La comida
Fast food
La comida que hay en el otro lado de la cadena alimentaria industrial que comienza en un campo de maíz de Iowa la prepara McDonald’s y se consume en el interior de un coche en movimiento. O al menos esa es la versión de comida industrial que yo escogí comer; podría haber sido cualquier otra. Tras haber sido procesada de diversas formas y convertida en carne, la miríada de flujos de maíz comercial converge en las distintas clases de comida que podría haber consumido en KFC, en Pizza Hut o en Applebee’s o preparar yo mismo con ingredientes comprados en el supermercado. Las comidas industriales están a nuestro alrededor, después de todo; integran la cadena alimentaria de la que la mayoría nos alimentamos la mayor parte del tiempo.
Isaac, mi hijo de once años, estaba más que contento de acompañarme al McDonald’s. No va muchas veces, así que era una ocasión especial (para la mayoría de los niños estadounidense esto ha dejado de ser algo especial: uno de cada tres consume comida rápida todos los días). Judith, mi mujer, estaba menos entusiasmada. Se preocupa mucho por lo que come y un almuerzo a base de comida rápida suponía renunciar a una «comida de verdad», lo que le parecía una pena. Isaac le dijo que podría pedir una de las nuevas ensaladas premium de McDonald’s con el aliño de Paul Newman. He leído en las páginas económicas que esas ensaladas se han convertido en todo un éxito, pero aunque no hubiese sido así, probablemente se mantendrían en el menú estrictamente por su utilidad retórica. Los expertos en marketing tienen un término para lo que una ensalada o una hamburguesa vegetariana hacen por las cadenas de comida rápida: «desmentir al que niega». Estos artículos más saludables del menú proporcionan al niño que quiere consumir comida rápida una gran herramienta con la que mitigar las objeciones de sus padres: «Pero, mamá, si puedes pedir ensalada...».
Que es exactamente lo que hizo Judith: pedir la ensalada Cobb con aliño César. A un precio de 3,99 dólares, era la opción más cara del menú. Yo pedí una hamburguesa de queso clásica, con patatas y Coca-Cola grandes. «Grande» significa 94 centilitros (¡casi un litro de refresco!), pero gracias a la magia económica del tamaño extragrande solo cuesta 30 centavos más que la «pequeña», de 47 centilitros. Isaac optó por los nuevos Chicken McNuggets de carne blanca, un batido de vainilla doble y patatas grandes, seguidos de un nuevo postre consistente en bolitas de helado liofilizadas. El hecho de que cada uno pidiese algo diferente es uno de los distintivos de la cadena alimentaria industrial, que descompone la familia por grupos demográficos y comercia con cada uno de ellos por separado: íbamos a comer los tres solos estando juntos, y por tanto probablemente comeríamos más. El precio total de lo que comimos fue de 14 dólares y estuvo empaquetado y listo para llevar en cuatro minutos. Cuando pasé por caja me llevé un abigarrado folleto en el que rezaba UNA RACIÓN COMPLETA DE DATOS NUTRICIONALES: ELIGE LA COMIDA QUE MÁS TE CONVIENE.
Podríamos habernos sentado en un reservado, pero hacía tan buen día que decidimos retirar la capota del coche y comer en su interior, algo que se tuvo en cuenta a la hora de diseñar tanto el coche como la comida. En Estados Unidos el 19 por ciento de las comidas se consumen en el coche. El coche dispone de posavasos, asientos delanteros y traseros y, excepto en el caso de las ensaladas, toda la comida (que podríamos haber pedido, pagado y recogido sin abrir siquiera la puerta del coche) puede consumirse fácilmente con una sola mano. De hecho, esto es lo genial del nugget de pollo: liberó al pollo del tenedor y el plato, le quitó todos sus posibles despojos y lo hizo tan fácil de comer y tan adecuado para consumirse en el coche como la hamburguesa precondimentada. No me cabe la menor duda de que los ingenieros alimentarios que trabajan en el cuartel general de McDonald’s de Oak Brook (Illinois) están ahora mismo ocupados en conseguir una ensalada que pueda comerse con una sola mano.
