La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra [el mediodía] se abre una trampa en lo alto y un carcelero que ha ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la Pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste no me abandonó y me mantuve silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui debelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después, empecé a avistar el recuerdo; era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas transversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciones y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche —entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe?— soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando; con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: “No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despenado realmente”.
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: “Ni una arena soñada puede matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños”. Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la firma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije la humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales) y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero
La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las tierras de Arizona y de Nuevo México, tierras con un ilustre fundamento de oro y de pIata, tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores, tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras, otra imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia, como una magia.
El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —“sin contar mejicanos”.
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Bill Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.
Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban “¡Alcen el trapo!” a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones corno la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.
La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el preciso lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. “¿De veras?”, dice.* “Pues yo soy Bill Harrigan, de New York.” El borracho sigue cantando, insignificante.
Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice “que no vale la pena anotar mejicanos”. Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora —ostentosamente
De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando. Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló, fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garret, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: “Yo he ejercitado mucho la puntería, matando búfalos”. “Yo la he ejercitado más matando hombres”, replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes —“sin contar mejicanos”. Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje.
La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle principal, o única de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria. Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto. Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.
Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo o en tílburi acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.
¡Cuántas cosas iguales! El jinete y el llano,
la tradición de espadas, la plata y la caoba,
el piadoso benjuí que sahúma la alcoba
y ese latín venido a menos, el castellano.
¡Cuántas cosas distintas! Una mitología
de sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
los nopales que dan horror a los desiertos
y el amor de una sombra que es anterior al día.
¡Cuántas cosas eternas! El patio que se llena
de lenta y leve luna que nadie ve, la ajada
violeta entre las páginas de Nájera olvidada,
el golpe de la ola que regresa a la arena.
El hombre que en su lecho último se acomoda
para esperar la muerte. Quiere tenerla, toda.
El vago azar o las precisas leyes
que rigen este sueño, el universo,
me permitieron compartir un terso
trecho del curso con Alfonso Reyes.
Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno.
Si la memoria le clavó su flecha
alguna vez, labró con el violento
metal del arma el numeroso y lento
alejandrino o la afligida endecha.
En los trabajos lo asistió la humana
esperanza y fue lumbre de su vida
dar con el verso que ya no se olvida
y renovar la prosa castellana.
Más allá del Myo Cid de paso tardo
y de la grey que aspira a ser oscura,
rastreaba la fugaz literatura
hasta los arrabales del lunfardo.
En los cinco jardines del Marino
se demoró, pero algo en él había
inmortal y esencial que prefería
el arduo estudio y el deber divino.
Prefirió, mejor dicho, los jardines
de la meditación, donde Porfirio
erigió ante las sombras y el delirio
el Árbol del Principio y de los Fines.
Reyes, la indescifrable Providencia
que administra lo pródigo y lo parco
nos dio a los unos el sector o el arco,
pero a ti la total circunferencia.
Lo dichoso buscabas o lo triste
que ocultan frontispicios y renombres;
como el Dios del Erígena, quisiste
ser nadie para ser todos los hombres.
Vastos y delicados esplendores
logró tu estilo, esa precisa rosa,
y a las guerras de Dios tornó gozosa
la sangre militar de tus mayores.
¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
¿Contemplará con el horror de Edipo
ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
inmóvil de la Cara o de la Mano?
¿O errará, como Swedenborg quería,
por un orbe más vívido y complejo
que el terrenal, que apenas es reflejo
de aquella alta y celeste algarabía?
Si (como los imperios de la laca
y del ébano enseñan) la memoria
labra su íntimo Edén, ya hay en la gloria
otro México y otro Cuernavaca.
Sabe Dios los colores que la suerte
propone al hombre más allá del día;
yo ando por estas calles. Todavía
muy poco se me alcanza de la muerte.
Sólo una cosa sé. Que Alfonso Reyes
(dondequiera que el mar lo haya arrojado)
se aplicará dichoso y desvelado
al otro enigma y a las otras leyes.
Al impar tributemos, al diverso
las palmas y el clamor de la victoria;
no profane mi lágrima este verso
que nuestro amor inscribe a su memoria.
Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial del destino de un escritor. Juan Rulfo parece compartir ese parecer. Devoto de la lectura, de la soledad, y de la escritura de manuscritos, que revisaba, corregía y destruía, no publicó su primer libro —El llano en llamas, 1953— hasta casi cumplidos los cuarenta años. Un terco amigo, Efrén Hernández, le arrancó los originales y los llevó a la imprenta. Esta serie de diecinueve cuentos prefigura de algún modo la novela que lo ha hecho famoso en muchos países y en muchas lenguas. Desde el momento en que el narrador, que busca a Pedro Páramo, su padre, se cruza con un desconocido que le declara que son hermanos y que toda la gente del pueblo se llama Páramo, el lector ya sabe que ha entrado en un texto fantástico, cuyas indefinidas ramificaciones no le es dado prever, pero cuya gravitación ya lo atrapa. Muy diversos son los análisis que ha ensayado la crítica. Acaso el más legible y el más complejo sea el de Emir Rodríguez Monegal. La historia, la geografía, la política, la técnica de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el simbolismo, han sido interrogados con afán, pero nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arco iris, para usar la extraña metáfora de John Keats.
Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura.
Creo descreer del libre albedrío, pero, si me obligaran a cifrar a Juan José Arreola en una sola palabra que no fuera su propio nombre (y nada nos impone ese requisito), esa palabra, estoy seguro, sería libertad. Libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia. Un libro suyo, que recoge textos de 1941, de 1947 y de 1953, se titula Varia invención; ese título podría abarcar el conjunto de su obra.
Desdeñoso de las circunstancias históricas, geográficas y políticas, Juan José Arreola, en una época de recelosos y obstinados nacionalismos, fija su mirada en el universo y en sus posibilidades fantásticas. De los cuentos elegidos para este libro, me ha impresionado singularmente “El prodigioso miligramo”, que hubiera ciertamente merecido la aprobación de Swift. Es capaz como toda buena fábula de interpretaciones distintas y tal vez antagónicas; lo indiscutible es su virtud. La gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos “El guardagujas”, pero en Arreola hay algo infantil y festivo ajeno a su maestro, que a veces es un poco mecánico.
Que yo sepa, Arreola no trabaja en función de ninguna causa y no se ha afiliado a ninguno de los pequeños ismos que parecen fascinar a las cátedras y a los historiadores de la literatura. Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos.
Nació en México en 1918. Pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo. Lo he visto pocas veces; recuerdo que una tarde comentamos las últimas aventuras de Arthur Gordon Pym.
No el decente lugar común cotidiano, sino el lugar común desmentido, falseado y tergiversado, pero latente al fin y continuo, es la misteriosa substancia de este volumen, del que sólo hubiéramos querido estampar agrados y plácemes. Son evidentes la emotividad y el talento de su escritor, así su buen gobierno verbal. Sin embargo, la sospecha de que su obra parte de la trivialidad —quiero decir, parte de las ya maquinales costumbres de la retórica— nos incomoda la lectura desde el principio y se agranda de corroboraciones frecuentes. Gota que no cae la estrella / que quieren sorber mis ojos, dice Jenaro Estrada, bajo el influjo de la comparación romántica de la lágrima. Pero este ejemplo no es de los que yo quisiera apuntar, sino aquellos otros en que el lugar común es más imperceptible y más fino, esto es decir más íntimo. Así, en la composición que se llama Tedio, destinada a deplorar la vana circulación de los días, el autor incide —fatalmente— en la subalterna mención de relojes y calendarios. Así los versos Perfume de violeta / anuncia la hora de la estilográfica y a la culebra de robe verde Patou y En el leve temblor de su delicia / consumir la pastilla de los éxtasis, están regidos por una mecánica del contraste que no puedo no calificar de retórica.
¿Tiene derecho a ser tan exigente la crítica? Pienso que sí, tratándose de un libro como éste, de tan absoluta intención. Mi comprobación, además, se limita a reconocer el erudito origen de esta poesía, muy saludadora de lo pasado. ¿No es derivada (y digna) de Ramón López Velarde esta estrofa, con ser muy de tierra adentro su manantial y muy de mar afuera su ímpetu?
He de volver al mar como soldado
ungido en las acuáticas milicias,
a defender sus fabulosos fueros,
a ganarme la boina marinera
en el hondo pavor de los naufragios
o el pilotaje de los derroteros.
La sigue esta otra, que quiero solamente admirar y proponer a la admiración:
Marinero, dame tu blanca vela
para combar el aire con la gracia del ánfora;
vuelva mi mano, con tu largo remo,
al ejercicio de las duras aguas,
o sumergida en las profundas rocas
a yodarse en la pesca de las algas,
y la sal de tus vientos que confirme
en mi boca la antigua del bautismo.
Síntesis, Buenos Aires, Año 2, N° 18,
noviembre de 1928.
Hacia 1919, Thorstein Veblen se preguntó por qué los judíos, pese a los muchos y notorios obstáculos que deben superar, sobresalen intelectualmente en Europa. Si no me engaña la memoria, acabó por atribuir esa primacía a la paradójica circunstancia de que el judío, en tierras occidentales, maneja una cultura que le es ajena y en la que no le cuesta innovar con buen escepticismo y sin supersticioso temor. Es posible que mi resumen mutile o simplifique su tesis; tal como la dejo enunciada, se aplicaría singularmente bien a los irlandeses en el orbe sajón o a nosotros, americanos del Norte o del Sur. Este último caso es el que me importa; en él descubro, o quiero descubrir, la clave de la obra de Reyes.
El inglés, el portugués y el español son las lenguas de América y la contingencia de que estas lenguas formen otras, más adecuadas a la expresión de nuestro continente, puede ser un temor o una esperanza, pero no el tema de un proyecto inmediato. El uso de aquellas lenguas no significa que nos sintamos ingleses, portugueses o españoles; la historia atestigua nuestra voluntad de dejar de serlo. Esa voluntad no es una renuncia; quiere decir que somos herederos de todo el pasado y no de los hábitos o pasiones de tal o cual estirpe. Como el judío de la tesis de Veblen, manejamos la cultura de Europa sin exceso de reverencia. (En cuanto a las culturas indígenas, imaginar que las continuamos es una afectación arbitraria o un alarde romántico.)
