La planta
La conquista del maíz
Climatizado, sin olores, iluminado por titilantes tubos fluorescentes, el supermercado norteamericano no parece tener mucho que ver con la naturaleza. Y sin embargo, ¿qué es este lugar sino un paisaje (de fabricación humana, es cierto) rebosante de plantas y animales?
No me refiero solo a la sección de productos frescos o al mostrador de la carne: la flora y fauna del supermercado. En términos ecológicos, estas son las zonas más reconocibles de este paisaje, los lugares donde no hace falta una guía de campo para identificar las especies que lo habitan. Allí están los huevos, las cebollas, las patatas y los puerros; aquí, las manzanas, los plátanos y las naranjas. Pulverizada con rocío mañanero cada pocos minutos, la sección de productos frescos es el único rincón del supermercado donde pensamos: «¡Ah, sí, la abundancia de la naturaleza!». Lo que probablemente explica por qué es este jardín de frutas y verduras (y a veces también de flores) el que habitualmente da la bienvenida al comprador que cruza las puertas automáticas.
Avancemos ahora hacia el muro cubierto de espejos tras el que trabajan los carniceros y ante el que encontramos un grupo de especies algo más difíciles de identificar: hay pollo y pavo, cordero, vaca y cerdo. Pero en la carnicería la condición de «criaturas» de las especies que allí se exponen parece estar desvaneciéndose, puesto que cada vez es más frecuente que las vacas y los cerdos vengan divididos en cortes geométricos desprovistos de sangre y huesos. En los últimos años estos eufemismos de supermercado parecen haberse filtrado también a la sección de productos frescos, donde ahora podemos encontrar lo que antes eran patatas con la tierra todavía incrustada transformadas en cubos de un blanco prístino y zanahorias baby torneadas a máquina hasta verse convertidas en torpedos cuidadosamente pulidos. Pero en general en esta zona de flora y fauna no es necesario ser un naturalista, ni mucho menos un ingeniero alimentario, para saber qué especie estás metiendo en el carro.
Aventurémonos un poco más allá y llegaremos a regiones del supermercado donde la simple noción de especie resulta cada vez más oscura: los cañones de cereales para el desayuno y condimentos; las cámaras frigoríficas atestadas de «sucedáneos de comida casera» y bolsas de guisantes platónicos; las vastas extensiones de refrescos y los prominentes acantilados de tentempiés; los inclasificables Pop-Tarts y Lunchables;[2] los abiertamente sintéticos blanqueadores para el café y esos Twinkies que desafían a Linneo. ¿Son plantas? ¿Animales? (!) Aunque no siempre lo parezca, incluso el imperecedero Twinkie está hecho de... bueno, ahora mismo no sé exactamente de qué, pero en definitiva de alguna clase de criatura que alguna vez estuvo viva, es decir, de una especie. Todavía no hemos llegado a sintetizar nuestros alimentos a partir del petróleo, al menos no directamente.
Si consiguiésemos observar el supermercado a través de los ojos de un naturalista, nuestra primera impresión sería la de su asombrosa biodiversidad. ¡Mira qué cantidad de plantas y animales (y hongos) diferentes están representados en algo menos de media hectárea! ¿Qué clase de bosque o de prado podría soñar con igualarlo? Debe de haber un centenar de especies diferentes solo en la sección de productos frescos, y un puñado más en el mostrador de la carne. Y al parecer esta diversidad no hace sino incrementarse: cuando era niño, nunca veías achicoria en la sección de productos frescos, ni tampoco media docena de clases de setas diferentes, ni kiwis, frutas de la pasión, durianes o mangos. De hecho, en los últimos años todo un catálogo de especies exóticas provenientes de los trópicos ha colonizado y animado considerablemente la sección de productos frescos. Y en cuanto a la fauna, en un buen día es posible encontrar —además de ternera— avestruz y codorniz e incluso bisonte, y en la sección de pescadería puedes llevarte no solo salmones y gambas, sino también bagres y tilapias. Los naturalistas consideran la biodiversidad un indicativo de la salud de un entorno, y podría parecer que la devoción del supermercado moderno por la variedad y las posibilidades de elección refleja y tal vez incluso promueve precisamente esa clase de vigor ecológico.
Exceptuando la sal y un puñado de aditivos sintéticos, cada producto comestible que hay en el supermercado es un eslabón dentro de una cadena alimentaria que comienza con una planta en concreto que crece en una determinada área de terreno (o, más raramente, tramo marítimo) en algún lugar del planeta. A veces, como ocurre en la sección de productos frescos, esa cadena es bastante corta y fácil de seguir: como puede leerse en la etiqueta de la red que las contiene, estas patatas fueron cultivadas en Idaho y estas cebollas provienen de una granja de Texas. Sin embargo, vayamos a la carnicería y la cadena se hace más larga y menos comprensible: la etiqueta no menciona que este chuletón proviene de un buey nacido en Dakota del Sur y engordado en un cebadero de Kansas con grano cultivado en Iowa. Una vez dentro del mundo de las comidas procesadas, para seguir las intrincadas y cada vez más oscuras conexiones entre el Twinkie, o el sucedáneo de leche, y una planta que crece en algún lugar de la tierra habría que ser un detective ecológico bastante decidido, pero puede hacerse.
