Dos de los más sobresalientes [escritores] desde los
extremos de la América hispánica, el mexicano Alfonso
Reyes y el argentino Jorge Luis Borges, han razonado
—y con las mejores razones, incluidas las del corazón—
su cosmopolitismo literario. ¿Cuál es nuestra tradición?,
se pregunta Borges; y se contesta: toda la
cultura de Occidente, Reyes ha hecho de
parecida pregunta uno de los ejes de su meditación sobre
México y sobre Hispanoamérica.
RAIMUNDO LIDA
CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Para un breve recorrido por la relación de treinta años entre Borges y Reyes, el redactor se ha basado esencialmente en el trabajo de José Emilio Pacheco en la Revista de la Universidad de México (núm. 4 del volumen XXXIV de diciembre de 1979, pp. 1-16). Las fuentes que JEP cita son las siguientes: de James Willis Robb, “Borges y Reyes. Una relación pistolar” (Humanitas, VIII, Monterrey, 1967) y “Borges y Reyes: algunas simpatías y diferencias”, en Estudios sobre Alfonso Reyes (Ediciones El Dorado, Bogotá, 1976); de Donald A. Yates, “Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes: una amistad literaria” (Boletín de la Capilla Alfonsina, 33, 1978), así como la biografía intelectual de Borges por Emir Rodríguez Monegal que publicará en breve el FCE.**
Dos inscripciones podrían sellar una amistad iniciada por telepatía el 26 de enero de 1929: “Caso de telepatía con Borges: yo necesitaba un libro de Mathew Arnold y uno de Tyler. Le pedí por carta a Borges este último. ¡Y me ha enviado los dos!” (Alfonso Reyes, Diario 1911-1930, Universidad de Guanajuato, 1969, p. 250). La inscripción de Borges podría ser la de una carta de marzo de 1957, cuando el argentino ya depende en forma total de sus amanuenses: “La lectura de su obra es una de mis mayores alegrías”. La de Reyes, en otra carta en 1949:
Estoy deleitado con El Aleph. Acaso por culpa de mis obligaciones didácticas, me siento harto de los libros. Usted me ha reconciliado con las letras. ¡Qué lástima no tenerlo a mi lado para que me devolviera un poco de fe!
Borges y reyes pudieron conocerse en alguna tertulia madrileña a comienzos de la década de los veinte; pero es sólo hasta el arribo del segundo a Buenos Aires como embajador de México en 1928 cuando se encuentran. Previamente habían intercambiado guiños de amistad y complicidad: reyes recibe Fervor de Buenos Aires (1923) y se conmueve por la común ideología de ambos escritores. Más adelante lo menciona en las apostillas a sus Cuestiones gongorinas (1926), gesto al que Borges corresponde reseñando Reloj de sol en 1927:
Gratísimo libro conversado es éste de Reyes, sin una palabra más alta que otra y cuyo beneficio más claro es el espectáculo de bien repartida amistad que hay en su cuarentena de apuntes.
El diario Alfonsino consigna Borges desde el 5 de noviembre de 1928, como uno de los jóvenes argentinos con los que Reyes organizará la revista Libra y los Cuadernos del Plata. Un día después del caso de telepatía bibliófila, se inician las reuniones regulares en casa de Reyes. En abril, Borges entrega su Cuaderno San Martín para la colección de marras. Fue la revista Proa la que finalmente publicó los poemas, que a Reyes entusiasmaron. La explicación puede encontrarse, probablemente, en el apartado del 27 de mayo de ese año, al anunciar Reyes el alejamiento de Borges de la editorial y la revista por problemas con Leopoldo Merechal y el poeta católico Francisco Luis Bernárdez. No volverán a verse en seis años, hasta que Reyes retoma brevemente su puesto de embajador en la Argentina (1936-1937) y desde entonces mantendrán una esporádica pero cariñosa correspondencia. Borges lo extraña:
Le agradezco de veras su Monterrey, carta hermosa en que me parece sentir una soledad. Aquí, todo está como era entonces, con alguna más aspereza y rencor en el ambiente literario. Nuestros domingos en la tarde ya no tienen un destino… (JLB para AR, Buenos Aires, circa, julio de 1930).
Meses después de esa misiva, Borges acepta colaborar en Monterrey —el correo literario de Alfonso Reyes—, desde Rio de Janeiro en esos días, y en el número 8 de la revista, marzo de 1932, aparecerá una carta de Borges sobre el sublime estornudo de Zaratustra. (En “Monterrey 1930-1937”, en Revistas Literarias Mexicanas Modernas. Antena-Monterrey-Examen-Número, FCE, 1980, p. 173.)
En 1938, Reyes le pregunta a Borges sobre el destino de un libro que ha enviado a una editorial argentina: Mallarmé entre nosotros. Finalmente, el 20 de julio de 1943, Alfonso Reyes publica en Tiempo el único ensayo que dedicó íntegramente a Borges: “El argentino Jorge Luis Borges”. Escribe el mexicano:
La obra y la persona. Jorge Luis Borges, uno de los escritores más originales y profundos de Hispanoamérica, detesta, en Góngora, las metáforas grecolatinas ya tan sobadas y las palabras que significan objetos brillantes sin dar claridad al pensamiento, así como desconfía del falso laconismo de Gracián, que acumula, aunque en frases cortas, más palabras de las necesarias. Borges ha escrito ya una buena docena de libro entre verso y prosa. En el verso huye de lo que él llama la manía exclamativa o la poesía de la interjección, y en la prosa, cuando opera con su propio estilo, sin caricatura costumbrista, huye de la frase hecha. Su obra no tiene una página perdida. Aun en sus más rápidas notas bibliográficas hay una perspectiva original.
Entre 1943 y 1955, los amigos intercambian libros y salutaciones (una de ellas, en ese primer año, para Xavier Villaurrutia y José Luis Martínez de parte del argentino. Es probable que Borges ya hubiera leído la primera de las tres reseñas que Villaurrutia publicó sobre su obra en El Hijo Pródigo). Reyes anuncia —en 1944— la aparición de El deslinde con seis referencias a Borges. 1955 es el último año definitivo para esa amistad. Bioy Casares (que también ha conquistado a Reyes y viceversa) y Borges buscan el Premio Nobel para Alfonso Reyes, al cumplir el helenista sus cincuenta años de ejercicio. A su vez, Borges hace un elogio de Reyes en México en la Cultura (Buenos Aires):
Reyes es hoy el primer hombre de letras de nuestra América. No digo el primer ensayista, el primer narrador, el primer poeta; digo el primer hombre de letras, que es decir el primer escritor y el primer lector. Menos que un individuo es ya un arquetipo. Amigo de Montaigne y de Goethe, de Stevenson y de Homero, nada hay que pueda equipararse a la delicada hospitalidad de su espíritu. Dos virtudes de México, el valor y la cortesía, están en su obra, esas virtudes cuya perdición en Florencia deploró Dante. He conocido la dicha de conversar con Alfonso Reyes; hoy me consuela de la privación de ese diálogo el trato de sus libros.
Borges:
En vano hemos desordenado las bibliotecas de las Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas pueden bastar [Jorge Luis Borges, Ficciones, Alianza Editorial, 1972, p. 20].
DONALD A. YATES
La influencia de Jorge Luis Borges sobre la literatura de Hispanoamérica es hoy día mayor que la de cualquier otro escritor de nuestro tiempo. Las ideas de Borges y sus opiniones han desafiado los sistemas de pensamiento de casi todos sus lectores. Podemos leer un cuento de Borges tal vez casualmente, pero si volvemos a sus páginas es probable que lo hagamos por curiosidad acerca de su singular manera de interpretar el mundo. Así que podría decirse que el impacto de la obra de Borges sobre otros escritores se ha realizado por medio de su expresión artística de perplejidades y de asombro.
Hay, sin embargo, otros tipos de influencia, más sutiles, más serenos. En la vida del mismo Borges, considero que una de las personas que más apreciable gravitación tuvo sobre los criterios del autor argentino fue Alfonso Reyes. Creo, además, que Reyes le brindó a Borges su amistad y le insinuó sus sanos consejos —siempre emitidos en un tono mesurado y tranquilo— en un momento crítico en la carrera de éste, cuando el joven Borges de 28 años buscaba la salida de un estilo forzado y exageradamente elaborado. También entiendo que, en cierto modo, Reyes le señaló a Borges el camino que, una década después, y tras experimentos vacilantes, le llevaría a la composición de los extraordinarios cuentos que iban a integrar su obra fundamental, Ficciones.
Este breve estudio, por lo tanto, tiene como modesto propósito trazar las circunstancias de esa amistad literaria, ofreciendo algunos comentarios y evaluaciones sobre la relación que mantuvieron Borges y Reyes durante los últimos años de la década de los veinte y los primeros de los treinta.
Entre los dos hombres mediaban sólo diez años de diferencia. Reyes nació en 1889. Pero Alfonso Reyes era indudablemente el mayor y Borges, aunque tenía ya cuatro libros publicados cuando Reyes llegó por primera vez a Buenos Aires, era el joven aprendiz que buscaba con el escritor más experimentado y más maduro sus opiniones y juicios, y se maravillaba ante su seductor estilo literario.
El primer contacto entre ellos data del año 1924, cuando Borges se encontraba con su familia en los últimos meses de su segunda jornada de Europa (1923-1924). Borges había publicado en Buenos Aires en las vísperas de ese viaje su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires, y varios ejemplares habían llegado a España. Cuando Borges se instaló de nuevo en Madrid, después de recorrer Inglaterra, el sur de Francia, y visitar varias otras ciudades españolas, su libro ya había llamado la atención a varios críticos y escritores en Madrid, entre ellos, Alfonso Reyes, que allí desempeñó varios cargos diplomáticos entre 1920 y 1924. Reyes le mandó una carta a Borges alabando los versos de Fervor, manifestándole que los poemas sobre los antepasados militares de Borges le habían conmovido, porque él también era de estirpe militar.
Surgió, en relación con este momento, un curioso incidente que Borges recientemente ha desmentido. Se trata de un presunto diálogo entre Reyes y Borges que refirió en México en 1973 el escritor Ernesto Mejía Sánchez y que —y cito las palabras del diario Excélsior— “aparentemente debe haber sido el primer encuentro entre don Alfonso Reyes y Borges en España, durante la primera Guerra Mundial”.
Borges jugaba con una esfera o copa de cristal verde, en que Reyes se reflejaba y dijo queriendo filosofar a lo compadrito, cosa que de niño había oído decir a Evaristo Carriego: “Uno sabe donde nace, pero no dónde va a morir”.
