La ciencia es una esfera finita que crece en el espacio infinito; cada nueva expansión le hace comprender una zona mayor de lo desconocido, pero lo desconocido es inagotable.
J. L. BORGES
Los alimentos que recomendamos tomar en mayor proporción en nuestra dieta son aquellos que están compuestos en su mayor parte por carbohidratos, y ¡qué casualidad!, son los más fáciles de encontrar en la naturaleza, en sus distintas formas: frutas, hortalizas, legumbres y cereales. Como serán citados en numerosas ocasiones a lo largo del libro, le contaré algunos detalles sobre este complejo y apasionante grupo de nutrientes, que ha recibido, según las épocas, diferentes denominaciones: hidratos de carbono, glúcidos (glucos, en griego significa dulce), sacáridos..., aunque la más recomendada en la actualidad es la de carbohidratos.
Básicamente, tendríamos dos categorías muy diferentes a pesar de compartir denominación y estructuras químicas similares:
CARBOHIDRATOS COMPLEJOS: los alimentos que los contienen en abundancia tienen muchas propiedades: inducen una mejor salivación y ralentizan la velocidad de deglución; menor capacidad para producir caries que los carbohidratos simples; retrasan el vaciamiento gástrico provocando sensación de saciedad; aceleran el tránsito intestinal, ya que estimulan la contracción de la pared del intestino delgado y grueso, con lo que pueden mejorar el estreñimiento y ayudar a prevenir el cáncer de colon. Estamos hablando de legumbres (lentejas, garbanzos, guisantes, alubias, soja...), verduras (apio, escarola, endivia, lechuga, acelgas, espinacas...), bulbos (ajo, cebolla, remolacha, hinojo...), tubérculos (patata, boniato, ñame...), raíces (nabo, rábano, zanahoria, yuca o mandioca...), tallos (puerros, espárragos...), flores o conjuntos de flores (alcachofas, brócoli, coliflor...), frutos (pepino, pimiento, tomate, berenjena, calabacín...) y cereales (trigo, arroz, maíz, cebada, avena, mijo, sorgo, centeno...). Desde el punto de vista químico consideramos carbohidratos complejos al almidón (el polisacárido más relevante en nutrición), al glucógeno (polisacárido de reserva que se sintetiza en el hígado y en el músculo, a partir de glucosa), a la celulosa y la hemicelulosa (fibras no solubles), gomas, agar, mucílagos, pectinas, etc. El almidón está compuesto por gránulos de diferente forma y tamaño insolubles en agua fría; en el lenguaje común y en algunos libros de dietética y de gastronomía se le suele llamar fécula. También encontramos carbohidratos complejos en los frutos secos y en las frutas, como integrantes de las paredes celulares que forman parte de la pulpa.
CARBOHIDRATOS SIMPLES (monosacáridos y disacáridos): corresponden a los conocidos azúcares. Su absorción intestinal es muy rápida, por lo que elevan inmediatamente el nivel de glucosa en la sangre y obligan al páncreas a trabajar con rapidez para segregar insulina. En la actualidad, sabemos que una ingesta elevada y diaria de los distintos tipos de azúcares simples es perjudicial a medio y largo plazo, y es un factor clave para el desarrollo de problemas de salud como la caries, la diabetes de adulto y la obesidad; su consumo no debería ser superior a un 5-10 % del cómputo total de las calorías de la dieta (véase nota 3); solo aportan energía sin proporcionar vitaminas ni minerales, por lo que se denominan calorías vacías a aquellas que provienen de la ingesta de los alimentos que los contienen como principal ingrediente en su composición. Es frecuente por ello encontrar niños y adultos con deficiencias de hierro y de vitaminas, asociadas al sobrepeso; es decir, están sobrealimentados pero malnutridos.