Entonces ¿qué es lo que descubriría exactamente un detective ecológico si lo soltásemos en un supermercado norteamericano para que rastrease la ruta entre los productos de su carro de la compra y la tierra? La idea empezó a rondarme hace unos cuantos años, cuando me di cuenta de que ya no podría contestar una pregunta tan sencilla como «¿Qué debería comer?» sin considerar antes otras dos preguntas aún más sencillas: «¿Qué estoy comiendo?» y «¿De dónde diablos ha salido?». Hasta no hace mucho tiempo un consumidor no necesitaba a un periodista para tener respuesta a estas preguntas. El hecho de que hoy en día a menudo lo necesitemos nos sugiere, para empezar, una definición básica de la comida industrial: cualquier alimento cuya procedencia resulta tan compleja u oscura que requiere ayuda cualificada para desentrañarla.
Cuando comencé a seguir la cadena alimentaria industrial —la que nos alimenta a la mayoría la mayor parte del tiempo y que generalmente culmina en un supermercado o en un menú de comida rápida—, esperaba que mi investigación me llevase a una amplia variedad de lugares. Y aunque es cierto que mis viajes me condujeron a muchos estados y que recorrí un montón de kilómetros, justo al final de esas cadenas alimentarias (que es lo mismo que decir justo al principio) siempre me encontraba casi exactamente en el mismo sitio: los terrenos de una granja en el Cinturón del Maíz norteamericano. Resulta que ese gran edificio repleto de variedad y posibilidades de elección que es el supermercado norteamericano descansa sobre unos cimientos biológicos notablemente estrechos, compuestos por un reducido grupo de plantas dominado por una sola especie: el Zea mays, la hierba tropical gigante que la mayoría de los norteamericanos conocemos como «maíz».
El maíz es lo que alimenta al buey que se convierte en un chuletón. El maíz alimenta al pollo y al cerdo, al pavo y al cordero, al bagre y a la tilapia, y cada vez más incluso al salmón, un carnívoro por naturaleza al que los piscifactores están reprogramando para que tolere el maíz. Los huevos están hechos de maíz. La leche, el queso y el yogur, que en otro tiempo provenían de vacas lecheras que pastaban en el campo, ahora suelen venir de vacas frisonas que se pasan la vida encerradas, conectadas a una máquina, comiendo maíz.
Dirijámonos al mundo de los alimentos procesados y encontraremos manifestaciones del maíz todavía más enrevesadas. En un nugget de pollo, por ejemplo, hay maíz encima del maíz: su contenido en pollo consiste en maíz, por supuesto, pero lo mismo ocurre con el resto de sus ingredientes, incluido el almidón de maíz modificado que mantiene todo aglutinado, la harina de maíz de la masa que lo recubre y el aceite de maíz en el que se fríe. De manera mucho menos obvia, puede que los agentes de fermentación y la lecitina, los mono-, di- y triglicéridos, el atractivo color dorado e incluso el ácido cítrico que mantiene el nugget «fresco» se deriven del maíz.
Si acompañamos los nuggets con cualquiera de los refrescos que hay en el supermercado, prácticamente en todos los casos estaremos comiendo maíz con un poco de maíz. Desde los años ochenta la práctica totalidad de las bebidas gaseosas y la mayor parte de los zumos de frutas que se venden en los supermercados están edulcorados con jarabe de maíz alto en fructosa (JMAF) —después del agua, el edulcorante de maíz es su principal ingrediente—. Si sustituimos el refresco por una cerveza, seguiremos bebiendo maíz, en forma de alcohol fermentado a partir de glucosa refinada derivada del maíz. Si leemos los ingredientes en la etiqueta de cualquier alimento procesado —en el caso de que conozcamos los nombres químicos que contiene—, lo que encontraremos será maíz. Si lo que pone es almidón, modificado o no, jarabe de dextrosa o maltodextrina, fructosa cristalina o ácido ascórbico, lecitina o dextrosa, ácido láctico o lisina, maltosa o JMAF, GMS o polioles, color caramelo o goma xantana, lo que debemos leer es «maíz». Hay maíz en el blanqueador para el café y en el Cheez Whiz,[3] en el yogur helado y las bandejas de comida preparada, en la fruta en conserva, el kétchup y los caramelos, en las sopas, los tentempiés y los preparados para hacer tartas, en los glaseados, los caldos de carne y los gofres congelados, en los almíbares y las salsas picantes, en la mayonesa y la mostaza, en los perritos calientes y en la mortadela, en la margarina y la manteca, en los aliños para ensaladas y los relishes[4] e incluso en las vitaminas (sí, también en los Twinkies). En un supermercado norteamericano medio hay alrededor de 45.000 productos, y más de una cuarta parte contiene maíz.[5] Esto sirve también para los productos no alimenticios; de la pasta de dientes a los cosméticos, los pañales desechables, las bolsas de basura, los productos de limpieza, el carbón vegetal para la barbacoa, las cerillas y las pilas, pasando por el brillo de la portada de esa revista que llama tu atención cuando estás en la cola de la caja registradora: maíz. Incluso un día en el que no haya ni rastro de maíz a la vista, la sección de productos frescos estará repleta de maíz: en la cera vegetal que da brillo a los pepinos, en el pesticida responsable de la perfección de las frutas y las verduras, incluso en el barniz de la caja en la que fueron transportadas. De hecho, el propio supermercado —la masa para sellar los paneles de las paredes, el linóleo, la fibra de vidrio y los adhesivos con los que el propio edificio fue construido— es en gran medida una manifestación del maíz.
