II
Autores mexicanos sobre Borges






Escritor imposible*

JUAN JOSÉ ARREOLA

El don verbal de Juan José Arreola es capaz de crear prosas orales en las que lucidez y capacidad inventiva encarnan con asombrosa naturalidad en la perfección formal. Ser interlocutor de Arreola es una tarea en extremo sencilla. Basta una sola pregunta, lo demás lo provee el gran narrador. Si se corre con más suerte, acaso se le puedan “intercalar algunos silencios”, como decía Jorge Luis Borges al referirse a su propia experiencia como interlocutor arreoliano. En más de un sentido Borges y Arreola son espíritus afines. Ambos son a un tiempo humoristas y moralistas; comparten deudas y gastos literarios; descreen del folclorismo, del color local y de los nacionalismos estrechos. Borges siempre se dijo admirador de la obra del mexicano, al grado de incluirlo en su Biblioteca Personal, donde Arreola es vecino de Quevedo, Shaw, De Quincey, Wilde, O’Neill, Schwob… Arreola, por su parte, ya no lee a Borges, pero no por otra cosa sino porque se lo sabe de memoria.

En la presente entrevista, realizada en ocasión del décimo aniversario de la muerte del escritor argentino, Arreola hace un recorrido por el universo borgiano. Las escasas preguntas y los más escasos silencios que este interlocutor pudo intercalar al espléndido monólogo de Arreola hubieron de ser retirados sin ningún pesar, con la misma naturalidad con que se desmontan los andamios de la finca terminada.

JJD

Lo primero que me trae a la mente el nombre Borges es la fantasía dentro de los límites de lo posible. A él le debo muchas cosas, entre otras haber entendido que hay escritores posibles y escritores imposibles. La primera categoría es la que demuestra que alguien puede llegar a ser escritor por una serie de actos de la voluntad. Ésta es una especie que se hace prácticamente a mano, con tenacidad, estudio, disciplina y otros medios racionales a través de los cuales sin embargo es posible también, a veces, conseguir—sería más propio decir: merecer—uno que otro “ don de la noche”, para usar una expresión feliz del mismo Borges.

Por el otro lado está el escritor imposible —la especie que a mí más me interesa—, el que con mucha frecuencia escribe a pesar de sí mismo; el que no es consciente de que en él habita la capacidad de transmitir lo inefable, eso que hasta antes de su advenimiento parecía indecible. Es quien mejor encarna al ángel de Mallarmé, aquel que viene a renovar y purificar el lenguaje de la tribu (“Donner un sens plus pur aux mots de la tribu”). Pienso en Rimbaud, en Baudelaire, en Kafka, en Poe, en el compañero Vallejo…, y en López Velarde y Juan Rulfo, para mencionar también a dos de los nuestros. El suyo es un caso parecido al milagro; nada más lejano a este tipo de escritor que el redactor voluntarioso, trabajador (probablemente correcto) que se impone la profesional tarea de publicar una novela cada año o el comprometido con la idea de terminar un libro de relatos para tal fecha o el que tiene la urgencia exterior de darle fin a una colección de poemas. Pero tampoco pretendo hacer una caricatura del escritor posible —aunque por desgracia esta caricatura se dé con tanta frecuencia en la realidad—, pues no son pocos los grandes autores que también honran este linaje: Goethe, Victor Hugo, Paul Valéry (quien negaba la existencia de la inspiración), nuestro Alfonso Reyes y tantos otros, Borges entre ellos.

Rubén Darío es un caso singular en el que concurren, aunque en tiempos distintos, ambas categorías. Más de la mitad de su obra lírica se sustenta demasiado en los recursos formales, fonéticos, lógicos, de la retórica poética. A pesar de las innovaciones que introduce, en el primer Darío encontramos aún al poeta posible. Pero inusitadamente se separa de esa condición para aventurarse por los parajes de lo inefable:

¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible
que desde los abismos has venido a ser todo
lo que en mi ser nerviosa y en mi cuerpo sensible
forma la chispa sacar de la estatua de lodo!

Y luego va más lejos y abandona también las referencias mitológicas y culturales —podría decirse que se desnuda de los últimos ropajes preciosistas—, para ahondar mejor en los abismos de la incertidumbre y tocar la condición primigenia de los seres, del ser y estar en el mundo:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Otro caso parecido es el de Leopoldo Lugones, retórico en muchas páginas, pero poeta imposible en Lunario sentimental, El libro fiel y en tantas páginas más. Carlos Pellicer es otro ejemplo de la misma especie. En el momento en que escribe sus versos cívicos, su canto a Cuauhtémoc o Bolívar, no sale del terreno de la posibilidad; pero cuando no se propone hacer poesía, sino que simplemente la hace, entonces aparece el escritor imposible, como cuando amanece a la vida poética en aquel pueblecito de los Andes:

Aquí no suceden cosas
de mayor trascendencia que las rosas.

La existencia de estos dos linajes literarios fue clara para mí desde el momento en que leí, a principios de los años cuarenta, Historia universal de la infamia, el primer libro de Borges que cayó en mis manos. En esta obra el autor demuestra —no directamente, desde luego— que alguien puede llegar a ser escritor si se lo propone. La misma idea aparece más explícitamente en otros textos suyos, como sería el caso de “Robert Browning resuelve ser poeta”, que puede ser leído como una suerte de arte poética suya, pues en él se dice que la escritura es una “profesión humana” que el sujeto elige.

Cómo se hace un escritor

Borges fue un hombre de letras (narrador, poeta, ensayista) self-made man, y ello a pesar de todo lo que recibió del otro (el estímulo y la ayuda que vienen de fuera), lo cual en su caso se remontaba a su primera infancia, porque si alguien tuvo un pasado de lector ése fue Borges. Y desde la infancia aparece en él la voluntad (palabra clave para explicar el fenómeno Borges) de ser escritor. Desde el principio creció en un medio eminentemente literario, en el seno de una familia donde la posibilidad de la escritura literalmente lo envolvía. Aparte de la excelente biblioteca familiar, estaba el ejemplo vivo de su padre, Jorge Guillermo Borges, que además de gran lector, fue muy buen traductor (sus versiones sobre Omar Khayyam son especialmente notables) e incluso novelista; el de la abuela paterna, que recordaba tanta literatura inglesa y, desde luego, el de su madre, que lo acompañó durante tantos años.

Pero aparte de todo lo anterior, estuvo siempre la voluntad férrea del niño que a una edad tempranísima resuelve ser escritor. Para ventura de sus sucesivos e innumerables lectores en el ancho mundo, lo excepcional del caso Borges viene de esa fe inquebrantable —de la cual se ha dicho con acierto que mueve montañas—, del empeño granítico del niño que dice: “Yo quiero escribir. Acabo de leer esta línea prodigiosa de tal poema, este relato maravilloso; yo quiero hacer estas cosas también”. Uno de sus biógrafos nos cuenta que a los siete u ocho años este niño letrado no sólo había escrito ya un relato de nombre “La visera fatal”, sino que también había traducido al español “El príncipe feliz” de Oscar Wilde.

Al principio casi todo le llega de fuerza, hasta su argentinidad. Porque bien visto, todo ese fervor bonaerense y aun su apego cordial a Argentina —lo descubre cuando en compañía de su familia regresa a su tierra natal, luego de una prolongada residencia de varios años en Europa— provienen de un acto volitivo. Borges llegó a ser argentino casi de la misma manera en que consiguió ser poeta: por una elección consciente. Es, pues, un argentino hecho a mano, un ser que se inventa su propio mito de la patria. También opta voluntariamente por el español —su patria literaria—, venciendo las tentaciones de otras lenguas que formaron parte asimismo de su vida cotidiana, familiar e intelectual: el inglés, el francés, el alemán. Elige el español para expresarse y enseguida se da cuenta del acierto de su elección. Descubre que su ser resuena, como él mismo lo dirá después, “al bronce de Quevedo”. Advierte que en la obra de éste habían desembocado muchas cosas, que ahí habitaba el genio vivo de la lengua, sobre todo cuando pudo comprobar cómo el gran poeta español había mejorado el texto francés de “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino”. Si Borges hubiera optado por cualquiera de las otras lenguas, posiblemente no habría podido conectarse con el esprit profond.

El trato cotidiano con las grandes obras, aunado a su inteligencia y su cultivada sensibilidad, le permiten desarrollar muy pronto eso que se conoce como buen gusto. Afina asimismo su oído, un don que se verá intensificado luego con la pérdida gradual de la vista. El aislamiento, propio también de su condición de ciego, le facilita el repaso y la corrección constantes de sus textos, los cuales rumia una y otra vez antes de darlos a la imprenta. En este sentido, Borges hizo virtud de la necesidad.

El insomnio y la ceguera lo alejan de lo inmediato y lo hacen optar por la mediatización cultural, algo que acabó teniendo un peso enorme en su obra. Aunque esto también tuvo consecuencias desfavorables. Durante mucho tiempo, Borges se engañó a sí mismo, pensando que con la mediatización podía adquirirlo todo. (Su magnífico repertorio de mediatización estuvo dado en buena medida por la Enciclopedia británica y la Historia de la filosofía de Baumer.) Pero desde sus primeros balbuceos poéticos —y ahí están para probarlo Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, que son sobre todo un buen resumen del arte de la composición— hasta los libros de madurez, resulta claro que fueron precisamente los datos inmediatos de la conciencia —y no la erudición— los que hallaron la mejor resonancia en su ser. Al poeta hay que buscarlo menos en sus recreaciones mitológicas y eruditas y mucho más en el hombre que nos habla sin patetismo (una de sus grandes enseñanzas) del sentido hondo de las cosas que lo rodean:

…¡Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido:
no sabrán nunca que nos hemos ido.

No trato de minimizar la importancia de sus libros iniciales —libros que rescribió innecesariamente tratando de perfeccionarlos, aunque en ocasiones terminó agotándoles algunos de sus mejores jugos—. Todos los poemas en los que mitifica Buenos Aires o “El general Quiroga va en coche al muere” son textos muy apreciables. Pero son hijos sobre todo de la razón. Sin embargo, en su última etapa, el Borges poeta tocó los umbrales de lo imposible, ahí donde habitan esos dones que vienen de más allá del yo consciente; de ese último yo oscuro y caótico. A partir de Elogio de la sombra, por ejemplo, aparecen con alguna frecuencia, aun en ciertos poemas de circunstancias, líneas dictadas por esa otra voz, que surgen de ese fondo inconsciente que da luz a las obras grandes, ésas que a veces llamamos maestras.

La enciclopedia tiene un estilo

En la raíz de la obra de Borges están la historia, la mitología, la filosofía y la literatura universal y, naturalmente, un grupo de obras y autores más o menos precisos. Ahora, lo curioso en su caso es que la enciclopedia le disolvió a casi todos los autores. De esta manera, las huellas de muchos de sus ascendientes literarios, que él en ocasiones negaba, quedaron prácticamente borradas. En Borges hay un efectivo regodeo por las formas literarias, las cuales encontraba incluso en las notas de los periódicos, en los sucesos misceláneos, a los que los franceses llaman fait divers, y ya no se diga en las fichas de la enciclopedia.

Pero hay algo más: la enciclopedia tiene un estilo. Y no me refiero sólo a la Británica. La enciclopedia universal, escrita en alemán, en italiano, en español… es un lenguaje, y un lenguaje que es lección para los literatos. Los autores de fichas y artículos, los redactores enciclopedistas, practican el arte de la concisión. El estilo pulcro y sobrio de Borges viene en buena medida de esa concisión, del estilo clausular (encapsulador) de la enciclopedia.

De conceptista al gran poeta

La primera vez que hablé con Borges logré que tolerara la idea de que su desestima de la literatura castellana de conceptistas y retruecanistas provenía de que en el fondo él era uno de ellos. Le recordé el poema terrible que había escrito sobre Baltasar Gracián:

Laberintos, retruécanos, emblemas,
helada y laboriosa nadería,
fue para este jesuita la poesía,
reducida por él a estratagemas…

Repasamos este poema a lo largo de sus once cuartetos y, para mi asombro, Borges acabó aceptando que se reconocía en los reproches que le hacía a Gracián: en las argucias, en los laberintos, en los emblemas, pues también él había cultivado la “helada y laboriosa nadería”. Entonces vio con un espíritu fraternal al gran retórico español y pudo decir de él lo que Baudelaire dice del lector en el prólogo de Las flores del mal: “mon semblade, mon frère!” [Años después, me llamó la atención encontrar en su libro La moneda de hierro, que es de 1976, un poema precioso (“Remordimiento”), donde al hacer un balance de su propia vida y de lo que los demás esperaban de él, se hace a sí mismo precisamente este reproche: “Mi mente / se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías”].

Pero el Borges poeta —el prosista es otra cosa— de las laboriosas naderías da un salto maravilloso al Borges macizo y hondo de los últimos poemas, donde al hablar, por ejemplo, del destino de sus mayores está hablando del destino de todos los hombres. La lápida que cubre la tumba de su padre se nos presenta como el umbral al infinito o a la nada: “Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave”.

El arte del pastiche
y el universo de los raros

En el Borges cuentista son dignas de destacarse su preocupación casi neurótica por el arte de la composición, su gusto por el pastiche y su fascinación por seres y personajes que representan conductas humanas anómalas. El pastiche, que no ha gozado de buena fama entre los escritores de nuestra lengua, es un género que cuando se practica con arte ilumina al autor y al modelo originales. En Francia, en cambio, ha llegado a ser una verdadera manía. Uno de los primeros libros de Marcel Proust, Pastiches et mélanges, es una buena prueba de ello; ahí Proust escribe a la manera de Sainte-Beuve, a la de Renan, a la de Michelet, iluminando a estos autores, mostrándonos su arte de composición. Otro caso notable fue el del grupo de jóvenes poetas que se pusieron a rescribir a Mallarmé.

Sin ningún complejo, Borges practicó el pastiche muy provechosamente y acabó demostrando que éste también puede llegar a ser un género mayor. Es notable cómo, ya en la vejez, se puso a bordar sobre un tema de Papini, de tal manera que acabó haciéndolo suyo. Borges aprendió de Kafka, uno de sus maestros, de cómo exagerando las cosas, llevándolas a ciertos extremos, glosándolas, pueden ser resignificadas, engrandecidas, parodiadas… Y es que en el pastiche de buena cepa casi siempre hay una gota de humor.

En Borges aparece también un manejo muy singular de las anomalías de la conducta humana; su atracción por ese tipo de seres excéntricos y anómalos le viene otra vez de Kafka y antes de él de Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. La rareza, la conducta extraña, que han estado siempre en los relatos de todos los tiempos, llegan a un grado de exacerbación en autores como los mencionados o como Edgar Allan Poe. Personajes como Bartleby o Wakefield y toda esa galería de seres que trastornan la realidad o la exageran o que sencillamente crean otra realidad dan sustento a muchos de los cuentos de Borges. Carlos Argentino, el personaje de “El Aleph”, es uno de los mejores ejemplos de ellos.

El humorista

Hasta ahora nadie ha podido dar una respuesta enteramente satisfactoria a la pregunta de qué es el humor. Es, desde luego, una forma de ver el mundo; una forma que contrasta con la visión grave de ese sentimiento trágico de la vida de que nos habla Unamuno. El humorista es que el ve las cosas al sesgo, ya que de frente son demasiado impresionantes. Y es precisamente esta mirada oblicua, que descompone el mundo sometiéndolo a una suerte de efecto de prisma, lo que nos ayuda a ver mejor la realidad. Yo tengo para mí que el verdadero humorista —y no me refiero, desde luego, al guasón o al chistoso de plazuela— es aquel que en última instancia nos puede dar una imagen más cabal del mundo.

Para ventura de sus lectores, Borges es un humorista de buena ley. Y no sólo eso, el mejor Borges, el verdaderamente grande, el más sabio y el más entrañable, es el humorista; un humorista sin estridencias, sosegado, pero filoso y penetrante. Ahora bien, se trata de un humorista que en el fondo es también un moralista. En alguna ocasión, para gran satisfacción mía, Octavio Paz dijo: Arreola es al mismo tiempo un humorista y un moralista. Pero aparte de esa referencia personal que mucho me envanece, creo que en Borges concurren admirablemente ambos aspectos. Porque Paz tiene razón; no se puede ser verdaderamente moralista sin rasgo de humor, sin la capacidad de ver las cosas al sesgo (por esta razón los predicadores suelen ser moralistas huecos), y no puede existir un humorista profundo si no tiene ese antecedente del fondo moral.

Porque hay que reconocer que la mayor parte de la obra de Borges —y aun me atrevería a decir que casi toda ella— está dominada por el imperio de la razón. Ahí tenemos de nuevo al escritor posible, al heredero de Gracia y Roma, de los franceses y los ingleses categóricos que creen en la razón como el instrumento eficaz —y en ocasiones como el único válido— para explicar el mundo. Borges todavía es víctima del ensueño de que es posible el conocimiento y la captura de la belleza fugaz (“presa en laurel, la planta fugitiva”). Pero nuestro escritor acabó venciendo también su fe desmedida en la razón y en los sueños de ésta, los cuales, al decir de Goya, sólo crean monstruos. Y lo que salva a Borges, lo que lo diferencia y le da a su obra esa singularidad y esa malicia tan reconocidas es la mirada humorística.

Aquí está el Borges más hondo: el hombre que sabe que no se puede llegar a la verdad, al concepto de eternidad, o de azar. En este aspecto, Borges es del mismo linaje de Kafka —no debe olvidársenos que el gran Kafka es también el humorista—, el que termina diciéndonos que la razón es un instrumento demasiado precario para explicar el mundo.






¡Buenos días, Proteo!*

LUIS CARDOZA y ARAGÓN

Me sedujo la naturalidad de Borges, su agua regia de ángel cruel, su tierno demonio vertiginoso y preciso, “así un imán que al atraer repele”; su fabulación metafísica del tiempo y la exactitud de su laboriosa escritura.

Su artificio es tan natural que no comprendo si él recoge las palabras o éstas lo escogen, hasta ser espontáneo por la invisibilidad constante de su afán. Sobre todo en los verbos.

Su artificio es tan natural porque, con palabras suyas, siento en él que “todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una sensible porción de la molestia con que fue trabajado”.

Si en Reyes o Borges florece “esa precisa rosa” y ambos enlazan las palabras con singular sentido común; si creemos que les llega la palabra justa y dicen más y con más claridad sin que se pueda mejorar el concierto de ellas y siempre llaman las cosas por su nombre, existe para el gusto (de la diversidad) los contrarios a tal conducta.

(No doy primacía a ninguno de tales ordenamientos.)

Es Borges, para mí, el escritor argentino más folclórico, el con más color local: el de no tenerlo. Como Mahoma “podía ser árabe sin camellos”, Borges es argentino sin gauchos que nos den mate.

Su regionalismo es universal. Sin tautología, lo exótico es exótico.

Lo real maravilloso. La maravilla real. Y otros embustes.

“El populismo es esencialmente demagógico” (Mariátegui.)

Hay tanto color local en la novela regionalista que se diría escrita por extranjeros. Un maguey, un indio y un burro: México. Un platanar, un indio y un coronel: Guatemala.

En Borges se cumple su aserto: “El culto argentino al color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”.

(Y al rechazarlo, a pesar de él, lo cultiva o por así proponérselo).

Borges, áurea pluma cuando no argentina.

En Alfonso Reyes, como en Groussac, señala esa “virtud rarísima”: la legibilidad, lo imperceptible del esfuerzo para conseguir la perfección.

Algunos de los ensayos y de las ficciones de Borges son definitivos. Propongo tal calificación, aunque él la deteste. Gusto de su poesía (en verso) que contados gustan. No acierto a establecer diferencia de virtud entre prosa y verso.

Sonido y sentido se exigió Valéry en el verso e imposibilidad de alterar el orden de las palabras lo más distante de la prosa asequible.

Danza y andanza.

Gide asentó en su Diario que en su prosa alentaba parecida exigencia y la cumplía minuciosamente. Precisión y ritmo. La relación de identidad esencial entre prosa y verso la repite Shelley en varias páginas de Defensa de la poesía. Baste un ejemplo: “La distinción entre poetas y escritores en prosa es un error vulgar.”

(La donosura y los tirabuzones de mayonesa —el estilo Cacahuamilpa— de Lezama Lima consisten en que nunca llama las cosas por su nombre, en que nunca sabe cómo las cosas se llaman. Con tientos y cachondeos de lenguaje y significados obtiene lo propio, a veces casi tanto como los sucintos, justos y netos. El mediodía de uno es la medianoche de otro; el lucero de la tarde es el lucero del alba.)

Hay barrocos de gran orquesta, con cuerdas muy afinadas o metales estentóreos. Los hay que de tan barrocos en lo soterrado y secreto (no pretendo denigración alguna) ya no lo parecen con su pensativa música de cámara finísima.

No obstante que dice profesar alejamiento de la vida política y social, Borges ha sufrido por ella y ha proferido, con alguna frecuencia, escandalosas declaraciones en que aboga por ideas extremas. Estos infinitos desaciertos son menores que sus aciertos de poeta. Trato sólo de precisar, de poner en claro (para mí) su idiosincrasia; su infatigable rigor y, a veces, de considerarlo en su abandono de no importa qué finalidad práctica y moral.

Valéry escribió que no le apasionan los acontecimientos, que son “la espuma de las cosas”. El mar es lo que le interesa. Según Borges: “El verdadero intelectual rehuye los debates contemporáneos: la realidad es siempre anacrónica”.

(¿Piensa que el mundo y sus empeños carecen de finalidad aparte de la mallarmeana de configurar un libro: bellísima concepción monstruosa de un absoluto?)

¿Garcilaso o Góngora? Dilema para cretinos. Me quedo con los quince. A la postre, la diversidad tan amada es aparente. El arte, lo concreto por excelencia; en él, lo esencial es lo aparente; lo aparencial, su esencia. ¡Buenos días, Proteo!

La hormiga y el astro son un diptongo y sus razones sencillas son inexplicables sin el ojo-diéresis del caballo que ve mejor que la Emperatriz de los telescopios.

Valéry: “La sintaxis es una facultad del alma”.






Sombras del peregrino*

ADOLFO CASTAÑÓN

I

En ausencia de la Musa o del Espíritu, el demonio de la errata puede surtir ocurrencias bienhechoras al que tiene las manos sucias de tinta y la cabeza limpia de ideas. Tal es el caso de un autor de apellido Castañón, que dio a las prensas una parchada “Cuarta de Borges”1 donde el susodicho genio hizo decir a los autores (Adolfo Castañón en colaboración con Marcela Pimentel), en el sucinto comentario bibliográfico al primer volumen de las obras de Borges editadas por la casa Gallimard en su olímpica Pleïade, que dicho proyecto consistiría ¡en diez! y no en dos volúmenes. Por supuesto: no voy a culpar de mis gazapos ni a mi abnegada colaboradora ni a mis obsecuentes editores. Pero sí le agradezco al consabido y travieso gnomo errático la invitación a entrar en sus palacios subterráneos.** ¿Cómo serían, en efecto, unas obras de Borges editadas y —permítaseme otro abuso—diezmadas en ese formato?

J. P. Bernès, atendiendo orientaciones del autor, ha optado por escanciar la obra según un criterio cronológico —como en su momento hizo nuestro Alfonso Reyes—. Declinó la opción temática elegida, entre otros, por Thomas de Quincey y Octavio Paz. Desechó también esa variante genérica, que es la que el travieso efrit de los tipógrafos tuvo a bien susurrarme cuando empecé a recordar este texto. Desde luego, esta modesta proposición editorial dispararía una cadena crítica en apariencia distinta de la admirable realizada por Bernès (con el apoyo inteligente y decisivo de María Kodama) —una cadena superior a mis fuerzas y limitada competencia— pero en rigor —admitámoslo— complementaria.

Esta ordenación de tantos libros de Borges como dedos hay en las manos o en los pies se formularía así:

  1. Poesía y prosa
  2. Poesía y prosa
  3. Cuento
  4. Ensayo
  5. Reseñas y prosa miscelánea
  6. Obras en colaboración con Adolfo Bioy Casares
  7. Obras en colaboración con otros autores
  8. Entrevistas, correspondencias y testimonios (incluyendo la autobiografía dictada a N. Thomas di Giovanni)
  9. Traducciones
  10. Antología de la literatura fantástica (en colaboración con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo) y la antología Cuentos breves y extraordinarios (en colaboración de Adolfo Bioy Casares)

Este orden sigue, hasta el inciso IV, las divisiones practicadas por el propio Borges, por ejemplo, en su Segunda antología personal—la de Siglo XXI— o en la edición de las Obras completas preparadas por él mismo para Emecé y luego reproducidas por Círculo de Lectores. Introduce una relativa novedad al proponer la inclusión de traducciones ¡y de antologías realizadas en colaboración! y le da un peso quizá inaceptable a esa vertiente, que algunos puristas juzgarán promiscua, de la controversial obra en colaboración que aspira a realizar un milagro literario: “lograr que dos sean uno”. (“Epílogo” a Obras en colaboración). También es cierto que Borges raramente cedió a esa tentación editorial que llamaré genérica y que, por el camino de la colaboración y la promiscuidad, puede alcanzar escandalosos excesos.

Por ejemplo, si en el hipotético vol. VI se incluyeran en un apéndice los textos no firmados que aparecieron como solapas, resumés o cuartas de forros de la serie El Séptimo Círculo, dirigida al alimón y “toreada” por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares —de los cuales me ha dado noticia Alejandro Katz— ¿no cabría pensar que un apéndice razonable de las obras de este “lector” —como él mismo se decía— podría ser configurado por algunas de las novelas que los dos amigos se divirtieron editando? ¿Y qué hacer con la legendaria Poesía gauchesca que Borges y Bioy editaron como en su momento hicieron Palissot y Beaumarchais con Voltaire? Si Borges se ufanaba de ser un lector antes que un escritor, ¿cómo podrían concebirse unas obras completas suyas que no incluyeran sus infinitas lecturas o, al menos, una analecta de lo leído?

Otra cuestión controversial la representan las entrevistas: ¿publicar íntegro al Borges oral que en los últimos años descubrió que la conversación era un género literario que no le disgustaba para nada practicar, como recalca J. P. Barnès? Desde luego habría que elegir si no las “mejores” entrevistas sí las, digamos, medulares, y nuclear en todo caso en notas y pies de página las otras, como si fuesen variantes de un mismo texto radical. Pero insiste el duendecillo de la errata, es tenaz y pregunta: ¿y qué harías si hubiese puesto cien o mil en lugar de tus pedestres diez? Borges, le respondo temerario, es un océano, y podría incluir desde la Biblioteca Fantástica que dirigió para F. M. Ricci o la Biblioteca Personal que preparó con Jorge Lebedev, hasta —ya entrado en gastos— fragmentos de la Encyclopedia Britannica, las obras de Cervantes, de Thomas de Quincey (quien por cierto ordenó sus Complete Writings siguiendo una clasificación temática y no cronológica), trozos del Corán, los Evangelios (incluidos ante todo los apócrifos) y algunos tramos de la Biblia, para no hablar además, por supuesto, de todos los textos que es posible documentar que se sabía de memoria. “Quizá no huelgue recordar —escribe en el ‘Epílogo’ a las Obras en colaboración— que los libros más personales —la Anatomía de la melancolía de Burton y los ensayos de Montaigne— son, de hecho, centones. Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros.” O sea que la idea de Obra completa puede ser o bien una utopía desmesurada o, bien, más modestamente, un proyecto convencional surgido de un pacto autocrítico.

Se ve —me responde el errático geniecillo sabatino— que has leído demasiado a Jean Paulhan.2 ¿Por qué? Aquella célebre eminencia gris de las letras francesas —creo escuchar que me responde con voz cada vez más débil— le dedicó a Borges (en 1959) un memorable —ésa es la voz que ahora recuerdo— ensayo titulado: Consejos para ser feliz —quizá el único que el temible redactor de la Nouvelle Revue Française publicó sobre un escritor latinoamericano—. Cuenta ahí una historia que vas a traducir ahora mismo para disimular el bostezado silencio de tu tipográfico trasgo —y ¿por qué no decirlo?—, para predicar con el ejemplo y porque entre la Musa y el Ángel y el endiablado cojo ilustrado de la errata —que se confunde en la vida como agua en el agua, pregúntale a George Steiner—, media esa soberana compasiva llamada traducción:

Érase un bibliotecario escrupuloso de Besançon y ya se sabe que en esa ciudad, según avisa la voz de sus habitantes, posee una de las bibliotecas más ricas del mundo. Quiso pues, como era natural, levantar el catálogo completo de sus colecciones. Luego decidió mandar imprimir su catálogo. Aquí tuvo su primer escrúpulo. Es un escrúpulo que los editores conocen bien. Cuando el señor Daninos les lleva un manuscrito que se llama, por ejemplo, Le Jacassin, nada les apura más que establecer, para imprimirla al frente del libro, la lista de las “obras del mismo autor”. Bien. ¿Aparecerá el título Le Jacassin en esa lista? Sí, puesto que es ni más ni menos un libro, y no el menos importante del señor Daninos: por lo demás se trata de las obras completas. No, ya que resulta harto evidente que se trata de éste, que es ni más ni menos el mismo y del mismo autor: ya está ahí, se puede tocar, gracias a él se conoce la existencia de las demás obras. Aquí se dividen los editores. La casa Hachette está por el no: en virtud del viejo principio: sobra decirlo. Otras casas, Gallimard y Julliard entre otras, están por el sí en virtud del principio no menos antiguo: “Es aún mejor cuando se dice”. Ahí nuestro bibliotecario conoció meses de penosa indecisión. Era, si sirve de algo decirlo, de naturaleza escrupulosa y levemente angustiada. Hizo traer a sus propias expensas todos los catálogos impresos de las bibliotecas de Francia, luego de Europa, en fin, del mundo entero. Todo ello sin resultados apreciables: simplemente encontró que en su gran mayoría los anglosajones tomaban el partido del no, los sudamericanos, los griegos y los africanos el partido del sí; eligió el primer partido —arbitrariamente, hay que confesarlo—. Después de incesantes vacilaciones, el pobre bibliotecario, renunció a hacer figurar su catálogo en su catálogo (pese a que estaba completo y muy bien impreso) entre las obras del fondo catalogado. Se abstuvo, no sin ciertos remordimientos. Fantaseaba con dar la revancha. Por otra parte, ¿qué hacer con tantos catálogos, y cómo propagar la nueva ciencia, la curiosa ciencia que había adquirido? Tomó el partido —que en su lugar habría tomado cualquier bibliotecario honesto— de hacer un nuevo catálogo o más bien dos nuevos catálogos, uno de los cuales mencionara todos los catálogos que se mencionaran a sí mismos, y otro [con] todos los catálogos que no se citaban. El primero quedó concluido en algunas semanas.

… El segundo, ay, nunca pudo serlo. La razón salta demasiado a la vista. Era una razón, en primer lugar absurda, y aun inquietante. Cada uno sabrá comprender con facilidad por qué, si se mencionaba, no debía mencionarse; pero si no se mencionaba debía por el contrario mencionarse. En una palabra, nuestro bibliotecario hubiese debido a la vez hacer y no hacer mención de su nuevo catálogo. Si se quiere, había llegado al punto en que los contrarios se unen. Así, él conoció por fin —si los profetas no nos han mentido— una dicha pura, libre para siempre de inquietud y de angustia.

O me engaño completamente o bien ésa es la felicidad a la que Borges ensayaba astutamente seducirnos.

Cuando terminé la apresurada versión del ensayo de Jean Paulhan me pregunté sinceramente qué diablos traía entre manos el errado duende cuando me puso en tal trance. Pensé de inmediato en El Hacedor y en particular en el “Poema de los dones” —que le oí recitar de memoria en 1975 a David Huerta— y en particular en la cuarta estrofa:

De hambre y de sed narra una historia griega
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega
donde “la Maestría de Dios”
confunde en una sola
la experiencia de los contrarios.

De acuerdo, los críticos y editores estamos como el burro del aguador: cargados de agua y muertos de sed, y no sólo representamos, como apunta Paulhan, el terror de las letras sino aun terminamos temiéndolas.

II

Borges, en todo caso, ha tenido la fortuna de hacer dos ediciones distintas de su Obra completa. Una en español, en su lengua nativa; otra en francés, un idioma que él identifica con el espíritu mismo de la literatura y de la vida literaria pero que cualquiera sabe que le resultaba menos cercano que el inglés. Si en la primera supo incluir —como un homenaje a la amistad y a la aventura compartida— la obra en colaboración, la segunda la excluirá tajantemente pero incluirá en cambio un conjunto inestimable de valiosísimas correspondencias (con Macedonio Fernández, Jacobo Sureda, Mauricio Abramowicz, entre otros), de conferencias y discursos hasta ahora no recogidos en libro, además de las notas invariablemente oportunas y aleccionadoras del editor-traductor. A esta segunda edición que publica en dos tomos el sello de Gallimard en su colección La Pleïade, habrá que añadir el Album Borges, esbelto volumen iconográfico que ilustra y documenta visualmente los dos, los tres, tomos al cuidado de J. P. Bernès. La edición de La Pleïade sobresale hasta ahora por ser la única edición crítica sistemática: incluye, desde luego, notas que hacen la historia de los libros y de los textos; recoge materiales desechados en el curso de la edición definitiva de los libros (como en el caso de Fervor de Buenos Aires); da una lectura metódica de las entrevistas autobiográficas de Borges; establece variantes así de los textos como en algunos casos de las traducciones y, en fin, va estableciendo en un discurso paralelo al de los textos de la obra propiamente dicha una suerte de historia documental de los libros de Borges, o, por decirlo de otro modo, una autobiografía editorial y crítica donde el último Borges dialoga en apostillas con el Borges joven y Borges el hombre maduro y que, por supuesto, no está exenta de sorpresas. Por ejemplo (¿travesuras?) la de enterarnos que algunas de sus traducciones (la tan discutida últimamente de William Faulkner) han sido en realidad obra de su madre.

III

El vértigo de lo infinito, esa infecciosa tentación —paralela a la obsesión por la eternidad— que recorre la obra de Jorge Luis Borges, no podía dejar de merodearla en el aspecto estrictamente editorial. La publicación de dos cuerpos o de dos juegos de sus Obras completas que son otras y son las mismas, introduce, desde luego, un hueco que auspicia la imaginación, por ejemplo, de una tercera versión —la traducción al español de la versión francesa con todas sus noticias y variantes— o aun de una cuarta —la edición de unas obras en colaboración debidamente anotadas y documentadas, por ejemplo en inglés o en italiano—, o bien una quinta posibilidad que comprenda, por ejemplo, todas las traducciones emprendidas por el autor de El Aleph; para no hablar de la sexta, la séptima o la octava y etcétera posibilidades.

Esta tentación infinita o de lo infinito, esta “gestión circular” especular, no sabría calificarse como algo ajeno al proyecto literario de Jorge Luis Borges que gravita no en torno de una descripción y crítica de la realidad sino en torno de una crítica de la imaginación, de una descripción analítica de los instrumentos del conocimiento. Por lo pronto, gracias a la edición francesa de sus Obras completas en La Pléiade el lector puede seguir los pasos y los últimos días de Jorge Luis Borges en Buenos Aires y en Ginebra, pero sobre todo puede comprender cabalmente por qué el Borges publicado en español hasta el momento sólo es uno entre muchos otros: un yo plural de sombras plurales.

IV

Si las obras completas se plantean como un laberinto, ¿cuál podrá ser la entrada, la salida, el camino correcto? O bien la decisión de reunir en la obra sólo aquella parte de la escritura recogida en libros (opción A) —propios o en colaboración (es la primera opción, la edición en Emecé en dos volúmenes, verde y café que parecen reflejarse y desdoblarse espectroscópicamente)— o bien la opción de tomar un estricto camino cronológico (opción B) que va reconstruyendo el itinerario, el viaje que representa la obra rescatando sus estaciones conocidas (la obra publicada) y sus pausas secretas y, al mismo tiempo, la decisión de ir recogiendo en un comentario paralelo a lo largo de las notas la glosa o recuerdo a posteriori de ese viaje que es la obra desdoblándose, por ejemplo, La historia de la noche (el libro más personal de Borges, según él mismo) en un texto. En cualquier caso —y aquí caben las terceras, cuartas y quintas opciones temáticas— habrá que admitir que, si se concibe la obra como un laberinto y a su Hacedor-Editor-Autor como su Dédalo-Arquitecto, habrá que admitir la existencia de un minotauro que habita en su centro, de un secreto devorador oculto en el seno de su trama. Devorador sí, pero ¿de qué? Obviamente de su textualidad.

