Homines dum docent discunt. [Los hombres aprenden mientras enseñan.]
SÉNECA
El título de este primer apartado corresponde a una preciosa y melancólica canción de un buen grupo español, Presuntos Implicados, que allá por 1991 tuvo gran éxito, coincidiendo año arriba, año abajo, con el inicio de la epidemia de sobrepeso en nuestro país. Retrocediendo algo más en el tiempo, podemos comprobar que en los últimos cuarenta años han sucedido grandes cambios en nuestro mundo: cambios en nuestra manera de comunicarnos, cambios en nuestra manera de trabajar (mecanización universal de faenas penosas en el campo, en la construcción, en el hogar...), cambios en los modelos de familia y cambios en el rol de la mujer (al incorporarse al trabajo fuera del hogar, deja de tener tiempo para comprar alimentos y guisar), de tal manera que gastamos muchas menos calorías que nunca en la historia de la humanidad. Por otra parte, no estamos dispuestos a renunciar al placer de comer, lo que unido a una agresiva y estudiada publicidad, y a una poderosa y omnipresente industria alimentaria, ha desembocado en una epidemia de sobrepeso que alcanza a todo el planeta, y que, paradójicamente, se ceba en las capas cultural y económicamente más desfavorecidas, ya que la industrialización de muchos productos ricos en azúcares y grasas saturadas, ha provocado que sean más baratos los alimentos procesados que los productos frescos y clásicos de la dieta mediterránea.
Desde que el Homo sapiens surgió hace aproximadamente doscientos mil años, la historia de la humanidad está marcada por los adelantos tecnológicos orientados a economizar esfuerzos y a disponer de más tiempo libre y más calidad de vida. De la piedra al molino, del caballo al tren y al avión, de la polea al robot. Una buena parte de la humanidad ya no tiene que esforzarse en adquirir comida, por lo que el mandato bíblico: «Comerás el pan con el sudor de tu frente» ha quedado obsoleto. El esfuerzo físico sin diversión no casa bien con la mentalidad del hombre del siglo XXI. Así, la menor necesidad de realizar trabajos físicos para poder sobrevivir y la disponibilidad de gran cantidad de alimentos almacenados en las neveras y despensas, nos ha llevado a esta situación.
A lo largo de la obra intentaré evitar la palabra obesidad por tres motivos: 1) porque tiene una connotación psíquica y socialmente negativa sobre todo en niños; 2) porque desde el punto de vista médico la obesidad no coincide con el concepto de sobrepeso; y 3) porque afortunadamente el número de personas con obesidad es mucho menor que el de personas con sobrepeso, aunque casi todos —en un momento u otro de nuestra vida— hemos tenido, tenemos o tendremos sobrepeso. En principio, este libro va dirigido a la gran mayoría de personas que están por encima del peso recomendable, y pretende prevenir la difícil y compleja situación metabólica que supone una obesidad instaurada durante años de ingesta calórica excesiva en relación al consumo de energía.