Algunos de los carbohidratos simples más comunes de este grupo son la lactosa o azúcar de la leche, la sacarosa4 o azúcar de mesa, que proviene de la caña de azúcar o de la remolacha, y la fructosa o levulosa o azúcar de la fruta, que desde los años 70 está sustituyendo —en su versión industrial— a la sacarosa, por ser más barata y, por ello, se utiliza para endulzar muchísimos productos de pastelería, bollería, bebidas azucaradas y zumos envasados, frutas en conserva, mermeladas, productos lácteos y otros alimentos industriales. La fructosa industrial se suele extraer del maíz y tiene una consistencia de jarabe que se mezcla fácilmente con todo tipo de alimentos; es posible también obtenerla por hidrólisis5 de polisacáridos complejos como el almidón de trigo, de patata o de mandioca. Tenemos que saber que en las etiquetas de los envases, los azúcares simples figuran con múltiples denominaciones, además de las tres principales (sacarosa, fructosa y lactosa): glucosa, jarabe de glucosa, dextrosa, dextrina, maltosa, isomaltosa, maltotriosa, maltodextrina, azúcar invertido, jarabe de arce, jugo de caña, melaza, sorbitol, xilitol, caramelo, jarabe de maíz (HFCS por sus siglas en inglés o high fructose corn syrop), almíbar, etc. Un truco bastante utilizado por la industria alimentaria es utilizar varios tipos diferentes de azúcar, para que en la lista de ingredientes el consumidor no vea que la palabra «azúcar» está situada en los primeros puestos, ya que en dicha lista, el orden de aparición va ligado, por normativa, a la proporción con que se halla respecto de los demás. Igual que sucede con la fructosa contenida naturalmente en la fruta, la lactosa que ingerimos al beber leche no es inductora de sobrepeso. Algunos estudios6 consideran este grupo de sustancias industriales como el principal responsable de la epidemia de sobrepeso. Metabólicamente, a la fructosa, libre o combinada con sacarosa, se la considera precursora de la formación de grasa en el cuerpo, por la facilidad que tiene la estructura de carbono de la fructosa para formar la base de los triacilgliceroles, compuestos que se utilizan para la síntesis de ácidos grasos de cadena larga. En términos más sencillos se puede decir que la elevada ingestión, en general, de cualquier azúcar «libre» (véase nota 3) ayuda a generar cantidades excesivas de grasa.7
Por estos motivos, recomendamos comer fruta entera mejor que en zumo, para evitar ingerir de manera rápida, sin enterarnos, demasiados azúcares libres y demasiadas calorías de golpe, ya que es muy sencillo tomar en menos de dos minutos el zumo de 3 naranjas, mientras que es más difícil ingerirlas enteras una tras otra. Volvamos a comer naranjas con toda su pulpa para poder metabolizar de manera más lenta la fructosa que contienen, y disfrutemos de todo el proceso que conlleva su masticación gajo a gajo y el placer de percibir su poder saciante y refrescante.
A este respecto, creo que, hoy en día, pocos niños saben pelar con cierta destreza una naranja o una manzana para comérsela después; esta acción puede parecer un acto obsoleto y pasado de moda, como si la pobre naranja se hubiera convertido en una fruta destinada únicamente a ser exprimida, o figurar en imágenes, sola o en compañía de otras frutas, en multitud de productos industriales para darles una apariencia saludable.
Aunque también la manzana se ha convertido en una fruta icónica, y pocos diseñadores de portadas de libros de dietética o de nutrición se resisten a darle el papel de protagonista, tengo la impresión de que está más presente en imágenes (fotografías o dibujos) y en zumos industriales que en las manos de niños, jóvenes o de adultos, a la hora de tomar un tentempié a media mañana o para merendar.
Es frecuente, no obstante, que los padres no puedan, por falta de tiempo, pelar fruta y cortarla para presentarla a sus hijos pequeños de manera atractiva cuando aún no tienen la suficiente habilidad para prepararse un plato como el que le muestro en la imagen siguiente, y deben enfrentarse muchas veces a una agotadora lucha diaria para conseguir la ingesta recomendada de fruta.
Coma naranja recién pelada con toda su pulpa.
Para acabar este apartado relativo a los carbohidratos, quiero subrayar que es importante considerar el pan blanco, la pasta y el arroz no integrales como alimentos que hay que limitar (hasta hace poco se colocaban en la base de la pirámide nutricional) para intentar sustituirlos de manera progresiva por sus variedades integrales, ya que al no estar refinados, además de ayudarle a controlar mejor los niveles de glucosa en sangre, obtendrá los beneficios adicionales de los ácidos grasos esenciales, vitaminas, minerales y fibra que se encuentran en el germen o embrión y en el salvado (capas externas del grano entero).
