Capítulo 5

Calorías, sobrepeso y ejercicio

La mayoría de nosotros dejamos que muchos estímulos externos, normalmente visuales, determinen cuánto comemos. Cuanto mayor es la ración, más comemos; cuanto mayor es el recipiente, más nos servimos.

M. POLLAN

¿CUÁNTAS CALORÍAS NECESITAMOS?

Una búsqueda no demasiado exhaustiva por internet nos dará decenas de fórmulas y calculadoras virtuales que nos proporcionarán cifras muy dispares. En los libros de nutrición y de medicina también encontraremos grandes diferencias según los autores y los países. La mayoría suelen tener en cuenta varios de los factores que se necesitan para conocer de manera aproximada una cifra de calorías coherente: talla, peso, sexo, edad y nivel de actividad física. Algunas fuentes dan cifras abultadísimas; otras solo ofrecen la tasa de metabolismo basal (TMB), en la que se calculan las calorías necesarias por día para mantenernos vivos sin ningún tipo de actividad física o psíquica, en un ambiente agradable (20-22 ºC). Sin embargo, en la práctica:

ES IMPOSIBLE UN CÁLCULO REAL

Y PERSONALIZADO QUE SE ADAPTE A

NUESTRAS NECESIDADES.

Por otra parte, conocer el número de calorías que nos correspondería tampoco es demasiado útil, pues no podemos estar contando calorías cada tres horas todos los días del año, para saber si estamos ingiriendo el número «correcto» que este libro o esa web nos ha recomendado, ya que la cifra cambiará según la época del año (en invierno necesitamos algunas más que en verano, si no vivimos en el trópico); según la etapa personal en que nos encontremos (en paro o en activo, con o sin estabilidad emocional); según el metabolismo basal individual de cada persona, heredado genéticamente y en el que intervienen la función tiroidea y el sistema nervioso simpático entre otros factores neuroendocrinos; según el sexo; según la edad; según la constitución corporal (también heredada); según el tipo de ocupación laboral que tengamos; según el tiempo dedicado a la realización de actividades deportivas y/o recreativas (siempre que impliquen cierto grado de movimiento), etc.

Por todos estos motivos, podemos deducir la complejidad que entraña intentar adaptar matemáticamente un menú con un número determinado de calorías para una persona en concreto (ya no se recomienda), y aunque en teoría una caloría es una caloría39 para todo el mundo, cuando el alimento entra en el sistema digestivo sufre tantas y tan complejas transformaciones físicas y químicas, sujetas a la acción de numerosas enzimas y hormonas, que las calorías de un determinado plato o alimento tienen diferente comportamiento según las condiciones metabólicas que encuentren en el individuo receptor, según el nivel de procesado industrial del alimento (cuanto más procesado, menos tiene que trabajar el organismo) y según la diferente proporción de principios inmediatos que en él se encuentren. Ha de tener en cuenta que el cálculo de las calorías de un alimento o plato concreto se puede efectuar de manera sencilla en un laboratorio con un calorímetro, pero este aparato no se parece en nada al complejo y largo tubo digestivo que poseemos los Homo sapiens. De ahí que la teoría y la realidad se resistan a coincidir.

Toda esta variabilidad, hecho habitual en el ámbito de la nutrición, la bioquímica y la fisiología médica, no entra en contradicción con la conveniencia de asimilar mentalmente, en el terreno de la vida cotidiana, la sucesión de imágenes y tablas que usted irá viendo a lo largo del libro, ya que mi propuesta se basa en adquirir unos fundamentos básicos teóricos —siempre aproximados, como ya puede comprender tras las explicaciones que le he proporcionado— sobre la composición nutricional y potencia energética de lo que solemos encontrar en el plato y en el supermercado, y asumir que algunas personas tienen más facilidad que otras para gastar calorías, aun con patrones de vida muy similares.

Aunque en la segunda parte del libro le muestro numerosas fotografías y tablas repletas de cifras, le aseguro que al cabo de un tiempo, de manera inconsciente, y de un vistazo, sabrá la conveniencia o no de ingerir un alimento o producto determinado, sin tener que consultar el libro de manera recurrente. Es algo parecido a lo que sucede cuando aprendemos a conducir: miramos de reojo la palanca de cambio y mentalmente trazamos el recorrido de las diferentes marchas antes de tocarla; pensamos también dónde está el pedal del freno para poder disminuir la velocidad o detener el vehículo en el momento preciso, etc., pero al cabo de un tiempo todas estas imágenes mentales quedan integradas en el cerebro de tal manera que podemos conducir pensando en el regalo que haremos a nuestro hijo para su cumple, mientras vamos cambiando inconscientemente de marcha y pisando con la fuerza necesaria los pedales correctos. Cuando ya tenga el carnet (es decir, haya leído el libro), es normal que durante las primeras semanas usted se «cale» en algún semáforo (el pasillo de las bolsas de patatas fritas, por ejemplo), pero al cabo de poco tiempo circulará por el súper sin problemas, con ligereza, destreza y convicción, llegando al destino (el rincón de frutas y verduras) en un periquete. Imagínese el tiempo que ahorrará porque le sobrarán pasillos que recorrer y etiquetas que descifrar. Mi deseo es que estos conocimientos le sirvan, pues, no para contar calorías a todas horas y cada día de su vida —¡qué tormento!—, sino para aprender a escoger alimentos saludables. De hecho, le puedo decir con total sinceridad que yo nunca las había contado, hasta que comencé a escribir el libro que tiene en sus manos. A modo de ejemplo, le anuncio que una vez que tenga el carnet, será muy probable que cuando le mire un cruasán desde un estante de la avenida principal del súper o desde el mostrador de la panadería de la esquina, usted vea, además de sus redondeadas y sugerentes formas, tres cifras como tres soles bailando encima de él, a modo de holograma tridimensional: el 2, el 5 y el 0, es decir, el número 250; o vea el número 4 y dos ceros a continuación si en su interior hay abundante chocolate.

