La granja
Ponerse al volante de un trepidante tractor International Harvester de 1975 que arrastra una sembradora de ocho surcos y aspecto arácnido a través de un campo de maíz de Iowa a principios de mayo es como tratar de gobernar un barco en un ondulante mar de chocolate negro. Lo más difícil es mantener el cacharro en línea recta, eso y oír las instrucciones que el granjero sentado a tu lado te lanza a gritos, teniendo en cuenta que ambos lleváis bolitas de clínex insertadas en las orejas para amortiguar el rugido del motor. Cuando uno se pone al timón de un barco, trata de seguir la dirección que le indica la brújula o busca algún punto de referencia en la costa; cuando uno planta maíz, trata de seguir el surco que ha dejado en el suelo el disco giratorio dispuesto al final del brazo de acero enganchado a la sembradora que ha pasado previamente. Si nos desviásemos de la línea, las hileras de maíz se torcerían y terminarían separándose o montándose unas sobre otras. En cualquier caso, nos ganaríamos las mofas de los vecinos y nuestra cosecha quedaría dañada. Y la cosecha, calculada en kilos por hectárea, es la medida de todo aquí, en el país del maíz.
El tractor que estaba conduciendo pertenecía a George Naylor, que lo compró nuevo a mediados de los setenta cuando a sus veintisiete años regresó a Greene County (Iowa) para encargarse de la granja de 130 hectáreas de su familia. Naylor es un voluminoso hombre de cara redonda y barba gris y desaliñada. Al teléfono, su voz grave y sus lapidarias afirmaciones («¡Eso no es más que un enorme montón de mierda! ¡Solo The New York Times podría ser tan estúpido para creer que la organización Farm Bureau sigue hablando en nombre de los granjeros norteamericanos!») me llevaron a pensar en alguien considerablemente más intratable que el tímido individuo que se bajó de la cabina del tractor para recibirme en medio del campo aquel día, bajo un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Naylor llevaba puesta la típica gorra de béisbol de los granjeros, una camisa de gamuza amarilla y uno de esos petos a rayas azules, como los que suelen vestir los obreros del ferrocarril, la prenda menos intimidatoria que jamás se haya puesto un hombre. Mi primera impresión fue más la de un oso torpón que la de un fiero populista de la pradera, pero pronto descubriría que Naylor podía ser ambas cosas, porque bastaba con decir «Cargill» o «Earl Butz»[11] para provocar la transformación.
Esta parte de Iowa posee uno de los suelos más ricos del mundo, una encostrada capa de marga aluvial de casi 60 centímetros de grosor. El depósito inicial se produjo hace diez mil años, con el retroceso del glaciar de Wisconsin, y se incrementó a razón de entre dos y cinco centímetros por década con la pradera —big bluestem, cola de zorro, esparto y pasto varilla—. Esta tierra fue una pradera de hierba alta hasta mediados del siglo XIX, cuando el arado de los colonos quebró por primera vez el tepe. El abuelo de George, un minero que quería mejorar la vida que le había tocado en suerte, se mudó con su familia a Iowa desde Derbyshire (Inglaterra) en los años ochenta del siglo XIX. La visión de esa tierra levantándose bajo la cuchilla de su arado, arremolinándose a su paso como la negra estela de un barco, debió de alimentar su confianza, y con razón: no importa lo profundo que caves o lo lejos que llegue tu mirada, siempre te encontrarás con este magnífico oro negro. Lo que no es posible ver es todo ese suelo que ya no está, que se fue con el agua o el viento cuando el tepe se quebró; esa corteza superior de 60 centímetros probablemente empezó teniendo más de un metro.
Desde 1919, cuando el abuelo de George la compró, la historia de la granja Naylor sigue el curso de la historia de la agricultura norteamericana del siglo XX, con sus logros y sus desastres. Comienza con un granjero que mantenía a su familia con una docena de especies de plantas y animales diferentes. También dispondría de una buena cantidad de maíz, pero además habría frutas y otras verduras, así como avena, heno y alfalfa para alimentar a los cerdos, las vacas, los pollos y los caballos (estos últimos eran los tractores de aquella época). Cuando el abuelo de Naylor llegó a Churdan, uno de cada cuatro estadounidenses vivía en una granja; su tierra y su trabajo proporcionaban suficiente comida para alimentar a su familia y a otros doce ciudadanos. Menos de un siglo después, el número de estadounidenses que siguen dedicándose a las tareas del campo no llega a dos millones y cultivan lo suficiente para alimentarnos a todos los demás. Lo que esto significa es que el nieto de Naylor, plantando exclusivamente maíz y semillas de soja en una granja bastante normal de Iowa, es tan asombrosamente productivo que, en efecto, llega a alimentar a 129 personas. En términos de rendimiento por trabajador, los granjeros estadounidenses como Naylor son los seres humanos más productivos de todos los tiempos.
Aun así George Naylor está al borde de la ruina, y eso que le va mejor que a muchos de sus vecinos (en parte porque sigue conduciendo ese tractor de 1975). Y es que aunque su granja pueda alimentar a 129 personas, ya no es capaz de mantener a las cuatro que viven en ella: la granja Naylor sobrevive gracias al sueldo de Peggy Naylor (trabaja para una agencia de servicios sociales en Jefferson) y a un subsidio que llega anualmente desde Washington D.C. La granja Naylor tampoco puede alimentar a la familia Naylor tal como lo hacía en los tiempos del abuelo. Los cultivos de George son básicamente incomestibles; son productos que deben procesarse o servir de pienso para el ganado antes de que puedan alimentar a la gente. Hay agua por todas partes, pero ni una sola gota para beber: como la mayor parte de Iowa, que ha llegado a importar el 80 por ciento de su comida, la granja de George (aparte de su jardín, sus gallinas ponedoras y sus árboles frutales) es básicamente, en lo que respecta a la comida, un desierto.
Las 129 personas que dependen de George Naylor para su sustento son en su totalidad extraños que viven en el extremo opuesto de una cadena alimentaria tan larga, intrincada y oscura que no hay ninguna razón para que productor y consumidor sepan absolutamente nada el uno del otro. Si preguntásemos a uno de esos consumidores de dónde procede su bistec o su refresco, nos diría: «Del supermercado». Si preguntásemos a George Naylor para quién está cultivando todo ese maíz, nos respondería: «El complejo militar-industrial». Ambos tienen razón en parte.
Llegué a la granja de George como representante no electo del Grupo de los 129, llevado por la curiosidad de saber a quién y qué encontraría en el extremo opuesto de la cadena alimentaria que me mantiene vivo. No hay manera de saber si George Naylor, literalmente, está cultivando el maíz que alimenta al buey que se convertirá en mi filete o el que endulzará el refresco de mi hijo o el que aportará la docena aproximada de ingredientes de los que se compone su nugget de pollo. Pero dadas las complejas ramificaciones del destino de 25 kilogramos de maíz, las incontables desviaciones que deben tomar sus 9.000 granos en su dispersión a través del desbocado sistema alimentario nacional, tengo todos los números para que al menos uno de los granos cultivados en la granja Naylor —como el célebre átomo del último suspiro de Julio César— haya llegado hasta mí. Y si no hasta mí, seguro que hasta ustedes. Este campo de maíz de Iowa (y todos los que se le parecen) es el lugar del que sale la mayor parte de la comida en Estados Unidos.