Sí, lo ha leído bien, las buenas grasas son ricas y necesarias: nos aportan ácidos grasos esenciales, constituyen nuestra principal reserva de energía, recubren vísceras importantes, nos ayudan a controlar la temperatura corporal, forman parte de las paredes de las neuronas y de todas las células de nuestro cuerpo, transportan las vitaminas liposolubles A, D, E y K, y son indispensables para múltiples vías metabólicas en nuestro organismo. El desconocimiento de los diferentes tipos de grasas o lípidos que existen y la histórica falta de acuerdo científico en diferenciar las «buenas» de las «malas» han provocado importantes controversias a la hora de establecer pautas y recomendaciones sobre su ingesta, de tal manera que en los años 70, las grasas de origen animal (carnes, huevos, mantequilla, pescado azul...) y el aceite de oliva eran los malos de la película, y de este resbaladizo y untuoso grupo, los huevos aún no se han podido quitar de encima, hoy en día, la etiqueta de alimento peligroso y sujeto a restricciones; muchas personas, sin enfermedad alguna y sanas como robles, limitan su ingesta a 2 por semana, cuando sabemos que si no hay una predisposición genética, el colesterol que contienen —además de proteínas de alta calidad y de hierro— no afecta apenas a su concentración en sangre;8 por ello no hay que restringir demasiado su ingesta en personas sin problemas médicos. No obstante, aquellas personas que tengan una enfermedad cardiovascular, diabetes, hipercolesterolemia o una historia familiar de arterioesclerosis prematura, deben consultar a su médico la frecuencia de su consumo. Curiosamente, he visto en bastantes ocasiones situaciones incongruentes, como la que supone limitar a los niños la ingesta de huevos a 1 o 2 por semana, sin que los padres hagan recuento de las galletas o del embutido que comen cada día, teniendo en cuenta que las primeras son bollería y el embutido es carne procesada, considerada muy recientemente por la OMS,9 en octubre de 2015, como carcinógena para humanos si se consume mucha y con excesiva frecuencia.
No siempre las grasas de origen vegetal son mejores que las de origen animal, pues hay algunas, como las que provienen del aceite de palma, de coco, de girasol o de maíz, que son alteradas químicamente mediante hidrogenación, para formar cremas o emulsiones que se usan desde hace muchos años con el fin de elaborar todo tipo de productos industriales; en la actualidad, las grasas «trans», obtenidas por este método, se han reducido de manera drástica, ya que se ha determinado que su consumo es muy perjudicial por estar implicadas en la enfermedad cardiovascular, el síndrome metabólico y la diabetes, aunque le aconsejo que siga mirando las etiquetas por si las contienen, pues reciben diferentes nombres: grasas vegetales hidrogenadas, grasas vegetales parcialmente hidrogenadas, grasas trans, trans-fat, etc. Del mismo modo, debemos sospechar su presencia si leemos en la etiqueta «grasas vegetales», siempre que no especifique su composición. Recientemente,10 en Estados Unidos (y 5 países europeos, entre los cuales desgraciadamente no está el nuestro) han sido definitivamente prohibidas. Podemos encontrarlas también en casa o en el restaurante, si freímos con aceite reutilizado varias veces o con temperaturas superiores a 180 ºC; y por último, se hallan en muy baja proporción en cárnicos y lácteos, ya que se producen en el sistema digestivo de muchos herbívoros, mediante biohidrogenación parcial de ácidos grasos insaturados.11
Después de hablar de las indeseables y nocivas grasas «trans», les corresponde el turno a las grasas saturadas, que serían las «menos buenas», según el origen y modo de consumirlas; este tipo de grasa de origen vegetal industrial o de origen animal (mantequilla o manteca de cerdo) sigue formando parte de la composición de multitud de productos: bollería, repostería, todo tipo de galletas (sean integrales, «digestivas» o «proactivas»), patatas fritas (congeladas y precocinadas), aperitivos horneados de bolsa, pizzas y platos precocinados, cremas «al cacao», palomitas «de cine» o para microondas, margarinas, barritas de cereales, snacks chocolateados y un largo etc. En la actualidad, la mayoría de grasas saturadas de origen vegetal ya no se obtienen por hidrogenación sino por fraccionamiento o por interesterificación mediante procesos enzimáticos. Encontramos también grasas saturadas en carnes (niveles muy variables según corte y especie), procesados cárnicos, pescados azules y lácteos no desnatados.