Recalco que en la edición en dos tomos que incluye la obra en colaboración lo devorado es todo ese cúmulo de textos perdidos entre los intersticios de la obra publicada en libros, mientras que en la edición de dos tomos en francés que incluye los textos inéditos o rescatados de periódicos y revistas lo devorado es el minotauro monstruoso, el bicéfalo de la obra en colaboración. Si la identidad del Minotauro depende de la forma del laberinto, la discusión en torno de las aristas editoriales de la obra de un autor que —a semejanza de Midas— ha tenido el raro poder de transformar en obra prácticamente todo lo que toca y lo que toca (incluidos los testimonios y libros que lo recuerdan) no es irrelevante y trasciende al parecer las controversias meramente tipográficas.






Acercamiento a “El acercamiento de Almotásim”*

JOSÉ DE LA COLINA

En 1936 Jorge Luis Borges, en el final del volumen de ensayos titulado tranquila y audazmente Historia de la eternidad,1 incluyó la reseña crítica de la novela policial de Mir Bahadur Alí titulada The Approach to Al-Mu’tasim. Las diez páginas informativas y críticas, antes de resumir y examinar el argumento de la obra, daban las elementales indicaciones bibliográficas, como era de esperar de un escritor hasta entonces quizá más conocido por sus ensayos y reseñas de libros que por sus primeras ficciones narrativas, o por sus poemas. Se decía allí que la editio princeps de la primera novela de Bahadur (un abogado de Bombay City, según la nota de la cubierta), aparecida a finales de 1932, vendida en cuatro impresiones de mil ejemplares en pocos meses, elogiada por diversas publicaciones indias de lengua inglesa, comentada por los críticos Philip Guedalla y Cecil Roberts, y reeditada con ilustraciones y nuevo título: The Conversation with the Man Called Al-Mu’tasim/A Game with Shiftin Mirrors, había reaparecido ligeramente modificada y con su título original en 1934, con el marbete de la editorial londinense de Victor Gollanz, sin ilustraciones y con prólogo de la afamada novelista policiaca Dorothy L. Sayers. Ésta era la edición que Borges comentaba.

¿Qué sucedía en “El acercamiento a Almotásim” según el acercamiento crítico de Borges?

A través de los veintiún capítulos de una laberíntica y febril trama policiaca que abarcaba noches, plazas, azoteas, torres, jardines, ciudades de la ancha geografía del Indostán, grescas entre musulmanes e hindúes, asesinatos, personajes de toda la escala social de Bombay, un estudiante indio de derecho que huye perseguido por la policía o por conspiradores, va tratando con una serie de episódicos y generalmente fugaces personajes de la miseria y el hampa en los que ocasionalmente descubre gestos o tonos que mitigan aquella infame condición humana y no propios de esos bajos seres, sino de alguien que debe tener un espíritu más complejo y refinado y a quien, guiado por esa intuición, el estudiante buscará durante su vida y a través de más peripecias para, ¿finalmente?, llegar a una galería, a una cortina de cuentas, a un vasto resplandor, detrás de los cuales “la increíble voz de Almotásim” (el calificativo recuerda los de Lovecraft) lo invita a pasar. Allí termina la novela y:

Ya el argumento se entrevé —anotaba Borges—: la insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos.

El chestertoniano y kiplingiano asunto (pues tiene ecos de El hombre que fue jueves y de Kim) no podía menos de llamar la atención de buenos lectores y acuciarlos a buscar el libro. Hay dos constancias de esa busca: el narrador argentino (y ya por entonces amigo muy cercano y colaborador literario de Borges) Adolfo Bioy Casares escribió a la casa editorial Gollanz de Londres solicitando el envío de la novela, y el crítico y ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal hizo entre sus apuntes ancilares una ficha documental sobre el autor indio y su obra única y ya, en cierta medida, universal.

Así, la dizque crítica de la novela sobre la busca de Almotásim provocaba la busca de la novela “El acercamiento a Almotásim”. Y sólo años después, cuando Borges incluyó el texto en un libro de cuentos presentados como tales,2 con lo cual confesaba tácitamente su engaño, muchos de esos lectores que habían perseguido el libro fantasma se enterarían, tal vez más encantados que desengañados, de la feliz artimaña del narrador real escondido tras el narrador imaginario. (De paso: ¿será mera coincidencia que tanto el cervantino Benengeli como el lovecraftiano Alhazred y el borgesiano Bahadur sean orientales? ¿O Cervantes habría recordado cuentos de Oriente durante su cautiverio en Argel, y Lovecraft y Borges habrían evocado Las mil y una noches?)

En el “Autobiographical essay” de Borges compilado por Norman Thomas di Giovanni de diversas fuentes (entrevistas, artículos, etc.),3 se halla la explícita y, se diría, algo jactanciosa asunción de la vertiginosa novela como libro fantasma enteramente creado por su comentarista bonaerense:

“El acercamiento a Almotásim”, escrito en 1935, es a la vez un invento y un seudoensayo. Fingía ser la reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay, tres años antes. Doté a su segunda y apócrifa edición con un editor real, Victor Gollanz, y con un prefacio de una escritora real, Dorothy L. Sayers. Pero autor y libro son enteramente de mi invención. Aporté el argumento y ciertos detalles de algunos capítulos —pidiendo cosas prestadas a Kipling e introduciendo a un mítico persa del siglo xii, Farid ud-Din Attar— y luego puntualicé cuidadosamente sus limitaciones […] Ahora me parece que (ese relato) pronostica y hasta fija la pauta de otros cuentos que de alguna manera me estaban esperando, y en los que se basó mi reputación como cuentista.

En otros cuentos (“Tlön, Uqbar; Orbis Tertius”, “Examen de la obra de Herbert Quain”) aprovecharía Borges ese método consistente, dirá en un prólogo de sus Obras completas, en “simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus, así Butler en The Fair Haven…”

Parece hoy indudable que para Borges, incapaz, según él mismo, de leer por otra necesidad que la del placer, la literatura significaba ante todo un juego entre él y sus lectores. Un juego fantasmagórico, pues ¿acaso no son también fantasmas autor y lector, situados ya sea enfrente o ya detrás de la página que se lee o se escribe, y ninguno de los dos visible para el otro?






El poeta*

SALVADOR ELIZONDO

La clara inteligencia de los dones que Borges nos ha dado —lo digo en nombre de quienes en América hablamos castellano— seguramente se vería disminuida si no fuera por esa cualidad que ha hecho de su poesía algo así como una radiante continuación de su prosa. Si en ambas alienta la misma esencia filosófica que se regocija en las posibilidades de la declinación del solipsismo, si ambas han abrevado sabiamente en los manantiales del obispo Berkeley y en las posibilidades de la conjetura metafísica, su poesía, sobre todo, sintetiza el afán secreto que creo adivinar en esa aventura, o en esa fatalidad que toda su obra ejemplifica. Y es que los dos senderos, aparentemente siempre paralelos de la aventura y el destino no se bifurcan ya sino que se encuentran en la visión de un mundo que conjuga, con una lucidez que sólo la ceguera más diáfana puede dar a las palabras (que son esencialmente hechos mentales) la dicción con la que el héroe y el artesano las profieren.

Lo que más amo en Borges es su rebuscada condición de ciego; esa condición que él válidamente atribuye al destino y que yo, válidamente también, atribuyo a la voluntad. Y es que la ceguera de Borges es, parafraseando a Buffon, el estilo de Borges; un es- tilo que sólo se ramifica hacia el pasado de nuestras letras en la obra del improbable Groussac, el otro Borges que merodea la biblioteca imposible y ficticia, tan ficticia como su ceguera y la ceguera del otro Borges. Amo en la condición real de Borges la increíble desenvoltura y la modestia del artesano y del músico que en él alientan. ¿Acaso, por encima de su aparente melofobia, no es Borges el que mejor ha comprendido lo que “música verbal” significa? Imagino a Jorge Luis empecinado en una tarea similar a la de Händel en Londres: enceguecido viendo lo que escucha.

Me gusta también su primera noción de muerte; una noción de muerte sin fin que se verá claramente realizada en otros poemas como “La noche que en el sur lo velaron”. Una muerte que es como la vaga continuidad de la vida, sólo que en un ámbito más inclemente, más esfuminado de brumas grises y que recuerda los neblinosos páramos y marismas del Beowulf. El poema “El general Quiroga va en coche al muere” ilustra la persistencia de la vida más allá del umbral tremebundo en el que los demás, y no el poeta, suponen el acontecimiento de graves modificaciones:

…se presentó al infierno que Dios le había marcado
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de hombres y de caballos.

Como si quisiera decir que los héroes saben trasponer el umbral sin la necesidad de cambiarse de traje y que las mismas botas sirven para salvar los mismos precipicios. Los hiatos y las sinalefas, en los que nuestra habla es tan sabia, crean un ritmo de cabalgata y de Wagner.

Y ese umbral definido entre un ámbito y otro. El de la muerte. Muy claro. Casi perfecto si no fuera por la paradoja que implica.

¿Quién escribió el “Poema conjetural”? ¿Borges? ¿Groussac? ¿Laprida? Es claro que alguno de los tres ha dado por descontada la escritura que lo concreta ya que “…el poema concluye —como dice Borges— porque la conciencia del protagonista concluye…” y evidentemente no concluye, puesto que agrega: “…o sigue acaso en otro mundo que no conocemos”. ¿En nombre de quién está hablando Borges si el mundo en el que el poema está escrito nos es desconocido, a nosotros, a él? Seguramente en nombre de Laprida, que también, como Othello y Lear son Shakespeare, es ese Borges que también ¿por qué no? es Groussac, el otro Borges. Se trata en todo caso de un poema escrito en el umbral preciso.

A mí también se me hace un cuento que empezó Buenos Aires, porque por el mito que es el fundamento de todo cuento, también juzgo este hecho que el cuento y el mito y el poema nos narran, la historia de una cosa tan eterna como el agua y el aire. No me extraña que Borges vea “como ajeno” este poema que hubiera concretado una mitología a la que todos aspiramos. Todo es real o irreal, pero no hay condiciones intermedias. Borges, ese habitante sempiterno de los umbrales que definen un algo de otro algo, lo sabe mejor que nadie. No hay penumbra; sólo hay mediodía y noche. Lo demás, lo gris, es la indefinida invención de los poetas. Todo, en ese orden de cosas, es mitológico. Este poema vale, y mucho, porque es la voz del Borges que habló en otro tiempo. Más tarde, pienso que las milongas, algunas de sus narraciones realistas como “Emma Zunz” o de sus narraciones metafísicas como “El Aleph” o “El Zahir”, habrán de concretar la imagen que a base de la ficción de los tangos y las bellas mentiras nos habremos hecho de la Boca o de las porterías de la calle Pellegrini. Pero ahora aquí, ante la voz de Borges, es preciso solamente invocar un destino más alto a nuestra historia y que toda la de América se confundiera con el origen del Buenos Aires inventado por Borges. Claro que es cuento eso de la fundación de las ciudades. ¿Cómo, sin un cuento, se puede fundar una ciudad? ¿Cómo, sin un mito —es decir, sin una palabra, sin esa mentira que es siempre la narración de un mito— podríamos poner la primera piedra o cavar la primera zanja?

Yo creo que La fundación mitológica de Buenos Aires es a Buenos Aires lo que correlativamente Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad es al hombre y al río. La dicotomía entre el día y la noche y la presencia cuya sola evidencia es el chisporroteo y el humo del cigarro (ese cigarro que puso en entredicho la posibilidad de la duración de la velada en que alguien, como ese alguien que dirime la batalla de Junín así, banalmente, en una esquina, narró la historia de Lord Jim) dan buena cuenta de toda la luz que hay en el universo y de esas constantes que en la medición del tiempo de Borges son siempre el punto, el inexplicable punto de la geometría en el que todos los tiempos confluyen para volverse en un instante un solo tiempo, y la línea que es expresión de una continuidad infinita: el tiempo. Porque el punto es el hombre. Esa prolongación de la obra narrativa de Borges que con tanta claridad se manifiesta en su poesía seguramente en ninguno de sus poemas se da tan evidentemente como en “El Golem”. En verso o en prosa Borges es el cronista que está situado en el umbral: a la vez en el tiempo que es irreal y en el espacio del mundo que es real. Este poema apunta ya hacia la obsesión matemática de Borges cuando plantea con una perspicacia maliciosa las consecuencias del concepto serie dentro de un estadio estrictamente lírico y además confronta la subjetividad de los tres términos iniciales de la serie: el Golem, el rabino Judá León y Dios a la interminable longitud de nuestra propia subjetividad, dejando en un suspenso inquietante lo que pudiera ser el término que resuelve el círculo. ¿Es Dios quien ha escrito el poema? ¿Es el rabino? ¿Es Borges? En este poema se plantea de una manera gráfica, es decir, ilustrada por una metáfora, la quintaesencia de un problema que absorberá a Borges a lo largo de toda su obra: el problema del infinito. Es un infinito que, como en el texto que dedica a la memoria de Lugones, es capaz, sometido a las transformaciones del lenguaje, de jugar misteriosos juegos con el tiempo en el que transcurren los sueños: “Y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos…” y el umbral que separa la realidad de la otra realidad del hecho soñado se volverá tan amplio que la eternidad misma cabrá dentro de él.

Este orden de fabulaciones seguramente encuentra su expresión más cabal en el texto Borges y yo que parece resumir con una gran perfección no sólo toda la “metafísica del espejo” en la que Borges ha incurrido obsesivamente, sino también su filosofía literaria. En primer lugar se trata de un texto escrito empleando una invención que pone de manifiesto el carácter de indeterminación del escritor ante la realidad: la doble primera persona, o la primera persona que participa de dos condiciones pronominales simultáneamente: “No sé cuál de los dos escribe esta página”, dice al final del texto después de haber definido, líneas más arriba, al Borges artesano de la literatura y al Borges sometido a un destino íntimo de disolución en su propia literatura que es la obra del Borges a quien, al fin de cuentas, todo le habrá cedido; porque la relación entre ellos es la de las redomas alquimísticas que ilustran ese principio de conservación del yo que hace posible que un hecho pueda ser siempre disminución e incremento, pérdida y ganancia, realidad y reflejo ante el espejo, a la vez.

Por eso también nos dice que las milongas que escribió se compusieron solas; es decir, dentro de esa soledad en la que nace la poesía épica, y no es impropio agregar que la patria de Borges ha prodigado en las letras ese sentimiento que propicia el nacimiento de las leyendas. La obra de Borges, en muchas de sus manifestaciones más claras, invoca la leyenda de Martín Fierro y el tono, sobre todo, de estas composiciones evoca radiantemente el otro tono de aquel gran poema con las constantes del pensamiento borgesco que siempre aluden al tiempo y a su consumación en un espacio; es decir, al destino:

El destino no hace acuerdos
y nadie se lo reprocha.

En la “Milonga de Jacinto Chiclana” se repite, en un nivel vernáculo del habla, el mismo hecho que Borges nos narra en “El Golem”: la construcción de un personaje a partir del principio vital que entraña el nombre. Unas palabras escuchadas al azar sirven para formular la leyenda:

…alguien dejó caer el nombre
de un tal Jacinto Chiclana.
Algo se dijo también
de una esquina y de un cuchillo…

En estos versos están dados los elementos esenciales del drama a partir de los cuales Borges inventará los hechos que para él, íntimamente, se resuelven en una conjetura; es decir, en una leyenda concebida a posteriori:

Sólo Dios puede saber
la laya fiel de aquel hombre;
señores, yo estoy cantando
lo que se cifra en el nombre

que ciertamente glosa los primeros versos de “El Golem”:

El nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo…

que son a su vez como la antífona conceptual de las palabras de Julieta:

What’s in a name? That which we call a rose
By any other name would smell so sweet…

Y así como el muñeco animado del rabino se sustentaba de la potencia de su nombre, el personaje de la milonga alienta a partir de las palabras “Jacinto Chiclana” que “en una noche lejana…” alguien dejó caer en Balvanera.

Aparte del sentido de la muerte me interesa deducir de “La noche que en el sur lo velaron” la última conclusión que acerca de la argentinidad de Borges se puede sacar de

… y somos desganados y argentinos en el espejo…

y deducir también la mítica condición de argentinidad de Borges ante esa alternativa más grave todavía que la muerte: el espejo. Yo encuentro que hay en este poema como un eco de las palabras altísimas, por devotas, de López Velarde y que hay también resabios de Spinoza y de Pascal, pero la inteligencia no me basta para descifrar esa gran melancolía que emana de todos los suaves y bellos lugares comunes con los que Borges define, muy precisamente, el lugar —más común que todos— que la muerte desocupa y la enunciación precisa de esa palabra con la que los dolientes desnombran al muerto: el increíble, lo que no se sabe. Y es que la melancolía, la nostalgia que ocupa el espacio que la muerte desocupa, por ser indefinible e indescifrable es nada más y plenamente lo que la palabra y el nombre colman como espacio: algo desocupado por la vida, algo que está desocupado por algo; es decir, el espacio que sólo por estar deshabitado, inocupado, es eso: espacio. El espacio siempre ha sido una de las grandes preocupaciones de Borges. Al espacio están referidas sus mejores narraciones, pues ¿qué es “El Aleph” sino una fábula acerca de un espacio capaz de conjugar todos los tiempos en el instante presente?, ¿y qué es “El Zahir” sino la posibilidad de un tiempo capaz de conjugar un número infinito de espacios en la dimensión obsesiva de la memoria personal, en el hecho concreto de una moneda mellada? Todo lo que cabe en un puño o en un recuerdo casual: el espacio que ocupa un hombre en la dimensión de una identidad; la interrogación que se reúne en torno de lo que no se sabe y que así se nombra: el Muerto.

—hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros—

que luego ya nada y todo significan de lo que la muerte significa. Yo creo que “La noche que en el sur lo velaron” es un poema acerca del espacio; el más explícito y el más solemne que Borges ha escrito acerca de esa dimensión, una entre tantas, que nos define como materia sensible y como milagro de la percepción; ese milagro que siempre es privilegio, no de la vista, sino de la memoria que lo guarda como

…un recuerdo más para el tiempo

y al margen ya, para siempre de

…la prolijidad de lo real

que lo desdibuja de la memoria de los hechos sensibles para inscribirlo en el registro de la melancolía y de la tristeza.

La angustia que define la concepción heráclitea del mundo, con la pesada carga de imposible que arroja desde hace tres milenios como un fardo terrible sobre los hombros de la humanidad se expresa, un poco también como milonga —cuando menos en un tono similar— en el prodigioso poema “Límites”. Si el lenguaje se fuerza en expresar la atmósfera desolada y apenas soleada del doliente que al amanecer regresa del velorio de “La noche que en el sur lo velaron”, el tono en “Límites” es a la vez el de Spinoza y el de los barrios de Buenos Aires que ya sabemos imaginar gracias a Dios, al recuerdo ficticio y a la poesía de Borges. Otro pequeño poema, perteneciente al Museo, habrá de plantear la misma cuestión a la inversa, como si estuviera vista en un espejo. Si en “Límites” ya todas las cosas han sucedido, en Le regret d’Héraclite la única cosa que importa no sucederá jamás. Si en “Límites” todas las cosas no han acontecido todavía, en Le regret d’Héraelite han sucedido ya todas las cosas menos una; la única que es importante: el desfallecimiento de Matilde Urbach. El río del pequeño poema apócrifo no habrá de llegar hasta donde nosotros estamos porque quizás el enamorado de Matilde Urbach es el río mismo y no el héroe que se lamenta de esa suerte que ya nunca le habrá acontecido; un río que fluye circularmente sin pasar debajo del puente donde él espera la realización del imposible, de ese amor que a él lo convierte en la expresión circular del imposible; un círculo cuyo centro no está en ninguna parte y cuya circunferencia está en todas; al revés que el dios definido por Pascal. Yo no sé si “Límites” expresa el destino, del que Borges tiene tanta conciencia, o el imposible; o si expresa ambos a la vez, pero en él está definitivamente precisado el rasgo que con mayor profundidad caracteriza el pensamiento del poeta: una fuerza que es a la vez capaz de subyugar la furia del imposible mediante los procedimientos de una metafísica que obra callada pero esplendorosamente dentro de la realidad y cuyo ejemplo más perfecto es el procedimiento que “El Aleph” ilustra y una sumisión, también total como la potencia de la mente, a los imperativos de una realidad que siempre, por presente y por prolija nos es y le es totalmente ajena, como la de “La Biblioteca de Babel”, y nos es y le es totalmente presente como manifestación de esa imposibilidad que es la única que el lenguaje es capaz de expresar diáfanamente: la de sí misma. Y es que sobre las palabras con las que nos lo dice está obrando ya la fuerza de una fatalidad que conjuga los tres momentos que sirven para esclarecer la vida personal del poeta: el espacio, el tiempo y Borges que lo dejan abandonado a su propia esencia, la esencia del otro Borges, el definitivo y definido que se queda.

El carácter barroco con que a sí mismo se ha definido tangencialmente Borges en el prefacio de Ficciones se evidencia abrumadoramente en algunos de los especímenes de su museo literario y resalta particularmente “Del rigor de la ciencia”, en el que mediante un juego conceptuoso de invenciones consigue confundir objeto y sujeto, imagen y forma, creando con ello una inquietante paradoja que desdice de la definición, precaria ciertamente, que separa la realidad de la imaginación. En Le regret d’Héraclite la condición del imposible otra vez, como en “Límites”, constata una fatalidad que ya se ha realizado o que no se realizará jamás. Es decir, una eternidad que ya está en curso de no agotarse.

“El poema de los dones” resume toda la obra y las aspiraciones de Borges y nos lo representa irónicamente confundido con su destino hecho de otredades, de sueños y de obsesiones.

La voluntad con la que ese destino se entrevera, como en la urdimbre en la que se traman y se destraman las personalidades de Groussac, su constante arquetipo, y del otro Borges que lo redime y lo vierte a la escritura, con la fatalidad que han querido darle “… a la vez los libros y la noche”. Pero porque en ello ha obrado tan claramente la voluntad de Borges, el poeta nos exige que no rebajemos el poema ni la vida, que son la misma cosa, a la infamia de una lamentación. La misma disyuntiva que en Borges y yo desconocía el origen de la obra que Borges había creado vuelve a plantearse exactamente igual cuando se pregunta nuevamente

¿Cuál de los dos escribe este poema…?

Pero Borges parece haber encontrado la respuesta:

¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Considerada sobre el trasfondo de las bibliotecas y de los inquietantes paraísos que Borges ha inventado a lo largo de su obra, queda pues la palabra con que las visiones han sido evocadas. El lenguaje de Borges representa la penetración en un nivel en el que lo abstracto se hace visible. Es ésta la más alta posibilidad de un lenguaje que en todo momento está encaminado a la invención que, también, es la más prodigiosa y la más difícil de las tareas poéticas. La obra de Borges, como la de los enciclopedistas de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” es la vasta reseña de una civilización ficticia y mental; su poesía, como el trozo de metal de su relato, el hecho que constata la certidumbre de su existencia.






La herida de Babel*

CARLOS FUENTES

Crecí en la tensión entre las lenguas española e inglesa. El español era la lengua de mi familia mexicana. El inglés, la de mi escuela primaria en Washington, donde mi padre era consejero de la embajada de México durante los años del Nuevo Trato. Pero el español, de nueva cuenta, era la lengua de mis estudios de verano en la ciudad de México, adonde era enviado todos los años, al cuidado de mis abuelas, para que no olvidara el castellano. En el siguiente puesto diplomático de mi padre, Santiago de Chile, el español era la lengua tanto de la poesía como de la política, pero yo fui enviado a The Grange, uno de los grandes colegios ingleses de Chile. De un lado, Neruda y el Frente Popular; del otro, nuestra mini Britannia escolar al pie de los Andes; gorras y corbatas institucionales, cricket y rugby, blazers, avena para el desayuno y noticias sobre las victorias de Montgomery en Noráfrica.

En 1943, mi padre fue trasladado a Buenos Aires con la misión poco envidiable de empujar a la junta militar argentina hacia la declaración de guerra contra el Eje. Misión imposible. Argentina sólo declaró la guerra la víspera de la victoria aliada en Europa, a fin de no quedarse fuera de las Naciones Unidas. Pero durante todo un año maravilloso, yo no fui a la escuela. Ello se debió a dos razones. Mi familia debía estar preparada para salir de la Argentina en cualquier momento. Y el novelista Hugo Wast, nombrado ministro de Educación por la junta, le había impuesto un sello fascista a la instrucción pública. Esto me pareció repelente: yo provenía del México de Cárdenas, los EUA de Roosevelt y el Frente Popular chileno.

El coronel Perón, ministro del Trabajo, esperaba en las sombras, pero yo obtuve un año de gracia para pasearme en el sol y bajo las estrellas, por las calles de Buenos Aires, enamorarme de esa ciudad a la que quiero, quizás más que a otra cualquiera, y enamorarme de lo que en ella encontré: el tango, las mujeres y Jorge Luis Borges.

Mi primer libro de Borges lo compré en la librería El Ateneo en la calle de Florida, una librería olorosa a madera barnizada y piel de vaca, pues los editores argentinos a veces usaban a las reses como cobertura de sus libros. Mi vida cambió. Aquí estaba, al fin, la conjunción perfecta de mi imaginación y mi lengua, excluyente de cualquier otra lengua pero incluyente de todas las imaginaciones posibles. Leyendo sus cuentos, descubrí para mí mismo, mediante ese descubrimiento personal que ocurre con paralelismo a toda verdadera lectura, que el español era realmente mi lengua porque yo soñaba en español. Me di cuenta de que nunca había tenido (ni he tenido, ni tendré) un sueño en inglés.

A este descubrimiento siguió la convicción de que sólo podía amar en español (sin importar la lengua del ser amado: complicación inevitable) y, finalmente, de que sólo podía insultar en español: los insultos en las demás lenguas me son indiferentes; en español, son como banderillas… Borges me dio mis sueños en castellano con una intensidad tal, y tan íntimamente asociada a Buenos Aires, sus calles, sus alarmas transitorias, su pulso de crucero, que en ese instante decidí las siguientes tres cosas:

Primero, que sería escritor en la lengua española, no sólo porque soñaba y mentaba madres y hacía el amor en español, sino porque Borges me hizo sentir que escribir en español era una aventura mayor, e incluso un mayor riesgo, que escribir en inglés. La razón es que el idioma inglés posee una tradición ininterrumpida, en tanto que el castellano sufre de un inmenso hiato entre el último gran poeta del Siglo de Oro, que fue una monja mexicana del siglo xvii, sor Juana Inés de la Cruz, y el siguiente gran poeta que fue un nicaragüense andariego de fines del siglo xix, Rubén Darío, y una interrupción todavía mayor entre la más grande novela, la novela fundadora del Occidente, Don Quijote, publicada en 1605, y los siguientes grandes novelistas, Galdós y Clarín, en el siglo xix.

Borges abolió las barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia adelante con un sentimiento de poseer más de lo que habíamos escrito; es decir, todo lo que habíamos leído, de Homero a Milton y a Joyce. Acaso todos, junto con Borges, eran el mismo vidente ciego.

Borges intentó una síntesis narrativa superior. En sus cuentos, la imaginación literaria se apropió todas las tradiciones culturales a fin de darnos el retrato más completo de todo lo que somos, gracias a la memoria presente de cuanto hemos sido. La herencia musulmana y judía de España, mutilada por el absolutismo monárquico y su doble legitimación, la fe cristiana y la pureza de la sangre, reaparecen, maravillosamente frescas y vitales, en las narraciones de Borges. Seguramente, yo no habría tenido la revelación, fraternal y temprana, de mi propia herencia sefardita y árabe, sin historias como “En busca de Averroes”, “El Zahir” y “El acercamiento a Al-Mutásim”.

Mi segunda decisión fue la de nunca conocer personalmente a Borges. Decidí cegarme a su presencia física porque quería mantener, a lo largo de mi vida, la sensación prístina de leerlo como escritor, no como contemporáneo, aunque nos separasen cuatro décadas entre cumpleaño y cumpleaño. Pero cuatro décadas, que no son nada en la literatura, sí son mucha vida. ¿Cómo envejecería Borges, tan bien como algunos, o tan mal como otros? A Borges yo lo quería sólo en sus libros, visible sólo en la invisibilidad de la página escrita, una página en blanco que cobraría visibilidad y vida sólo cuando yo leyese a Borges y me convirtiese en Borges…

Y mi tercera decisión fue que, una noche como ésta, me pondría de pie ante un público tan distinguido como el que hoy se reúne en la Sociedad Anglo Argentina de Londres, a fin de confesarle mi confusión al tener que escoger sólo uno o dos aspectos del más poliédrico de los escritores, consciente, como lo estamos ustedes y yo, de que al limitarme a un par de aspectos de su obra, por fuerza sacrificaré otros que, acaso, son más importantes. Aunque quizás pueda reconfortarnos la reflexión de Jacob Bronowsky sobre el ajedrez: las movidas que imaginamos mentalmente y luego rechazamos son parte integral del juego, tanto como las movidas que realmente llevamos a cabo. Creo que esto también es cierto de la lectura de Borges.

Pues en verdad, el repertorio borgiano de lo posible y lo imposible es tan vasto, que se podrían dar no una sino múltiples lecturas de cada posibilidad o imposibilidad de su canon.

Borges el escritor de literatura policiaca, en la cual el verdadero enigma es el trabajo mental del detective en contra de sí mismo, como si Poirot investigara a Poirot, o Sherlock Holmes descubriese que él es Moriarty.

Pero a su lado se encuentra Borges el autor de historias fantásticas, iluminadas por su celebrada opinión de que la teología es una rama de la literatura fantástica. Ésta, por lo demás, sólo tiene cuatro temas posibles: la obra dentro de la obra; el viaje en el tiempo; el doble, y la invasión de la realidad por el sueño. Lo cual me lleva a un Borges dividido entre cuatro:

  1. Borges el soñador despierta y se da cuenta de que ha sido soñado por otro.
  2. Borges el metafísico crea una metafísica personal cuya condición consiste en nunca degenerar en sistema.
  3. Borges el poeta se asombra incesantemente ante el misterio del mundo, pero, irónicamente, se compromete en la inversión de lo misterioso (como un guante, como un globo), de acuerdo con la tradición de Quevedo: “Nada me asombra. El mundo me ha hechizado”.
  4. Borges el autor de la obra dentro de la obra es el autor de Pierre Menard que es el autor de Don Quijote que es el autor de Cervantes que es el autor de Borges que es el autor de dos cuentos esenciales: El cuento del viaje en el Tiempo y el cuento del Doble.

Uno, “El viaje en el tiempo”, ocurre no en uno, sino en múltiples tiempos, el jardín de senderos que se bifurcan, “infinitas series de tiempo… una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. “No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos…”

Y finalmente, el cuento del Doble.

“Hace años —escribe Borges y acaso escribo yo— yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas”, escribe él, escribo yo y escribimos los dos, Borges y yo, infinitamente: “No sé cuál de los dos escribe esta página”.

Es cierto: cuando Borges escribe esta célebre página, Borges y yo, el otro Borges es otro autor —la tercera persona, él— pero también es otro lector —la primera persona, yo— y el apasionado producto de esta unión sagrada a veces, profana otras, eres Tú, el Lector.

Extremos de América

De esta genealogía inmensamente rica de Borges como soñador, metafísico, doble, viajero temporal y poeta, escogeré para empezar el tema más humilde del libro, el pariente pobre de esta casa principesca: Borges el escritor argentino, Borges el escritor latinoamericano, Borges el escritor urbano latinoamericano. Ni lo traiciono ni lo reduzco. Estoy perfectamente consciente de que quizás otros asuntos son más importantes en su escritura que la cuestión de saber si en efecto es un escritor argentino, y de ser así, cómo y por qué.

En todo caso, quizá este arranque modesto sea la vía más segura para llegar al tema mayor de Borges: la defensa de la imaginación parcial contra el absolutismo filosófico.

Lo que propongo en este ensayo es un periplo que siga el del propio Borges, de su situación argentina, al descubrimiento, a través de ella, de la historia como ausencia, a la necesidad de imaginar esa ausencia mediante ficciones, a la elaboración de una aparente metafísica del relato que al cabo es herida por los accidentes de un lenguaje lúdico, humorístico, irónico, que impide al pensamiento instalarse, autoritariamente, como un absoluto.

De regreso a la tierra, Borges nos deja, así, un precioso instrumento relativista, de comunicación narrativa que llena tiempos y espacios de aquella ausencia, pero que también los hace compartibles por la presencia —abundante, excesiva, a veces barroca— de otras culturas del Nuevo Mundo.

Toda vez que se trata de un tema que preocupó al propio Borges (testigo: su célebre conferencia sobre El escritor argentino y la tradición) quisiera acercarme a Borges ahora que los linajes más virulentos del nacionalismo han sido eliminados del cuerpo literario de América Latina, a través de unas palabras que él escribió hace unos cincuenta años: “Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina”.

Junto con él, creo que lo mismo puede decirse de mi propia tradición mexicana. Pero ello me lleva, asimismo, a reflexionar brevemente sobre las diferencias entre nuestros dos países, México y Argentina, “extremos de América”, para parafrasear a Daniel Cosío Villegas.

México me hace, como escritor, sentirme apoyado por la riqueza del pasado indígena y colonial. En México puedo evocar instantáneamente la pirámide de Chichén Itzá y los espantosos encantos de la diosa Coatlicue, junto con los esplendores barrocos de Santo Domingo en Oaxaca o El Rosario en Puebla.

En Argentina, circundado por la llanura chata e interminable, el escritor sólo puede evocar el solitario árbol del ombú. Borges inventa por ello un espacio, el Aleph, donde pueden verse, sin confundirse, “todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”.

Yo puedo hacer lo mismo en la capilla indobarroca de Tonantzintla, sin necesidad de escribir una línea.

Borges debe inventar el jardín de senderos que se bifurcan, donde el tiempo es una serie infinita de tiempos. Yo puedo mirar eternamente el calendario azteca en el Museo de Antropología de la ciudad de México hasta convertirme en tiempo —pero no en literatura—.

Y sin embargo, a pesar de estas llamativas diferencias, los mexicanos y los argentinos compartimos, por lo menos, un lenguaje y un ser dividido, un doble dentro de cada nación o, para parafrasear a Disraeli, las dos naciones dentro de cada nación latinoamericana y dentro de la sociedad latinoamericana en su conjunto, del río Bravo al estrecho de Magallanes.

Dos naciones, urbana y agraria, pero también real y legal. Y entre ambas, a horcajadas entre la nación real y la nación legal, la ciudad, partícipe así de la cultura urbana como de la agraria. Nuestras ciudades, compartiendo cada vez más los problemas de la modernidad crítica, pero intentando resolverlos con una imaginación literaria sumamente variada, de Gonzalo Celorio y Sealtiel Alatriste en México a Nélida Piñón en Brasil a Rafael Moreno Durán en Colombia a Antonio Skármeta en Chile a Héctor Libertella en Argentina.

Sin embargo, les ruego considerar que casi todos los proyectos de salvación del interior agrario —la segunda nación— han provenido de la primera nación y sus escritores urbanos, de Sarmiento en Argentina a Da Cunha en Brasil a Gallegos en Venezuela. Cuando, contrariamente, tales proyectos han surgido, como alternativas auténticas, de la segunda nación profunda, la respuesta de la primera nación centralista ha sido la sangre y el asesinato, de la respuesta a Túpac Amaru en el Alto Perú en el siglo XVIII, a la respuesta a Emiliano Zapata en Morelos en el siglo XX.

Consideremos entonces a Borges como escritor urbano, más particularmente como escritor porteño, inscrito en la tradición de la literatura argentina. Es natural y paradójico que el país donde la novela urbana latinoamericana alcanza su grado narrativo más alto sea Argentina. Obvio, natural y paradójico. Después de todo, Buenos Aires es la ciudad que casi no fue: el aborto virtual, seguido del renacimiento asombroso. Como lo relato en El espejo enterrado, la fundación original por Pedro de Mendoza en 1536 fue, como todos saben, un desastre que acabó en el hambre, la muerte y, dicen algunos, el canibalismo. El cadáver del fundador fue arrojado al Río de la Plata. La segunda fundación en 1580 por Juan de Garay le dio a la ciudad, en cambio, una función tan racional como insensata fue la primera. Ahora, la ciudad diseñada a escuadra se convirtió en centro ordenado de la burocracia y el comercio, eje del trato mercantil entre Europa y el interior de la América del Sur. ¿Dónde empieza la ciudad comercial y termina la ciudad caníbal? ¿Cuál es la frontera entre la razón y el sueño?