Los astros fueron generosos con Reyes. En la República Argentina hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la incomunicada ignorancia; a Reyes le tocó una zona sensible a la gravitación del inglés y una época que no había perdido aún la costumbre de las letras francesas. Años de España lo acercaron al ayer de su sangre y una noble curiosidad lo hizo ahondar en el ayer latino y helénico. Sabiamente usó las tres armas que se permitió Stephen Dedalus: silencio, destierro y destreza. Otro favor fue ser contemporáneo de la más diversa y afortunada revolución de las letras hispánicas; hablo, naturalmente, del modernismo. Más allá de su nombre un tanto ridículo (el presente es la única forma en que se da lo real y nadie vivió en el pasado o vivirá en el porvenir) el modernismo sintió que su heredad era cuanto habían soñado los siglos y así Ricardo Jaimes Freyre pudo versificar los mitos escandinavos, como Leconte de Lisle, y Leopoldo Lugones, en El Payador, se desvió del tema pampeano para alabar a Góngora, proscripto por los académicos españoles. Una de las paradojas de aquel debate fue que los individuos de la Academia negaban o ignoraban el mejor pasado español y reducían el arte de escribir a la repetición de los refranes de Sancho o a la juiciosa variación de sinónimos. Quevedo escribió irónicamente que remudar vocablos es limpieza y la Gramática de la Academia alega esa broma para recomendar su criterio estadístico del lenguaje.
Cifrar en unos pocos nombres un complejo y vasto proceso es correr el albur de que se noten menos las inclusiones que las inevitables omisiones, pero entiendo que la renovación de la prosa cabe en el nombre de Groussac y la renovación del verso en el de Darío. Ambas iniciativas culminan en la obra de Reyes, singularmente la primera. De dos modos podemos considerarla: en sí misma, en sus inquietudes y encantos, y en su carácter de instrumento forjado para quienes manejamos hoy el idioma. Si los dioses lo quieren, ensayaré algún día ese doble análisis; básteme hoy declarar con felicidad lo mucho que debo a su ejemplo.
La vasta biblioteca que Alfonso Reyes ha legado a su patria no es otra cosa que un símbolo imperfecto y visible. No sé si recorrió tantos volúmenes como Saintsbury o Menéndez y Pelayo, pero no será inútil recordar una diferencia que escapa al cómputo de páginas o de líneas. El campo visual de los referidos maestros no excede, en cada caso particular, el área del sujeto que trata; la memoria de Alfonso Reyes, en cambio, era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad. Esto se advertía, asimismo, en el diálogo.
Yo siento alguna admiración por Manuel Maple Arce. Voy a criticarlo por eso mismo. Enderecemos el silencio a los playos escritorzuelos malévolos, un empellón agresivo a las nulidades con aureola y sitial, romos adjetivos laudatorios a los escritorzuelos simpáticos y un examen filoso y desbastado a las obras que palpitantemente viven.
El libro Andamios interiores es un contraste todo él. A un lado el estridentismo: un diccionario amotinado, la gramática en fuga, un acopio vehemente de tranvías, ventiladores, arcos voltaicos y otro cachivaches jadeantes; al otro un corazón conmovido como bandera que acomba el viento fogoso, muchos forzudos versos felices y una briosa numerosidad de rejuvenecidas metáforas.
La primera parte de la antítesis no me interesa. Permitir que la calle se vuelque de rondón en los versos —y no la dulce calle de arrabal, serenada de árboles y enternecida de ocaso, sino la otra, chillona, molestada de prisas y ajetreos— siempre antojándose un empeño desapacible. En cuanto al estremecimiento en la lírica de términos geometrales, tampoco logra entusiasmarse. Quizá todo ello encuentra su explicación en la actitud de reformador o adalid que muestra el poeta, o sirve de contrapeso para dar mayor realce a las bondades efectivas del libro. De cualquier manera, prefiero hablar de lo segundo.
Hace unas líneas rejuvenecidas metáforas. En mi opinión no es dable urdir metáforas de una plenaria novedad. En todo el múltiple decurso que han seguido las letras castellanas no creo pasen de una treintena los procedimientos empleados para alcanzar figuras novedosas. Una de las tales artimañas estriba en barajar las percepciones y apuntar lo auditivo en términos visuales o a la inversa. (Así Quevedo dijo a las estrellas: “Vosotras de la sombra voz ardiente”.) Maples Arce es docto algebrista de la antedicha igualación que maneja con destreza notable. Vayan atestiguándolo estos versos donde la monotonía técnica no rebaja en un punto la variedad de sensaciones logradas:
Es una clara música que se oye con los ojos
la palidez enferma de la super-amada
En el piano automático
se va haciendo la noche
Un incendio de aplausos consume las lunetas
Yo soy un punto muerto en medio de la obra
equidistante al grito náufrago de una estrella.
Y pues de imágenes hablamos, quiero señalar a los curiosos de su estudio la gran caterva de comparaciones mutiladas o afónicas que andan perdidas por el habla común y cuya calidad de hallazgo no es de nadie advertida. Asentar que la palabra alero es un derivado de ala es una perogrullada etimológica; mas describir como describe Macedonio Fernández: El alero amparando todo el rancho-como a la que cobija la nidada, significa animar de una nueva vida una sorpresa antigua y restituir al idioma una certera metáfora.
