la vaquería, para darle órdenes apresuradas y hacerle confidencias mucho más repulsivas que cualquier orden que pudiera darle, para asustarla y quitarle la felicidad de ser amada, para espiarla, para atraparla en una sucia telaraña de temores y dudas, para encerrarla en un pozo de servidumbre mental, en donde Eric jamás volvería a ella; y por eso debía matar al gallo, para la fiesta de compromiso. Se llevó las manos a la nuca, se apretó los dedos en el cogote y contrajo el cuello hacia atrás, como un animal revolviéndose contra el yugo. Tenía que matar al gallo, quisiera o no, porque en aquella casa oscura, donde con la llegada del invierno todo se volvía duro y traicionero, no había nadie que la defendiera, nadie que se pusiera en su lugar.

Se dio cuenta de que Prudence la estaba mirando con cierto aire de malevolencia y desdén.

—Voy a matar al gallo —dijo ella.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Con el hacha.

—¡Ni se te ocurra!

Prudence se puso en pie de un salto y se acercó a ella.

—Hay que rebanarle el pescuezo. Soy yo quien se va a comer esa ave de corral, y soy yo quien dice cómo hay que matarla. Y digo que hay que hacerlo de ese modo para que sangre como es debido, porque así estará más apetitosa.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras, Prudence fulminó a Sukey con la mirada como si fuera a ella a quien quisiera comerse. Tenía los ojos inyectados en sangre, y al reparar en ello, Sukey sintió un súbito desprecio y dejó de tenerle miedo.

—Como quieras.

Salió de la cocina, caminando muy erguida, y dio un portazo al salir. En la trascocina cogió el largo cuchillo con el que debía rebanar el pescuezo al gallo, salió, cruzó el patio hasta la cochera, caminando descalza bajo la lluvia y en una especie de trance desafiante.

Habían encerrado al gallo en una cesta de mimbre al fondo de la cochera. Justo encima de la cesta había una gotera, y el animal estaba calado hasta los huesos, las plumas oscurecidas y apelmazadas, la cresta y las barbillas descoloridas de pasar frío durante tanto tiempo. Toda su fiereza había desaparecido; no se resistió cuando Sukey lo sacó de la cesta, al contrario, se ovilló bajo su brazo, tiritando y graz­nando tristemente para sí. Al final de sus largas patas, suspendidas en el aire, sus garras se abrían y cerraban débilmente.

—Casi no se va a enterar —dijo Sukey, llevando el ave hacia el taco de madera—. Creo que se alegrará de morir.

Tuvo la impresión de no albergar sentimiento alguno, salvo el de desdén, porque despreciaba al gallo por su falta de valor. Agachó la cabeza y miró al animal, que le devolvió la mirada con su ojo plano e irreal. De pronto comprendió que no podía ni quería matar a aquella criatura, tan desconsolada y hostil.

—¡No lo haré! —exclamó—. ¿Por qué tendría que hacerlo? No lo haré. Que maten ellos a su gallo si quieren.

Lo dejó en medio del patio. El gallo se quedó a sus pies, inmóvil y encogido.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Largo de aquí, estúpido animal! ¡Ah, por amor de Dios, márchate!

El gallo no se movió.

En cierto modo le parecía esencial que el gallo justificara su rebeldía haciendo al menos un intento por salvarse, y empezó a sacudirle con el borde húmedo de las faldas. Justo entonces apareció Eric en el patio. No se sorprendió al verla allí de pie, con la cabeza descubierta bajo el cha­parrón que estaba cayendo, con la ropa empapada y pega­da al cuerpo, y el gallo inmóvil a sus pies.

—¡Espera! —gritó ella—. ¡Ven aquí!

Eric se volvió y se acercó, pisando con cuidado la tierra húmeda, con un aire de despreocupación, indiferencia y naturalidad semejante al de una pluma mecida por el viento. Bajo la sombra de un holgado sombrero, sus ojos le brillaban como piedras preciosas. El viento ululaba, el aire era turbio y lleno de ruidos de tormenta, y el vapor de la lluvia borraba cualquier color, cualquier forma, cualquier realidad; todo quedaba sumergido en un crepúsculo de desolación, como si New Easter estuviera agazapada en el fondo del mar, oscurecida y zarandeada entre los marjales por los embates de una tormenta que bramaba furiosamente desde lo alto.