Buenos Aires es un lugar de encuentros. El inmigrante del interior llega buscando trabajo y fortuna, igual que el inmigrante de las fábricas y los campos de la Europa decimonónica. En 1869, Argentina tiene apenas dos millones de habitantes. Entre 1880 y 1905, casi tres millones de inmigrantes entran al país. En 1900, la tercera parte de la población de Buenos Aires ha nacido en el extranjero.

Pero una ciudad fundada dos veces debe tener un doble destino. Buenos Aires ha sido una ciudad de prosperidad y también de carencia, ciudad auténtica y ciudad enmascarada, que a veces sólo puede ser auténtica convirtiéndose en lo que imita: Europa. ¿Dónde termina la ciudad salvaje y empieza la urbe civilizada? ¿Cuál es la frontera entre Europa y América?

Y sobre todo, ciudad, simultáneamente, de poesía y de silencio. Dos inmensos silencios se dan cita en Buenos Aires. Uno es el de la pampa sin límite, la visión del mundo a un perpetuo ángulo de 180°. El otro silencio es el de los vastos espacios del Océano Atlántico. Su lugar de encuentro es la ciudad del Río de la Plata, clamando, en medio de ambos silencios: Por favor, verbalícenme. ¿Dónde termina el silencio, dónde comienza la voz? Martín Fierro, Carlos Gardel, Jorge Luis Borges son, todos ellos, respuestas a esta pregunta, proyecto compartido de la nación agraria, la nación urbana y las orillas de ambas.

Construida sobre el silencio, Buenos Aires se convierte en una ciudad edificada también sobre la ausencia, respondiendo al silencio pero fundada en la ausencia. ¿Puede el lenguaje suplir la ausencia? Para responder, intentaré unir estos temas: ciudad, ausencia y lenguaje en la literatura argentina.

Desaparecidos

Buenos Aires ha sido (o parecido ser) la ciudad más acabada de América Latina, la más candente de su urbanidad, la ciudad más citadina de todas, sobre todo si se le compara con el caos permanente de Caracas, la gangrena de Lima o la mancha en expansión de México… Pero la idea misma de la mancha nos remite a otra cosa que compartimos mexicanos y argentinos: la lengua castellana, la lengua de La Mancha. Escritores en español, ciudadanos de La Mancha, habitantes del reino de Cervantes, todos somos escritores maculados y portamos las manchas mestizas y migratorias de América, el continente donde todos llegamos de otra parte.

El viejo chiste dice que los mexicanos descienden de los aztecas y los argentinos de los barcos (otro chiste añade: Este hombre es guapo como un mexicano y modesto como un argentino). Pero la verdad de ambas bromas es que un mexicano no se asombra nunca de su pasado indígena, en tanto que un argentino se asombra menos de su descendencia italiana o española que de su ausencia indígena o, como lo escribe César Aira en su magistral novela El vestido color de rosa: “Los indios, bien mirados, eran pura ausencia, pero hecha de una calidad exclusiva de presencia. De ahí el miedo que provocaban”.

La evidencia de la ciudad argentina en obras de diseño y temática clásicamente urbanos, como el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, las novelas de Eduardo Mallea o los psicodramas coloridos y altamente evocadores de Ernesto Sábato, ofrecen menos contraste para entender la relación entre ciudad, historia y ficción, que otras obras argentinas marcadas por lo que yo llamaría una ausencia radical. Éstas son visiones de una civilización ausente, capaces de evocar un devastador sentimiento de vacío, una suerte de fantasma paralelo que sólo habla en nombre de la ciudad a través de su espectro, su imposibilidad, su contrariedad. Buenos Aires, escribió Ezequiel Martínez Estrada, es la cabeza de Goliat con el cuerpo de David, que es Argentina. Mucha ciudad, poca historia, ¿cuánta realidad?

Veamos las respuestas de dos o tres generaciones: La de los contemporáneos de Borges, Bioy Casares y Bianco; la de los escritores más jóvenes que sufrieron bajo las dictaduras recientes, y la de un escritor intermedio entre ambos, Julio Cortázar, antes de regresar a nuestro tema, Borges mismo.

Ya indicaba, en Valiente Mundo Nuevo: Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, que en La invención de Morel Adolfo Bioy Casares presenta la ausencia mediante un artefacto mental o científico, un aparato implacable, una especie de máquina imposible, como en las caricaturas de Rube Goldberg, cuya dimensión metafísica, no obstante, es funcionar como una memoria de devastadores reconocimientos primigenios, aunque su función científica, acaso, sea la de predecir (en 1941) la holografía láser. Se trata, al cabo, del reconocimiento del otro, el compañero, el amante, el enemigo, o yo mismo, en el espejo de la invención. En Sombras suele vestir de José Bianco, la ausencia es una realidad paralela, espectral y profundamente turbadora, porque carece de la finitud de la muerte. Bianco nos introduce magistralmente en una sospecha: la muerte no es el final de nada.

No la muerte, sino una ausencia mucho más insidiosa, la de la desaparición, encuentra su resonancia contemporánea más trágica en las novelas de David Viñas, Elvira Orphée, Luisa Valenzuela, Daniel Moyano y Osvaldo Soriano. En ellos, asistimos a la desaparición, no del indio, no de la naturaleza, sino de la ciudad y sus habitantes: desaparece la cabeza de Goliat pero arrastra con ella a todos los pequeños honderos entusiastas, los davidcitos que no tienen derecho a la seguridad y al confort modernos, pero tampoco a la libertad y a la vida. La metrópoli adquiere la soledad de los llanos infinitos. La ciudad y sus habitantes están ausentes porque desaparecen y desaparecen porque son secuestrados, torturados, asesinados y reprimidos por el aparato demasiado presente de los militares y la policía. La ausencia se convierte así en hecho a la vez físico y político, trascendiendo cualquier estética de la agresión. La violencia es un hecho.

El más grande novelista urbano de Argentina, Julio Cortázar, previó la tragedia de los desaparecidos en su novela Libro de Manuel, en el que los padres de un niño por nacer le preparan una colección de recortes de prensa con todas las noticias de violencia con la que tendrá que vivir y recordar al nacer.

Cortázar es quien más generosamente llena la ausencia de la Argentina en Rayuela. En ella, el autor construye una anticiudad, hecha tanto de París como de Buenos Aires, cada una completando la ausencia de la otra. De esta antimetrópoli fluyen los antimitos que arrojan una sombra sobre nuestra capacidad de comunicarnos, escribir o hablar de la manera acostumbrada. El lenguaje se precipita, hecho pedazos. En él, Cortázar observa la corrupción de la soledad convirtiéndose en violencia.

El concepto ferozmente crítico y exigente que Cortázar se hace de lo moderno se funda en el lenguaje porque el Nuevo Mundo es, después de todo, una fundación del lenguaje. La utopía es el lenguaje de otra ausencia, la de la vinculación entre los ideales humanistas y las realidades religiosas, políticas y económicas del Renacimiento. Con el lenguaje de la utopía, Europa traslada a América su sueño de una comunidad cristiana perfecta. Terrible operación de transferencia histórica y psicológica: Europa se libera de la necesidad de cumplir su promesa de felicidad, pero se la endilga, a sabiendas de su imposibilidad, al continente americano. Como la felicidad y la historia rara vez coinciden, nuestro fracaso histórico se vuelve inevitable. ¿Cuándo dejaremos de ser un capítulo en la historia de la felicidad humana, no para convertirnos, fatalmente, en un capítulo de la infelicidad, sino en un libro abierto del conflicto de valores que no se destruyen entre sí, sino que se resuelven el uno en el otro?

Una posible respuesta es la de la literatura: intentemos, sin engaños, crear universos verbales en los que la palabra adquiera plenitud de significados; seamos fieles a la palabra escrita y quizás aprenderemos a serlo a la palabra dicha —dichosa palabra— y enseguida a los actos que la acompañan. No hay literatura sin palabra. ¿Puede haber sociedad o civilización, ciudad, polis, política, mudas?

Esta exigencia, compartida por escritores como Sarduy, Pacheco, Aguilar Camín y Bryce Echenique, Elena Poniatowska y Rosario Ferré, se ha convertido en parte de la tradición literaria hispanoamericana.

Sostengo, sin embargo, que todos estos linajes, en su modo moderno, se originan en Borges y, me atrevo a creer, en sólo una breve narración llamada “La muerte y la brújula” donde, en pocas páginas, el autor logra entregarnos una ciudad del sueño y la muerte, de la violencia y la ausencia, del crimen y la desaparición, del lenguaje y el silencio…*

¿Cómo lo hace? Quisiera detenerme brevemente en este cuento.

“La muerte y la brújula”

Borges ha descrito a la muerte como la oportunidad de redescubrir todos los instantes de nuestras vidas y recombinarlos libremente como sueños. Podemos lograr esto, añade, con el auxilio de Dios, nuestros amigos y William Shakespeare.

Si el sueño es lo que, al cabo, derrota a la muerte dándole forma a todos los instantes de la vida liberados por la propia muerte, Borges naturalmente emplea lo onírico para ofrecernos su propia, y más profunda visión, de su ciudad: Buenos Aires. En “La muerte y la brújula”, sin embargo, Buenos Aires nunca es mencionada. Pero —sin embargo seguido— es su más grande y más poética visión de su propia ciudad, mucho más que en cuentos de aproximación naturalista, como “El hombre de la esquina rosada”.

Él mismo nos lo explica diciendo que “La muerte y la brújula” es una especie de pesadilla en la que se hallan elementos de Buenos Aires, pero deformados por la propia pesadilla… “Pese a los nombres alemanes o escandinavos —nos indica— el cuento ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de Colón.” Borges piensa en las casas de campo de Adrogué y las llama Triste-le-Roy. Cuando la historia fue publicada, sus amigos le dijeron que en ella encontraron el sabor de los suburbios de Buenos Aires. Ese sabor estaba allí, dice Borges, porque él no se propuso meterlo allí de la misma manera que El Corán es un libro árabe porque en él no aparece un solo camello.

Borges se abandonó al sueño. Al hacerlo, logró lo que, nos dice, durante años había buscado en vano… Buenos Aires, su ciudad —y la mía—.

Sí, Buenos Aires es lo que había buscado, y su primer libro de poemas nos dice desde el título cómo la había buscado, con fervor, Fervor de Buenos Aires. Pero la realidad de Buenos Aires sólo se ha hecho presente, en la literatura de Borges, mediante un sueño, es decir, mediante la imaginación. Yo también busqué, siendo muy joven, esa ciudad y sólo la encontré, como Borges, en estas palabras de “La muerte y la brújula”: “El tren paró en una silenciosa estación de cargas. (Él) bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres”.

Esta metáfora, cuando la leí, se convirtió en la leyenda de mi propia relación con Buenos Aires: el instante delicado y fugitivo, como diría Joyce, la súbita realidad espiritual que aparece en medio del más memorable o del más corriente de nuestros días. Siempre frágil, siempre pasajera: es la epifanía.

A ella me acojo, al tiempo que, razonablemente, les digo a ustedes que a través de estos autores argentinos, A de Aira, B de Bianco, Bioy y Borges —las tres Bees, aunque no las Tres Abejas— y C de Cortázar, comprendo que la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia.

He dicho en varias ocasiones que la ficción argentina es, en su conjunto, la más rica de Hispanoamérica. Acaso ello se deba al clamor de verbalización que mencioné antes. Pero al exigir palabras con tanto fervor, los escritores del Río de la Plata crean una segunda historia, tan válida, y acaso más, que la primera historia. Esto es lo que Borges logra en “La muerte y la brújula”, obligándonos a adentrarnos más y más en su obra.

¿Cómo procede Borges para inventar la segunda historia, convirtiéndola en un pasado tan indispensable como el de la verdadera o primera historia? Una respuesta inmediata sería la siguiente: al escritor no le interesa la historia épica, es decir, la historia concluida, sino la historia novelística, inconclusa, de nuestras posibilidades, y ésta es la historia de nuestras imaginaciones.

La brillante ensayista argentina Beatriz Sarlo sugiere esta seductora teoría: Borges se ha venido apropiando, sólo para irlas dejando atrás, numerosas zonas de legitimación, empezando con la pampa que es la tierra de sus antepasados: (Una amistad hicieron mis abuelos / con esta lejanía / y conquistaron la intimidad de la pampa); enseguida la ciudad de Buenos Aires: “Soy hombre de ciudad, de barrio, de calle…”, “Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma”. Estas apropiaciones culminan con la invención de las orillas, la frontera entre lo urbano y lo rural que antes mencioné y que le permite a Borges instalarse, orillero eterno, en los márgenes, no sólo de la historia argentina, sino de las historias europeas y asiáticas también, a las que llega como un marginal, un extranjero, un inventor de historias para y desde los márgenes donde se instalan las probables ausencias de todas las historias, en todas partes. Borges extiende la marginalidad a todas las culturas, hermanándolas así con las de Argentina y, por extensión, las de Latinoamérica. Ésta es la legitimación final de la escritura borgiana.

Pero si semejante trayectoria es cierta en un sentido crítico, en otro produce un resultado de coherencia perfecta con la militancia de Borges en la vanguardia modernista de su juventud: el proyecto de dejar atrás el realismo mimético, el folclor y el naturalismo, admitiendo la experiencia literaria marginal en el centro de la narrativa moderna.

No olvidemos que Borges fue quien abrió las ventanas cerradas en las recámaras del realismo plano para mostrarnos un ancho horizonte de figuras probables, ya no de caracteres clínicos. Éste es uno de sus regalos a la literatura hispanoamericana. Más allá de los psicologismos exhaustos y de los mimetismos constrictivos, Borges le otorgó el lugar protagónico a figuras que antes eran decorados, no personajes: al espejo y al laberinto, al jardín y al libro, los tiempos y los espacios.

Nos recordó a todos que nuestra cultura es más ancha que cualquier teoría reductivista de la misma —literaria o política—. Y que ello es así porque la realidad es más amplia que cualquiera de sus definiciones.

Más allá de sus obvias y fecundas deudas hacia la literatura fantástica de Felisberto Hernández o hacia la libertad lingüística alcanzada por Macedonio Fernández, Borges fue el primer narrador de lengua española en las Américas (Machado de Assis ya lo había logrado, milagrosamente, en la lengua portuguesa del Brasil) que verdaderamente nos liberó del naturalismo y que redefinió lo real en términos literarios, es decir, imaginativos. En literatura, nos confirmó Borges, la realidad es lo imaginado.

Esto es lo que he llamado, varias veces, la Constitución borgiana: confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones, creación de un nuevo paisaje sobre el cual construir las casas de la ironía, el humor y el juego, pero también una profunda revolución que identifica a la libertad con la imaginación y que, a partir de esta identificación, propone un nuevo lenguaje.

Una metafísica vulnerada

Digo que Borges convirtió al tiempo y al espacio en protagonistas de sus historias. Pero al hacerlo, nos enseñó a comprender, en primer lugar, la realidad relativista aunque inclusiva del tiempo y el espacio. La ciencia moderna, a partir de Einstein y Heisenberg, nos indica que no puede haber sistemas de conocimiento cerrados y autosuficientes, porque cada observador describirá cualquier acontecimiento desde una perspectiva diferente. Para hacerlo, el observador necesita hacer uso de un lenguaje. Por ello, el tiempo y el espacio son elementos de lenguaje necesarios para que el observador describa su entorno (su “circunstancia” orteguiana).

El espacio y el tiempo son, pues, lenguaje.

El espacio y el tiempo constituyen un sistema descriptivo abierto y relativo.

Si esto es cierto, el lenguaje puede alojar tiempos y espacios diversos, precisamente los “tiempos divergentes, convergentes y paralelos” del “Jardín de senderos que se bifurcan”, o los espacios del “Aleph”, donde todos los lugares son y pueden ser vistos simultáneamente.

De este modo, el tiempo y el espacio se convierten, en las ficciones de Borges, en protagonistas, con los mismos títulos que Tom Jones o Ana Karenina en la literatura realista. Pero cuando se trata de Borges, nos asalta la duda: sus tiempos y sus espacios, ¿son solamente todo tiempo y todo espacio —absolutos— o son también nuestro tiempo y nuestro espacio —relativos—?

Borges, escribe André Maurois, se siente atraído por la metafísica, pero no acepta la verdad de sistema alguno. Este relativismo lo aparta de los proponentes europeos de una naturaleza humana universal e invariable que, finalmente, resulta ser sólo la naturaleza humana de los propios ponentes europeos —generalmente miembros de la clase media ilustrada— o Borges, por lo contrario, ofrece una variedad de espacios y una multiplicación de temas, cada uno distinto, cada uno portador de valores que son el producto de experiencias culturales únicas pero en comunicación con otras. Pues en Europa o en América —Borges y Alfonso Reyes lo entendieron inmediatamente en nuestro siglo, a favor de todos nosotros— una cultura aislada es una cultura condenada a desaparecer.

Borges, Reyes, y antes que ellos Vico, Boturini, Viscardo y Guzmán, Álzate, Molina, Clavijero, Concolorcorvo, Fernández de Lizardi, Sarmiento, Del Valle, Hostos, Montalvo, González Prada, crearon la tradición del ensayo de interpretación cultural entre nosotros para reconocer que, ejemplarmente, uno de los tiempos y espacios en un mundo pluralista, se llama Indoafroiberoamérica.

En otras palabras: Borges le hace explícito a nuestra literatura que vivimos en una diversidad de tiempos y espacios, reveladores de una diversidad de culturas. No está solo, digo, ni por sus antepasados, de Vico a Alberdi, ni por su eminente y fraternal conciudadano espiritual, Reyes, ni por los otros novelistas de su generación o próximos a ella. Borges no alude a los componentes indios o africanos de nuestra cultura: Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier se encargan de eso. Pero quizás sólo un argentino —desesperado verbalizador de ausencias— pudo echarse a cuestas la totalidad cultural del Occidente a fin de demostrar, no sé si a pesar de sí mismo, la parcialidad de un eurocentrismo que en otra época nuestras repúblicas aceptaron formalmente, pero que hoy ha sido negado por la conciencia cultural moderna.

Pero aun cuando Borges no se refiere temáticamente a este o aquel asunto latinoamericano, en todo momento nos ofrece los instrumentos para reorganizar, amplificar y caminar hacia adelante en nuestra percepción de un mundo mutante cuyos centros de poder, sin tregua, se desplazan, decaen y renuevan. Qué lástima que estos mundos nuevos rara vez estén de acuerdo con la tierna aspiración borgiana: “Una sociedad secreta, benévola… surgió para inventar un país”.

Entre tanto, enigmática, desesperada y desesperante, Argentina es parte de la América española. Su literatura pertenece al universo de la lengua española: el reino de Cervantes. Pero la literatura hispanoamericana también es parte de la literatura mundial, a la que le da y de la cual recibe.

Borges junta todos estos cabos. Pues cuando afirmo que la narrativa argentina es parte de la literatura de Hispanoamérica y del mundo, sólo quiero recordar que es parte de una forma incompleta, la forma narrativa que por definición nunca es, sino que siempre está siendo, en una arena donde las historias distantes y los lenguajes conflictivos pueden reunirse, trascendiendo la ortodoxia de un solo lenguaje, una sola fe o una sola visión del mundo, trátese, en nuestro caso particular, de lenguajes y visiones de las teocracias indígenas, de la Contrarreforma española, de la beatitud racionalista de la Ilustración, o de los cresohedonismos industriales y aun posindustriales de nuestros días.

Todo esto me conduce a la parte final de lo que quiero decir: al acto propiamente literario, el acontecimiento de Jorge Luis Borges escribiendo sus historias sobre tiempos y espacios.

Mijaíl Bajtín indica que el proceso de asimilación entre la novela y la historia pasa, necesariamente, por una definición del tiempo y el espacio. Bajtín llama a esta definición el cronotopo —la conjunción de tiempo y espacio—. En el cronotopo se organizan activamente los acontecimientos de una narración. El cronotopo hace visible el tiempo de la novela en el espacio de la novela. De ello depende la forma y la comunicabilidad de la narración.

De allí, una vez más, la importancia decisiva de Borges en la escritura de ficción en Hispanoamérica. Su economía e incluso su desnudez retórica, tan alabadas, no son, para mí, virtudes en sí mismas. A veces, sólo se dan a costa de la densidad y la complejidad, sacrificando el agustiniano derecho de error. Pero esta brevedad, esta desnudez, sí hacen visibles la arquitectura del tiempo y del espacio.

En “El Aleph” y “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el protagonista es el espacio, con tantos méritos como el de la heroína) de una novela realista. Y el tiempo lo es en “Funes el memorioso”, “Los inmortales” y “El jardín de senderos que se bifurcan”. Borges, en todas estas historias, observa un tiempo y un espacio totales que, a primera vista, sólo podrían ser aproximados mediante un conocimiento total. Borges, sin embargo, no es un platonista, sino una especie de neoplatonista perverso. Primero postula una totalidad. Enseguida, demuestra su imposibilidad.

Un ejemplo evidente: en “La biblioteca de Babel”, Borges nos introduce en una biblioteca total que debería contener el conocimiento total dentro de un solo libro total. En primer término, nos hace sentir que el mundo del libro no está sujeto a las exigencias de la cronología o a las contingencias del espacio. En una biblioteca, están presentes todos los autores y todos los libros, aquí y ahora, cada libro y cada autor contemporáneos en sí mismos y entre sí, no sólo dentro del espacio así creado (“La biblioteca de Babel”) sino también dentro del tiempo: los lomos de Dante y Diderot se apoyan mutuamente, y Cervantes existe lado a lado con Borges. La biblioteca es el lugar y el tiempo donde un hombre es todos los hombres y donde todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare son Shakespeare.

¿Podemos entonces afirmar que la totalidad de tiempo y espacio existen aquí, dentro de una biblioteca que idealmente debería contener un solo libro que es todos los libros, leído por un solo lector que es todos los lectores?

La respuesta dependería de otra pregunta: ¿Quién percibe esto, quién puede, simultáneamente, tener un libro de Cervantes en una mano, un libro de Borges en la otra y recitar, al mismo tiempo, una línea de Shakespeare? ¿Quién posee esta libertad? ¿Quién es no sólo uno, sino muchos? ¿Quién, incluso cuando el poema, como dijo Shelley, es uno y universal, es quien, al fin y al cabo, lo lee? ¿Quién, incluso cuando, de acuerdo con Emerson, el autor es el único autor de todos los libros jamás escritos, es siempre diverso ante el único autor? ¿Quién, después de todo, los lee: al libro y al autor? La respuesta desde luego es: , el lector. O Nosotros, los lectores.

De tal forma que Borges ofrece un libro, un tiempo, un espacio, una biblioteca, un universo, únicos, totales, pero vistos y leídos y vividos por el otro lector que es muchos lectores, leyendo en muchos lugares y en tiempos múltiples. Y así, el libro total, el libro de libros, justificación metafísica de la biblioteca y el conocimiento totales, del tiempo y el espacio absolutos, es imposible, toda vez que la condición para la unidad de tiempo y espacio en cualquier obra literaria es la pluralidad de las lecturas, presentes o futuras: en todo caso, potenciales, posibles.

El lector es la herida del libro que lee: por su lectura —la tuya, la mía, la nuestra— se desangra toda posibilidad totalizan te, ideal, de la biblioteca en la que lee, del libro que lee, o incluso la posibilidad de un solo lector que es todos. El lector es la cicatriz de Babel. El lector es la fisura, la rajada, en la torre de lo absoluto.

Los accidentes del tiempo

Borges crea totalidades herméticas. Son la premisa inicial, e irónica, de varios cuentos suyos. Al hacerlo, evoca una de las aspiraciones más profundas de la humanidad: la nostalgia de la unidad, en el principio y en el fin de todos los tiempos. Pero, inmediatamente, traiciona esta nostalgia idílica, esta aspiración totalitaria, y lo hace, ejemplarmente, mediante el incidente cómico, mediante el accidente particular.

“Funes el memorioso” es la víctima de una totalidad hermética. Lo recuerda todo. Por ejemplo, siempre sabe qué hora es, sin necesidad de consultar el reloj. Su problema, a fin de no convertirse en un pequeño dios involuntario, consiste en reducir sus memorias a un número manejable: digamos, cincuenta o sesenta mil artículos del recuerdo. Pero esto significa que Funes debe escoger y representar. Sólo que, al hacerlo —al escoger lo que quiere recordar—, demuestra estéticamente que no puede haber sistemas absolutos o cerrados de conocimiento. Sólo puede haber perspectivas relativas a la búsqueda de un lenguaje para tiempos y espacios variables.

Y la verdad es que todos los espacios simultáneos de “El Aleph” no valen un vistazo de la hermosa muerta, Beatriz Viterbo, una mujer en cuyo andar había “una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”, aunque también había en ella “una clarividencia casi implacable”, compensada por “desdenes, verdaderas crueldades”. Para eso quiere el narrador del Aleph recostarse y ver todos los espacios: a fin de que en uno solo de ellos aparezca esa mujer.

Borges: La búsqueda del tiempo y el espacio absolutos ocurren mediante un repertorio de posibilidades que hacen de lo absoluto, imposible o, si ustedes lo prefieren, relativo.

En el universo de Tlön, por ejemplo, todo es negado: “… el presente es indefinido… el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente… el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente”.

Pero esta negación de un tiempo tradicional —pasado, presente y futuro—, ¿no le da un valor supremo al presente como tiempo que no sólo contiene, sino que le da su presencia más intensa, la de la vida, al pasado recordado aquí y ahora, al futuro deseado hoy?

En otro cuento, “Las ruinas circulares”, pasado, presente y futuro son afirmados como simultaneidad mientras, de regreso en Tlön, otros declaran que todo tiempo ya ocurrió y que nuestras vidas son sólo “el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable”.

Estamos en el universo borgiano de la crítica creativa, donde sólo lo que es escrito es real, pero lo que es escrito quizá ha sido inventado por Borges. Por ello, resulta tranquilizador que una nota a pie de página recuerde la hipótesis de Bertrand Russell, según la cual el universo fue creado hace apenas algunos minutos y provisto de una humanidad que “recuerda” un pasado ilusorio.

Borges hace suyas todas estas teorías, sólo para aumentar el repertorio de nuestra imaginación narrativa.

Sin embargo, pienso que la teoría más borgiana de todas es la siguiente: “La historia del universo… es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio”.

Todo lo cual quiere decir, en última instancia, que cada uno de nosotros, como Funes, como Borges, tú y yo, sus lectores, debemos convertirnos en artistas: escogemos, relativizamos, elegimos: somos Lectores y Electores. El cronotopo absoluto, la esencia casi platónica que Borges invoca una y otra vez en sus cuentos, se vuelve relativo gracias a la lectura. La lectura hace gestos frente al espejo del Absoluto, le hace cosquillas a las costillas de lo Abstracto, obliga a la Eternidad a sonreír. Borges nos enseña que cada historia es cosa cambiante y fatigable, simplemente porque, constantemente, está siendo leída. La historia cambia, se mueve, se convierte en su(s) siguiente(s) posibilidad(es), de la misma manera que un hombre puede ser un héroe en una versión de la batalla y un traidor en la siguiente.

En “El jardín de senderos que se bifurcan”, el narrador concibe cada posibilidad del tiempo, pero se siente obligado a reflexionar que “todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos…”

Sólo en el presente leemos la historia. Y aun cuando la historia se presente como la única versión verdadera de los hechos, nosotros, los lectores, subvertimos inmediatamente semejante pretensión unitaria. El narrador de “El jardín…”, por ejemplo, lee, dentro de la historia, dos versiones “del mismo capítulo épico”. Es decir, lee no sólo la primera versión, la ortodoxa, sino una segunda versión heterodoxa. Escoge “su” capítulo épico único, o coexistente, si así lo desea, con ambas, o con muchas, historias.

En términos históricos latinoamericanos, esto quiere decir que el lector de Borges no sólo lee la Conquista sino la Contraconquista, no sólo la Reforma, sino la Contrarreforma y ciertamente, en términos aún más borgianos, no sólo lee la Revolución, sino también la Contrarrevolución.

El narrador de “El jardín…”, en verdad, no hace más que definir a la novela en trance de separarse de la épica. Pues la novela podría definirse, por supuesto, como la segunda lectura del capítulo épico. La épica, según Ortega y Gasset, es lo que ya se conoce. La novela, en cambio, es el siguiente viaje de Ulises, el viaje hacia lo que se ignora. Y si la épica, como nos dice Bajtín, es el cuento de un mundo concluido, la novela es la azarosa lectura de un mundo naciente: la renovación del Génesis mediante la renovación del género.

Por todos estos impulsos, la novela es un espejo que refleja la cara del lector. Y como Jano, el lector de novelas tiene dos caras. Una mira hacia el futuro, la otra hacia el pasado. Obviamente, el lector mira al futuro. La novela tiene como materia lo incompleto, es la búsqueda de un nuevo mundo en el proceso de hacerse. Pero a través de la novela, el lector encarna también el pasado, y es invitado a descubrir la novedad del pasado.

Cervantes oficia en el inicio mismo de esta ceremonia narrativa, que alcanza una de sus cumbres contemporáneas en la obra de Jorge Luis Borges, gracias a una convicción y práctica bien conocidas de sus ficciones: la práctica y la convicción de que cada escritor crea sus propios antepasados.

Cuando Pierre Menard, en la famosa historia de Borges, decide escribir Don Quijote, nos está diciendo que en literatura la obra que estamos leyendo se convierte en nuestra propia creación. Al leerlo, nos convertimos en la causa de Cervantes. Pero a través de nosotros, los lectores, Cervantes (o, en su caso, Borges) se convierten en nuestros contemporáneos, así como en contemporáneos entre sí.

En la historia de “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges sugiere que la nueva lectura de cualquier texto es también la nueva escritura de ese mismo texto, que ahora existe en un anaquel junto con todo lo que ocurrió entre su primer y sus siguientes lectores.

Lejos de las historias petrificadas y con los puños llenos de polvo archivado, la historia de Borges le ofrece a sus lectores la oportunidad de re-inventar, re-vivir el pasado, a fin de seguir inventando el presente. Pues la literatura se dirige no sólo a un futuro misterioso, sino a un pasado igualmente enigmático. El enigma del pasado nos reclama que lo releamos constantemente. El futuro del pasado depende de ello.

Creo, con Borges, que el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario, nos encara desde el porvenir. Y tú, el lector, eres el autor de Don Quijote porque cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.

Por haberme enseñado esto, expreso mi deuda de gratitud, como escritor y lector, con Borges.






¿Quién es?*

JUAN GARCÍA PONCE

Jorge Luis Borges afirma en unas páginas dedicadas a recordar a Paul Groussac, escritas en 1929, que “el problema de la inmortalidad es más bien dramático. Persiste el hombre total o desaparece. Las equivocaciones no dañan: si son características son preciosas”. Mucho después, en el epílogo de El Hacedor, que está fechado en 1960, nos propone una breve parábola que en cierta forma aspira a resumir dentro del habitual tono reticente de su autor el sentido de su obra: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto traza la imagen de su cara”. Probablemente, ninguno de los lectores de Borges pondrá en duda ese carácter laberíntico de su obra; en cambio, sí abundan los que se empeñan en negarle precisamente todo rasgo personal, concreto y humano, los que tratan de verla como una pura construcción verbal, un gigantesco edificio vacío creado por una inteligencia fría y deshumanizada, olvidando no sólo que la inteligencia es muy exactamente una característica exclusiva del hombre y como tal esencialmente humana, sino, además, todo un aspecto de su obra que es el que mejor puede conducirnos a llegar a su último sentido. Porque, sin duda alguna, Borges ha tratado, dentro de una de las múltiples direcciones que sigue su literatura, de levantar un mundo puramente verbal, de crear un reino en el que la palabra sea el único medio no de llevarnos a la realidad, sino de hacerla posible, convirtiéndose en la expresión auténtica de la inteligencia, de la idea. “Todas las formas tienen su virtud en sí mismas y no en un ‘contenido’ conjetural”, dice en “La muralla y los libros”. Pero también Borges ha conseguido, gracias a la posición desde la que lo aborda, que ese universo verbal sea la expresión de su relación personal con el mundo y mediante ella nos lo entregue a través de sus libros en su carácter como destino humano, lo convierta en una figura ejemplar, mítica, por medio de la cual podemos llegar a un más profundo y seguro conocimiento del hombre.

En este sentido, resulta muy conveniente que las exigencias de este ensayo nos obliguen a acercarnos a su obra a través de ese homónimo suyo tan sólo a medias, que él hace aparecer en varios de sus cuentos, sus poemas y hasta en algunos de sus ensayos con el solo apellido de Borges. En muy pocas ocasiones dentro de la literatura, el autor está en forma simultánea tan estrechamente ligado desde el punto de vista autobiográfico con el personaje que ha creado y al mismo tiempo tan fuera de él, hasta el extremo de que en ciertos momentos llega a considerarlo como una especie de enemigo, como alguien cuya realidad lo despoja a él de la suya, pero que también es el único ser que puede dársela verdaderamente.

Para llegar a aclarar la personalidad, el carácter, la esencia última de ese personaje, tenemos que partir primero de la obra dentro de la que ocupa un lugar tan importante y de la concepción del mundo que hace esta obra posible. La lectura de la obra total de Jorge Luis Borges, que tiene una unidad indestructible, nos permite saber que está concebida como una acumulación de datos con los que podemos trazar la historia de Jorge Luis Borges, una historia dentro de la que Borges tiene a su vez un papel. Así, Jorge Luis Borges es el único que puede llevarnos hasta Borges, para que a su vez éste nos regrese a aquél, de la misma manera que el autor nos lleva a su literatura para que encontremos en ella su verdadera biografía y volvamos a él.

“Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra”, nos dice Jorge Luis Borges en el epílogo de El Hacedor. Y el prólogo de Evaristo Carriego anticipa esta confesión afirmando: “Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”. Lo que estas dos declaraciones afirman no es un rechazo de la vida, sino una aceptación de la literatura y el pensamiento como formas de vida. Con ellas, en cierta forma, Jorge Luis Borges nos descubre la naturaleza de un destino quizás impuesto al principio, pero finalmente elegido.

Por otra parte, la mención de los libros ingleses y de Schopenhauer nos ponen de inmediato en el camino hacia esa enorme autobiografía que es su literatura. El pensamiento de Schopenhauer, sufrido como experiencia vital, determina la concepción puramente idealista desde la que Jorge Luis Borges enfrenta el mundo, vive la realidad. Para aquél, “la vida es sólo representación, y vista puramente o reproducida en el arte es un espectáculo significativo”. De acuerdo con este concepto, la sustitución del “suburbio de calles aventuradas” por la “biblioteca de ilimitados libros ingleses” parece absolutamente natural Es sólo en el arte donde la realidad adquiere su verdadero significado y nada puede parecer más lógico que partir de él para llegar a la vida.

Pero aunque una parte muy importante de la obra de Borges descansa sobre esta última idea, que le ha permitido acercarse al arte, a los libros, no sólo como materia de estudio o como forma de conocimiento, sino también como punto de partida para la elaboración de sus obras de ficción, que a su vez aspiran a dotar de sentido a la pura “representación”, sería absurdo y sobre todo injusto pretender limitar esa obra a la sola recreación de una realidad ordenada de antemano por otros autores. El idealismo aparece para Jorge Luis Borges como la verdad última a la que siempre debe regresar de una manera casi inevitable; es la meta a la que conduce todo intento sincero de meditación metafísica y como tal define o cerca su concepción del mundo.

Pero al mismo tiempo, Borges no es sólo un pensador; sino por encima de todo, un artista; el puro devenir de la realidad, la sola representación que forma el caos de los días y hace posible el espacio le interesa demasiado, le atrae de una manera inevitable. Así, su desesperada “Nueva refutación del tiempo”, que según confesión propia es un intento de vencer el último reducto de la realidad que no ha sido sometido al imperio de la idea dentro de las demostraciones de Berkeley y Hume, termina con una dolorosa declaración de impotencia:

And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

Con esta declaración, Borges toca el conflicto fundamental que atraviesa su obra, el problema sobre el que descansa y el que justifica su realización: la realidad de la percepción del ser, del yo, en el ámbito de un mundo que en todo momento se antoja irreal, se niega a sí mismo. Prisionero del tiempo, el yo que “desgraciadamente” es Borges, puede experimentarse tan sólo dentro del fluir de éste, que devora toda realidad. Sin embargo, la característica esencial de ese yo es la aspiración a la permanencia en su propio ser, y en “La muralla y los libros” así como en la breve prosa titulada “Borges y yo”, Borges ha citado muy claramente a Spinoza en este sentido: “Todas las cosas quieren persistir en su ser”.