El día que aparecí por la granja iba a ser el único seco de toda la semana, así que George y yo pasamos la mayor parte de la jornada en la cabina del tractor, tratando de conocernos mejor mientras sembrábamos sus últimas 64 hectáreas de maíz; una o dos semanas después empezaría con la soja. Año tras año los dos cultivos se plantan por turnos en estos campos, lo que desde los años setenta se ha convertido en la rotación típica del Cinturón de Maíz (desde esa época la soja ha llegado a ser la segunda pata que sostiene el sistema alimentario industrial: también es pienso para el ganado y hoy en día ha conseguido colarse en dos terceras partes de todos los alimentos procesados). Durante casi toda la tarde estuve sentado en un tosco cojín que George me apañó con unos sacos rugosos de semillas, pero después de un rato me dejó ponerme al volante.
Sembrar maíz —arriba y abajo y arriba otra vez, 800 metros en cada dirección— se parece menos a sembrar, incluso a conducir, que a coser una capa interminable o a llenar una página con la misma frase una y otra vez. La monotonía, acrecentada por el ruido de un motor diésel lejos ya de sus mejores años, resulta hipnótica después de un rato. Cada pasada sobre el campo, que no es del todo plano, representa otra media hectárea de maíz plantado, otras 30.000 semillas introducidas en uno de los ocho surcos labrados simultáneamente en la tierra por parejas de discos de acero inoxidable; después un rodillo cierra los surcos sobre las semillas.
La semilla que estábamos plantando era la Pioneer Hi-Bred’s 34H31, una variedad que el catálogo describía como «un híbrido adaptable de sólida agronomía y elevado rendimiento potencial». La falta de autobombo, notable para lo que es habitual en un catálogo de semillas, refleja el hecho de que la 34H31 no contiene el «gen YieldGard», la línea de maíz modificado genéticamente por Monsanto que Pioneer está promocionando; en la misma página, la variedad modificada 34B98 promete «un extraordinario rendimiento potencial». A pesar de las promesas, Naylor, al contrario que muchos de sus vecinos, no planta OMG (organismos modificados genéticamente). Desconfía por instinto de la tecnología («Están jugando con tres mil millones de años de evolución») y no cree que valga la pena desembolsar los 25 dólares extra por saco (en tasas tecnológicas) que cuestan. «Claro que puedes obtener un aumento en la cosecha, pero lo que consigas ganar con ese maíz extra va directamente a cubrir el recargo por la semilla. No veo por qué tendría que estar blanqueando dinero para Monsanto.» Tal como Naylor lo ve, la semilla OMG no es más que el último capítulo de una vieja historia: los granjeros, ansiosos por aumentar sus cosechas, adoptan la última innovación, pero se encuentran con que son las compañías que las venden las que se llevan la mayor parte de las ganancias procedentes de la productividad del granjero.
Incluso sin la adición de transgenes que aportan características como la resistencia a los insectos, los híbridos F-1 estándares que Naylor planta son maravillas tecnológicas, capaces de arrancar más de 4.500 kilos de maíz de 4.000 metros cuadrados de tierra de Iowa. Veinticinco kilos de granos son algo más de 4.500 kilos de comida por casi cada media hectárea; el campo que George y yo sembramos aquel día produciría 810.000 kilos de maíz. «No está mal para haberme pasado la jornada laboral sentado», pensé aquella tarde, aunque, por supuesto, quedaban varios días más de trabajo desde entonces hasta la recolección, en octubre.
Se puede contar la historia de esta granja siguiendo la curva siempre ascendente de la cosecha de maíz. Naylor no sabe cuánto maíz podía producir su abuelo, pero la media en 1920 era de unos 500 kilos por 4.000 metros cuadrados, aproximadamente la misma cosecha que obtenían los nativos norteamericanos. En aquella época el maíz se plantaba por puñados muy separados los unos de los otros, siguiendo el patrón de un tablero de ajedrez, de tal modo que los granjeros podían cultivar con facilidad entre áreas plantadas en cualquier dirección. La semilla híbrida llegó al mercado a finales de los años treinta, cuando su padre estaba al frente de la granja. «Se oían historias —gritó George sobre el estruendo del tractor—. Cómo le convencieron para cultivar unos 10.000 metros cuadrados con el nuevo híbrido y cómo, por todos los santos, cuando el viejo maíz caía, el híbrido seguía ahí erguido. Dobló las cosechas de mi padre hasta que llegó a conseguir de 1.700 a 2.000 kilos por cada 4.000 metros cuadrados en los cincuenta.» George ha vuelto a doblar esa cifra y algunos años obtiene hasta 5.000 kilos de maíz por cada 4.000 metros cuadrados. La única especie domesticada que ha conseguido multiplicar de semejante forma su productividad es la vaca frisona.
«Elevado rendimiento» es un concepto bastante abstracto y me preguntaba qué querría decir en lo que respecta a la planta: ¿más mazorcas por tallo?, ¿más granos por mazorca? Ninguna de las dos cosas, según me explicó Naylor. El mayor rendimiento de los híbridos modernos proviene principalmente del hecho de que pueden plantarse muy cerca los unos de los otros, 30.000 por cada 4.000 metros cuadrados y no los 8.000 de los tiempos de su padre. Plantar las viejas variedades de polinización abierta (no híbridas) de una forma tan densa provocaría que los tallos creciesen largos y débiles, ya que unos y otros se empujarían para conseguir la luz del sol; al final las plantas se vendrían abajo. Los híbridos se han criado para poseer tallos más gruesos y sistemas de raíces más fuertes, la mejor manera de mantenerse erguidos entre la muchedumbre y soportar la recolección mecánica. Básicamente los híbridos modernos toleran lo que para el maíz sería el equivalente a la vida en la ciudad, al crecer entre las multitudes sin sucumbir al estrés urbano.
Cabe pensar que la competición entre individuos podría amenazar la tranquilidad de una metrópoli tan atestada, pero el campo de maíz moderno está formado por una turba de lo más ordenada. Esto se debe a que, al tratarse de híbridos F-1, cada planta que hay en él es genéticamente idéntica a las otras. Como ninguna ha heredado rasgos que le proporcionen una ventaja sobre las demás, recursos tan preciosos como la luz del sol, el agua y los nutrientes del suelo se comparten de forma equitativa. No hay plantas de maíz alfa que puedan acaparar la luz o el fertilizante. Resulta que la verdadera utopía socialista se encuentra en un campo de plantas híbridas F-1.
Iowa empieza a mostrar un aspecto algo distinto si pensamos en sus campos y su descontrolada expansión como en ciudades de maíz; a su manera esta tierra está tan densamente poblada como Manhattan, y por la misma razón: maximizar el valor de los bienes inmuebles. Quizá no haya demasiado pavimento por aquí, pero no se trata de un paisaje cualquiera. Aunque cualquier definición razonable de Iowa lo calificaría de estado rural, está desarrollado más a fondo que muchas ciudades: solo un 2 por ciento de la tierra estatal continúa siendo lo que fue en otros tiempos (una pradera de hierba alta), mientras que cada metro cuadrado del territorio restante ha sido completamente reconstruido por el hombre. Lo único que falta en este paisaje de fabricación humana es... el hombre.
Podríamos acusar a la explosión demográfica del maíz en lugares como Iowa de ser la responsable de la expulsión no solo de otras plantas, sino también de los animales e, incluso, también de las personas. Cuando el abuelo de Naylor llegó a América, la población de Greene County se acercaba a su cota más alta: 16.467 personas. Según el censo, ha caído hasta las 10.366. Hay muchas razones que explican la despoblación del Cinturón Agrícola estadounidense, pero buena parte de la culpa —o del mérito, según el punto de vista de cada cual— hay que atribuírsela al triunfo del maíz.