La sangre mexicana de Reyes saltó sobre su cortesía: recordó el 9 de febrero de 1913 frente a Palacio, la estrella de sangre en la frente de su padre y respondió con agresiva amargura: “Sólo los hombres sin experiencia pueden hablar así, porque los de verdad: eligen dónde van a morir”.
“Todos mis abuelos y bisabuelos son militares”, dijo Borges, explicándose o justificándose.
“Mi padre también lo fue”, dijo Reyes con un acento tan fino y explosivo que como estoque de pólvora hizo estallar la esfera verde en las manos de Borges.1
Borges niega que ocurriera tal incidente y cuando se lo refirieron respondió: “No lo conocí en Madrid”.2 Recuerda, más bien, que su primer encuentro se produjo en Argentina en 1927, en la casa de Pedro Henríquez Ureña o, tal vez, en la de Victoria Ocampo. A estas alturas sería difícil documentar lo citado por Mejía Sánchez. Pero si fuera así, sería una notable alteración en la exactitud generosa y equilibrada de Reyes, famoso por su bondad con los escritores jóvenes y desconocidos. En todo caso, nos puede parecer un poco sospechoso el haber situado este encuentro en Madrid —y cito— “durante la primera Guerra Mundial”, en vista de que todos los Borges se vieron obligados a pasar los años de las hostilidades —1914-1918— en Ginebra y después en Lugano. No llegaron a España por primera vez hasta 1919 y a Madrid sólo después de muchos meses de recorrer el sur de España y Mallorca; es decir, no hasta la primavera de 1920.
Así que con relativa seguridad podemos fijar el momento de la carrera de Borges cuando por vez primera conociera a Alfonso Reyes. Desde España, Reyes se había trasladado a Francia, donde permaneció desde 1925 a 1927. En ese último año, después de una breve visita a México, fue designado embajador en Argentina. Llegó a Buenos Aires a mediados de 1927 y sus amigos argentinos le dieron una calurosa acogida. Anticipando su llegada, el poeta Ricardo E. Molinari publicó lo siguiente en las páginas de la revista literaria porteña Martín Fierro:
Reyes… nos ha dado ya una colección de libros escritos en la mejor prosa que hoy se trabaja: ensayos, crítica, diálogos, cuentos, estudios y simpatías y diferencias… Qué gentileza la suya ser a la vez excelente prosista y gran poeta. Qué certidumbre de expresión y delicadeza de sentimiento… Mañana o pasado él estará entre nosotros y sabrá cuán grande es nuestra admiración y cuál el respeto por su bellísima obra.3
Para mediados de 1927, Borges había publicado ya sus dos primeros libros de poesía —Fervor de Buenos Aires (1923) y Luna de enfrente (1925)— y las dos primeras colecciones de ensayo —Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926)—. Refirámonos primero a las estadísticas y después a juicios relacionados con esas cuatro obras. Fervor de Buenos Aires contiene cuarenta y cinco poemas. (Cinco más tuvieron que ser excluidos a último momento por motivos de espacio: no cabían en el libro de sesenta y cuatro páginas que se había negociado y que había pagado el padre del joven poeta, Jorge Guillermo Borges —trescientos pesos argentinos por trescientos ejemplares). Luna de enfrente tenía veintisiete poemas, once “soleares” de tres líneas cada uno. Es decir, que eran bien nutridos muestrarios de la temprana poesía de Borges.
En cuanto a los ensayos, Inquisiciones incluye quince de las veinte piezas críticas que Borges había escrito hasta ese momento. El tamaño de mi esperanza contiene una proporción aún mayor de los ensayos aparecidos anteriormente, veinte de un total de veintiséis. Es decir, casi todo lo que escribió Borges durante aquellos años, él después lo recopilaba y publicaba en forma de libro.
Ahora bien, en su “Ensayo autobiográfico”, aparecido primero en inglés en Estados Unidos en 1970 y luego en español en Buenos Aires cuatro años después, Borges dio los siguientes juicios sobre los libros.
Este periodo, de 1921 a 1930, fue de mucha productividad para mí, pero quizás mucha de ella fue atolondrada y sin sentido. Escribí y publiqué siete libros: cuatro de ensayos y tres de poesía… Esta productividad hoy me asombra tanto como el hecho de que no sienta el más mínimo parentesco con sus resultados. Tres de las cuatro colecciones de ensayos, cuyos nombres es mejor no recordar, nunca autoricé a reeditarlas… Cuando escribí [las piezas del primero de esos libros “atolondrados”] estaba imitando diligentemente a dos españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, quienes, en su estilo propio, practicaban el mismo tipo de escritura que Sir Thomas Browne. Me esmeré lo mejor que pude en escribir latín en español y el libro se desmorona por el peso de sus involuciones y sus juicios sentenciosos. El segundo de estos fracasos fue una especie de reacción. Me fui al otro extremo y traté de ser tan argentino como me era posible. Conseguí el Diccionario de argentinismos de Segovia e introduje tantos localismos que muchos argentinos tenían dificultades para entenderlo. Dado que extravié el diccionario, no estoy seguro de entenderlo yo mismo ahora y por lo tanto lo he abandonado por hallarse más allá de toda esperanza. El tercero de estos innombrables constituye una parcial redención.4
Pero ese tercer libro era El idioma de los argentinos de 1928. Y Alfonso Reyes había llegado a Buenos Aires un año antes. Vamos a examinar más detenidamente las circunstancias de esa amistad que trabaron Reyes y Borges a mediados de 1927.
A la edad de 28 años, Borges había conocido a tres personas que le servían como modelos o figuras de autoridad. El primero fue su padre, Jorge Guillermo Borges, con quien, de chico, había empezado a leer y comentar libros tanto de maravillas y aventuras como de metafísica y filosofía. Borges ha dicho reiteradamente que se formó para siempre en la biblioteca de libros ingleses de su padre. El segundo hombre que le impresionó sobremanera fue el escritor andaluz Rafael Cansinos Assens, a quien Borges conoció en Madrid en 1920. Con él, el joven aprendiz de la literatura se indoctrinó en los criterios de la secta ultraísta que tanto influyó sobre sus primero escritos. Borges admiraba profundamente a Cansinos por los muchos idiomas que conocía, por su asombrosa erudición y por ser un hombre (las palabras son de Borges) “que vivía exclusivamente para la literatura sin ninguna preocupación por el dinero y la fama”.5 Pero Borges tuvo que despedirse de él en 1921, cuando la familia volvió a Argentina, después de una ausencia de siete años. Sin embargo, aún hoy día Borges reafirma que “todavía me complazco en pensar en mí como su discípulo”.6
La tercera persona que tuvo sobre Borges una influencia descomunal fue Macedonio Fernández, amigo de su padre, cuya estimulante amistad le hijo heredó al volver a la patria en 1921, una amistad que Borges ha señalado como “el acontecimiento mayor de mi regreso”.7 Pero lo que Macedonio representaba para Borges era un compañero intelectual, un mentor que le llevaba por los senderos que su padre ya le había señalado —de la filosofía idealista—. Era un genial conversador. Tanto así que —como Borges mismo lo ha reconocido— lo mejor de Macedonio estaba en la conversación y no en sus libros. Éstos han dejado perplejos a casi todos sus lectores. En su “Ensayo autobiográfico”, Borges admite que
el mayor regalo que me hizo Macedonio fue enseñarme a leer escépticamente. Al principio yo le plagiaba devotamente, copiándole algunas afectadas formas estilísticas, lo que después lamenté. Ahora lo recuerdo como un Adán desconcertado por el Jardín del Paraíso. Su genio sobrevive sólo en unas pocas páginas: su influencia fue de naturaleza socrática.8
El cuarto maestro, el último mentor de Borges, fue Alfonso Reyes. Se impuso, con su modo gentil, cortés y sincero, a todos los demás; al padre de Borges —que en 1927 estaba ya casi ciego—, que siempre se negaba a opinar sobre los libros de su hijo quien, afirmaba él, tenía que seguir su propio camino y cometer sus propios errores; al ausente Cansinos Assens, cuya broma ultraísta superó Borges a duras penas; a Macedonio Fernández, quien nutría el espíritu del joven escritor, pero que no le ayudó en la búsqueda de un estilo adecuado para la expresión de sus ideas.
La importancia que se dio a la presencia de Reyes entre la joven generación de ultraístas y martinfierristas se puede apreciar en estas palabras, de 1957, del escritor argentino Ulises Petit de Murat:
Teníamos a Leopoldo Lugones. Admitía nuestra visita en su rincón de la Biblioteca del Consejo Nacional. Pero más que ortodoxo, era fanático. En su batalla a favor del verso rimado exaltó nulidades… y desconoció a poetas que han quedado, como Borges, Molinari, Mastronardi y Merechal… Lo admirábamos, por más que lo atacáramos casi todo el tiempo, pero no nos servía como orientador. Nuestras fuerzas recibieron su primera noción al ser admitidos a la amistad cálida y comprensiva de Alfonso Reyes. En él latía, para alzar de pronto súbito vuelo resplandeciente, la receptividad viva del más adorable humanismo… ¿Sabe Alfonso Reyes cómo ocupaba el centro de nuestras conversaciones? Luego, naturalmente, no se lo decíamos.9
Reyes y Borges trabaron una estrecha amistad, que incluía invitaciones a cenar los domingos en la embajada mexicana. Esas cenas y las largas sobremesas representaban para Borges uno de los recuerdos más imborrables de aquellos años. Compartían muchas predilecciones, entre ellas la prosa del ensayista inglés Andrew Lang, cuyo libro, Essays in Little, Borges había conocido casi veinte años antes, en la biblioteca de su abuela paterna, Frances Haslam de Borges. Tanto Borges como Reyes confesaron su admiración por el “encanto” del estilo Lang. Eso de un estilo admirable llegaría a ser después una cuestión de suma importancia entre ellos. Concordaron los dos también en que la prosa castellana del escritor francés radicado en Argentina, Paul Groussac, era ejemplar.
Pero mucho más significativo era el que Borges tuviera como compañero a un hombre que él después designaría como “el más fino estilista de la prosa española de nuestro siglo”.10 Como ya hemos visto, para 1927 Borges no había dado con un estilo que le sirviera. Lo estaba buscando. Pero primero tenía que modificar algunos de sus criterios estéticos.
Como antiguo discípulo de la escuela ultraísta, Borges parecía aferrarse a la idea de que el contenido narrativo, la circunstanciación y la anécdota no tenían cabida en su obra. Sin embargo, en su reseña del libro de ensayos de Reyes, Reloj de sol (1926), publicada en 1927 cuando Reyes llegaba por primera vez a Argentina, Borges parece encontrar motivos para firmar el valor de la anécdota.