Generoso de imágenes preclaras, el estilo de Maples Arce lo es también de adjetivos, cosa que no debemos confundir con el charro despliegue de epítetos gesteros que usan los de la tribu de Rubén. Ya que es a todas luces evidente que una adjetivación laudable no ha de atenerse al prestigio de los vocablos aislados, sino a la conjugación feliz de ambas voces. Esto puede obtener de dos modos: devolviendo su primitiva significación —si ésta se ha desvirtuado— a algún adjetivo, o empleándolo a manera de comparación abreviada. Ejemplo de lo primero sería el acoplamiento de la palabra montaña con el adjetivo excelente; de lo segundo, los siguientes retazos de Maples Arce: violín oscuro, atónita ventana, calle planchada, huesoso invierno, voz ojerosa.
Por su raudal de imágenes, por las muchas maestrías de su hechura, por el compás de sus versos que sacuden zangoloteos de encabritada guitarra. Andamios interiores resultará como vivísima muestra del nuevo modo de escribir: estilo cuyo comenzador en América fue acaso el colombiano Eduardo Talero, en su esforzada Voz del desierto… y pues tantos lugares he citado en ilustración de teorías, terminaré copiando esta estrofa por la sola virtud de su hermosura, que fue límpido amparo de mi espíritu durante un hondo atardecer y en grato declive también se ha de acomodar tu sentir, idéntico al de todos, como en un remorado aire patrio:
Así todo, de lejos, se me dice como algo
imposible que nunca he tenido en las manos.
De las obras dramáticas de Franz Werfel, las de mayor renombre son la “trilogía mágica” Spiegelmensch (1920) y la historia dramática en tres partes y en trece cuadros, Juarez und Maximilian (1924). La primera de las dos corresponde a un género en el que siempre se ha mostrado eminente la literatura alemana: la falsa obra maestra. Así lo ha comprobado la crítica: Karl Heinemann observa que Spiegelmensch tiene más de magia teatral que de teatro mágico; Albert Soergel (Dichtung und Dichter der Zeit, II, 496), que no es una trilogía y no es mágica. En tu clamoroso decurso, Werfel renueva un tema predilecto de las neurosis, de las literaturas y de los mitos: el doble, el doppelgaenger. (Ya Aristóteles trata de explicar la dolencia de aquellos que en todo tiempo y en todo lugar ven su imagen; ya una tradición rabínica narra la historia de tres hombres que bajaron al Reino de las Tinieblas; uno regresó loco; otro, ciego; el tercero, Akiba ben Yosef, dijo haberse encontrado consigo mismo.) Dos hermanos, dos enemigos, libran un largo duelo a muerte en la obra: el yo esencial del héroe, el Seins-Ich, que ansía lo absoluto y lo eterno; su yo aparencial o yo espectacular, Schein-Ich o Spiegel-Ich, que apetece las vanas plenitudes de la realidad, es decir, de la irrealidad. Tres mundos atraviesa el protagonista de ese drama alegórico: el mundo espiritual, cuyo símbolo es un convento; el mundo vital o afectivo; el ilusorio mundo de los éxitos, del poder y del goce. Ninguno de esos mundos lo satisface. Al final hay un juicio en el que testimonian las sombras; el héroe se juzga a sí propio y se condena a muerte. Bebe la copa de veneno; el yo aparencial, fulminado, se pierde en el espejo; el yo esencial despierta en el mundo absoluto, que es “incomprensible y hermoso”. Tal es, a grandes rasgos, el emblemático argumento de Spiegelmensch. La crítica alemana, al desaprobarlo, ha pronunciado los venerados nombres de Fausto, de Perr Gynt y del Tyll Damaskus de Strindberg; tales evocaciones (a las que podríamos añadir la de Jekyll y Hyde) son válidas si quieren indicar una afinidad; son improcedentes si quieren abrumar con su gloria o sugerir un plagio.*
En Spiegelmensch el autor parte de una serie de conceptos abstractos, hecho que explica la poca vitalidad de la obra; en Juarez und Maximilian su punto de partida es la intuición total de un carácter. (Que la historia confirme esa intuición importa muy poco; lo indispensable es que creamos que cree en ella el autor.) “Su carácter fue su destino”, dijo famosamente Gottfried Keller de un personaje de sus cuentos; lo mismo es lícito decir del Maximiliano de Werfel, como de todo irredimible héroe trágico. Maximiliano es un hombre complejo y escrupuloso, a quien han extraviado las circunstancias en un mundo implacable. Antes de combatir está derrotado, porque lo desarman la piedad y la lucidez. Incurre, gradualmente, en la culpa máxima: la de admitir que su enemigo puede tener razón. Dicta decretos filantrópicos; ampara al peón y al indio. Obra de esa manera porque ya entrevé que su causa, intrínsecamente, no es justa. A través de la derrota y de las traiciones (toleradas por él, íntimamente fomentadas por él), Maximiliano se convierte en su propio juez y en su propio verdugo. Siente un afecto inexplicable por Juárez. A éste (que acabará por fusilarlo en Querétaro) nunca lo vemos. En esa ocultación hay algo más que un hábil artificio dramático; Juárez es de algún modo la conciencia del triste emperador.