Cuando el abuelo de George Naylor era agricultor, la típica granja de Iowa constituía el hogar para familias enteras de especies de animales y plantas diferentes, y el maíz era tan solo la cuarta más común. Los caballos eran la primera (en 1920 únicamente había 225 tractores en Estados Unidos), seguida de las vacas, los pollos y, a continuación, el maíz. Después del maíz iban los cerdos, las manzanas, el heno, la avena, las patatas y las cerezas; muchas granjas de Iowa también cultivaban trigo, ciruelas, uvas y peras. Esta diversidad permitía a la granja no solo autoabastecerse sustancialmente —y no me refiero en exclusiva a los granjeros, sino también al suelo y al ganado—, sino resistir la caída en el mercado de cualquiera de esos cultivos. El paisaje resultante era asimismo totalmente distinto al que hoy podemos apreciar en Iowa.
«Había cercas por todas partes —recordaba George— y, por supuesto, pastos. Todo el mundo tenía ganado, así que grandes áreas de la granja se mantenían verdes casi todo el año. Normalmente la tierra nunca permanecía tan desnuda a lo largo de tanto tiempo.» Hoy en día, durante buena parte del año, desde la recolección en octubre hasta la aparición del maíz a mediados de mayo, Greene County es negro, una gran pista oscura no mucho más hospitalaria para la vida salvaje que el asfalto. Incluso en mayo el único verdor que uno puede encontrar es el de los fosos de césped que rodean las casas, las estrechas franjas de hierba que separan unas granjas de otras y las cunetas de las carreteras. Las cercas se retiraron cuando los animales se marcharon, algo que comenzó a ocurrir en los años cincuenta y sesenta, o cuando empezaron a vivir bajo techo, como han hecho los cerdos de Iowa; ahora los cerdos se pasan la vida en cobertizos de aluminio, aposentados en sus estercoleros. En primavera Greene County se convierte en un paisaje monótono, vastos campos de labranza tan solo interrumpidos por un cada vez más pequeño número de edificios, islas de madera blanca y hierba verde cada vez más solitarias, náufragos abandonados a su suerte en la negrura del mar. Sin cercas ni setos que los frenen, comenta Naylor, los vientos soplan en Iowa con más fiereza que en otros tiempos.
El maíz no es el único responsable de la remodelación de este paisaje: después de todo, fue el tractor el que dejó sin trabajo a los caballos, y detrás se fueron los campos de avena y parte de los pastos. Pero el maíz fue el cultivo que llenó los bolsillos del granjero, así que cuando sus rendimientos empezaron a aumentar, a mediados de siglo, resultó muy tentador conceder al cultivo milagroso más y más tierra. Por supuesto, todos y cada uno de los granjeros de Estados Unidos estaban pensando lo mismo (las políticas gubernamentales los habían animado a ello), lo que inevitablemente dio como resultado el descenso del precio del maíz. Cabe pensar que la caída de los precios habría llevado a los granjeros a plantar menos maíz, pero la economía y la psicología de la agricultura funcionan de tal manera que ocurrió justo lo contrario.
En los años cincuenta y sesenta la creciente marea de maíz barato hizo que comenzase a ser más rentable engordar el ganado en cebaderos y no en el campo, y criar las gallinas en factorías gigantes y no en corrales. Los granjeros de Iowa que poseían ganado no podían competir con los animales de factoría que su propio maíz barato había contribuido a generar, así que las gallinas y las vacas desaparecieron de las granjas, y con ellas los pastos, los campos de heno y las cercas. En su lugar los granjeros plantaron mayores volúmenes de la planta que podían cultivar en más cantidad: maíz. Y cuando el precio del maíz bajó, plantaron un poco más para cubrir gastos y quedarse a la par. En los años ochenta la diversificada familia que vivía en la granja se había convertido en historia en Iowa y el maíz era el rey.
(Plantar maíz en la misma tierra año tras año trajo consigo, como era previsible, plagas de insectos y enfermedades, así que desde los años setenta los granjeros de Iowa empezaron a alternar el maíz con la soja, una legumbre. En los últimos tiempos, sin embargo, al haber caído los precios de la soja y haberse incrementado las enfermedades relacionadas con ella, algunos granjeros están volviendo a practicar la arriesgada rotación que alterna «maíz con maíz».)
Con la ayuda de sus aliados humanos y botánicos (es decir, la política agraria y la soja), el maíz expulsó de la tierra a los animales y los cultivos que les servían de alimento, y no dejó de expandirse por sus prados, pastos y campos. A continuación procedió a expulsar a la gente. Y es que la radicalmente simplificada granja de maíz y soja no requiere ni mucho menos tanta mano de obra humana como la vieja granja diversificada, sobre todo cuando el granjero puede recurrir a sembradoras de 16 surcos y a herbicidas químicos. Un hombre puede manejar por sí solo una mayor cantidad de hectáreas si están dedicadas a un monocultivo y, al no tener animales de los que ocuparse, puede tomarse el fin de semana libre e incluso considerar la posibilidad de pasar el invierno en Florida.
«Cultivar maíz consiste solo en conducir tractores y rociar», me dijo Naylor; el número de días dedicados a conducir y rociar que se necesitan para cultivar 200 hectáreas de maíz comercial probablemente puede contarse en semanas. Así que las granjas se hicieron más grandes y con el tiempo la gente, que de todos modos no podía mantenerse allí más por culpa de la constante caída del precio del maíz, se marchó a otra parte, cediendo el campo a la hierba monstruosa.
Churdan es prácticamente una ciudad fantasma. La mayor parte de las ventanas de su calle principal están cerradas a cal y canto. La barbería, el mercado de abastos y el cine local han cerrado en los últimos años; hay un café y un pequeño mercado escasamente surtido que de alguna forma aguantan, pero casi todo el mundo se desplaza 16 kilómetros hasta Jefferson para comprar sus provisiones o aprovecha para coger leche y huevos cuando para a repostar gasolina en el Kum & Go. En la escuela de enseñanza media quedan tan pocos alumnos que no es posible montar un equipo de béisbol ni una banda de música, y hacen falta cuatro institutos locales para completar un solo equipo de fútbol americano: los Rams de Jefferson-Scranton-Paton-Churdan. Prácticamente el único negocio en marcha que sigue en pie es el silo que se alza en la otra punta de la ciudad como un rascacielos de cemento sin ventanas. Si resiste es porque, con o sin gente, el maíz sigue llegando todos los años y cada vez en mayor cantidad.
Me he pasado un poco simplificando la historia; la rápida ascensión del maíz no fue tan autopropulsada como la he contado. Como en otros muchos casos de triunfadores norteamericanos «hechos a sí mismos», cuanto más te acercas a estos héroes, con más facilidad ves al gobierno federal echándoles una mano —una patente, un monopolio, una exención de impuestos— en situaciones críticas. En el caso del maíz, el héroe botánico que he descrito como osado y ambicioso fue de hecho subvencionado de un modo crucial, tanto económica como biológicamente. Hay una buena razón para que en Iowa me encontrase con granjeros que no sentían el menor respeto por el maíz y que nos comentaron disgustados que la planta se ha convertido en «una reina de las prestaciones sociales».[12]
El momento decisivo de la historia moderna del maíz, que a su vez marca un momento decisivo en la industrialización de nuestra comida, puede fecharse con bastante precisión el día de 1947 en el que la enorme planta de municiones de Muscle Shoals (Alabama) pasó a fabricar fertilizante químico. Después de la guerra el gobierno se encontró con un gigantesco excedente de nitrato de amonio, el principal ingrediente en la fabricación de explosivos. Y resulta que el nitrato de amonio es también una extraordinaria fuente de nitrógeno para las plantas. Se pensó seriamente en rociar los bosques de Estados Unidos con ese excedente químico para ayudar a la industria maderera. Pero los ingenieros agrónomos del Departamento de Agricultura tuvieron una idea mejor: diseminar el nitrato de amonio en las tierras de labranza como fertilizante. La industria de los fertilizantes químicos (junto con la de los pesticidas, que se basan en gases venenosos desarrollados para la guerra) es producto de los esfuerzos del gobierno para adaptar su maquinaria bélica a tiempos de paz. Como dice la activista agrícola india Vandana Shiva en sus discursos: «Seguimos comiéndonos las sobras de la Segunda Guerra Mundial».