Tras calificarlo como un “[g]ratísimo libro conservado] (cualidad que tanto admiraba en Andrew Lang), Borges se refiere al primer ensayo, diciendo:
Reloj de sol empieza por una apología de las anécdotas: página emocionada y preciosa, que transcribo para que el lector se enamore de ella: y también, ¡oh menester dialogístico del oficio!, para comentarla. Aquí está: “Hay que interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar, por unos instantes: ¿hay mayor piedad? Pero, además, suelen ser como la flor de la planta: la combinación cálida, visible, armoniosa, que puede cortarse con las manos y llevarse en el pecho, de una virtud vital. Hay que interesarse por los recuerdos, harina de nuestro molino."11
Y después escribe Borges:
Reyes ha reformado la anécdota. Su prudente revolución corresponde a la solicitada por Ben Johnson para el epigrama. En vez de sujetar la entera composición a la última línea, al desenlace armado, al rasgo (de antemano) asombroso, Reyes quiere que el agrado de sus anécdotas sea perfecto. Nunca procedieron así los anecdotistas. Siempre nos propusieron su página, no de gustatoria lectura, sino de desconfianza o de impaciencia o de suspensión, para recién justificarse en la última línea y callar. Leerlos tenía más de tarea que de placer. Uno se fatigaba, esperándolos. Reyes, no; Reyes nos presenta un mundito y hace como si lo dejara vivir.12
Hasta ese momento, a pesar de haber leído con mayor deleite a innumerables cuentistas —sobre todo en idioma inglés—, Borges no se había atrevido a ensayar un solo cuento propio. Pero ahora, con el incesante y entusiasta apoyo de Alfonso Reyes, parece que empezó con mucha discreción y reserva a experimentar.
Recuerdo que Borges me dijo una vez que Reyes le animaba mucho en ese sentido durante aquellos años, hasta tal punto que le sugirió que escribiera anécdotas, borradores y diálogos para practicar.
Ahora bien, vamos a llegar rápidamente a nuestras conclusiones. Para terminar quisiera resumir lo dicho en términos breves y luego señalar lo que me parece ser esencialmente la contribución de Alfonso Reyes a la formación literaria de Jorge Luis Borges. Hay tres aspectos fundamentales.
Primero, su amistad con Reyes parece haberle comunicado un criterio más exigente en lo que se refiere a los libros que publicaba. Borges no ha permitido que se reeditara ningún libro de ensayos que incluyera piezas escritas antes de conocer a Reyes. En cambio, todos los libros d ensayos posteriores (que además revelan una base cada vez más estricta de selección) sí han sido incorporados a las llamadas Obras completas de Borges.13 En cuanto a sus libros de poesía, ha dejado que se hicieran nuevas ediciones de Fervor de Buenos Aires y de Luna de enfrente, pero sólo después de extensas revisiones y supresiones. Y cuando Reyes pidió a Borges, en 1929, un nuevo libro de poesía para la serie Cuadernos del Plata que él dirigía, Borges tuvo dificultades en reunir una docena de nuevos poemas aceptables.
Segundo, en cuanto al estilo de sus ensayos, se observa, a partir de 1927, una mayor fluidez y un tono mucho más natural. Borges mismo reconoce esta lenta evolución. En el “Autobiographical Essay”, escribe al respecto:
Me estaba liberando [en El idioma de los argentinos] del estilo del anterior [El tamaño de mi esperanza] y retornaba a la cordura tratando de escribir con cierta lógica y procurando facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes purpúreos.14
Tenemos todo derecho a suponer que la prosa de Reyes le servía a Borges como modelo. Finalmente, y de mayor importancia, Reyes parece haber despertado en Borges la idea de que él sí era capaz de escribir prosa narrativa. Aún más, le incitó a hacer experimentos y a ensayar ejercicios en prosa. Creo que podemos considerar la incorporación de “Hombres pelearon” —la primera prosa de índole narrativa, anecdótica de Borges— en El idioma de los argentinos de 1928 como la consecuencia de los inteligentes consejos de Alfonso Reyes. Como se sabe, “Hombres pelearon” era el borrador de lo que sería, cinco años después, el primer cuento original de Borges “Hombres de las orillas”, conocido también bajo el título “Hombre de la esquina rosada”.
Pero ese cuento fue escrito en 1933. Reyes ya se había trasladado a Rio de Janeiro en 1930 como embajador mexicano en Brasil. Sin embargo, estuvo de paso en Buenos Aires en agosto de 1933 para presenciar un acontecimiento importante: la publicación, en la Revista Multicolor de los Sábados del diario porteño Crítica, de la primera narración de una serie que elaboraba Borges a base de argumentos ajenos, “El espantoso redentor Lazarus Morell”. Esos “ejercicios”, como los ha designado Borges integrarían después, junto con “Hombre de la esquina rosada”, su primer libro de prosa narrativa, Historia universal de la infamia, del año 1935.
Estos experimentos aparentemente tenían la aprobación de Reyes. Entre las notas que conservo de una conversación que tuve con Borges hace varios años, encuentro una frase que apunté porque me parecía notable que Borges recordara con tanta satisfacción un juicio de unos cuarenta años atrás. Estábamos hablando de ese primer relato “El espantoso redentor Lazarus Morell”, y de golpe Borges pescó este lejano recuerdo: “Ah, sí —comentó—, recuerdo que Alfonso Reyes me dijo que le gustaba ese cuento”.
Ahora comenzaría la larga elaboración de su estilo narrativo. Después de Historia universal de la infamia (1935) y de otro relato en 1936, “El acercamiento a Almotásim”, vendrían, en 1939, “Pierre Menard, autor del Quijote”, en 1940 “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, y luego los otros famosos cuentos de Ficciones de 1944 y de El Aleph de 1949. Era, como hemos visto, un largo camino, que Borges recorrió muy lentamente. Y me parece razonable conjeturar que cuando empezó a dar los primeros pasos por él, lo acompañaba Alfonso Reyes.
ERNESTO MEJÍA SÁNCHEZ
A José Rojas Garcidueñas
Reyes y Borges coincidieron algún tiempo en Madrid, por lo menos un año, después de la primera Guerra Grande. Borges se la pasó en Ginebra y sólo a su término pudo ir a España. A Reyes lo sorprendió lo de Sarajevo en París y, yendo siempre hacia el sur, se hizo gato madrileño por una década. Borges le llevaba diez años menos a Reyes; en ese punto era casi un muchacho y se juntó con la muchachada ultraísta de la revista Grecia: Isaac del Vando, J. Rivas Panedas, Adriano del Valle, Rogelio Buendía, Jacobo Sureda, etc., que no fueron muy conocidos ni aun hoy; los mayores que trató serían pocos: Cansinos Assens, Ramón (que nunca fue muy serio que se diga) y acaso el brusco Blanco-Fombona.
Ramón pudo ser el contacto, porque amigo de Reyes, éste llegaba a la Sagrada Cripta del Pombo, que Borges frecuentaba. No obstante, Reyes y Borges han negado todo posible encuentro en Madrid y lo sitúan en Buenos Aires, adonde a Reyes, siempre hacia el sur, lo llevó la diplomacia en 1927; es cierto que ya antes habían cambiado libros y cartas, y el primer movimiento parece partir de Borges. Un oscuro contertulio del Pombo, hoy refugiado en México, me asegura, sin embargo, que allá se vieron y hablaron, quizá sin conocerse, o reconociéndose o presintiéndose. Luego me refiere el diálogo en que quiere justificar el olvido madrileño de ambos.
Borges jugaba con una esfera o copa de cristal verde, en que Reyes se reflejaba, y dijo queriendo filosofar a lo compadrito, cosas que de niño había oído decir a Evaristo Carriego:
—Uno sabe dónde nace pero no dónde va a morir.
La sangre mexicana de Reyes saltó sobre su cortesía; recordó el 9 de febrero de 1913 frente a Palacio, la estrella de sangre en la frente de su padre, y respondió con agresiva amargura:
—Sólo los hombres sin experiencia pueden hablar así, porque los de verdad: eligen dónde van a morir.
Ramón soltó una densa bocanada de su pipa para cargar el aire ya tenso.
—Todos mis abuelos y bisabuelos son militares —dijo Borges, explicando o justificándose.
—Mi padre también lo fue —dijo Reyes, con un acento tan fino y explosivo que como un estoque de pólvora hizo estallar la esfera verde en las manos de Borges.
—¡Deux ballons de Rouge! —pidió así el Reyes pasado por París, corrigiendo la impetuosidad.
Llevaron las copas de vino tinto de La Rioja y chocaron los cristales con tanto gusto que las manos de los dos quedaron enrojecidas.
EDUARDO DESCHAMPS R.
Ante cerca de doscientas personas, en una ceremonia sencilla, el ingeniero Víctor Bravo Ahuja, secretario de Educación Pública, en nombre del presidente Echeverría, entregó anoche el primer Premio Internacional Alfonso Reyes al célebre escritor argentino Jorge Luis Borges, en la capilla Alfonsina.
Bravo Ahuja llegó a las diecinueve horas. Borges, acompañado del joven Miguel Capistrán, arribó cerca de sesenta minutos después.
El secretario de Educación Pública habló del acontecimiento cultural que significa para México su presencia aquí. Subrayó su ejemplo para la juventud dedicada a las letras y lo identificó con los intelectuales del siglo xx que orientan su quehacer hacia un futuro más congruente.
Borges vestido de azul con suéter gris y corbata de tonos rojos y verdes, emocionado dijo:
Tenía preparadas unas palabras para este momento, pero las he olvidado. No soy memorioso. Me voy a dejar llevar por la emoción y usaré una palabra: la biubicación, la palabra que Pitágoras usó para estar al mismo tiempo en Atenas y en Corinto. Tengo así la sensación de estar en dos lugares diferentes y distantes; estoy en la calle Posadas de Buenos Aires y ahí está don Alfonso Reyes como tutelar, platicando con él, palabra que acabo de aprender de él, el mejor prosista. Pero también estoy en la Capilla Alfonsina. La palabra tiempo es un milagro de la ocasión. Estoy en los tiempos de 1927, cuando lo conocí en la casa de Victoria Ocampo. No lo conocí en Madrid. Me veo a mí como si fuera el hijo del coronel Borges. Le llevé, con timidez, Cuaderno San Martín, que él publicó con amistosa resignación.
Este momento mágico —añadió Borges, con su mirada perdida— se une también a aquellas noches de la calle Posadas. Esta tarde se une y debo todo esto a la bondad de todos.
Poco antes habían hablado Francisco Zendejas, Ernesto Mejía Sánchez y Alicia Reyes.