En el primer volumen de Parerga und Paralipomena de Schopenhauer asombrosamente se lee que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo olvido un rechazo, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo un fracaso una misteriosa victoria (que Schopenhauer fundamenta en razones de índole panteísta) podría ser un ejemplo minucioso este gradual e inexorable drama de Werfel. En su decurso, anota Albert Soergel (obra citada, II, 498), Werfel trata la historia de tal modo “que ésta, sin dejar de ser historia, es poesía”.
Franz Werfel es un gran poeta judioalemán en el que vive la Tradición de los Salmos; esa circunstancia es visible en toda su obra.
Una de las mayores riquezas de la vida cultural argentina ha consistido siempre en estar abierta a todos los vientos espirituales, a toda creación, dondequiera que ésta surgiese. Ahora que América Latina atraviesa uno de los periodos de apogeo cultural más brillantes que se conozcan, las voces latinoamericanas —siempre presentes— se hace sentir con mayor intensidad en el ámbito argentino.
Afirmando esta realidad, Jorge Luis Borges habla sobre Alfonso Reyes. Alfonso Reyes fue curiosamente la corporación del ideal hacia el que siempre han tenido los esfuerzos culturales de los argentinos: su saber universal, su práctica de los más variados géneros, su ideario americanista, contribuyeron a que se le incorporase en forma natural a la historia literaria argentina. Durante su estadía en Buenos Aires, como diplomático, su capacidad para la amistad sirvió para reforzar esos lazos. Borges que siempre lo admiró, evocará ahora su figura. Escuchemos a Jorge Luis Borges.
Señor Borges: ¿cómo conoció a Alfonso Reyes?
Lo conocí en casa de Pedro Henríquez Ureña. Pedro Henríquez fue, puedo decirlo, un gran hombre, pero esa grandeza de Pedro Henríquez Ureña, perdura en las memorias de quienes lo hemos conocido, es decir fue un hombre más memorable por su palabra oral que por su palabra escrita. Aunque sus escritos son inteligentes y decorosos —no podían serlo de otro modo—, pero en Pedro Henríquez Ureña hay una suerte de timidez también, esto es muy raro, yo lo noté en su gran amigo y nuestro gran amigo Alfonso Reyes. Porque, según se sabe Reyes tuvo que pasar muchos años de destierro, de destierro sin duda grato muchas veces, en España. Y ahí, tengo la sospecha de que siempre lo vieron un poco como a un latinoamericano o como ellos dirían, como a un hispanoamericano. Es decir que él siempre guardó una actitud de discípulo ante los españoles. Recuerdo una tarde que conversé con él, no, una noche tiene que haber sido, porque nos veíamos de noche los domingos, en la Embajada de México. Recuerdo que él estaba indignado por un juicio más o menos ligero y atolondrado de Ortega y Gasset sobre Goethe. Goethe era uno de los dioses de la devoción de Alfonso Reyes. Entonces, él formuló varias objeciones y yo le dije que por qué no las escribía. Y, entonces, él con genuino estupor, me dijo: “¡Pero cómo yo voy a polemizar con Ortega y Gasset!”. Yo le dije: pero todos sabemos que usted es infinitamente superior a Ortega y Gasset. Pero él no podía admitir eso, siempre se sentía en actitud de discípulo ante escritores que eran ciertamente inferiores a él. Por ejemplo, el tono de reverencia que él tenía cuando hablaba de Azorín. Luego él encontró una salida; él escribió un libro sobre Goethe, publicado por el Fondo de Cultura Económica en México. Ese libro viene a ser una respuesta a Ortega y Gasset. Ahora, aquí pueden haber influido dos cosas: por un lado cierta timidez, porque creo que Reyes —a pesar de ser valiente y me consta que fue valiente— era tímido. Y también la cortesía, porque a Reyes no le gustaba disentir de su interlocutor. Y como era infinitamente inteligente, esto lo sabemos todos, a veces hasta inventaba razones a favor de su interlocutor y contra sus propias convicciones.
Yo lo conocí, a Reyes, en casa de Pedro Henríquez Ureña. Luego lo vi en casa de Victoria Ocampo, recuerdo que él habló de la “Era Victoriana” en la literatura argentina. Y luego, él me invitaba todos los domingos a comer con él en la Embajada de México. Recuerdo que tenía la memoria llena de citas oportunas: yo admiraba y sigo admirando al poeta mexicano Othón y él me dijo que él lo había conocido, a Othón, en casa de su padre el general Bernardo Reyes. Yo le dije: pero, cómo ¿usted lo conoció? Y él encontró, él dio enseguida con la cita oportuna; aquellos versos de Browning:
Hay un señor que habla de Shelley, y el otro le dice:
—Pero cómo, ¿usted lo vio a Shelley, usted lo ha visto a Shelley?
Y, entonces, cuando yo le dije: ¿Usted lo conoció a Othón?, Reyes murmuró:
—“Ah, did you once see Shelley plain…”*
Exactamente la cita que convenía. Reyes tenía el amor la literatura inglesa, bueno, en realidad tenía el amor de todas las literaturas y de la literatura. Admiraba, no sólo a los maestros, a los escritores famosos, sino también a los que han llamado los clásicos menores y nos encontramos en nuestra compartida devoción por el —hoy olvidado con injusticia— poeta francés Toulet. Él sabía de memoria muchas contrerimes, yo también. Y también en nuestra devoción por el helenista y ensayista escocés Andrew Lang. Los dos ahora más o menos olvidados.