Si aparcamos, de momento, el vehículo de la fantasía y de la imaginación, y nos adentramos en los aspectos teóricos de estos temas, comprobaremos que existen estudios muy estandarizados que tienden, en general, a proporcionar cifras de calorías superiores a nuestras costumbres y necesidades actuales. Es clásico el estudio realizado por Harris y Benedict en 239 personas (¡en 1919!) para calcular su TMB; fue revisado en 1984 y en 1990, pero hay dudas de su validez,40 cuando el mundo ha cambiado tanto casi un siglo más tarde, con la mecanización, la industrialización y la modernización de aparatos y sistemas destinados al estudio del metabolismo.

En esta línea, muchos trabajos siguen modelos norteamericanos realizados en los años 50, basados en estándares para recuperar el déficit nutricional de la población, después de la segunda guerra mundial, cuando la actividad física (sobre todo la realizada de manera inadvertida por estar vinculada a las tareas habituales) era mayor que la actual; dichos estudios se basaban en el concepto científico de «cantidades permitidas/allowances» y no en el de requerimientos de mantenimiento para una población mayoritariamente sedentaria —aunque no tanto como se nos quiere hacer creer— y con un estado nutricional óptimo o sobrealimentada, como sucede en la actualidad.

Además de la TMB, que supone un 60-70 % aproximadamente de las necesidades energéticas de cada individuo, hay que sumar, en el cómputo total de calorías necesarias al día, un 8-10% atribuible al gasto que le supone al organismo digerir, transformar los alimentos ingresados y almacenar las sustancias que se precisen, lo que se conoce como termogénesis inducida por la dieta; el resto (15-32 %) corresponde a las calorías que provienen de la actividad física (contracciones musculares que provienen del movimiento voluntario de nuestros músculos). Por eso, si no nos movemos casi nada, el número de calorías que necesitamos en un día se acercaría a la TMB, reduciéndose el número total de calorías necesarias en 300 y 400 Cal respecto a las tablas más fiables. La TMB va descendiendo por décadas, de tal manera que cuanto mayor eres, más difícil es bajar peso (decae un 2 % por década a partir de los 30 años). Es frecuente encontrar en muchos textos el concepto de gasto energético en reposo (GER), algo más fácil de calcular que la TMB, siendo la diferencia entre los dos, a nivel práctico, muy escasa.

El mejor indicador de que el número de calorías que ingerimos cada día es el adecuado sería mantener un peso relativamente estable a lo largo del tiempo que nos permita hacer actividad física moderada o intensa sin cansarnos, se ajuste a las tablas del IMC y conserve los perímetros de cintura en las cifras que se recomiendan en en el capítulo 6. En resumen, hay que adaptar nuestra ingesta a nuestro ritmo de vida para que el balance entre ingresos y pérdidas esté equilibrado; si nos movemos poco o nada, la ingesta tendrá que ser mucho menor que la de un día que hagamos deporte o una actividad física con intensidad moderada o alta durante un tiempo determinado. En realidad, los adultos deberíamos imitar, en el modo de comer, a los niños pequeños de 1 a 4 años, ya que sus mecanismos de regulación de la ingesta suelen obedecer, a pesar de los intentos de madres y abuelas demasiado entusiastas, a ritmos variables y poco previsibles, pero saludables y fisiológicos: millones de niños pequeños, aún no «pervertidos» por el ambiente hiperfágico* que reina en nuestra sociedad, no pueden equivocarse. Y aunque insistiremos en el tema más adelante en la segunda parte, se lo voy avisando: no obligue nunca a un niño a comer y respete los signos inequívocos de saciedad como son retirar la cara o cerrar la boca, sin intentar «meterle» —qué verbo tan violento en este contexto y tantas veces oído en las consultas de los pediatras— comida despistándolo con mil y una estrategias (pantallas, soborno, adulación, mentirillas, teatritos...), incluido el uso de aviones-cuchara y otras payasadas. Juegue y haga el tonto todo lo que quiera con sus hijos, ¡solo faltaría eso!, pero no con la finalidad de cebarlo.

Lo que sucede es que los adultos no comemos según nuestras necesidades sino por costumbre, mediante hábitos sociales rígidos y prefijados. Como es Navidad, tenemos que preparar muchos platos y muy apetitosos; como mi equipo ha ganado la Liga, lo celebro con amigos; como me han ascendido, vuelvo a celebrarlo; como en el trabajo hay dos compañeros que se llaman Pedro y es el día de San Pedro, a media mañana traemos una bandeja llena de cruasanes y ensaimadas; como se ha ido Pilar, después de 6 meses de trabajar con nosotros porque había cubierto una baja maternal, llevamos a la oficina una bandeja con embutidos y abundantes bebidas azucaradas; como es San Juan, cenamos fuera mientras los críos tiran unos cuantos petardos; como hay una cena de empresa en un restaurante de postín, con el buen ambiente y una copita de aperitivo, nos animamos a comer más de lo normal; como es fin de año, empezaremos el nuevo con una cena que dure cuatro horas; como no tengo tiempo de ir a casa a comer, me pediré en el bar de la esquina el menú del día: una ensaladilla rusa con la cestita de pan blanco incorporada, unas costillas de cordero con mogollón de patatas fritas y mayonesa (las pasaré con dos cervezas bastante frías) y un flan con nata de postre (como está incluido en el menú, aunque no tenga hambre, me lo como, que está muy bueno). Además, tenemos todos los compromisos familiares y sociales que quiera: aniversarios, santos (y sus novenas), bautizos, comuniones, puestas de largo, pasos de ecuador, graduaciones, oposiciones (supongamos que aprobadas), despedidas, bodas (y sus metálicos aniversarios: de plata, oro, diamante, titanio...), «cumplecuarentas» y «cumplecincuentas», etc.