El maíz híbrido resultó ser uno de los grandes beneficiarios de esta conversión. Se trata de la más glotona de las plantas, puesto que consume más fertilizante que cualquier otro cultivo. Y es que, aunque los nuevos híbridos poseían los genes para sobrevivir en las atestadas ciudades de maíz, los 4.000 metros cuadrados más fértiles de Iowa nunca podrían alimentar a 30.000 de esas hambrientas plantas sin llevar en poco tiempo su fertilidad a una situación de bancarrota. Para evitar que sus tierras se «empachasen de maíz» los granjeros de los tiempos del padre de Naylor rotaban cuidadosamente sus cultivos con legumbres (que aportan nitrógeno al suelo) y nunca plantaban maíz más de dos veces en el mismo campo durante cinco años; también reciclaban los nutrientes esparciendo el estiércol del ganado por sus campos de maíz. Antes de la llegada de los fertilizantes sintéticos, la cantidad de nitrógeno que había en el suelo limitaba estrictamente la cantidad de maíz que media hectárea de tierra podía soportar. Aunque los híbridos se introdujeron en los años treinta, no fue hasta que conocieron los fertilizantes químicos, en los años cincuenta, cuando las cosechas de maíz se dispararon.
El descubrimiento del nitrógeno sintético lo cambió todo, no solo para la planta de maíz y la granja, no solo en el sistema alimentario, sino también en el modo en el que se comporta la vida en la tierra. Toda forma de vida depende del nitrógeno, es la piedra angular a partir de la cual la naturaleza ensambla aminoácidos, proteínas y ácido nucleico; la información genética que organiza y perpetúa la vida está escrita en tinta de nitrógeno (por eso los científicos dicen que el nitrógeno aporta la calidad de vida, mientras que el carbono proporciona la cantidad de vida). Pero el suministro de nitrógeno utilizable en la tierra es limitado. Aunque la atmósfera del planeta es nitrógeno en alrededor de un 80 por ciento, todos esos átomos están estrechamente emparejados, son no reactivos y por lo tanto inservibles; el químico del siglo XIX Justus von Liebig habló de la «indiferencia del nitrógeno atmosférico por todo el resto de sustancias». Para servir de alguna utilidad a las plantas y los animales, estos ensimismados átomos de nitrógeno deben dividirse y juntarse con átomos de hidrógeno. Los químicos denominan este proceso de recoger átomos de la atmósfera y combinarlos para formar moléculas útiles para los seres vivos «fijación» de ese elemento. Hasta que un químico judío alemán llamado Fritz Haber descubrió cómo hacerlo en 1909, todo el nitrógeno utilizable en la tierra había venido siendo fijado por bacterias del suelo que vivían en las raíces de las plantas leguminosas (como los guisantes, la alfalfa o las acacias) o, con menos frecuencia, por la descarga de un rayo, que puede romper los enlaces de nitrógeno en el aire, liberando así una suave lluvia de fertilidad.
Vaclav Smil, un geógrafo que ha escrito un fascinante libro sobre Fritz Haber titulado Enriching the Earth, apuntó que «no hay forma de que las plantas o el cuerpo humano crezcan sin nitrógeno». Antes del invento de Fritz Haber, la cantidad de vida que la tierra podía soportar —el volumen de cultivos y por tanto el número de cuerpos humanos— estaba limitado por la cantidad de nitrógeno que las bacterias y los rayos podían fijar. En 1900 los científicos europeos reconocieron que, de no hallarse un modo de incrementar ese nitrógeno que se daba de forma natural, el crecimiento de la población humana pronto alcanzaría un terrible punto muerto. El hecho de que unas décadas más tarde los científicos chinos admitiesen eso mismo es lo que probablemente obligó a China a abrirse a Occidente: tras el viaje de Nixon en 1972 el primer gran pedido que realizó el gobierno chino fueron 13 enormes fábricas de fertilizantes. Sin ellas China probablemente habría muerto de hambre.
Por eso quizá no resulte exagerado afirmar, como hace Smil, que el proceso Haber-Bosch (Carl Bosch aparece acreditado por comercializar la idea de Haber) para fijar el nitrógeno es el invento más importante del siglo XX. Smil estima que dos de cada cinco humanos no estarían hoy vivos de no ser por el invento de Fritz Haber. Es fácil imaginar un mundo sin ordenadores o sin electricidad, apunta Smil, pero sin fertilizantes sintéticos miles de millones de personas nunca habrían llegado a nacer. Como sugieren estas cifras, probablemente los humanos firmamos una especie de pacto fáustico con la naturaleza cuando Fritz Haber nos dio el poder de fijar el nitrógeno.
¿Fritz Haber? No, yo tampoco había oído hablar de él, y eso que en 1920 recibió el Nobel por «mejorar los estándares de la agricultura y el bienestar de la humanidad». Pero la razón de que haya permanecido en la oscuridad tiene menos que ver con la importancia de su trabajo que con el desagradable giro que dio su vida, lo que nos recuerda los turbios vínculos que existen entre la guerra moderna y la industria agrícola. Durante la Primera Guerra Mundial Haber colaboró activamente con Alemania y su química mantuvo vivas las esperanzas de victoria. Después de que Gran Bretaña cortase el suministro de nitratos (un ingrediente esencial para la fabricación de explosivos) que, procedentes de las minas chilenas, llegaban a Alemania, la tecnología de Haber permitió al país continuar fabricando bombas a partir de nitrato sintético. Más tarde, conforme la guerra se iba enfangando en las trincheras de Francia, Haber puso su genio químico al servicio del desarrollo de gases venenosos, amoníaco y después cloro (posteriormente desarrolló el Zyklon B, el gas que se utilizó en los campos de concentración de Hitler). El 22 de abril de 1915, escribe Smil, Haber se encontraba «en el frente dirigiendo el primer ataque con gas de la historia militar». Su «triunfal» regreso a Berlín se echó a perder días más tarde cuando su esposa, también química, harta de la contribución de su marido a la campaña bélica, utilizó la pistola del ejército de Haber para suicidarse. Aunque más adelante Haber se convertiría al cristianismo, sus orígenes judíos le obligaron a huir de la Alemania nazi en los años treinta; murió arruinado en un hotel de Basilea en 1934. Quizá porque la historia de la ciencia la escriben los vencedores, el capítulo de Fritz Haber ha sido prácticamente borrado del siglo XX. Ni siquiera hay una placa que indique el lugar en el que realizó su gran descubrimiento en la Universidad de Karlsruhe.