Y si bien comerse la ensalada Cobb de Judith en el asiento delantero a 90 kilómetros por hora suponía todo un reto, parecía ser lo correcto, puesto que el maíz era el tema central de esa comida: el coche también estaba comiendo maíz, ya que en parte estaba alimentado por etanol. Y a pesar de que este aditivo garantiza una disminución de la calidad del aire de California, las nuevas resoluciones federales, aprobadas bajo la presión de los transformadores de maíz, exigen a las refinerías del estado contribuir al consumo de los excedentes de maíz diluyendo su gasolina con un 10 por ciento de etanol.
De niño comí muchos menús de McDonald’s. Fue en la época anterior a la de Wallerstein, cuando aún había que pedir una segunda hamburguesa pequeña o un segundo paquetito de patatas fritas si querías más, y cuando el nugget de pollo aún no se había inventado. (Una de las más memorables comidas de McDonald’s de mi niñez terminó cuando alguien chocó contra la parte trasera de nuestra ranchera en un semáforo y mi batido salió despedido en blancas y cremosas lianas por el coche.) Me encantaba todo lo relacionado con la comida rápida: las raciones individuales envueltas como si fuesen regalos (el hecho de no tener que compartirla con mis tres hermanas constituía una parte importante de su atractivo, la comida rápida era propiedad privada en el mejor de los sentidos), el familiar y suculento aroma a patatas fritas que inundaba el coche y lo agradable que resultaba morder una hamburguesa y sentir sus diversas capas (el dulce y esponjoso bollo de pan, el crujiente pepinillo, la sabrosa jugosidad de la carne).
La comida rápida bien diseñada posee su propio aroma y su propio sabor, un aroma y un sabor conectados solo nominalmente con las hamburguesas o las patatas fritas o, si vamos al caso, con cualquier otro alimento. Desde luego, las hamburguesas y las patatas fritas que preparamos en casa no los tienen. Y sin embargo, los Chicken McNuggets sí, aun siendo un alimento total y absolutamente distinto, elaborado a partir de una especie diferente. Sea lo que sea (seguro que los ingenieros de alimentos lo saben), ese aroma genérico a comida rápida es para millones de personas uno de los imborrables olores y sabores de la infancia, lo que la convierte en una especie de comida casera. Y como ocurre con otras comidas reconfortantes, aporta (además de nostalgia) una inyección de carbohidratos y grasa, que según creen algunos científicos alivia el estrés y baña el cerebro en químicos que hacen que se sienta bien.
Isaac comentó que sus McNuggets de carne blanca estaban muy buenos, lo que supone toda una mejora con respecto a la vieja receta. Los McNuggets han sido objeto de crítica en los últimos tiempos, lo que puede explicar su reformulación. En el transcurso de un juicio emprendido contra McDonald’s por parte de un grupo de adolescentes obesos en 2003, un juez federal de Nueva York desacreditó el McNugget a pesar de que finalmente desestimó la demanda. «Los McNuggets no son simplemente pollo frito en una sartén —escribió en su resolución—, sino más bien una creación mcfrankensteiniana a partir de diversos elementos que no se utilizan en la cocina casera.» Tras enumerar los 38 ingredientes del McNugget, el juez Sweet indicó que el marketing desarrollado por McDonald’s rayaba en el engaño, puesto que el plato no era lo que aparentaba ser —es decir, un simple pedazo de pollo frito— y, en contra de lo que el consumidor podía razonablemente esperar, contenía en realidad más grasas y calorías totales que una hamburguesa con queso. Desde el juicio McDonald’s ha reformulado el nugget con carne blanca y ha empezado a distribuir «Una ración completa de datos nutricionales».[23] Según el folleto, una ración de seis nuggets contiene ahora exactamente diez calorías menos que una hamburguesa con queso. La ciencia alimentaria se anota otro tanto.