¿Y nosotros?
Los descendientes de los mayas que viven en México siguen refiriéndose a veces a sí mismos como «los hombres de maíz». La frase no pretende ser una metáfora; más bien sirve para reconocer su permanente dependencia de esta hierba milagrosa, el alimento básico de su dieta durante al menos nueve mil años. El 40 por ciento de las calorías que un mexicano consume al día provienen directamente del maíz, en su mayor parte en forma de tortillas. Así que cuando un mexicano dice: «Soy maíz» o «Maíz andante», simplemente está constatando un hecho: la propia sustancia del cuerpo de los mexicanos es en gran medida una manifestación de esta planta.
Que un estadounidense como yo, que ha crecido vinculado a una cadena alimentaria muy distinta pero aun así enraizada en los campos de maíz, no se vea a sí mismo como una persona de maíz indica o bien una falta de imaginación o bien un triunfo del capitalismo. O quizá un poco de las dos cosas. Realmente hace falta algo de imaginación para ver una mazorca de maíz en una botella de Coca-Cola o en un Big Mac. Al mismo tiempo, la industria alimentaria ha hecho un buen trabajo al persuadirnos de que los 45.000 productos o referencias distintos que hay en el supermercado —17.000 unidades nuevas cada año— reflejan una variedad genuina y no un montón de ingeniosas reorganizaciones de moléculas extraídas de la misma planta.
Como suele decirse, somos lo que comemos, y si esto es cierto, entonces somos básicamente maíz —o, de modo más preciso, maíz procesado—. Esta proposición puede demostrarse científicamente: los mismos científicos que deducen la composición de las antiguas dietas a partir de restos humanos momificados pueden hacer lo mismo con ustedes o conmigo utilizando un mechón de pelo o una uña. La ciencia trabaja identificando isótopos de carbono estables en el tejido humano que, en efecto, llevan la firma de los distintos tipos de plantas que en origen los rescataron del aire y los introdujeron en la cadena alimentaria. Vale la pena seguir las intrincadas ramificaciones de este proceso, ya que pueden acercarnos a saber cómo el maíz llegó a conquistar nuestra dieta y, de paso, más superficie terrestre que prácticamente cualquier otra especie domesticada, incluida la nuestra.
Después del agua el carbono es el elemento más común en nuestro cuerpo; el más común, de hecho, en todos los seres vivos del planeta. Los terrícolas somos, como suele decirse, una forma de vida basada en el carbono (en palabras de un científico, el carbono proporciona la cantidad de vida, ya que es el principal elemento estructural de la materia viva, mientras que el nitrógeno, mucho más escaso, aporta la calidad de vida..., pero seguiremos con esto más adelante). En origen, los átomos de carbono de los que estamos hechos se hallaban flotando en el aire como parte de una molécula de dióxido de carbono. La única manera de recolectar esos átomos de carbono y formar las moléculas necesarias para hacer posible la vida —carbohidratos, aminoácidos, proteínas y lípidos— es por medio de la fotosíntesis. Utilizando la luz del sol como catalizador, las células verdes de las plantas combinan los átomos de carbono que han recogido del aire con agua y otros elementos extraídos del suelo para formar los compuestos orgánicos simples que están en la base de todas las cadenas alimentarias. Decir que las plantas crean vida a partir del aire es algo más que una figura retórica.
Pero el maíz lleva a cabo este proceso de un modo algo distinto del de la mayor parte de las plantas, una diferencia que no solo lo convierte en una planta más eficaz que la mayoría, sino que también preserva la identidad de los átomos de carbono que recoge, incluso después de que hayan sido transformados en Gatorade, Ring Dings[6] o hamburguesas, por no mencionar los cuerpos humanos que se nutren de estas cosas. Durante la fotosíntesis la mayoría de las plantas crean compuestos de tres átomos de carbono, mientras que el maíz (y un pequeño puñado de plantas más) los crea de cuatro: de ahí el distintivo «C-4», el apodo botánico para este privilegiado grupo de plantas, que no fue identificado hasta los años setenta.
El truco del C-4 supone un importante ahorro para una planta, lo que le proporciona una ventaja sobre todo en zonas donde el agua escasea y las temperaturas son elevadas. Para recolectar átomos de carbono del aire una planta tiene que abrir sus estomas, los orificios microscópicos situados en las hojas a través de los cuales las plantas aspiran y liberan los gases. Cada vez que un estoma se abre para admitir dióxido de carbono deja escapar preciosas moléculas de agua. Es como si cada vez que abriésemos la boca para comer perdiésemos algo de sangre. Lo ideal sería que abriésemos la boca la menor cantidad de veces posible y que con cada bocado ingiriésemos tanta cantidad de comida como fuésemos capaces. Esto es básicamente lo que una planta C-4 hace. Al recolectar átomos extras de carbono durante la fotosíntesis, la planta del maíz es capaz de limitar su pérdida de agua y «fijar» —es decir, recoger de la atmósfera y enlazar en una molécula útil— una cantidad significativamente mayor de carbono que otras plantas.