En términos evolutivos los mecanismos de regulación del apetito siempre han favorecido la acumulación de grasa en aras de la supervivencia, en períodos de escasez o carencia de alimentos, en lugar de metabolizarla con rapidez. Tanto es así que, en la actualidad, solo un pequeño tanto por ciento de personas no conservan esta característica genética que tiende a la reserva energética, y por tanto pueden ingerir una elevada cantidad de comida sin engordar (entre ellas, mi mujer y uno de mis dos hijos), de tal manera que las podemos considerar verdaderas «estufas energéticas», ya que su metabolismo basal es alto y mantienen sin necesidad de realizar actividad física moderada o intensa, un peso estable y saludable, por lo menos hasta la cuarta o quinta década de vida. Estas características suelen corresponder a morfotipos longilíneos o ectomorfos, es decir, personas constitucionalmente delgadas que necesitan comer cada poco tiempo porque metabolizan rápido la energía que proviene de los alimentos que ingieren, y vuelven a tener hambre en un tiempo breve. Por otro lado, tenemos otro tipo de individuos que no comen mucho, se mueven bastante y, sin embargo, tienden a engordar. Habría un tercer grupo de personas que estaría entre estos dos extremos y en el que el equilibrio entre los ingresos y los gastos puede ser relativamente sencillo de lograr. El primer morfotipo, envidiado en el sistema de vida actual con abundantes comidas sociales, laborales y de ocio, constituía un peligro en los tiempos preindustriales, cuando no siempre había comida disponible, por lo que, desde el punto de vista evolutivo, el cuerpo humano siempre ha tendido a acumular grasa, por si llegaban días en los que no encontraba alimento para poder subsistir. La falta habitual de víveres y el gran esfuerzo físico que suponía su obtención (cacerías de animales salvajes, escurridizos o escasos, incursiones en un medio hostil como el océano, recogida de frutos y bayas en selvas intrincadas y peligrosas...), constituyeron alguna de las razones por las que el hombre cazador y recolector nómada se convirtió, a lo largo de muchos años, hasta que encontró asentamientos favorables en las cuencas de ríos o valles húmedos, en agricultor.
La evolución y la selección natural, pues, han favorecido, a lo largo de los siglos, variaciones genéticas que han programado un balance lo más conservador posible para gestionar nuestra despensa energética, desembocando en el predominio de personas con el llamado gen «ahorrador», aunque en realidad los científicos siguen estudiando la interacción de múltiples genes (FTO, TMEM18, POMC, MC4R, BDNF, SEC16B...)1 con el medio ambiente y las pautas de conducta alimentaria. Esto no significa que haya una predeterminación genética imposible de cambiar cuando una persona tiene tendencia al sobrepeso excesivo, pues no llegan ni a un 2-3 % los casos de obesidad de carácter exclusivamente hereditario; el otro 97-98 % de personas con problemas de exceso de peso tienen predisposición —la pistola cargada—, pero si el medio ambiente no interactúa con esos genes, es decir, nadie aprieta el gatillo, no tiene por qué manifestarse dicha tendencia al sobrepeso. Por ello, tenemos la capacidad para cambiar nuestra tendencia y adoptar un estilo de vida saludable, por lo que nunca se debe tirar la toalla y manifestar que no puedo adelgazar porque mi genética me lo impide. El camino, desde luego, no es sencillo en las actuales circunstancias, aunque muchos aprendices de brujo le intenten convencer de lo contrario, con dietas estrambóticas y complicados sistemas de alimentación. No obstante, es importante aclarar que el sobrepeso en la edad infantil nunca es responsabilidad del niño sino de su entorno familiar y social, como iremos comprobando a lo largo de los distintos capítulos.
Todas estas premisas determinan el éxito generalizado que tienen los blogs, las revistas, los libros de dietas y, en general, cualquier medio audiovisual en el que se hable de nutrición, ya que están dirigidos a un gran sector de la población, ávido por encontrar soluciones fáciles que ayuden a adelgazar o, por lo menos, a no engordar.
Los sociólogos han puesto fecha al inicio de la epidemia global de sobrepeso: la sitúan en Estados Unidos y en la década de los años 80, cuando por parte del gobierno de Ronald Reagan se eliminaron los controles sobre la producción agrícola para potenciar las ganancias de los agricultores y de los ganaderos. El sector de la alimentación se vio forzado a aumentar las ventas para conseguir más beneficios a corto plazo, ya que los accionistas de Wall Street presionaban. Se recomendaron prácticas y hábitos inusuales en aquellos años, aunque ahora nos parezcan normales: comer andando por la calle, comer en la vía pública sentados en un banco (de los que no cobran comisiones), comer en el metro o en el bus, picar entre horas, tomar algo rápido y muy calórico al mediodía para seguir trabajando durante largas jornadas laborales con la mayor productividad posible. Todas estas prácticas, insólitas y mal vistas antes de esa época, fueron promocionadas a través de anuncios y películas, por las empresas productoras y distribuidoras de bebidas, comida procesada, snacks y cadenas de comida rápida (Big Soda y Big Food) extendiéndose como si fueran virus de rápida propagación, por todos los países.
