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El consumidor

 

Una república de grasa

 

 

En los primeros años del siglo XIX los estadounidenses empezaron a beber más que nunca y se embarcaron en una juerga colectiva que enfrentó a la joven república con su primera gran crisis de salud pública, el equivalente de entonces a la epidemia de obesidad de nuestra época. El whisky de maíz, repentinamente abundante y barato, se convirtió en la bebida favorita del país y en 1820 el estadounidense tipo se estaba ventilando media pinta al día. Esto supone más de 19 litros de licor al año por cada hombre, mujer y niño en Estados Unidos. Ahora la cifra asciende a menos de tres litros.

Tal como relata el historiador W. J. Rorabaugh en The Alcoholic Republic, tomábamos bebidas fuertes en el desayuno, la comida y la cena, antes y después de trabajar, y a menudo durante el trabajo. Era normal que a lo largo de la jornada laboral los patrones ofreciesen bebidas; de hecho, la pausa para el café moderna comenzó siendo una pausa a media mañana para el whisky llamada the elevenses[21] (solo con pronunciarlo suena uno ya algo achispado). Exceptuando el breve respiro de los domingos por la mañana en la iglesia, los estadounidenses sencillamente no se reunían —ya fuese para construir un granero, bordar una colcha, desenvainar mazorcas de maíz o asistir a un mitin político— si no había una jarra de whisky de por medio. Los visitantes que llegaban de Europa —que tampoco eran precisamente un dechado de sobriedad— se maravillaban ante el libre fluir del licor norteamericano. «Vengan si les gusta empinar el codo —alentaba el periodista William Cobbett a sus compatriotas ingleses en un mensaje enviado desde Estados Unidos—, porque aquí podrán ponerse ciegos por cuatro perras.»

Los resultados de tanto empinar el codo fueron los que cabía esperar: una creciente marea de ebriedad pública, violencia y abandonos familiares, y un incremento de las enfermedades relacionadas con el alcohol. Algunos de los Padres Fundadores —George Washington, Thomas Jefferson y John Adams incluidos— denunciaron los excesos de la República Alcohólica, e inauguraron la disputa estadounidense sobre la bebida que un siglo después culminaría en la Prohibición.

Pero las consecuencias de nuestra borrachera nacional no tenían ni mucho menos tanta importancia como la causa subyacente del problema, que a grandes rasgos era la siguiente: los granjeros estadounidenses estaban produciendo demasiado maíz. Esto era cierto sobre todo en los nuevos asentamientos de las regiones del oeste de los Apalaches, cuyos fértiles suelos vírgenes producían una cosecha extraordinaria tras otra. Una montaña de excedentes de maíz se apilaba en el valle del río Ohio. De modo muy parecido a lo que ocurre actualmente, la asombrosa productividad de los granjeros resultó ser su peor enemigo, así como una amenaza contra la salud pública. Porque cuando las cosechas crecen, el grano inunda el mercado y su precio se desploma. Y ¿qué pasa después? El exceso de biomasa funciona como una aspiradora a la inversa: más tarde o más temprano, los ingeniosos profesionales del mercado descubrirán el modo de inducir al omnívoro humano a consumir esa plétora de calorías baratas.

Al igual que ocurre hoy en día, lo más inteligente que se podía hacer con todo ese maíz barato era procesarlo o, más concretamente, destilarlo para producir alcohol. La cordillera de los Apalaches dificultaba y encarecía el transporte del excedente de maíz desde el valle del río Ohio, donde no había muchos asentamientos, hasta los más populosos mercados del este, así que los granjeros transformaron su maíz en whisky, un producto de valor añadido, más compacto y portátil, y menos perecedero. En poco tiempo el precio del whisky se desplomó hasta tal punto que la gente podía permitirse beberlo por pintas. Que es precisamente lo que hicieron.