El problema es que hemos arrastrado a la infancia, con toda la buena intención del mundo, desde luego, a nuestro absurdo mundo repleto de celebraciones de todo lo que se ponga por delante, con la consiguiente ingesta de alimentos lúdicos con alta densidad energética y bajísimo valor nutricional. También puede suceder que aunque nos esforcemos en programar eventos con comida saludable, el solo hecho de estar de fiesta nos hará comer bastante más de lo necesario, con lo que al final del día el balance energético de la jornada será demasiado positivo.

He calculado el número de días al año en los que se celebra algo o se come fuera de casa por las circunstancias que sean, y, de una manera aproximada, la media se sitúa en 90 días; es decir, que la cuarta parte del año (imagínese 3 meses seguidos) estamos comiendo más cantidad de comida, más sal, más azúcar, más proteínas y más grasas, por motivos sociales o lúdicos. Si su profesión le exige comer «fuera» con frecuencia, tendrá que escoger menús con más verduras y hortalizas (suelen ser mucho menos calóricos) de lo habitual; en aniversarios y fiestas, siempre está la opción de escoger platos más ligeros. No estaría mal, al respecto, que los famosos de turno pusieran de moda en programas televisivos y revistas de cardiología (perdón, del corazón), las lentejas, los garbanzos, los tomatitos cherrys, o las zanahorias cortadas en finas láminas.41

NO TENGA VERGÜENZA EN PEDIR COMIDA

SALUDABLE FUERA DE CASA. OFREZCA

ENSALADAS VARIADAS, FRUTOS SECOS Y TAPAS

VEGETALES CUANDO CELEBRE

ACONTECIMIENTOS Y FIESTAS CASERAS.

Sin querer, su actitud se contagiará a los que tenga a su alrededor, y aunque en directo le critiquen «de buen rollo», habrá sembrado semillas de salud que germinarán en el futuro.

Aunque ya he comentado que es imposible saber exactamente el número de calorías que una persona en concreto necesita, a título orientativo expondré una de las fórmulas que existen para el cálculo teórico en adultos, que valora la actividad física por encima de otros factores, lo que me parece más realista, dentro de su sencillez, y no da cifras tan elevadas como las que resultan de aplicar ecuaciones clásicas (hay más de 200 diferentes) y que estarían más acorde con nuestra tecnificada sociedad y con la mayoría de población que posee una genética favorable al ahorro energético.

Fórmula que calcula en adultos el n.º de Cal/día

según la actividad

N.º Cal = peso (kg) × 2,2 × factor de movimiento (FM)

Valores de FM:

11 (mujer)-12 (hombre): persona sedentaria

13,5: ligeramente activa (AFM* 3 veces/semana)

15,5: moderadamente activa (AFM 5 veces/semana)

17: bastante activa (AFM 6-7 veces/semana)

19: trabajadores de la construcción, mineros, carpinteros...

20 o más: deportistas de élite o aficionados muy entusiastas

Veremos varios ejemplos: una mujer de vida sedentaria con 60 kg de peso necesitaría teóricamente: 60 × 2,2 × 11 = 1.452 Cal/ día. Si aplicamos la fórmula a un hombre de unos 70 kg, con un estilo similar de vida, tendríamos: 70 × 2,2 × 12 = 1.848 Cal/día. Estos dos ejemplos se pueden aplicar a una gran parte de la población, ya que es evidente que hay una reducción notable del gasto calórico, respecto de épocas pasadas, en el conjunto de las actividades diarias, debido a la mecanización de nuestra sociedad. Si unimos a esta premisa una alimentación hipercalórica y desequilibrada, obtendremos las cifras de sobrepeso, que día tras día nos recuerdan los medios de comunicación y las autoridades sanitarias.

Por todos estos motivos, aunque es muy recomendable hacer ejercicio físico cada día durante 60 minutos al menos, si un día concreto usted no ha tenido tiempo (o no le ha apetecido), su ingesta tendrá que ser menor que la anunciada en todos los envases en los que, invariablemente, reina una cifra tan redonda, 2.000 Cal, como necesariamente falsa para amplios sectores de la población: niños pequeños, niños mayorcitos y adolescentes poco activos, mujeres y hombres de constitución ligera (o normal, pero sedentarios) y personas mayores de 50-60 años.

De ahí la importancia de relativizar la información nutricional, por lo que respecta al número de calorías recomendadas al día, que figura en muchos libros (incluido el que tiene en sus manos), webs y envases, sobre todo cuando se trata de productos dirigidos a niños, como cajas de cereales azucarados, bollería industrial, aperitivos salados, etc.