Cuando pregunté a Isaac si los nuevos nuggets sabían más a pollo que los anteriores, se mostró desconcertado. «No, saben a lo que son, a nuggets», y lanzó a su padre un fulminante «buah» de dos sílabas. Al menos en la mente de este consumidor, el vínculo entre un nugget y el pollo que contiene nunca pasó de ser conceptual, y probablemente irrelevante. En la actualidad el nugget constituye en sí mismo un género de comida para los niños estadounidenses, muchos de los cuales los comen a diario. Para Isaac el nugget es el sabor inconfundible de la infancia, tiene poco que ver con el pollo y sin duda será en el futuro un vehículo para la nostalgia, una magdalena proustiana en ciernes.
Isaac nos pasó uno a la parte delantera para que Judith y yo lo probásemos. Tenía buen aspecto y olía bastante bien, y bajo el crujiente rebozado aparecía un interior de un blanco luminoso que recordaba a la carne de la pechuga del pollo. En apariencia y textura un nugget sin duda alude al pollo frito, pero lo único que pude detectar al probarlo fue sal, ese aroma multiuso a comida rápida y, vale, quizá una nota de caldo de pollo matizando la sal. Pero sobre todo el nugget parecía más una abstracción que una comida en toda regla, una idea de pollo esperando a encarnarse.
Los ingredientes enumerados en el folleto indican que hay mucha reflexión en un nugget, eso y también mucho maíz. De los 38 ingredientes necesarios para hacer un McNugget conté 30 que pueden derivarse del maíz: el propio pollo, alimentado con maíz, almidón modificado (para ligar la carne de pollo pulverizada), mono-, tri- y diglicéridos (emulsionantes, que evitan que las grasas y el agua se separen), dextrosa, lecitina (otro emulsionante), caldo de pollo (para recuperar parte del sabor que se pierde al procesarlo), harina de maíz amarillo y más almidón modificado (para el rebozado), maicena (un espesante), grasa vegetal, aceite de maíz parcialmente hidrogenado y ácido cítrico como conservante. Hay otro par de plantas que toman parte en el nugget: en el rebozado hay algo de trigo y en ocasiones el aceite hidrogenado puede elaborarse a partir de soja, de colza o de algodón en lugar de maíz, dependiendo del precio de mercado y la disponibilidad.
Según el folleto, los McNuggets también contienen varios ingredientes totalmente sintéticos, sustancias semicomestibles que en última instancia no provienen del maíz o de la soja, sino de una refinería de petróleo o de una planta química. Estos químicos son los que hacen posible el proceso de alimentos moderno, al evitar que sus materiales orgánicos se pudran o adquieran un mal aspecto después de unos cuantos meses en el congelador o en circulación. Encabezando la lista aparecen los «agentes de fermentación»: fosfato alumínico sódico, fosfato monocálcico, pirofosfato de ácido sódico y lactato de calcio. Son antioxidantes que se añaden para evitar que las diversas grasas animales y vegetales que hay en un nugget se enrancien. Después están los «agentes antiespumantes», como el dimetilpolisiloxano, que se añade al aceite de cocción para evitar que los almidones se combinen con moléculas de aire y generen espuma durante la fritura. Al parecer el problema es lo bastante serio para justificar la incorporación de un químico tóxico a la comida: según el Handbook of Food Additives, se sospecha que el dimetilpolisiloxano es cancerígeno y se ha comprobado que causa efectos mutágenos, tumorígenos y reproductivos; también es inflamable. Pero el ingrediente más alarmante del Chicken McNugget quizá sea el terbutilhidroquinona (TBHQ), un antioxidante derivado del petróleo que se rocía directamente sobre el nugget o en el interior de la caja que lo contiene para «contribuir a preservar su frescura». Según A Consumer’s Dictionary of Food Additives, el TBHQ es un tipo de butano (como el líquido combustible de los mecheros) que la FDA permite a los transformadores de alimentos utilizar con moderación. El aceite que hay en un nugget no puede contener más de un 0,02 por ciento de esta sustancia. Lo que probablemente da igual, teniendo en cuenta que la ingesta de un solo gramo de TBHQ puede provocar «náuseas, vómitos, zumbidos en los oídos, delirio, sensación de ahogo y colapsos». Ingerir cinco gramos de TBHQ podría matarnos.