Zendejas se refirió a las cualidades de don Alfonso Reyes como pensador; como una de las primeras conciencias que sirvieron como base cultural e ilustrada al movimiento político de 1910, como “deslindador” de las tierras que nos perteneces desde el retoño de la cultura hebreo-grecolatina, objetivada hacia los indígenas, haciéndolas renacer.
Y quien mejor para recibir, por primera vez, este premio internacional, que el escritor y poeta más acorde con los ideales de la imaginación creadora, por la templanza espiritual sino Jorge Luis Borges, el inventor de imposibles posibles, a quien en diversos idiomas lee fervorosamente la juventud intelectual de este medio siglo.
Ernesto Mejía Sánchez había leído antes lo que aparentemente debe haber sido el primer encuentro entre don Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, en España, durante la primera Guerra Mundial.
Borges jugaba con una esfera o copa de cristal verde, en que Reyes se reflejaba, y dijo queriendo filosofar a lo compadrito, cosas que de niño había oído decir a Evaristo Carriego:
—Uno sabe dónde nace pero no dónde va a morir.
La sangre mexicana de Reyes saltó sobre su cortesía; recordó el 9 de febrero de 1913 frente a Palacio, la estrella de sangre en la frente de su padre, y respondió con agresiva amargura:
—Sólo los hombres sin experiencia pueden hablar así, porque los de verdad: eligen dónde van a morir.
Ramón soltó una densa bocanada de su pipa para cargar el aire ya tenso.
—Todos mis abuelos y bisabuelos son militares —dijo Borges, explicando o justificándose.
—Mi padre también lo fue —dijo Reyes, con un acento tan fino y explosivo que como un estoque de pólvora hizo estallar la esfera verde en las manos de Borges.
Enseguida Mejía Sánchez leyó una media cuartilla que publicará el próximo domingo el periódico La Nación de Buenos Aires y que recuerda que hace 50 años Jorge Luis Borges publicó su libro Fervor de Buenos Aires, en el que aparece un poema llamado “La guitarra”.
Asistieron, entre otros, el arquitecto Luis Ortiz Macedo, Juan Rulfo, Ramón Xirau, Rodolfo Usigli, Héctor Xavier, José Rojas Garcidueñas, Porfirio Peñaloza, la viuda de Bruno B. Traven, Manuel Mejía Valera, Francisco Liguori, Javier Wimer, Tomás Parra, Ulalume González de León, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo y los agregados culturales de la embajada argentina en México.
Alicia Reyes, poco antes de pedir a Borges que dijera unas palabras, habló de su gran sueño realizado. Vestida con un traje de tipo mexicano antiguo, traía en sus manos un sobre y un diploma ceñido con un listón rojo, que finalmente recibió Jorge Luis Borges.
Tras la ceremonia, Borges salió para tener una entrevista con el presidente Luis Echeverría.
ALFONSO REYES
1° Mis logaritmos 2° Mi desconcierto ente las primeras demostraciones matemáticas: no me persuadían, no eran intuídas: eran ordenación exterior a mi cerebro: mecánicas.
3° Treviño Arreola me oye hablar con desdén de la matemática, se queja a mi hermano Rodolfo. Éste me hace rectificar. Estudio con él, y luego…
4° En México con Torres Torija. La Analítica por proyecciones: mi anécdota escolar.
5° Física Chassagny con Cárdenas Moreno. Escamoteaba los aparatos en fórmulas. Descreo de ver algunos fenómenos con los ojos, me acerco (Con pretexto de la Soc. Astronómica) al otro profesor, Luis G. León. Sus aparatos. Su naturae Phisique Ammusante. Su azotea. Cursilerías profesoras. Telescopio cuadrante Sn. Sebastián: Sr. Medina y sus prédicas ateas, Lord Kelvin sólo entendía fenómenos tras construir su mecánica en aparato: Mecanismus Comunis de Petrovich.
6° Los cocos matemáticos. Chucho Prado, y un compañero cuyo nombre olvido.
Borges: matemáticas
7° Encuentro a Borges, afectado, en Pombo. Presiento amistad ¡Eran las matemáticas!
8° Matemáticas Lugones.
Ya estando en proceso la impresión de este libro, apareció en el archivo de Alfonso Reyes este documento que, hasta donde ha sido posible averiguar, no fue desarrollado como la carta que pretendía ser, a menos que figure en el Archivo de Jorge Luis Borges en la parte correspondiente a espistolarios y se publique próximamente, o quizá ya haya sido publicada en estos momentos y aún no llegue a México.
En esta volandera nota no puede, igualmente, hacerse señalamientos sobre los muy importantes comentarios que seguramente Reyes le habría transmitido ya bien explicitados a Borges sobre las matemáticas, materia que nada extraña en la obra de uno y otro, como se deja ver en El deslinde, donde Reyes incide en estas cuestiones (véanse las páginas 289-383 del tomo XV de sus Obras completas) y en numerosos textos del argentino, entre ellos el prólogo a Matemáticas e imaginación de Edward Kassner y James Newman, núm. 18 de su Biblioteca Personal, o sus narraciones “La lotería de Babilonia” o “El libro de arena”, por hacer referencia meramente a éstas.
No obstante lo destacable del tema, la carta es significativa por lo que dice Reyes en las líneas finales, ya que alude a un encuentro con Borges en Madrid, en la tertulia del café de Pombo, hecho que éste negó públicamente durante la entrega del Premio Alfonso Reyes en 1973 (véanse en esta misma compilación los textos de Donald A. Yates y Ernesto Mejía Sánchez a propósito de este asunto).
Como bien apunta Mejía Sánchez en su escrito y lo ratifica Reyes, tuvo éste el presentimiento de que podría entablar una relación amistosa con el argentino definitiva para los dos. Este “Proyecto de carta” inédito (?) y sin fechar, se publica gracias a la gentileza de Alicia Reyes, directora de la Capilla Alfonsina donde se localiza el archivo de don Alfonso.
(Miguel Capistrán)
MIGUEL CAPISTRÁN
Bastaría con retomar lo que dejó dicho Jorge Luis Borges en el texto en el que recuerda cómo conoció a Alfonso Reyes, para afirmar que la amistad entre ambos escritores surgió bajo el signo de alguna manera auspiciatorio del poeta inglés de la era victoriana Robert Browning, célebre por él mismo y su obra, y por su matrimonio con la también célebre escritora Elizabeth Barrett Browning.
Recuerda Borges en tal artículo —una alocución radiofónica a la muerte de Reyes posteriormente transcrita—, la anécdota de cuando entablaron una relación que resultó de honda amistad y fructífero intercambio en muchos aspectos.
Vale la pena acudir a la referencia de ese diálogo para destacar la significativa presencia del poeta inglés entre los dos autores latinoamericanos. Así, pues, dice Borges:
Conocí a Reyes en casa de Pedro Henríquez Ureña. Luego lo vi en casa de Victoria Ocampo. Recuerdo que él habló de la “era victoriana” en la literatura argentina. Y luego él me invitaba todos los domingos a comer en la Embajada de México. Recuerdo que tenía la memoria llena de citas oportunas. Yo admiraba y sigo admirando al poeta mexicano Othón, y él me dijo que lo había conocido en casa de su padre, el general Bernardo Reyes. Le dije: Pero, cómo ¿usted lo conoció? Y él encontró, dio enseguida con la cita oportuna: aquellos versos de Browning:
Hay un señor que habla de Shelley, y el otro le dice:
—Pero cómo, ¿usted lo vio a Shelley, usted lo ha visto a Shelley?
Y entonces cuando yo le dije: ¿Usted lo conoció a Othón?, Reyes murmuró:
—“Ah! Did you once see Shelley plain…”1
Esta referencia la escuché del propio Borges cuando lo conocí en Buenos Aires al recibirme de manera especial por ser mexicano y, por tanto, paisano de Reyes. Evocó a su amigo trayendo a cuento algo que fue trascendental para ambos: la aparición de Browning, sobre todo de unos versos suyos que si no formaron parte estrictamente de su encuentro original, sí constituyeron el acto fundacional de la relación que sostuvieron a partir de entonces.
De la fuerza evocativa determinante de ese diálogo tuve otra evidencia en 1973, en México, cuando acompañé a Borges desde Argentina durante su primer viaje a nuestro país para recibir el Premio Alfonso Reyes. Visitó la casa-biblioteca de don Alfonso en la Capilla Alfonsina antes de que se efectuara allí mismo la ceremonia oficial de entrega del premio.
Así, al cruzar el umbral de la biblioteca, al sentir el olor intenso de los libros y tras el recibimiento de Alicia, la nieta de Reyes, exclamó al tiempo que se le escaparon las lágrimas: Ah! Did you once see Shelley plain…
Durante el segundo viaje, en 1978, ofició esa especie de ritual durante todas las visitas a la Capilla Alfonsina, donde se grabaron unos programas de televisión con Juan José Arreola.
El asunto de la correspondencia entre los dos escritores ha sido abordado por más de un estudioso, como James Willis Robb, unos de los más conocidos especialistas en temas alfonsinos. Aunque se ha publicado todo el espistolario Reyes-Borges, por lo menos el que se conserva en el archivo de don Alfonso, una carta enviada por Borges al autor de Visión de Anáhuac ha pasado inadvertida para quienes han trabajado este apartado del rico acervo epistolar alfonsino, pues no ha sido recogida en otras investigaciones.2
Esta misiva que se publica aquí, gracias a la generosidad de Alicia Reyes, es de especial importancia puesto que en ella Borges le envía a don Alfonso el poema íntegro de Browning, a partir del cual se afianzó la gran amistad de ambos.
Don Alfonso:
Le pido perdón por la indigencia de mi biblioteca. Sólo puedo facilitarle, de memoria y con alguna errata posible (pues el libro se lo mandé a Norah Lange), la poesía “Memorabilia” de Browning. Ojalá la regale Ud. a nuestro español.
Ah! Did you once see Shelley plain
And did he stop and speak to you,
And did you speak to him again?
How strange it seems —and new!
But you were living before that
And you are living after
And the memory I started at
My starting moves your laughter?
I crossed a moor with a name of this own
And its use in the world, no doubt,
But a hand‘s breadth of it shines alone
‘mid the blank miles round about.
For there I picked upon the heather,
For there I put inside my breast,
A maulted feather, an eagle’s feather;
Well! I forget the rest
El domingo, espero ir con Bernárdez. Le envío, por si acaso, Balaustion.
Suyo
Jorge Luis Borges
Adviértase cómo el remitente señala que transcribe el poema confiando en su memoria, extraordinaria memoria de la que dio muestra muchas veces, y le solicita a su corresponsal que lo traduzca: “Ojalá lo regale Ud. A nuestro español”. El poema, por otra parte, es “Memorabilia”, que se encuentra en el libro de Browning Men and Women, publicado en 1855.