La historia de Haber encarna las paradojas de la ciencia: el arma de doble filo que es nuestra capacidad para manipular la naturaleza, el bien y el mal que pueden surgir no solo del mismo hombre, sino del mismo conocimiento. Haber trajo al mundo una fuente de fertilidad vital y también una nueva y terrible arma; como escribió su biógrafo, «la misma ciencia y el mismo hombre hicieron ambas cosas». Pero esta dualidad, que distingue su carácter de benefactor de la agricultura del de fabricante de armas químicas, resulta demasiado simplista, porque se ha demostrado que incluso los beneficios que aportó tienen sus pros y sus contras.
Cuando la humanidad adquirió el poder de fijar el nitrógeno, la fertilidad del suelo dejó de depender por completo de la energía del sol para vincularse a los combustibles fósiles. El proceso Haber-Bosch funciona combinando nitrógeno e hidrógeno bajo una temperatura y una presión inmensos en presencia de un catalizador. Para conseguir el calor y la presión hacen falta prodigiosas cantidades de electricidad, y el hidrógeno proviene del petróleo, del carbón o, de forma más habitual hoy en día, del gas natural, todos ellos combustibles fósiles. Es cierto que estos combustibles fósiles fueron creados por el sol hace miles de millones de años, pero no son renovables como la fertilidad creada por una legumbre que se nutre de la luz solar (en realidad ese nitrógeno lo fija una bacteria que vive en las raíces de la legumbre y que aporta el nitrógeno que la planta necesita a cambio de un poquito de azúcar).
El día de 1950 en que el padre de George Naylor esparció su primer cargamento de fertilizante de nitrato de amonio, la ecología de su granja sufrió una revolución silenciosa. Aquel ciclo local de fertilidad regido por el sol en el que las legumbres alimentaban al maíz que alimentaba al ganado que, a su vez (con su estiércol) alimentaba al maíz se había roto. Ahora podía plantar maíz todos los años y en tantas hectáreas como desease, puesto que ya no necesitaba las legumbres ni el estiércol. Podía comprar fertilidad por sacos, fertilidad que había sido producida mil millones de años atrás en la otra punta del mundo.
Liberada de sus viejas limitaciones biológicas, la granja podía a partir de entonces regirse según los principios industriales, como una fábrica que transforma inputs de materia prima —fertilizante químico— en outputs de maíz. Como la granja ya no necesita generar y conservar su propia fertilidad manteniendo una diversidad de especies, el fertilizante sintético despeja el camino a los monocultivos, lo que permite al granjero trasladar la economía de escala y la eficacia mecánica de una fábrica a la naturaleza. Si, como algunas veces se ha dicho, el descubrimiento de la agricultura representó la primera caída del hombre desde su «estado de naturaleza», entonces el descubrimiento de la fertilidad sintética es sin duda la segunda. La fijación del nitrógeno permitió a la cadena alimentaria abandonar la lógica de la biología y abrazar la de la industria. En lugar de alimentarse exclusivamente del sol, la humanidad comenzó entonces a beber petróleo.
El maíz se adaptó de forma brillante a su nuevo régimen industrial consumiendo prodigiosas cantidades de energía procedente de combustibles fósiles y produciendo cantidades aún más prodigiosas de energía alimentaria. Más de la mitad del nitrógeno que se fabrica se dedica al maíz, cuyas variedades híbridas pueden hacer mejor uso de él que cualquier otra planta. Cultivar maíz, que desde un punto de vista biológico siempre había consistido en atrapar la luz del sol para transformarla en comida, se ha convertido en gran medida en un proceso que consiste en transformar los combustibles fósiles en comida. Este cambio explica el color de la tierra: si Greene County ha dejado de ser verde durante la mitad del año se debe a que el granjero que puede comprar fertilidad sintética ya no necesita cultivos de cobertura para atrapar el equivalente a un año entero de luz solar; se ha enchufado a una nueva fuente de energía. Si sumamos el gas natural del fertilizante a los combustibles fósiles necesarios para fabricar los pesticidas, mover los tractores y recolectar, secar y transportar el maíz, vemos que para cultivar 25 kilos de maíz comercial se necesita el equivalente a entre un litro y un litro y cuarto de petróleo, o unos 190 litros de petróleo por 4.000 metros cuadrados de maíz (algunas estimaciones son mucho más altas). Dicho de otro modo, hace falta más de una caloría de energía procedente de combustibles fósiles para producir una caloría alimentaria; antes de la llegada de los fertilizantes químicos la granja de Naylor producía más de dos calorías de energía alimentaria por cada caloría de energía invertida. Desde el punto de vista de la eficiencia industrial, es una pena que no podamos bebernos directamente el petróleo.
Ecológicamente se trata de un modo de producir comida extraordinariamente caro, pero ya no se opera «ecológicamente». Mientras la energía procedente de los combustibles fósiles sea tan barata y fácil de conseguir, tiene sentido en términos económicos producir maíz de esta manera. El viejo sistema de cultivo de maíz —utilizando la fertilidad extraída del sol— quizá fuese el equivalente biológico a una comida gratis, pero el servicio era mucho más lento, y las porciones, mucho más escasas. En la fábrica el tiempo es dinero y el rendimiento lo es todo.
Uno de los problemas de las fábricas, en comparación con los sistemas biológicos, es que tienden a contaminar. Aunque el maíz tiene mucha hambre de combustible fósil, los granjeros siguen dándole mucho más de lo que puede comer y desperdician la mayor parte del fertilizante que compran. Quizá es que lo aplican en la época del año equivocada; quizá es que se drena de los campos cuando llueve; quizá es que el granjero echa más de la cuenta para curarse en salud. «Dicen que solo hacen falta 45 kilos por cada 4.000 metros cuadrados. No sé. Yo llego a echar hasta 90 kilos. No es cuestión de quedarse corto —me explicó Naylor algo avergonzado—. Es una especie de seguro para la cosecha.»
Pero ¿qué pasa con los 45 kilos de nitrógeno sintético que las plantas de maíz de Naylor no pueden asumir? En parte se evaporan en el aire, donde acidifican la lluvia y contribuyen al calentamiento global (el nitrato de amonio se transforma en óxido nitroso, un importante gas de efecto invernadero); en parte se filtran a las aguas subterráneas del nivel freático. Cuando fui a la cocina de Naylor a por un vaso de agua, Peggy se aseguró de que me la servía de un grifo especial conectado a un sistema de filtración por ósmosis inversa que estaba en el sótano. Y en cuanto al resto del nitrógeno sobrante, las lluvias primaverales lo arrastran desde los campos de Naylor hacia los canales de drenaje, que finalmente lo vierten al río Raccoon. Desde allí fluyen hasta desembocar en el río Des Moines y llegar a la ciudad homónima, que bebe de las aguas del citado río. En primavera, cuando hay una mayor densidad de residuos de nitrógeno, la ciudad alerta contra el «síndrome del bebé azul», y advierte a los padres de que no es seguro dar a los niños agua del grifo. Los nitratos del agua se ligan a la hemoglobina y comprometen la capacidad de la sangre para transportar oxígeno al cerebro. Así que supongo que estaba equivocado al insinuar que no bebemos combustibles fósiles directamente: a veces lo hacemos.