Viendo la cantidad de moléculas exóticas empleadas para crear un alimento tan complejo lo lógico sería esperar que el nugget de pollo hiciese algo más espectacular que resultar agradable al paladar de un niño o llenar su estómago por poco dinero. Por supuesto, ha conseguido vender un montón de pollo para compañías como Tyson, que inventó el nugget —a instancias de McDonald’s— en 1983. El nugget es la razón de que el pollo haya reemplazado al vacuno como la carne más popular en Estados Unidos.
Comparada con los nuggets de Isaac, mi hamburguesa con queso estaba construida de una forma bastante simple. Según la «ración completa de datos nutricionales», la hamburguesa con queso contiene tan solo seis ingredientes, todos ellos conocidos excepto uno: carne de vacuno cien por cien, un panecillo, dos lonchas de queso americano, kétchup, mostaza, pepinillo, cebolla y «condimento grill», lo que quiera que esto sea. También sabía bastante bien, aunque, pensándolo dos veces, lo que detecté fue el sabor de los condimentos: si se prueba sin acompañamiento, el grisáceo círculo de carne picada prácticamente no sabe a nada. Y sin embargo, todo el conjunto, especialmente al primer mordisco, conseguía emitir un aura hamburguesil bastante convincente. No obstante, sospecho que esto se debe más a la brillantez olfativa del «condimento grill» que a la carne de vacuno cien por cien.
En realidad la relación de mi hamburguesa con queso con la carne de vacuno resultaba casi tan metafórica como la del nugget con el pollo. Mientras me la comía tuve que recordarme que en aquel alimento estaba implicada una vaca de verdad, con toda probabilidad una vieja vaca lechera exhausta (la fuente de la mayor parte de la carne de vacuno que se emplea en la comida rápida), pero posiblemente también contendría pedacitos de un buey como 534. Parte del atractivo de las hamburguesas y los nuggets estriba en que esas abstracciones deshuesadas nos permiten olvidar que estamos comiendo animales. Había visitado el comedero de Garden City solo unos meses antes, pero esta experiencia con el ganado vacuno tenía tan poco que ver con aquella, que parecía tener lugar en otra dimensión. No, no pude detectar el maíz, el petróleo, los antibióticos, las hormonas ni el estiércol del cebadero. Y aunque «Una ración completa de datos nutricionales» no enumeraba esos datos, también habían participado en la elaboración de esa hamburguesa, formaban parte de su historia natural. Esto es quizá lo que mejor sabe hacer la cadena alimentaria industrial: oscurecer la historia de los alimentos que produce procesándolos hasta tal punto que, más que productos naturales —cosas elaboradas a partir de plantas y animales— parecen puros productos culturales. A pesar del torrente de información de utilidad que contenía el folleto de McDonald’s —miles de palabras y números que especificaban los ingredientes y los tamaños de las raciones, las calorías y los nutrientes—, toda esa comida seguía resultando totalmente opaca. ¿De dónde viene? Viene de McDonald’s.
Pero no es así. Viene de camiones frigoríficos y de almacenes, de mataderos y granjas industriales situados en lugares como Garden City (Kansas), de ranchos en Sturgis (Dakota del Sur), de laboratorios de ciencia alimentaria en Oak Brook (Illinois), de compañías dedicadas al desarrollo de sabores instaladas alrededor de la autopista de New Jersey, de refinerías de petróleo, de plantas de proceso propiedad de ADM y Cargill, de silos que funcionan en ciudades como Jefferson y, en el otro extremo de todo este largo y tortuoso sendero, de un campo de maíz y soja cultivado por George Naylor en Churdan (Iowa).