Aun cuando la misiva no lleva fecha, es posible situarla entre diciembre de 1928 y febrero de 1929, basándose en algunas anotaciones de Reyes en su Diario (1911-1930), donde hace referencia a algunos encuentros con Borges en la residencia de la embajada mexicana en Buenos Aires, por entonces a cargo de don Alfonso; la correspondiente al 3 de febrero de 1929 es significativa porque anotó lo siguiente: “Domingo. Vinieron Bernárdez y Borges y Rinaldini”. En la última línea de la carta Borges le avisa que irá a visitarlo el domingo con otro amigo, el también poeta Francisco Luis Bernárdez. Esto permite datarla con relativa precisión en esos momentos que, por otra parte, no estaban muy lejanos del día en que llegó Reyes a Argentina, en la segunda mitad de 1927. En ese lapso se suscitó el encuentro presidido por el espíritu de Browning a partir del nombre de Manuel José Othón.
Borges le hace saber al destinatario que le envía al mismo tiempo el Balaustion, es decir, Balaustion’s Adventure (1871), otra obra de Browning de inspiración clásica y de la que don Alfonso, en las notas con las que adiciona su traducción de la Ilíada, hace referencia en el apartado correspondiente a “Semidioses y héroes de antaño”, señalando que el mito de Admeto “dio asunto a un drama satírico de Eurípides, Alcestis y a un poema de Browning, Balaustion’s Adventure”.3
Lo que revela esta carta es la frecuente mención de la obra de Browning entre estos hombres de las letras y, sobre todo, la importancia que le otorgaron al poema “Memorabilia”. Lo que llama la atención es que Borges, aun habiendo tenido de hecho el inglés como primera lengua —ya que era nieto de inglesa y realizó sus primeras lecturas en ese idioma—, no haya emprendido la traducción que le solicita precisamente al mexicano, traducción de la que no queda constancia localizable hasta este momento en la obra y archivos de Reyes.
Otros testimonios indican que hubo una gran admiración en esa pareja excepcional de las letras hispanoamericanas hacia Browning. Uno es la traducción del poema “Los gemelos”, que realizó don Alfonso, incluido en su libro Huellas (1923), donde recogió obra propia y traducida de 1906 a 1916, texto que desechó en el volumen X de sus Obras completas, suma de todas sus incursiones en este género bajo el apartado Constancia poética. Otro es la composición “Browning resuelve ser poeta” de Borges, que viene en su libro La rosa profunda (1975), en el que rinde espléndido homenaje al autor londinense.
En ocasión del centenario del natalicio de Borges (1899-1999) se rescata esta carta para compartirla con los lectores. El texto muestra cuánto apreciaron el hoy celebrado argentino y su gran colega mexicano un poema por cuyo medio estrecharon más su amistad.
JORGE LUIS BORGES /ALFONSO REYES
En 1962 y en las páginas de esta Revista [de la Universidad] James E. Irby inició para Borges un género que iba a ser el más fecundo de su última etapa. La entrevista de Irby se reunió con otras de Napoleón Murat y Carlos Peralta en el libro Encuentro con Borges (Galerna, Buenos Aires, 1968).
—¿Me podría decir algo de su amistad con Alfonso Reyes y de lo que significa su obra para usted?
—A Reyes lo traté mucho en esos años en que vivió en Buenos Aires. Era un hombre ingenioso y cortés; tuve gran afecto por él. Es probable que haya influido en mi manera de escribir. Para mí, él y Groussac han sido los principales renovadores de la prosa moderna en lengua española; le quitaron el color local y las pesadas circunlocuciones del fine writing a la española, y la convirtieron en un instrumento elegante y preciso. Reyes era un conversador brillante, pero de pocas palabras; no se apoderaba de la conversación, no era orador. Estaba lleno de apt quotations; alguna vez he pensado que no se olvidaba de nada de lo que había leído. En nuestras reuniones solíamos contar anécdotas, arte que dominaba Reyes a la perfección, y también hablar de cine, que nos apasionaba a los dos. Una vez nos divertimos mucho proyectando un trabajo, que nunca llegó a hacerse, sobre la literatura de las dos Américas. Pensábamos definirla en función de los que llamamos en Argentina el “guarango”, cuyo espíritu podría tomarse como la espina dorsal de esa literatura y que florece en dos direcciones: por el lado de la cursilería y del mal gusto, y por el del compadre —esa figura que Vicente Rossi calificó de “duelista estoico”—, es decir, por el lado de la dureza, de la fuerza viril. Nos gustaba clasificar a los escritores según ese esquema. Por ejemplo, Larreta y Amado Nervo eran unos cursis; Whitman, Almafuerte y Hemingway, compadres. Otros podrían ser, según les daba, lo uno o lo otro: Poe, Darío, Lugones.
—¿Cuáles de las obras de Reyes les gustan más?
—Admiro su prosa, pero no su poesía. Sus libros de poemas están llenos de curiosidades: sonetos de ocasión, cartas en verso, poemas acrósticos, etcétera.
—En México se alaba mucho Ifigenia cruel.
—Sí, ése es mejor, pero también me costó trabajo acabarlo. Me gustan mucho más sus ensayos: Reloj de sol, Simpatías y diferencias, El deslinde. Sé que mucha gente lo censura por no haber escrito libros orgánicos, but I don’t hold that against him. En él, no importan tanto los libros, sino la impresión de conjunto que dan, esa sustancia que se llama Reyes. Todo lo que hacía, era en realidad, obra de conversador; es un tipo de literatura perfectamente justificable. Esos libros son admirables en el mejor sentido de la palabra. Como prosista, me parece infinitamente superior a cualquier otro en América. La generosidad y la hospitalidad del hombre están plenamente en sus obras. Tenía una vasta cultura; no se encerró en su país. Bioy Casares y yo hicimos todo lo que pudimos por conseguirle el Premio Nobel; yo creo que lo esperaba en sus últimos años. Pensamos que el apoyo de otro país ayudaría mucho, pero vimos con asombro que en la Sociedad Argentina de Escritores no había quien compartiera nuestra opinión; nadie quería apoyar la candidatura de un escritor “extranjero”. Y hay que ver la gente que se está proponiendo ahora: Juana de Ibarbourou, Rómulo Gallegos. Hasta se llegó una vez a proponer a Ricardo Rojas, un hombre que para mí ha sido siempre el epítome del falso escritor…
La opinión sobre la poesía de Reyes se encuentra contrarrestada en una serie de conversaciones que Borges sostuvo en Columbia University (1971) y fueron editadas por Norman Thomas di Giovanni, Daniel Halpern y Frank MacShane con el título de Borges on Writing (1973). Allí aparece Reyes como “the Great Mexican prose writer, and sometimes the greatest Mexican poet”. Borges añade un testimonio de gratitud:
He mencionado a Alfonso Reyes porque fue uno de mis mejores amigos. Cuando en mi juventud yo no era en Buenos Aires sino el hijo de Leonorcita Acevedo, el nieto del coronel Borges, Reyes adivinó de algún modo que yo iba a ser poeta. Recuerden, él era muy famoso, había renovado la prosa española y era un excelente escritor. Me acuerdo que le enviaba mis manuscritos y él no leía lo que estaba en ellos sino lo que yo intentaba hacer. Después le decía a la gente: “Qué buen poema ha escrito este muchacho Borges”. Pero al leer el poema, sin los poderes mágicos de Reyes, la gente no veía en él sino mis torpes intentos de versificación. Reyes, no sé cómo, leía lo que yo intentaba hacer y mi torpeza literaria me impedía realizar.
Son innumerables las entrevistas en que Borges se ha referido a Alfonso Reyes. Quizá en ninguna de manera tan nítida como en la que sostuvo con Rita Guibert (Life en Español, 1968; Seven Voices, 1971), donde Reyes obtiene el mayor elogio que se le ha hecho jamás;
para mí el mejor prosista de la lengua española de este y del otro lado del Atlántico sigue siendo el mexicano Alfonso Reyes. Tengo recuerdos muy gratos de su amistad, de su bondad, y no sé si se le recuerde como debería recordársele. Para mí fue un escritor ejemplar, y su obra, una gran obra. Suponiendo lo más triste, que no perdurara nada de ella, cosa que no creo, siempre perduraría el ejercicio de la prosa española, en cualquier época, sin excluir a los clásicos, yo diría inmediatamente: Alfonso Reyes. La obra de Reyes es importante, no sólo para México sino para América, y debería serlo para España también. Su prosa es elegante, económica y al mismo tiempo llena de matices, de ironías y de sentimiento. Hay como una especie de understatement en el sentimiento de Reyes. Es decir, al leer una página, que parece fría, se nota de pronto que debajo hay algo muy sensible, que el autor siente, y quizás sufre, pero no quiere mostrarlo. No sé qué se piensa de eso. Creo que le han echado en cara el hecho de que no se ocupara exclusivamente o continuamente de temas mexicanos, aunque escribió mucho sobre México; y hay gente que no le ha perdonado que haya sido traductor de la Ilíada y de la Odisea. Lo cierto es que después de Reyes uno tiene que escribir el español de un modo distinto. Reyes era un escritor muy cosmopolita que había profundizado en varias culturas.
Con estas palabras, pronunciadas en Cambridge cuarenta años después del primer encuentro entre los dos grandes escritores, queda cerrado el ciclo de una amistad literaria.
(José Emilio Pacheco, “Borges y Reyes: una correspondencia.
Contribución a la historia de una amistad literaria”,
Revista de la Universidad, núm. 4, diciembre de 1979, pp. 14-16.)
De nada sirve proponer una serie de títulos. Para mí, las mejores novelas son las de Joseph Conrad; para el lector, para cada lector, pueden ser otras. La lectura tiene que ser hedónica; he sido profesor de literatura unos veinte años y no puse nunca a mis estudiantes obras de lectura obligatoria. Nadie debe dejarse intimidar por el hecho aleatorio de que un libro sea antiguo o moderno; el goce que nos depara un texto es el único árbitro.
Digo lo mismo en lo que se refiere a poemas. Personalmente, soy más sensible a lo épico que a lo lírico; mi sensibilidad puede no ser la de mis lectores. He llorado alguna vez leyendo textos épicos; ello no me ha acontecido nunca con textos sentimentales o elegiacos. En cuanto a ensayos en lengua castellana, creo que la vasta obra de Alfonso Reyes es de hecho inagotable y, en francés, Montaigne y André Gide nos esperan; en italiano, Croce; en alemán, la obra de Schopenhauer y el deleitable Wörter Buch der Philosophie (Diccionario de la filosofía, de Fritz Mauthner); en inglés, están Emerson y De Quincey, y Cuadernos de notas, de Samuel Butler, y el hoy casi olvidado Andrew Lang.