Desligado de la idea de un Dios que se haga depositario del ser en sí mismo, otorgándole la permanencia dentro del Suyo, haciéndolo participar del absoluto, nuestro tiempo remite al hombre a esa soledad irremediable, dentro de la que sólo puede tener conciencia de su finitud. Jorge Luis Borges ha reconocido y recogido este sentimiento incorporándolo a su literatura con particular intensidad. Pero al mismo tiempo, este sentimiento es el que determina en gran medida la forma de esa literatura, porque al reconocerse que la realidad en sí misma es incapaz de adquirir sentido, la literatura se convierte en el único medio de alcanzarlo y se obliga, así, a estar en continua relación con ella, estableciendo un curioso juego de planos.

Durante muchos años, Borges ha luchado por reconciliar su concepción idealista del mundo, que despoja a éste de toda realidad independiente de la idea, con las percepciones de esas puras apariencias dentro de las que, sin embargo, se experimenta a sí mismo aunque sea de una manera fugaz y forzosamente temporal. “El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica”, dice en su Historia de la eternidad, que por esto mismo es nada más “un juego o una fatigada esperanza”. Pero por otro lado, está también Fervor de Buenos Aires, ese Buenos Aires del que, por ejemplo, las calles “ya son la entraña de mi alma”. El único lugar en el que podía efectuarse esa reconciliación es la literatura fantástica. Por esto, la literatura fantástica no es en ningún momento para Borges una ruta hacia mundos inexistentes en los que puede refugiarse de las presiones de la realidad, sino, al contrario, el único camino posible para lograr expresar todos los elementos de esa realidad.

Con su característica ambigüedad, Borges se ha negado a dilucidar si esta literatura debe ser considerada alegórica o simbólica, multiplicando en sus ensayos las referencias a la refutación que Benedetto Croce hace del empleo de la alegoría como forma de arte —e incluyendo simultáneamente la defensa que de ella hace Chesterton, sin llegar a aclarar nunca su propia opinión—. Pero independientemente de la función de esta actitud dentro del carácter general de su literatura, que como veremos más adelante se basa fundamentalmente en una sistemática yuxtaposición de planos, podemos interpretarla también como un revelador desprecio esencial por los géneros que contribuye a eliminar la acusación de formalismo puro con que algunos críticos han intentado disminuir el significado de su obra.

Al tratar directamente esta literatura, tenemos que enfrentarnos todavía a una serie de problemas formales cuya explicación resulta indispensable para lograr penetrar en ella. Borges, que inició su carrera literaria como poeta, empezó a escribir cuentos relativamente tarde. Su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires, en apariencia consiste fundamentalmente en una serie de estampas destinadas a evocar diferentes aspectos de la ciudad, en un tono nostálgico y melancólico. Sin embargo, su preocupación primordial por el tiempo y la posibilidad de detenerlo está ya presente en algunos de esos poemas, como él mismo ha señalado. Así, en “Inscripción en cualquier sepulcro” nos dice:

Lo esencial de la vida fenecida

—la trémula esperanza, el milagro implacable del dolor y el asombro del goce—

siempre perdurará…

y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.

Con estas líneas anticipa también otro de sus temas capitales: el de la identidad y la reaparición del yo en los demás, tema que veremos un poco más adelante. Pero, en principio, en estos primeros poemas, Borges no logra unificar por completo las dos corrientes principales que nutren su literatura y por otra parte, su relación con la poesía, a la que, sin embargo, ha vuelto recientemente con una particular intensidad para que sea ella la que en cierta forma corone su carrera de escritor, no es una relación fácil; es una relación a la que podríamos considerar de prosista que hace versos, al menos en esa época, como él mismo lo reconoce más o menos abiertamente al colocar como epígrafe en la recolección de sus poemas completos una cita de Stevenson en la que éste afirma: “Yo no me declaro poeta. Soy sólo un literato: un hombre que habla, no que canta… Perdonen esta apología; pero no me gustaría presentarme delante de la gente que tiene sentido de la canción, y dejar que se suponga que no conozco la diferencia”.

Sin duda, esta excusa puede parecer absurda o meramente pretenciosa ante la calidad de los poemas de Borges o inclusive ante la de su prosa, que es en muchas ocasiones poesía por encima de todo; pero lo importante de ella es ese reconocimiento de sí mismo como un literato antes que nada, o si lo preferimos, para quitarle toda implicación peyorativa a la palabra, como un escritor. Como escritor, entonces, Borges giró durante mucho tiempo alrededor de la literatura, de la expresión, sin atreverse, en cierto sentido, a abordarla directamente. Sus abundantes notas, estudios y ensayos son el resultado de esa actividad a la que podríamos considerar marginal. Pero en realidad, a través de ellos, lo que estaba haciendo era afinar su percepción del mundo, terminar de reconocer sus temas y buscar la manera de inscribirlos verdaderamente dentro de la literatura.

Todavía, cuando publica el que podríamos considerar su primer libro de cuentos, Historia universal de la infamia, prefiere considerar que se trata de aproximaciones al género antes que de cuentos propiamente dichos y elige como forma para ellos la parodia. En el prólogo al libro, define estas obras como “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética, alguna vez) ajenas historias”. Sin embargo, en el libro, Borges incluye también el que, de acuerdo con su definición anterior, deberíamos considerar su primer cuento verdadero: “Hombre de la esquina rosada”. Pero significativamente, con esta obra, de espléndida ejecución, abandona la utilización directa del habla popular y el mundo puramente vernáculo del “compadrito” como propósito literario y de ahí en adelante lo usará sólo de una manera humorística o marginal. Ahora su camino será muy diferente y en realidad está mucho más cerca, en cierta forma, de las parodias que forman la Historia universal de la infamia en el sentido de que la presencia de la realidad inmediata, del ambiente físico, jugará tan sólo un papel en relación con un primordial propósito metafísico.

En el prólogo a la edición de 1954 de este libro, Borges afirma: “Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”. Esta definición podría aplicarse al estilo de todas las obras de Borges realizadas posteriormente a la Historia universal de la infamia, con excepción quizás de las más recientes. Con ella, Borges nos sugiere la posibilidad de un estilo que, de pronto, toma conciencia de sí mismo; esto es, que ya no es más un medio, sino un fin, que es ya la expresión en sí. Y Borges nos dice que este estilo se hace necesario durante “la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios”.

La necesidad de este estilo puede explicarse si repasamos brevemente algunos de nuestros párrafos anteriores. Hemos visto que en nuestro tiempo, despojado de la idea de Dios, de toda posibilidad de Absoluto, el hombre puede encontrar en la literatura, en el fenómeno estético, un principio ordenador que supla esa ausencia; pero en estas condiciones, el arte se convierte también en un juego en el vacío, puesto que lo que refleja es una última nada esencial, sostenida exclusivamente por el valor de la forma, que es ya el único absoluto a nuestro alcance. En términos tradicionales, el arte debe ser el reflejo de un orden real; sin embargo, lo que el hombre y el artista experimentan en nuestra época es precisamente la ausencia de ese orden. En estas condiciones, la literatura se ve obligada a buscar el principio ordenador en otras formas estéticas a su vez y entra de una manera inevitable al terreno de la ironía y la parodia. Los medios, transformados en fines, tienen que tomar conciencia de sus limitaciones.

Jorge Luis Borges ha construido su obra como la expresión directa de esa angustiosa situación límite, dentro de la que el artista se da cuenta de que su única posibilidad de apresar la realidad y permanecer en ella es también un trabajo sobre el vacío, un trabajo hasta cierto punto desesperanzado e inútil. De ahí, tal vez, la frecuencia con que se refiere a ella con un tono ligeramente despectivo y de ahí también la insistencia con que quiere presentárnosla como un juego, una mera sustitución de la verdadera literatura. La expresión tendría auténtica validez, sería creación en el sentido último de la palabra, si pudiera alcanzar por completo el absoluto, si pudiera sustituir realmente a Dios. De otro modo, se convierte nada más en un nuevo agregado sin sentido a un universo desprovisto ya de sentido, se suma a él sin lograr sustituirlo. Por esto, en el prólogo a su Antología personal Borges confiesa: “Alguna vez yo también busqué la expresión; ahora sé que mis dioses no me conceden más que la alusión o mención”, y en el poema titulado “Mateo, xxv, 30”, incluido en esa misma antología, termina afirmando: “Has gastado los años y te han gastado, / Y todavía no has escrito el poema”. El poema que sería ese poema absoluto que buscó, inútilmente también, Mallarmé.

Borges, pues, ha realizado su obra con plena conciencia de la incapacidad de ésta de alcanzar el absoluto, de contener el universo, de ser el universo, confesándose en cierta forma la imposibilidad de la literatura de cumplir su función más urgente. Pero al hacerlo, llega precisamente a la expresión. En uno de sus ensayos sobre Wells, establece la diferencia entre éste y Julio Verne insistiendo en la supremacía del primero porque sus novelas “no sólo es ingenioso lo que refieren; es también simbólico de procesos que de algún modo son inherentes a todos los destinos humanos”. Y esta definición podría aplicarse con igual justicia a sus obras. Cada uno de los cuentos de Borges, igual que en otra dimensión sus poemas y ensayos, reflejan de una manera metafórica esa situación básica, convirtiéndose en verdaderos espejos de la condición humana, al tiempo que en un sentido profundo la superan, fijándola para siempre dentro del imperio de la forma.

Reflejo de una situación límite, esta forma toma el estilo de la parodia, se burla de sí misma y contiene su propia crítica, para poder expresar al mismo tiempo una realidad cuya característica es precisamente la ausencia de realidad, el carácter fantasmal de un mundo en el que todo es apariencia y que carece de toda posibilidad trascendente. Como en el mundo imaginario recreado por él en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que en el fondo no es más que una trasposición casi directa de la imagen de la realidad que nos propone la filosofía de Hume, el lenguaje de Borges busca continuamente anular mediante la adjetivación el valor concreto de los sustantivos, para acentuar que éstos, como el mundo, sólo tienen un valor metafórico. Y de la misma manera, en un plano mayor, la yuxtaposición en casi todas sus historias de un plano real y otro absoluto consigue contaminar de irrealidad todas las acciones, convirtiéndolas en un reflejo de reflejos, en la imagen de la nada.

Mediante estos sistemas, Borges ha logrado que su literatura alcance una forma que es la expresión directa de su concepción del mundo. Pretender objetar esa concepción enfrentándola con cualquier otra que en última instancia podría considerarse igualmente ilusoria no pasa de ser un inútil ejercicio. En su ensayo sobre Nathaniel Hawthorne, él mismo aclara esta condición de la literatura con frases decisivas:

En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer —dice— he verificado muchas veces que los propósitos y teorías literarias no son otra cosa que estímulos y que la obra final suele ignorarlos y hasta contradecirlos. Si en el autor hay algo, ningún propósito, por baladí o erróneo que sea, podrá afectar, de un modo irreparable, su obra. Un autor puede adolecer de prejuicios absurdos, pero su obra, si es genuina, si responde a una genuina visión, no podrá ser absurda.

Creo que para cualquier lector de Borges es fácil reconocer que en última instancia, por encima de la deslumbrante riqueza y poder de sugestión de su lenguaje, más allá de su formidable capacidad inventiva y de su habilidad para sumergirnos en ese ambiente enrarecido, que al cabo de algunas horas de lectura es capaz de sacarnos de nuestra tranquila aceptación de la realidad y hacernos dudar de ella, el aspecto más apasionante de su obra es ese temblor de la confesión íntima con la que Borges nos hace sentir que nos está abriendo las puertas de su mundo, de su propio infierno personal y que al hacerlo nos revela uno de los aspectos del hombre.

En las “Tres versiones de Judas”, uno de los relatos incluidos en Ficciones, que da cuenta de los trabajos de Nils Runeberg, supuesto teólogo sueco que ha pretendido demostrar que Judas se sacrificó para que Cristo pudiera convertirse en el Salvador, Borges nos advierte:

Antes de ensayar un examen de los precipitados trabajos, urge repetir que Nils Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente religioso. En un cenáculo literario de París o aun de Buenos Aires, un literato podría muy bien redescubrir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo, serán ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio central de la teología; fueron materia de meditación o de análisis, de controversia histórica y filológica, de soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su vida.

La misma característica de apuesta personal, de decisión vital, es la que define la obra de Borges, que de igual modo corre el riesgo de ser juzgada como “ligeros ejercicios inútiles” si pasamos por alto esa diferencia decisiva. Con su habitual ironía, Borges nos explica al principio del cuento los motivos de esta situación en un párrafo magistral:

En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando Basílides publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de ángeles deficientes, Nils Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión intelectual, uno de los conventículos gnósticos, Dante le hubiera destinado, tal vez, un sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de sus prédicas, exornado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses o habría perecido cuando el incendio devoró el último ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo XX y la ciudad universitaria de Lund.

Y este hecho de haber nacido en el siglo XX, cuando la idea de Dios ha abandonado la realidad, unifica el destino de Runeberg al de Borges, convirtiendo toda especulación en ejercicio gratuito, en vana esperanza, abriendo las puertas a todos los excesos de la inteligencia pura, que sólo puede expresarse a sí misma.

La aparición del personaje (que, para mayor claridad, Jorge Luis Borges ha preferido bautizar con su propio nombre, acentuando su voluntad de perderse en sus obras) dentro de este marco desesperanzado y vacío, implica no sólo el propósito de relacionar ese terreno de la inteligencia pura, que juega con la nada consciente de su imposibilidad de tocar el absoluto, con el de la realidad banal e inmediata de las acciones cotidianas, sino sobre todo el de marcar esas obras con un sello personal, reafirmando su carácter íntimo como expresión de un destino particular: el destino de Jorge Luis Borges.

Inesperadamente, Borges es nombrado por primera vez en el “Hombre de la esquina rosada”, cuando al final de la historia se nos revela como el casi inexistente confidente al que le narran ésta: “Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco…”, dice el narrador de pronto y esta sola mención nos hace sentir una casi intolerable intromisión de la realidad en un mundo que hasta entonces, de una manera inconsciente, aceptábamos como puramente imaginaria. Así, la fantasía queda contaminada de realidad y la realidad, a su vez, adquiere un carácter fantástico, aun dentro del tono eminentemente realista del cuento. Este recurso es utilizado nuevamente en “La forma de la espada” y en alguna otra historia; pero donde, sin duda alguna, alcanza mayor intensidad es en “El Aleph”, cuando una vez que el autor nos ha precipitado en la impensable realidad de ese pequeño objeto que contiene al universo, después de meternos en un estricto ambiente realista mediante su minuciosa descripción, nos sorprende y sacude con la desgarrada confesión dirigida al retrato de la mujer muerta a la que le ha dedicado un culto desdichado y secreto durante innumerables años: “Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”.

Sin embargo, sería ilusorio suponer que este Borges que aparece ya caracterizado hasta cierto punto como un personaje independiente en “El Aleph” y “El Zahir” es simplemente una trasposición directa, un personaje autobiográfico que contiene y representa por completo a su autor. Hemos señalado antes, que junto con el del tiempo y la irrealidad de las apariencias, el problema de la identidad es uno de los temas, de las preocupaciones principales en la obra de Jorge Luis Borges. La particularidad del ser en relación con un universo infinito aparece en ella como una posibilidad muy remota y así, Borges ha supuesto que cualquier lector de Shakespeare es Shakespeare. En la breve prosa titulada “El simulacro” nos cuenta la sórdida historia de un estafador que al morir Eva Perón puso una muñeca rubia en un ataúd, se disfrazó de Perón y cobró la entrada a la gente que deseaba darle el pésame, para terminar preguntándose:

¿Qué suerte de hombre ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón, y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología.

El mismo problema se plantea en “La trama”, donde Borges supone que la exclamación de César en el momento de ser asesinado, “¡Tú también, hijo mío!”, no es una acción particular y personal, sino un modelo arquetípico, que se repite cada vez que alguien deja escapar una exclamación de sorpresa al ser asesinado y sólo tiene alguna función como hecho real en este sentido. Y por último, en el cuento titulado “Los teólogos”, del que su autor nos dice que es “un sueño más bien melancólico sobre la identidad personal”, el tema alcanza su más alta expresión cuando Aureliano, que ha muerto en un incendio, descubre que, “para la insondable divinidad”, él y Juan de Panonia, su odiado rival al que él ha conducido a la hoguera acusándolo de hereje, “formaban una sola persona”.

Del mismo modo, en “El Aleph” y “El Zahir”, como más adelante nos lo revela en esa extraña y conmovedora página titulada “Borges y yo”, Jorge Luis Borges ha creado el personaje de Borges para que éste represente el aspecto de su personalidad que se desenvuelve en un determinado plano de la realidad, incorporándola a su literatura y al mismo tiempo, haciéndose verdadero dentro de ella. En esos dos cuentos, Borges es entonces ese personaje un tanto borroso que se deja vivir paseándose por las calles de Buenos Aires, que realiza libros ignorados en los concursos nacionales, y que, “movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo”, está enamorado en “El Zahir” de Teodelina Villar, y de Beatriz Elena Viterbo, su réplica exacta, en “El Aleph”.

La creación de ese personaje que se desarrolla estrictamente en el plano de esa pura “representación”, que según Schopenhauer es la vida, le sirve a Jorge Luis Borges para expresar el sentido último de esa realidad al obligarlo a enfrentarse de pronto a la presencia de un absoluto que hace aparecer todas sus preocupaciones triviales y absurdas. En esta dirección, “El Aleph” y “El Zahir” ocupan un lugar muy especial dentro de sus obras de esa época porque, mediante la estricta yuxtaposición de esos dos planos, ha logrado unir perfectamente los dos aspectos que alimentan su literatura, la presencia de la ciudad, el fervor de Buenos Aires, y la preocupación metafísica, y al mismo tiempo ha conseguido que los dos cuentos, enriquecidos con innumerables detalles de penetración psicológica, con una sorprendente capacidad para la caracterización y el diálogo, nos aclaren de una manera perfecta la naturaleza de su problemática mientras nos obligan a seguir simplemente los accidentes de sus peripecias con la intensidad que sólo tienen las grandes obras de arte.

En la espléndida entrevista realizada a Borges por James Irby, aquél nos da una imagen de la complejidad con que traspone los elementos de la realidad al plano literario al explicarnos por qué considera “El sur” “un cuento bastante autobiográfico”. Borges dice entonces: “El abuelo de Dahlmann (el protagonista del cuento) era alemán; mi abuela era inglesa. Los antepasados criollos de Dahlmann eran del sur; los míos, del norte. El abuelo materno de Dahlmann peleó contra los indios y murió en la frontera de Buenos Aires; el mío paterno hizo lo mismo, pero murió en la revolución del 74”. En más de un aspecto, “El Aleph” está realizado también mediante este sistema de contraposiciones y examinarlas puede llevarnos de una manera mucho más clara a penetrar su sentido. En él, el carácter resignado, borroso, casi inexistente más allá de su estéril pasión por el recuerdo de Beatriz Elena Viterbo, de Borges está contrapuesto al del ampuloso, vanidoso, intolerable Carlos Argentino Daneri; pero de alguna manera Daneri también es Jorge Luis Borges y Borges es Daneri. Así vemos que, gracias a la posesión del Aleph, Carlos Argentino intenta la realización de un poema en el que enumerará todas las imágenes del universo que éste le ha revelado; pero este propósito absurdo no es totalmente diferente de el del propio Borges, que se propone lo mismo al realizar “El Aleph”. Irónicamente, Jorge Luis Borges consigue así que de alguna manera Daneri también lo repita del “modo vanidoso” que él afirma que lo hace el otro Borges en la página titulada “Borges y yo”, y simultáneamente sea un humorístico retrato de las absurdas ambiciones de todo escritor y toda literatura que, como la suya, intente vanamente sustituir el universo, y una cruel sátira de los vicios comunes a un gran número de escritores latinoamericanos, en la que quizás puede descubrirse también una alusión a las pretensiones del Canto general de Pablo Neruda.

Por otra parte, la pasión de Borges por Beatriz Elena Viterbo, que representa la aspiración de llegar al absoluto, de detener el tiempo por medio del amor en el plano de la vida cotidiana y que es expresada por el narrador al principio del cuento cuando al advertir que, la mañana en que ella ha muerto, han cambiado un anuncio, piensa, con “melancólica vanidad”, “cambiará el universo pero yo no”, está igualmente contrapuesta a esa otra posibilidad, infinitamente superior, que representa la percepción del absoluto por medio del Aleph. La revelación de la existencia de este objeto mágico que se presenta justamente cuando el narrador ha alcanzado un último grado de exacerbación en su amor por Beatriz, sirve para demostrarle la vanidad de su empeño en el plano de la realidad. Del mismo modo que expresar la percepción del absoluto que el Aleph le permite alcanzar es imposible, ya que lo que vieron los ojos de Borges es simultáneo y la transcripción tendrá que ser sucesiva, “porque el lenguaje lo es”, en el otro plano, en el que todo es temporal, Borges tiene que confesar:

Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

Indudablemente, estos dos ejemplos no agotan ni remotamente las posibilidades de exégesis de los recursos literarios empleados por Jorge Luis Borges en la realización de “El Aleph”. En la misma dirección podría mencionarse la excepcional habilidad con que logra que la sola descripción de Beatriz, que nos revela de inmediato su esencial banalidad, su característica fundamental de mera figura decorativa y vacía, de objeto sólo exteriormente bello, y que se acentúa cuando él puede leer por medio del Aleph las cartas obscenas que le había escrito a Daneri y ver lo que ha quedado de su cuerpo después de la muerte, prefigura claramente la vana inutilidad de todo intento de buscar el absoluto en la trivialidad de las apariencias; o podría subrayarse la perfecta conjunción del tema particular del cuento con la temática general de su autor señalando la naturalidad con que le permite, al tratar la obra de Carlos Argentino Daneri, incluir varias de las meditaciones sobre el lenguaje que ha expresado en sus ensayos, y al intentar la descripción de la visión del absoluto que le proporciona el Aleph buscar otra vez esa “refutación del tiempo” que había encerrado en dos ensayos y que contiene exactamente la misma meditación en el sentido de que “todo lenguaje es de índole sucesiva; y no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal”. Pero lo importante es que, como hemos dicho, “El Aleph” nos conduce directamente a la concepción del mundo de su autor, al tiempo que la expresa. A través de él, Borges nos hace ver, en términos puramente artísticos, la imposibilidad final no sólo de las aspiraciones de alcanzar el absoluto en términos humanos, sino también de la voluntad de expresarlo dentro de la literatura. Como ser temporal, el hombre está condenado a ser hombre; con plena conciencia de sus limitaciones, está destinado a ese “yo, desgraciadamente, soy Borges”, con que se cierra la “Nueva refutación del tiempo”.

Con elementos muy semejantes, “El Zahir” representa también, en cierto sentido, la contrapartida de “El Aleph”. De la misma manera que Beatriz Elena Viterbo en “El Aleph” y con rasgos muy semejantes a los suyos, Teodelina Villar aparece nuevamente en “El Zahir” como la depositaria de ese amor por medio del cual Borges intenta apresar el absoluto. La noche de su velorio, en las transformaciones sucesivas de su cara, que parecen sugerir la posibilidad de una regresión del tiempo, el narrador imagina la oportunidad de encerrarlo en esa última imagen memorable del rostro de la amada muerta, a la que deja “rígida entre las flores”, “perfeccionando su desdén por la muerte”, porque la muerte la saca del tiempo y la hace inmutable. Pero de la misma manera que en “El Aleph”, es precisamente entonces, cuando “ebrio de una piedad casi impersonal” camina por las calles, que un accidente lo pone en contacto con el Zahir, la moneda prodigiosa que contiene el universo. Sólo que ahora, al contrario que en “El Aleph” donde el tiempo le hace perder la memoria de Beatriz Elena Viterbo y le hace dudar también de que su encuentro con el Aleph haya sido real, el contacto con la moneda lo va a llevar a perder el recuerdo de Teodelina Villar y a perderse él mismo en la locura y la desintegración provocada por la desaparición de la realidad en que se desenvuelve su ser, puesto que ésta ha sido devorada por el Zahir. Por esto, el cuento se abre con una confesión angustiosa:

El día 7 de junio, a la madrugada, llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar; y acaso referir, lo ocurrido. Aún siquiera parcialmente, soy Borges.

La situación no es distinta a la que Jorge Luis Borges ha planteado en otros cuentos, como “El inmortal” y “El milagro secreto”. En esta última obra, al protagonista le es otorgado, en el segundo que antecede a su muerte, que el tiempo se detenga para que él pueda terminar la obra que justificaría su vida; en la primera, el narrador, que se ha enfrentado al problema de la inmortalidad y sabe que ésta saca al hombre de su condición humana, reconoce al terminar su relato que

cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que fueron símbolos de la suerte que me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Esta muerte que lleva a ser todos, no es diferente a la que en el final de “El Zahir”, Borges sostiene que encontrará al perder definitivamente a su ser en la moneda.

Antes de 1948 —dice entonces— el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges.

Pero enseguida agrega:

Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir.

La perfecta coherencia dentro de la riqueza de su desarrollo de la obra de Jorge Luis Borges se encuentra en esa capacidad para ampliar los planos de una problemática regresándonos, sin embargo, de una manera inevitable a la esencia de ella. Prisionero del tiempo, que le impide alcanzar el absoluto permaneciendo en su ser personal, como en “El Aleph”, o perdiéndose en ese absoluto pero a costa de su desintegración como persona, como en “El Zahir”, el hombre, como tal, no puede superar la radical impenetrabilidad del universo, frente al que se encuentra solo y aislado: está condenado a un continuo interrogarse sin esperanza de encontrar la respuesta. Pero, por otra parte, en el ejercicio de esa capacidad de interrogarse a través de la obra, se encuentra ya la expresión, en tanto que esa obra nos enfrenta a la condición última del destino humano, es la posibilidad de dejar un testimonio más allá del imperio devorador del tiempo.

En una de las páginas de “El inmortal”, el narrador nos dice: “La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos”. Mediante la inclusión del personaje llamado Borges en esa única historia, la historia de un destino, que es su obra, Jorge Luis Borges ha obtenido un efecto semejante. “Yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica”, nos dice en “Borges y yo”; pero también en esa misma confesión termina afirmando: “No sé cuál de los dos escribe esta página”. La expresión de la irrealidad de las apariencias ante una totalidad inalcanzable, que él ha tratado de encerrar mediante su literatura, termina de este modo encerrando dentro de sí al mismo personaje que la realiza. Con esta suposición, Borges cierra definitivamente el círculo de su concepción idealista. En un mundo ideal en el que todo se suma a la realidad última de la idea, el Borges contenido en los cuentos y poemas, que a su vez se agregan de una manera inevitable a la idea, no es menos real y por esto mismo menos fantasmal, que el que los crea.

Jorge Luis Borges que inició la creación de este personaje para que, en cierto sentido, representara la intromisión de la realidad en la ficción en el “Hombre de la esquina rosada” para confundir los términos de las dos entidades y luego, en “El Aleph” y “El Zahir”, lo incluyó como símbolo de las pretensiones de una realidad trivial y temporal en relación con otra absoluta, ha derivado poco a poco hacia su caracterización como modelo del hombre que se enfrenta al problema de la identidad personal como el último conflicto de la condición del ser. Borges y Jorge Luis Borges han llegado a ser así, finalmente, la misma persona, responden a un destino común, justificado por su presencia en la literatura. Los dos hombres distintos, cuyos sucesos se mezclan en ella y que hacen que parezca irreal, responden a las exigencias más estrictas de esa literatura, que trata precisamente de expresar la irrealidad de la vida.

Esta condición se hace evidente por completo en las últimas obras de Borges, donde, como él mismo ha afirmado, abandona los artificios, la elaboración irónica que caracterizaba a sus cuentos, para acercarse cada vez más a la confesión, la meditación íntima y directa. A ella corresponden sus intensos poemas sobre los efectos del tiempo y la presencia de la muerte en su ser más íntimo, tal como los presenta en “Límites”.

Creo en el alba oír un atareado

rumor de multitudes que se alejan;

son lo que me ha querido y olvidado;

espacio y tiempo y Borges ya me dejan.

Lo mismo que la dolorosa meditación sobre la identidad, que lo lleva a unificar su ceguera con la de Groussac y a buscar en esa identificación el secreto de un destino común:

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnifica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

Otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo Plural y de una sola sombra?

¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.

El problema de la identidad queda así resuelto dentro de la concepción platónica que refiere toda la realidad a un arquetipo único. Jorge Luis Borges había anticipado ya esta solución en la breve prosa que refiere su último adiós a Delia Elena San Marco antes de la muerte de ésta y que termina afirmando:

Delia: alguna vez reanudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en la llanura, fuimos Borges y Delia.

La esencia fundamentalmente metafórica de la realidad queda afirmada una vez más de este modo; pero en otra dimensión, la de las realizaciones humanas, la existencia de la literatura creada por Jorge Luis Borges nos propone otra respuesta. En su ensayo sobre “The Purple Land”, Borges recoge una frase de Hudson en la que éste confiesa que “muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica; pero siempre lo interrumpió la felicidad”, calificándola de “memorable”. Sin embargo, en su entrevista con James Irby, él mismo afirma que “ningún hombre está hecho para la felicidad”. Quizás este reconocimiento de la infelicidad de los hombres que, como el “pobre protagonista” de “La casa de Asterión”, tal como Borges dice, “están condenados fatalmente a la soledad”, lo condujo a él a la metafísica y ha dado lugar a su literatura. En ella encontramos la deslumbrante expresión de una inteligencia y, sobre todo, de una conciencia, que ha sabido encarnar la verdad de las limitaciones humanas en un mundo que carece de respuestas para todas las preguntas finales, convirtiendo esta ausencia de respuestas en el sostén interior y la mejor justificación de su forma, de su irreprochable verdad estética que es ya en sí una respuesta, la única que le es dada totalmente al hombre. Pero en la realización de esa obra que lo contiene y lo expresa como el hombre capaz de afirmarse a sí mismo por medio del arte, Jorge Luis Borges se ha construido también como destino. Borges, el personaje y el creador, se unen así finalmente para que persista el hombre total y alcance, como él suponía que lo ha hecho Groussac, la inmortalidad en ese terreno de la realidad que es el único de que disponemos para encontrarnos a nosotros mismos.






Mi querella*

JAIME GARCÍA TERRÉS

En última instancia me disgusta la lectura de Jorge Luis Borges. Pero jamás quisiera sumarme a quienes —a menudo por vaga consigna, y siempre equivocando el blanco— lo denigran torpemente. Yo repudio la actitud, no el talento que la ejerce.

Mi querella general es ésta: en Borges se consuma la perversidad de una inteligencia inhibida y replegada en una especie de vacío autosuficiente. Enemigo de toda trascendencia (y no hablo sólo de trascendencia sobrenatural), el temible argentino le opone un desfile de pálidos fantasmas que se devoran a sí mismos; un engañoso infinito de oquedades; una razón que opera sobre círculos y laberintos ficticios, demasiado soberbia para fundarse en verdaderos absolutos, o demasiado escurridiza para combatirlos cara a cara. Y no hay lugar de su obra que no denuncie ese malévolo escamoteo.

Los personajes de Borges carecen de alma y cuerpo; son puros nombres entrelazados con otros nombres. La aventura creadora se detiene en los límites del proceso inventivo, y no depara sino, de nuevo, su propio árido mecanismo. Lo fantástico degenera en apócrifo y acaba por extinguirse en yermas rutinas dislocadas. El juego vano amordaza a la sabiduría. La poesía, en fin, se agota en el congelado brillo de la frase.

Si Borges pecara por agobio de la carne, tales abismos serían humanos y llevaderos. Su pecado, al contrario, es inteligencia pura; es un lejano resabio del pecado angélico. En ello estriba su cruel impostura, y también su indiscutida —pero no envidiable— grandeza.






Paraíso e infierno*

MARGO GLANTZ

Narciso fue bello antes de conocerse y su hermosura quedó al descubierto en un acto de amor que le fue revelado por el eco. Entonces apareció el espejo y con él la duplicación, infierno de nosotros y de Narciso. Con la mirada reflejada, Eco pierde la vida y también Narciso; en ese instante empezamos a revolvernos todos en el laberinto que forma una espiral. Tal parece que hablo en un lenguaje de iniciados y que, entrando de lleno en el universo fantástico de lo esotérico, me someto a la tortura de la oscuridad y la retórica. No es ése mi objeto, aunque me precio de ser barroca.

Mi objeto es analizar dos problemas que afectan definitivamente la obra de dos escritores lejanos en el tiempo, en el estilo y a veces hasta en la temática, pero que en última instancia muestran una similitud de preocupaciones para llegar en un momento dado a la convergencia que otorga la espiral, después de transitar repetitivamente por la duplicación. Estos autores son Jorge Luis Borges y Jan Potocki.

Michel Foucault, autor de uno de los libros que mayor revuelo han causado, empieza su introducción a Las palabras y las cosas diciendo: “Este libro nació de un texto de Borges” y en Hispanoamérica es el autor que perfecciona una versión clásica actual de nuestra lengua ofreciendo a las generaciones que no tienen esa preparación una síntesis que sirve de enlace entre la tradición y el nuevo estilo que apunta en nuestros países. Alfonso Reyes pudiera ser en el terreno del lenguaje lo que es también Borges para América Latina, pero su visión del mundo no ofrece el atractivo que ofrece la de Borges. Quizá sea Paz el otro gran enlace, ese enlace lingüístico que nos define dentro del mundo, que nos asegura una continuidad con la tradición clásica española y que nos devuelve cierta identidad perdida, o mejor dicho, que empezamos a adquirir: Borges es uno de los escritores que han logrado mayor capacidad de síntesis. Consciente, como muchos, del desorden esencial de la naturaleza, intenta dominarlo creando un lenguaje sobrio y despojado, a la vez directo y expresivo.

Jan Potocki es totalmente distinto. Escasamente conocido hasta hace pocos años y hasta inédito, este conde polaco, nacido en 1761, fue uno de los fundadores de la arqueología eslava, viajero infatigable, defensor de la libertad de prensa en Polonia, consejero de un zar, etnólogo, y entre sus obras destacan algunas tan peregrinas como Principios de cronología para los tiempos anteriores a las Olimpiadas, que me encanta por su intemporalidad, una Descripción de la nueva máquina para batir moneda, una Memoria sobre un nuevo periplo del Ponto Euxino, así como sobre la más antigua historia de los pueblos del Taurus, del Cáucaso y de Escitia. Además practicó, una sola vez y a escondidas, un género muy en boga en los albores del romanticismo, el cuento de terror, de aparecidos, a la manera de la novela gótica inglesa, género que podríamos hacer entrar en el ambicioso y fascinante mundo de lo fantástico. Tantos viajes y tanta imaginación no lo salvaron del suicidio en 1815. Hacia 1805 publica, a hurtadillas, 100 ejemplares de su Manuscrito encontrado en Zaragoza. Reaparece hacia 1814 en París, y desde entonces se pierde en bibliotecas y archivos familiares, surgiendo de repente a la luz pública en breves plagios de autores conocidos y románticos como Washington Irving. Roger Caillois lo rescata por los años cincuenta de ese siglo xx y restablece el texto de la versión francesa.

Cerremos el paréntesis y volvamos a la espiral y a la duplicación. En un ensayo llamado “La duración del infierno”, Borges asegura que la especulación sobre el infierno “ha ido fatigándose con los años”. Insistir en plantear la dicotomía que encierra la oposición entre paraíso e infierno parece inútil regodeo: es casi una repetición maniqueísta de los principios del bien y el mal. Si se toma al infierno como el lugar que todas las religiones han reservado a los pecadores y al paraíso como el espacio abierto donde deambularán pasivamente los buenos, toda comparación o toda problemática se cancelan; pero si a infierno y paraíso agregamos un dato de temporalidad, el espacio adquiere forma y la materia se trasmuta como en la alquimia. Casi todos los infiernos han sido descritos iconográficamente en la literatura. Una cosa son los infiernos pavorosos que adornan muros y caballetes de iglesias y museos en los años viejos de la Edad Media que terminan con sus llamas y sus condenados a la lujuria retorcida y al ardor permanente y otros son los “infiernos portátiles” que cada hombre describe como Quevedo a su manera. La posibilidad concreta del infierno, y la del vicio en general, es limitada y las variantes que se exponen no nos ilustran demasiado, a lo más el número de lugares comunes se acrecienta en vana y escasa multiplicación que no resuelve ningún teorema.

El sentido verdadero del infierno está resumido en el mismo texto de Borges que dice así:

En esta página de mera noticia puedo comunicar también la de un sueño. Soñé que salía de otro y que me despertaba en una pieza irreconocible. Clareaba: una detenida luz general definía el pie de la cama de fierro, la silla estricta, la puerta y la ventana cerradas, la mesa en blanco. Pensé con miedo ¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no [me] pude reconocer. El miedo creció en mí. Pensé: Esta vigilia desconsolada ya es el Infierno, esta vigilia sin destino será mi eternidad. Entonces desperté de veras: temblando.