He dejado para el final las grasas «buenas», que corresponderían a los ácidos grasos insaturados, en los que se han establecido dos grupos:
1) Los ácidos grasos monoinsaturados (AGM): se encuentran en distintas proporciones en olivas, aguacates, avellanas, almendras, nueces de macadamia, pacanas, cacahuetes, pistachos, anacardos, etc. Junto con los frutos secos, el aceite de oliva virgen es parte fundamental de la dieta mediterránea, soporta mejor que otros aceites la hidrogenación que comporta su uso en frituras, y se aconseja su consumo en crudo acompañando a todo tipo de ensaladas y verduras. También encontramos AGM en proporciones considerables en el aceite de hígado de bacalao (44%), en la manteca de cerdo (43%) y en la mantequilla (33%); lo que sucede es que en estas dos últimas fuentes tenemos también una elevada cantidad de grasas saturadas y de colesterol, con lo que el perfil lipídico es menos saludable que el del aceite de oliva o el de los frutos secos.
2) Los ácidos grasos poliinsaturados (AGP), con dos subgrupos:
a) Los ácidos grasos omega-3 están presentes en el pescado azul (salmón, sardina, anchoa, caballa, arenque, atún, jurel, trucha...), en los crustáceos (langosta, gambas, langostinos...), en los moluscos (mejillones, almejas, ostras, navajas, pulpo, calamares...), en semillas de lino, nueces, almendras, brócoli, col rizada; y en menor cantidad, en avellanas, piñones, pipas de girasol y de calabaza.
b) Los ácidos grasos omega-6 predominan en los aceites de pepita de uva, de girasol, de colza, de soja y de maíz; y en bastantes frutos secos y semillas; también los encontramos, pero en menor proporción, en huevos, carnes y pescados.
En definitiva, las grasas que deberíamos incluir en nuestra dieta son: el aceite de oliva, a diario, en todo tipo de ensaladas y aliños (el aceite de girasol sería una alternativa también saludable y más económica), el pescado azul (preferentemente de tamaño pequeño, por el mercurio que acumulan en su carne las especies grandes), una o dos veces por semana, los frutos secos naturales cada día, pocas grasas saturadas contenidas en diferentes proporciones en carnes, embutidos, lácteos y derivados no desnatados, margarinas, bollería, repostería, aceite de coco, aceite de palma, etc.; y nada de grasas trans de origen industrial. Recuerde que ha de leer bien las etiquetas de los envases de los alimentos y, con el fin de vigilar la salud de sus arterias, atrévase a preguntar en bares y restaurantes por las características y condiciones del aceite que usan para freír.
En realidad, todos los alimentos con grasas las contienen en diferentes proporciones y se recomiendan unos más que otros por la cantidad de grasas «buenas» que predominan en ellos, pero es un tema complejo, controvertido y sujeto a continuas revisiones científicas. Por si quiere saber algo curioso: el aceite de oliva tiene alrededor de un 14 % de grasas saturadas (sí, las menos buenas) y, sin embargo, es su buen perfil lipídico —con el resto de grasas «buenas» que contiene— lo que convierte a este aceite en el rey de la dieta mediterránea, como puede observar en la siguiente imagen.
Las proteínas están formadas por cadenas de aminoácidos y, además de tener en sus moléculas carbono, hidrógeno y oxígeno, como los carbohidratos y las grasas, contienen también nitrógeno en una proporción del 16 %. Las especies vegetales son capaces de sintetizar aminoácidos a partir del CO2 del aire, del hidrógeno y el oxígeno del agua (H2O), y del nitrógeno y el azufre del suelo a través de sus raíces. Vamos, lo que todos sabemos, que las plantas solo necesitan —qué suerte tienen— luz, aire, agua y tierra. Sin embargo, los animales, incluidos todos nosotros, no pueden sintetizar aminoácidos a partir de elementos tan básicos, por lo que debemos conseguirlos, primordialmente, a partir de la ingestión de vegetales. A partir de estas premisas, es sencillo deducir que la fuente primaria de toda proteína, incluida la existente en la carne, el pescado y los huevos, procede originariamente del reino vegetal; esto es, las gallinas, cabras y vacas comen hierbas, granos, semillas y plantas para ofrecernos huevos, carne y leche. Los felinos comen herbívoros y roedores, que también comen plantas o granos; los peces grandes comen peces pequeños, que comen larvas y pequeños crustáceos, que comen zooplancton, que a su vez se alimenta de plancton vegetal (fitoplancton), base de la cadena trófica en el mundo acuático. Por todos estos motivos, podemos encontrar proteínas en casi todos los alimentos,12 provengan del reino vegetal o del reino animal, variando únicamente su