No es imposible calcular exactamente cuánto maíz consumimos Judith, Isaac y yo en nuestra comida de McDonald’s. Imagino que mi hamburguesa de 112 gramos, por ejemplo, supone casi 900 gramos de maíz (basándome en el índice de conversión de 3.175 gramos de maíz por cada 450 gramos de ganancia de una vaca, la mitad de la cual es carne comestible). Los nuggets son algo más difíciles de traducir en maíz, puesto que no se dice cuánto pollo de verdad hay en cada nugget; pero si seis nuggets contienen 112 gramos de carne, habrían sido necesarios 225 gramos de maíz para criar un pollo. Un refresco de 950 mililitros contiene 86 gramos de jarabe de maíz alto en fructosa (lo mismo que un batido doble), que puede refinarse a partir de 150 gramos de maíz; por tanto, nuestras tres bebidas se llevan otros 450 gramos. Subtotal: 2.700 gramos de maíz.
A partir de aquí los cálculos son más complicados porque, según la lista de ingredientes del folleto, el maíz está en todas partes, pero en cantidades que no se especifican. En mi hamburguesa con queso es donde hay más edulcorante de maíz, por extraño que parezca: tanto el panecillo como el kétchup contienen JMAF. También está en el aliño de la ensalada y en las salsas para los nuggets, por no mencionar el postre de Isaac (de los 60 artículos del menú enumerados en el folleto, 45 contienen JMAF). Y después están todos los demás ingredientes derivados del maíz que hay en el nugget: los aglutinantes, emulsionantes y espesantes. Además de los edulcorantes de maíz, el batido de Isaac contiene sólidos de jarabe de maíz, mono- y diglicéridos, y leche procedente de animales alimentados con maíz. La ensalada Cobb de Judith también está repleta de maíz, a pesar de que no haya un solo grano a la vista: Paul Newman elabora su aliño con JMAF, jarabe de maíz, almidón de maíz, dextrina, color caramelo y goma xantana; la propia ensalada contiene queso y huevos procedentes de animales alimentados con maíz. La pechuga de pollo a la parrilla de la ensalada está inyectada con una «solución de sabor» que contiene maltodextrina, dextrosa y glutamato monosódico. Desde luego, hay muchas hojas verdes en la ensalada de Judith, pero la abrumadora mayoría de las calorías que contiene (y contiene 500, contando el aliño) provienen en última instancia del maíz.
¿Y las patatas fritas? Se podría pensar que se trata básicamente de patatas. No obstante, puesto que la mitad de las 540 calorías de una ración grande de patatas fritas proviene del aceite en el que están fritas, la fuente de esas calorías no es en definitiva una granja de patatas, sino un campo de maíz o de soja.
Al final tanto cálculo pudo conmigo, pero conseguí llegar lo bastante lejos para concluir que, contando el del depósito de gasolina (ahí hay unos 25 kilos para producir 9,5 litros de etanol), la cantidad de maíz que se empleó para elaborar nuestro festín ambulante de comida rápida habría desbordado el maletero, dejando tras de sí un rastro de granos dorados sobre el asfalto.
Algún tiempo después encontré otra manera de calcular la cantidad de maíz que habíamos comido ese día. Pedí a Todd Dawson, un biólogo de Berkeley, que pasase una comida de McDonald’s por su espectrómetro de masas y calculase qué cantidad de su contenido en carbono provenía originalmente de una planta de maíz. Resulta difícil de creer que la identidad de los átomos de una hamburguesa con queso o de una Coca-Cola se preserve desde el campo de labranza hasta el mostrador de un establecimiento de comida rápida, pero la firma de esos isótopos de carbono es indestructible y continúa siendo legible para el espectrómetro de masas. Dawson y su colega Stefania Mambelli prepararon un análisis que mostraba a grandes rasgos qué cantidad del carbono contenido en los diversos elementos de un menú de McDonald’s provenía del maíz y lo reflejaron en un gráfico. Los refrescos aparecían en lo más alto, lo que no resulta sorprendente, ya que son poco más que edulcorante de maíz, pero prácticamente todo lo que nos comimos reveló también una alta proporción de maíz. En orden decreciente de contenido en maíz, así es como el laboratorio midió nuestra comida: refresco (cien por cien maíz), batido (78 por ciento), aliño para la ensalada (65 por ciento), nuggets de pollo (56 por ciento), hamburguesa con queso (52 por ciento) y patatas fritas (23 por ciento). Lo que a ojos del omnívoro parece una comida extraordinariamente variada resulta ser, vista a través de los ojos del espectrómetro de masas, la comida de un tipo de consumidor mucho más especializado. Así que esto es en lo que ha llegado a convertirse el consumidor industrial: un koala del maíz.