La propia industria alimentaria presionó a los gobiernos —y sigue en su productiva tarea— para que no obstaculizara sus vías de expansión, mediante la creación de organizaciones y fundaciones relacionadas con la nutrición, con la finalidad de financiar estudios científicos que destacaran alguna característica de sus productos, o subvencionar la realización de otros que desmintieran cualquier dato desfavorable para sus intereses. Tenemos un claro ejemplo muy actual con la polémica e interesada respuesta2 de la industria alimentaria a las recomendaciones de la OMS3 sobre el consumo de azúcares en nuestra dieta diaria, en la que se afirma que «no hay una base científica» para tratar de manera diferente a los azúcares libres de los que están presentes de forma natural en frutas y verduras. La lógica y la ciencia no dejan lugar a dudas, ya que es comprensible —aunque criticable— que las empresas que comercializan y distribuyen todo tipo de productos azucarados se preocupen por sus ganancias, mientras que la OMS, como organismo competente en la materia y con asesores expertos, sin conflictos de intereses, haga recomendaciones para mejorar la salud pública, y, en este caso, fije el límite máximo de azúcar en un 10% sobre el total de calorías consumidas en un día, además de recomendar que aún tendríamos más beneficios en términos de salud, si no superáramos el 5 %. Todo esto ha provocado, y sigue provocando, confusión en el consumidor, que un día lee en un medio de comunicación de prestigio que un alimento (o un grupo de alimentos) no es adecuado para una dieta sana; y a la semana siguiente, lee en otro periódico también solvente o en alguna publicación online que no es para alarmarse, ya que el estudio no tuvo en cuenta algunos datos muy importantes para el resultado final o que no se realizó de manera correcta por fallos en su metodología.
En España, así como en muchos otros países, hay sucursales de las multinacionales de la industria alimentaria que han sabido crear grupos de presión o lobbies, a través de los cuales mueven los hilos de un complejo entramado de poder que consigue que nada ni nadie vaya en contra de sus intereses, de modo que han obtenido avales científicos de algunas sociedades médicas y de dietistas-nutricionistas. También promueven y apoyan estudios y programas de salud comunitaria, para las administraciones autonómicas y gubernamentales, ofreciendo una imagen pública de compromiso con los problemas que ellas mismas han contribuido a crear, pero, en realidad, siempre obran en interés propio; así, podemos citar las conocidas iniciativas para promover el ejercicio físico en las escuelas —algo parecido a la campaña Let’s move de Michelle Obama en Estados Unidos—, folletos informativos que apelan a la responsabilidad individual del consumidor, promesas de investigación en la creación de nuevos productos con mejor composición nutricional, etc. Por otra parte, han conseguido bloquear cualquier intento de regulación legislativa que pueda perjudicar sus ventas millonarias, tanto en el etiquetado de los productos como en la composición y los ingredientes de estos, demostrando tener un peso determinante en cualquier asunto que esté relacionado con la normativa alimentaria. Solo por citar un ejemplo de las llamadas «puertas giratorias» de este sector, es de dominio público que muchos directores científicos de empresas alimentarias terminan ejerciendo cargos políticos y son los encargados de elaborar leyes y regulaciones que afectan a la industria agraria y de la alimentación. La prestigiosa revista British Medical Journal publicó en 2015 (BMJ, 2015; 351: h4207) un artículo revelador en el que se hacía eco de las peligrosas relaciones entre la industria de alimentos procesados y las instituciones sanitarias en España.