concentración y su naturaleza; así, le sorprenderá que una naranja tenga un gramo de proteínas, que la humilde lechuga tenga 1,23 g %, el famoso brócoli 2,82 g %, el maíz 3,40 g % o las coles de Bruselas 3,64 g %. Los cereales, en general, tienen entre un 8 y un 13 g %, y subiendo un escalón, ya es más sabido que los frutos secos (15-22 g %) y las legumbres como las lentejas (9 %), los cacahuetes (25g %) y la soja (35g %) tienen proteínas «a patadas». Pasando al mundo animal, observaremos que las carnes tienen, en números redondos, entre 20 y 30 g% de proteínas, y el pescado y el marisco, entre 10 y 22 g%. El queso parmesano, además de estar riquísimo, sería uno de los alimentos con mayor proporción de proteínas: 35-40 g % (aunque también tiene mucha sal y grasas saturadas). Como ha podido comprobar, no es necesario consumir carne para proveerse de proteínas, ya que se ha superado el debate sobre la superioridad de las proteínas animales sobre las vegetales cuando se consumen de forma habitual en sustitución de productos superfluos.13
Las células del cuerpo humano pueden elaborar proteínas con distintas propiedades y funciones, a partir de combinaciones de 20 aminoácidos distintos, de los que 10 son esenciales y deben ingerirse con la alimentación diaria, pues el organismo no es capaz de sintetizarlos, o lo hace en cantidades insuficientes para nuestras necesidades habituales. Las hormonas, los anticuerpos, las enzimas, la albúmina, la hemoglobina, el fibrinógeno, etc., son ejemplos de proteínas con misiones vitales en nuestro organismo.
Igual que hay controversias en cuanto a la «bondad» o «maldad» de algunos tipos de grasas —excepto las «trans», en las que hay consenso sobre sus perjuicios—, con la cantidad de proteínas que recomiendan los expertos también hay disidencias. Por este motivo, no voy a darle ninguna cifra de proteínas a ingerir por día porque carece de sentido, salvo si eres un profesional sanitario que debe «programar» de manera cuidadosa la alimentación de un deportista de élite o de una persona en coma o con una enfermedad grave. Por ello, en la vida normal, debemos huir de lo que se ha venido a llamar el «nutricionismo», que sería algo parecido a un «integrismo dietético», es decir, pensar en que necesito tantos gramos de carbohidratos complejos y por eso comeré lentejas «x» veces por semana; pensar en que necesito tantos miligramos de hierro de fuente animal al día y por eso ingeriré «x» gramos de carne de una especie concreta de vacas amarillas del Valle del Kililulú (entre el Kilimanjaro y Honolulú), que es la que más hierro contiene según la «mejor» web del «mundo mundial»; pensar en que debo ingerir dos sardinas y media pescadas en una zona concreta del océano Índico, en la que aseguran que su plancton tiene un tipo determinado de oligoelementos que, al ser ingeridos por esas sardinas, provoca que su carne tenga la relación perfecta entre omega-3 y omega-6; pensar en comer guayaba neozelandesa porque las dosis de «eternitina» que contiene, un nuevo compuesto recién descubierto, muy necesario para el correcto funcionamiento de la epífisis, triplican las de otras frutas de nuestro entorno. Toda esta martingala es de mi invención, no guglee, por favor, con el Kililulú, las sardinas índicas, las guayabas neozelandesas o la eternitina. Esta manera de alimentarse, aunque he exagerado el tono irónico, no está tan lejos de lo que muchas personas hacen con su dieta, analizando la composición nutricional de todo lo que comen, no solo con el objetivo de controlar su peso, sino también con el punto de mira puesto en convertir los ingredientes habituales de nuestros platos en medicamentos. Cuando comer bien se convierte en una obsesión por cuantificar calorías, oligoelementos y minerales, elegir solo alimentos «ecológicos» y «ultrasanos» (no existen realmente ninguna de estas dos categorías, como podrá comprobar si lee los libros Comer sin miedo, del ameno, divertido y reputado científico J. M. Mulet, y Secretos de la gente sana, de Julio Basulto), programar minuciosamente los menús de toda la semana, pesar la comida, renunciar a los placeres culinarios clásicos, etc., hablamos de ortorexia, y algunos autores la consideran un trastorno cuya incidencia va aumentando día tras día. La vigorexia sería otra forma de desorden alimenticio en el que habría una imagen distorsionada del cuerpo y un deseo incontrolable por desarrollar una musculatura exagerada con horas y horas de gimnasio, e ingerir altas cantidades de peligrosos suplementos, además de llevar una dieta desequilibrada, por lo general, hiperproteica (con demasiadas proteínas).