(Suplemento Literario, La prensa, Buenos Aires,
26 de agosto de 1979, p. 4.)
Carlyle dijo: “Toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es”. Y escribir desde luego da placer. Menos que leer; pero en fin, sería un grado menos intenso para mí; yo siento más placer leyendo que escribiendo…; al mismo tiempo, si un tema lo busca a uno, el único modo de librarse de él es escribirlo. Alfonso Reyes dijo que uno publica para no pasar la vida corrigiendo los borradores. Lo que uno publica es un borrador, nunca es un texto definitivo.
(Entrevista de Mario Goloboff realizada el 17 de agosto de 1983.
Publicada en El Clarín Digital y en el suplemento cultural
de La Crónica, núm. 138, 22 de agosto de 1999, p. 16.)
En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar.
(Ficciones, Alianza Editorial, 1972, p. 20.)
Miguel Artigas resume la documentación y la crítica gongorinas, añadiendo valiosas investigaciones y dejando inútil gran parte de los trabajos anteriores —sin excluir el presente volumen— en su obra Don Luis Góngora y Argote, biografía y estudio crítico, Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, 1925. En ella encontrará el lector la noticia de los juicios sobre el poeta cordobés, desde su tiempo hasta nuestros días; es decir, hasta la página de Gerardo Diego en la Revista de Occidente, Madrid, enero de 1924. —El poeta argentino Jorge Luis Borges, en su libro El tamaño de mi esperanza (Proa, Buenos Aires, 1926), publica un “Examen de un soneto de Góngora”, el que empieza: Raya, dorado sol, orna y colora.
(Cuestiones gongorinas, Obras completas de AR,
vol. VIII, pp. 110-111.)
La alusión erudita a veces parece tan tramada con el pensamiento poético, que si cazamos la alusión, de paso hemos dado muerte al encanto mismo de la poesía. Yo sé que el actual descuido de las humanidades ayuda más bien a gustar de Góngora, porque obliga a pensar de nuevo en fenómenos que ya tenía bien catalogados el viejo Rengifo, y a buscar en símiles matemáticos sobre la tangente y la cuarta dimensión lo que ya tenía un nombre seco e inexpresivo en la Preceptiva Poética. Yo sé que el olvido de la Antigüedad ayuda también a gustar de Góngora, porque, a lo mejor, creemos bogar en un mar indeciso de palabras hermosas, con una emoción semejante a la que nos procura la poesía simbolista ¡y en realidad el poeta no hace más que recordar una fábula antigua, o referirse a algún tópico clásico que ya para nada nos interesa! Es muy sincero el argentino Borges cuando, leyendo cierto soneto de Góngora sobre un amanecer, exclama de pronto, al descubrir el revés de la urdimbre erudita:
Aquí de veras no hay un amanecer en la sierra, lo que sí hay es mitología. El sol es el dorado Apolo, la aurora es una muchacha greco-romana y no una claridad. ¡Qué lástima! Nos han robado la mañanita playera que hace trescientos años que ya creíamos tener.
(“Sabor a Góngora”, en Tres alcances a Góngora, Obras
completas de AR, vol. VII, pp. 192-193.)
Martín Fierro, Buenos Aires, 28 de mayo de 1927: Jorge Luis Borges, “Para el centenario de Góngora” (incorporado en el volumen El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Gleizer, 1928, y que debe leerse después del “Examen de un soneto de Góngora”, del mismo autor —publicado en El tamaño de mi esperanza, Proa, Buenos Aires, 1926—); Ricardo E. Molinari, “A las 3 y 15 del día 24 en un pasillo de la catedral de Córdoba”; P. Henríquez Ureña, “Góngora”; Roberto Godel, “Homenaje a Don Luis de Góngora”, soneto; y A. Marasso, “Góngora”.
(“Góngora y América”, en Varia, Obras completas de AR, vol. VII, p. 245.)
El laboratorio psicológico nos da diez diferentes representaciones visuales de Fausto en diez distintos sujetos tomados al azar. Y esto no sólo acontece con los criptogramas poéticos donde el poeta acumula sombras de propósito, sea por hazaña de ingenio o porque su asunto es naturalmente indeciso, como tantas veces lo son las emociones o esos fantasmas que escapan a las coagulaciones lógicas (tal poema de Góngora o de Mallarmé); sino que acontece con la proposición poética de apariencia diáfana. No sólo con los objetos que el poeta apenas sugiere, sino también con los que directamente describe. En toda descripción hay algo de disparate y fracaso.*
(“Vocabulario y programa”, en El deslinde, Obras completas
de AR, vol. XV, pp. 25-26.)
No niega el anciano que el espectáculo de la historia sea, a primera vista, un caso desconcertante. “En el curso del destino humano, le aguarda al hombre todo un enjambre de penalidades.” ¿Será, pues, que todo es azar, como en esa imaginaria Babilonia del argentino Jorge Luis Borges, donde todo se gobierna por la lotería? (“La lotería de babilonia”, Sur, Buenos Aires, enero de 1941). ¡Oh, no! La historia tiene un sentido. Lo que sucede es que el destino del hombre no se realiza en el individuo, sino —por encima del individuo— en la total especie humana.
(“La historia y la mente”, en Los trabajos y los días,
Obras completas de AR, vol. IX, p. 245.)
El sueño del Inventario Total como sustituto de la literatura es una pesadilla sólo comparable al cuento fantástico de Maurois sobre aquellas avenidas del cielo en que se cruzan y largan todas las posibilidades en el porvenir, y donde la historia real representa un desdeñable milímetro; o aquella espantosa Biblioteca Total imaginada por el admirable Borges.*
(El deslinde, Obras completas de AR, vol. XV, pp. 151-152.)
Supuestos fantásticos. Tipos filosófico-psicológicos. El escritor argentino Jorge Luis Borges ha acertado con algunas narraciones trascendentales que, aunque sin trama novelística, crean mundos ficticios: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, inventa un pueblo que concibe el universo bajo normas muy diferentes de las nuestras; en “La lotería de Babilonia”, un pueblo gobernado por el juego de azar. Estas fantasías van mucho más allá del humorismo y tienen un valor de verdaderas investigaciones sobre las posibilidades epistemológicas.
(El deslinde, Obras completas de AR, vol. XV, p. 137.)
Las canciones populares son jitanjáforas siempre que desdeñan la lógica o la gramática. Mis notas provocaron una buena cosecha en Excélsior-El país, La Habana, 1° de octubre de 1929. Léase también a José Luis Lanuza en sus artículos “El placer de disparatar” y “Disparates criollos y españoles” (La Prensa, Buenos Aires, 13 de abril y 11 de mayo de 1941). Allí se citan los Pliegos sueltos de Vicente Castañeda y Amalio Huarte, Madrid, 1929; Los cantares populares chilenos de Acevedo Hernández, Santiago, 1933; los Cien romances escogidos, de Solalinde; el Cancionero federal seleccionado por Blomberg; la Córdoba del recuerdo, de Capdevila; los Antiguos cantos populares argentinos y el Cancionero popular de Salta, de Juan Alfonso Carrizo. Jorge Luis Borges pensó en recoger algún día las coplas del truco, de cuya locura puede dar idea la siguiente copla que se dice para tirar la flor:
Por el río Paraná
viene navegando un piojo,
con un lunar en el ojo
y una flor en el ojal.
(“Las jitanjáforas”, en La experiencia literaria, Obras
completas de AR, vol. XIV, p. 206.)
Me asegura Borges que entre estos intentos de poesía absoluta hay algo de maldición bíblica o de “amenaza antigua”. Esta hermosa expresión de Borges es la mejor utilidad que ha dado aquella estética de fumistas, agobiada por la étnica pesadez. Blümner aconseja a sus posibles discípulos que no se dejen llevar por las aparentes facilidades del género, y que tengan por bien sabido que la poesía absoluta tiene sus leyes fijas y eternas, que cada uno ha de descubrir por su cuenta.
(“Las jitanjáforas”, en La experiencia literaria, Obras
completas de AR, vol. XIV, p. 218.)
Una lengua, además, vale tanto por lo que dice como por lo que calla, y no es dable interpretar sus silencios. Sobre estos y otros puntos trascendentales, consúltese la Miseria y esplendor de la traducción de José Ortega y Gasset. Como ejemplo del distinto valor que el mismo objeto o concepto pueden tener para diferentes pueblos, hace notar que los bantúes poseen hasta doce géneros gramaticales y que en árabe el omnipresente camello cuenta con más de cinco mil setecientos nombres, y añade que, en Eire, hay treinta y tres palabras para el verbo “ir”. De lo que sólo podría dar un pálido reflejo aquella conjugación humorística en jerga española: “Yo me voy, tú te las piras, él se naja, nosotros ahuecamos, vosotros tomáis soleta, ellos se largan”. Recordemos que en sánscrito hay once palabras para “luz”, quince para “nube”, veinte para “luna”, veintiséis para “hacer”, treinta y tres para “matanza”, treinta y cinco para “fuego”, treinta y siete para “sol”; en Islandia, ciento veinte para “isla”; en árabe también, quinientas para “león” y mil para “espada”. Véase Jorge Luis Borges, “Los Kenningar” (Historia de la eternidad, Buenos Aires, 1936).
(“De la tradición”, en La experiencia literaria, Obras completas de AR, vol. XIV, pp. 145-146.)
La historia de las literaturas refleja un panorama de líneas que por todas partes se cruzan y bifurcan, aunque para fines monográficos puede prescindirse del conjunto y estudiarse un solo proceso lineal. El fenómeno en sí es arborescente, puesto que los hombres y los pueblos se amistan y guerrean: los griegos escuchan en sus correrías marítimas el relato de los periplos fenicios; Roma se deshace por las orillas de sus dominios; las cruzadas confrontan civilizaciones y pueblos; Venecia comercia con el Oriente próximo; Marco Polo vuelve de sus viajes con muchas cosas que contar; Camoens no olvida sus amores en China; los conquistadores traen a América, como a la grupa de sus caballos, los romances viejos de España; los emigrados de la Revolución francesa salen y vuelven del destierro. A veces toda una época, como el Renacimiento respecto de la Antigüedad clásica, vive de la evocación de un fantasma. El proceso es arborescente no sólo por los contactos de pueblos y de grupos, sino también de individuos: de lejos, los escritores se relacionan y cambian noticias e inquietudes, o influyen unos en otros a distancia de siglos; en la alta Edad Media hay un regimiento de poetas y humanistas errabundos —los “vagantes”— que representan una de las fuerzas de la desintegración eclesiástica, y explican al par los orígenes de la nueva sátira y la secularización del teatro; Erasmo sostiene una correspondencia de trascendentales efectos para Europa; Quevedo cita al que llama Miguel de Montaña; un mexicano se ocupa de Grecia; un argentino, Borges, de los “Kenningar” o metáforas en la poesía escandinava. La vida literaria, en este aspecto sociológico, no podría escapar a las leyes de Tarde: la invención individual y la imitación social.