Profundizando en el tema, quiero citar también una noticia publicada en la red hace unos años, que difundía una foto del presidente de una empresa de bollería industrial, en compañía de autoridades sanitarias y políticas, que daba testimonio del «compromiso» de su empresa con la investigación y el desarrollo de nuevos productos mejorados para conseguir un menor impacto negativo en la alimentación de los niños, adolescentes y jóvenes que los consumen; si han salido al mercado, yo no he tenido la suerte de verlos. Mientras tanto, esta empresa y otras similares siguen sin informar de manera clara del número de calorías que contiene cada unidad de producto (por ejemplo, una rosquilla) y se limitan a cumplir la normativa, ofreciendo las calorías en porcentaje de producto. Esto es lo que se llama una doble política y lavado de conciencia: por un lado, doy la imagen de estar a favor de una alimentación sana y de la necesidad de hacer más ejercicio (muchos fabricantes ponen estas frases en los envases como si de este modo desaparecieran por arte de magia las grasas saturadas y el exceso de azúcar que llevan), pero, por otro lado, procuro que mis productos sigan sin tener de manera clara y visible la enorme cifra de calorías que contienen, los anuncio con dibujos y personajes conocidos por los niños, regalo figuritas o cromos, y los coloco en zonas estratégicas del supermercado, mucho más accesibles y visibles que las frutas, verduras y legumbres.
En el año 2009 salió publicado en el suplemento «Tendencias» de La Vanguardia (pág. 25, 2 diciembre, artículo a pie de página), el anuncio de la probable retirada de los juguetes que unas conocidas empresas de comida rápida regalaban en un atractivo kit con el menú infantil, para evitar que los niños se iniciaran en el consumo de fast food, atraídos por los regalos. Con la ilusión y esperanza de saber que por fin se movían las cosas a un nivel práctico, en la terrible lucha que mantenemos los profesionales de la salud que debemos lidiar cada día con el problema del exceso de peso infantil, guardé en una de mis carpetas este esperanzador y bienintencionado artículo. Al final, todo quedó en papel mojado (en mi caso algo arrugado y amarillento), y dichas empresas siguen con su política —psicológicamente demoledora— de regalar juguetes a los niños que consumen sus productos. Tres años más tarde, en una jornada sobre nutrición y vida sana en Barcelona, en la que se presentaba una nueva pirámide nutricional, entre otras estrategias de salud comunitaria, pregunté a los ponentes que integraban la mesa presidencial de la organización por qué seguía existiendo esta indeseable asociación de comida rápida con juguetes, y la respuesta confirmó la influencia de la industria alimentaria en las políticas sanitarias:
—Las empresas a las que usted se refiere están haciendo un gran esfuerzo al incluir en sus menús ensaladas y otros productos habituales de la dieta mediterránea.
A lo que respondí:
—Sí, no lo dudo y lo celebro, pero no ha contestado a mi pregunta: ¿por qué siguen regalando juguetes si hay un anteproyecto de ley en relación a la lucha contra el sobrepeso y la obesidad infantil donde, según el artículo que cité en público, estaba prevista su eliminación?
Mi comentario quedó esta vez en el aire, no obtuve respuesta alguna, y dieron el micrófono y la palabra a otro asistente.
Si a toda esta agresividad comercial, permitida por los gobiernos de los distintos países, unimos la ingente inversión en publicidad en todos los medios de comunicación —sobre todo en televisión—, dirigidos específicamente a la población infantil, iremos comprendiendo mejor el alcance de esta epidemia de sobrepeso, y aunque sean los padres los que en definitiva tienen la última palabra, la presión que los niños y adolescentes reciben, rebota de manera inequívoca y aumentada exponencialmente a unos progenitores que en la mayoría de los casos acabarán cediendo al insistente ruego de sus hijos, por cansancio, por falta de tiempo o por pensar que dar esos productos es una recompensa a un buen resultado académico o a una buena conducta, o una muestra de cariño, sin darse cuenta de que el mejor regalo que pueden dar a sus hijos es compartir tiempo de ocio con ellos.