En nuestra sociedad, la sobreabundancia, la variedad casi ilimitada de alimentos, su disponibilidad las 24 horas del día y su precio relativamente asequible para amplios sectores de población, unido a un indudable aumento del conocimiento de su composición, características y propiedades, nos ha conducido a un estado de sobreinformación que puede provocar confusión en muchas personas, y, paradójicamente, aceptar en el océano de datos, post, blogs, programas de televisión, radio, revistas, etc., aquellas fuentes que más ruido hagan o mejor se sepan vender.
En definitiva, le aconsejo que, sencillamente, ingiera más alimentos que contengan proteínas de origen vegetal, como son los frutos secos y las legumbres; menos de origen animal, como carnes blancas, lácteos, huevos, y pescado; y evite carnes rojas, embutidos, procesados cárnicos (salchichas, hamburguesas...) y fritos, rebozados y precocinados que los contengan. Se lo resumiré en una frase bien visible y enmarcada:
INGIERA MÁS ALIMENTOS DE ORIGEN VEGETAL
(poco procesados) Y MENOS DE ORIGEN ANIMAL.
Estas recomendaciones son difíciles de asumir y aceptar en nuestro entorno por la gran tradición que tienen los cárnicos y los embutidos, pero es lo que hay, y la ciencia y los expertos (los de verdad) lo tienen cada día más claro: si quiere tener más posibilidades de vivir ciento diez años con salud y ver crecer a sus nietos y bisnietos, sin que un cáncer, un ictus o un infarto se lo lleve por delante, igual que ha cambiado de móvil y no va con un modelo prehistórico tipo zapatófono, igual que ha cambiado de ordenador y ya no usa un Pentium 166, igual que no pedirá a su traumatólogo que le coloque una prótesis de cadera de los años 80, tendrá que admitir que en medicina, en bromatología, en nutrición y en bioquímica, también se ha avanzado, y aunque no exista una aplicación —ni falta que hace— que dispare un haz infrarrojo al plato de paella y le diga cuántos granos de arroz y cuántas gambas tiene que comer una vez que haya introducido su peso, su sexo, su edad, la presión atmosférica, la medida de su pie, la marca de sus zapatillas y los pasos que ha caminado hasta entonces, le aseguro que vamos por buen camino. Otra cosa bien distinta es que no le interese cambiar de hábitos porque esté bastante acostumbrado a los sabores intensos y texturas de los productos altamente procesados, no le parezca suficientemente atractiva la recompensa o replique con la consabida frasecita: «Mi abuela vivió 102 años y siempre comió lo que le dio la gana», pero lo que no sabemos es cuántos años vivieron el resto de parientes de su abuela, probablemente porque fallecieron a la edad «normal» para su tiempo, unos veinte años menos que la esperanza de vida que a usted le espera (si hace caso de los consejos de este libro y no lo arrolla un tren, claro).
Para finalizar este proteínico apartado, quiero comunicarle que en un reciente estudio14 se ha hecho pública la exagerada cantidad de proteínas que se está dando a los niños en nuestro país, llegando a triplicar las dosis recomendadas por las sociedades científicas más fiables, por lo que no debe dar a sus hijos cada día, mañana y tarde, carne, pescado, jamón de york o quesitos porque no lo necesitan. Si ofrece a lo largo de la semana un poco de pescado o carne blanca, legumbres y algo de huevo, tendrá suficiente aporte proteico, teniendo en cuenta que la ingesta de lácteos (también tienen proteínas) en la infancia es prácticamente diaria. Vuelvo a insistir en el reciente informe de la OMS (véase nota 9), que coloca a las carnes procesadas en la categoría de carcinógenos humanos (concretamente producirían un aumento del riesgo de padecer cáncer colorrectal), según la evidencia científica acumulada en los últimos años y la probable asociación del consumo de carnes rojas con distintos tipos de cáncer, por lo que las primeras se deben evitar (o consumir esporádicamente si le gustan mucho) y las segundas limitar.
A continuación expongo una serie de mitos o leyendas urbanas que van recirculando de manera periódica y recurrente por las redes, unos más imaginativos y sorprendentes que otros, pero todos carentes de evidencia o de base científica.