Pero a Eric, que avanzaba tranquilamente hacia ella, con el rostro reluciente por la lluvia, los ojos pequeños y brillantes bajo la sombra del sombrero, no parecía importarle; era como si no se enterase. Estaba en su propio mundo, misterioso y distante como siempre, y desde aquel mundo, a través de las ventanas de sus ojos brillantes, la miró con una extraordinaria excitación secreta, una emoción que Sukey no podía compartir, ni podía comprender. Nunca antes lo había encontrado tan apuesto, tan fascinante; nunca antes lo había observado de manera tan directa ni le había prestado tanta atención. Era como si la indiferencia de Eric fuese una especie de sueño que la mantuviera a distancia de él, pero que le permitiera mirarlo con total atención. Y durante un largo instante Sukey lo olvidó todo —su angustia, sus dudas, la necesidad que tenía de él, el motivo por el cual lo había llamado— solo para poderlo mirar.

Pero ahora estaba a su lado, cogiéndole la barbilla con su mano fría. Iba a besarla. Su resuelta mirada se hundió en la de ella, sumiéndola en la oscuridad. Sukey echó la cabeza hacia atrás y parpadeó, entreabriendo los ojos con dificultad.

—¡Ten cuidado! Vas a asustarlo. Al gallo.

Eric tomó al animal y empezó a acariciarlo, echándole suavemente el aliento sobre las erizadas plumas del pescuezo.

—¿Qué te pasa, Sukey? ¿Qué es lo que quieres?

Lo que ella quería decir era:

«¡Sálvame! Tienes que salvarme porque estoy desesperada y solo tú puedes rescatarme. Estoy sola, enamorada, y muriéndome de miedo. Todo se confabula contra mí, todo me amenaza, todo es nuevo, desconocido y aterrador, porque el amor lo ha cambiado todo y me ha cambiado a mí también, no dejo de dar vueltas de acá para allá, presa de mis temores. Ah, sálvame, porque soy tuya, me he entregado a ti, yo ya no soy yo. Y sin embargo no tengo la sensación de pertenecerte. Soy como un fantasma. La vista de mi propia mano basta para asustarme, parece la de una extraña, no la mía. Soy como tu sueño, y puedes despertarte y olvidarme y ya no seré capaz de encontrar de nuevo el camino que me lleve hacia ti. Y tú eres como mi sueño. Porque al fin y al cabo no sé nada de ti, a veces tengo la sensación de que no te he visto nunca. ¡Oh, hazte real para mí! Haz algo, di algo, sé una persona real. No me beses y te vayas otra vez. Yo no solo soy algo que besas, soy Sukey Bond, y me has pedido en matrimonio. Soy Sukey Bond y daré a luz a tu hijo. Soy Sukey Bond y te quiero. ¡Dame algo real que pueda amar, trátame bien, sé real conmigo, dime que lo entiendes, quítame el miedo! Tú puedes hacerlo con toda facilidad. Con una palabra bastaría; incluso me bastaría con que estornudaras. Pero tienes que hacerlo ahora. ¡Sí, ahora, ya, en este mismo momento! Porque si vuelves a alejarte, si te ocultas de mí con un beso y te vas sin comprender lo que me pasa, si no entiendes lo que yo misma no entiendo, me moriré. No puedo soportar seguir por más tiempo sola con mi amor por ti. ¡Muéstrate, sé real conmigo, deja que confíe en ti, haz acto de presencia y toma este amor que no puedo darte como es debido hasta que tú te abras a él y lo aceptes!».

Eso es lo que hubiera dicho, mientras seguía con los ojos fijos en los labios de Eric y en el aliento que salía de ellos y vagaba suave entre las plumas del gallo. Cuando Sukey habló, fue para decir, con frialdad y en tono desafiante:

—Hay que matar a este gallo. Y no veo por qué no puedes hacerlo por mí. Reuben le coge a Prudence los cubos de leche, así que creo que podrías matar al gallo por mí.

—No estés tan enfadada, Sukey. Si quieres te doy un beso.

—Aquí está el cuchillo —repuso ella, tendiéndoselo con la cabeza gacha.

Le temblaba la mano. El viento soplaba con tal vio­lencia que el suelo parecía estremecerse bajo la planta de sus pies.

Eric dejó el gallo en el suelo y se dio la vuelta.

El viento sopló con más fuerza. El extremo de una lona del almiar se desató y empezó a restallar con un ruido seco. ¡Ay, no era de fiar! No la quería, no le importaba lo que fuera de ella, siempre la abandonaría en sus momentos de necesidad. Pero ella lo amaba, era suya, él le pertenecía, confiar en él era su obligación. Y tenía que darle lo que a ella le debía; si no se hacía valer ahora, podría perderlo para siempre. Cogió rápidamente al gallo, corrió detrás de Eric y se lo puso en las manos.