Hace ya tiempo que la República Alcohólica dejó paso a la República de la Grasa; hoy comemos de modo muy parecido a como entonces bebíamos, y por algunas de las mismas razones. Según el inspector general de sanidad, la obesidad es hoy una epidemia de manera oficial; puede decirse que se trata del problema de salud más apremiante al que nos enfrentamos, un problema que está costando al sistema sanitario unos 90.000 millones de dólares al año. La enfermedad anteriormente conocida como «diabetes del adulto» tuvo que ser rebautizada como «diabetes del tipo 2», puesto que ahora se da con frecuencia en niños. Un estudio publicado en el Journal of the American Medical Association predecía que un niño nacido en el año 2000 tiene un 33 por ciento de probabilidades de desarrollar una diabetes (un 40 por ciento en el caso de un niño afroamericano). Debido a la diabetes y a todos los problemas de salud que la obesidad conlleva, los niños de hoy pueden convertirse en la primera generación de estadounidenses cuya esperanza de vida sea más corta que la de sus padres. Y el problema no se circunscribe a Estados Unidos: la ONU informó de que en el año 2000 el número de personas que sufrían sobrenutrición (1.000 millones) sobrepasó al de aquellas que sufrían malnutrición (800 millones).

Se oyen todo tipo de explicaciones para esa expansión de la cintura de la humanidad, todas ellas plausibles. Cambios en el estilo de vida (somos más sedentarios, comemos más fuera de casa). Prosperidad (cada vez más gente puede permitirse una dieta occidental alta en grasas). Pobreza (la comida sana es más cara). Tecnología (solo una minoría realiza trabajos físicos; en casa, el mando a distancia nos mantiene clavados al sillón). Marketing astuto (porciones enormes, publicidad dirigida a los niños). Cambios en la dieta (más grasas, más hidratos de carbono, más alimentos procesados).

Todas estas explicaciones son del todo ciertas, pero vale la pena ir un poco más allá y buscar la causa que se esconde detrás de esas causas. Que no es otra que la siguiente: si la comida es abundante y barata, la gente comerá más y engordará. Desde 1977 la ingesta media de calorías de un estadounidense se ha disparado en más de un 10 por ciento. Esas 200 calorías tienen que ir a parar a algún sitio, y en ausencia de un incremento en la actividad física (algo que no ha ocurrido), terminan almacenándose en las células de grasa de nuestro cuerpo. Pero la cuestión es la siguiente: ¿de dónde salieron exactamente todas esas calorías extras? La respuesta a esa pregunta nos lleva de regreso a la fuente de casi todas las calorías: la granja.

La mayoría de los investigadores sitúa en los años setenta el momento de la subida de los índices de obesidad en Estados Unidos. Se trata, por supuesto, de la misma década en la que se adoptó una política agraria de alimentos baratos y comenzaron a desmantelarse cuarenta años de programas diseñados para evitar la sobreproducción. Earl Butz, como recordarán, buscaba incrementar los rendimientos agrícolas con el fin de reducir el precio de las materias primas de la cadena alimentaria industrial, especialmente el del maíz y la soja. Funcionó: el precio de la comida ya no era un problema político. Desde la administración Nixon, los granjeros de Estados Unidos han logrado producir 500 calorías adicionales por persona y día (añadidas a las 3.300 anteriores, que ya eran muchas más de las que necesitábamos); cada uno de nosotros está consiguiendo zamparse heroicamente 200 de esas calorías extras al final de su viaje por la cadena alimentaria. Probablemente las otras 300 se envían al extranjero o se transforman (¡otra vez!) en alcohol etílico: etanol para nuestros coches.

Resulta difícil no ver los paralelismos con la República Alcohólica de hace doscientos años. Antes de los cambios de estilo de vida, antes de las astucias del marketing, está la montaña de maíz barato. El maíz es el responsable de la mayor parte de las calorías de más que estamos cultivando y también del exceso calórico que nos estamos comiendo. Como entonces, lo más inteligente es procesar todos esos excedentes de grano, transformar esa mercancía barata en un producto de valor añadido para el consumidor, un paquete más denso y duradero de calorías. En los años veinte del siglo XIX las opciones para procesar alimentos eran básicamente dos: podías transformar tu maíz en cerdo o en alcohol. Ahora hay cientos de cosas que un procesador puede hacer con maíz: puede utilizarlo para fabricar cualquier cosa, desde nuggets de pollo y Big Macs hasta emulsionantes y productos nutracéuticos. Sin embargo, dado que nuestro deseo de dulzura ha sobrepasado incluso al de embriaguez, lo más inteligente que puede hacerse con 25 kilos de maíz es refinarlos para convertirlos en 15 kilos de jarabe de maíz alto en fructosa.