En relación a este lamentable tipo de estrategias empresariales, se han interpuesto demandas contra estas cadenas de comida rápida, por considerar que la insistente presión que recibían por parte de sus hijos para ir cada semana a este tipo de establecimientos y coleccionar los juguetes que regalan al pedir sus famosos menús infantiles, dificultaba sobremanera la adquisición de buenos hábitos nutricionales, condicionando su libertad a la hora de elegir las pautas de alimentación de su familia.
Por otra parte, es curioso observar que nunca se ha vendido tanto equipamiento y material deportivo (bicicletas, patinetes, skates, raquetas, calzado de running y trekking, diferentes máquinas de gimnasio para tener en casa, tiendas de campaña, mochilas de montaña, etc.); y nunca antes se ha inscrito tanta gente a pruebas y actividades de notable exigencia física (maratones, triatlón, millas urbanas, ultrarresistencia...). Es fácil constatar, además, el aumento progresivo del número de licencias federativas en los últimos veinte años, de todos los deportes y actividades físicas imaginables. El éxito del trazado de carriles bici y rutas de senderismo —con altos índices de frecuentación— ha tenido también un gran desarrollo e impulso por parte de todos los estamentos de la administración pública, por lo que es sencillo verificar que la ingesta excesiva de alimentos de baja calidad nutricional y de gran contenido calórico tiene más peso como factor principal de la epidemia que la falta de actividad física. Sin embargo, la industria alimentaria le da la vuelta a esta evidencia e invierte el orden de causas probables: financia estudios que puedan ser interpretados a su favor y elabora notas de prensa para difundir en todos los medios, culpabilizando a niños, jóvenes y a sus familias por estar todo el día tumbados en el sofá, sentados delante del ordenador o de la consola de videojuegos; por ello, proclama a bombo y platillo que la epidemia de sobrepeso tiene como principal culpable al sedentarismo, por lo que es aconsejable «ponerse las pilas» y empezar a hacer deporte intenso tres horas cada día. En ningún caso, según sus tesis, es conveniente disminuir («solo faltaría eso, vender menos») la cantidad de comida ingerida diariamente —a ser posible, su procesada comida—, no sea que nos «venga» un déficit vitamínico, una desnutrición grave o un desfallecimiento repentino.
Quiero ahora contradecir a la industria alimentaria y enunciar la frase siguiente:
ES MÁS FÁCIL BAJAR PESO COMIENDO MENOS Y
MEJOR QUE HACIENDO EXCLUSIVAMENTE
EJERCICIO FÍSICO.
Con esta frase bien resaltada para que llegue con fuerza a la mente de los lectores, no quiero decir que no sea importante el ejercicio físico; muy al contrario: es esencial para mejorar nuestra salud cardiovascular, metabólica y mental, y ayuda a mantener un peso adecuado, pero hay que tener en cuenta que solo ayuda, no es la vía más recta ni sencilla para bajar de peso cuando se trata de perder muchos kilos. De hecho, se tiende a sobrevalorar las calorías que gastamos a la hora de movernos y subestimar las que ingerimos (sobre todo con los tentempiés, snacks, aperitivos entre horas y las comidas realizadas fuera de casa). Un platito de patatas chips, tomado como inocente aperitivo antes de comer, puede tener 200-300 Cal, a las que habría que sumar 140 Cal más del refresco o de la caña con los que se suele tomar. Muchas comidas sociales tendrían que acabar, calóricamente hablando, tras el aperitivo o pica-pica, si abundan los fritos, los embutidos, los quesos y las bebidas que no sean agua.