A grandes rasgos la historia de la vida en la tierra consiste en una competición entre especies para capturar y almacenar la mayor cantidad de energía posible, bien directamente del sol, en el caso de las plantas, bien comiendo plantas y seres que se alimentan de plantas, en el de los animales. La energía se almacena en forma de moléculas de carbono y se mide en calorías. Las calorías que consumimos, provengan de una mazorca de maíz o de un filete, representan paquetes de energía una vez capturadas por una planta. El truco del C-4 ayuda a explicar el éxito de la planta de maíz en esta competición: pocas plantas pueden fabricar tanta cantidad de materia orgánica (y calorías) a partir de la misma cantidad de luz solar, agua y elementos básicos como el maíz (el 97 por ciento de una planta de maíz viene del aire; el 3 por ciento, del suelo).
Sin embargo, este truco no explica cómo un científico es capaz de afirmar que un determinado átomo de carbono debe su presencia en un hueso humano a un fenómeno fotosintético que se produjo en la hoja de un tipo de planta y no de otra —de maíz, digamos, y no de lechuga o trigo—. Si puede hacerlo es porque no todos los átomos de carbono fueron creados iguales. Algunos de ellos, los llamados «isótopos», presentan una configuración de protones y neutrones distinta a la habitual —seis protones y seis neutrones—, lo que hace que tengan un peso atómico ligeramente distinto. El C-13, por ejemplo, tiene seis protones y siete neutrones (de ahí lo de «C-13»). Por la razón que sea, cuando una planta husmea en busca de sus paquetes de cuatro átomos de carbono, incorpora más carbono 13 que las plantas normales —las C-3—, que exhiben una marcada preferencia por el mucho más común carbono 12. Ávidas de carbono, las plantas C-4 no pueden permitirse distinguir unos isótopos de otros, así que terminan con una cantidad relativamente mayor de carbono 13. Cuanto más alta sea la proporción de carbono 13 respecto a la de carbono 12 en la carne de una persona, mayor cantidad de maíz habrá ingerido, o lo habrán hecho los animales que esa persona haya consumido (en lo que a nosotros atañe, no tiene mucha importancia que consumamos más o menos carbono 13).
Lo lógico sería encontrar una proporción comparativamente mayor de carbono 13 en aquellas personas cuyo alimento básico favorito fuese el maíz —el de los mexicanos sería el caso más claro—. Los estadounidenses comemos mucho más trigo que maíz —51 kilos de harina de trigo por persona y año frente a 5 kilos de harina de maíz—. Los europeos que colonizaron América se consideraban gente de trigo, en contraste con los nativos con los que se encontraron, gente de maíz. El trigo siempre ha sido considerado en Occidente el cereal más refinado, el más civilizado. Si nos diesen a elegir, la mayoría probablemente seguiríamos considerándonos gente de trigo (excepto quizá los habitantes del Medio Oeste, orgullosos comedores de maíz, y no saben hasta qué punto lo son) aunque en la actualidad la simple idea de identificarnos con una planta se nos antoja un poco pasada de moda. Está mejor identificarse con la ternera, si bien decir que somos gallinas, lo que no suena ni la mitad de bien, estaría probablemente más cerca de la realidad. Pero el carbono 13 no miente, y los investigadores que han comparado los isótopos que hay en la carne o el pelo de los estadounidenses con los que se encuentran en los mismos tejidos de los mexicanos nos dicen que somos nosotros, los del norte, los auténticos hombres de maíz. «Cuando observas la proporción de isótopos —me dijo Todd Dawson, un biólogo de Berkeley que ha realizado este tipo de investigación—, los norteamericanos parecemos chips de maíz con patas.» Comparados con nosotros, los mexicanos llevan una dieta de carbono mucho más variada: los animales que consumen siguen comiendo pasto (hasta hace poco los mexicanos consideraban que alimentar al ganado con maíz era un sacrilegio), muchas de sus proteínas proceden de las legumbres y continúan endulzando sus bebidas con azúcar de caña.
Así que eso es lo que somos: maíz procesado andante.
Que esta peculiar hierba, originaria de América Central y desconocida para el Viejo Continente hasta 1492, haya llegado a colonizar gran parte de nuestro planeta y de nuestros cuerpos constituye uno de los mayores triunfos del mundo vegetal. Y digo del mundo vegetal porque ya no está muy claro si el triunfo del maíz es realmente algo bueno para el resto del mundo, y porque hay que reconocerle el mérito al que se lo merece. El maíz es el protagonista de su propia historia, y aunque los humanos hemos interpretado un papel secundario crucial en su dominio del planeta, nos equivocaríamos al creer que fuimos nosotros quienes tomamos las decisiones o que actuamos siempre en nuestro propio interés. De hecho, hay sobradas razones para pensar que el maíz ha conseguido domesticarnos.