Eso es al menos lo que estamos haciendo con unos 13.250 millones de kilos de la cosecha anual de maíz: transformarlos en 8.000 millones de kilos de jarabe de maíz alto en fructosa. Teniendo en cuenta que el animal humano no pudo probar este alimento en particular hasta 1980, el hecho de que el JMAF se haya convertido en la principal fuente de dulzura de nuestra dieta constituye un notable logro por parte de la industria refinadora del maíz, por no hablar de esta sorprendente planta (al fin y al cabo, las plantas siempre han sabido que uno de los caminos más seguros hacia el éxito evolutivo es satisfacer el innato deseo del omnívoro mamífero por la dulzura). Desde 1985 cada estadounidense ha pasado de consumir 20 kilos de JMAF a 30. Cabe pensar que este incremento se habría compensado con una reducción en el consumo de azúcar, ya que el JMAF a menudo sustituye al azúcar, pero no es eso lo que ocurrió: es más, en el mismo período nuestro consumo de azúcar refinado aumentó en más de dos kilos. Esto significa que estamos comiéndonos y bebiéndonos todo ese jarabe de maíz alto en fructosa además de los azúcares que ya estábamos consumiendo. De hecho, desde 1985 nuestro consumo de azúcares en su conjunto —azúcar de caña, de remolacha, JMAF, glucosa, miel, jarabe de arce, lo que sea— ha aumentado de 57,6 a 71,1 kilos por persona.

Por eso es tan inteligente convertir el maíz en jarabe de maíz alto en fructosa: al inducir a la gente a consumir más calorías de las que en otras circunstancias consumiría, la lleva literalmente a masticar el excedente de maíz. El edulcorante de maíz es a la República de la Grasa lo que era el whisky a la República Alcohólica. Lean las etiquetas de los envases que hay en su cocina y descubrirán que el JMAF se ha colado hasta el último rincón de la despensa: no solo en nuestros refrescos y tentempiés, donde sería previsible encontrarlos, sino también en el kétchup y la mostaza, en el pan y los cereales, en la salsa de pepinillos y en las galletas saladas, en los perritos calientes y el jamón.

No obstante, la mayor parte de nuestros 30 kilos de jarabe de maíz alto en fructosa las consumimos en forma de refrescos, así que a la lista de fechas marcadas en rojo en la historia natural del Zea mays —junto con la catastrófica mutación sexual del teocinte, la presentación del maíz a cargo de Colón ante la corte de la reina Isabel en 1493 y la primera semilla híbrida de F-1 de Henry Wallace en 1927— tenemos que añadir ahora 1980. Aquel año el maíz se convirtió por primera vez en ingrediente de la Coca-Cola. En 1984 Coca-Cola y Pepsi ya habían sustituido por completo el azúcar por jarabe de maíz alto en fructosa. ¿Por qué? Porque el JMAF era unos cuantos centavos más barato que el azúcar (gracias en parte a los aranceles sobre el azúcar de caña importada conseguidos por los refinadores de maíz) y al parecer los consumidores no detectaron el cambio.

El cambio adoptado por los fabricantes de refrescos debería haber supuesto una simple transacción de suma cero entre maíz y azúcar de caña (ambas, casualmente, hierbas C-4). Pero no fue así: pronto comenzamos a engullir muchos más refrescos y por tanto más edulcorante de maíz. No hay que buscar mucho para encontrar la causa: al igual que ocurrió con el whisky de maíz en los años veinte del siglo XIX, el precio de los refrescos se desplomó. Hay que advertir, sin embargo, que Coca-Cola y Pepsi no se limitaron a bajar el precio de sus botellas de cola. Eso solo habría perjudicado sus márgenes de beneficio, porque ¿cuánta gente iba a comprar un segundo refresco únicamente porque costase unos cuantos centavos menos? Las compañías tenían una idea mucho mejor: aumentarían el tamaño de sus refrescos. Ya que la materia prima fundamental de los refrescos —el edulcorante de maíz— era ahora tan barata, ¿por qué no hacer que la gente pagase solo un poquito más por una botella mucho más grande? Reducimos el precio de cada centilitro, pero vendemos muchos más centilitros. Así comenzó la transformación de la esbelta botella de Coca-Cola de 25 centilitros en la regordeta botella de 60 centilitros que encontramos en la mayoría de las máquinas expendedoras.