Reyes fue muy bueno conmigo, en aquel tiempo yo no era especialmente nadie. Y sin embargo, Reyes me trató a mí como si yo fuera un escritor considerable. A Reyes le gustaba dejar, en los países que él recorría como Embajador, le gustaba dejar libros publicados por él. Él se daba a un país y además de cumplir con sus funciones diplomáticas, quería conocer a los escritores y, en especial, a los jóvenes escritores desconocidos. Y yo, por aquellos años, era ciertamente joven y más ciertamente aún desconocido. Esto bastó para que Alfonso Reyes me buscara y publicara un libro mío Cuaderno San Martín en una serie de libros suyos, creo que se titulaba algo así como Cuadernos del plata. El libro salió ilustrado por una amiga nuestra, por la gran escritora —desconocida entonces también— Silvina Ocampo, hermana de Victoria. Él publicó ese libro, luego él fundó una revista, la revista se titulaba Libra. Se refería a la balanza, al justo equilibrio de la balanza, pero en esa revista colaboraban amigos míos nacionalistas. Yo nunca he sido nacionalista. Yo le expliqué a Reyes que aunque yo me sentía muy honrado pensando que él hubiera pensado en mí, yo no quería publicar con aquellos otros y él comprendió perfectamente mis escrúpulos y me escribió una carta. Nuestra amistad no sufrió desmedro por aquello que había ocurrido. Y al hablar de cartas recuerdo la primera carta que me escribió Alfonso Reyes. Esto fue el año de 1923.
Yo había publicado mi primer libro Fervor de Buenos Aires, Reyes me escribió una carta, una carta demasiado generosa para que yo recuerde sus palabras, para que yo repita sus palabras ahora, aunque las recuerdo. Y luego, al final, con una posdata decía: “Me conmueven o me tocan al pasar ciertos nombres de sus antepasados, de sus mayores militares” y luego, punto. Y luego: “Yo también…” Porque él también era de estirpe militar como yo.
Todos los recuerdos que yo tengo de Alfonso Reyes son gratos. Recuerdo que le gustaba mucho el cinematógrafo: una vez discutimos una película con él y él compartía mi devoción por aquellas películas dirigidas por Josef Von Stenberg en que trabajaban Fred Kollar y George Van Kraft y él dijo que no había películas malas, que en toda película siempre había algo que interesaba: un rostro que se entrevé, una puerta que se abre, una sombra… A él le bastaba con eso y esto era debido a su imaginación. Él enriquecía la conversación. Uno le decía algo y ese algo que uno le decía iba ramificándose en la imaginación de Reyes. Pero advierto que estoy hablando de recuerdos personales. Lo que yo no sé es si yo sentí entonces lo que ahora sé: que Reyes ha sido uno de los mayores escritores de las diversas literaturas, cuyo instrumento es la lengua española. Porque si el modernismo —y aquí podemos pensar en Darío, en Lugones, en Jaime Freyre, en los otros— renovó el lenguaje de la poesía, la prosa no fue del todo renovada por el modernismo. Si bien hubo un admirable precursor, Paul Groussac. Paul Groussac escribía una prosa a la manera de Flaubert, cuando en España la gente trataba de remedar a los clásicos o buscaba lo más deleznable de la tradición, es decir los refranes. De modo que o trataban de ser pomposos, o acudían al refranero de Sancho Panza. Groussac escribió una prosa elegante, económica, severa, pero la prosa de Groussac adolece todavía de ciertos adornos que ahora nos parecen superfluos. En cambio creo que Reyes ha escrito la prosa más admirable de la lengua castellana.
Yo propuse a Reyes, alguna vez, o quise proponerlo para el premio Nobel de literatura. Reyes estaba en México entonces. Yo hablé con algunos amigos míos. Me place recordar el nombre de Victoria Ocampo y el nombre de Adolfo Bioy Casares. Y pensamos que si toda la América de habla española pedía el premio para Reyes, eso tendría más fuerza que si lo pidiera el gobierno de México, porque al fin de todo, los mexicanos pidiendo por un mexicano, llamarían menos la atención que todo un continente. Un continente de muchas repúblicas pidiendo el premio para Reyes, pero aquí volví a encontrarme con el nacionalismo. Me dijeron: “Sí, pero Reyes es mexicano”, como si pudiera haber un pero allí. Yo les dije, “pero precisamente porque él es mexicano y porque nosotros somos argentinos, va a tener más fuerza el pedido”, pero me dijeron: “Cómo vamos a pedir por un mexicano”. Me di cuenta de que no podía seguir conversando con personas así. Hice una tentativa análoga en Uruguay. En el Uruguay observaron agudamente que Alfonso Reyes no era precisamente oriental sino mexicano. Y como hubiera sido un poco absurdo que Victoria Ocampo, Bioy Casares y yo pidiéramos el premio para Alfonso Reyes y que lo pidiera un hombre de las letras en el Uruguay —creo que fue Emilio Oribe, el único—, entonces el proyecto fracasó. Es una lástima porque Alfonso Reyes hubiera honrado el Premio Nobel recibiéndolo.
Tengo, pues, de Reyes recuerdos personales muy gratos y la convicción de haber conocido a uno de los mayores escritores de la lengua castellana, a uno de los espíritus más finos.