Dejemos a Borges temblar ante la terrible “vigilia sin destino” y veamos cómo se estremece Potocki.

Si la examinamos superficialmente, la novela del conde eslavo procede de manera muy diversa a la de Borges. Escribe un relato que se divide, como los relatos clásicos de la Edad Media y hasta de la época helenística, en jornadas a la manera del Decamerón o del Heptamerón. Una historia banal sirve de base para que varios personajes relaten diversas historias conectadas entre sí laciamente, y las peripecias se narran con un tono realista que a veces desmiente lo insólito del mismo relato. La verdadera trama es siempre otra y se descubre entre los vericuetos de una narración objetiva que describe con seriedad acontecimientos que se cumplen en un tiempo y un espacio lógicos —hablando de espacio lógico en el sentido más convencional del término—. El problema no es el demonismo aparente que consiste en tener relaciones carnales con dos beldades que ocultan dos demonios, sino en sentir que se tuvo una relación que planteó una liga con el pecado y el infierno. Si la trama se toma en ese nivel, nos quedamos en el infierno concreto de pacotilla que antes describía o en el paraíso aparente del placer sensual duplicado.

No, el verdadero infierno está en la repetición infinita y alucinante de una espiral que se desenvuelve y envuelve en un tiempo que evoluciona pero que permanece estático. Las situaciones y los personajes se desdoblan de la misma manera y la repetición nos conduce a un tiempo cíclico que no deja de moverse como esfera que carece de fin y de principio. Un hombre que se renueva en cada historia sostiene una y otra vez relaciones con una pareja de hermanas, dos moriscas, Zebedea y Emina. Una negra, símil obvio de la negrura y el caos del infierno o del mal tenebroso del mundo maniqueo, actúa como Celestina y la imagen de la Cruz perturba a los demonios lascivos aposentados golosamente en los cuerpos de las dos hermanas. Pero todo es sueño de sueño y la vigilia descubre un cadalso en el que yacen, carcomidos por los buitres, dos hermanos.

Así la duplicación se establece: la constelación de Géminis, en su doblez, preside el ocultismo y la magia de las ceremonias en las que prevalece uno de los pecados capitales, el más suculento, el de la carne. Dos hermanos ahorcados, dos hermanas, súcubos del demonio, dos hermanos judíos que practican la cábala y han sido prometidos a gemelos divinos y un joven aventurero, vuelven repetitivamente en espiral informe.

Así se unifican los elementos y se acuerda la relación con Borges. El tiempo circular y el reflejo, los laberintos y la infinitud de un espacio que se carcome a sí mismo, la eternidad detenida en su esfericidad sin punto de partida o de rechazo, y el sueño.

En “Las ruinas circulares” Borges describe a un hombre que aparece con frase elocuente en “una unánime noche”. Frente a él un templo circular semiderruido, el incendio y la vocación del sueño.

El propósito que lo guiaba no era imposible aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre; quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.

La vocación y la voluntad de sueño imponen una creación ajena a la vigilia. El estado esencial y definitivo es el del sueño; dentro de él se crea un mundo y, como en la Biblia, el Génesis se postula como una destrucción del caos y la instauración de la luz sobre la tiniebla.

El hombre sueña primero sueños caóticos, después sueños dialécticos, sueños con forma en los que se precisan nítidamente las figuras. El sueño intenta redimir al sueño de su vana apariencia e “interpolarlo en el mundo real”. Crear la realidad a partir del sueño y entender la vigilia no como el estado que sucede a la somnolencia, o como el momento en que las funciones lógicas regresan de tal suerte que la relación con la realidad parece restablecerse a la manera de Proust, sino como el estado natural del hombre cuando se ha vencido la irrealidad y se penetra en la realidad. Es decir, realidad e irrealidad pero no en sentido psicológico, sino mágico, alquímico. Es la transmutación de la irrealidad de un sueño en la creación, es la herejía de un ser que se autopostula, a través del sueño, como Dios. Un Dios sin motivo, un Dios que crea, saca del caos a los sueños, los transmuta. Insisto en la acepción alquímica de esta suposición. Para los alquimistas la posibilidad de transmutar los objetos, o más específicamente los metales en oro, para llegar así al gran principio de las cosas, exige tres postulados básicos:

  1. La posibilidad teórica de transformar todo tipo de materia en cualquier otra.
  2. La necesidad de que dicha transformación tenga lugar mediante la corrupción del material que ha de ser transformado y la generación de una nueva forma en él.
  3. El poder que tiene un ser sutil aunque no enteramente inmaterial, el pneuma, de convertirse en metal y dirigir la generación y evocar nuevas formas.*

Y estos postulados a su vez se apoyan en la suposición aristotélica de que la materia es una y esencial y que de ella se derivan las formas. Todo es materia, lo que cambia es la forma. Así, soñar una forma es crearla y darle vida como en generación espontánea. El aliento vital reviste ahora la forma del sueño y el sueño transmuta la materia en hombre. Borges hace que el personaje de su sueño continúe su labor y que soñando cree un mero simulacro de hombre. Su labor se define cuando pronuncia las palabras sagradas, es decir, “las sílabas lícitas de un hombre poderoso”. El vano esfuerzo de soñar fracasa si no se acompaña de encantaciones apropiadas. Aquí salimos de la alquimia y entramos en el ocultismo o en la cábala y en verdad pisamos el mismo terreno aún. La iniciación en ciencias ocultas presupone el conocimiento de ciertas fórmulas concretas y precisas que abren los sésamos adecuados. Así, soñar en abstracto lleva al error, pero soñar pronunciando las “sílabas lícitas de un nombre” permite crear, permite transmutar y del sueño saldrá un hombre.

La transmutación es aparente sin embargo, porque el que sueña ha sido a su vez soñado y la espiral se restablece descubriendo la verdadera realidad del hombre, ser de sueño, inmerso en otro ser de sueño. En otras palabras, lo soñado no responde a lo creado. ¿Qué otra cosa es “El Golem”, ese poema extraordinario donde Borges resume la misma idea que intentamos explicar en “Las ruinas circulares”? Un rabino pronuncia unas palabras y crea un ser amorfo. Dios ha creado al hombre y éste puede crear también un poema.

Todo se contiene dentro de sí mismo y se desdobla, pero el movimiento se detiene en la contradicción que implica la repetición ad absurdum de las cosas. Este juego concéntrico, y esa multiplicación de reflejos revelan un mero simulacro.

Repito un poco para clarificar algunas ideas: en la alquimia los aprendices de dioses trabajan con metales —es decir, objetos— para trocarlos en oro y así entender el sentido de la divinidad, descubrir el pulso del universo. En Borges se trabaja con una materia inasible, inasequible, el sueño que no está hecho, que sólo se da dentro de la mente humana y se revela en palabras. De esta materia invisible se desea obtener una nueva forma, un hombre, que ya existe antes, pero que no sabe aún si existe o no. Creando algo aunque sea en el sueño para alcanzar la propia realidad. Pienso que ésta es una de las ideas capitales de Borges y en ella se involucra la idea de la creación artística. Si Dios ha creado un mero simulacro que es el hombre, un ser torpe y hasta inmaterial que se contiene y se disgrega en el ámbito de un sueño, ¿cómo puede el hombre crear una obra de arte y sentir por ese hecho escueto que es ya hombre? Este planteamiento está a lo largo de toda la obra y se repite obsesivamente en un libro excepcional: El Hacedor.

A esta alquimia de los sueños se añade la cábala, suma de símbolos y cifras, o la gnosis, peripecia de pueblos que se dicen conocedores de la verdad. En general tendremos que incluir todas las ciencias ocultas sin olvidar la astrología. Alquimia, cábala, gnosis, astrología están en la base de muchos de los cuentos y poemas de Borges y van de la mano con las filosofías de los autores que le preocupan: Platón, Plotino, Spinoza, Berkeley.

En “Funes el memorioso” todo cabe en la mente de un solo hombre, cada cosa adquiere un relieve y una precisión infernales. La pluralidad de las cosas y la infinitud de sus matices se agiganta ante los ojos asombrados de un muchacho tullido que aprende lenguas y describe ciudades con la concreción espantable con que se describe algo muy conocido. En una medida, Funes aprende por un accidente repentino una simbología del mundo y de sus cosas, lo que cabalistas o gnósticos aprenden mediante cifras y palabras precisas. Funes transita también por los sueños y los reconstruye:

Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero.

Esa ardua reconstrucción implica una ceremonia, la del recuerdo inmemorial, y recordar adquiere una significación especial para Borges: deja de ser un verbo que evoca un pasado y lo revive para convertirse en palabra sagrada que abre la puerta oculta de un mundo mágico y prohibido para los no iniciados. Funes crea sistemas numéricos propios como Borges crea ciudades en las que hay torres de sangre y tigres etéreos, tantos como idiomas de nueva sintaxis y geometrías distintas a las nuestras, pero Funes y aquellos que crean sistemas de iniciados —insistamos en las ciencias que cultiva el ocultismo— caen en el mundo intolerable de la concreción, y dejan de pensar, porque pensar, subraya Borges, “es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”.

La espiral se concentra y paraíso e infierno se hallan en la misma curva, siguen el mismo sendero. La singularidad y la precisión nos hacen individuos, hombres diferentes, pero la posibilidad de precisión llevada a su último grado nos aleja del pensamiento. El pensamiento nos hace hombres, pero nos aleja de nuestra humanidad porque al abstraer la imprecisión se apodera de nosotros como un sueño.

A la intolerabilidad de la concreción se opone el vacío inanimado a que puede llevarnos la abstracción. De estos extremos surge otra contradicción que de nuevo nos duplica: la idea de que cada hombre es a la vez dos hombres y que a manera de espejo, sin precisar espacio ni tiempo, nos espera nuestro doble. Múltiples historias de Borges ilustran la abominable acción de los espejos y su poder de duplicación. Potocki les atribuye también poderes sobrenaturales. Si se pronuncian junto a ellos las frases adecuadas.

El mito de Narciso aflora de inmediato en cuanto se especula con espejos (valga el pleonasmo); Liriope esconde a Narciso y lo libra de ver y oír para salvarlo de la muerte. Pero no hay peor muerte que la de la reclusión en vida. Una voz aleja a Narciso de su prisión y lo conduce al conocimiento fragmentario de sí mismo; Eco, la ninfa, logra el prodigio: al verla Narciso conoce la hermosura, pero no su propia identidad. Es la voz de Eco en ondas concéntricas, formando la espiral, la que lo lleva a reflejarse en el espejo. La fragmentación se ejerce y Narciso, incapaz de distinguir entre su verdadero yo y el reflejo que establece la ilusión del agua, cae desdoblado sin recuperar ni la identidad ni la imagen. En este sentido los espejos pueden ser todo tipo de objetos que reflejen una imagen. Es espejo el recuerdo, la memoria, el sueño; son espejos los hombres que nos doblan en perpetua similitud con nosotros mismos, ya sea en el tiempo dispar o en el presente inmediato. También es un espejo la creación, partiendo de la creación humana que nos hace llegar a la divina, ¿pues qué otra cosa es el hombre sino sueño de otro hombre o reflejo apenas de un Dios enloquecido?

En “Orbis Tertius”, llamada también “Tlön” y “Uqbar”, Borges crea una ciudad que mantiene sus propias leyes y establece sistemas de ordenación singulares.

Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional

Si Borges hombre crea un cosmos ordenado que sigue sus propias reglas y cumple sus propias leyes; si el rabino de Praga construye un objeto-hombre que obedece a palabras cabalísticas; si el poeta imagina una obra y le imprime un sentido, el universo entero puede ser obra también de un dios irresponsable que como el hombre, como Borges o como el rabino en Praga, ha construido luz sobre tinieblas y pecado con castigo. Dios es la última instancia, pero una instancia confundida, suspensa entre paraíso e infierno que al dar la vuelta se confunden, omitiendo en su rápido paso los purgatorios y los limbos. El mundo es caos y los hombres crean sueños de orden que se cancelan a sí mismos. La cábala, la gnosis y la alquimia son síntomas de órdenes precisos, singulares, abiertos sólo a los iniciados. Los demás hombres se alejan de la precisión y piensan, buscando definir en la idea —a la manera platónica— los absolutos que les enseñen a gobernar las cosas.

Es en este juego de paralelas que se advierte la espiral y en sus repliegues vivimos a un tiempo paraíso e infierno, dejando de lado, a esta luz, el engranaje de opuestos con que la humanidad se ha torturado.

Borges: ficción e intertextualidad

Si se constata que la primera obra que escribió Jorge Luis Borges en 1905, a la edad de seis años, y con el permiso expreso de su padre, haya sido un resumen en lengua inglesa de la mitología griega, tendremos la justificación del título de este trabajo.

Habiendo aprendido a leer primero en inglés, gracias al influjo que sobre él tuvo Fanny Haslam, su abuela paterna, Borges ejercita su vacilante pluma en un texto flagrantemente intertextual. Es más, si su producción ya largamente extendida por el siglo se coloca en dos extremos y si se revisa el tipo de libros que escribió cuando empezaba y ahora que termina, constatamos dos libros, uno del principio de su carrera, Historia universal de la infamia, fechado en 1935, y Libro de sueños, aparecido en 1976, por tanto del final. Ambos son presentados en sus prólogos como “ambiguos ejercicios” sobre los cuales no se tiene mayor derecho que el que podría tener un traductor o un lector. Es decir, su actividad escrituraria es concebida como un ejercicio que permite luego pasar a una “trabajosa composición” de ficciones.

Ficción e intertextualidad, pues. Borges escribe ficciones que se inscriben en el universal ámbito de lo intertextual y su filiación es ampliamente declarada y su participación como escritor denigrada y soslayada. En efecto, en el mismo prólogo que antecede la impresión de sus historias infames, Borges añade las siguientes palabras:

(Estas historias) son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias. De estos ambiguos ejercicios pasó a la trabajosa composición de un cuento directo —“Hombre de la esquina rosada”— que firmó con el nombre de un abuelo de sus abuelos, Francisco Bustos, y que ha logrado un éxito singular y un poco misterioso.

Enmascarado y defendido por “uno de esos abuelos” que combatieron en las luchas de independencia de Argentina y que Borges tanto admira, este joven tímido e irresponsable se lanza a la tarea de “falsear y tergiversar” ajenas historias. Es decir, que tanto en el nombre como en la acción que le da sentido al nombre, Borges se esconde detrás de alguien o de algo. Este esconderse que se traduce por falsearse determina, a pesar de la ambigüedad aparente de los términos empleados, un nuevo concepto explícito de la escritura. Una confesión expresa de la intertextualidad, una relación con lo escrito antes, una negación de la individualidad del escritor, una corroboración de la escritura como saber colectivo. Si a esta constatación añadimos el título que ostentan los libros mencionados la corroboración se magnificará: Historia universal de la infamia testifica en su capacidad abarcadora el mundo, expresado en su universalidad, y el intento de compilar el saber o registrar los hechos humanos que connota la palabra historia. Si a este título agregamos el de Historia de la eternidad, libro que continúa cronológicamente el de la infamia, esta constatación se vuelve en sí misma una hipérbole. La intención de intertextualidad es delirante y así se nos declara en la vociferación implícita del título que llevan los libros y los cuentos mismos, en los prólogos con que empieza cualquiera de sus impresiones —y que ahora ha publicado con ese título, Prólogos—, en las alusiones falsas de sus textos, en el aparato crítico falaz y sin embargo académico que los sustenta, en la minuciosa pero a la vez rápida incursión por las erudiciones, en su continuo tránsito por las enciclopedias que inician sus relatos, y que encarnan su andamiaje, en su pertinaz relación con autores del pasado, en su obsesiva visita a las filosofías. Es más, la intertextualidad es el cuerpo de la ficción.

Si entendemos por intertextualidad el hecho de que “todo texto es absorción y transformación de una multiplicidad de otros textos” (Kristeva, Todorov, Barthes), cualquier obra analizada estará “trabajada” por la intertextualidad. Pero la obra de Borges explícita esta relación, ya lo he dicho, la utiliza como fundamento de la ficción y sobre ella se construye. Analicemos el origen de la infamia:

En 1933, el periódico de Buenos Aires Crítica lanza un suplemento sabatino impreso en colores y ofrece a sus lectores tiras cómicas, crucigramas, cuentos, reseñas de cine y libros, etc. Borges es uno de sus directores y en el primer número publica bajo el rubro Historia universal de la infamia la biografía ficticia de “El espantoso redentor Lázaro Morell”. A partir de esta fecha hasta el 23 de junio de 1934, irán apareciendo, algunos sábados, las ficciones contenidas en ese libro de ejercicios ambiguos. Estas ficciones han sido construidas a partir de múltiples datos extraídos de muy diversas fuentes: un libro de Mark Twain, la Enciclopedia británica, una historia de la piratería, otra sobre los gángsters de Nueva York, textos de Swedenborg, Las mil y una noches, El libro del conde Lucanor, etc. Estas dispares fuentes se unifican en un procedimiento, el empleado por Marcel Schwob para construir sus vidas imaginarias:

Inventó biografías de hombres reales de los cuales poco o nada quedaba registrado, dice Borges. En cambio yo leí acerca de personas conocidas y deliberadamente varié y distorsioné los datos a mi capricho.

La erudición alimenta una construcción que, aunque apoyada en datos fidedignos, los distorsiona y en los intersticios de la distorsión se fundamenta la invención. Pero no para allí el procedimiento. El suplemento semanal que insertó las historias infames se nutre de literatura popular que sirve para entretener, y los relatos de Borges se entregan como un producto de subliteratura. La construcción empieza a volverse laberíntica.

La característica principal del laberinto, marca esencial de la ficción borgiana, es su complejidad, pero también su aparente sencillez. Y esa sencillez se inicia en el título “que aturde con su infamia” al colocar en la historia universal un dato contradictorio que la pone al revés: una heroicidad de signo contrario, como también lo ha sido el hecho de plantear una imitación de Schwob pero utilizando su mismo procedimiento a la inversa.

Al reconocimiento de un saber universal que determina una ficción se agrega un contexto popular que la vuelve cotidiana a pesar de todas las referencias librescas. Los “ejercicios ambiguos” empiezan a adquirir un relieve muy especial. Son ejercicios de erudición y de concentración histórica que revelan un saber enciclopédico y por ello total. Pero su totalidad se apoya no sólo en el intento por reducir lo universal a unas cuantas vidas infames, sino por acercarlas a un público que las contemple como productos de literatura popular. El laberinto, que es la ficción misma, empieza a construirse: literatura popular más literatura universal, más conocimientos enciclopédicos, más invención. Pero, ¿cómo concentrar en unas cuantas páginas la historia universal? Usando a la vez la concentración y la proliferación. Jorge Luis Borges mismo lo declara:

Estos ejercicios… abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas.

Los datos eruditos que se manejan como intertextualidad se disuelven en ficción: las imágenes fundamentales determinan la concentración.

Un movimiento específico acompaña al personaje y lo deja instalado como imagen: Billy the Kid marca en su revólver las muertes que lo han vuelto legendario, sin contar entre ellas a los mexicanos, y Monk Eastman “por cada pendenciero que serenaba hacía una marca en el brutal garrote”. Este acto repetitivo fija al personaje y lo graba en el relato de la acción, cumpliendo así literalmente la repetición.

La repetición se da en este nivel pero se reitera mediante la enumeración. El conocimiento es múltiple, abarcador, enciclopédico, y ocupa sólo el espacio abreviado de la reiteración, otra de las piezas para la construcción del laberinto.

La palabra enciclopedia convoca la idea de monumentalidad; sin embargo, las enciclopedias concentran en apartados, pulcramente separados por un orden alfabético, vastas cantidades de conocimiento. Borges procede de la misma manera, pero, además de concentrarlo, lo representa y la historia se reduce al comentario resumido de unas cuantas vidas infames que descuellan por su turbulencia, pero sobre todo por ciertos actos narrados que destacan como imágenes:

Los hilos de un relato se entrelazan de vez en cuando y forman una imagen en la trama; de vez en cuando los personajes adoptan una actitud, entre ellos o hacia la naturaleza, que deja grabado el relato como una ilustración. Crusoe retrocediendo ante la huella de un pie, Aquiles clamando contra los troyanos, Ulises doblando el gran arco, Christian que corre con los dedos en los oídos: cada uno de éstos es un momento culminante de la leyenda, y todos ellos han quedado impresos para siempre en el ojo de la mente. [Stevenson, citado por Borges].

Así la historia se desdobla; es, por una parte, como dice la Real Academia, “narración y exposición verdadera de los acontecimientos pasados y cosas memorables” pero también fábula, cuento. Y como cuento que descansa en imágenes “impresas en el ojo de la mente” se acerca al cine.

La invención se vuelve plástica en su representación y reitera imágenes, y al concentrar en un acto su signo determinante acude a otro tipo de intertextualidad que ya no es el texto escrito. Recordemos que el periódico que publica los cuentos infames publica también tiras cómicas y reseñas cinematográficas, y en honor de la verdad éstas están mucho más cercanas al cine que aquéllos.

Su colorido y su movimiento sucesivo es un sustituto del cine épico que a Borges le gusta reseñar en artículos también sucesivos. Esos tan reiterados “ambiguos ejercicios” han sido inspirados como lo confiesa Borges “en sus relecturas de Stevenson y de Chesterton y aun de los primeros films de van Stenberg…”

La realidad que la historia quiere que se capte no es vaga “pero sí nuestra percepción general de la realidad”; para contrarrestar esa débil percepción se manejan imágenes tajantes que nos la devuelven clarificada y sintetizada; de ahí el peligro de justificar demasiado los actos o de inventar muchos detalles. Hasta aquí la concentración que permite realizar el paso de la historia como narración verídica de los hechos a la historia como fábula o como cuento. El arte individualiza lo que la historia generaliza y procede por imágenes discontinuas como el cine.

Lo escénico otra vez, otra vez el gusto de contemplar la imagen. En esa inclinación, Borges parece acercarse a una intertextualidad que lo lleva a lo popular: tira cómica, historias truculentas y antiheroicas, cine épico, western, novela policiaca, contrastan con la erudición, con lo que el saber concentrado es realmente enciclopédico; pero si uno de los niveles de la lectura de este autor es esencialmente popular porque engloba todos esos aspectos asimilándolos gracias al procedimiento de la concentración y la proliferación, éste también nos conduce a otro significado de la imagen, su significado metafísico. “Los doctores del Gran Vehículo, advierte Borges al finalizar el prólogo que antecede la reimpresión de sus historias infames en 1953, enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad. Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro. Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes…”

Y el cine es también sólo superficie de imágenes; cuando la proyección, cesa la pantalla no refleja nada; es como un espejo que carece de fondo y cuya realidad es el vacío. También la palabra escrita evoca imágenes que impresas simulan una percepción visual, “ocular”. Su realidad es tan falsa cama el rostro del profeta velado, cuento con el que termina el ejercicio ambiguo y se inicia la composición de un “verdadero relato” en esta compilación de historias infames. El tintorero enmascarado Hákim de Merv es el más imaginario de sus infames, es el invento más total de esta galería de imágenes discontinuas que venimos trabajando. Su intertextualidad aparente es menor, más diluida, y su más cercano antecedente es El rey de la máscara de oro de Marcel Schowb y ciertos elementos históricos obtenidos en la descripción topográfica e histórica de Boukhara escrita por Abu-Bak Mohammad ibn Dja' far Narshakhi.

Borges mismo cita cuatro fuentes pero muchos de los elementos principales han sido inventados por él. Lo importante es advertir que Borges ha incluido, en la cita antes leída, a su libro como parte del universo y su profeta velado invoca, para validar su superchería, una herejía gnóstica; además el profeta tiene relaciones con la alquimia: es tintorero, combina ácidos, conoce los metales y su cara se ha transmutado por la lepra.

Esta transmutación de lo narrado en invención enfrenta una cosmogonía herética a una realidad desfigurada. El profeta es invulnerable y su rostro ciega a quien lo mira; la máscara, el velo son usados como intermediarios de una invulnerabilidad que causa la ceguera a quien la enfrenta; pero el verdadero rostro es el espejo descarnado del leproso; mirarlo es como experimentar el vitriolo, ácido que el tintorero emplea en sus experimentos.

El Dios que postula la cosmogonía de Hákim es un Dios espectral.

Esa divinidad carece majestuosamente de origen, así como de nombre y de cara. Es un dios inmutable, pero su imagen proyectó nueve sombras que, condescendiendo a la acción, dotaron y presidieron un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procedió una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, y éstos fundaron otro cielo más abajo, que era el duplicado simétrico del inicial. Ese segundo cónclave se vio reproducido en uno terciario y ése en otro inferior, y así hasta 999. El señor del cielo del fondo es el que rige —sombra de sombras de otras sombras— y su fracción de divinidad tiende a cero.

La famosa frase que convoca a Tlön aparece ya aquí, la subrayo:

La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables, porque multiplican y afirman.

La cosmogonía gnóstica así enunciada se guarda en el relato. El velado rostro del profeta huye de los espejos su reflejo; su invulnerabilidad es una parodia que enmascara, oculta, y sus artes mágicas derivan de la alquimia. La intertextualidad se amplía y se dirige a una zona esotérica, patrimonio iniciático pero también popular. Todo el saber se conjunta agregándose concentrado y repetitivo en páginas breves. Y al conjuntarlo y hacer de su libro una parte del universo entramos en la máxima sintetización mediante otra combinación alquímica.

Borges contextualiza su creación y sus ensayos prefiguran sus acciones. El ejercicio ambiguo que desemboca en la composición se inicia en la metafísica, que para Borges es una rama de la literatura fantástica. Imaginar a Dios y hacerlo protagonista de diversos relatos míticos que se consignan en las cosmogonías es la máxima ficción, concebida como invención y, como construcción, Borges reseña las cosmogonías, las relata traduciéndolas a su lenguaje y luego las incorpora a su ficción, pero al incorporarlas se inserta dentro del relato mítico. El profeta velado se contamina de la herejía de Basílides, analizada en Discusión, libro anterior al de la infamia. Y en el título de un ensayo aparece como imagen predominante la figura enmascarada: “Una vindicación del falso Basílides”.

Esta proliferación de la intertextualidad se asemeja a la cópula y a los espejos y se aproxima a la contaminación del libro. El libro sin embargo parece transmutarse y desaparecer como un sueño al tiempo que se le concibe simultáneamente como un libro total, como una posibilidad de lectura cifrada de lo cósmico. El libro de sueños aparecido en 1976 es una antología textual de sueños donde se insertan algunos textos firmados por Borges. El puro hecho de seleccionar el material se convierte en una autoría y todos los textos se asimilan a un solo autor polivalente, el propio Borges. Así se aniquila su individualidad al tiempo que se resalta. La intertextualidad se agiganta pero también se desvanece dentro del contexto de lo soñado, que equivale de nuevo a un reflejo en el espejo: lo soñado nos vincula con un rostro que se esfuma en cuanto la vigilia amenaza la noche.

La ambigüedad evocada en el “ejercicio” de una ficción preparatoria invade la composición total. A la precisión de ciertas imágenes tajantes responde la imprecisión de lo soñado. Pero la composición, la ficción, que se fundamenta en la intertextualidad y que se encarna en ella, nos conduce a un concepto que abarca todo lo anterior. La intertextualidad es el libro, pero el libro es concebido como una escritura cifrada del universo, como un espacio donde se conjunta la palabra y la escritura y por tanto como un espacio sagrado. Julia Kristeva dice en Texto de la novela:

La escritura es concebida como una red de marcas para cuya sustancia escritural y valor fonético de MATERIA es tan importante como el contenido expresado.

El reflejo vacío del espejo, la irrealidad del universo se conjuran en la escritura y en la palabra revelada, en el verbo encarnado en la escritura, y en ese espacio donde convergen palabra como sonido y palabra como grafía se recupera el universo, es más se concentra el universo.

El libro, combinación de letras y de números, es concebido como revelación, como otra forma de la herejía gnóstica, la cabalística: esa ciencia oculta que mediante combinaciones puede crear hombres imperfectos como el Golem o sueños perfectos como el tigre asiático. La composición combinatoria de palabras que preside a la ficción ordena el mundo y lo enfrenta así ordenado, dentro del espacio que la grafía condensa, “al desorden asiático de la realidad”.

La intertextualidad borgiana abre el camino a la lectura plural, a la rescritura de lo leído. En Borges converge el autor universal y desaparece el escritor que el individualismo romántico nos ofrece como estereotipo. Firmar un texto o antologarlo viene a ser lo mismo y en su escritura Borges convoca a la vez el problema mismo de la escritura y de su teoría, o mejor, de la composición del relato.






Desayuno more geometrico*

ENRIQUE KRAUZE

Al cerrar el libro eterno de Spinoza,
nos preguntamos si el Dios
de la Ética fue capaz de demostrar
la existencia del hombre.

ROGER CAILLOIS

Después de Schopenhauer, Hume y Berkeley, Spinoza es, quizá, el filósofo más querido para Borges. En sus ensayos y cuentos hay varias menciones explícitas a Spinoza que, como acostumbraba el propio filósofo, omiten toda referencia a su biografía y abordan, en cambio, el corazón de su sistema metafísico. Borges evoca, por ejemplo, la famosa sentencia “todas las cosas quieren persistir en su ser”, y lo hace tanto para explicar la presunción de inmortalidad del constructor de la Muralla China, como para lamentar que eternamente, al igual que la piedra que persevera en ser piedra y el tigre en ser tigre, él deba quedar en el otro Borges. Junto a Parménides, Platón, Kant y Bradley, Borges distingue siempre a Spinoza en la genealogía idealista. Algunos de los adjetivos que aplica al dios spinoziano resumen largos teoremas y escolios, como cuando lo llama “inagotable” o “indiferente”. De la Ética, Borges acude principalmente a las dos partes iniciales, las que definen a Dios y al espíritu. En cambio, apenas toca las dos secciones intermedias en las que Spinoza desciende al plano de los hombres, explica la naturaleza de los sentimientos y previene contra la servidumbre humana. El libro quinto de la Ética, sobre “la potencia del entendimiento o la libertad humana”, devuelve al hombre a la divinidad y quizá por eso atrae nuevamente la atención borgiana.

Que a Borges le interesa la invención de Dios mucho más que la vertiente normativa en el sistema de Spinoza resulta evidente en los dos sonetos que ha dedicado al filósofo de Amsterdam. En ellos se encuentran cinco maneras distintas de nombrar el parto de Dios en la Ética: Spinoza sueña un claro laberinto, construye a Dios, lo engendra, lo labra, lo erige. No obstante, aparte de las evocaciones habituales a su oficio de pulidor de lentes y a su origen judío, Borges desliza también dos líneas centrales en la biografía del filósofo: a Spinoza “no lo turba la fama” ni “el temeroso amor de las doncellas”. Sobre ambas libertades han escrito capítulos enteros los “arduos” eruditos. Los dos versos finales del soneto más reciente expresan, con una economía digna del amor dei intellectualis, la “beatitud” spinoziana:

el más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado.

¿Ha contribuido el laberinto racionalista de Spinoza a labrar algunos cuentos de Borges? Quizá la cábala o el idealismo de Berkeley proponen una metafísica que consiente mejor su conversión en literatura fantástica que la infinita divinidad de Spinoza. Para ejecutar ese otro milagro, Borges habría tenido que ser no “un argentino extraviado en la metafísica”, sino en la moral.

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La cafetería del hotel Camino Real no es precisamente la Spinozahuis de La Haya, pero Borges pasó por México y con una generosidad y paciencia en verdad spinozianas, accedió a hablar sobre la vida del filósofo y su relación con él, sobre el Spinoza que no está en los ensayos y los sonetos y sobre otros temas que pudieran resonar.

Borges, usted había prometido a sus lectores un libro sobre Spinoza ¿lo está escribiendo ahora?

No. Yo junté muchos libros, empecé a leerlos y me di cuenta de que mal podía explicar a los otros lo que no podía explicarme a mí mismo, y me he corrido a Swedenborg, que es más fácil. Creo entenderlo, creo que fue el maestro de Blake y que lo que hay de pensamiento en Blake se debe a Swedenborg. Luego, con María Kodama, estamos escribiendo ya un libro sobre Snorri Sturlusson, el gran historiador islandés.

¿De cuándo data su cercanía con Spinoza?

Mi padre fue profesor de psicología en Buenos Aires. Tenía una gran biblioteca inglesa, pues una de mis abuelas era inglesa. Yo me eduqué en la biblioteca de mi padre y, entre esos libros, estaba la Historia biográfica de la filosofía de Lewis, un judío que fue amante de George Eliot. Hay allí un capítulo, sobre todo emotivo, sobre Spinoza. De modo que diremos que data de siempre… Usted sabe que yo me enseñé alemán en 1977, llevado por Carlyle. Yo adquirí el Buch der lieder de Heine, la novela El Golem de Meyrink …

Heine fue un poco el san Pablo del spinozismo. En su libro sobre Alemania…

Me encontré una frase mucho muy linda sobre Heine, Stevenson lo cita y dice: “El más perfecto de los poemas del más perfecto de los poetas”. Qué lindo que él diga eso, ¿no? Sobre todo Stevenson. Bueno, sabía lo que decía. Las mejores obras que Heine escribió fueron las últimas “wer von euch ist Jehuda ben Halevi”. Aunque siempre fue un gran poeta. Hasta cuando escribía poemas que un muchacho argentino que no sabía alemán podía entender. Decía Heine que los alemanes que lo visitaban en París se encargaban de curarlo de la nostalgia… Yo he encontrado que hay dos escritores que se parecen mucho. Las frases de uno pueden ser de otro. Los versos no, los versos de Heine son superiores, pero, digamos, el humor, las bromas, son Oscar Wilde y Heine. Y los dos con el culto, para mí incomprensible, de Napoleón. Yo no admiro a Napoleón, yo creo que si uno admira a Napoleón uno está obligado a admirar a Hitler. Yo me rehuso. A diferencia de Carlyle, yo detesto a los dictadores.

¿ Usted piensa que hay un momento anterior en la crítica de Dios comparable al Tractatus Theologico-Politicus?

Le voy a contestar de un modo evidente. Es Descartes. Yo creo que Spinoza es la continuación lógica de Descartes. Descartes se dejó llevar por esa pequeña secta de la cual yo abomino, por esa secta protestante, por esa herejía que es la Iglesia de Roma; pero si se aceptan las premisas de Descartes, salvo que uno llegue al solipsismo, se llega al spinozismo. Eso quiere decir que Spinoza fue un pensador más coherente y, desde luego, mucho más valiente que Descartes. La valentía es para mí, sencillamente porque yo soy cobarde, una virtud esencial. Yo admiro mucho el valor, quizá porque soy de familia de militares: el coraje, la virtus, lo propio del hombre.

¿Y anterior a Descartes?

Yo encontraría uno, pero esto que yo digo no tiene ningún valor porque yo soy un ignorante. Yo diría que Escoto el Erígena. Yo no sé si usted esté de acuerdo conmigo, pero Escoto es un pensador extraordinario. Creo que corresponde al siglo ix. Desarrolló un sistema, y un sistema, además, que es un poco more geometrico, como el de Spinoza. Usted recuerda que él empieza:

Por aquello que no es creado y crea, que es Dios

Por aquello que es creado y crea, son los arquetipos

Por aquello que es creado y no crea, somos nosotros

Por aquello que no es creado y no crea, somos nosotros

cuando volvemos a la divinidad.

Tiene ese amor de la simetría típico de Spinoza, que es lo que estorba ahora la lectura de su obra.

