Uno se duerme; eso es todo. Nadie dirá jamás el instante en que las puertas se abren a los sueños. Aquella noche me dormí como siempre, y tuve como siempre un sueño. Sólo que...*
Aquella noche soñé que me sentía muy mal. Que me moría despacio, con cada fibra. Un horrible dolor en el pecho; y cuando respiraba, la cama se convertía en espadas y vidrios. Estaba cubierto de sudor frío, sentía ese espantoso temblor de las piernas que ya una vez, años atrás... Quise gritar, para que me oyeran. Tenía sed, miedo, fiebre; una fiebre de serpiente, viscosa y helada. A lo lejos se oía el canto de un gallo y alguien, desgarradoramente, silbaba en el camino.
Debí soñar mucho tiempo, pero sé que mis ideas se tornaron súbitamente claras y que me incorporé en la oscuridad, temblando todavía bajo la pesadilla. Es inexplicable cómo la vigilia y el ensueño siguen entrelazados en los primeros momentos de un despertar, negándose a separar sus aguas. Me sentía muy mal; no estaba seguro de que aquello me hubiera ocurrido, pero tampoco me era posible suspirar, aliviado, y volver a un sueño ya libre de espantos. Busqué el velador y creo que lo encendí porque los cortinados y el gran armario se anunciaron bruscamente a mis ojos. Tenía la impresión de estar muy pálido. Casi sin saber cómo, me hallé de pie, yendo hacia el espejo del armario con un deseo de mirarme la cara, de alejar el inmediato horror de la pesadilla.
Cuando estuve ante el armario pasaron unos segundos hasta comprender que mi cuerpo no se reflejaba en el espejo. Bien despierto, habría sentido erizárseme el cabello, pero en ese automatismo de todas mis actitudes me pareció simple explicación el hecho de que la puerta del armario estaba cerrada y que, por lo tanto, el ángulo del espejo no alcanzaba a incluirme. Con la mano derecha abrí rápidamente la puerta.
Y entonces me vi, pero no a mí mismo. Es decir, no me vi ante el espejo. Ante el espejo no había nada. Iluminado crudamente por el velador estaba el lecho y mi cuerpo yacía en él, con un brazo desnudo colgando hasta el suelo y la cara blanca, sin sangre.
Creo que grité. Pero mis propias manos ahogaron el alarido. No me atrevía a darme vuelta, a despertar de una vez. Ni siquiera se afirmaba en mi atonía la absurda irrealidad de aquello. De pie frente al espejo que no devolvía mi imagen, seguí mirando lo que había a mi espalda. Comprendiendo, poco a poco, que yo estaba en la cama y que acababa de morir.
La pesadilla... No, no había sido eso. La realidad de la muerte. Pero cómo...
—¿Cómo...?
No llegué a formular la pregunta. Una asombrosa sensación de cosa inevitable, consumada, entró en mi conciencia. Creí ver claro, me pareció que todo quedaba explicado. Pero no sabía qué era lo que veía claro y cómo podía explicarse todo. Despacio me aparté del espejo y miré el lecho.
Era tan natural. Vi que yacía un poco de costado, que tenía un comienzo de rigidez en la cara y en los músculos del brazo. Mi cabello derramado y brillante estaba húmedo de una agonía que yo había creído soñar, de desesperada agonía antes de la anulación total.
Me acerqué a mi cadáver. Toqué una mano y me rechazó su frío. En la boca había un hilo de espuma y gotas de sangre se encendían en la almohada informe, torcida, casi debajo de la espalda. La nariz, repentinamente afilada, mostraba venas que yo había desconocido hasta ahora. Comprendí todo lo que había sufrido antes de morir. Mis labios estaban apretados, malvadamente duros, y por entre los párpados entreabiertos me miraban mis ojos verde-azules, con un reproche fijo.
Pasé de la calma al estupor, brutalmente. Un segundo después estaba refugiado en el ángulo opuesto al que ocupaba la cama, convulso y tiritante. Mi severa tranquilidad, allí en el lecho, era casi un ejemplo, pero no sentía sobre mí los latigazos de la locura y me aferraba al miedo como a un reparo. Que eso fuera posible, que yo estuviese ahí, a tres metros de mi cuerpo retraído en su muerte, que la noche y la pesadilla y el espejo y el miedo y el reloj marcando las tres y diecinueve, y el silencio...
Se llega al ápice y hay que bajar. Mis nervios —¿mis nervios?— se tornaron laxos; despacio, me volvía la calma a un dolor dulce, a un llanto que era como una mano de amigo asomándose desde la sombra. Apreté esa mano y me dejé ir, inacabablemente.