Hasta cierto punto esto es visible en todas las plantas y animales que forman parte del gran pacto coevolutivo con los humanos que denominamos «agricultura». Aunque seguimos empeñados en hablar de la «invención» de la agricultura como si hubiese sido idea nuestra, como la contabilidad de partida doble o la bombilla, lo cierto es que tiene el mismo sentido considerar la agricultura como una brillante (aunque inconsciente) estrategia evolutiva por parte de las plantas y animales involucrados en la tarea de servirse de nosotros en pro de sus intereses. Al desarrollar ciertos rasgos que resultaron ser de nuestro agrado, estas especies consiguieron atraer la atención del único mamífero que estaba en disposición no solo de expandir sus genes alrededor del mundo, sino también de reconstruir ese mundo a imagen y semejanza del hábitat favorito de las plantas. Ningún otro grupo de especies sacó más partido de su asociación con los humanos que las hierbas comestibles, y ninguna de esas hierbas ha obtenido más beneficios de la agricultura que el Zea mays, el cultivo cereal más importante del mundo hoy en día.
Considerándolo retrospectivamente puede parecer que el maíz estaba destinado a triunfar, pero nadie habría podido predecirlo aquel día de mayo de 1493 cuando Colón describió por primera vez ante la corte de Isabel la Católica la rareza botánica que había encontrado en el Nuevo Mundo. Habló de una enorme hierba con una mazorca tan gruesa como el brazo de un hombre a la que los granos estaban «fijados por naturaleza de un modo asombroso y tenían la forma y el tamaño de guisantes, blancos cuando aún son jóvenes». Asombroso, tal vez, pero después de todo aquel era el alimento básico de un pueblo que pronto sería vencido y prácticamente exterminado.
Lo lógico es que el maíz hubiese seguido el mismo destino que el de otra especie autóctona, el bisonte, que fue despreciado y cuya eliminación se determinó porque era el «comisario de los indios», en palabras del general Philip Sheridan, comandante de los ejércitos del Oeste. Sheridan aconsejó que exterminaran la especie: «Entonces vuestros prados se podrán cubrir de reses moteadas y joviales vaqueros». En términos generales el plan de Sheridan era el plan para todo el continente: el hombre blanco trajo consigo sus propias «especies asociadas» al Nuevo Mundo —vacas y manzanas, cerdos y trigo, por no mencionar los microbios y malas hierbas que solían acompañarlos— y las ayudó a desplazar las plantas y animales autóctonos relacionados con los indios allí donde les fue posible. Más incluso que el rifle, este ejército biótico contribuyó en gran medida a derrotar a los indios.
Pero el maíz gozaba de ciertas ventajas botánicas que iban a permitirle salir adelante incluso a pesar de que estaban eliminando a los nativos americanos junto con los que había coevolucionado. De hecho, el maíz, la única planta sin la cual los colonos americanos probablemente jamás habrían sobrevivido, ni mucho menos prosperado, terminó contribuyendo a la destrucción del mismo pueblo que lo había ayudado a desarrollarse. Al menos en el mundo de las plantas, el oportunismo triunfa sobre la gratitud. Pero con el tiempo la planta de los vencidos llegaría a conquistar incluso a los conquistadores.
Squanto enseñó a los Peregrinos[7] a plantar maíz en la primavera de 1621 y los colonos se dieron cuenta de su valor inmediatamente. Ninguna otra planta podía producir tanta cantidad de comida con tanta rapidez en un área de terreno cualquiera del Nuevo Mundo como el maíz indio (originalmente la palabra inglesa corn —maíz— era el vocablo genérico que se aplicaba a cualquier tipo de grano, incluso a un grano de sal —de ahí el nombre de corned beef—;[8] no hizo falta mucho tiempo para que el Zea mays se apropiase de la palabra, al menos en América). El hecho de que la planta se adaptase tan bien al clima y al suelo de Estados Unidos le proporcionó una ventaja sobre el grano europeo, a pesar de que el pan al que daba lugar era de una insulsez decepcionante. Siglos antes de la llegada de los Peregrinos la planta ya se había expandido hacia el norte desde México central, donde al parecer se originó, hasta llegar a Nueva Inglaterra, donde los indios probablemente ya lo estaban cultivando desde el año 1000. A lo largo del camino la planta —cuya prodigiosa variabilidad genética le permite adaptarse rápidamente a las nuevas condiciones— consiguió sentirse como en casa prácticamente en todos los microclimas de Estados Unidos; hiciese frío o calor, en climas secos y húmedos, en suelos arenosos y arcillosos, con más o menos horas de luz, el maíz, con la ayuda de sus aliados, los nativos americanos, desarrolló todas las características necesarias para sobrevivir y florecer.
Como el trigo no había pasado por ninguna de esas experiencias locales, tuvo dificultades para adaptarse al severo clima del continente y las cosechas eran por lo general tan pobres que los asentamientos que se mantuvieron fieles al alimento básico del Viejo Mundo a menudo perecieron. Una sola semilla de maíz plantada daba un rendimiento de más de 150 granos, a veces hasta 300, mientras que, si todo iba bien, una semilla de trigo proporcionaba algo menos de 50 (en aquellos tiempos en los que la tierra era abundante y la mano de obra escasa, los rendimientos agrícolas se calculaban por semilla sembrada).