En líneas generales, la sociedad actual ha «heredado», como si fuera un título nobiliario que pasa de padres a hijos, el conocido dicho: «Más vale que sobre que no que falte», y ya ven el resultado: tenemos desde hace veinte años a más de la mitad de la población adulta (se barajan cifras entre un 60 y un 70 %) con cifras elevadas de peso y la mayor frecuencia de problemas de salud que ello implica, como hipertensión arterial, diabetes, infartos, accidentes cerebrovasculares (ictus), degeneración hepática, problemas osteomusculares y algunos tipos de cáncer.42

Por lo que respecta a la población infantil, las cifras sobrepasan el 40 % en algunos grupos de edad, sobre todo en comunidades localizadas en el sur y en las islas Canarias, y la «culpa» es exclusivamente nuestra, de los adultos que deberíamos cuidar de ellos; de los adultos que diseñan agresivas campañas de publicidad para estimular el consumo de comida procesada y rica en azúcares y grasas; de los adultos que miran hacia otro lado cuando están legislando en materia de etiquetado; de los adultos que no saben encontrar fórmulas para poner fruta y verdura a precio asequible al alcance de las clases desfavorecidas; de los adultos que no ponen tasas fiscales a la comida basura; de los adultos que programan anuncios de productos superfluos en horarios «sensibles» para la infancia, etc. Desconozco la existencia de estudios que hayan investigado el estado de nutrición de los directivos de las grandes corporaciones alimentarias, pero apostaría doble contra sencillo por la ausencia de sobrepeso importante en ellos mismos y en sus hijos, porque antes que empresarios son padres bien informados que tienen un alto nivel de vida y disponen de tiempo y dinero suficientes para cuidarse y rodearse de buenos profesionales sanitarios que les asesoran con «mimo» y dedicación casi exclusiva.

El verdadero problema con el que nos enfrentamos, pues, es la malnutrición por exceso, no por defecto; es fácil encontrar en programas oficiales, publicaciones en revistas y, claro está, en estudios financiados total o parcialmente por la industria alimentaria, advertencias sobre el peligro que supondría restringir la comida en la infancia o en los adultos. En nuestro país, a pesar de lo que algunas fuentes han publicitado, no se ha producido ni un solo caso de desnutrición severa por falta de alimento, hecho verificable en un reciente estudio (2015) realizado en la población infantil asturiana en casi 90.000 niños.43 Seamos consecuentes con la situación real: ¡¡claro que hay que restringir el aporte calórico si hay sobrepeso marcado, además de «recetar» más movimiento!!, pero no a expensas de verduras, frutas, hortalizas, pan y arroz integrales, etc., sino del grupo de productos no saludables: BABAS, incluyendo los cereales azucarados. Eso no es restringir ni hacer dieta; eso es retirar de la alimentación lo que sobra y perjudica la salud si se ingieren con tanta frecuencia.

El tamaño de las raciones y de los platos ha aumentado en estas décadas, tanto de comida «normal» como de productos «festivos», hecho reflejado en infinidad de estudios y que ha contribuido, sin duda, a generar y mantener la epidemia. En los últimos capítulos del libro (segunda parte) podrá comprobarlo fácilmente. Otra de las consecuencias del tamaño exagerado que las grandes raciones y los grandes platos implica, es una cantidad ingente de comida tirada a la basura, ya que es muy difícil acabarlos en muchas ocasiones; lo que es triste, teniendo en cuenta las coordenadas de crisis en las que estamos inmersos y el altísimo número de personas que siguen pasando hambre en nuestro mundo. Solo tiene que fijarse, cuando vaya a restaurantes, en la gran cantidad de comida que muchas personas dejan en el plato, aunque últimamente en algunos establecimientos ofrecen recipientes cerrados para llevar a casa lo que no se ha podido comer, lo que significa que vamos por buen camino (ya no hay que decir que tengo un perro y tal y tal...).

Si volvemos a calcular ejemplos teóricos con la fórmula descrita anteriormente podríamos fijarnos en personas con niveles más altos de actividad física: una mujer de 55 kg que practique deporte cada día, necesitaría teóricamente: 55 × 2,2 × 20 = 2.420 Cal/día (o más en períodos de competición). Un hombre de 80 kg que trabaje diariamente como albañil, carpintero, yesero o profesiones con similar carga física, podría necesitar: 80 × 2,2 × 19 = 3.344 Cal/día.

Hasta ahora, hemos hablado de las necesidades teóricas de los adultos, con la advertencia siempre presente de los múltiples factores que condicionan los cálculos. En la infancia y en la adolescencia, etapas extremadamente sujetas a cambios rápidos, aún es más difícil y aventurado ofrecer cifras concretas, ya que la variabilidad individual es la norma, pudiendo ir desde las 800-1.000 Cal de muchos niños pequeños, hasta las 2.600 o más, de adolescentes varones activos.

La manera más práctica de acabar este apartado es transcribir literalmente una cita de Carlos González, pediatra que está marcando época en la manera de entender la crianza de bebés y niños:

«HÁGALE A SU HIJO UN REGALO PARA TODA

LA VIDA: PERMITA QUE APRENDA A COMER

SEGÚN SUS PROPIAS NECESIDADES, Y NO SEGÚN

UNA TABLA DE CALORÍAS.»

COSTE ENERGÉTICO DE LA ACTIVIDAD FÍSICA

Mientras andamos o corremos, gastamos energía, claro está; y esta energía se ve reflejada en las tablas que podemos consultar en cualquier libro o web que traten del tema.44 Pero, en realidad, esta cifra no representa únicamente el gasto por actividad o ejercicio físico realizado, ya que si paseamos muy relajadamente una hora y miramos la tabla correspondiente, veremos que se han gastado 170 Cal aproximadamente, pero si nos quedamos en el sofá durmiendo la siesta en vez de caminar, también estamos eliminando calorías: es el gasto energético en reposo (GER), equiparable en la práctica a la tasa de metabolismo basal (TMB), de la que ya hemos hablado. Por este motivo, es importante conocer cuál es nuestra cifra de GER por hora para descontarla del valor del gasto energético de la actividad física en concreto, obteniendo así el coste energético neto de dicha actividad. Con un ejemplo lo veremos más claro: si una persona de 70 kg camina a 4 km/h sin parar por un terreno llano durante una hora, el coste energético «bruto» aproximado es de 210 Cal (3 MET, tasa equivalente metabólica) (véase de nuevo la nota 44); si en vez de caminar decide quedarse tumbada en un sofá, gastaría 63 (su GER aproximado en una hora). Por lo que, en realidad, el hecho de haber decidido caminar una hora en vez de estar en el sofá descansando le ha producido un gasto extra de 147 Cal (210 del gasto bruto menos 63 del gasto basal). Para evitar desanimar demasiado a los lectores, ya que las cifras de las calorías netas consumidas en la realización de ejercicio físico o tareas habituales caseras aún serían más bajas (esto es, tiempos de actividad física más altos para compensar ingestas), todas las tablas que hay en este libro figurarán —como es habitual en todos los trabajos y publicaciones— en contenido «bruto», es decir, el gasto inherente a la actividad física concreta, más la energía que corresponde al GER consumido durante el tiempo que transcurre dicha actividad. Al inicio de la segunda parte volveremos a hablar de todos estos asuntos con ejemplos prácticos.