Ha pasado menos de un siglo desde el invento de Fritz Haber y, sin embargo, ya ha conseguido cambiar la ecología de la Tierra. Más de la mitad de los suministros mundiales de nitrógeno utilizable son de fabricación humana. (A no ser que nos hayamos criado con alimentos orgánicos, la mayor parte del kilo de nitrógeno que aproximadamente hay en nuestro cuerpo se fijó mediante el proceso Haber-Bosch.) «Hemos alterado el ciclo global del nitrógeno —escribió Smil— más que cualquier otro, incluido el del carbono.» Quizá sus efectos sean más difíciles de predecir que los del calentamiento global causado por nuestra alteración del ciclo del carbono, pero probablemente no serán de menor trascendencia. La riada de nitrógeno sintético ha fertilizado no solo los campos de labranza, sino también los bosques y los océanos en beneficio de algunas especies (el maíz y las algas son dos de los mayores beneficiarios) y en detrimento de muchísimas otras. El destino final de los nitratos que George Naylor esparció en su campo de Iowa es fluir río Mississippi abajo hasta desembocar en el golfo de México, donde su fertilidad letal envenena el ecosistema marino. La marea de nitrógeno estimula el crecimiento desenfrenado de las algas y estas asfixian a los peces, creando una zona «hipóxica» o muerta tan grande como el estado de New Jersey —y sigue creciendo—. Al fertilizar el mundo alteramos la composición de especies del planeta y reducimos su biodiversidad.
Un día después de que George Naylor y yo terminásemos de plantar su maíz llegaron las lluvias, así que pasamos la mayor parte de la jornada alrededor de la mesa de su cocina, tomando café y hablando de lo que siempre hablan los granjeros: los miserables precios de los productos, la ceguera de las políticas agrarias o cómo llegar a fin de mes en una economía agraria disfuncional. Naylor regresó a la granja en una época que resultó ser la de los buenos tiempos de la agricultura estadounidense: los precios del maíz habían alcanzado su máximo histórico y daba la impresión de que realmente era posible ganarse la vida cultivándolo. Pero cuando Naylor estuvo preparado para llevar su primera cosecha al silo, el precio de 25 kilos de maíz había caído de tres a dos dólares como consecuencia de una cosecha extraordinaria. Así que mantuvo su maíz fuera del mercado y lo almacenó con la esperanza de que el precio volviese a subir. Pero el precio siguió cayendo a lo largo de todo el invierno y de la primavera siguiente y, si tenemos en cuenta la inflación, ha seguido cayendo bastante desde entonces. El precio de esos 25 kilos de maíz está alrededor de un dólar, por debajo del verdadero coste de su cultivo, lo que es estupendo para todo el mundo excepto para el granjero. Yo esperaba que George Naylor me ayudase a entender lo siguiente: si en la actualidad se está plantando en Estados Unidos tal cantidad de maíz que el mercado no paga lo que cuesta producirlo, ¿por qué iba un granjero en sus cabales a plantar una sola hectárea de maíz más?
La respuesta es complicada, como después sabría, pero tiene algo que ver con la perversa economía de la agricultura, que parece desafiar las leyes clásicas de la oferta y la demanda; tiene un poquito que ver con la psicología de los granjeros, y tiene todo que ver con las políticas agrarias, que sufrieron una revolución más o menos en la época en la que George Naylor se estaba comprando el primer tractor. Los programas agrícolas del gobierno, en otro tiempo diseñados para limitar la producción y mantener los precios (y por tanto a los granjeros), fueron reajustados sin hacer ruido para aumentar la producción y bajar los precios. Dicho de otro modo, en lugar de mantener a los granjeros, durante la administración Nixon el gobierno empezó a mantener el maíz a expensas de los granjeros. El maíz, que ya era el beneficiario de un subsidio biológico en forma de nitrógeno sintético, recibiría también un subsidio económico, lo que aseguraba su triunfo final sobre la tierra y el sistema alimentario.
El punto de vista de Naylor respecto a la política agraria cobró forma gracias a una historia que su padre solía contarle. Tiene lugar durante el invierno de 1933, en lo más profundo de la depresión agrícola. «Fue entonces cuando mi padre llevó su maíz a la ciudad y se encontró con que el silo, que el día anterior pagaba a 10 centavos los 25 kilos, ni siquiera lo compraba.» El precio del maíz había caído hasta cero. «Los ojos se le llenaban de lágrimas siempre que hacía el recuento de los vecinos que habían perdido sus granjas en los años veinte y treinta», me contó Naylor. La política agraria estadounidense se forjó durante la Depresión no para animar a los granjeros a producir más comida para una nación hambrienta, como al parecer mucha gente cree, sino para rescatar a los granjeros de los desastrosos efectos de cultivar demasiada comida, mucha más de la que la población podía permitirse comprar.
Y es que desde que la gente empezó a dedicarse a la agricultura, los años de las vacas gordas han supuesto un desafío tan severo como los de las flacas, ya que los excedentes provocan el desplome de los precios y arruinan a los granjeros, que volverán a ser necesarios cuando, inevitablemente, regresen los años malos. En lo que respecta a la comida, la naturaleza puede mofarse de la economía clásica de la oferta y la demanda; la naturaleza en forma de buen o mal tiempo, por supuesto, pero también la naturaleza del cuerpo humano, cuya capacidad de consumo de comida tiene un límite, por muy abundante que sea la oferta. Si vamos al Antiguo Testamento, vemos que las comunidades desarrollaron varias estrategias para equilibrar las destructivas oscilaciones de la producción agrícola. La política agraria recomendada por la Biblia consistía en crear una reserva de grano. Con eso no solo se garantizaba que cuando las sequías o las plagas arruinasen una cosecha seguiría habiendo comida, sino también que los granjeros mantenían su economía saneada retirando la comida del mercado cuando la cosecha era abundante.
Esto es más o menos lo que los programas agrarios del New Deal intentaron llevar a cabo. El gobierno estableció un precio objetivo para las mercancías almacenables como el maíz basado en el coste de la producción, y cuando el precio de mercado caía por debajo de ese precio objetivo, al granjero se le daba la posibilidad de elegir. En lugar de verter el maíz a un mercado débil (y debilitarlo así aún más), el granjero podía obtener un préstamo del gobierno —utilizando su maíz como aval— que le permitía almacenar el grano hasta que los precios se recuperasen. Llegado ese momento, el granjero vendía el maíz y devolvía el préstamo; si los precios del maíz seguían bajos, podía optar por quedarse con el dinero prestado y, como compensación, entregar al gobierno el maíz, que entonces se introducía en algo que llegó a denominarse, de un modo algo pintoresco, el «granero siempre normal». Otros programas del New Deal, como los que administraba el Servicio de Conservación del Suelo, buscaban evitar la sobreproducción (y la erosión del suelo) animando a los granjeros a que pusiesen en barbecho sus tierras ambientalmente más sensibles.
El sistema, que continuó funcionando más o menos hasta poco antes de que George Naylor regresase a la granja en los años setenta, hizo un buen trabajo evitando que los precios del maíz se desplomasen ante el rápido incremento de las cosechas en el siglo XX. Los excedentes se mantuvieron fuera del mercado gracias a esos «préstamos sin aval personal», que costaron relativamente poco al gobierno, ya que en su mayor parte fueron devueltos al final. Y cuando los precios subieron, como consecuencia del mal tiempo por ejemplo, el gobierno vendió el maíz de su granero, lo que contribuyó tanto a pagar los programas agrarios como a suavizar las inevitables oscilaciones de precios.
He dicho que el sistema continuó funcionando «más o menos» hasta los años setenta porque a comienzos de los cincuenta una campaña para desmantelar los programas agrarios del New Deal consiguió calar, y cada una de las leyes agrarias que se sucedieron desde entonces retiró una viga de la estructura que los sustentaba. Casi desde el principio la política de sostenimiento de precios y limitación de la producción se granjeó poderosos enemigos: partidarios de la economía del laissez-faire que no veían por qué la agricultura debía tratarse de un modo diferente de cualquier otro sector económico; procesadores de alimentos y exportadores de grano que se aprovechaban de la sobreproducción y los bajos precios de los cultivos, y una coalición de líderes políticos y empresariales que por diversas razones consideraban que Estados Unidos, por su propio bien (o, al menos, por el bien de los propios líderes), no debía tener tantos granjeros.