La gente de maíz se impuso a la de trigo debido a su versatilidad, especialmente apreciada en los nuevos asentamientos alejados de la civilización. Esta planta proporcionó a los colonos verdura lista para comer y grano que podían almacenar, una fuente de fibra y de alimento para los animales, combustible para la calefacción y alcohol con el que emborracharse. El maíz podía comerse recién salido de la mazorca («verde») pocos meses después de haberlo plantado, y después de haberse secado en el tallo en otoño podía almacenarse indefinidamente y triturarse para obtener harina cuando fuese necesario. Machacado y fermentado, el maíz podía utilizarse para elaborar cerveza o destilarse para obtener whisky; durante un tiempo fue la única fuente de alcohol en la frontera (tanto el whisky como el cerdo eran considerados «concentrados de maíz», un concentrado de sus calorías en el primer caso, de sus proteínas en el segundo; ambos tenían la virtud de reducir los volúmenes de maíz y de elevar su precio). No se desaprovechaba ninguna de sus partes: las vainas podían tejerse y convertirse en alfombras o en cordel, las hojas y los tallos daban un buen forraje para el ganado, las mazorcas peladas se quemaban para producir calor y se amontonaban en el retrete a modo de áspero sustituto del papel higiénico (de ahí proviene el término del argot americano corn hole).[9]
«El maíz fue el instrumento colonizador que permitió el poblamiento del territorio por las sucesivas oleadas de pioneros —escribe el historiador mexicano Arturo Warman—. Una vez que los colonos aprendieron sus secretos y potencialidades, los indios se volvieron innecesarios.» Squanto había entregado al hombre blanco precisamente la herramienta que necesitaba para expulsar al indio. Sin la «fecundidad» del maíz indio, según declaró el escritor inglés del siglo XIX William Cobbett, los colonos jamás habrían sido capaces de construir una «nación poderosa». El maíz, escribió, fue «la mayor bendición que Dios jamás pudo conceder al hombre».
Además de su valor como medio de subsistencia, las cualidades del grano de maíz lo convertían también en un excelente medio para acumular capital. Una vez cubiertas sus necesidades, el granjero podía dirigirse al mercado con los excedentes de su cultivo cualquiera que fuese su cantidad, dado que el maíz seco era la mercancía perfecta: fácil de transportar y virtualmente indestructible. La doble identidad del maíz como alimento y como mercancía ha permitido a muchas de las comunidades campesinas que lo han adoptado dar el salto de la economía de subsistencia a la de mercado. Esa doble identidad también lo hizo indispensable en el comercio con esclavos: el maíz era tanto la moneda que los traficantes utilizaban para pagar por los esclavos en África como el alimento con el que estos subsistían durante su travesía hacia América. El maíz es la planta protocapitalista.
No obstante, mientras los americanos, tanto los nativos como los de nuevo cuño, dependían en gran medida del maíz, la planta había llegado a depender por completo de los americanos. Si el maíz no se hubiese ganado el favor de los conquistadores, habría corrido el riesgo de extinguirse, porque sin humanos que lo plantasen cada primavera habría desaparecido de la faz de la tierra en cuestión de pocos años. La novedosa disposición en mazorcas envainadas que hace del maíz un grano tan práctico para nosotros lleva a que la supervivencia de la planta dependa por completo de un animal dotado de pulgar opuesto, condición necesaria para retirar la vaina, separar las semillas y plantarlas.
Planten una mazorca de maíz completa y verán lo que ocurre: si los granos consiguen germinar y después abrirse camino para liberarse de la asfixiante vaina, invariablemente terminarán muriendo por aglomeración antes de que su segundo juego de hojas haya brotado. Más que la mayoría de las plantas domesticadas (algunos de cuyos vástagos suelen encontrar un modo de crecer sin necesidad de ayuda), el maíz se lo jugó todo por los humanos cuando desarrolló su peculiar mazorca envainada. Varias sociedades humanas han creído conveniente adorar el maíz, pero quizá tendría que ser al revés: para el maíz los humanos somos los seres de los que depende. Hasta ahora ese aparentemente temerario acto de fe evolutivo en nosotros le ha sido sobradamente recompensado.
La planta está tan estrechamente vinculada a nosotros y es tan impresionantemente distinta a cualquier otra especie que resulta tentador pensar en el maíz como un artefacto humano. De hecho, no hay plantas de maíz salvaje, y el teocinte, la mala hierba de la que se cree que desciende el maíz (en lengua nahuatl, teocinte quiere decir «madre del maíz»), no tiene mazorca; el puñado de diminutas semillas desnudas que presenta se sujeta en un raquis terminal, como ocurre en la mayor parte de las hierbas, y por lo general no tiene el menor parecido con el maíz. Según la creencia extendida entre los botánicos, hace varios miles de años el teocinte sufrió una abrupta serie de mutaciones que lo convirtieron en maíz; los genetistas calculan que los cambios producidos en tan solo cuatro cromosomas podrían ser los responsables de los rasgos principales que distinguen al teocinte del maíz. Consideradas en su conjunto, estas mutaciones adquirieron (en palabras del botanista Hugh Iltis) la categoría de «catastrófica transmutación sexual»: la transformación de los órganos femeninos de la planta situados en la parte superior de la hierba en una monstruosa mazorca envainada en mitad del tallo; los órganos masculinos se quedaron donde estaban, en la panoja.