Curiosamente, el problema del sobrepeso se ha trasladado de las clases acomodadas a los niveles sociales más desfavorecidos. Hace treinta o cuarenta años, una de las grandes lacras sociales era el hambre que azotaba a media humanidad, y solo había sobrepeso en las capas altas y acomodadas de la población. El problema del hambre, en la actualidad, ha disminuido hasta afectar a unos 800 millones de personas, lo que no deja de ser un grave problema a nivel global; sin embargo, ha aumentado tanto el número de personas con sobrepeso —se calcula en unos 1.300 millones— que el nivel de salud de muchos países en vías de desarrollo tampoco ha mejorado, sino todo lo contrario, ya que enfermedades como la diabetes, la hipertensión y los problemas cardiovasculares han aumentado exponencialmente.
La globalización ha llevado los insanos estilos de vida occidentales a poblados, aldeas y pequeños entornos rurales que estaban aislados, tanto desde el punto de vista geográfico, como desde el punto de vista de la relación y comunicación con el mundo exterior. Es más fácil encontrar, hoy en día, coca-colas, bollería, o una parabólica, en cualquier pueblecito de América Latina o de China, que fruta fresca o una escuela de calidad. Los ciclomotores están sustituyendo a las bicicletas, y casi han desaparecido las tiendas tradicionales con productos locales y de temporada, surgiendo por doquier supermercados modernos, donde llegan las mercancías de las grandes multinacionales, bien empaquetadas y refrigeradas. Le aconsejo buscar en YouTube el documental titulado Más allá del peso, en el que hay escenas conmovedoras que le harán reflexionar sobre el grave problema que representa la epidemia planetaria de sobrepeso infantil. Pertenece a Maria Farinha Filmes y lo puede encontrar subtitulado en lengua castellana.
La emigración de la población rural a las ciudades también ha contribuido a exponer a dicha población a hábitos obesógenos, es decir, costumbres que generan ganancia excesiva de grasa: ver más televisión, realizar menos trabajo manual, aceptación de publicidad dirigida a grupos sensibles, con el consiguiente aumento del consumo de bebidas industriales azucaradas y otros productos ricos en grasas y azúcar. Se ha constatado en muchos estudios que la proporción de personas portadoras de varios genes «ahorradores» (véase nota 1), de raza afroamericana y que procede de zonas rurales, es la que más fácilmente acumula kilos debido al estilo de vida urbano occidental. Además, esta subida de peso se traduce en depósitos de grasa que se acumulan alrededor del hígado y del corazón, y favorecen la aparición de enfermedades como la diabetes, distintos tipos de cardiopatías y problemas hepáticos como el hígado graso (esteatosis hepática).
Este es un tema clave. Desde hace unos años, cada vez que voy al supermercado me fijo en el precio de los alimentos, y he llegado a la conclusión de que los que deberían presidir de forma diaria nuestra mesa, como las frutas y las hortalizas, con alto valor nutricional y bajo contenido calórico, resultan mucho más caros que los alimentos procesados con dosis elevadas de azúcares y grasas saturadas, como sucede con la bollería y los aperitivos de bolsa. El precio de 100 Cal de los primeros es bastante más caro que 100 Cal del segundo grupo.
Bastantes investigaciones corroboran mis observaciones, pero veámoslo con algunos ejemplos:
1) Un kilo de manzanas con buen aspecto y de tamaño grande puede costar unos 2,5 euros y en un kilo entran 4 piezas; si cada manzana tiene 100 Cal (depende de la variedad y del tamaño, entre 60 y 120 Cal) sabremos que un kilo de manzanas tiene unas 400 Cal. Hagamos unas sencillas operaciones:
4 manzanas = 400 Cal = 2,5 euros
1 manzana = 100 Cal = 2,5 euros/4 = 0,62 céntimos (cts.)
2) Ahora calculemos el precio de 100 Cal de galletas de chocolate de marca blanca que van en un paquete de 500 g y cuyo coste es de 95 céntimos: si 100 g de estas galletas tienen 486 Cal (según la etiqueta), unos sencillos cálculos nos llevan a la siguiente conclusión: 100 Cal de galleta con chocolate tienen un coste de 3,9 céntimos.