Mito n.º 1: no se deben mezclar carbohidratos con proteínas. En los bocatas de jamón o de tortilla de patata, en las paellas y en otros muchos platos tradicionales se mezclan sin ningún problema. De hecho, muchos alimentos ya presentan «de origen» dicha mezcla, sobre todo los frutos secos y las legumbres, por lo que es fácil comprobar que esa afirmación es uno de los disparates que con más frecuencia encontraremos en la red, en algunos artículos de ciertas revistas y libros de pseudoexpertos y paracientíficos.
Mito n.º 2: los carbohidratos no se pueden tomar por la noche porque engordan más que por la mañana. Lo que cuenta —aunque hay matices que se explican en el capítulo 5— es el balance de calorías ingeridas y gastadas a lo largo del día; no hay ningún reloj en nuestro organismo que cambie el poder calórico ni la estructura molecular de los carbohidratos a partir de una hora determinada; no obstante, cenar a las 10 o a las 11 de la noche un plato hondo lleno de lentejas o una gran paella valenciana no es aconsejable por su lenta digestión, pero cenar pronto un poco de arroz integral o dos tostadas de pan con algún componente más no tiene por qué suponer ningún problema, si el balance con el que hemos llegado a las 8 o las 9 de la noche así nos lo exige.
Mito n.º 3: si se quiere adelgazar hay que limitar de manera drástica los hidratos de carbono y comer más proteínas. Es el mito más peligroso y el decreto-ley de muchas dietas. Esta recomendación de falsos gurús es absurda y nociva; de todos modos, hay que señalar que si en la dieta hay una ingesta excesiva de carbohidratos simples, esto es, azúcares, la limitación tendría sentido, como ya vimos en el apartado correspondiente («Carbohidratos»), pero, en general, cuando uno lee por ahí que hay que reducir casi a cero los hidratos de carbono, sin especificar nada, le están invitando —y lo manifiestan claramente— a no comer fruta ni legumbres e ingerir proteínas a mansalva en detrimento de los carbohidratos complejos, que son los «buenos», como ya se ha comentado unas líneas más arriba. Dentro de este mito hay que hacer, pues, referencia a las dietas milagro, generalmente hiperproteicas, que surgidas ya en los años 70 (dietas Atkins, Montignac, Siken), vuelven al circo mediático actual con la famosa dieta Dukan y la paleodieta, como últimas versiones actualizadas. La comunidad científica a la que pertenezco ha dictaminado de manera clara lo perjudicial que puede llegar a ser una dieta de este tipo, por lo que aunque algunas personas observen ciertos efectos a corto plazo, el desequilibrio metabólico (avisan sus promotores del mal aliento que la cetosis provocará) y otros desórdenes orgánicos (infartos, osteoporosis, estreñimiento, litiasis renales, etc.) que puede ocasionar, desaconsejan seguir ese tipo de dieta desequilibrada y alejada de los principios de nuestra sencilla y cercana dieta mediterránea. Le indico aquí mismo y ahora una web imprescindible donde hay un observatorio permanente que analiza, disecciona y desmonta todas las malas dietas que, con nombres rimbombantes, prometen adelgazar por la vía rápida: <http://comeronocomer.es/>. El reconocido dietista-nutricionista Juan Revenga, en su último libro Adelgázame, miénteme (Ediciones B, 2015), hace una soberbia y fenomenal crítica de este tipo de dietas, que consiguen, en demasiadas ocasiones, sacar dinero a personas con problemas de peso. Por si no tiene suficiente, y para acabar este milagroso apartado, puede echar unas risas con los disparates de 36 dietas milagro15 . Con la imagen siguiente quiero criticar de manera satírica las dietas basadas en proteínas y grasas casi exclusivamente:
Pirámide nutricional del Dr. «Dukatkins».
Mito n.º 4: después de comer la fruta engorda. Ni la composición ni el valor energético cambian por ingerir la fruta a una hora determinada. Muy al contrario, lo que sucede es que la ingesta de fruta —sobre todo las más ricas en vitamina C— después de comer puede ayudar a la absorción del hierro que hayamos ingerido con la comida.