Pero la invención del tamaño extragrande no debe atribuirse a los fabricantes de refrescos. Este honor pertenece a un hombre llamado David Wallerstein. Hasta su muerte en 1993, Wallerstein prestó sus servicios en la junta directiva de McDonald’s, pero en los cincuenta y sesenta trabajó para una cadena de cines en Texas, donde se esforzó por incrementar las ventas de refrescos y palomitas de maíz, los dos artículos que proporcionan altos márgenes de beneficio de los que depende la rentabilidad de los cines. Tal como se relata en la historia oficial de McDonald’s escrita por John Love, Wallerstein puso en práctica todo lo que se le ocurrió para tratar de engordar las ventas —dos por uno, ofertas en las sesiones matinales—, pero vio que le resultaba simplemente imposible inducir a los clientes a comprar más de un refresco y un paquete de palomitas. Y creía saber por qué: repetir ración hace que la gente se sienta un poco glotona.

Wallerstein descubrió que la gente se lanzaría a por más palomitas y refrescos —muchos más— siempre que se vendiesen en una sola ración gigante. Así nacieron el cubo de palomitas de dos cuartos, el Big Gulp[22] de 200 centilitros y, con el tiempo, el Big Mac y las patatas fritas jumbo, aunque costó lo suyo convencer a Ray Kroc. En 1968 Wallerstein entró a trabajar en McDonald’s, pero por mucho que lo intentó no consiguió convencer a Kroc, fundador de la compañía, de los poderes mágicos del tamaño extragrande.

«Si la gente quiere más patatas fritas —le dijo Kroc—, puede comprar dos raciones.» Wallerstein le explicó pacientemente que los clientes de McDonald’s sí querían más, pero eran reacios a comprar una segunda ración: «No quieren parecer glotones».

Kroc seguía mostrándose escéptico, así que Wallerstein fue en busca de pruebas. Empezó a vigilar los McDonald’s de Chicago y alrededores y a observar la forma de comer de la gente. Vio que los clientes sorbían ruidosamente sus refrescos y rescataban fragmentos infinitesimales de sal y patata quemada de sus pequeños paquetes de patatas fritas. Cuando Wallerstein presentó sus conclusiones, Kroc cedió, aprobó las raciones extragrandes, y el espectacular aumento de las ventas confirmó la corazonada del experto en marketing.

Nuestros arraigados tabúes culturales respecto a la gula —uno de los siete pecados capitales, después de todo— nos habían estado reprimiendo. El dudoso logro de Wallerstein consistió en idear el equivalente dietético de una dispensa papal: «¡Hazlo más grande!». Había descubierto el secreto para expandir el (supuestamente fijo) estómago humano.

Cabría pensar que la gente dejaría de comer y beber tan pantagruélicas raciones en el momento en el que se sintiese llena, pero resulta que el hambre no funciona así. Los investigadores han descubierto que las personas (y los animales) a las que se les ofrece raciones grandes comerán hasta un 30 por ciento más de lo que comerían en otras circunstancias. Al parecer el apetito humano es sorprendentemente elástico, algo que tiene mucho sentido desde el punto de vista evolutivo: nuestros antepasados cazadores-recolectores consideraban apropiado darse un festín cada vez que se presentaba la ocasión, lo que les permitía almacenar reservas de grasa en previsión de futuras hambrunas. Los investigadores de la obesidad llaman a este rasgo el «gen ahorrador». Y si bien este gen resulta muy útil como medio de adaptación a un entorno impredecible marcado por la escasez de comida, es un desastre en un entorno donde abunda la comida rápida y en el que las ocasiones para darse un festín se presentan veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Nuestros cuerpos están almacenando reservas de grasa en previsión de una hambruna que nunca llega.

Pero si la evolución ha hecho del omnívoro moderno un ser vulnerable a las lisonjas del tamaño extragrande, los nutrientes que con toda probabilidad encontrará en esas raciones gigantes —montones de azúcares añadidos y grasa— agravan aún más el problema. Como muchas otras criaturas de sangre caliente, los humanos han heredado una predilección por los alimentos de alta densidad energética que se refleja en el carácter goloso compartido por la mayoría de los mamíferos. La selección natural hizo que optásemos por el azúcar y la grasa (tanto por su textura como por su sabor), porque los azúcares y las grasas aportan una mayor cantidad de energía por bocado (eso es en realidad una caloría). Pero en la naturaleza —en los alimentos no procesados— rara vez hallamos esos nutrientes en las concentraciones a las que se encuentran en los alimentos procesados: jamás toparemos con una fruta cuyo contenido en fructosa se acerque siquiera al de un refresco, ni hallaremos un pedazo de carne con tanta cantidad de grasa como la que hay en un nugget de pollo.