«Entonces, estoy muerto. Nada de investigaciones sobre el absurdo. Ahí estoy: soy prueba suficiente. Cada vez más rígido y más lejano. El resorte tenso se ha quebrado y he aquí que yazgo en ese lecho, entornando los ojos ante la luz que aleja la noche de su presa. Muerto. Nada más simple. Muerto. ¿Qué tiene de irreal, de pesadilla, de...? Muerto. Que estoy muerto. Levanto el brazo de mi cadáver y lo arropo. Ahí estará mejor. Nada de preguntas. Todo es rigurosamente esencial y primitivo: esquema de la muerte. Sí, pero... No, nada de problemas; ya sé, ya sé que además de mí mismo, muerto en la cama, estoy aquí, en este otro lado. Pero basta, basta de eso; ahora hay otra cosa en que pensar. Nada de preguntas. Una cama conmigo, muerto. El resto es simple; tengo que salir de aquí y avisarle a abuela lo sucedido. Hacerlo dulcemente, contarle las cosas sin excesos, para que jamás sepa de mi angustia y de todo lo que sufrí solo, solo en la noche... ¿Pero cómo despertarla, cómo decirle...? Nada de preguntas; el amor señalará los medios. Tengo que evitar el horror de su entrada matinal en el desayuno, el encuentro con el rígido espantajo crispado... Rígido espantajo crispado... Rígido... Rígido espantajo crispado...»
Me sentí contento, con un contento triste. Era bueno que se me hubiese ocurrido eso. Abuela lo merecía; había que prepararla a lo peor. Dulcemente, con mimos de hombre que se vuelve niño junto al gran lecho venerable.
«Tengo que mejorar el aspecto de esa cara», pensé antes de salir. A veces abuela se levantaba en la noche, hacía largas inspecciones por los aposentos. Debía evitarle toda sorpresa macabra; si ella entraba de pronto y me sorprendía componiendo mi cadáver...
Cerré con llave y me puse a la tarea, en paz conmigo mismo. Las preguntas, las horrendas preguntas se me agolpaban en la garganta pero las rechacé brutalmente, estrangulándolas con estertores, ahogándolas en negativa. Y cumplía entre tanto mi tarea. Ordené las sábanas, alisé el acolchado; mis dedos me peinaron burdamente hasta recoger el cabello y alisarlo hacia atrás. Y después, ¡ah, después tuve valor!, modelé los labios de mi cara convulsa hasta lograr con infinita paciencia que sonrieran... Y cerré los párpados, los apreté hasta que obedecieron y mi rostro hubo tomado la fisonomía de un joven santo que ha gozado su martirio. De un Sebastián, contento de saetas.
¿Por qué había tanto silencio? ¿Y por qué asomaba ahora una voz en mis recuerdos, una voz oída con lágrimas alguna vez, la voz de una mujer negra cantando: «Sé que el Señor ha puesto su mano sobre mí»? Nada de eso tenía asidero alguno; acaecía solamente. Imagen desgajada, yo, erecto ante mi cuerpo frío y ceremonioso, muerto con la falsa dignidad que acababa de conferirle mi destreza.
«Oh, río profundo, y ahora eres tú desde la noche.» La voz de la mujer negra que llora y repite: «Río profundo, mi corazón está en el Jordán». —«¿Y esto seguirá siempre así? ¿Será esta primera noche el espejo de la eternidad? ¿Habrá muerto el tiempo dentro de mi cadáver? ¿Lo aprisionan esas manos laxamente abiertas a su abandono? ¿Estaremos siempre así mi cuerpo, la voz de la mujer negra y mi conciencia que pregunta y pregunta?».
Pero se hacía tarde; la reflexión me trajo a las dimensiones de un deber que cumplir. El tiempo persistía; ese reloj lo proclamaba. Eché hacia atrás un mechón rebelde que regresaba a la frente blanquísima de mi cadáver, y salí de la habitación.
Anduve por la galería sembrada de manchas cenicientas —cuadros, bibelots— hasta asomarme a la gran cámara donde reposaba abuela. Su respiración ligera, un poco quebrada por repentinos sollozos —¡cómo conocía esa respiración, cómo me había arrullado en una infancia perdida, desmesuradamente lejana y gris!—, acompasó mi camino hasta el lecho.