Hay quien piensa que ese método geométrico proviene de la cábala…

Bueno, es muy curioso, porque él habla mal de los cabalistas; pero desde luego está cerca de la cábala. A mí me ha interesado mucho la cábala. Yo he leído versiones del Zohar, del Sefer Yetzirah, aunque quizá lo único que he entendido es el libro de Gerhard Scholem. Yo lo conocí en Tel-Aviv. El gobierno había arreglado que yo tenía que pasar media hora con Scholem, media hora dedicado a visitar una fábrica de jabón, otra media hora para saludar un gasómetro. Son cosas que se les ocurren únicamente a los gobiernos. Yo les dije, bueno, que el gasómetro se embrome, ¿no? A mí la fábrica de jabones… yo soy indigno de ella. Y me pasé toda la tarde y toda la tarde siguiente conversando con Scholem, que me enseñó muchas cosas. Scholem me mandó su libro porque Roger Caillois le dijo que yo había escrito un poema sobre el Golem y que había usado como rima Scholem (que era la única posible). Lo decepcioné. Yo no era lo suficientemente exótico, yo era un señor cualquiera… Es lo que ocurre con Argentina, el país que felizmente tiene menos color local del mundo. El país más insípido. Usted sabe que ahora, si uno quiere ver gauchos, uno tiene que ir a Brasil. Gauchos, en Buenos Aires, ya no quedan. Quería decirle otra cosa: la palabra “gaucho” y la palabra “pampa” no se usan jamás en el campo. Si usted dice “pampa” o dice “gaucho”, se hace ver enseguida que es porteño, porque la gente dice “el campo” y “un paisano”, pero nadie en el mundo, salvo Martín Fierro, que es un gaucho creado por la literatura, dice “soy un gaucho”. Nadie jamás se jactó de ser gaucho. Yo recuerdo a mi madre decir: “Si alguien dice ‘soy gaucho’, es un bruto, no un gaucho”.

Pero volviendo a la cábala, hay una cosa que sorprende sobre la cábala y Spinoza, es…

No, no. Yo creo que él habla en alguna parte de los delirios cabalistarum.

… y sin embargo, esa relación tiene algo de cabalista: el valor numérico de la palabra Dios, en hebreo, es el mismo que el de la palabra naturaleza, 86: una confirmación del Deus sive natura.

Es claro que a Spinoza, que no tenía una mente literaria o retórica, tenían que desagradarle las metáforas, los símbolos, el hecho de que los libros de la cábala fueran escritos para señalar un camino. Yo creo que todo en el Zohar está escrito para ser interpretado por el maestro, para ser explicado. No se propone enseñar las cosas, se propone indicar caminos. Aunque Spinoza tiene que haberlo leído. Él dominaba el hebreo, sobre eso no hay ninguna duda, ¿no es cierto?

No, ninguna. Y tampoco hay duda de que leyó libros sobre el Zohar…: ¿Usted ha notado la buena prensa que ha tenido siempre Spinoza entre los socialistas, a partir de Marx?

No, pero he notado que Spinoza ha tenido esa virtud de inspirar devociones. Por ejemplo, recuerdo los famosos ensayos de Renan, de Arnold. Posiblemente el Spinoza de Novalis no fuera exactamente el que fue, ni el de Coleridge tampoco, pero todos lo ven como un santo y se siente la santidad de Spinoza.

Quizá la devoción socialista por Spinoza tenga que ver con su supuesto ateísmo…

Como se confunde ateísmo y panteísmo.

…y eso a pesar de que Heine escribió que nadie se ha expresado sobre la divinidad de manera más sublime que Spinoza.

Von Gott gezungen, sí, nimmer… Le voy a contar una anécdota de Coleridge. Parece que de él y Wordsworth se sospechaba que eran partidarios de la Revolución francesa y se les veía un poco como posibles traidores. Entonces los siguió alguien y comunicó que estaban hablando todo el tiempo de un espía y ese espía era… Spy-Nousa. Se pusieron a buscar al espía Nousa. Además Nousa es una persona que se mete en las cosas, que está nousing around… ¿who can Spy-Nousa be? Entonces dejaron de molestar a Wordsworth y a Coleridge y se fueron a buscar al que era, evidentemente, la cabeza.

Justamente esa devoción romántica ¿en qué se originaba? ¿Por qué se identificaban con Spy-Nousa?

Lo buscaban huyendo un poco del dios personal, que yo no he entendido, por lo demás. Recuerdo esa frase de Bernard Shaw, tan linda: God is in the making, y the making somos nosotros.

Un tema fascinante y misterioso es la excomunión de Spinoza. El antecedente de Uriel da Costa…

Conozco el nombre, nada más.

este hombre se suicidó en Amsterdam en 1640 (Spinoza tenía ocho años de edad) por un conflicto de creencias, de identidad, parecido al que catorce años después separaría a Spinoza de la Sinagoga. Da Costa era originalmente católico, estudió en la Universidad de Coimbra, huyó de Portugal a Holanda…

Es lindísima la Universidad de Coimbra, no sé si usted la conoce. Portugal es un país lleno de melancolía. Una cosa rara. Portugal sabe que ha perdido un imperio. Los españoles no saben que lo han perdido. Los españoles creen, por ejemplo, que usted y yo somos, no súbditos, pero sí, desde luego, virreinales. Usted sabe que Julián Marías propuso en un artículo verdaderamente bochornoso que La Nación le publicó, que por qué, en lugar de decir México, Colombia, Uruguay, no decíamos “Las Españas”. ¿No es increíble eso? Pero en España no es raro.

El virrey Ortega y Gasset no pensaba otra cosa… pero volviendo a la excomunión, ¿debió significar una tragedia para Spinoza?

Yo creo que no. Y sin embargo, trataron de asesinarlo. Yo he leído que él corrió peligro personal…

alguien sacó un puñal después de una función de teatro. Él conservaba el gabán con la huella…

Sé también que fue un buen patriota holandés y que se jugó por la patria, porque Holanda representaba entonces la república, la tolerancia. Yo soy de ascendencia española, desciendo de conquistadores españoles del Río de la Plata, pero cuando yo leí The Rise of the Dutch Republic estaba de parte de Holanda… Yo no sé qué es una excomunión, pero sin embargo creo que él tiene que haber sentido el hecho de ser rechazado por sus hermanos. Vamos a ponerlo de un modo más módico y personal: yo he firmado declaraciones opuestas a una posible guerra con Chile. Entonces, mucha gente ha dicho que yo no soy argentino. A mí me ha dolido eso, aunque no sé muy bien qué es ser argentino, pero ya el hecho de pensar que había compatriotas míos y vecinos míos, que me veían como un forastero y como un traidor, me dolió. De modo que tiene que haber dolido; además, era una comunidad pequeña…

Es curioso que Spinoza llame la atención de los judíos en las márgenes del judaísmo…

Porque Spinoza está equidistante de la Iglesia y la Sinagoga.

y ambas lo reclaman, a veces, para sí, y lo rechazan también.

A mí me han pedido en la Hebraica conferencias sobre Spinoza que yo he hecho como he podido, pero ahora los nacionalistas judíos lo usan. Es lo malo, ¿eh? Bernard Shaw dijo que “la única tragedia en la vida es ser usado para fines innobles”. Ser usado es horrible. Ahora, yo no digo que los fines de quienes usan a Spinoza sean innobles, pero ser usado es horrible, aun en el amor: tiene algo de soborno.

Pero en fin, que como Spinoza vivió en los albores de la época de la Razón debió sentirse seguro, protegido por la nueva diosa.

No, no. Usted sabe que Milton dejó un libro de doctrina cristiana que se acerca al panteísmo. Ese libro se publicó póstumamente y los manuscritos él los había mandado a Holanda. Creyó que en Holanda uno podía decir cualquier cosa, en Inglaterra no. Ese libro de Milton es muy curioso porque se acerca al panteísmo. En todo caso, él dice que el universo es el cuerpo de Dios. Un panteísmo un poco moderado por el hecho de que Milton empezó siendo puritano, calvinista y algo le quedó siempre. Siempre queda algo de calvinismo o de cualquier fe.

El panteísmo fue alguna vez una tendencia importante en la religión judía.

Sí, pero en el Antiguo Testamento no, en el Antiguo Testamento, al contrario, es el Dios personal. Es, además, el Dios que ha hecho un pacto, ¿le parece poco un pacto con la divinidad?

No, me parece lo más personal del mundo.

Dígame, ¿usted sabe hebreo?, entonces puede enseñarme algo que he estado buscando toda mi vida. En inglés, la Biblia inglesa traduce I am that I am no ego sum qui sumo ¿Por qué? ¿Está relacionado con el hebreo? Debería ser yo soy aquel que soy, pero jamás yo soy el que soy. Ahora, según Buber, eso tiene una razón mágica: se pensaba que si alguien daba su nombre, se ponía en poder del otro. Entonces Dios elude toda información. Cuando Moisés pregunta su nombre, Dios contesta soy el que soy, es decir, no contesta. Hay unos versos de Amado Nervo —yo no soy devoto de Amado Nervo— pero él escribió: “Dios sí existe. Nosotros somos los que no existimos” que vendría a ser, un poco, el comentario a soy el que soy; es decir, ustedes son adjetivos míos, que es lo que pensaría Spinoza, además.

No, no creo que yo le pueda aclarar esto, pero quizá Buber tuviera buenas razones.*

…claro que sería una lástima. Sería mejor que ese Dios fuera el Dios de los teólogos, que la teología haya ido enriqueciendo a Dios.

Por cierto, Buber pertenece a una larga genealogía de pensadores, que comienza con Mendelssohn y Lessing y llega hasta nuestros días, que trata con piedad a Spinoza.

Bueno, es que hablando de un personaje muy distinto, hablando de Edgar Allan Poe con Octavio Paz, yo le dije que Poe había legado una imagen muy vívida de sí mismo. Quizá la obra de todo escritor sea eso y Spinoza nos ha dejado una imagen vívida, él que no se proponía ser vívido absolutamente… Hay una página en prosa mía y es ésta: “Un hombre se propone dibujar el universo. Tiene una pared, que nada nos cuesta imaginar como infinita, adelante, y en ella va dibujando anclas, torres, espadas, etcétera… y luego llega así al momento de su muerte. Entonces ve ese vasto dibujo. Le es dado ver ese dibujo infinito y ve que ha dibujado su propia cara”. Ahora, yo creo que eso es lo importante en un escritor. Es el caso de Poe o el caso de Spinoza que son tan disímiles, aunque Poe escribió “Eureka”, que es un sistema panteísta. Podemos imaginarlos.

Y aunque Spinoza no haya escrito casi ninguna página sobre sí mismo…

luego, al menos gramaticalmente, el enigma: la fórmula hebrea es Ejeyé asher ejeyé. Ejeyé utiliza la letra “vav conversiva”, que vuelve simultáneos todos los tiempos verbales. Dios habría dicho: Fui soy seré el que fui soy seré.

Todo eso ha ido dibujando su cara, como en la parábola mía. Bueno, siento haberlo defraudado. Usted me ha dado una mañana muy linda.

En la noche, casualmente, hubo una posdata more geometrica. Octavio Paz platicaba con Borges. Hay algo extraordinario en Spinoza, explicaba éste, algo que produce vértigo. Spinoza concibe un número infinito de atributos pero sólo dos conocidos: extensión y tiempo. “Por ejemplo. Tomo mi bastón y golpeo en el piso; esto sucede en el tiempo y el espado pero al mismo tiempo sucede un infinito número de cosas en un número infinito de realidades. ”Probablemente Octavio Paz entrevió en esto una justificación de la otredad y dijo: “¿Quiere usted decir que mientras ocurre esto, un eco del golpe repercute en otros mundos?” No, concluyó Borges, “no sólo un eco sino que el hecho mismo ocurre en un número infinito de realidades. Se siente vértigo al pensar esto”.

Adiós Borges. ¿Recuerda lo que dijo esta mañana sobre los románticos y Spinoza? Usted tiene también la virtud de inspirar devociones.

No, no. Ustedes se equivocan conmigo. Yo soy una alucinación colectiva.

9 de noviembre de 1978






Rencuentro en Buenos Aires*

EDUARDO LIZALDE

Asu muerte física se sobreponen los grandes muertos por su fama y sus obras, y suele descubrírselos hoy auténticamente más activos que cuando se hallaban en vida, como si fueran simplemente personas que se han ido de viaje y a punto se hallan de volver.

Así, en un reciente y placentero regreso a Buenos Aires, no tiene uno más remedio que rencontrarse con Borges, apenas desaparecido hace doce años, más presente y más vivo que nunca en las librerías, las calles, los barrios y la vida de su majestuosa y bella urbe natal, en la que fue frecuentemente malquerido por la izquierda recalcitrante y utópica, el justicialismo ortodoxo, la derecha ultramontana, de distintos rangos sociales e intelectuales.

Brilla en la esquina de la calle Maipú, que desemboca en la plaza del Libertador San Martín, la placa en que se da constancia de que allí habitó durante varias décadas el autor de la Historia universal de la infamia, pero por todas partes está impresa su imagen (contada la Cantina Norte, donde la portada del menú es una foto suya caminando frente a la puerta de ese habitual y espléndido comedero); abundan en las librerías, los puestos de periódicos, los museos, los centros comerciales, los restaurantes, las tiendas de abarrotes, las bardas, los anuncios del subterráneo, los hoteles, igual los lomos de las reediciones de sus obras completas y sus libros aislados como los carteles y los desplegados que se ilustran con frases, versos suyos, fotos, dibujos de su rostro, que son emblema de Buenos Aires tanto como las imágenes y el canturreo tanguero de Carlitos Gardel. Borges se ha vuelto más Buenos Aires que nunca, y viceversa. No pasan los días por él.

Vivos se hallan también todos sus libros, del primero al último. Su Fervor de Buenos Aires, publicado en 1923, contiene textos juveniles y admirables de años anteriores. “No he rescrito el libro. He limado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades”, decía Borges al reeditar la obra en 1969.

Hay en ese libro de 1921 —cumplía el autor 22 años de edad—, un poema titulado “Arrabal”, donde leemos:

El pastito precario

desesperanzadamente esperanzado

salpicaba las piedras de la calle,

y divisé la hondura,

los naipes de colores del poniente

y sentí Buenos Aires.

Esta ciudad que yo creí mi pasado

es mi porvenir, mi presente:

los años que he vivido en Europa

son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré)

en Buenos Aires.

Extraño rescate es ése de un dudoso poema por el que acaso no sentía su redactor especial aprecio literario, pero que resulta en cambio una pura confesión, una declaración de su fervor bonaerense, como lo era el primer texto de aquel libro:

Las calles de Buenos Aires

ya son mi entraña…

Y también en los versos dedicados al cementerio de la Recoleta, que obsesivamente rememora en otros libros:

Bellos son los sepulcros,

el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,

la conjunción del mármol y de la flor…

Sombra benigna de los árboles,

viento con pájaros que sobre las ramas ondea,

alma que se dispersa en otras almas,

fue un milagro que alguna vez dejara

de ser milagro incomprensible,

aunque su imaginaria repetición

infame con honor nuestros días.

Estas cosas pensé en la Recoleta.

en el lugar de mi ceniza.

Anticipándose —más de sesenta años— trágicamente, a su hora final, ya suponía el poeta que sus restos reposarían alguna vez en ese gran panteón, junto a los de otros ilustres; pero no están allí, se encuentran en tierras suizas, como los de James Joyce (asimismo severo crítico pero amador de su traumática Dublín). Seguramente ingresarán un justiciero día triunfal los restos mínimos del grande ciego bonaerense a los terrenos de la Recoleta.






Mi vida por el mundo*

MANUEL MAPLES ARCE

Poco tiempo después vino a México Jorge Luis Borges a recibir el premio instituido para enaltecer la memoria de Alfonso Reyes. Por teléfono me dijo Alicia Reyes, directora de la Capilla Alfonsina, que al único escritor mexicano que Borges había manifestado el deseo de ver era a mí. Acudí a su hotel. Mientras Borges regresaba de un paseo a las Pirámides, lo esperé en el bar donde vino a buscarme Alicia con el joven Miguel Capistrán para llevarme al encuentro de Borges, quien me recibió proponiéndome la identificación de un verso mío: “y en todos los periódicos se ha suicidado un tísico”. Nos echamos a reír. Borges fue el primer escritor extranjero que se ocupó de mi libro Andamios interiores. Su recensión termina así: “Generoso de imágenes preclaras, el estilo de Maples Arce lo es también de adjetivos, cosa que no debemos de confundir con el charro despliegue de epítetos gesteros que usan los de la tribu de Rubén. Ya que es a todas luces evidente que una adjetivación laudable no ha de atenerse al prestigio de los vocablos aislados, sino a la conjunción feliz de ambas voces”. “Por su raudal de imágenes, por las muchas maestrías de su hechura, por el compás de sus versos que sacuden zangoloteos de encabritada guitarra, Andamios interiores resultará como vivísima muestra del nuevo modo de escribir…”

No había vuelto a ver a Borges desde mi paso por Buenos Aires en 1950. Sentados en un diván, uno al lado del otro, comentó la situación de su país con sus problemas políticos y morales, intercalando algunas bromas, que no se entienden sin conocer el folclor bonaerense. Me preguntó por mis experiencias japonesas. Le hablé del haikú, pero él se interesa más por la tanka. Ofrecí conseguirle El sendero entre hierbas de Kotomichi Okuma, traducido por Hirosada Nagata. Me recitó el fragmento de una vieja saga y la versión suya al español. Cuando llegó el fotógrafo cogió su bastón, se puso de pie y siguió recitando milongas jadeantes de aflicción y cuchilladas y romances populares del campo argentino por donde cruza la figura de Martín Fierro. Los recuerdos de nuestra vida y la poesía llenaron las horas tranquilas de la tarde confidente.






Ironías*

CARLOS MONSIVÁIS

En el mundo de habla hispana, ningún escritor dispone hoy de resonancia superior a la de Jorge Luis Borges, criterio cuantitativo y cualitativo que él desdeñaría como una de las supersticiones de la fama. Personaje memorable en muy diversos sentidos, Borges le añade al idioma una literatura señalada, distinguida por la precisión, la belleza expresiva, el genio aforístico, el despliegue tranquilo de la inteligencia, el don de síntesis, la adjetivación, memorable, que suele modificar el sustantivo, capacitándolo para acoplamientos subversivos, y método irónico que es elogio de las contradicciones, sentido del humor, festejo implacable de la tontería y creación de héroes del disparate, personajes únicos así los multiplique la falta de temor a Dios o, ya hablando en laico, la falta del temor al ridículo.

Según Borges, el humor es favor de la conversación. Pero él mismo, con ánimo efusivo, prueba otra posibilidad: el humor es la aceleración de lo grotesco oculto tras la solemnidad, el rejuvenecimiento de la herejía, el deleite del observar con pasmo crítico la fosa común de las pretensiones. Pongo un ejemplo notable, antecedente seguro de los libros de Bustos Domecq de Borges y Adolfo Bioy Casares, el personaje del cuento “El Aleph”: Carlos Argentino Daneri. Uno de los grandes relatos borgianos, “El Aleph”, se colma de tensión dramática y amorosa, con la amada ideal a cuyo retrato se acerca el escritor: “—Beatriz, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”. Y Daneri conduce a Borges al encuentro del Aleph, uno de los puntos del espacio que contiene a todos los demás, y que lo lleva a una de sus deslumbrantes enumeraciones:

Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar; vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo…

El Aleph, “ese objeto secreto y coyuntural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”, es tan extraordinario que borra o posterga en la memoria del lector al inconcebible Argentino Daneri, el escritor fallido por antonomasia, dispuesto a versificar la redondez del planeta: “En 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción”, y así sucesivamente. Y el bardo inmarcesible desecha cuartetos:

Sepan. A manderecha del poste rutinario

(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)

Se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste—

Que da al corral de ovejas catadura de osario.

Daneri es un personaje morrocotudo (uso una expresión de la que él no habría abjurado), y es el anticlímax que prepara la visión del Aleph, al contener en su obra y su persona todos los puntos concebibles de la grotecidad. Con inteligencia suprema, Borges despliega el contrapunto entre la poesía de la metafísica (el Aleph) y la hilaridad del desastre cursi (Daneri). El poetastro a nada le teme, porque, para acudir a su sistema metafórico, su retórica es el escudo resplandeciente donde la Medusa de la ignorancia se petrifica. Daneri lee con sonora satisfacción:

He visto, como el griego, las urbes de los hombres,

Los trabajos, los días de varia luz, el hambre:

No corrijo los hechos, no falseo los nombres,

Pero el voyague que narro, es… autour de ma chambre.

Borges deifica a Beatriz Elena Viterbo y se concentra en el vislumbre del infinito, pero “El Aleph” también se ríe, y el lector casi percibe el estruendo de sus carcajadas a costa de las fatuidades rioplatenses, la pompa de los académicos de la Lengua, el talante de los poetas locales de fuste, el hoyo negro de las buenas intenciones neobarrocas, el estro de las tardes asfixiantes en despachos iluminados por la ausencia de clientela, la certeza que guía la mano de alcaldes y jurisconsultos y médicos ansiosos de la posteridad tramitada por los sonetos “incandescentes” que redactan. Del cuento se desprende la vindicación del joyel del humor involuntario. En esto se adelanta a una pasión latinoamericana de hoy: el contentamiento en el desastre y el júbilo de observar a trasluz lo dicho o escrito con intenciones de eternidad. Y la parodia, al aclarar la desmesura, es una notable maniobra desmitificadora. De allí la excepcionalidad de Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977).

Si el primer libro con Bioy, Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), es un equivalente laico de los cuentos del padre Brown, de Chesterton, los textos de Bustos Domecq son el trazo desternillante y cruel de las pretensiones culturales y artísticas. La parodia —y las de Borges y Bioy son, según creo, las más extraordinarias en lengua hispana en el siglo XX— no acosa a la ineptitud, meta sin complicaciones; más bien, instala en el delirio a situaciones y personajes de polendas, y persuade al lector de hallar muy divertido este ascenso a los abismos. De allí la dedicatoria: “A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier”. Y que no se intente explicar la ironía porque se evapora.

Si en cuanto género, la parodia es un travesti mortífero del original, al realizarse con talento o genio resulta un hecho autónomo, porque el original, si lo hay, es apenas una copia. La naturaleza social quiere clonar el arte, lo fotográfico imita a lo paródico, lo real va en pos de su magna caricatura. Véase una de las crónicas de Bustos Domecq, el magnífico “Homenaje a César Paladión”. Paladión, diplomático en Ginebra, publica en 1909 un poemario Los parques abandonados, que —se nos aclara— no hay que confundir con otro del mismo tema y los mismos poemas de Julio Herrera y Reissig. Es inútil acusar de plagio a Paladión, autor también —entre otras obras maestras— de Emilio, El sabueso de los Baskerville, De los Apeninos a los Andes, La cabaña del tío Tom, Fabiola y las Geórgicas (traducción de Ochoa), que muere casi al terminar el Evangelio según San Lucas (“obra de corte bíblico, se nos informa, de la que no ha quedado borrador y cuya lectura hubiese sido interesantísima”).

Hay una explicación de este ser prodigioso, capaz de escribir De divinatione en latín (“¡Y qué latín! ¡El de Cicerón!”): “Antes y después de nuestro Paladión, la unidad literaria que los autores recogían del acervo común, era la palabra o, a lo sumo, la frase hecha”. Paladión escoge la ampliación de unidades, y por eso a un libro que siente dentro de sus posibilidades le otorga su nombre “y lo pasa a la imprenta, sin quitar ni agregar una sola coma, norma a la que siempre fue fiel. Estamos así ante el acontecimiento literario más importante de nuestro siglo: los parques abandonados de Paladión. Nada más remoto, ciertamente del libro homónimo de Herrera, que no repetía un libro anterior. Desde aquel momento, Paladión entra en la tarea, que nadie acometiera hasta entonces, de buscar en lo profundo de su alma y de publicar libros que la expresaran, sin recargar al ya abrumador corpus bibliográfico o incurrir en la fácil vanidad de escribir una sola línea”.

La idea es maravillosa por hilarante, e hilarante por maravillosa, y su origen evidente es uno de los grandes textos de Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde un hallazgo humorístico se convierte en un texto metafísico, y lo trascendente se alcanza entre sonrisas de amable malevolencia. La grandeza se obtiene por la intuición, que sólo los ignaros identifican con el hurto. Menard, asegura Borges, “no quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes”.

La atención a “Pierre Menard” testimonia el lugar de la ironía —y su complemento: la risa implícita o casi explícita en el texto— en la obra de Borges. El humor es un arma vindicativa, el espejo verídico, el laberinto donde sólo se extravían los solemnes, el tigre como la única posibilidad de ser devorado por el gato, el último recurso de la tan confiscada salud mental, sea en el orden de las parodias salvajes de Crónicas de Bustos Domecq, que festeja las ineptitudes de la inepta cultura y el candor militante, o a través de la complejidad del personaje de “Pierre Menard”, que a través de la clarividencia (la obra maestra es inmodificable, el nombre de su autor no) alcanza el abismo celeste: “Mi propósito es meramente asombroso —declara Menard—. El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la casualidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela”.

La idea satírica es, sin duda, la fundación borgiana del mundo de paradojas rientes que se convierten en sombras de la tragedia causada por la credulidad, la ignorancia y el autoengaño. La desmesura vuelve a Menard un titán del fracaso, algo más valioso que ser un alto funcionario del triunfo: “Mi empresa no es difícil, esencialmente. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo”. Y Borges sacraliza y desacraliza su pasión por el universo al revés: “¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard?”

Un cuento de Borges, “Tres versiones de Judas”, es un clásico de la ironía envolvente, que una vez emitida jamás termina. Un teólogo protestante, Nils Runeberg, acomete la vindicación metafísica de Judas. La primera: si Jesús se rebajó a mortal, Judas, discípulo del Verbo, se rebajó a delator. La segunda: Judas intentó “un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu”. Y la tercera versión es monstruosa o edificante como se quiera: “Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los abismos que trama la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas”.

Con “Tres versiones de Judas” Borges extrema la vocación paradójica sustentada en la ironía. A la blasfemia se llega por vía de la especulación, y con técnica semejante a la lucidez se arriba gracias al sentido del humor. Max Brod cuenta cómo Kafka se reía a carcajadas al leerle fragmentos de El proceso. No es difícil suponer a Borges alegrísimo por sus trasmigraciones de vidas y destinos. Menard escribe el Quijote; Nolan redime a Kirkpatrick de su traición en “Tema del traidor y del héroe”; Judas obtiene la plenitud divina al recibir los treinta dineros. La ironía es el sustrato de la complejidad de los textos y de la felicidad del autor.

A los grandes artífices de la sátira y la parodia (Juvenal, Aristófanes, Petronio, Rabelais, Swift, Voltaire, Alexander Pope, Dickens, Mark Twain, Wilde, Evelyn Waugh) conviene agregar algunos momentos deslumbrantes de Borges, y del Borges y el Bioy Casares de los textos de Bustos Domecq, tanto más vigentes al desvanecerse o volverse culturalmente inexplicables sus contextos. La retórica academicista perdió todo sentido devorada por el analfabetismo oficial; el estructuralismo literario no convoca atención alguna, el culteranismo es un misterio comparable a la identidad de Jack el destripador, y ya no se localizan seres proteicos como el polifacético Vilaseco, autor de Abrojos del alma, La tristeza del fauno, Mascarita, Calidoscopio, Viperinas, Evita capitana y Oda a la integración. Al prepararse las obras completas de Vilaseco, el prologuista conoce la fatiga:

Dado que el exhaustivo prólogo analítico, que va en cursiva cuerpo catorce, corrió por cuenta de mi cálamo, quedé materialmente debilitado, constatándose una disminución de fósforo en el análisis, por lo que apelé a un falto, para el ensobrado, el estampillado y las direcciones. Este factótum, en vez de contraerse a la fajina específica, dilapidó un tiempo precioso leyendo las siete lucubraciones de Vilaseco. Llegó así a descubrir que salvo los títulos eran exactamente la misma. ¡Ni una coma, ni un punto y coma, ni una sola palabra de diferencia!

¿Y eso a quién le importa si nadie los va a leer? El fin de la antigua retórica latinoamericana le hereda a estas parodias y sátiras la calidad de último referente. Del humor involuntario ya sólo queda la ironía voluntaria que lo evoca. Ya nadie leerá a los Carlos Argentino Daneri y a los Vilaseco. Todos seguiremos leyendo a Borges, y repitiendo sus respuestas famosas, a Borges, clásico de la ironía y la continua transgresión del respeto a los vivos en el presidium y a los muertos en el mausoleo (o al revés).






El encuentro con la poesía*

CARLOS MONTEMAYOR

El recuerdo sitúa de manera inesperada el transcurso del hombre, su vida, su recorrido; sus ámbitos son vastos y el círculo reducido de un hombre halla vasos comunicantes que lo rebasan y lo extienden, inevitable. El recuerdo suele mostrarse como el vaho que empaña un espejo y cuyo origen no logramos remontar; el espejo de que habla san Pablo, el espejo de las conjeturas de Léon Bloy. Se entrelaza con Swedenborg, con Spinoza, con los cabalistas, con el minucioso mundo de una conciencia que nos hace participar de los siglos, de nuestra especie y del cosmos. La transformación laboriosa de un texto, de un poema, incursiona en el recuerdo de un idioma o de su especie; el idioma mismo es un vasto recuerdo en que se acumula la realidad que nos cedieron hombres anteriores. Repetir un gesto, un abrazo, volver a sentir un afecto, es congregar una memoriosa forma de vida humana: amar, odiar, reír, despertar, soñar; son modos de ser de una insistente memoria humana, de una humildad de la vida. Borges abre este cauce y recobra la frescura de todo el orbe simbólico que la vida diaria promueve y soluciona. La tradición humana o la tradición del idioma, la tradición estética: ese otro recuerdo.

Esto es el cordel de oro de “El inmortal”; es el contorno esotérico de “Las ruinas circulares” o de la “Trama del traidor y del héroe”; es el motor inmóvil de “El jardín de senderos que se bifurcan”; es la música que se desprende del lenguaje de la última parte de “El fin”; son las comarcas definitivas y asombrosas de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (el final de este relato es más que cierto: la comprensión del texto y su conclusión “está en la memoria de sus lectores”), y “El acercamiento a Almotásim”… Muy laborioso será indicar este principio en la obra de Borges: a través de ella se abre otro recuerdo: tradiciones, hechos, sensaciones físicas y de la inteligencia —como decía Cuesta—, los velos vastísimos de los lenguajes de Occidente cerrados en vagos volúmenes de una biblioteca de Babel en que Borges incursionó y nos abrió camino. Recuperar nuestras bases, nuestros infiernos fundamentales del idioma y de la lectura (los infiernos de los latinos, de los griegos, de los hebreos, de los nórdicos), es el hecho cotidiano ya la vez simbólico de la obra de Borges: ninguno de los escritores contemporáneos (poetas y prosistas) de nuestra lengua, ninguno, repito, como él, nos da las raíces profundas del pensamiento, de la lectura, de la búsqueda y del hallazgo de la cultura y sus raíces míticas, poéticas, ocultas. El poeta que vive cotidianamente en esos laberintos y nos conduce como hierofante, es él. Como Homero, como Fausto, Borges conoce la ceguera: tan sólo el contorno distingue, el resplandor de la luz, porque de lo que es externo sus ojos ya sólo pueden aceptar la luz:

Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos… ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba? [“El Testigo”]

Cuando Cruz se vuelve a encontrar en esa noche cerrada donde gritan los chajás y acosan al bandolero fugitivo Martín Fierro, cuando comienza a comprender que él era en verdad el otro, el que se recobra en medio de la noche y del duelo de cuchillos, Borges tuvo la sagacidad de haber señalado, antes del canto del ave chajá:

avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento.

Los versos alejandrinos de “La noche cíclica” insisten en este hecho (versos celebrados en México hace ya treinta años por Xavier Villaurrutia)

…Pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo
que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del norte, del sur o del oeste
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota…

…Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo, ¿el proyecto? de un poema incesante:
“Lo supieron los arduos alumnos de Pitágora …”

El recuerdo de los objetos, de las formas que van configurando los destinos humanos, envuelve en varios textos de Borges la explicación cotidiana de varios hechos. Esa memoria de los cuchillos encerrados en una vitrina, “cuando ya sus gauchos eran polvo”, permite el formidable texto de “El encuentro”. Ese universo permite saber que “Funes el memorioso” es lo que no se piensa, es asomarse a la verdadera conciencia, cuya sangre o realidad está más allá del recuerdo. Es la revelación de ese poema de las cosas:

…Las cosas que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.

Cuando el cautivo retorna a la casa de sus padres, sin entender las palabras que oye, Borges apunta:

Yo quería saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron. [“El cautivo”].

La lectura “vagamente erudita”, muy humana, en cambio, de Borges, me parece ser un recuerdo, un conjuro que abre la memoria humana y la lleva a alcanzar el ámbito cardinal del hombre, el hombre primordial, el único. “Durante muchos años yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre”, escribió en “La flor de Coleridge”, y acaso no debemos vacilar en aceptarlo literalmente. Los nombres que asume este hombre (Carlyle, Becher; Whitman, Coleridge, etc.). “Sólo es mera estadística, es una adición imposible”, como dice uno de los más bellos poemas de El oro de los tigres:

Un solo hombre ha mirado la vasta aurora.

Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.

Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.

Borges, no ajeno a la cábala (como Joyce), sugirió en varios pasajes de sus escritos que cada objeto y cada sensación configuraban un lenguaje olvidado; también, que la vida de cada hombre era una palabra de un libro que, a su vez, era el universo o Dios; esta indescifrable biblioteca del mundo la recorre cada hombre, la consultamos cada amanecer.

Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca, de una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente.

Así comienza el prólogo dedicado a Leopoldo Lugones, del libro El Hacedor. Es uno de los textos más acabados y más ricos de su prosa. No creo aventurado decir que en este texto Borges se ha logrado retratar con mayor exactitud; por ello, me detengo en lo que considero su eje fundamental. El texto continúa:

A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton.

Esas luces, esas siluetas, nos centran ya en un orbe intransferible, en un orden también mágico y quieto como la biblioteca misma. Aun el estilo recurre a hipálages donde la cualidad del sujeto pasa al objeto: “lámparas estudiosas”, o donde la misma mirada de Borges confiere sus cualidades a lo que mira: “los rostros momentáneos de los lectores”, “absortos en su lúcido sueño”. Los objetos, lo que mira y lo que es mirado, forman un todo donde se pierde o donde nada es menor ni mayor. En esta visión, en estas líneas, se abre el texto hacia sus párrafos fundamentales. Antes de leerlos, empero, repasemos el final del poema.

Sabemos que esa Biblioteca apenas descrita trató de ser la de Leopoldo Lugones; Borges llegaría hasta el despacho de éste y le entregaría el libro El Hacedor, Lugones vuelve las páginas

y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.

A partir de este encuentro, el desenlace del texto se sitúa en el hombre cotidiano Borges, en su confesión de hechos objetivos. Escribe:

En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta Biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible.

Pero esta escena imposible, el acercamiento a esta escena, se da en el texto a base de recuerdos que lo sitúan en un orbe bastante preciso: a través de la engañosa, nostálgica literatura, muestra el sitio descifrable al que desciende. A partir de la descripción de los lectores y las lámparas estudiosas, escribe:

Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:

Ibant obscuri sola sub nocte per umbras

Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho.

Después de recordar el texto de Lugones (el árido camello del Lunario) llega a Virgilio. El hexámetro citado es el verso 268 del libro vi de la Eneida. Éste es el eje primordial del texto. Antes de dar la traducción, señalo lo siguiente: en la edición de la Eneida preparada por Rubén Bonifaz Nuño, leemos:

Ibant obscuri sola sub nocte per umbram;

lo mismo se lee en la edición de Virgilii Maronis Opera preparada por Sixtus Colombo. En el texto que tengo a la mano de El Hacedor de Borges dice, empero;

Ibant obscuri sola nocte per umbras

Acaso es una errata de mi ejemplar, acaso sea una modificación de la memoria de Borges. En Borges dice per umbras, en Virgilio, per umbram. Aunque sólo llegue a tratarse de erratas, me parece que da por ello mismo la importancia que tiene para el texto (y que tiene para Borges). Hace unas semanas pude saber que la modificación es debida al recuerdo de Borges. Una noche, en México, hablamos solos durante hora y media; comenzamos nuestra conversación a propósito de Virgilio, y sobre este mismo verso. Lo oí decir de memoria el hexámetro: el final tenía el silbido terso de la s española: …per umbras.

El hexámetro lo traduce así Bonifaz Nuño:

Bajo la solitaria noche, por la sombra, iban oscuros.

Umbram está en acusativo singular, y por ello se traduce por la sombra; mas la memoria de Borges lo había alterado a umbras, acusativo plural. Siguiendo la traducción de Bonifaz Nuño, leeríamos así el hexámetro corregido por Borges:

Bajo la solitaria noche, por las sombras, iban oscuros.