(“La crítica filosófica y psicológica”, en Páginas adicionales,
Obras completas de AR, vol. VII, pp. 361-362.)
En los “Kenningar” —recuerda Borges— quien está habituado a pensar en una lengua reacia a los compuestos se halla un tanto perdido. “Espina de la batalla (la espada) o aun espina de batalla o espina bélica son desairadas perífrasis. Kampfdorn o battlehorn lo son menos, así también, hasta que las exhortaciones gramaticales de nuestro Xul-Solar no encuentren obediencia, versos como el de Rudyard Kiplig: In the desert where the dung-fed camp-smoke curled, o aquel otro: To our five-metal, meat-fead men serán inimitables en español.” (Sur, núm. 6, Buenos Aires, 1932.) (Lector no porteño: el querido amigo Xul-Sol o Xul-Solar estaba inventando un lenguaje criollo de nuevo cuño, pero este lenguaje, entre otros, tenía el defecto de evolucionar y sufrir cambios de la noche a la mañana.)
(“La pareja sustantival”, en Marginalia, Obras completas
de AR, vol. XXII, pp. 310-311.)
Respecto de la expresión de los caracteres peculiares, no quiero repetir cuanto he dicho sobre la inteligencia americana (Última Tule), o en mis reflexiones ofrecidas a Pérez Martínez y en mis observaciones referentes a minucias lingüísticas que encierran secretos de energía atómica (La X en la frente). No tengo para qué repetir las acertadas observaciones del llorado Moreno Villa en punto al espíritu, al habla, al arte de los mexicanos. Sólo señalaré de paso, porque en sustancia cuanto allí se dice nos es igualmente aplicable, la reciente conferencia de Jorge Luis Borges sobre “El escritor argentino y la tradición” (Sur, Buenos Aires, núm. 232, enero-febrero de 1955). Y he de manifestar nuevamente lo que tantas veces he declarado: que la inquina contra la tradición española es una manera de servidumbre, una confesión de inferioridad o liberación no consumada. La libertad supone igualdad en el comercio humano, trato de tú a tú, amistad sin miedo y sin rubor. Tampoco hace falta imitar una tradición para justificarla, para admirarla. Tampoco hemos de figurarnos que la emancipación de las letras es acarreada inconscientemente por la política. No bastan aquí la buena intención ni el patriotismo. La emancipación literaria es función de la calidad literaria.
(Las burlas veras. Primer ciento, Obras completas de AR,
vol. XXII, p. 567.)
Si el “escribo como hablo”, de Juan de Valdés, me parece estéticamente discutible, el “hablo como escribo” sería sencillamente intolerable. Pero hay la enfermedad contraria. Amado Alonso ha observado, en cierta región de nuestra lengua, la enfermiza tendencia a decirlo todo “como quiera”. Jorge Luis Borges clama contra la palabra “macana”, con que el habla argentina disimula cierta pereza mental, aplicándola a todo indistintamente. La gente manual, que trata más bien con movimientos del cuerpo, es dada a salir del paso con vaguedades como éstas: “Tráeme aquel coso que ésta en la cosa”, “Daca la ancheta”. Alguna vez caricaturizamos ese “rumor de almas en limbo” a que se reducen ciertas conversaciones casuales por este tenor: “—¿Y qué? —Pues ná —¡Toma! —¡Quita! —¡Quiá!”* El coloquio se enferma también por el propósito de aturdir para engañar; el chalán que vende la mula tuerta, la “bernardina” española, la “cantinflada” mexicana.
(El deslinde, Obras completas de AR, vol. XV, p. 244.)
Esta expresión “cosa”, y aun “coso”, usadas sin ton ni son para cubrir todas las ausencias verbales, las afasias momentáneas, equivale al “machin” francés y a la “macana” argentina, contra la cual lanza Borges esta elocuente condenación: “Es palabra de haragana generalización y por eso su éxito. Es palabra limítrofe, que sirve para desentenderse de lo que no se entiende y de lo que no se quiere entender. ‘¡Muerta seas, macana, palabra de nuestra sueñera y de nuestro caos!’”(El idioma de los argentinos). (…) Señalo a la atención de Borges el tango por excelencia de la incapacidad de expresión, que dice:
Churrasca, mi churrasquita. Yo no encuentro otra palabra
que mejor la puerta me abra
para expresar mi amor;
donde el enamorado acaba diciendo que escribió para la Churrasca una cartita.
Y le puse tantas cosas
que al final no se entendía
y la tuve que romper.
(“De la tradición”, en La experiencia literaria,
Obras completas de AR, vol. XIV, p. 149.)
De todas las feas denominaciones que han dado en emplearse para cierto género novelístico hoy más en boga que ninguno —novela de misterios, de crimen, “detectivesca, policiaca, policial— prefiero esta última. Las demás, o parecen despectivas, o limitadas, o impropias por algún concepto, sobre esta novela policial me atreví a decir —y lo ha recordado recientemente Jorge Luis Borges en Buenos Aires— que era el género literario de nuestra época. No pretendí hacer un juicio de valor, sino una declaración de hechos: 1) es lo que más se lee en nuestros días, y 2) es el único género nuevo aparecido en nuestros días, aun cuando sus antecedentes se pierdan, como es natural, en el pasado.
(“Sobre la novela policial”, en Los trabajos y los días,
Obras completas de AR, vol. IX, p. 457.)
—¿Se ha escrito algo que merezca leerse sobre el género policial?
—Hay un buen ensayo de Roger Caillois, que, en colaboración con Adolfo Bioy, está dando carta de naturalización al género en la literatura hispanoamericana y, podemos decir, en la hispana.
(“Sobre la novela policial”, en Los trabajos y los días, Obras completas
de AR, vol. IX, p. 458.)
La asociación social de lucha o trabajo, por ejemplo, no podrá adoptar la figura horizontal del corro, sino la de una rueda vertical, o la de una cuerda en que tiran unos tras otros como los bateleros del Volga, etc. Algunas fantasías literario-filosóficas de Poe parten de mecanismos semejantes. Ver también Jorge Luis Borges: las aporías de Tlön, etc. En un orden práctico, la novela policial es también un juego de campos.
(El deslinde, Obras completas de AR. Vol. XV, p. 364.)
Jorge Luis Borges me escribe desde Buenos Aires:
Releo en la página 40 del Calendario: “Un solo estornudo sublime conozco en la literatura: el de Zaratustra”. ¿Puedo proponerle otro? Es uno de los tormentosos presagios de la Odisea y está en el libro XVII, al final. La reina, fastidiada, hace votos por la terrible vuelta del héroe y entonces (sigo la versión de Andrew Lang) “Telémaco estornudó con vigor y en torno el techo resonó maravillosamente.
El ominoso carácter de la efusión es reconocido enseguida, y Penélope exclama:
Eumeo, ¿no adviertes que mi hijo ha estornudado una bendición sobre mis palabras? Ya sé de cierto que ningún destino a medio forjar caerá sobre los pretendientes y que ninguno de ellos conseguirá eludir la muerte y los hados.
Sería entretenido rastrear los escamoteos y las deformaciones de este estornudo a través de los púdicos traductores. ¿Lo estornudó Mme Dacier o lo falsificó? Chapman, en su versión de 1614, no lo silencia:
…in echoes round
Her son’s strange neesings made a horrid sound.
(Neesing, me informa el diccionario, es una antigua forma de sneezing.) —P. D. También, en una revista americana, este epíteto homérico: “The not to be sneezed at sum of two thousand dollars”. —El estornudo, ahí es despectivo.
Amigo Jorge Luis: No tengo a la mano a Mme Dacier, ni tampoco la Ulixea, de Pérez, el padre del célebre secretario de Felipe II, libros ambos que se me han quedado en mi tierra. Usted puede consultar allá a con Leopoldo Lugones, experto en materia de Odisea. En la traducción castellana de Segalá y Estalella, la página 453 se abre con el alegre estornudo. También lo encuentro en la versión de Bérard, III, página 45.
(“Estornudos literarios”, en A lápiz,
Obras completas de AR, vol. VIII, p. 313.)
Por donde, volviendo a la nota de Jorge Luis Borges que provocó estas observaciones, queda plenamente rectificado el pasaje de mi Calendario, “Los gestos prohibidos”, página 40, donde me deslicé a decir que el único estornudo célebre en la literatura era el de Zaratustra de Nietzsche.
(“Estornudos literarios”, en A lápiz,
Obras completas de AR, vol. VIII, p. 317.)
2. Ahora se me ofrece advertir que, cuando Hesíodo se lamenta de haber nacido en la funesta Edad del Hierro, exclama: “¡Ojalá hubiera yo nacido antes o no hubiera nacido aún!”
3. Esta frase última ¿deberá entenderse como una esperanza, como una promesa? ¿Va a volver, después de la Edad del Hierro, una edad mejor? ¿Astrea regresará a la tierra, retornará acaso la Edad de Oro? Y entonces ¿hay en Hesíodo una vaga referencia a la rotación de los destinos, al recomenzar del mismo ciclo, al famoso “retorno eterno” popularizado por Nietzsche, doctrina tan familiar a ciertos filósofos antiguos?* Dice el argentino Jorge Luis Borges en “La noche cíclica”:
Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres viven cíclicamente,
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.
(“Panorama de la religión griega. II. Las edades hesiódicas”,
en Estudios helénicos, Obras completas de AR, vol. XVIII, pp. 172.)
Solía yo decir a Jorge Luis Borges, allá en mis días de Buenos Aires:
—¿Qué efecto podría causar una obra escénica cuyos personajes, en vez de dialogar como suelen, simplemente monologaran uno junto a otro? Cada Juan Pirulero atiende a su juego, cada uno habla de lo que le interesa o fascina, cada uno sigue su sueño y no da oídos al interlocutor, por mucho que lo tenga delante. En el fondo, y si pudiéramos arrancar el disfraz a muchas conversaciones, esto es lo que realmente sucede.
Y por aquí llegué a concebir una pieza teatral que podría llamarse, simbólicamente, y según el estilo de aquellos autos del seiscientos, La posada del mundo.