Los granjeros de Estados Unidos llevaban tiempo siendo un problema político para Wall Street y Washington; en palabras del historiador Walter Karp, «al menos desde la Guerra Civil, los ciudadanos estadounidenses más indisciplinados, más independientes, más republicanos habían sido los pequeños agricultores». Empezando por la revuelta populista de los años noventa del siglo XIX, los granjeros habían hecho causa común con el movimiento obrero, colaborando para controlar el poder de las compañías. El incremento de la productividad agrícola supuso una oportunidad de oro para los tradicionales adversarios de los agricultores. Como Estados Unidos podía alimentarse ya con un menor número de granjeros, había llegado el momento de «racionalizar» la agricultura dejando que el mercado hiciese bajar los precios y los obligase a abandonar la tierra. Así que Wall Street y Washington se propusieron introducir cambios en las políticas agrarias que iban a desatar una «plaga de maíz barato» (en palabras de George Naylor, un hombre que responde bastante al modelo del viejo populista rural) cuyas consecuencias están a nuestro alrededor; de hecho, están en nuestro interior.
Earl «Rusty» Butz, segundo secretario de Agricultura de Richard Nixon, probablemente hizo más que cualquier otro individuo por orquestar la plaga de maíz barato de la que hablaba George Naylor. En todos los artículos que aparecieron sobre él en los periódicos, y los hubo a cientos, el nombre de Earl Butz, un vociferante economista especializado en agricultura de la Universidad de Purdue y constante proveedor de titulares, aparecía invariablemente acompañado del calificativo «pintoresco». Su manera de hablar directa y su humor de taberna convencieron a mucha gente de que era el amigo de los granjeros, pero su presencia en el consejo de Ralston Purina probablemente ofrecía una pista más fiable de hacia dónde se dirigían sus simpatías. Aunque se le recuerda principalmente fuera del ámbito agrícola por la broma racista que le costó el puesto durante las elecciones de 1976,[13] Butz revolucionó la agricultura americana contribuyendo a cimentar la cadena alimentaria sobre el maíz barato.
Butz asumió el control del Departamento de Agricultura durante el último período de la historia estadounidense en el que los precios de los alimentos llegaron a subir tanto como para calentar realmente el clima político; su legado iba a consistir en asegurarse de que eso no volviese a ocurrir jamás. En el otoño de 1972 Rusia, que había sufrido una serie de cosechas desastrosas, adquirió 30 millones de toneladas de grano americano. Butz había ayudado a cerrar la venta con la esperanza de dar un empujón a los precios de los cultivos y así meterse en el bolsillo republicano a los granjeros refractarios que estaban tentados de votar a George McGovern. El plan funcionó a las mil maravillas: el inesperado aumento de la demanda, que coincidió con una racha de mal tiempo en el Cinturón Agrícola, llevó los precios a cotas históricas. Fueron esos precios los que convencieron a George Naylor de que podría irle bien con la granja de su familia.
La venta de grano a los rusos en 1972 y el consiguiente repunte en los ingresos de los granjeros aquel otoño contribuyeron a que Nixon se asegurarse el voto agrícola para su reelección, pero para el año siguiente esos precios se habían extendido a través de la cadena alimentaria hasta llegar al supermercado. En 1973 la tasa de inflación de los alimentos alcanzó su máximo histórico y las amas de casa empezaron a organizar protestas en los supermercados. Los granjeros sacrificaban sus polluelos porque no podían permitirse el lujo de comprar comida, y el precio de la carne se situó más allá del alcance de los consumidores de clase media. Algunos alimentos comenzaron a escasear; la carne de caballo empezó a dejarse ver en ciertos mercados. «¿Por qué se teme por la comida en el país de la abundancia?» fue uno de los titulares del U. S. News and World Report aquel verano. A Nixon se le venía encima una revuelta de los consumidores y envió a Earl Butz a sofocarla. El sabio de Purdue se puso a trabajar rediseñando el sistema alimentario estadounidense, rebajando los precios y aumentando enormemente la producción de los granjeros. El viejo sueño del agronegocio (materias primas más baratas) y de la clase política (granjeros menos rebeldes) se convertía en la política oficial del gobierno.
Las intenciones de Butz no eran ningún secreto: exhortó a los granjeros a que sembraran sus campos «de cerca a cerca» y les advirtió de que debían «crecer o desaparecer». Creía que las granjas más grandes eran más productivas, así que empujó a los granjeros a fusionarse («adaptarse o morir» era otro de sus credos) y a verse a sí mismos no como granjeros, sino como «agroempresarios». Haciendo algo menos de ruido, Butz desmanteló el régimen agrario de sostenimiento de precios del New Deal, una tarea que se vio facilitada por el hecho de que los precios de la época eran muy altos. Abolió el «granero siempre normal» y, gracias a la Ley Agraria de 1973, empezó a reemplazar el sistema de sostenimiento de precios a través de préstamos, adquisición de grano por parte del gobierno y barbechos del New Deal por un nuevo sistema de pagos directos a los granjeros.
El paso de los préstamos a los pagos directos no parece algo demasiado trascendental; en ambos casos el gobierno se comprometía a garantizar que el granjero recibiría un precio determinado por cada saco de maíz si los precios flojeaban. Pero, de hecho, pagar directamente a los granjeros por la bajada del precio del maíz era algo revolucionario, como sus partidarios sin dudan entendieron. Habían retirado el suelo bajo los pies del precio del grano. En lugar de mantener el maíz al margen de un mercado en caída, como habían hecho los viejos programas de préstamos y el granero federal, los nuevos subsidios animaban a los granjeros a vender su maíz a cualquier precio, ya que el gobierno abonaría la diferencia. O, como terminó ocurriendo, parte de la diferencia, puesto que desde entonces prácticamente todas las leyes agrarias han rebajado el precio objetivo con el fin de conseguir, según se dijo, que el grano estadounidense fuese más competitivo en los mercados internacionales (desde los años ochenta los grandes compradores de grano, como Cargill y Archer Daniels Midland [ADM], metieron mano en la elaboración de las leyes agrarias, que, como era de prever, pasaron a reflejar sus intereses más fielmente que los de los granjeros). En lugar de apoyar a los granjeros el gobierno subvencionaba ahora el maíz que cada uno de ellos fuese capaz de cultivar, y los granjeros, presionados para ir a todo gas, fueron capaces de cultivar maíz a espuertas.
No está nada claro si los granjeros estadounidenses saben exactamente qué es lo que los golpeó, ni siquiera ahora. La retórica de la competitividad y del libre mercado convenció a muchos de ellos de que el maíz barato sería su salvación, y varias presuntas organizaciones de granjeros se dejaron embaucar por las virtudes del maíz barato. Pero desde el apogeo de los precios del maíz a comienzos de los setenta los ingresos agrarios han bajado de forma constante, junto con los propios precios del maíz, obligando a millones de granjeros a endeudarse hasta las cejas y llevando a miles de ellos a la bancarrota cada semana. El porcentaje de la cosecha de maíz estadounidense destinado a la exportación casi no se ha movido del 20 por ciento aproximadamente, a pesar de la caída de precios. Según las estimaciones de la Universidad de Iowa State, cultivar 25 kilos de maíz cuesta en Iowa unos 2,50 dólares; en octubre de 2005 los silos locales estaban pagando 1,45 dólares, así que el granjero medio de Iowa está vendiendo su maíz por un dólar menos de lo que le cuesta cultivarlo. Y sin embargo, el maíz sigue llegando, cada vez en más cantidad.