Para una hierba se trata de una extraña disposición con unas implicaciones cruciales: la colocación central de la mazorca, en mitad del tallo, le permite atrapar muchos más nutrientes que si estuviese en la parte superior, así que la súbita producción de cientos de semillas gigantescas pasa a ser metabólicamente factible. Pero como estas semillas quedan atrapadas en una vaina sólida, la planta pierde su habilidad para reproducirse por sí misma; de ahí la catástrofe que supuso el cambio sexual del teocinte. Una mutación tan monstruosa y poco adecuada en términos adaptativos habría abocado rápidamente a la planta a un callejón sin salida evolutivo si uno de esos monstruos no hubiese atraído por casualidad la atención de un humano que, en algún lugar de Centroamérica, buscaba algo para comer y peló la vaina para liberar las semillas. Lo que en un mundo sin humanos habría supuesto una inadvertida catástrofe botánica se convirtió en una inestimable bendición evolutiva. Si nos empeñamos en buscarlo, todavía podemos hallar teocinte en ciertas zonas del altiplano centroamericano, y podemos encontrar maíz, su vástago mutante, allí donde haya gente.
El maíz se autofertiliza y asegura su polinización por medio del viento, términos botánicos que no alcanzan a describir la maravillosa belleza de su sexo. En la parte superior, la panoja alberga los órganos masculinos, cientos de anteras colgantes que en el curso de unos cuantos días de verano liberan una sobreabundancia de polen amarillo: entre 14 y 18 millones de granos de polen por planta, 20.000 para cada grano de maíz potencial (dado que «más vale prevenir que curar» o «cuanto más, mejor» son las reglas generales de la naturaleza para los genes masculinos). Alrededor de un metro más abajo esperan los órganos femeninos, cientos de minúsculas flores dispuestas en ordenadas filas a lo largo de una diminuta mazorca envainada que sobresale hacia arriba a partir del tallo que se forma en la axila de una hoja, a mitad de camino entre la panoja y el suelo. Que las anteras masculinas parezcan flores y que la mazorca femenina recuerde a un falo no es la única rareza en la vida sexual del maíz.
Cada una de las entre 400 y 800 flores que hay en una mazorca tiene el potencial de convertirse en un grano de maíz, lo que solo ocurrirá si un grano de polen encuentra el camino hacia su ovario, una misión complicada debido a la distancia que el polen tiene que cubrir y a que en su camino se interpone la vaina en la que la mazorca está firmemente envuelta. Para superar este último problema cada flor envía a través de la parte superior de la vaina un pegajoso filamento de seda (técnicamente su «estilo») para enganchar su propio grano de polen. Estos hilos de seda emergen de la vaina justo el día en que la panoja está lista para liberar su lluvia de polen.
Lo que ocurre a continuación es muy extraño. Una vez que el grano de polen ha caído al vacío y se ha posado sobre la seda humedecida, su núcleo se divide en dos, lo que crea un par de gemelos; cada uno de ellos posee el mismo juego de genes, pero diferentes roles que interpretar en la creación del grano de maíz. La misión del primer gemelo consiste en cavar un túnel microscópico a través del centro del hilo de seda. Una vez conseguido, su clon se desliza hacia abajo a través del túnel, deja atrás la vaina y alcanza la flor que le está esperando, un viaje de entre 15 y 20 centímetros que tarda varias horas en completar. Cuando llega a la flor, el segundo gemelo se funde con el óvulo para formar el embrión, el germen del futuro grano de maíz. A continuación el primer gemelo le sigue y se introduce en la flor ya fertilizada, donde se prepara para formar el endospermo, la parte grande y rica en almidón del grano de maíz. Cada grano es producto de este intrincado ménage à trois; los diminutos y raquíticos granos que a menudo vemos en el angosto extremo de una mazorca son flores cuya seda nunca fue penetrada por un grano de polen. Tras un día de concepción, la seda, ahora superflua, se seca hasta adquirir un tono marrón rojizo; alrededor de cincuenta días después, los granos están maduros.[10]
La mecánica del sexo del maíz, y en particular la gran distancia a través del espacio abierto que su polen debe cubrir para completar su misión, contribuye en gran medida a explicar el éxito de la alianza del maíz con la humanidad. Para un humano es una simple cuestión de interponerse entre el polen del maíz y su flor, y de ahí a cruzar deliberadamente una planta de maíz con otra con miras a fomentar ciertos rasgos específicos en su descendencia solo hay un paso. Mucho antes de que los científicos llegasen a entender la hibridación, los nativos americanos habían descubierto que tomando el polen de la panoja de una planta de maíz y espolvoreándolo sobre los hilos de seda de otra podían crear nuevas plantas que combinaban los rasgos de sus padres. Los indios americanos fueron los primeros criadores de plantas del mundo y llegaron a desarrollar, literalmente, miles de variedades de cultivo distintas para cualquier tipo de entorno y uso concebibles.