(IV. Al correr de la pluma. Sófocles y “La posada del mundo”,
en Marginalia, Obras completas de AR, vol. XXII, p. 227.)
Finalmente, el prejuicio étnico pretende explicarse por el color. Un poco de historia:
Hecha, no de ciencia, sino de fetichismo y fraude, la teoría racista europea declara tipo humano por excelencia —del que los demás no serían sino imitaciones frustradas, como para “Chantecler” los gallos de las otras familias— a aquel que los antropólogos bautizan con el terrible nombre de variedad jantótrica, glaucopiana, dolicocefálica, del Homo leucodermático. Es el nórdico de piel clara, cabello rubio y ojos azules que, pasado luego por la criba del genio y transformado en “flecha de anhelo” hacia el superhombre nietzscheano, todos conocemos por el apodo familiar de “la bestia blonda”.*
(“Esta hora del mundo”, en Tentativas y orientaciones,
Obras completas de AR, vol. XI, p. 246.)
19. El cementerio y la flecha. En Le Cimentière Marin, Paul Valéry exclama:
Zénon! Cruel Zénon! Zénon d‘Elée!
M’as tu percé de cette flèche ailée,
Qui vibre, vole et qui ne vole pas?
Esta “flecha alada, que vibra y vuela pero nunca vuela” —según traducción de Jorge Guillén— es una de las aporías que proponía Zenón Eléata para demostrar la inanidad del movimiento, junto con otras entre las cuales no es menos célebre la de Aquiles y la Tortuga. Si tienta al filósofo y al matemático en cuanto interroga las nociones de movimiento, espacio y tiempo, también seduce a la mente literaria por su elegancia de parábola, concentrada en la flecha como un símbolo visible.* Valéry recuerda la aporía al sentir que su propia vida está implicada en la muerte, su existir en el no existir.
(El deslinde, Obras completas de AR, vol. XV, pp. 66-67.)
¡Atiza!
Esta palabreja es toda una veta de la psicología española: la psicología plebeya, se entiende, la que considera con “escama” toda alta manifestación del espíritu, y corresponde a la actitud de guardia civil que, según Ortega y Gasset, asumen ciertos españoles ante la poesía lírica.
Jorge Luis Borges apareció por Madrid casi niño, grave y solemne. Lo llevaron a la tertulia de Pombo.
—¿Y qué hace ahora el joven poeta argentino?—, le preguntó el pontífice Ramón Gómez de la Serna. Y Borges, con la mayor seriedad, entre la perplejidad muda de los contertulios, dejó caer esta bomba de profundidad:
—Estoy traduciendo la Ilíada.
Ramón no pudo menos de exclamar:
—¡Atiza!
Otro caso: José Ortega y Gasset, también en muy temprana edad, fue catedrático de la Universidad Central de Madrid. Un primero de año, según la costumbre de la Corte española, desfiló, entre otras instituciones, el cuerpo docente de la casa de estudios para felicitar al rey.
—Y tú —dijo Alfonso XIII— ¿de qué eres catedrático?
—De metafísica, señor.
—¡Atiza!
(Anecdotario, Obras completas de AR, vol. XXIII, pp. 353-354.)
El genio literario de Jorge Luis Borges, único en nuestra América, se sostiene realmente sobre un falso equilibrio vital. Su salud es deficiente. Su vista cada vez más débil. Su misma manera de hablar y andar parece que acusa titubeos.
Creo haber dicho en alguna parte que una vieja tía suya estaba habituada a la constante visita de los duendes y los espíritus, de suerte que ya no prestaba atención a las travesuras que le hacían. Borges lo contaba con mucha gracia.
El padre del escritor comenzó a perder la vista durante un viaje por Italia, acompañado de su familia. Disimuló todo lo que pudo, y aunque ya veía muy poco, para no enturbiar el gozo de los suyos, hacía extremos de admiración ante los monumentos y las obras de arte. A bordo del barco que trajo a la familia de regreso hasta Buenos Aires, ya el disimulo no fue posible. Y el pobre señor entró en ese túnel de ceguera que precede a las operaciones de catarata. Fue afortunado y recuperó la vista. Cuenta que cuando salió de la clínica se divertía por la calle en leer todos los letreros y anuncios con verdadera voracidad. Pero hay algo a la vez cómico y trágico: durante su ceguera y su operación, cambiaron las modas. Y el señor Borges, asombrado, contemplando sin poder hartarse las piernas de las mujeres que ahora descubrían la falda corta. Se enfermó del corazón. Murió de este mal.
(Anecdotario, Obras completas de AR, vol. XXIII, p. 411)
Al modo como Marco Aurelio empieza el libro de sus pensamientos reconociendo lo que debe a éste y al otro en el orden de la virtud, yo puedo decir lo que debo a esas etéreas imágenes, aunque no siempre acierte a aprovechar sus consejos.
Cuando temo haberme documentado imperfectamente y con demasiada ligereza, se me aparece como un reproche la cara de don Ramón Menéndez Pidal, mi inolvidable maestro. Cuando no logro expresarme con diafanidad y precisión, creo ver el rostro de Pedro Henríquez Ureña, que me reconviene. Cuando me pongo algo pedante, se me aparece como en protesta ese gran maestro de sencillez que fue Enrique Díez-Canedo. Cuando deseo más sensibilidad y gracia ¿a quién invocar sino a Azorín? Cuando me pongo algo “cursi” aparece Jorge Luis Borges y me lo reprocha en silencio. ¡Cuánto les debo a todos!
(“Los rostros aleccionadores”, en Las burlas veras, 1959.)
ALFONSO REYES
El gran viejo argentino Macedonio Fernández, cuya atildada cortesía y cuyas facciones recuerdan un poco a Paul Valéry, pertenece a la tradición hispánica de los “raros”, que puede trazarse por las extravagancias de Quevedo, Torres Villarroel, Ros de Olano, Silverio Lanza y Gómez de la Serna. Sin ser maestro de capilla, ha ejercido cierta influencia en un grupo juvenil argentino, al menos poniéndolo en guardia contra los lugares comunes del pensamiento y de la expresión.
Jorge Luis Borges, uno de los escritores más originales y profundos de Hispanoamérica, detesta, en Góngora, las metáforas grecolatinas ya tan sobadas y las palabras que significan objetos brillantes sin dar claridad al pensamiento, así como desconfía del falso laconismo de Gracián, que acumula, aunque en frases cortas, más palabras de las necesarias. Borges ha escrito ya una buena docena de libros en verso y prosa. En el verso huye de lo que él llama la manía exclamativa o la poesía de la interjección, y en la prosa, cuando opera con su propio estilo, sin caricatura costumbrista, huye de la frase hecha. Su obra no tiene una página perdida. Aun en sus más rápidas notas bibliográficas hay una perspectiva original. Fácilmente transporta la crítica a una temperatura de filosofía científica. Sus fantasías tienen algo de utopías lógicas con estremecimientos a lo Edgar Allan Poe. Su cultura en letras alemanas e inglesas es caso único en nuestro mundo literario. En sus venas hay sangre escocesa. Su hermana, Norah, es la fina dibujante, esposa de Guillermo de Torre. Tiene una parienta anciana a quien visitan los duendes y los espíritus, pero con tanta familiaridad, que ya ella no les hace caso cuando dan en tumbar sillas o descolgar cuadros de las paredes. Borges es algo miope, y su andar parece el de un hombre medio naufragado en el mundo físico. Con todas las condiciones para ser un exquisito, se orienta de modo singular, cuando quiere, por entre los bajos fondos de la vida porteña y el lenguaje del arrabal, en el que ha logrado unas páginas de factura admirable y verdaderamente quevediana, dando dignidad al dialecto. ¡Lástima que estas páginas —de extraordinario valor— resulten inaccesibles al que no ha practicado aquellos ambientes de Buenos Aires!
Así acontece con un libro publicado bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, Seis problemas para don Isidro Parodi (Sur, Buenos Aires, 1942).
Borges y su colaborador Adolfo Bioy Casares —de una generación más nueva y autor de la encantadora fantasía científica La invención de Morel— habían publicado no hace mucho cierta caprichosa Antología de la literatura fantástica donde seguramente hay varios cuentos firmados con nombres de supuestos y escritos por los recopiladores del volumen. Con un método semejante, los Seis problemas crean la personalidad de los prologuistas y del fingido autor Bustos Domecq, antes de crear los cuentos mismos. Con este libro, la literatura detectivesca irrumpe definitivamente en Hispanoamérica, y se presenta ataviada en el dialecto porteño. No se trata de problemas policiales ni de investigaciones de laboratorio. Parodi, el personaje que descubre la trama de los casos y la identidad de los culpables, no cuenta más que con su cerebro, como que es un presidiario recluido en su celda para varios años. Este desasimiento del “mundanal ruido” le da la concentración mental para sus aciertos y la nitidez, el despojo, para captar las líneas esenciales de los problemas. Todos los casos se desenvuelven en dos tiempos: en el primero, el visitante —generalmente un inocente de quien se sospecha— relata su enigma al presidiario como quien cuenta su enfermedad al médico; en el segundo, y con ocasión de una segunda visita, el médico dicta el diagnóstico, el presidiario da la recta solución del enigma.
De paso, nos vemos transportados a los escenarios más abigarrados y curiosos, recorremos lo más ocultos rincones de la vida porteña, y desfila a nuestros ojos una galería de tipos de todas las escalas y todas las razas mezcladas en aquel hervidero de inmigraciones, hablando cada uno su lenguaje apropiado. A tal punto que, amén de su interés de enigma, el libro adquiere un valor de testimonio social, aunque iluminado fuertemente por las luces poéticas. Entiéndase bien: poéticas, no sentimentales. No hay un toque sentimental aquí, que sería contrario a la firme estética de Borges.
Borges es un mago de las ideas. Transforma todos los motivos que toca y los lleva a otro registro mental. Los solos títulos de sus libros hacen reflexionar sobre una nueva dimensión de las cosas y parece que nos lanzan a un paseo en la estratosfera: El tamaño de mi esperanza, Historia de la eternidad, Historia universal de la infamia, etc. Ya inventa una región inédita y olvidada del mundo, donde se pensaba de otro modo: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius; ya inventa a un escritor francés que se propone rescribir íntegro el texto del Quijote, usando las mismas palabras de Cervantes, y simplemente pensando por su cuenta y al modo de hoy, con la fertilización del anacronismo, cada uno de los conceptos del libro clásico; ya imagina una biblioteca de todos los libros existentes y todos los libros posibles; ya una Babilonia gobernada, no por leyes sino por una especia de Lotería Nacional. Lo cual, bien mirado…