Si le explico estos conceptos es para reforzar, aún más, una de las ideas primordiales de este libro: la dificultad que comporta perder muchas calorías realizando ejercicio, por lo que siempre será más fácil y cómodo prevenir el sobrepeso comiendo mejor que metiendo horas en el gimnasio; pero a muchas personas les encanta comer, les cuesta reducir la cantidad de comida y/o hacer elecciones de alimentos más saludables y que suelen ser menos calóricos, y piensan que con hacer más deporte, asunto solucionado (además, sus razonamientos coinciden con la teoría «oficial»: usted tiene sobrepeso porque no se mueve, es un vago redomado). Insisto en que hacer ejercicio es muy sano, pero es difícil conseguir que el organismo «quiera» bajar peso de esta manera, pues estamos programados para gastar poco aunque nos movamos bastante, pues durante miles de años hemos sido cazadores y nómadas en busca de alimento. Como dice un estudio publicado45 muy recientemente:

YOU CAN’T OUTRUN A BAD DIET!

¡¡NO SE PUEDE CORRER MÁS RÁPIDO QUE UNA

MALA DIETA!!

En el terreno infantil también hay enunciados importantes, como el que encontramos en un excelente trabajo publicado en marzo de 2007 en la revista Anales de Pediatría:46

«EL COSTE ENERGÉTICO DEL EJERCICIO FÍSICO

VIGOROSO ES INFERIOR AL CONTENIDO

CALÓRICO DE MUCHOS ALIMENTOS

CONSIDERADOS COMO FAST FOODS, POR LO

QUE PUEDE AFIRMARSE QUE LA ACTIVIDAD

FÍSICA COMO TERAPÉUTICA DE LA OBESIDAD

NO PUEDE CONSIDERARSE COMO UNA

LICENCIA PARA COMER LO QUE SE DESEE».

CAMINAR, EL MEJOR EJERCICIO Y EL MÁS ECONÓMICO

La caminata es el medio de locomoción más antiguo y natural del ser humano. Caminar deprisa cada día, un mínimo de 30 minutos, puede hacer que una persona deje de ser considerada sedentaria y pase a ser ligeramente activa. Como el ejercicio físico intenso (fútbol federado, correr a buen ritmo y durante tiempo prolongado, etc.) no lo toleran bien niños o personas que inicialmente tienen sobrepeso o simplemente no están entrenados, caminar deprisa es un medio excelente de realizar actividad física. La American Heart Association (AHA) y el American College of Sports Medicine (ACSM), entre otras asociaciones médicas de nutricionistas y de educadores físicos, hacen con frecuencia recomendaciones en todos los medios de comunicación sobre la importancia de caminar diariamente para mantener la salud y controlar el peso corporal.

Los médicos tendríamos que recetar el ejercicio físico por escrito con el mismo énfasis en las dosis que al recetar medicamentos; y así, escribir con letra bien clara, cuándo, cuánto y qué ejercicio —adaptado a la edad, psicología, nivel económico, gusto y patología— debería realizar de manera periódica el paciente. Se ha comprobado que el hecho de escribir en una receta todas estas recomendaciones, como si se tratara de prescribir una pastilla, facilita el cumplimiento de la realización de las actividades recomendadas.

Caminar tiene un gasto metabólico diferente según la edad, sexo, constitución y peso, entre otros factores: naturaleza del suelo (no es lo mismo caminar por arena que por nieve, asfalto o hierba); pendiente del camino (el gasto en senderos de montaña con fuertes pendientes puede doblar y triplicar las calorías consumidas); altitud, temperatura, humedad, peso del calzado, longitud de la zancada, destreza individual, etc. A este respecto, se ha calculado en niños de 5 años un exceso de un 30-37 % de gasto energético sobre la cifra teórica que les correspondería, respecto al gasto energético de un adulto con peso y talla medios, debido a una mayor TMB (en relación a su peso) y a la inmadurez del sistema nervioso, lo que conlleva una deficiente utilización de los grupos musculares implicados para caminar, correr u otra actividad física que requiera cierta destreza; sería algo análogo a lo que les sucede a las personas adultas que aprenden a esquiar: los primeros días acaban literalmente molidas porque hacen demasiada fuerza para girar y frenar, pues no tienen aún la habilidad necesaria para esquiar de manera óptima. De 5 a 17 años, esta tasa de coste energético en actividades físicas se va igualando a la del adulto, de tal manera que a los 17 años solo hay un 3% de exceso de oxígeno por unidad de masa corporal a la hora de caminar si comparamos el gasto con el de un adulto.

Por este motivo, aunque en las tablas de calorías que se consumen en las diferentes actividades físicas que veremos en la segunda parte del libro, las cifras se calculan por término medio con adultos de 70 kg, no podemos aplicar una simple regla de tres en el cálculo del gasto en niños pequeños; por lo que, en definitiva, un niño de 20 kg no gasta la cuarta parte que un adulto de 80 kg, sino que gasta una cifra que puede oscilar entre un 30 a un 37 % más del cálculo que en proporción le correspondería por su peso.