3) Una lechuga limpia (150 g) tiene 25 Cal y puede costar 1 euro. Por lo tanto tendremos que 4 lechugas limpias suponen 100 Cal y cuestan 4 euros.
Con estas imágenes lo verá más claro:
Si hacemos los cálculos con naranjas, higos, melocotones, nectarinas, piña..., pasa algo parecido; si miramos los precios de judías verdes, acelgas u otras verduras, seguro que alcanzaremos cifras más escandalosas, pues tienen menos calorías que las frutas.
En la tabla de la página siguiente podemos comprobar con asombro la gran diferencia que hay entre el coste económico de las calorías que provienen de la bollería, de los aperitivos fritos de bolsa y de las bebidas azucaradas, en comparación con el coste de las calorías saludables de productos no manufacturados como son las frutas y las verduras. Agárrese porque estos datos son reales y verídicos: la diferencia entre el cuarto clasificado, galletas de chocolate de marca blanca, y el colista es de 1 a 200, es decir, la escarola limpia y preparada para consumir cuesta 200 veces más desde el punto de vista económico-calórico que las galletas de chocolate de marca blanca. ¡Y la lechuga, en la penúltima posición, 100 veces más!
Coste económico de 100 calorías
Otra conclusión que podemos sacar mirando esta clasificación es la siguiente: entre los doce primeros clasificados hay seis productos que en cualquier pirámide nutricional están relegados al último escalón, lo que significa que su consumo tendría que ser esporádico, mientras que algunos de los productos que están en la base, es decir, de consumo diario, como son las frutas, verduras y hortalizas, se encuentran en la parte baja de la tabla. Es un consuelo que productos, también importantes, como el arroz, la pasta y las legumbres figuran en las tres primeras posiciones, pero piense que si el arroz y la pasta los adquirimos integrales (los expertos no paran de repetirnos la importancia de consumir el pan, el arroz y la pasta de este modo), y compramos legumbres de calidad media o mediaalta, caen rápidamente de los primeros puestos, dejando líderes de la clasificación a las galletas de chocolate, a la crema de cacao y a la bebida de cola en botellón familiar; en cuarto puesto quedarían las patatas chips. Estos datos reflejan una triste realidad fácilmente comprobable en cualquier tienda o supermercado de su localidad.
Dejando la tabla como está, en un increíble sexto puesto encontramos las bebidas azucaradas gaseosas en botellas de dos litros, más baratas —siempre hablando calóricamente— que la leche y que cualquier verdura o fruta, lo que no deja de ser una mala noticia. Los saludables frutos secos, a pesar de su alta densidad energética, están ubicados en la parte baja, lo que significa que son caros, muy caros, y es deprimente que estén superados en la clasificación por la bollería, los aperitivos salados de bolsa tipo chips, cremas grasas con sabor chocolate, las bebidas azucaradas y las chucherías.
Por todos estos motivos, el consumo casi a diario que muchos niños, jóvenes y algunos adultos hacen de bollería industrial (cruasanes, ensaimadas, galletas de chocolate, cañas, napolitanas...), patatas chips y otros productos procesados tiene una explicación lógica: es más barato alimentarse, aunque sea inadecuadamente, de comida industrial muy calórica que de frutas y verduras; además, ni las bebidas azucaradas ni las galletas ni la bollería industrial se tienen que manipular (lavar, pelar, cortar, guisar o servir en un plato); es comida rápida atractiva y deseada por los niños debido a su apetecible sabor; son productos anunciados en vallas publicitarias, televisión, radio e internet; y muchos ofrecen regalos y promociones por su compra. ¿A quién le puede sorprender que se consuman tan abundantemente y en cualquier situación? Desde un punto de vista estrictamente sociológico, es un hecho sorprendente, ya que ha supuesto que el ser humano, gracias a los procesos tecnológicos y al avance de la bromatología (ciencia que estudia los alimentos en cuanto a su producción, manipulación, conservación, elaboración y distribución, así como su relación con la salud) en estos últimos sesenta años, tiene la capacidad de abastecer a todo el orbe. Sin embargo, lo que no es ético ni prudente es que las materias primas básicas para alimentarnos estén bajo el control absoluto de grandes corporaciones que son las que provocan este desequilibrio entre los precios elevados de los alimentos no procesados, como la verdura y la fruta, y los bajos precios de los productos industriales, donde priman las grasas vegetales solidificadas (derivadas del aceite de palma, maíz, soja, coco o mezclas de ellos) y los azúcares industriales (sacarosa, dextrosa, maltosa, jarabes con alto contenido en fructosa...).