Entonces comprendí el horror de lo que iba a hacer. Despertar a la durmiente con toda la dulzura posible, rozándole los párpados con la yema de los dedos, decirle: «Abuela, tienes que saber...». O: «¿No ves que acabo de...?». O bien: «No me lleves el desayuno a la mañana porque...». Me di cuenta de que el exordio precipitaba la máquina de la más abominable revelación. No, yo no tenía derecho a romper un sueño sagrado; no tenía derecho a adelantarme a la muerte misma.
Vacilante, estremecido, iba a huir —¿adónde, hasta cuándo?— y lo único que pude fue dejarme caer junto al alto lecho y hundir la frente en el cobertor rojo, mezclándome a él y a la noche, a ese sueño profundo, maravilloso, que abuela guardaba bajo los párpados. Quería sordamente levantarme y volver a mi cuarto, retornar de la pesadilla o incorporarme a ella hasta el fin. Pero entonces oí una exclamación temerosa y supe que abuela me sentía en la oscuridad. El silencio hubiera sido monstruoso: había que confesar o mentir. (Y allá, en mi cuarto, aquello esperando...)
—¿Qué pasa, qué pasa, Gabriel?
—Nada, abuela. Nada. No pasa nada, abuelita.
—¿Por qué te has levantado? ¿Sucede algo?
—Sucede... («Díselo, díselo. Oh, no, no se lo digas ahora, no se lo digas nunca...»)
Ella se había sentado en el lecho y acercó su mano a mi frente. Temblé, porque si al tocarme... Pero la caricia fue dulce como siempre y comprendí que abuela no se había dado cuenta de que yo estaba muerto.
—¿Te sientes mal?
—No, no... Es que no puedo dormir. Nada más. No puedo dormir.
—Quédate aquí...
—Me siento bien ahora. Duerme, abuela. Yo volveré a mi cama.
—Bebe agua, hace pasar el insomnio...
—Sí, abuela, la beberé. Pero duerme, duerme.
Ya tranquila, ella se entregaba a su cansancio. La besé en la frente, sobre los ojos —allí, donde era tan dulce besarla—, y cuando me levanté para salir, con la cara ceñida de lágrimas, me llegó lejanamente la voz de la mujer negra, desde alguna parte antigua, querida y olvidada... «Mi alma está anclada en el Señor...»
Es que no puedo dormir. La mentira se aplastó a mis pies mientras desandaba el camino. Frente al aposento tuve un instante de sorda esperanza. Todo aparecía claro, distinto. Me bastaría abrir la puerta para desvanecer los fantasmas. El lecho vacío, el espejo fiel... y una paz de sueño hasta la mañana...
Pero allí estaba yo, muerto, esperándome. La sonrisa falsamente lograda me recibió burlonamente. Y el mechón de cabellos había vuelto a caer sobre la frente y mis labios estaban ya alejados de su antiguo color, cenicientos y crueles en su arco definitivo.
La presencia odiosa me rechazó. Iluminado por el velador de crudos resplandores, mi cadáver se ofrecía con volúmenes espesos, innegables. Sentí que en mis manos se despertaba el deseo de abalanzarse al lecho y desgarrar esa cara con uñas rabiosas. Le di la espalda en un vértigo de llanto y me lancé a la calle desierta, teñida de luna.
Y entonces caminé. Sí, entonces caminé cuadras y cuadras, por los barrios de mi pueblo, deslizándome sobre veredas familiares. Y el sentirme lejos de mi cuerpo yacente me devolvió una falsa calma de resignado, me puso en la conciencia la serenidad inútil que invitaba a meditar. Así caminé inacabablemente, construyendo bajo la fría luna de las altas horas la teoría de mi muerte.
Y creí haber hallado la justa verdad. «He dormido y he soñado. Sin duda mi propia imagen anduvo por las dimensiones inespaciales de mi sueño; inespaciales e intemporales, dimensiones únicas, extrañas a nuestra limitada cárcel de la vigilia...»
Estaba en la plaza, debajo del tilo antiguo.
«He despertado de pronto, quién sabe por qué. Demasiado pronto; ahí yace la clave de mi actual condición. ¿No se despierta uno a la muerte? Yo he vuelto con tanta rapidez a mi país humano que mi imagen —la del sueño, aquella que era en ese momento recipiente de mi vida y mi pensar— no tuvo tiempo de volverse... Y acaeció así la división absurda, mi sorpresa de imagen onírica desgajada de su origen; y mi cuerpo, que hubo de pasar de la pequeña muerte del reposo a la muerte grande en que sonríe ahora.»
Apuntaba una flecha gris en los paredones lejanos.