Para que caminar no sea un hecho aislado y programado de fin de semana o sea exclusivamente una actividad vacacional, le recomiendo comprar un sencillo y económico podómetro para que se lo ponga en la cintura desde que se levante, y vaya comprobando el número de metros o pies que va caminando a lo largo del día, marcándose un objetivo concreto (no es difícil cubrir 4 o 5 km al día). Primero tendrá que calibrarlo en relación a su propia zancada e introducir su peso; conforme la jornada vaya avanzando, podrá programar distintas actividades para cumplir su objetivo.

Es muy sencillo adaptar el ritmo de vida a la obligación de caminar 4 o 5 km diarios, subiendo escaleras en vez de coger ascensores; levantarse con frecuencia en el trabajo para hablar o comentar algún tema laboral o saludar a algún compañero de otra sección, en vez de mandar correos electrónicos; ir al baño aunque sea para refrescarte y mojarte la cara; volver a casa dando un rodeo en vez de tomar el camino más directo, y conocer así personas y tiendas diferentes; sacar al perro y pasear más tiempo; aparcar lejos del sitio habitual; leer mientras paseas (ojo con farolas, árboles, sustancias orgánicas de origen canino, baldosas rotas y otros desniveles...); y si antes de ir a la cama, al final de la jornada, faltan unos metros, habrá que completar el objetivo con unos paseos por el pasillo y el salón, o por las escaleras del edificio (si ya estamos en pijama, y para evitar malentendidos o situaciones comprometidas, es conveniente haber informado previamente a los vecinos de nuestros nuevos y saludables hábitos).

En la actualidad, hay muchas aplicaciones en los smartphones que simulan podómetros o hacen de entrenadores personales, calculando el número de calorías gastadas además de los metros o pasos recorridos, lo que facilita el conocimiento de nuestro metabolismo. Además, también disponen de factores de corrección para las diferentes actividades físicas (bicicleta, esquí...). Algunas de las más conocidas son: Runtastic, Endomondo, Runkeeper... En la versión de pago de Runtastic se ofrece un «entrenador» por voz que te va animando mientras corres (debe de ser divertido oír: «¡¡Venga, vamos, tú puedes...!!»; aunque no lo será tanto si la longitud de lengua que sobresale de nuestra boca es importante).

EL EXCESIVO PESO LIMITA EL EJERCICIO FÍSICO INTENSO

Cuando un niño o una persona adulta tienen un sobrepeso importante y se les pauta un plan de actividad física de intensidad moderada o alta, pueden sentir fatiga precoz y dolor, que les impedirá disfrutar de dicha actividad, generándose sensaciones muy desagradables que dificultarán su adhesión a cualquier programa de ejercicio mal diseñado, de acuerdo con el sobrepeso que presenta, e incluso provocarán el rechazo durante mucho tiempo de cualquier actividad física. En estos casos, hay un aumento del trabajo cardíaco y del volumen sanguíneo para poder oxigenar el exceso de grasa corporal. Además, en la infancia, tendremos una sobrecarga en las articulaciones, que deben soportar un peso excesivo sin tener aún la solidez de un sistema locomotor adulto; es lo que sucede con los tobillos (esguinces de repetición), las rodillas (bursitis, lesiones ligamentosas y de menisco) o las caderas (desplazamiento de la cabeza del fémur47 de algunos preadolescentes con exceso de peso). A nivel respiratorio, también se pueden observar importantes repercusiones, desde la simple disnea de esfuerzo practicando ejercicio físico moderado, hasta una insuficiencia respiratoria.

Otro problema añadido en estos casos es la intolerancia al calor, ya que la persona con un sobrepeso importante produce más calor dentro de su cuerpo que otra con un peso normal, a lo que se une una menor eficiencia en la disipación del calor que se genera con el aumento del metabolismo, con lo que obtendremos un rendimiento bajo en relación a sus costes, una temperatura interior elevada en el cuerpo, taquicardia desproporcionada al esfuerzo, hiperventilación y aumento de la tensión arterial, lo que acarrea un malestar extremo. Así, si las condiciones climáticas son muy húmedas y las temperaturas son elevadas, hay que recomendar ejercicios muy suaves y nunca intensos, pues se han llegado a producir casos mortales en jóvenes o adultos obesos que realizaban ejercicios físicos intensos y de larga duración.

Por todos estos motivos recomendaremos actividades de bajo impacto osteoarticular, realizadas de manera suave y no competitiva, como la caminata, el ciclismo en llano y con poca resistencia (plato pequeño o mediano), el remo, la natación, etc. Es conveniente combinar diversas actividades durante la semana, de tal manera que los niños y los adolescentes se diviertan, encuentren nuevos compañeros y ambientes diferentes, además de utilizar grupos musculares distintos para evitar la sobrecarga inherente a la especialización en un solo tipo de deporte.

Por otra parte, existe un componente psíquico importante a la hora de mostrar —sobre todo en el caso de niños mayorcitos y adolescentes— el cuerpo con ropa deportiva o en bañador si la actividad es la natación, porque se sienten avergonzados con su figura y, en ocasiones, deben soportar las burlas o comentarios inapropiados de algunos compañeros con poca empatía, ya que el culto que la sociedad actual rinde a la imagen se ha extendido incluso a las aulas y a los pabellones deportivos de los colegios. Se debe advertir de esta posibilidad para poner sobre aviso al paciente y mantener intacta su autoestima.