Sombras ya no se refiere aquí a la oscuridad de ese sitio, sino a sus habitantes. Ahora bien, el hexámetro abre en el canto de Virgilio la entrada a los infiernos, el paso de Eneas siguiendo a la Sibila por el interior de los infiernos. Umbram alude a la calígine infernal; umbras a las sombras de los muertos, a los espectros, a las almas descarnadas que lo habitan y que los rodeaban a su paso. Borges no ha sido el primero en hacer plural el acusativo Umbram, sin embargo; Enrique de Villena había escrito también, en el siglo XV:

Ivan escuras deyús de la noche por las sombras…

Su sentido en el texto dedicado a Lugones, pues, me parece valioso. El recuerdo de ese verso de la Eneida indica por sí mismo que Borges ingresaba en el mundo de los muertos, en los infiernos donde los fantasmas de los lectores, la Biblioteca con un tiempo perenne, mágico, se abrían para darle paso y encontrar la sombra fantasmal de Leopoldo Lugones; era la advertencia, era la confesión, de que esa reunión era imposible; era la confesión de que el mundo de los infiernos era conocido ya para él (“Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar”). Además, en la ceguera actual de Borges, el recuerdo y el encuentro con un solo hombre que ha hecho la literatura y que asume varios nombres (ingleses, nórdicos, españoles, hebreos) revela otra vez el ingreso en los infiernos, la conversación con las sombras que pueblan el infierno de nuestras raíces, de nuestra poesía, de nuestra literatura, de nuestro continente. En la ceguera, en el recuerdo, en la conciencia de los orbes del poema y de los días, Borges se abre paso en nuestras raíces, en el infierno, entre las sombras, y nos abre camino en el infierno del lenguaje, de la historia y la vida de nuestro trabajo de escritores y de poetas. Por ello sé que un hombre como Borges todo puede vivir:

Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.

Este encuentro de Borges con Lugones equivale, para nosotros, a nuestro encuentro con el orbe de la poesía, a la libertad de entrar, a través de su obra, en nosotros mismos, en la extensa planicie de lo que es el hombre, de lo que es el poeta.

México, 1973






Beneficios y maleficios*

AUGUSTO MONTERROSO

Lo que prohíbe a las torpes moscas
lamer tus almuerzos
de un ave eximia fue la soberbia cola.

Marcial, Epigramas

Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández, y finalmente volver a ese ilusorio paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.

Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.

Acostumbrados como estamos a cierto tipo de literatura, a determinadas maneras de conducir un relato, de resolver un poema, no es extraño que los modos de Borges nos sorprendan y que desde el primer momento lo aceptemos o no. Su principal recurso literario es precisamente eso: la sorpresa. A partir de la primera palabra de cualquiera de sus cuentos, todo puede suceder. Sin embargo, la lectura de conjunto nos demuestra que lo único que podía suceder era lo que Borges, dueño de un rigor lógico implacable, se propuso desde el principio. Así en el relato policial en que el detective es atrapado sin piedad (víctima de su propia inteligencia, de su propia trama sutil), y muerto, por el desdeñoso criminal; así en la melancólica revisión de la supuesta obra del gnóstico Nils Runeberg, en la que se concluye, con tranquila certidumbre, que Dios, para ser verdaderamente hombre, no encarnó en un ser superior entre los hombres, como Cristo, o como Alejandro o Pitágoras, sino en la más abyecta y por lo tanto más humana envoltura de Judas.

Cuando un libro se inicia, como La metamorfosis de Kafka, proponiendo: “Al despertar Gregario Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”, al lector, a cualquier lector, no le queda otro remedio que decidirse, lo más rápidamente posible, por una de estas dos inteligentes actitudes: tirar el libro, o leerlo hasta el fin sin detenerse. Conocedor de que son innumerables los aburridos lectores que se deciden por la confortable primera solución, Borges no nos aturde adelantándonos el primer golpe. Es más elegante o más cauto. Como Swift, que en los Viajes de Gulliver principia contándonos con inocencia que éste es apenas el tercer hijo de un inofensivo pequeño hacendado, para introducirnos a las maravillas de “Tlön” Borges prefiere instalarse en una quinta de Ramos Mejía, acompañado de un amigo, tan real, que ante la vista de un inquietante espejo se le ocurre “recordar” algo como esto: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Sabemos que este amigo, Adolfo Bioy Casares, existe; que es un ser de carne y hueso, que escribe asimismo fantasías; pero si así no fuera, la sola atribución de esta frase justificaría su existencia. En las horrorosas alegorías realistas de Kafka se parte de un hecho absurdo o imposible para relatar enseguida todos los efectos y consecuencias de este hecho con lógica sosegada, con un realismo difícil de aceptar sin la buena fe o sin la credulidad previa del lector; pero siempre tiene uno la convicción de que se trata de un puro símbolo, de algo necesariamente imaginado. Cuando se lee, en cambio “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, de Borges, lo más natural es pensar que se está ante un simple y hasta fatigoso ensayo científico tendente a demostrar, sin mayor énfasis, la existencia de un planeta desconocido. Muchos lo seguirán creyendo durante toda su vida. Algunos tendrán sus sospechas y repetirán con ingenuidad lo que aquel obispo de que nos habla Rex Warner, el cual refiriéndose a los hechos que se relatan en los Viajes de Gulliver, declaró valerosamente que por su parte estaba convencido de que todo aquello no era más que una sarta de mentiras. Un amigo mío llegó a desorientarse en tal forma con “El jardín de senderos que se bifurcan”, que me confesó que lo que más le seducía de “La biblioteca de Babel”, incluido allí, era el rasgo de ingenio que significaba el epígrafe, tomado de la Anatomía de la melancolía, libro según él a todas luces apócrifo. Cuando le mostré el volumen de Burton y creí probarle que lo inventado era lo demás, optó desde ese momento por creerlo todo, o nada en absoluto, no recuerdo. A lograr este efecto de autenticidad contribuye en Borges la inclusión en el relato de personajes reales como Alfonso Reyes, de presumible realidad como George Berkeley, de lugares sabidos y familiares, de obras menos al alcance de la mano pero cuya existencia no es del todo improbable, como la Enciclopedia británica, a la que se puede atribuir cualquier cosa; el estilo reposado y periodístico a la manera de De Foe; la constante firmeza en la adjetivación, ya que son incontables las personas a quienes nada convence más que un buen adjetivo en el lugar preciso.

Y por último, el gran problema: la tentación de imitarlo era casi irresistible; imitarlo, inútil. Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrell; no a Joyce, o a Borges. Resulta demasiado fácil y demasiado evidente.

El encuentro con Borges no sucede nunca sin consecuencias. He aquí algunas de las cosas que pueden ocurrir, entre benéficas y maléficas.

  1. Pasar a su lado sin darse cuenta (maléfica).
  2. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo durante un buen trecho para ver qué hace (benéfica).
  3. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo para siempre (maléfica).
  4. Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica).
  5. Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica).
  6. Deslumbrarse con la fábula de Aquiles y la Tortuga y creer que por ahí va la cosa (maléfica).
  7. Descubrir el infinito y la eternidad (benéfica).
  8. Preocuparse por el infinito y la eternidad (benéfica).
  9. Creer en el infinito y la eternidad (maléfica).
  10. Dejar de escribir (benéfica).






Cuadernos del Plata*

BERNARDO ORTIZ DE MONTELLANO

Comprueban el intenso movimiento intelectual de Argentina nutrido de lectores ávidos o curiosos, de escritores de grandes y mínimos tirajes, de buenas y malas publicaciones, de brillantes centros universitarios, los libros y revistas que nos llegan —sin la frecuencia y extensión que quisiéramos—, reveladores de la seguridad con que autores y público enaltecen la positiva vida espiritual del país. Al lado de escritores, novelistas, poetas, que agotan ediciones numerosas figuran los nuevos, iniciados alrededor de Proa, cuyos valores, de la mejor calidad, coinciden ahora en la amistad de dos inquietos mexicanos: Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, aquel vecino de Don Segundo Sombra, la revista universitaria de la Plata, éste cerca de Libra y los Cuadernos del Plata, expositores de la más pura novedad literaria.

Dirigida Libra, la revista de las cuatro estaciones, por Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo Marechal, nos trae en su primer número además de la fina meditación de Alfonso Reyes: Las jitanjáforas —en esa parte de su estilo de conversación y simpatía—, poemas de Marechal, páginas de novela de Macedonio Fernández, y una Philografia en prosa moderna de Bernárdez que, con Jorge Luis Borges, Molinari y otros adelanta el pie derecho en la línea divisoria de las nuevas letras.

Reyes y Henríquez Ureña tienden a conservar despierto el interés por la poesía española de ciertas épocas, tan necesario al fondo de la cultura americana, en Libra publicando, anotada por el poeta Molinari, la Silva trágica de Bocángel y en Don Segundo Sombra, en edición tan exacta y limpia como el prólogo de Henríquez Ureña que la ampara, los Sonetos y la Fábula de Atis y Galatea de Luis Carrillo y Sotomayor, coespíritu de Góngora.

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Jorge Luis Borges publica en el número 2 de Cuadernos del Plata su Cuaderno San Martín (¿equivalente a nuestro Silabario de San Miguel?), libro de poesía centrada en la devoción de singulares recuerdos, hermética y limitada, por voluntad propia, al perímetro espiritual del poeta: su ciudad de Buenos Aires.

En grave tono elegiaco y escoltado por cuidadoso epígrafe a la poesía ocasional, con ruda belleza sin música de primera dimensión, dedica las voces del Cuaderno San Martín al “Cementerio”, a la “Elegía de los portones” y “a esa lealtad oscura que mi palabra está divulgando: el barrio” con “un amor no más ancho que una música” y huyendo siempre del olvido “que es el modo más pobre del misterio”.

Hablar a lo recóndito y específico, a lo regional propio, fue lo que hizo a veces nuestro gran poeta López Velarde y por este camino nos conduce ahora JLB, sólo que lo que pasa con nuestro poeta a la vista de extraños ojos nos sucede con Cuaderno San Martín: quedan numerosas, pequeñas islas sin perímetro comunicable en la poesía, sin resonancia viva en la atmósfera superior del poema, agravado, en la poesía de Borges, por la inutilidad de cualquier diccionario de la lengua castellana. Creemos que esta comprobación de regionalismo no universal será para el poeta el más grato elogio ya que no lo es para la poesía, en él, a pesar de todo, de innegable calidad.






Dos momentos y una posdata*

JOSÉ EMILIO PACHECO

In memoriam Mauricio Magdaleno

I. Borges en 1969

Argentina es un país extraño, capaz de producir a los dos hispanoamericanos más influyentes de todos los tiempos: Borges y Guevara. El boom se inició con la Revolución cubana y el Premio Internacional de los Editores que Borges y Beckett compartieron en 1961. Poco antes François Mauriac, Roger Caillois y André Maurois habían hablado admirativamente del escritor que en el curso de los sesenta se transformó en celebridad mundial: inspirador de Michel Foucault en Las palabras y las cosas, de la nueva novela y el nuevo cine; lectura obligatoria para todo escritor europeo o norteamericano que aspire a ser contemporáneo.

Después de tantos años de inferioridad ante nuestra madrastra adoptiva, la cultura europea, es imposible no sentir un gozo vindicatorio ante este segundo “retorno de los galeones”. El adjetivo “borgiano” circula ya en todas las lenguas; el crítico Richard Kostenaletz atribuye el descenso novelístico de Estados Unidos al desconocimiento de Borges y Beckett, los dos grandes maestros de la ficción actual; en las universidades los jóvenes impugnadores llenan auditorios para aplaudir las conferencias y recitales de Borges… Los ejemplos podrían multiplicarse. A Borges le ha tocado algo que ni buscó ni desea: no la humilde notoriedad del escritor sino la gloria en vida.

Por más que su lectura sea una de las mejores experiencias que puede darnos nuestro idioma, Borges no es un escritor fácil. Entre quienes hablan de él muchos sólo conocen al personaje o bien han hojeado los sustitutos de la lectura: aquellos libros sobre los libros de Borges que ya abundan en español, inglés y francés. Al margen de lo anecdótico, es necesario subrayar que Borges escribe la mejor prosa narrativa de nuestros días en castellano y en la ensayística comparte ese primer sitio con Octavio Paz. Borges ha hecho por la narración lo que hace setenta años hizo Rubén Darío por el verso: ambos son los renovadores, los fundadores que cambiaron desde América la lengua española y al hacerlo transformaron nuestra manera de hablar, de escribir, de leer y de pensar.

El pasado 24 de agosto Borges cumplió setenta años y publicó Elogio de la sombra con textos escritos a partir de 1967. Simultáneamente apareció el Diálogo con Borges de Victoria Ocampo. A Borges le han preguntado tantas veces las mismas cosas que resultaba muy difícil lograr una entrevista original. Victoria Ocampo la obtuvo haciendo que Borges trazara una autobiografía de urgencia con base en el álbum de familia.

Borges siempre tiene algo nuevo que decir o agregar a lo ya dicho. Una amistad de cuatro décadas, que sin embargo no se permite el tuteo o el voseo, le hace sentirse más cómodo con Victoria Ocampo que con ningún otro de sus interlocutores. Al ver las fotos de sus padres, sus casas, sus rostros de niño y adolescente, al leer esta conversación, uno entra en ese territorio en que la vida se hace literatura y la literatura vida.

Si por su difusión internacional Borges ha sido un protagonista de los sesenta, las obras en que está basada su fama fueron escritas en la década que se extiende entre 1939 y 1949, fecha de publicación de El Aleph. En cambio su gran obra poética intraducible por estar casi siempre rimada, no comienza verdaderamente hasta 1958 con la aparición en la revista Sur de cuatro sonetos: “Una brújula”, “Una llave en Salónica”, “Un poeta del siglo XIII” y “Un soldado de Urbina”, escritos al borde de los sesenta años.

A partir de 1955 Borges ya no pudo escribir a mano e ideó un nuevo método de composición: hacer borradores mentales caminando por las calles de Buenos Aires y una vez terminado el texto dictarlo a su madre. El relato breve y el poema con rima son las formas que mejor se adaptan a este método. Pero su organización mental y su memoria le han permitido después hacer cuentos, ensayos y versos libres, a despecho de la sombra “lenta y mansa” que elogia en su más reciente libro:

Vivo entre formas luminosas y vagas

que no son aún la tiniebla (…)

Mis amigos no tienen cara,

las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años…

En su juventud Borges descubrió que “las palabras pueden ser no sólo un juego de símbolos sino una magia y una música”. Al desaparecer las imágenes, la música se ha afinado aún más para él y se ha desvanecido la línea divisoria entre poesía y prosa. Como El Hacedor y sus dos antologías personales, Elogio de la sombra es un volumen mixto; Borges desearía que lo leyéramos como un libro de versos.

Junto a la inteligencia perdurable, lo que caracteriza al Borges de 1969 es la humildad. El prólogo resulta ejemplar: descree de las estéticas, recuerda que ninguna norma es obligatoria y el tiempo se encargará de abolirla: afirma que este tomo no es mejor ni peor que los otros pero añade a los espejos, laberintos, tigres y espadas dos temas nuevos —la vejez y la ética— y concluye:

La poesía no es menos misteriosa que los otros elementos del orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos porque es don del Azar o del Espíritu: sólo los errores son nuestros. Espero que el lector descubra en mis páginas algo que pueda merecer su memoria: en ese mundo la belleza es común.

Hay otra novedad, la reaparición del versículo que Borges no empleaba desde los “Two English Poems” de 1934 y ahora vuelve quizá como resultado de su traducción de Whitman.

Más allá de su ritmo, la forma tipográfica del versículo sirve para anunciar al lector que la emoción poética, no la información ni el razonamiento, es lo que está esperándolo.

Por ejemplo, “The Unending Gift” que apareció como prosa en la Nueva antología personal adquiere otro significado al republicarse en forma versicular.

Los poemas en rima consonante se hallan en minoría frente a los versos libres. Elogio de la sombra se parece más a los textos juveniles de Borges que a su obra de los últimos años. Algunos poemas tienen “argumento” y su desarrollo es semejante al de un relato, ya sea el monólogo de Cristo como hombre o el de un bibliotecario chino. Hay tres composiciones dedicadas a Israel y dos a James Joyce, un homenaje a Inglaterra y otro a las cosas que “durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido”.

Es una lástima que los poetas de nuestra lengua no hayan visto hasta qué punto Borges demuestra las posibilidades actuales de la rima y de las formas populares. Sus milongas son un equivalente de lo que representan en inglés las baladas y los pareados de W.H. Auden. La rubay, la cuarteta de Omar Khayyam, parece una forma excepcionalmente flexible con sus tres versos aconsonantados y uno suelto:

Que la luna del persa y los inciertos

oros de los crepúsculos desiertos

vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros

cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.

El versículo se convierte en un instrumento que reúne la fluidez de la prosa y la intensidad del verso:

Ahora es invulnerable como los dioses. Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer ni la tisis ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.

Sin embargo, el mejor Borges poeta es el Borges de sus rimas, incesantes variaciones de un mismo tema rescrito cada vez desde otro ángulo. Por ejemplo, en su concentrada eficacia, “Laberinto” es el equivalente lírico de un cuento magistral, “La casa de Asterión”:

Sé que en la sombra hay otro cuya suerte

es fatigar las largas soledades

que destejen y tejen este Hades y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.

Nos buscamos los dos. Ojalá fuera

éste el último día de la espera.

En un género ya característicamente borgiano, a medio camino entre el poema en prosa y el microrrelato, Elogio de la sombra presenta dos ejemplos extraordinarios —“Pedro Salvadores” y “Una oración”— y otros que poco añaden al prestigio de Borges. El primero cuenta la historia de un perseguido por el dictador Juan Manuel de Rojas que se oculta durante nueve años en un sótano. Empieza acosado y termina como un animal tranquilo en su madriguera o en una especie de oscura deidad. “Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender.”

“Una oración” es una crítica al padrenuestro y al non omnis moriar, el “no moriré del todo” que ha sido la esperanza de tantos poetas. Borges dice “no” al otro mundo y a la fama póstuma: “Quiero morir del todo; quiero morir con este compañero, mi cuerpo”. Tiene clara conciencia de lo que ha hecho pero carece de toda pretensión al respecto:

Que otros se jacten de las páginas que han escrito;

a mí me enorgullecen las que he leído.

Si alguna página de estos tiempos escrita en nuestro idioma alcanza a sobrevivir será probablemente de Borges. De él puede decirse sin cambiar una palabra lo que T. S. Eliot afirmó de Mark Twain:

Es uno de esos contados escritores, escasos en cualquier literatura, que descubrieron una nueva manera de escribir, válida para ellos mismos y para los demás… Uno de esos escritores que pusieron al día su lenguaje y al hacerlo purificaron el lenguaje común.

II. Borges en 1975

Hace seis años, cuando ya Borges disfrutaba y padecía el mayor prestigio y el mayor reconocimiento que ha conocido un escritor de nuestro idioma, cuando ya se daba por terminada su carrera y nadie esperaba que nuevos libros se añadieran al canon, tuvo el valor de emprender una última etapa a la que debemos Elogio de la sombra, El informe de Brodie, El oro de los tigres o El libro de arena. Al mismo tiempo se ha convertido en un escritor de lengua inglesa mediante la rescritura —más que la simple traducción— de sus libros clásicos publicados entre 1941 y 1962.

El Borges de los últimos tiempos ha abandonado en los dos idiomas que le son íntimos “las sorpresas inherentes al estilo barroco”. La publicación del libro de sus Prólogos y de Borges y el cine, estudio y compilación de Edgardo Cozarinsky, permite ver las diferencias y similitudes entre el Borges de los cuarenta y el Borges de 1975.

Entre uno y otro hay un hecho crucial: la pérdida de la capacidad de leer y escribir, la casi absoluta ceguera en que desembocó hace veinte años su miopía. Para que tuviéramos conciencia de lo que esto ha significado en la vida y obra de Borges, fue preciso esperar la entrevista a Jean-Paul Sartre recién publicada por Michel Contact en Le Nouvell Observateur. Sartre considera su profesión de escritor completamente deshecha al quedarse ciego, despojo que le quita toda razón de su existencia. Para Sartre el estilo es la manera de decir tres o cuatro cosas en una, lo que no excluye la sencillez sino al contrario. El estilo le está prohibido desde ahora a Sartre. Al volverse imposible la escritura se suprime para él la auténtica actividad del pensamiento. La manera literaria de exponer una idea o una realidad necesita de la corrección: Sartre ya no puede corregir porque es incapaz de releerse.

Hay una diferencia enorme entre dictar y redactar. Sartre piensa que si dictara no conseguiría nada semejante a lo que fueron los textos escritos y rescritos por su mano.

Sartre es un gran expositor oral. Borges se expresa tímidamente y con gran dificultad (excepto cuando se halla entre amigos), pero al transcribirse en letra impresa esas palabras de tan ardua enunciación tienen el mismo resplandor de sus páginas. A diferencia de Sartre, Borges siguió adelante, compuso en silencio, preparó borradores mentales que no dicta hasta que se encuentran acabados y pulidos. Tras quince años de entrenamiento en el poema rimado y la prosa breve pudo hacer cuentos de nuevo y también la mejor versión de Whitman que existe en nuestro idioma (Hojas de hierba, 1969).

A los setenta y cinco años “no puedo prometer ni prometerme sino esas pocas variaciones parciales que son, según se sabe, el recurso clásico de la irreparable monotonía… Escribo para mí, para los amigos y para atenuar el paso del tiempo”, dice en El libro de arena. Si careciera de otro valor, queda en pie la justificación de este volumen como discurso del estilo. Todas sus páginas son modelos de sencillez, equilibrio y precisión.

Quienes encuentren “sentimentales” estas razones —como si la literatura no estuviese hecha por personas concretas para gente concreta— y prefieran al Borges de hace treinta años tienen hoy la inesperada maravilla de un libro nuevo compuesto en su mayor parte por el Borges de entonces: la reunión de sus Prólogos.

En 1970 Borges declinó el ofrecimiento de dos autores mexicanos (Homero Aridjis y un contemporáneo suyo) para recopilar los textos que puso al frente de los libros ajenos, textos que nada tienen en común con esa aburrida y prescindible excrecencia del compromiso amistoso, la necesidad económica o la competencia académica, a la que llamamos prólogo. Afortunadamente Borges cambió de opinión y compiló a solas este volumen.

Una característica revolucionaria de este anarquista, que se ostenta de derecha con la misma ofensiva impetuosidad de la vanguardia en la que militó hace cincuenta años, es dinamitar la teoría de los géneros. Borges tiene cuentos que son ensayos, críticas narrativas, versos ensayísticos, poemas que son relatos, prosas que pertenecen de lleno a la poesía. Nada tan lejano a Borges como aspirar a una crítica que no sea una distinta forma de arte. Prólogos nos muestra al artista como crítico y al crítico como artista. Sus notas no quieren ser ciencia literaria sino ensayos en la definición de T.W. Adorno: planteamientos de un “yo” ante el mundo, un “yo” que contempla lo histórico, las manifestaciones del espíritu objetivo, la cultura como si fueran naturaleza. Borges siempre tiene algo lúcido, inquietante y revelador que decirnos aunque el objeto de su reflexión sea tan transitado como Cervantes, Shakespeare o el Martín Fierro.

Inmensas extensiones de bosque han sido arrasadas para nutrir la industria académica de los comentarios sobre Borges. Con todo, el libro de Edgardo Cozarinsky es el primero acerca de Borges y el cine. En 1931 Borges hizo reseñas cinematográficas para Sur, algunas llenas de aciertos precursores, otras equivocadas como la que intenta demoler Citizen Kane. La falibilidad de Borges lo humaniza: su agudeza lo lleva a excluir esta nota de las que añadió a Discusión en 1957.

Cozarinsky detalla los recursos que Borges ha tomado del cine para la puesta en escena verbal de sus cuentos y recorre sus aventuras cinematográficas como guionista, cita obligada en los textos de la crítica actual, presencia en las películas de Godard, Benayoun, Resnais, Allió… “doble” de Mick Jagger en Performance, autor adaptado por Torre Nilson, Múgica, Santiago y Bertolucci. Borges y el cine es un libro irremplazable.

III. Posdata: una polémica de 1973

En mayo de 1973 fue otorgado a Borges el nuevo Premio Internacional de Literatura Alfonso Reyes que constaba de cien mil pesos anteriores a la era de la devaluación permanente. Los diarios se llenaron de opiniones encontradas. Para uno de nuestros mayores poetas, Carlos Pellicer, Borges era “un declarado enemigo de México. Escribió poemas contra esta nación… alabó a los soldados victoriosos que penetraron en tierras aztecas y enalteció a los adversarios de la batalla de El Álamo. Despreció a la gente del río Bravo al sur y tuvo gestos y palabras ofensivas para el país… Por trascendente, enorme, importante que sea la tarea cumplida en el campo internacional de las letras, el escritor Jorge Luis Borges no debía haber sido postulado a ningún premio por los mexicanos… Al enemigo —y Borges es enemigo de México— se le puede tratar con respeto y hasta con admiración. Pero no se le premia”. (Pellicer; entrevistado en Excélsior por Rodolfo Rojas Zea.)

El martes 29 de mayo de 1973 Cristina Pacheco publicó en El Universal la única nota que conocemos hasta hoy sobre las referencias a México en la obra de Borges. El mayor agravio era desde luego el soneto “Texas” de 1961, que en su línea final dice: “y esas otras Termópilas. El Álamo”. En cambio había el elogio constante a Reyes, una reseña sobre el joven Maples Arce, testimonios de que Borges se supo de memoria “La suave patria” y juzgó a López Velarde superior a Lugones, una cita de Rubén M. Campos y El folclore literario de México.

En el capítulo dedicado a Billy the Kid en la Historia universal de la infamia (1935) se afirma dos veces que al morir debía a la justicia veintiuna muertes “sin contar mejicanos”, pero estas palabras se citan entrecomilladas como provenientes del mismo Billy. Un subcapítulo del relato se llama “Demolición de un mejicano” (otra vez con jota). La víctima es hollywoodescamente descrita como “más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales”. Borges añade que Billy the Kid “puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros” y que a veces “las guitarras y los burdeles de México lo arrastraban”.

En el cuento “El Aleph” (1945) contiene dos menciones: “un oleoducto al norte de Veracruz” y “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”. En la entrevista con Ronald Christ que publicó The Paris Review y más tarde fue incluida en la serie Writers at Work hay una observación acerca de la dificultad de tener amigos mexicanos o suizos, ya que la única actividad de quienes habitan ambos países es ser guía de turistas.

Hasta 1973 las líneas más extensas de Borges sobre México estaban en su desconocido prólogo a Juárez y Maximiliano, la obra teatral de Franz Werfel. Borges dijo en 1946 que el Maximiliano de Werfel “es un hombre complejo y escrupuloso, a quien han extraviado las circunstancias en un mundo implacable. Antes de combatir está derrotado, porque lo desarman la piedad y la lucidez. Incurre, gradualmente, en la falta máxima: la de admitir que su enemigo pueda tener razón. Dicta decretos filantrópicos: ampara al peón y al indio. Obra de esta manera porque ya entrevé que su causa, intrínsecamente, no es justa. A través de las derrotas y las traiciones (toleradas por él, íntimamente fomentadas por él), Maximiliano se convierte en su propio juez y en su propio verdugo. Siente un afecto inexplicable por Juárez. A éste (que acabará por fusilarlo en Querétaro) nunca lo vemos. En esa ocultación hay algo más que un hábil artificio dramático: Juárez es de algún modo la conciencia del triste emperador”.

En diciembre de aquel año Borges llegó por vez primera a México y recibió el premio que tiene el nombre de su gran amigo. Volvió en 1978 y en 1981, elogió en lo sucesivo al país (y a sus escritores) pero jamás le dedicó un poema como el que hizo para marcar su reconciliación con España.

Para Borges México fue sobre todo Alfonso Reyes. Murió sin haber escrito el cuento del personaje más borgianamente trágico de nuestra historia y tal vez el padre que Borges hubiera querido para sí: el general Bernardo Reyes que fue bravo entre los bravos, lo tuvo todo y lo perdió todo, cayó del inmenso poder militar y político a la humillación de rendirse a solas ante su antiguo caballerango y, como en un poema o un cuento de Borges, murió en una carga suicida de caballería contra el Palacio Nacional que sólo muerto pudo conquistar. (Gracias a una investigación hemerográfica de Miguel Ángel Flores.)






El arquero, la flecha y el blanco*

OCTAVIO PAZ

Empecé a leer a Borges en mi juventud, cuando todavía no era un autor de fama internacional. En esos años su nombre era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos. En México, hacia 1940, los adeptos éramos un grupo de jóvenes y uno que otro mayor reticente: José Luis Martínez, Alí Chumacero, Xavier Villaurrutia y algunos más. Era un escritor para escritores. Lo seguíamos a través de las revistas de aquella época. En números sucesivos de Sur yo leí la serie de cuentos admirables que después, en 1941, formarían su primer libro de ficciones: El jardín de senderos que se bifurcan.

Todavía guardo la vieja edición de pasta azul, letras blancas y, en tinta más oscura, la flecha indicando un sur más metafísico que geográfico. Desde esos días no cesé de leerlo y conversar silenciosamente con él. A diferencia de lo que ocurrió después, cuando la publicidad lo convirtió en uno de sus dioses-víctimas, el hombre desapareció detrás de su obra. A veces, incluso, se me antojaba que Borges también era una ficción.

El primero que me habló de la persona real, con asombro y afecto, fue Alfonso Reyes. Lo estimaba mucho pero ¿lo admiraba? Sus gustos eran muy distintos. Estaban unidos por uno de esos equívocos usuales entre gente del mismo oficio: para Borges, el escritor mexicano era el maestro de la prosa; para Reyes, el argentino era un espíritu curioso, una feliz excentricidad. Más tarde, en París, en 1947, mis primeros amigos argentinos —José Bianco, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares— eran también muy amigos de Borges. Tanto me hablaron de él que, sin haberlo visto nunca, llegué a conocerlo como si fuese mi amigo. Nuevo equívoco: yo era su amigo pero para él mi nombre sólo evocaba, borrosamente, a un alguien que era un amigo de sus amigos. Muchos años después, al fin, lo conocí en persona. Fue en Austin, en 1971. Cortesía y reserva: él no sabía qué pensar de mí y yo no acababa de perdonarle aquel poema en que exalta, como Whitman pero con menos razón que el poeta norteamericano, a los defensores de El Álamo. A mí la pasión patriótica no me dejaba ver el arrojo heroico de aquellos hombres; él no percibía que el sitio de El Álamo había sido un episodio de una guerra injusta. Borges no acertó siempre a distinguir el verdadero heroísmo de la mera valentía. No es lo mismo ser un cuchillero de Balvanera que ser Aquiles: los dos son figuras de leyenda, pero el primero es un caso mientras que el segundo es un ejemplo.

Nuestros otros encuentros, en México y en Buenos Aires, fueron más afortunados. Varias veces pudimos hablar con un poco de desahogo y Borges descubrió que algunos de sus poetas favoritos también lo eran míos. Celebraba esas coincidencias recitando trozos de este o aquel poeta y la charla, por un instante, se transformaba en una suerte de comunión. Una noche, en México, mi mujer y yo lo ayudamos a escabullirse del asalto de unas admiradoras indiscretas; entonces, en un rincón, entre el ruido y las risas de la fiesta, le recitó a Marie José unos versos de Toulet:

Toute allégresse a son défaut

et se brise elle-meme.

Si vous voulez que je vous aime,

Ne riez pas trop haut.

C’est a voix basse qu’on enchante

sous la cendre d’hiver

ce cœur, pareil au feu couvert,

qui se consume et chante.

En Buenos Aires pudimos conversar y pasear sin agobio y gozando del tiempo. Él y María Kodama nos llevaron al viejo parque Lezama; quería mostrarnos, no sé por qué, la iglesia ortodoxa pero estaba cerrada; nos contentamos con recorrer los senderillos húmedos bajo los árboles de tronco eminente y follajes cantantes. Al final, nos detuvimos ante el monumento de la Loba Romana y Borges palpó con manos conmovidas la cabeza de Remo. Terminamos el paseo en el café Tortoni, famoso por sus espejos, sus doradas molduras, sus grandes tazas de chocolate y sus fantasmas literarios. Borges nos habló del Buenos Aires de su juventud, esa ciudad de “patios cóncavos como cántaros” que aparece en sus primeros poemas; ciudad inventada y, no obstante, dueña de una realidad más perdurable que la de las piedras: la palabra.

Esa tarde me sorprendió su desánimo ante la situación de su país. Aunque él se regocijaba del regreso de Argentina a la democracia, se sentía más y más ajeno a lo que pasaba. Es duro ser escritor en nuestras ásperas tierras (tal vez lo sea en todas), sobre todo si se ha alcanzado la celebridad y se está asediado por las dos hermanas enemigas, la envidia espinosa y la admiración beata, ambas miopes. Además, quizá Borges ya no conocía el tiempo que lo rodeaba: estaba en otro tiempo. Comprendí su desazón: yo también, cuando recorro las calles de México, me froto los ojos con extrañeza: ¿en esto hemos convertido a nuestra ciudad? Borges nos confió su decisión de “irse a morir en otra parte, tal vez al Japón”. No era budista pero la idea de la nada, tal como aparece en la literatura de esa religión, lo seducía. He dicho idea porque la nada no puede ser sino una sensación o una idea. Si es una sensación, carece de toda virtud curativa y apaciguadora. En cambio, la nada como idea nos calma y nos da, simultáneamente, fortaleza y serenidad.

Lo volví a ver el año pasado, en Nueva York. Coincidimos por unos días, en el mismo hotel, con él y María Kodama. Cenamos juntos, llegó de pronto Eliot Weinberger y se habló de poesía china. Al final, Borges recordó a Reyes y a López Velarde; como siempre, recitó unas líneas del segundo, aquellas que empiezan así: “Suave patria, vendedora de chía…”

Se interrumpió y me preguntó:

—¿A qué sabe la chía?

Confundido, le respondí que no podía explicárselo sino con una metáfora:

—Es un sabor terrestre.

Movió la cabeza. Era demasiado y demasiado poco. Me consolé pensando que expresar lo instantáneo no es menos arduo que describir la eternidad. Él lo sabía.

Es difícil resignarse ante la muerte de un hombre querido y admirado. Desde que nacemos, esperamos siempre la muerte v siempre la muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre inmerecida. No importa que Borges haya muerto a los ochenta y seis años: no estaba maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad. Se puede invertir la frase del filósofo y decir que todos —viejos y niños, adolescentes y adultos— somos frutos cortados antes de tiempo. Borges duró más que Cortázar y Bianco, para hablar de otros dos queridos escritores argentinos, pero lo poco que los sobrevivió no me consuela de su ausencia. Hoy Borges ha vuelto a ser lo que era cuando yo tenía veinte años: unos libros, una obra.

Cultivó tres géneros: el ensayo, la poesía y el cuento. La división es arbitraria: sus ensayos se leen como cuentos, sus cuentos son poemas y sus poemas nos hacen pensar como si fuesen ensayos. El puente entre ellos es el pensamiento. Por esto, es útil comenzar por el ensayista. Borges fue un temperamento metafísico. De ahí su fascinación por los sistemas idealistas y sus arquitecturas diáfanas: Berkeley, Leibnitz, Spinoza, Bradley, los distintos budismos. También fue una mente de rara lucidez unida a la fantasía de un poeta atraído por el “otro lado” de la realidad; así, no podía sino sonreír ante las construcciones quiméricas de la razón. De ahí el culto que rindió a Hume y a Schopenhauer, a Chuang Tzu y a Sexto Empírico. Aunque en su juventud lo deslumbraron las opulencias verbales y los laberintos sintácticos de Quevedo y de Browne, no se parece a ellos. Más bien hace pensar en Montaigne, por su escepticismo y su curiosidad universal, ya que no por el estilo. También en otro contemporáneo nuestro, hoy un poco olvidado: George Santayana.

A diferencia de Montaigne, no le interesaron demasiado los enigmas morales y psicológicos; tampoco la diversidad de costumbres, hábitos y creencias del animal humano. No lo apasionó la historia ni lo atrajo el estudio de las complejas sociedades humanas. Sus opiniones políticas fueron juicios morales e, incluso, estéticos. Aunque los emitió con valentía y probidad, lo hizo sin comprender verdaderamente lo que pasaba a su alrededor. A veces acertó, por ejemplo, en su oposición al régimen de Perón y su rechazo al socialismo totalitario; otras desbarró y su visita a Chile en plena dictadura militar y sus fáciles epigramas contra la democracia consternaron a sus amigos. Después, se arrepintió. Hay que agregar que siempre, en sus aciertos y en sus errores, fue coherente consigo mismo y honrado. Nunca mintió ni justificó el mal a sabiendas, como lo han hecho muchos de sus enemigos y detractores. Nada más alejado de Borges que la casuística ideológica de nuestros contemporáneos.