Ahora empezamos a ver por qué los alimentos procesados constituyen una estrategia tan efectiva para convencer a la gente de que los consuma en más cantidad. El poder de la ciencia alimentaria reside en su habilidad para descomponerlos en sus partes nutritivas y después recomponerlos de tal forma que, realmente, pulsan nuestros botones evolutivos y burlan el sistema de selección de comida heredado por el omnívoro. Basta con añadir grasa o azúcar a cualquier cosa para que le sepa mejor a un animal programado por la selección natural para buscar alimentos de alta densidad energética. Los estudios llevados a cabo con animales lo demuestran: si ofrecemos a unas ratas soluciones de sacarosa pura o tubos de manteca de cerdo pura —golosinas que raramente encontrarían en la naturaleza—, se atiborrarán hasta enfermar. La sabiduría nutricional innata que pudiesen poseer se viene abajo cuando se enfrentan a azúcares y grasas en concentraciones no naturales —nutrientes arrancados de su contexto natural, es decir, de aquello que denominamos «alimentos»—. Los sistemas alimentarios pueden hacer trampa exagerando su densidad energética, engañando a un aparato sensorial que evolucionó para lidiar con alimentos sin descomponer, considerablemente menos densos.

Lo que hace que los omnívoros nos metamos en problemas es la elevada densidad energética de los alimentos procesados. La diabetes del tipo 2 generalmente aparece cuando el mecanismo que tiene el cuerpo para gestionar la glucosa se agota por exceso de uso. Prácticamente todo lo que comemos acaba tarde o temprano en la sangre en forma de moléculas de glucosa, pero los azúcares y los almidones simples se convierten en glucosa más deprisa que cualquier otro elemento. La diabetes del tipo 2 y la obesidad son exactamente lo que cabría esperar en un mamífero cuyo metabolismo se ha visto abrumado por un entorno de alimentos de alta densidad energética.

Esto nos lleva a preguntarnos por qué el problema se ha agravado tanto en los últimos años. Resulta que el precio de una caloría de azúcar o de grasa se ha desplomado desde los años setenta. Una de las razones de que la obesidad y la diabetes sean más comunes en las zonas más bajas de la escala socioeconómica es que la cadena alimentaria industrial ha convertido los alimentos de alta densidad energética en los más baratos del mercado en términos de coste por caloría. Un estudio publicado en el American Journal of Clinical Nutrition comparaba el coste energético de diferentes alimentos del supermercado. Los investigadores descubrieron que con un dólar podían comprarse 1.200 calorías de patatas chips y galletas; si gastásemos ese mismo dólar en alimentos sin procesar, como las zanahorias, solo podríamos comprar 250 calorías. En el pasillo de las bebidas por un dólar se pueden comprar 875 calorías de refresco o 170 calorías de zumo de frutas elaborado a partir de zumo concentrado. Desde el punto de vista económico tiene perfecto sentido que la gente que no puede destinar mucho dinero a la comida lo gaste en las calorías más baratas que pueda encontrar, especialmente cuando esas calorías más baratas —grasas y azúcares— son precisamente las que ofrecen las mayores recompensas neurobiológicas.

El maíz no es la única fuente de energía barata que hay en el supermercado —gran parte de la grasa añadida a los alimentos procesados proviene de la soja—, pero es de lejos la más importante. Como decía George Naylor, cultivar maíz constituye el modo más eficiente de obtener energía —calorías— a partir de media hectárea de tierra de Iowa. Esa caloría de maíz puede llegar a nuestros cuerpos en forma de una grasa animal, un azúcar o un almidón, tal es la proteica naturaleza del carbono encerrado en ese magnífico grano. Pero por muy productiva y proteica que sea la planta de maíz, al final ha sido un conjunto de decisiones humanas el que ha hecho que esas moléculas hayan llegado a ser tan baratas: un cuarto de siglo de políticas agrarias diseñadas para estimular la sobreproducción de este cultivo casi en exclusiva. En este país, sencillamente, subvencionamos el jarabe de maíz alto en fructosa, pero no las zanahorias. Mientras el inspector general de sanidad alerta sobre la epidemia de obesidad, el presidente firma leyes agrarias pensadas para hacer que el río de maíz barato siga fluyendo, garantizando que las calorías más baratas del supermercado continúen siendo las menos saludables.