SOBREPESO INFANTIL, RIESGO INNECESARIO

Durante los 2 primeros años de vida, el sobrepeso de los niños tiene un escaso valor predictivo, sobre todo entre los 4 y los 9 primeros meses, pues la naturaleza ha buscado, durante los miles de años de evolución humana, tener asegurada la supervivencia mediante el acúmulo de grasa en forma de reserva cuando el «cachorro» humano aún no puede encontrar la comida por sí solo, como ocurre en otras especies, y depende exclusivamente de sus padres. Por ello, la proporción de grasa en los bebés es muy alta, de tal manera que una buena parte del peso de un bebé entre los 4 y los 10 meses es grasa (un 28% a los 4 meses), mientras que sobre los 30 años, con un aceptable estado nutricional, la proporción baja a un 15% (los deportistas profesionales suelen estar entre un 8 y un 10%). En la imagen siguiente podemos ver a un bebé de unos 8 meses con la típica carita de lactante bien nutrido, pero no obeso, con una discreta papada y los mofletes habituales en esta etapa de la vida.

Muchos padres nos preguntan, ante la recurrente presencia en los medios de noticias sobre la epidemia de sobrepeso en los niños, si su bebé está, o no, obeso. Espero que con la imagen que le muestro queden disipados sus temores, ya que, insisto, en el primer año de vida es muy frecuente tener «reservas», sin que ello suponga necesariamente un futuro sobrepeso. El peso de los padres, sin embargo, es un factor de mayor importancia en los menores de 2 años, de cara al futuro peso del niño: si ambos progenitores tienen un marcado sobrepeso, las probabilidades de que su hijo también lo presente, son muy elevadas. No obstante, ante cualquier duda sobre el estado de salud de su bebé, su pediatra de cabecera es la persona más indicada para ayudarle. Afortunadamente, en España tenemos una red pública de atención pediátrica y social a la infancia que es un modelo universal envidiado en muchos países con mayor peso específico en el ámbito económico mundial (por ejemplo, Inglaterra y Estados Unidos), aunque sería fundamental, ante la dimensión del problema del sobrepeso infantil, contar también con los conocimientos, experiencia e ímpetu —es una carrera joven— de los dietistas-nutricionistas, que siguen apartados de la red pública de atención primaria, donde podrían ayudarnos a combatir múltiples enfermedades crónicas (diabetes, hipertensión, obesidad...) en las que la nutrición y la alimentación son las herramientas preventivas más poderosas y muy inferiores en coste económico al tratamiento con fármacos de dichas patologías. Espero que el Ministerio de Sanidad recoja las insistentes y fundadas peticiones48 de este colectivo de profesionales altamente cualificados, a las que me adhiero con firmeza y convicción.

Imaginémonos ahora una escena de la prehistoria para entender mejor el porqué de esta tendencia a conservar grasa ya desde las primeras etapas de la vida: una sencilla gripe que afectara a la madre de un bebé, que durante 4-5 días se encuentre postrada con 39 o 40 grados de fiebre, sin poder aliviar sus dolencias con medicación alguna (aún no estaban inventadas las farmacias). Si en la tribu no había otra mujer que estuviera en condiciones de amamantar al bebé durante esos días, solo una despensa llena en forma de células grasas podría ser capaz de mantenerlo vivo con unos traguitos de agua del río o del arroyo más cercano, proporcionados por algún compasivo miembro del grupo, mientras la madre se recuperaba.

Con la llegada de la agricultura, el pastoreo y la domesticación de animales mamíferos (cabras, vacas, ovejas, etc.), algunos bebés pudieron solventar dichas eventualidades, por lo que fueron surgiendo genes menos ahorradores (las cosechas anuales hicieron disminuir el nomadismo), aunque la proporción actual sigue siendo abrumadoramente favorable al genotipo ahorrador. Por eso, los padres deben conocer el tipo de niño concebido: si uno «aparentemente» delgado y moderno quemador de grasas, o uno más «clásico» y austero (fíjese en los angelitos de cualquier cuadro antiguo). Esto evitaría muchos análisis, quebraderos de cabeza y preocupaciones infundadas de algunos padres que, alentados, o no, por sanitarios muy pendientes de las sobrevaloradas gráficas de peso y talla, buscan a toda costa que pasados los primeros meses, en los que ya sabemos que es normal estar un poco «llenitos», el bebé siga por sendas similares, sin tener en cuenta que acercándonos a los 2 años ese bebé se va transformando en un niño con menor proporción de grasa, piernas más estilizadas y un apetito menor en relación al que presentaba durante el primer año de vida.

Muy diferente sería el caso de un proceso de diarreas crónicas, vómitos o irritabilidad periódica que hiciera bajar de percentil (así llamamos a las líneas de las gráficas) al bebé que circulaba siempre por una curva determinada; en este caso, estaríamos ante un problema importante susceptible de estudiar e investigar hasta su exitosa solución. Una enfermedad congénita del corazón también podría causar un retraso marcado en el peso y en la talla en los primeros meses de vida, pero habría, normalmente, otros síntomas añadidos que su pediatra conoce muy bien y que serían valorados con suma atención en cada control.

Por otra parte, resulta paradójico que el interés por la alimentación en el primer y segundo año de vida sea tan alto —a veces raya en la obsesión— y decaiga enormemente al inicio de la actividad escolar, sobre los 5-6 años, momento en el que se adopta la industrializada, procesada, azucarada y poco saludable manera de comer de muchos jóvenes y adultos.