Todo esto fue accidental; lo desvelaban otros temas: el tiempo y la eternidad, la identidad y la pluralidad; lo uno y lo otro. Estaba enamorado de las ideas. Un amor contradictorio, corroído por la pluralidad: detrás de las ideas no encontró a la Idea (llámese Dios, Vacuidad o Primer Principio) sino a una nueva y más abismal pluralidad, la de sí mismo. Buscó la Idea y encontró la realidad de un Borges que se disgregaba en sucesivas apariciones. Borges fue siempre el otro Borges desdoblado en otro Borges, hasta el infinito. En su interior pelearon el metafísico y el escéptico; ganó, en apariencia, el escéptico, pero el escepticismo no le dio paz sino que multiplicó los fantasmas metafísicos. El espejo fue su emblema. Emblema abominable: el espejo es la refutación de la metafísica y la condenación del escéptico.

Sus ensayos son memorables, más que por su originalidad, por su diversidad y por su escritura. Humor, sobriedad, agudeza y, de pronto, un disparo insólito. Nadie había escrito así en español. Reyes, su modelo, fue más correcto y fluido, menos preciso y sorprendente. Dijo menos cosas con más palabras; el gran logro de Borges fue decir lo más con lo menos. Pero no exageró: no clava a la frase, como Gracián, con la aguja del ingenio ni convierte al párrafo en un jardín simétrico. Borges sirvió a dos divinidades contrarias: la simplicidad y la extrañeza. Con frecuencia las unió y el resultado fue inolvidable: la naturalidad insólita, la extrañeza familiar. Este acierto, tal vez irrepetible, le da un lugar único en la historia de la literatura del siglo XX. Todavía muy joven, en un poema dedicado al Buenos Aires vario y cambiante de sus pesadillas, define a su estilo: “Mi verso es de interrogación y de prueba, para obedecer lo entrevisto”. La definición abraza también a su prosa. Su obra es un sistema de vasos comunicantes y sus ensayos son arroyos navegables que desembocan con naturalidad en sus poemas y cuentos. Confieso mi preferencia por estos últimos. Sus ensayos me sirven no para comprender al universo ni para comprenderme a mí mismo sino para comprender mejor sus invenciones sorprendentes.

Aunque los asuntos de sus poemas y de sus cuentos son muy variados, su tema es único. Pero antes de tocar este punto, conviene deshacer una confusión: muchos niegan que Borges sea realmente un escritor hispanoamericano. El mismo reproche se hizo al primer Darío y por nadie menos que por José Enrique Rodó. Prejuicio no por repetido menos perverso: el escritor es de una tierra y de una sangre pero su obra no puede reducirse a la nación, la raza o la clase. Además, se puede invertir la censura y decir que la obra de Borges, por su transparente perfección y por su nítida arquitectura, es un reproche vivo a la dispersión, la violencia y el desorden del continente latinoamericano. Los europeos se asombraron ante la universalidad de Borges pero ninguno de ellos advirtió que ese cosmopolitismo no era ni podía ser sino el punto de vista de un latinoamericano. La excentricidad de América Latina consiste en ser una excentricidad europea; quiero decir, es otra manera de ser occidental. Una manera no-europea. Dentro y fuera, al mismo tiempo, de la tradición europea, el latinoamericano puede ver a Occidente como una totalidad y no con la visión, fatalmente provinciana, de un francés, un alemán, un inglés o un italiano. Esto lo vio mejor que nadie un mexicano: Jorge Cuesta, y lo realizó en su obra, también mejor que nadie, un argentino: Jorge Luis Borges. El verdadero tema de la discusión no debería ser la ausencia de americanidad de Borges sino aceptar de una vez por todas que su obra expresa una universalidad implícita en América Latina desde su nacimiento.

No fue un nacionalista y, sin embargo, ¿quién sino un argentino habría podido escribir muchos de sus poemas y cuentos? Sufrió también la atracción hacia la América violenta y oscura. La sintió en su manifestación menos heroica y más baja: la riña callejera, el cuchillo del malévolo matón y resentido. Extraña dualidad: Berkeley y Juan Iberra, Jacinto Chiclana y Duns Escoto. La ley de la pesantez espiritual también rige la obra de Borges: el macho latinoamericano frente al poeta metafísico Macedonio Fernández. La contradicción que habita sus especulaciones intelectuales y sus ficciones —la disputa entre la metafísica y el escepticismo— reaparece con violencia en el campo de la afectividad. Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. En todo caso es un rasgo que aparece una y otra vez en sus escritos. Fue quizá una réplica vital, instintiva, a su escepticismo y a su civilizada tolerancia.

En su vida literaria esta tendencia se expresó como afición por el debate y por la afirmación individualista, En sus comienzos, como casi todos los escritores de su generación, participó en la vanguardia literaria y en sus irreverentes manifestaciones. Más tarde cambió de gustos y de ideas, no de actitudes; dejó de ser ultraísta pero continuó cultivando las salidas de tono, la impertinencia y la insolencia brillante. En su juventud, el blanco habían sido el espíritu tradicional y los lugares comunes de las academias y de los conservadores; en su madurez la respetabilidad cambió de casa y de traje: se volvió juvenil, ideológica y revolucionaria. Borges se burló del nuevo conformismo de los iconoclastas con la misma gracia cruel con que se había mofado del antiguo.

No le dio la espalda a su tiempo y fue valeroso ante las circunstancias de su país y del mundo. Pero era ante todo un escritor y la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad. Su curiosidad iba, en el tiempo, de los contemporáneos a los antiguos y, en el espacio, de lo próximo a lo lejano, de la poesía gauchesca a las sagas escandinavas. Muy pronto frecuentó y asimiló con soberana libertad los otros clasicismos que la modernidad ha descubierto, los del extremo Oriente y los de la India, los árabes y los persas. Pero esta diversidad de lecturas y esta pluralidad de influencias no lo convirtieron en un escritor babélico: no fue confuso ni prolijo sino nítido y conciso. La imaginación es la facultad que asocia y tiende puentes entre un objeto y otro; por esto es la ciencia de las correspondencias. Esta facultad la tuvo Borges en el grado más alto, unida a otra no menos preciosa: la inteligencia para quedarse con lo esencial y podar las vegetaciones parásitas. Su saber no fue el del historiador, el del filólogo o el del crítico; fue un saber de escritor, un saber activo que retiene lo que le es útil y desecha lo demás. Sus admiraciones y sus odios literarios eran profundos y razonados como los de un teólogo y violentos como los de un enamorado. No fue ni imparcial ni justo; no podía serlo: su crítica era el otro brazo, la otra ala, de su fantasía creadora, ¿Fue un buen juez de sí mismo? Lo dudo: sus gustos no siempre coincidieron con su genio ni sus preferencias con su verdadera naturaleza. Borges no se parece a Dante, Whitman, Verlaine sino a Gracián, Coleridge, Valéry, Chesterton. No, me equivoco: Borges se parece, sobre todo, a Borges.

Cultivó las formas tradicionales y, salvo en su juventud, apenas si lo tentaron los cambios y las violentas innovaciones de nuestro siglo. Sus ensayos fueron realmente ensayos; nunca confundió este género, como es ya costumbre, con el tratado, la disertación o la tesis. En sus poemas predominó, al principio, el verso libre; después, las formas y los metros canónicos. Como poeta ultraísta fue más bien tímido, sobre todo si se comparan los poemas un tanto lineales de sus primeros libros con las osadas y complejas construcciones de Huidobro y de otros poetas europeos de ese periodo. No cambió la música del verso español ni trastornó la sintaxis: ni Góngora ni Darío. Tampoco descubrió algún subsuelo o sobrecielo poético, como otros contemporáneos suyos. Sin embargo, sus versos son únicos, inconfundibles: sólo él podía haberlos escrito. Sus mejores versos no son palabras esculpidas: son luces o sombras repentinas, dádivas de las potencias desconocidas, verdaderas iluminaciones.

Sus cuentos son insólitos por la felicidad de su fantasía, no por su forma. Al escribir sus obras de imaginación no se sintió atraído por las aventuras y vértigos verbales de un Joyce, un Céline o un Faulkner. Lúcido casi siempre, no lo arrastró el viento pasional de un Lawrence, que a veces levanta polvaredas y otras despeja de nubes el cielo. A igual distancia de la frase serpentina de Proust y de la telegráfica de Hemingway, su prosa me sorprende por su equilibrio: ni demasiado lacónica ni prolija, ni lánguida ni entrecortada. Virtud y limitación: con esa prosa se puede escribir un cuento, no una novela; se puede dibujar una situación, disparar un epigrama, asir la sombra del instante, no contar una batalla, recrear una pasión, penetrar en un alma. Su originalidad, lo mismo en la prosa que en el verso, no está en la novedad de las ideas y las formas sino en su estilo, seductora alianza de lo más simple y lo más complejo, en sus admirables invenciones y en su visión. Es una visión única no tanto por lo que ve sino por el lugar desde donde ve al mundo y se ve a sí mismo. Un punto de vista más que una visión.

Su amor a las ideas fue extremoso y lo fascinaron muchos absolutos, aunque terminó por descreer en todos. En cambio, como escritor sintió una instintiva desconfianza ante los extremos y casi nunca lo abandonó el sentido de la medida. Lo deslumbraron las desmesuras y las enormidades, las mitologías y cosmologías de la India y de los nórdicos, pero su idea de la perfección literaria fue la de una forma limitada y clara, con un principio y un fin. Pensó que las eternidades y los infinitos caben en una página. Habló con frecuencia de Virgilio y nunca de Horacio; la verdad es que no se parece al primero sino al segundo: jamás escribió ni intentó escribir un poema extenso y se mantuvo siempre dentro de los límites del decoro horaciano. No digo que Borges haya seguido la poética de Horacio sino que su gusto lo llevaba a preferir las formas mesuradas. En su poesía y en su prosa no hay nada ciclópeo.

Fiel a esta estética, observó invariablemente el consejo de Poe: un poema moderno no debe tener más de cincuenta líneas. Curiosa modernidad: casi todos los grandes poemas modernos son poemas extensos. Las obras características del siglo XX —pienso, por ejemplo, en las de Eliot y Pound— están animadas por una ambición: ser las divinas comedias y los paraísos perdidos de nuestra época. La creencia que sustenta a todos estos poemas es la siguiente: la poesía es una visión total del mundo o del drama del hombre en el tiempo. Historia y religión. Dije más arriba que la originalidad de Borges consistía en haber descubierto un punto de vista; por esto, algunos de sus poemas mejores adoptan la forma de comentarios a nuestros clásicos: Homero, Dante, Cervantes. El punto de vista de Borges es su arma infalible: trastorna todos los puntos de vista tradicionales y nos obliga a ver de otra manera las cosas que vemos o los libros que leemos. Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil y una noches escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antología palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones. Practicó los géneros llamados menores —cuentos, poemas breves, sonetos— y es admirable que haya conseguido con ellos lo que otros se propusieron con largos poemas y novelas. La perfección no tiene tamaño. Él la alcanzó con frecuencia por la inserción de lo insólito en lo previsto, por la alianza de la forma dada con un punto de vista que, al minar las apariencias, descubre otras. En sus cuentos y en sus poemas Borges interrogó al mundo pero su duda fue creadora y suscitó la aparición de otros mundos y realidades.

Sus cuentos y sus poemas son invenciones de poeta y de metafísico; por esto satisfacen dos de las facultades centrales del hombre: la razón y la fantasía. Es verdad que no provoca la complicidad de nuestros sentimientos y pasiones, sean las oscuras o las luminosas: piedad, sensualidad, cólera, ansia de fraternidad; también lo es que poco o nada nos dice sobre los misterios de la sangre, el sexo y el apetito de poder. Tal vez la literatura tiene sólo dos temas: uno, el hombre con los hombres, sus semejantes y sus adversarios; otro, el hombre solo frente al universo y frente a sí mismo. El primer tema es el del poeta épico, el dramaturgo y el novelista; el segundo, el del poeta lírico y metafísico. En las obras de Borges no aparecen la sociedad humana ni sus complejas y diversas manifestaciones, que van del amor de la pareja solitaria a los grandes hechos colectivos. Sus obras pertenecen a la otra mitad de la literatura y todas ellas tienen un tema único: el tiempo y nuestras renovadas y estériles tentativas por abolirlo. Las eternidades son paraísos que se convierten en condenas, quimeras que son más reales que la realidad. O quizá debería decir: quimeras que no son menos irreales que la realidad.

A través de variaciones prodigiosas y de repeticiones obsesivas, Borges exploró sin cesar ese tema único: el hombre perdido en el laberinto de un tiempo hecho de cambios que son repeticiones, el hombre que se desvanece al contemplarse ante el espejo de la eternidad sin facciones, el hombre que ha encontrado la inmortalidad y que ha vencido la muerte pero no al tiempo ni a la vejez. En los ensayos este tema se resuelve en paradojas y antinomias; en los poemas y los cuentos, en construcciones verbales que tienen la elegancia de un teorema y la gracia de los seres vivos. La discordia entre el metafísico y el escéptico es insoluble, pero el poeta hizo con ella transparentes edificios de palabras entretejidas: el tiempo y sus reflejos danzan sobre el espejo de la conciencia atónita. Obras de rara perfección, objetos verbales y mentales construidos conforme a una geometría a un tiempo rigurosa y fantástica, racional y caprichosa, sólida y cristalina. Lo que nos dicen todas esas variaciones del tema único es también algo único: las obras del hombre y el hombre mismo no son sino configuraciones de tiempo evanescente. Él lo dijo con lucidez impresionante:

El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy ese río, es un fuego que me consume pero yo soy el fuego.

La misión de la poesía es sacar a la luz lo que está oculto en los repliegues del tiempo. Era necesario que un gran poeta nos recordase que somos, juntamente, el arquero, la flecha y el blanco.






Droctulft y demás*

SERGIO PITOL

I

Apunta Borges que fue en la página 278 del libro La poesía, de Benedetto Croce, donde encontró, abreviado, el texto del historiador latino Pablo el Diácono que trata del destino y la muerte de Droctulft, cuya lectura le conmovió profundamente. Es una historia en apariencia simple y en el fondo ejemplar: Droctulft, un bárbaro, un fiero longobardo, marcha con los hombres de su tribu hacia el sur; un afán común los mueve, un afán utilitario, podríamos decir: saquear las ricas ciudades del sur, y otro, más animal, más placentero y tal vez más intenso: destruirlas. Al contemplar Ravena, el guerrero cambia de bando y muere en defensa de la ciudad que había comenzado por atacar. El texto de Borges es breve, lleva por título “Historia del guerrero y la cautiva”. En los párrafos dedicados al guerrero se percibe un asombro y una emoción que el autor rara vez prodigó en su escritura. Parecería que tuviese en mente circunstancias cercanas, tal vez referentes a esa fatal discordia que marca nuestra historia, uno de cuyos polos es la civilización y otro la barbarie.

“Imaginemos”, dice Borges,

sub specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft, que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra del olvido y la memoria. A través de una oscura geografía de selvas y de ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y el Elba, y tal vez no sabía que iba al Sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizás profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es el reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Herta, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en cabaña en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, pero no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) le impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizás le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona los suyos y pelea por Ravena.

El bárbaro muere en su defensa; la ciudad lo sepulta con honores. Borges concluye: “No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado, un converso”.

El texto me parece el mayor homenaje que pueda rendirse a la civilización. La mejor Roma evoca el triunfo del orden sobre el caos, la multiplicación de avenidas y jardines, de valles racionalmente cubiertos de viñedos y olivares, de carreteras, anfiteatros y acueductos, pero también la creación de una convivencia en gracia al derecho donde el hombre pueda ser lobo del hombre, como dijo Plauto, y luego Hobbes y luego medio mundo. Justiniano está aún presente en nuestras legislaciones contemporáneas.

Hay un aspecto que especialmente me toca del legado romano: su permeabilidad a las otras culturas. Durante años Roma envió a sus mejores hijos a la Escuela de Atenas, y a sus propias deidades incorporó rebautizándolo el amplio reparto del Olimpo griego; aún más, el culto a esos dioses coincidió con otros: Isis y Osiris, Mantra y también con las creencias de los cristianos y judíos, y esa convivencia religiosa ni siquiera en los periodos de persecución logró erradicarse. Ese carácter de simultaneidad en lo diverso es el que realmente me interesa del mundo latino. Estrechar los límites y encerrarse en ellos, siempre ha significado empobrecerse.

II

Jamás la literatura se ha sentido a gusto en medio de estrecheces dogmáticas; se rebela hasta de los mismos cánones creados por ella cuando ya los considera innecesario. Se inconforma también cuando se la trata de enclavar en una sola región. El deseo de abolir las fronteras culturales se presenta en el mismo momento en que alguien fija las fronteras reales, las necesarias a la tribu, a la razón de Estado. El Renacimiento hizo circular ideas, temas, estilos, tonalidades y maneras. Uno de sus más altos atributos es la universalidad. Marsilio de Padua y sus discípulos tradujeron a Platón; Shakespeare rehizo textos de Bandello; Cervantes fue seducido por las novedades italianas y también, según hoy se sabe, por las formas narrativas árabes de las que tuvo noticia durante su cautiverio en Argel; Juan Ruiz de Alarcón escribió una obra maestra, La verdad sospechosa, que Corneille rescribió con el título de Le menteur y mucho más tarde Goldoni con el de Il bugiardo; hubo variantes de La Celestina en muchas lenguas; Garcilaso y Boscán introdujeron la métrica italiana en España, no sin dejar de recibir algún que otro raspón de los guardianes de la lengua. Más tarde, durante la fiebre romántica, ¿qué poeta no quiso ser Manfredo y Lara y el Corsario y Don Juan? Buenos y medianitos, portentosos y deleznables, reducidos a un sombrío cuarto de estudiantes, o instalados en la biblioteca de un palacio soberbio, en Puebla o en Morelia, en Lisboa o Coimbra, en París, en Petrópolis, en Vilna, en Milán, en Sevilla y en Nápoles, igual en las grandes metrópolis que en poblados perdidos, los versos de Byron deslumbraron, iluminaron y enloquecieron a una ardiente pléyade juvenil enamorada de la poesía y también de su propia juventud, del amor y de la muerte.

Los modernistas hispanoamericanos a finales del siglo pasado comenzaron a imitar a modo de aprendizaje a los simbolistas franceses para luego descubrir sus propios registros y poder así mudar la poesía en lengua española. Entre nosotros, la influencia de Darío, Borges, Neruda, Lezama Lima, Vallejo, Rulfo y Onetti, para mencionar sólo unos cuantos nombres, ha producido una vasta legión de imitadores, malos seguramente en su mayoría; lo que en realidad importa es que esa obra marca niveles de calidad que es imposible ignorar. Resultaría aberrante después de leer a Rubén Darío aceptar que el español Núñez de Arce es un gran poeta. Se puede —y se debe— escribir de manera distinta y aun antagónica a la de ellos. La mera existencia de un gran creador borra a muchos de sus contemporáneos y a cadenas de predecesores cuya medianía sólo se advierte ante la aparición de una figura mayor.

La mentalidad totalitaria difícilmente acepta lo diverso; es por esencia monológica, admite sólo una voz, la que emite el amo y servilmente repiten sus vasallos. Hasta hace poco, esa mentalidad exaltaba los valores nacionales como una forma de culto supremo. El culto a la nación producía una parálisis de ideas y, cuando se prolongaba, un entristecimiento del lenguaje. Las cartas, mal que bien, estaban a la vista, y el juego era claro. Pero en los últimos tiempos el panorama se ha modificado. Esa misma mentalidad pareció de repente hastiarse de exaltar lo nacional y sus signos más visibles. Dice haberse modernizado, descubre el placer de ser cosmopolita. En el fondo es la misma, aunque el ropaje parezca diferente. Se estimula ahora el desdén por la tradición clásica y la formación humanista. Sólo tolera la lectura epidérmica. Si esa corriente triunfa habremos entrado en el mundo de los robots.

Defiendo la libertad para encontrar estímulos en las culturas más varias. Pero estoy convencido de que esos acercamientos sólo son fecundos donde existe una cultura nacional forjada lentamente por un idioma y unos usos determinados. Donde nada hay o hay poco el avasallamiento es inevitable y lo único que se crea es un desierto de vulgaridad. Quienes nunca han ocultado su desprecio a los riesgos que implica una cultura viva, su desconfianza a la imaginación y a los juegos, pueden sentirse satisfechos. La vulgaridad se vuelve regla. Estoy convencido de que ni siquiera la inexistencia de lectores podrá desterrar la poesía. Sin esa convicción resultaría intolerable seguir viviendo.

III

En varias ocasiones he asociado mi destino al de Droctulft. Si en algunos periodos los escritores rusos y polacos, en otros los ingleses, los centroeuropeos, los latinoamericanos, los italianos o el Siglo de Oro español, han jugado un papel hegemónico en mi formación, jamás se me ha ocurrido que eso pudiera transformarme en un narrador extraño a mi lengua. Algo de ellos posiblemente se habrá incorporado a mi literatura después de pasar por distintos cedazos a una zona de mi conciencia, no a la más profunda, no a esos pliegues secretos del ser donde se alojan las primeras experiencias del mundo o las cenizas del primer amor, donde se halla la verdadera fuente de la imaginación. La escritura se enriquece con lecturas, ¡quién lo duda!, pero su acción sólo se volverá fecunda si llega a rozar la sombra de una experiencia personal, de un imaginario específico, quizás de una memoria genética. El escritor está condenado desde el inicio, aun aquel que ha cambiado de lengua, a responder a los signos que una cultura le ha marcado. “Somos todo el pasado —vuelvo a Borges—, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir; somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros.” Y esa confianza en lo que somos nos impide violentar las situaciones; nos parecería ridículo que alguien se sentara a la mesa de trabajo con la conciencia de ser un escritor colombiano, brasileño o mexicano. Eso ya se da por sentado y en el fondo ni siquiera importa, puesto que en el instante de escribir lo único que ha de saber, lo que cuenta de verdad, es que su patria es el lenguaje. Y salvado ese punto, lo demás son minucias.






Una saudade

ALICIA REYES

México, D.F., 16 de agosto de 1999

Muy querido Miguel:

Me pides unas líneas de “saudade” borgiana. Pienso que el tono epistolar les va a la medida.

Borges —lo sabes— vivió siempre a mi lado y lo sigue haciendo: en el recuerdo del abuelo, en el de la abuela, en el de mi padre, en sus visitas —a partir de 1973— y en las charlas —¿tal vez debería decir pláticas?— que tú y yo hemos tenido a través de los años… Así, en días pasados, nos vino el recuerdo de Shelley en la “‘Memorabilia’” de Browning:

Ah! Did you once see Shelley plain

And did he stop and speak to you

And did you speak to him again?

How strange it seems —and new!

Esas líneas me transportan al momento mismo de la llegada de “nuestro Georgie” y a la llamada de su madre unos días antes:

“Soy Leonor, Tikis. Hablo para pedirte que lo cuides mucho, está tan ciego.” ¡Ay, Miguelito!, la pluma se me ha vuelto temblorosa… La escalerilla se acercó al avión, tú venías con él, tú lo habías convencido de venir a México. Uno de mis más grandes sueños se convertía en realidad. Las palabras no acertaban a salir de mi boca. Xavier Fernández —entonces agregado cultural de Argentina y gran amigo nuestro— salió al quite: “Borges, aquí está Tikis”. Las manos de Georgie se extendieron, mis labios rosaron la punta de sus dedos. Después, palpó mi rostro… Alojamiento en el Parc des Princes, sesiones de fotografía con Cuéllar y la gran noche de la entrega del Premio Internacional Alfonso Reyes. La Capilla se venía abajo…

Muchas otras visitas hizo Georgie a la casa de su amigo Alfonso. Los temas de conversación iban y venían matizados con su sonrisa tierna y su palabra suave. Descubrimos afinidades literarias y poéticas como aquella emotiva oposición del orgullo romano y la dulzura angevina. Célebre poema de Joaquím du Bellay:

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage…

De ahí pasamos —como diría el propio Georgie— a los gratos artificios de Paul Valéry. A la duda metódica, naturaleza misma del autor de Cementerio marino. A ese intento de comunicar al lenguaje cierta precisión matemática. La ciencia existe en las cosas simples, el arte reside en las cosas complicadas. Hablamos también de la excelente traducción de Néstor Ibarra. Repetimos la penúltima estrofa del Cimetière de “resolución ejemplar”:

¡Sí! Delirante mar, piel de pantera

peplo que una miríade agujera

de imágenes del sol, hidra infinita

Que de su carne azul se embriaga y pierde,

y que la cola espléndida se muerde

en un tumulto que el silencio imita.

Juego de espejos y de voces, porque el espíritu de Georgie juega interminablemente. Ulrika, La rosa de Paracelso, El otro: amor, duda y Homoduplex. Misterio de la conciencia extraviada. “No soy observador”, apuntaba Borges. Sin embargo, estoy convencida de lo contrario.

“Como la arena se iba el tiempo”, “pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros”. Su palabra tiene la magia que perdura. Empleo del artículo indefinido, del pronombre indefinido —opinaba Gallimard— de los términos imprecisos y de las imágenes vagas. Sus lecturas, sus vivencias, sus sueños se convierten en estética y en maravillosa literatura, porque “el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la Corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias.”

Una milonga alegraba el ambiente —mientras Georgie degustaba un buen vino, un rollito de jamón serrano o una ensalada— al compás de la guitarra de Alberto Cortés…

“Siendo yo, soy el otro”, parecen repetir a la distancia Goethe, Reyes, Borges. A través del tiempo y del espacio siguen compartiendo el pecado de haber conocido la Belleza…

“Ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.” Así la amistad de mi abuelo y de Georgie, porque “si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo”.

En su última visita, Georgie lanzó la pregunta que yo esperaba: “¿Ulrika?”

Sí, afirmé, es mi preferido, porque el amor…

No me dejó terminar. Ya en la puerta de la Capilla, y en voz baja: “Che, por momentos, me recordás a mi madre”.

La malicia de los objetos está presente…

Gracias Miguel

Te quiere

ALICIA REYES

Directora de la Capilla Alfonsina






Tres notas

XAVIER VILLAURRUTIA

I. Poemas

En este volumen intitulado simple y certeramente Poemas, Jorge Luis Borges reúne su obra poética escrita entre los años 1922 a 1943. Comprende, pues, una suma de poemas, y éstos son de una sustancia concentrada y rica y, además, personalísima. Porque el crítico de agudas armas, afinadas y afiladas en literaturas antiguas y modernas; el prosista imaginativo y curioso que es Jorge Luis Borges, es también un poeta diferente, con voz y ritmo inconfundibles, dentro de la poesía contemporánea. No hay en esta afirmación hipérbole alguna. Y si está expresada súbita y directamente es por temor de escatimarla en los límites impuestos a una sencilla nota crítica en la que no hay espacio para un análisis, a quien nada ha escatimado para merecerla. Pocos poetas de su tiempo y de su país merecen una atención más firme y un trato más cuidadoso: los mismos que sin duda se ha impuesto en su experiencia poética poco numerosa —como no es costumbre en América, en España— pero muy concentrada —como no es costumbre, tampoco, en España, en América—.

Poemas reúne los libros publicados por Jorge Luis Borges en 1923, Fervor de Buenos Aires; en 1925, Luna de enfrente; en 1929, Cuaderno San Martín y Muertes de Buenos Aires y Otros poemas, algunos de los cuales están fechados en un periodo de tiempo que media entre 1934 y 1943.

La voz de este poeta argentino es tan particular que, si bien parece, no es diversa, si la oímos atentamente, de la que está presente en los poemas del primer conjunto. También la unidad de su espíritu es evidente en la repetición de las preferencias, de las obsesiones y aun de los temas —no necesariamente variados— en que insiste sin monotonía, antes bien con una inevitable y poética fatalidad.

Con lo primero quiero subrayar que Jorge Luis Borges tocó y aun fue tocado por corrientes de poesía en un momento de transición, en que otros poetas se detuvieron ya para siempre, y de las que él salió no sólo indemne sino enriquecido. Con lo segundo insisto en que tanto su avidez como su riqueza están presentes desde los primeros conjuntos y que, para sólo citar un ejemplo, “La recoleta”, poema que figura en Fervor de Buenos Aires, pudo haber sido escrito, pongamos, en 1936 y figura muy naturalmente entre los Otros poemas y, más aún, pudo no haber sido escrito, aun para aparecer, dicho e inevitablemente, en un futuro conjunto de, digamos, 1948.

Nada cohíbe tanto el comentario a un poeta como Jorge Luis Borges y a una poesía como la suya como el hecho de tener presente que el mejor comentarista, que el mejor crítico de ella sería o es Jorge Luis Borges. De ello dan prueba las lúcidas anotaciones y notas a sus poemas que él llama, a veces, ejercicios.

El crítico interesado en relacionar los temas y obsesiones característicos de esta poesía piensa que ha descubierto algo que para otro poeta que no fuera Jorge Luis Borges sería una sorpresa. La sorpresa es para el crítico, porque ya el poeta se ha anticipado a confiar sus propósitos y la reaparición, en otros poemas, de sus propósitos.

“Yo suelo regresar eternamente al Eterno Regreso”, dice Jorge Luis Borges en su comentario a uno de sus poemas más recientes y más intensos, “La noche cíclica”, escrito en versos alejandrinos en los que la presencia de las palabras esdrújulas es de una dramática inevitabilidad, y en que el poeta comunica al lector la angustia no de un sentimiento desconocido sino de una idea angustiosa ante lo desconocido, y que termina —esto es sólo un decir— también inevitablemente con el verso inicial: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras”.

II. Ficciones

El libro más reciente de Jorge Luis Borges está formado por textos, escritos entre los años 1935 y 1944, que tienen el denominador común —nada común— de ser obras de ficción.

El poeta excelente que hay en Jorge Luis Borges ha creado estas invenciones, estos productos de una imaginación y de una fantasía que se gozan en articular lo que en otras mentes es sólo divagación o sueño disperso. El agudo crítico que hay en Jorge Luis Borges se adelanta a situarlos y a clasificarlos en el título de Ficciones. No hay, pues, lugar a dudas ni a equivocaciones ni a equívocos. Se trata de un libro en que la realidad real, fotográfica, ha sido apartada voluntaria, conscientemente, para dar lugar a lo que pudiéramos llamar la realidad inventada.

Este volumen junta un libro anterior de Jorge Luis Borges intitulado El jardín de senderos que se bifurcan con nuevos textos que el autor llama “artificios”. Así, resueltamente, artificios, para mayor placer de quienes amamos este tipo de literatura, y para mayor claridad de quienes, movidos por un monótono y rutinario empeño de convertir la literatura en una pobre copia de la realidad circundante, habrán de desecharlos por lo que ellos llaman falta de humanidad.

Artificios, sí, en el más decidido y decisivo y, desde luego en la prosa hispanoamericana, más atrevido sentido que entraña la palabra. Porque todo en ellos es invención, creación, imaginación y fantasía inteligentes. No pretenden trasladar la realidad a un plano artístico. Pretenden, en cambio, inventar realidades con ayuda de la inteligencia. Y logran añadir a la realidad, por medio del artificio más lúcido, nuevas y posibles y probables realidades mentales que duran, desde luego, el tiempo en que la ficción se desenvuelve pausada o rápida, dominada siempre por el autor, el tiempo de la lectura. Pero que vibran aún y obsesionan, en los mejores casos, después de la lectura, en nuestra memoria. El primer conjunto de textos que forman Ficciones y que apareció en un volumen independiente, al tiempo que apareció la singular fantasía de Adolfo Bioy Casares, me llevó a pensar que mientras otras literaturas hispanoamericanas, sin descontar la nuestra, fatigan sus pasos en el desierto de un realismo y de un naturalismo áridos y secos, monótonos e interminables, la literatura argentina presenta ante nuestros ojos, no un espejismo sino un verdadero oasis para nuestra sed de literatura de invención. En estos libros de Jorge Luis Borges y de Adolfo Bioy Casares, como en otros libros argentinos actuales, la literatura de ficción recobra sus derechos que al menos aquí, en México, se le niegan. Porque lo cierto es que, entre nosotros, al autor que no aborda temas realistas y que no se ocupa de la realidad nuestra de cada día se le acusa de deshumanizado, de purista, y aún de cosas peores.

De una riqueza y de una precisión admirable, el lenguaje de Jorge Luis Borges sirve para hacer más exactos estos cuentos, estas fantasías, estas narraciones, y para hacerlos más bellos. Porque exactitud y belleza, creación, ciencia y poesía presiden alternativa y, casi siempre, simultáneamente los agudos textos de Ficciones.

Una vez más, como en su poesía, Jorge Luis Borges muestra sus preocupaciones intelectuales, sus obsesiones ante los temas eternos de tiempo y espacio.

“Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauther, Shaw, Chesterton, Léon Bloy, forman el censo heterogénico de los autores que continuamente releo”, dice Jorge Luis Borges. Pero si éstos son los autores cuyos libros relee, no olvidemos que Jorge Luis Borges es un escritor que ha leído todos los libros. No es inexacto pensar que estas narraciones y fantasías que ha reunido en un bello volumen se deben a maravillosas conjunciones de un espejo y de una enciclopedia.

III. Seis problemas para don Isidro Parodi

No sólo por su multiplicidad sino también por la popularidad que han alcanzado desde Wilkie Collins —el autor de The Moonstone y The Haunted Hotel, iniciador inglés del género— hasta el inasible autor argentino H. Bustos Domecq, que hace ahora sus primeras armas para la conquista de un género difícil por su aparente sencillez, las novelas policiacas son, en cierto modo, las novelas de caballería de nuestro tiempo. Dirigidas al gran público, si descontamos las excepciones en que ya no sólo se instala Gilbert K. Chesterton y su dialéctico padre Brown sino también el flamante Bustos Domecq —de nombre escultórico y espirituoso—, satisfacen con sus aventuras y problemas la necesidad que tienen los lectores de experimentar las primeras y resolver los segundos… en cabeza ajena.

La originalidad de estos Seis problemas para don Isidro Parodi reside en su argentinidad sonriente e irónica. El ambiente es argentino y los tipos que desfilan ante el Edipo encarcelado son sudamericanos. El lenguaje, salpicado, en boca de los personajes, de frases hechas, latinas, francesas e inglesas, es también argentino, en un sentido geográfico, y además exuberante y numeroso.

Este libro viene a hacer más enfática la frecuencia con que durante estos últimos años un distinguido sector de la literatura argentina insiste en la importancia de las obras de imaginación y, más concretamente, como apunta Jorge Luis Borges en el prólogo de una excelente novela de Adolfo Bioy Casares intitulada La invención de Morel, de las obras de imaginación razonada. La publicación de una Antología de la literatura fantástica, en cuya formación figuran los dos autores argentinos citados, es también un síntoma de una dichosa reacción en contra de lo que en América es simple anécdota o convencional psicología.

Los cuentos y novelas policiacos en que la razón explica o aclara situaciones, desarrollos y problemas que tienen una apariencia misteriosa pero no indescifrable, son ejercicios que no han sido hasta ahora cultivados en la América de habla española ni en España, por indolencia mental. Por ello son bienvenidos estos seis problemas que una serie de personajes argentinos plantean a un detective que habrá de resolverlos después de escuchar los a veces irrefrenables y pintorescos monólogos de los visitantes a la celda número 273.

Don Isidro Parodi resulta ser el primer detective sudamericano de calidad literaria. Tiene a su favor la simpatía que despierta no sólo su reclusión sino la brevedad con que responde a los interminables aunque no sé si conscientemente impopulares discursos de sus visitantes, y a la seguridad con que ve claro en asuntos que no ha presenciado pero que resuelve desde su celda y con ayuda de sus “pequeñas y grises celdillas”, para usar el ritornello aplicado por Agatha Christie a su Hercule Poirot.

¿Quién es el autor de estos cuantos cuentos y problemas policiacos? ¿Existe este Honorio Bustos Domecq que los ampara con su nombre sospechoso a invención? ¿Es apócrifa, como nos lo parece, la silueta del autor, trazada por la señorita y educadora Adelia Puglione? ¿No se habrá escapado del texto el personaje Gervasio Montenegro, para invadir el lugar destinado a un prólogo tan inventado como los cuentos que le siguen? ¿No será más acertado decidir de una vez que entre Borges y Bioy Casares y otros amigos anda el juego? ¿Y no es por último, más acertado conformarse con la satisfacción de encontrar al fin un libro en que todo, desde el autor y los personajes, pasando por los prologuistas, es una pura invención, un artificio puro?

Los lectores que, insatisfechos o dubitativos, no se conforman con mantener ante sí las seis interrogaciones anteriores tienen aún el recurso de plantearlas, a modo de seis nuevos problemas, a don Isidro Parodi, preso hace más de catorce años en una celda que lleva el número 273.