«Ah, nunca debí despertar tan bruscamente. Esta imagen mía hubiese vuelto a su cárcel espesa de huesos y carne; si había de morir, hubiésemos muerto juntos, sin soportar este desdoblamiento cuyo alcance no puedo medir... ¡La vida es el tiempo! ¿Por qué martilla en mí esta idea? ¡La vida es el tiempo! Pero este tiempo mío de ahora es más horrible que toda muerte; es muerte consciente, es asistir a mi propia descomposición desde la cabecera de un lecho monstruoso...»
Y la orquesta del amanecer afinaba despacio sus cobres.
«Allá he quedado, espacio absoluto; aquí estoy, tiempo vivo. ¡Se han roto los cuadros de la realidad! Mi cadáver es, no siendo ya nada; mientras que yo alcanzo apenas el horror de mi no ser, tiempo puro que no puede aplicarse a ninguna forma, espectro que la mañana desnudará a los ojos sombríos de la gente...»
Y era ya casi de día.
«¿Se me ve? ¿Soy invisible? Abuela me habló, me acarició. Pero el espejo no quiso reflejarme, permaneció inmutable. ¿Quién soy? ¿Qué fin va a tener esta mascarada abominable?»
Descubrí que estaba otra vez ante las puertas de casa. Y un estridente canto de gallo me bañó en la angustia de lo inmediato; era la hora en que abuela me llevaría el desayuno. La iglesia asestaba sus primeras flechas hacia el cielo; la hora en que abuela entraría en mi cuarto y me encontraría muerto. Y yo, parado en la calle, iba a escuchar el alarido, las primeras carreras, el estertor inexpresable de la revelación consumada.
No sé qué pasó por mí. Entré desalado en mi cuarto. La luz de la mañana se hacía muy blanca en mi cadáver cuando me agazapé a los pies del lecho. Creía oír ya un rumor en la galería. ¡Abuela! Caí sobre mí mismo aferrando esos hombros de mármol, sacudiéndome como un loco, apretando la boca contra mis labios sonrientes, buscando reanimar esa acabada inmovilidad. Me apreté contra mi cuerpo, quise romperle los brazos con mis garfios, succioné desesperadamente la boca rebelde, quebré mi horror frente contra frente, hasta que mis ojos dejaron de ver, ciegos, y el otro rostro se perdió en una niebla blanquecina, y solamente quedó una cortina temblorosa, y un jadeo, y un aniquilamiento...
Abrí los ojos. El sol me daba en la cara. Respiré penosamente; tenía el pecho oprimido como si alguien lo hubiera presionado con todas sus fuerzas. El canto de las aves me devolvió por entero a la realidad.
En un solo acto fulmíneo recordé todo. Miré a mis pies. Estaba en cama, tendido de espaldas. Nada había cambiado salvo esa impresión de pesadez inacostumbrada, de infinito cansancio...
¡Con qué placer me hundí en el consuelo de un suspiro! Volví de él como del mar, pude sumir mi pensamiento en tres palabras que silbaron mis labios secos y sedientos:
—Qué pesadilla atroz...
Me incorporaba lentamente, gozando la sensación maravillosa que sigue al desenmascaramiento de un mal sueño. Entonces vi las manchas de sangre en la almohada y caí en la cuenta de que la puerta del espejo de mi armario estaba entornada, reflejando el ángulo del lecho. Y miré en él mi cabello, peinado cuidadosamente hacia atrás, como si alguien lo hubiese alisado durante la noche...
Quise llorar, perderme en un abandono total. Pero ahora entraba abuela con el desayuno y me pareció que su voz venía de muy lejos, como de otra habitación, pero siempre dulce...
—¿Estás mejor? No debiste haberte levantado anoche; hacía frío... Me hubieras llamado, si tenías insomnio... No vuelvas más a levantarte así en plena noche...
Me llevé la taza a la boca y bebí. Desde una remota oscuridad interior retornaba la voz de la mujer negra. Cantaba, cantaba... «Yo sé que el Señor ha puesto su mano sobre mí...» La taza estaba vacía, ahora. Miré a abuela y le tomé las manos.
Ella debió creer que era la luz del sol la que me llenaba los ojos de lágrimas.
1941
* Comprendo que este relato reclama un preludio adecuado, con el tono que los novelistas ingleses dan a sus novelas de misterio. Un acorde sombrío que se aloje en la médula; una luz cárdena. También hubiera sido necesario explicar con detalle lo de mi mal al corazón y cómo, cualquier noche de éstas, me voy a quedar de pronto con la última expresión aferrada a la cara, máscara. Pero yo he perdido la fe en las palabras y los exordios, y apenas me asomo al lenguaje para decir estas cosas.