¿Cómo es posible?
George Naylor ha estudiado esta cuestión y ha dado con una respuesta convincente. A menudo le piden que participe en conferencias sobre la crisis agraria y que testifique en vistas relacionadas con la política agraria, donde muchas veces presenta un gráfico que él mismo ha dibujado para explicar el misterio. Lo llama la «curva Naylor» («¿Te acuerdas de la curva Laffer? Bueno, pues esta es parecida, solo que es verdad»). Básicamente pretende mostrar por qué la caída de los precios agrícolas obligó a los granjeros a incrementar la producción desafiando cualquier conducta económica racional.
«Los granjeros que se enfrentan a una caída de precios solo tienen una opción si quieren ser capaces de mantener su nivel de vida, pagar las facturas y amortizar la deuda, y es producir más.» Una familia de granjeros necesita una cierta cantidad de dinero líquido al año para mantenerse, y si el precio del maíz cae, la única manera de subsistir es vender más maíz. Naylor dice que los granjeros obsesionados por aumentar sus cosechas terminan degradando sus campos, arando y plantando en tierras marginales o aplicando más nitrógeno, cualquier cosa con tal de sacar unos cuantos kilos más del suelo. Pero cuantos más kilos produce un granjero, más bajan los precios, lo que supone otro giro en la perversa espiral de la sobreproducción. Aun así, los granjeros insisten en medir su éxito en kilos por hectárea, una medida según la cual siempre están mejorando, incluso si se arruinan.
«El mercado libre nunca ha funcionado en la agricultura y nunca lo hará. La economía de una familia de granjeros es muy diferente de la de una empresa: cuando los precios bajan, la empresa puede despedir a la gente, parar las fábricas y producir menos artilugios. Con el tiempo, el mercado encontrará un nuevo equilibrio entre la oferta y la demanda. Pero la demanda de comida no es elástica; la gente no come más solo porque la comida sea barata. Y despedir a los agricultores no ayuda a reducir la oferta. Tú puedes despedirme, pero no puedes despedir a mis tierras, porque algún otro agricultor que necesite más dinero líquido o piense que es más eficiente que yo vendrá y las cultivará. Incluso si cierro el negocio, esta tierra seguirá produciendo maíz.»
Pero ¿por qué maíz y no otra cosa? «Estamos en el peldaño más bajo de la cadena alimentaria industrial, utilizando esta tierra para producir energía y proteínas, en su mayor parte para alimentar a los animales. El maíz es el medio más eficaz para producir energía, y la soja, el más eficaz para producir proteínas. —Naylor descarta de plano la idea de pasarse a cualquier otro cultivo—. ¿Y qué voy a cultivar aquí? ¿Brócoli? ¿Lechugas? Hemos invertido a largo plazo en maíz y soja; el silo es el único comprador de la ciudad y solo me paga por el maíz y por la soja. El mercado me está pidiendo que cultive maíz y soja. Punto.» Y también se lo está pidiendo el gobierno, que calcula los pagos de su subsidio basándose en su cosecha de maíz.
Así que la plaga de maíz barato sigue en marcha, empobreciendo a los granjeros (tanto aquí como en los países a los que lo exportamos), degradando la tierra, contaminando el agua y sangrando a la Tesorería Federal, que se está gastando hasta 5.000 millones de dólares al año en subvencionar el maíz barato. Y aunque los cheques del subsidio van a parar al granjero (y representan cerca de la mitad de sus ingresos netos), a quien el Tesoro está subvencionando en realidad es a los compradores de todo ese maíz barato. «La agricultura siempre estará organizada por el gobierno; la cuestión es ¿organizada en beneficio de quién? La respuesta es Cargill y Coca-Cola. No el granjero, desde luego.»
Aquella tarde, después de que George y yo hubiésemos hablado de política agrícola durante más tiempo de lo habría creído posible, sonó el teléfono; su vecino Billy necesitaba que le echase una mano con una sembradora de maíz que se había quedado atascada. Mientras conducía hacia allí Naylor me contó alguna que otra cosa sobre Billy. «Tiene todos los últimos juguetes: la sembradora de doce surcos, la semilla Roundup Ready, la nueva cosechadora John Deere. —George puso los ojos en blanco—. Billy está endeudado hasta las cejas.» George cree que ha conseguido sobrevivir en su granja esquivando las deudas, cuidando de su viejo tractor y su cosechadora, y evitando caer en la trampa de la expansión.
Billy, un tipo algo obtuso de unos cincuenta años, tocado con la gorra de una marca de semillas sobre su pelo canoso cortado a cepillo, parecía bastante alegre para haber perdido la mañana tratando de apañar un cable roto de su tractor. Mientras George y él trabajaban en ello eché un vistazo al cobertizo, repleto de equipo agrícola de última generación, y le pregunté qué pensaba sobre el maíz Bt que estaba plantando —un maíz modificado genéticamente para producir su propio pesticida—. Billy pensaba que era la mejor de las semillas: «Estoy sacando 5.500 kilos por cada 4.000 metros cuadrados con esta semilla —alardeó—. ¿Cuánto sacas tú, George?».
George admitió que estaba sacando algo menos de cinco toneladas, pero era demasiado educado para decir lo que sabía, o sea, que seguramente estaba ganando más dinero por hectárea cultivando menos maíz de un modo más barato. Pero en Iowa es el hombre que tiene la mayor cosecha el que se gana el derecho a fanfarronear, aunque se esté arruinando.
Detecté el brillo del morro cromado de un tráiler asomando por la puerta de un cobertizo y le pregunté a Billy por él. Me explicó que tenía que llevar su cargamento a larga distancia para mantener la granja a flote. «Tengo que conducir el camión grande para pagar todos mis juguetes», dijo riéndose entre dientes.
George me lanzó una mirada como diciendo «Un poco patético, ¿no?». Más que patético, me resultaba doloroso pensar en todo lo que ese granjero tenía que hacer para conservar su granja. Me hizo recordar la frase de Thoreau: «Los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas». Y me pregunté si durante esos viajes por la Interestatal 80 a altas horas de la noche Billy pensaría mucho en cómo había llegado a ese punto y en para quién estaba trabajando en verdad. ¿El banco? ¿John Deere? ¿Monsanto? ¿Pioneer? ¿Cargill? Aunque 5.500 kilos de maíz constituyen un logro asombroso, a Billy no le hacían ni mucho menos tanto bien como a todas esas compañías.
Y también está, por supuesto, el propio maíz, que si tuviese opinión sin duda se quedaría maravillado ante lo absurdo de todo esto —y ante su inmensa suerte—. Y es que el maíz ha sido eximido de las leyes habituales de la naturaleza y la economía, que poseen severos mecanismos para mantener a raya proliferaciones tan salvajes y descontroladas. En la naturaleza la población de una especie se dispara hasta que agota sus suministros de comida; entonces se desploma. En el mercado el suministro excesivo de una mercancía hace bajar los precios hasta que ese excedente termina por ser consumido o hasta que deja de tener sentido seguir produciéndola. En el caso del maíz, los humanos hemos trabajado duramente para liberarlo de ambas restricciones, incluso si eso significa arruinarse cultivándolo y consumiéndolo tan deprisa como nos sea posible.