Él se entregaba a la traducción también y, a veces, mejoraba el original. Recuerdo unos versos de Mallarmé. Mallarmé dice:
Des séraphins en pleurs
es decir:
Serafines que lloran
Reyes lo mejoró en la traducción, y en lugar de esos lacrimosos serafines, puso:
Dolientes serafines
Lo cual es ciertamente superior al texto.
Ya que he hablado de Mallarmé, querría recordar aquellos versos de Mallarmé en el que él se refiere a Edgar Allan Poe y dice:
Tel qu’en lui même enfin l'éternité le change
Así, dice: “Como al fin la eternidad lo convierta en sí mismo”. Pues bien esto ha pasado con Alfonso Reyes.
Yo sabía que era un gran escritor, yo lo quería como amigo. Y creo que cuantos lo conocieron lo quisieron, pero ha sido necesaria la muerte para que yo lo vea como “el gran escritor” que fue. Porque a los contemporáneos, uno siempre los ve un poco en función de las circunstancias y es necesaria la muerte para que los vea del todo, para que uno vea en conjunto todo lo que significaron, aparte de lo que fueron el lunes, el martes o el miércoles, o a la tarde, o a la noche o a lo que fuera. Y ahora, yo agradezco todas las oportunidades que me ofrece el destino para poder hablar de Alfonso Reyes.
Les agradezco a ustedes esta ocasión de volver a testimoniar la ilimitada admiración que siento por él.
El siguiente discurso, hasta hoy desconocido en México, fue pronunciado por Jorge Luis Borges el 24 de mayo de 1969 en el Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires, Argentina, para conmemorar el cincuentenario de la muerte de Amado Nervo.
En ese acto, realizado por iniciativa del gobierno mexicano, Borges fue el orador principal, y estuvo acompañado por Berta Singerman, quien declamó poemas del bardo nayarita.
Javier Wimer, a la sazón agregado cultural de México en ese país, rescató la intervención y la entregó a este semanario, con este recuerdo: “Después de las felicitaciones y de los autógrafos, acompañé a Borges y a su esposa Elsa al automóvil. Mientras lo ayudaba a subir, ella le dijo: ‘¿Te acuerdas, Georgie, cuando me recitabas versos de Nervo?’”
Señoras y señores:
Creo que lo esencial sobre el destino y la obra de Amado Nervo ha sido dicho ya por quienes me han precedido. Sin embargo, quiero agregar algunas palabras o, mejor dicho, quiero subrayar y modestamente confirmar lo que se ha dicho. Pensar en Amado Nervo es pensar, ante todo, en el modernismo, y entiendo que ese movimiento, el más importante de cuantos han movido las diversas literaturas cuyo instrumento es la lengua castellana de éste y del otro lado del Atlántico, ha sido juzgado mal. Creo que no debemos pensar en él como en algo pasado, creo que todavía vivimos dentro del modernismo, porque el modernismo fue, ante todo, una libertad, y en esa libertad respiramos y vivimos todos los poetas contemporáneos.
Una voz mexicana, la voz de Javier Wimer, nos ha recordado que ese movimiento surge en América, y surge aquí porque, contrariamente a lo que sucede en la geografía, nosotros los latinoamericanos estábamos más cerca de Francia y más cerca de Edgar Allan Poe que los españoles.
España había declinado. La literatura del siglo XVIII y del siglo XIX es asombrosamente pobre, ya que tenemos una imitación de los clásicos, una imitación involuntariamente paródica a veces del refranero de Sancho o, si no, de lo que podríamos llamar una prosa desmayada, de sobremesa. Y todo eso fue renovado por el modernismo y ocurrió de este lado del Atlántico, y luego atravesó el mar y llegó a España y allí inspiró a ilustres poetas, o grandes poetas como, digamos, los dos Machado y Juan Ramón Jiménez. El propio Juan Ramón Jiménez me ha hablado a mí personalmente de la emoción con la cual leyó, por ejemplo, “Las montañas del oro”, de Lugones, en 1897, o “Yo soy aquél…”, de Rubén Darío, a quien Lugones se complacía en llamar, con toda justicia, “mi amigo y maestro”.
Estamos pues antes del modernismo, estamos antes del descubrimiento del romanticismo, del Parnaso, del simbolismo, de algunos poetas que Amado Nervo conoció personalmente; por ejemplo, el griego Jean Moréas; por ejemplo, Verlaine, que para mí es uno de los mayores poetas de la literatura francesa y aun de la literatura sin adjetivos, de la poesía sin restricciones geográficas; y de Oscar Wilde, cuya vida y cuya doctrina, acaso, fueron más importantes que su verso.
Pues bien, pensemos en ese descubrimiento del modernismo, pensemos en el deslumbramiento que significó; y esto nos trae a la memoria los nombres, desde luego, de Rubén Darío, de Lugones, de Jaime Freyre, de Valencia y de tantos otros.