Todo ello supone un factor de primera magnitud en la génesis y en el mantenimiento de esta epidemia de sobrepeso que golpea con mayor intensidad a las clases más desfavorecidas. De ahí la necesidad de gravar con tasas fiscales a todo este tipo de comida hipercalórica y de bajo valor nutricional, como están haciendo en algunos países, y abaratar los alimentos saludables con políticas imaginativas, atractivas económicamente para el pequeño y mediano agricultor, y respetuosas con el medio ambiente.
Casi todos los cálculos de la tabla se han tomado basándonos en datos de productos de calidad y calibre medio o superior que pueden encontrarse en los supermercados habituales de nuestro entorno, y no en pequeñas tiendas céntricas o en establecimientos especializados de zonas urbanas de clase media-alta o alta, en las que los precios de frutas y hortalizas tienden a ser más elevados, con lo que las diferencias aún serían más escandalosas, ya que el precio de la bollería, los aperitivos embolsados y las bebidas azucaradas suele ser bastante homogéneo e independiente de las vías de distribución, con costes similares en todos los barrios.
Tengo bien grabadas en mi memoria imágenes de mi niñez, a mediados de los años sesenta, en un entorno socioeconómico humilde, cuando solía acompañar a mi madre a hacer la compra y le ayudaba llevando un carrito de cuadraditos azules y negros, por los fríos pasillos del Mercado Central de Zaragoza. Comprábamos las frutas y hortalizas por kilos, y solían regalar una pieza de propina; las lechugas iban de dos en dos, y lo habitual era tener en la despensa cestos repletos de peras, manzanas, naranjas, tomates, etc. Recuerdo perfectamente el trasiego de duros y pesetas del monedero de mi madre y me asombraba cómo se podía llenar el carro con tan poco dinero: patatas, cebollas, manzanas y naranjas en el fondo; lechugas, judías verdes y borrajas en la zona intermedia; y lo más delicado, tomates, peras y plátanos, encima de todo. Algún día, sobre todo este vitamínico y saludable arsenal, se depositaban 100 g de jamón serrano, media docena de huevos, un pollo troceado o algo de pescado.
Con este apunte biográfico quiero expresar la importancia de una política alimentaria que facilite la disponibilidad de frutas y verduras a precios asequibles para toda la población, como sucedía en aquellos años en los que tomar un cruasán o una coca-cola era un extra que tenía un precio, tanto económico como emocional, pues se hacía en ocasiones especiales, mientras que nadie contaba las piezas de fruta o verdura a la hora de comprar, ya que se adquirían, como ya he resaltado antes, por kilos, debido a su bajo precio, asequible para todas las capas sociales. Además, ni los comerciantes ni la administración tenían necesidad de realizar costosísimas campañas para promocionar el consumo de frutas y hortalizas, porque su consumo diario —y varias veces al día— era lo normal y lo habitual.
Las siguientes imágenes nos devuelven a la actualidad: en primer lugar podemos ver aguacates a precio de oro, a casi 6 euros el kg, en un supermercado; y a continuación, en una fotografía captada en un restaurante de tipo autoservicio de un conocido museo, observamos el precio de una naranja, 2,20 euros, un precio superior al de la bollería y las bebidas azucaradas ofertadas en el mismo.