Mirándolo de otro modo, el maíz fue la primera planta en implicar a los humanos de una forma tan íntima en su vida sexual. Para una especie cuya supervivencia depende de su capacidad para satisfacer los inconstantes deseos de su único patrocinador, esta estrategia evolutiva ha resultado ser excelente. Más incluso que en el caso de otras especies domesticadas, muchas de las cuales pueden soportar períodos de descuido humano, al maíz le compensa mostrarse así de servicial —y hacerlo de un modo tan rápido—. Habitualmente las especies domesticadas averiguan qué rasgos serán recompensados por su aliado humano a través del lento y costoso proceso darwiniano de ensayo y error. La hibridación supone un medio de comunicación, o de retroalimentación, mucho más veloz y eficiente entre plantas y humanos; al permitir que los humanos concierten sus matrimonios, el maíz puede descubrir de forma precisa en una sola generación qué características necesita para prosperar.
El hecho de mostrarse tan servicial es la razón por la que el maíz ha conseguido tanta atención humana y tanto hábitat. Las poco corrientes relaciones sexuales de la planta, tan propicias a la intervención humana, le han permitido adaptarse a mundos tan distintos como el de los nativos americanos (y, a su vez, a sus diferentes mundos, desde el sur de México hasta Nueva Inglaterra), el de los colonos, los pioneros y los esclavos, y el de todas aquellas sociedades consumidoras de maíz que se han ido sucediendo desde el primer humano que se topó con aquel insólito teocinte.
Pero de todos los entornos humanos a los que el maíz ha conseguido adaptarse es el nuestro —el del capitalismo industrial de consumo, es decir, el de los supermercados y las franquicias de comida rápida— el que sin duda representa su más extraordinario logro evolutivo hasta la fecha. Y es que para prosperar en la cadena alimentaria industrial hasta semejante extremo el maíz tuvo que recurrir a nuevos e inverosímiles trucos. Tuvo que adaptarse no solo a los humanos, sino también a sus máquinas, cosa que consiguió aprendiendo a crecer tan recto, tieso y uniforme como un soldado. Tuvo que multiplicar su rendimiento exponencialmente, lo que consiguió aprendiendo a crecer hombro con hombro con otras plantas de maíz —hasta 30.000 por cada 4.000 metros cuadrados—. Tuvo que desarrollar su apetito por los combustibles fósiles (en forma de fertilizantes petroquímicos) y su tolerancia a diversos químicos sintéticos. Pero antes de dominar todos estos trucos y hacerse un hueco a la deslumbrante luz del capitalismo el maíz tuvo que convertirse en algo jamás visto en el mundo de las plantas: un tipo de propiedad intelectual.
El sexo libre que practica el maíz y que antes he descrito permitió a la gente hacer prácticamente lo que le viniese en gana con la genética del maíz excepto poseerla, un gran problema para una planta que quiera ser capitalista. Si cruzase dos plantas de maíz para crear una variedad dotada de un rasgo especialmente deseable, podría venderte mis semillas especiales, pero solo una vez, porque el maíz que obtendrías a partir de ellas produciría muchas más semillas especiales, gratis e indefinidamente, lo que en poco tiempo me dejaría fuera del negocio. Es difícil controlar los medios de producción cuando el producto que estás vendiendo puede reproducirse indefinidamente. Este es uno de los sentidos en los que resulta difícil compatibilizar los imperativos de la biología con los del negocio.
Difícil, pero no imposible. A comienzos del siglo XX los cultivadores americanos de maíz averiguaron cómo tener bajo control firme la reproducción del maíz y cómo proteger la semilla de posibles copias. Descubrieron que cuando cruzaban dos plantas de maíz procedentes de líneas endogámicas —de ascendientes que exclusivamente se hubiesen autopolinizado durante varias generaciones—, la descendencia híbrida exhibía algunas características muy poco habituales. En primer lugar, todas las semillas de esa primera generación (F-1, en el lenguaje de los criadores) producían plantas genéticamente idénticas, un rasgo que, entre otras cosas, facilita la mecanización. En segundo lugar, esas plantas mostraban heterosis, o «vigor híbrido»: mejores cosechas que las de sus padres. Y, lo que es más importante, se dieron cuenta de que las semillas producidas por estas semillas no se «hacían realidad», las plantas de la segunda generación (F-2) se parecían poco a las de la primera. En concreto sus cosechas caían en picado hasta un tercio, con lo que sus semillas prácticamente no tenían ningún valor.
El maíz híbrido proporcionó así a sus cultivadores algo que ninguna otra planta podía darles en aquella época: el equivalente biológico a una patente. Los granjeros tenían que comprar nuevas semillas cada primavera; en lugar de depender de la reproducción de sus plantas, lo hacían de una compañía. La compañía, que por primera vez se aseguraba recuperar su inversión en el cultivo, colmó de atenciones al maíz —I+D, promoción, publicidad— y la planta respondió multiplicando su fecundidad año tras año. Con el advenimiento del híbrido F-1, una tecnología con el poder de reconstruir la naturaleza a imagen y semejanza del capitalismo, el Zea mays entró en la era industrial y, con el tiempo, se trajo consigo toda la cadena alimentaria americana.