Sin embargo, hay algo que distingue a Amado Nervo, y es que a este fenómeno, a este hecho del modernismo, debemos agregar otro: la existencia de una figura y también de un arquetipo que acaso se ha perdido ahora: la idea del poeta. Es verdad que de la extensa obra que ha dejado Amado Nervo, y que fue editada por Alfonso Reyes, una buena mitad está en prosa y en una prosa a veces generalmente más limpia que la prosa barroca de Lugones o que la prosa a veces meramente decorativa de Rubén Darío, pero al pensar en Amado Nervo pensamos en el poeta. Del poeta como un tipo especial de individuo, que más allá de sus virtudes o no virtudes personales, es un miembro de la sociedad y un arquetipo aceptado por la sociedad. Y, sin duda, Amado Nervo representó tanto como cualquiera, quizá tanto como el mismo Darío, el tipo del poeta.
Hay, además, dos obras. Una es la obra escrita que deja el escritor y la otra es la obra que, por sus escritos, componen la imagen que deja de sí mismo. En el caso de Amado Nervo, esa imagen de poeta doliente, ansioso, aficionado a la melancolía, buscador de la noche, acquainted with the night, conocedor de la noche como dice Robert Frost, esa imagen perdura más allá de su poesía. Amado Nervo representó y sigue todavía representando el tipo del poeta.
La obra de Amado Nervo es múltiple. Lo vemos agitado por las pasiones, y en cuanto al título de místico que le ha sido negado y que algunos atribuyen al nombre de Místicas, uno de sus primeros libros, creo que no podemos negárselo. Se le ha reprochado también el hecho de que su dirección variara. He sabido que pensó profesar la carrera sacerdotal, he sabido que renunció a este propósito y también nos queda testimonio de que vio en el cristianismo la melancolía de los pasajeros de la vida.
Recordemos aquellos versos suyos traducidos de La imitación de Cristo, de Kempis: “el hombre pasa como las naves, como las nubes, como las sombras…”, donde vio bien lo efímero de nuestra vida humana y vio en algún momento la eternidad, no como una vasta promesa, sino como una suerte de amenaza sombría. En ese mismo poema “A Kempis”, tenemos aquellos versos:
Huyo de todo terreno lazo,
ningún camino mi mente alegra
y con tu libro bajo del brazo
voy recorriendo la noche negra…
y luego:
¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal me hiciste,
ha muchos años que estoy enfermo,
y es por el libro que tú escribiste!
Y eso nos llevó a indagar otras doctrinas, nos llevó del oriente bíblico a otro oriente, al oriente indostánico del Buda.
He sabido que también sintió curiosidad científica, y Alfonso Reyes habla, creo que en Reloj de sol, de las preocupaciones a que puede llevar el estudio del microscopio.
Hay poemas de Amado Nervo que son panteístas. Tenemos aquella invocación al agua, aquella en la cual parece identificarse con el agua, con el agua subterránea, con el agua de los caminos que pasan, según la imagen de Pascal, con el agua tumultuosa del Niágara y con las vastas aguas de los océanos. El panteísmo es una doctrina antigua, la encontramos entre los griegos, la encontramos en el Indostán, la encontramos entre los místicos persas, la encontramos razonada, more geometricum a la manera euclidiana, por Spinoza. Pero creo que en poesía no se trata de presentar ideas nuevas, se trata de sentir las ideas eternas, creo que eso es lo que el hombre busca, lo que buscamos en la poesía. No buscamos asombros, los asombros se gastan, los asombros son momentáneos, la sorpresa no es realmente una emoción muy noble, buscamos la expresión cabal de lo que sentimos. Y más allá de las bibliotecas del panteísmo, de lo que dijeron los griegos y los hindúes, de la ética de Spinoza, hay un verso de Nervo, que yo quería recordar:
Dios sí existe, nosotros somos los que no existimos.
Es decir, lo que Spinoza había razonado rigurosamente llega a Amado Nervo. Y por eso Amado Nervo sigue viviendo.
Naturalmente los hábitos literarios se han modificado, hay palabras del vocabulario de Nervo que han perdido la virtud que tuvieron, pero es natural que eso ocurra con el lenguaje. Ya Horacio sabía que el lenguaje cambia continuamente. Sin duda, yo no hablo ahora como hablaba cuando era niño; sin duda, mi vocabulario y mi sensibilidad han cambiado y, sin duda, ya que la poesía es una suerte de magia, cada época tiene palabras cuya virtud es la de una encantación, la virtud de un conjuro, y esos conjuros se gastan y no basta las palabras ábrete sésamo para que se abra la montaña que encierra el oro.
Cada generación necesita palabras nuevas, pero felizmente Amado Nervo buscó las palabras que no envejecen; buscó, sobre todo en sus últimos libros, las palabras sencillas, las palabras que no parecen imágenes de las cosas, sino que forman, ya Platón lo sospechó, otro universo. Es decir, hay dos universos, uno el de las percepciones, y otro el de las palabras. Esos universos conviven y el universo de las palabras es el que rige al otro.
He estado hablando de un poeta, un poeta que está más allá de esas comodidades que son las clasificaciones literarias, de todo aquello que sirve para escribir una historia de la literatura; hablar por ejemplo del Parnaso, del simbolismo, del modernismo, como yo mismo acabo de hacerlo, sabiendo muy bien que toda palabra es aproximativa y que nos cerca y que nosotros mismos somos misteriosos. Pues bien, más allá de todo eso está la palabra del poeta y esas palabras que vamos a escuchar ahora, dichas por Berta Singerman, serán, sin duda, mucho más elocuentes que las glosas que acabo de balbucear.
Muchas gracias.