—¡Debes hacerlo! —exclamó—. ¡Tienes que hacerlo! Te quiero. Tienes que ayudarme.

Eric no contestó y ella empezó a tirar de él hacia el tajo. Ella parecía forcejear en un sueño, y como él se dejaba llevar con pasividad, cediendo a la presión de sus manos, se incrementó su desesperación: era como si con su pasividad Eric se evadiera de ella más fácilmente que si se hubiera resistido. Ahora le puso el cuchillo en la mano, pero él lo sujetó sin fuerza, y aun cuando le cerró los dedos sobre el man­go, él no los retiró, no parecía tener la menor idea de lo que debía hacer. El gallo empezó a forcejear. Sacó un ala de debajo del brazo de Eric y empezó a agitar el aire. Eric soltó el cuchillo e intentó calmarlo, haciéndole cosquillas en el pecho, emitiendo murmullos para consolarlo mientras el animal le picoteaba la mano. De aquel mismo modo había intentado tranquilizar a Sukey una vez, hacía mucho tiempo, en el huerto.

De pronto todos aquellos sentimientos tumultuosos se disiparon, y Sukey, en medio del viento desenfrenado, experimentó una fría y absoluta calma. Sí, así fue como pasó. Él había dicho: «No te asustes. No te asustes, Sukey», mientras le cogía la mano y se la acariciaba como a un pájaro. A Eric le daban pena los pájaros. Quería a todas las criaturas indefensas, a todas las criaturas silvestres, a todos los seres vulnerables, incapaces de reflexionar. Le daba pena el gallo, comprendía su desgracia. La de ella no la entendía. Era como un viento que hubiese pasado por su lado: violento, extraño, incomprensible. La cólera de Sukey era una llamarada que no prendería en él. Y ahora, cuando quizá lo había perdido para siempre, Eric no entendía su desesperación.

—¡Oh, cariño —le dijo—, perdóname! ¡Pobre Eric, tú no podrías matarlo, claro!

Y arrebatándoselo de los brazos, miró al gallo a través de las lágrimas y exclamó:

—¡Pobre gallo!

Porque aunque la había picoteado una y otra vez, y aunque hubiera sido la causa de todo aquel alboroto, y aunque la muerte arbitraria era el destino de todos los gallos, Sukey sufría por él y sentía que era una pena que se lo debiera sacrificar para servir de pasto a la venganza de Prudence. En cualquier caso, pensó, no vas a sufrir más de lo necesario. Y cogiendo el cuchillo, hizo puntería y bajó con fuerza el brazo.

El golpe fue certero. La sangre brotó formando un arco escarlata entre la cortina gris de la lluvia. Y, al mismo tiempo, Eric, lanzando un fuerte grito, había caído al suelo y allí permaneció, agarrando la ensangrentada tierra con la ma­no, el rostro convulso, la respiración ronca, jadeante.

Sukey cayó de rodillas a su lado. Le alzó la cabeza y se la colocó en su regazo. Se puso a buscar la herida, porque en cierto modo tenía la sensación de haberle dado a él también. Pero no había herida, ni sangre, salvo la que le había salpicado en la mano. A pesar de ello, Eric se quejaba y temblaba como si estuviese herido de muerte. Sukey pidió socorro a gritos, pero el viento le arrancó los sonidos de la boca, dispersándolos. Nadie la oiría ahora, por mucho que gritase. Debía dejarlo allí y correr a buscar ayuda. Pero al ponerse en pie, la mano de Eric, moviéndose a tientas por la tierra ensangrentada, le rozó la falda y se aferró a ella, que una vez más se hincó de rodillas a su lado para tratar de tranquilizarlo y, luego, alzando la cabeza gritó pidiendo auxilio. Al fin, vio que Prudence salía al patio y abría un paraguas.

—¡Ven! ¡Oh, vamos, ven, deprisa! ¡Que se muere! ¡Eric se está muriendo!

Prudence echó una mirada y volvió a entrar en la casa. Sukey se inclinó sobre el pecho de Eric y rompió a llorar desconsoladamente. Él ya no se agitaba. Seguro que se había muerto, y ella estaba decidida a morir con él. Pasaron siglos. Cuando oyó un rumor de pasos que se acercaban pensó confusamente que eran los enterradores. Alzó la cabeza; iba a decirles que la enterraran a ella también.

Era Prudence, y con ella estaban los Noman.

—Levántate —ordenó Prudence, cogiéndola del hombro—. ¡Vaya modo de comportarse, llorando y armando un escándalo por un idiota al que le ha dado un ataque!

1. Seguidor del movimiento Peculiar People, inspirado en el puritanismo y fundado en Essex en 1838. (N. del T.)