Mito n.º 5: hay alimentos que alcalinizan y otros que acidifican el organismo. Los alimentos no intervienen en el pH (concentración de iones hidrógeno) de la sangre «ni queriendo», pues sea cual sea su grado de acidez o alcalinidad les espera en nuestro aparato digestivo un auténtico infierno químico que se inicia en la boca, al ser mezclados con la saliva (pH levemente ácido entre 6 y 7), y alcanza su máxima expresión en el fondo del estómago, donde reina un acidez extrema (pH entre 0,8 y 3,5), gracias, entre otras secreciones gástricas, al ácido clorhídrico producido por las células parietales del estómago. Así pues, la regulación del equilibrio ácido-base es compleja y puede consultarse en cualquier tratado básico de fisiología médica. El pH sanguíneo es una de las variables biológicas que el organismo debe mantener en estrechos límites (7,35-7,45 valores normales; cifras por debajo de 6,8 y por encima de 7,8 suelen ser incompatibles con la vida), y el cuerpo es tan listo que no nos deja cambiarlo fácilmente, y mucho menos con algo que podamos hacer voluntariamente y cada pocas horas, como sucede con las tomas de alimento. Entre otras causas, la fiebre, el ayuno prolongado, la deshidratación aguda, una crisis de ansiedad, la falta de oxígeno en altura, intoxicaciones medicamentosas, ingesta excesiva y aguda de alcohol, enfermedades importantes respiratorias, renales, hepáticas o metabólicas pueden alterar el equilibrio ácido-base del organismo, pero comer un bocata de queso en lugar de 2 naranjas, no. Si alguien le habla muy convencido de la influencia sobre el pH sanguíneo de los alimentos neutros, básicos y alcalinos, todos ordenaditos en preciosas tablas coloreadas, mándelo a estudiar bachillerato de ciencias o primer curso de biología, química, dietética-nutrición o medicina; o, si no tiene tanto tiempo, dígale que consulte webs fiables como MedlinePlus.
Mito n.º 6: la leche produce mocos y es mejor retirarla cuando los niños estén resfriados. Si semejante estupidez fuera verdad, los pobres bebés y niños pequeños se transformarían en seres verdes y viscosos, pues se pasan 2 años tomando leche a todas horas. Lo que produce mocos son los catarros de repetición (y alguna bronquiolitis, de paso), que se pillan fundamentalmente en las guarderías a las que se lleva a los bebés cuando su sistema inmunológico aún es inmaduro, con la intención —en algunos casos— de que hagan amiguitos, pero a estas edades los amiguitos tienen nombres extraños: rotapérez, neumosánchez, garciasincitial, adenogómez, etc. Lo malo es que este mito se ha extendido incluso al mundo adulto y muchas personas dejan de tomar lácteos cuando tienen procesos catarrales, convencidos de que producirán menos moco y gastarán menos en pañuelos; lo triste es que algunos vivales difunden estas tonterías en sus consultas de medicina naturópata, homeopática, integrativa, holística y «chupiguay», y no solo te «quitan» los lácteos sino también un buen pellizco de tu cartera, recetando suplementos con su nombre o bolitas con sacarosa (azúcar, recuérdelo). Para que se informe bien y no piense que soy algo extremista denunciando la ineficacia de esas bolitas de homeopatía que se venden en muchas farmacias, le vuelvo a recomendar a J. M. Mulet, pero ahora con su último libro, Medicina sin engaños, en el que se encarga de poner en su sitio a las pseudociencias y otras ¿medicinas? alternativas. Y si no tiene aún bastante, lea a Ben Goldacre, médico del Sistema Nacional de Salud inglés, que lleva desde el año 2008 difundiendo la evidencia con su libro Mala ciencia (Paidós, 2011), en el que también describe las artimañas de algunos laboratorios farmacéuticos y pseudofarmacéuticos.
Mito n.º 7: el pan y las galletas integrales no engordan o engordan menos que sus versiones no integrales. Ya hemos dicho que es mejor el pan integral que el pan blanco, por conservar más nutrientes y tener más fibra, pero el poder energético o calórico suele ser similar, por lo que si tiene la intención de bajar peso, tendrá que tenerlo en cuenta. Lo que sucede es que además de ser más saludable, el pan integral sacia más, lo que implica que solemos comer menos cantidad, por lo que el resultado final puede ser la ingestión de algunas calorías menos. En cuanto a las galletas, aquí el problema es el alto contenido en azúcar y grasas saturadas que llevan, por lo que aunque tengan fibra y estén elaboradas con harina de cereales integrales, no se libran de ser alimentos superfluos con alto contenido calórico. Es necesario prestar atención y fijarse bien en la composición y en el número de calorías que figura en muchos envases de galletas y productos similares, en los que las palabras «integral» y «natural» funcionan de señuelo, desviando la atención del alto poder energético y la elevada cantidad de azúcar que contienen.