Aunque ya hemos hablado del excesivo número de eventos que celebramos con la comida como motivo fundamental de la fiesta, citaré más ejemplos: desde el 6 de diciembre hasta el 6 de enero, esto es, en el espacio de un mes, excluyendo sábados y domingos (días de barra libre de calorías para muchas personas), tenemos en algunos años, ocho celebraciones en las que se supone debemos divertirnos comiendo mucha cantidad, y manjares no habituales. Recién terminado este «fantástico» período de comilonas, a las pocas semanas viene Carnaval, unas semanas más tarde, Semana Santa; después, los tres días de fiesta local del pueblo, unidos a quince días de merecidas vacaciones con aperitivos, comidas y cenas en chiringuitos, terrazas, pizzerías y restaurantes de múltiples estilos; en septiembre, otra vez al restaurante después de los primeros estrenos palomiteros de Hollywood..., y, a través de los puentes del Pilar, de Todos los Santos y de la Inmaculada, cerramos el círculo llegando al origen: las fechas navideñas. Este exceso de festivos no solo tiene consecuencias en la productividad de las empresas, sino que también tiene efectos en nuestro organismo si no sabemos dosificarnos. Personalmente, veo más interesante comer menos y mejor en las fiestas, dotándolas de mayor contenido emocional: música en directo, juegos, teatro (hay compañías amateur que amenizan eventos), escenografías o coreografías preparadas por un grupo de amigos, dejando la comida en un segundo plano y, en todo caso, primando la calidad por la cantidad, pues si nuestros invitados lo pasan bien, no creo que digan: «¡Nos estás matando de hambre!».

Un consejo:

CELEBRE FIESTAS CON MÁS EMOCIONES

Y MENOS COMIDA; SU CUERPO Y SU MENTE

SE LO AGRADECERÁN.

En los cumpleaños de mis hijos (cuando empezaron a enterarse de lo que era un «cumple» y no antes), presentábamos pinchos de fruta, pan rústico untado con tomate y buen jamón cortado fino49 por encima, trocitos de queso suave, huevos de codorniz, croquetas de garbanzos, rebanadas de pan con formas divertidas y cubiertas con patés saludables (de escalivada, de humus, de guacamole, de olivas negras...), bizcocho casero con poco azúcar, dados de sorbete de fruta, frutos secos variados..., y no había ganchitos, patatas fritas, cremas de cacao ni bebidas azucaradas; si todos estamos de acuerdo en que estos últimos productos no son saludables, ¿por qué esa insistencia en poner lo mismo en todos los cumples infantiles? Se me ocurren varias razones: es barato, rápido de preparar y el éxito está asegurado gracias a los intensos sabores artificiales de los productos industriales. Pero eso no es educar los paladares de los niños. En dichos cumpleaños organizábamos también juegos en los que hacíamos bailar, cantar, correr o demostrar habilidad y destreza a los invitados... Pero claro, esto requiere tiempo, preparación varios días antes, etc. Y no invitábamos a toda la clase para quedar bien o por pensar que cuantos más amigos tengan nuestros hijos, más felices serán. Creo que llevar chuches a toda la clase e invitar a muchos niños en los «cumples» se ha convertido en una costumbre que no tiene una base sólida desde el punto de vista psicológico: no puedes tener 24 amigos con el mismo vínculo. Precisamente, el día de tu cumpleaños, puedes reforzar aquellas amistades con las que eres más afín; si no, ese día se parecerá, indefectiblemente, a un día normal de colegio.

Volviendo al tema que nos ocupa, el sobrepeso entre los 4-6 años y el inicio de la adolescencia (10-11 años en niñas y 12-13 en niños) determinará en el futuro la aparición de problemas más difíciles de resolver, de tal manera que si los niños llegan a la adolescencia tardía con un sobrepeso importante, las soluciones serán mucho más complicadas, y necesitaremos un grupo amplio de profesionales, además del pediatra, para poder tratar el problema: dietistas-nutricionistas, endocrinólogos, psicólogos, educadores sociales, profesores, etc. A este respecto, se han tenido que crear centros especializados dependientes de unidades de pediatría hospitalaria, en los que a veces han de ingresar adolescentes con sobrepeso importante varias semanas o hacer cursos de varias horas diarias o a la semana, para «sacarlos» de su entorno social obesógeno e intentar reeducarlos en todas las facetas implicadas en la génesis del problema.

En los niños con bastante exceso de peso, el crecimiento y la maduración ósea y sexual pueden estar acelerados, pero ello no implica que obtengan una talla definitiva más elevada. En niñas mayorcitas, sabemos que el aumento de grasa corporal, por encima de un determinado umbral, suele activar los procesos hormonales habituales que inducen la menarquia (primera regla) y la instauración de los ciclos menstruales, aunque al principio son algo irregulares. Se ha considerado este hecho —el sobrepeso de gran parte de las preadolescentes— como una de las causas del adelanto, en los últimos años, de la edad en que se inicia la pubertad.

Los depósitos de grasa en la adolescencia se distribuyen desde la periferia al tronco, tanto en las chicas como en los chicos, por lo que en estos tendremos la típica distribución troncal y abdominal (barriga y michelines laterales), y en aquellas el aumento de volumen en muslos, caderas y nalgas, que está destinado —y esto lo deberían saber las empresas de ropa para adolescentes y mujeres jóvenes— a preparar el cuerpo para un futuro embarazo y el consiguiente parto que prolongue la especie. La gran mayoría de las mujeres tienen «curvas» y el resto un tipo más andrógino con menos anchura de pelvis, lo que dificulta la salida exitosa de un nuevo ser de la especie humana. La evolución no entiende de modas y favorece la continuidad de la especie, por lo que seguirá, si no aumenta el número de cesáreas, prefiriendo a las mujeres con caderas normales y facilidad metabólica para acumular reservas energéticas alrededor de las mismas. Es decir, que lo normal no es lo que vemos cada día en los anuncios, revistas y webs, mujeres demacradas y delgadísimas, sino algo parecido a la imagen que se grabó en un disco de platino para mandarla al espacio en una sonda que exploró unos cuantos años el sistema solar en busca de vida inteligente.50