¿Y qué? ¿Por qué debería importarnos el hecho de habernos convertido en una raza de comedores de maíz como jamás se ha visto? ¿Es necesariamente algo malo? La respuesta depende de dónde se encuentre cada uno.
Si uno está en el agronegocio, transformar maíz barato en 45 artículos diferentes de McDonald’s constituye un logro impresionante. Representa una solución a las contradicciones agrícolas del capitalismo, el reto de incrementar los beneficios de la industria alimentaria más deprisa de lo que crece la población de Estados Unidos. Las raciones extragrandes de carbono barato fijado por el maíz resuelven el problema del estómago fijo; quizá no consigamos expandir el número de consumidores de Estados Unidos, pero hemos averiguado cómo expandir el apetito de cada uno de ellos, lo que es casi igual de bueno. Judith, Isaac y yo consumimos en conjunto un total de 4.510 calorías en nuestra comida, más de la mitad de las que cada uno de nosotros probablemente debería consumir en un día. Sin duda habíamos cumplido con nuestra parte en el proceso de masticar los excedentes de maíz. (También habíamos consumido un montón de petróleo, y no solo porque estuviésemos en un coche. Para cultivar y procesar esas 4.510 calorías alimentarias se requieren al menos diez veces más calorías de energía fósil, el equivalente a cinco litros de petróleo.)
Si uno se encuentra en los peldaños más bajos de la escalera económica norteamericana, nuestra cadena alimentaria «maicificada» ofrece auténticas ventajas: no exactamente comida barata (porque el consumidor en última instancia paga el coste añadido del proceso de alimentos), pero sí calorías baratas en diversas y atractivas formas. No obstante, a largo plazo el consumidor paga un alto precio por estas calorías baratas: obesidad, diabetes del tipo 2, enfermedades cardíacas.
Sin embargo, para alguien que se encuentre en el extremo más bajo de la escalera económica mundial la cadena alimentaria industrial estadounidense cebada con maíz resulta un total y absoluto desastre. Antes he mencionado que toda la vida en la tierra puede verse como una competición en pos de la energía capturada por las plantas y almacenada en carbohidratos, una energía que medimos en calorías. Hay un límite a la cantidad de estas calorías que las tierras cultivables pueden producir al año en todo el mundo, y una comida industrial que se compone de carne y alimentos procesados consume —y despilfarra— una exorbitante cantidad de esa energía. Comer maíz directamente (como hacen los mexicanos y muchos africanos) supone consumir toda la energía que hay en su interior; pero cuando alimentamos a un buey o a un pollo con ese maíz, el 90 por ciento de su energía se pierde: en huesos, plumas o piel, en su metabolismo y su vida de buey o de pollo. Esta es la razón por la que los vegetarianos defienden comer «en la parte baja de la cadena alimentaria»; cada paso hacia arriba en esa cadena reduce diez veces la cantidad de energía alimentaria, lo que explica que en cualquier ecosistema haya muchos menos depredadores que presas. Pero procesar alimentos también quema energía. Esto significa que la cantidad de energía alimentaria que se pierde en la elaboración de algo como el Chicken McNugget podría servir para alimentar a muchos niños y no solo al mío, y que detrás de las 4.510 calorías que ingerimos entre los tres hay decenas de miles de calorías de maíz que podrían haber alimentado a muchísima gente hambrienta.
¿Y qué aspecto tiene esta cadena alimentaria industrial cebada con maíz si se observa desde un maizal? Bueno, depende de si uno es el granjero o la planta. Podría pensarse que esa «maicificación» de nuestro sistema alimentario habría redundado en beneficio del granjero, pero no es así. El triunfo del maíz es consecuencia directa de su sobreproducción, lo que ha supuesto un desastre para la gente que se dedica a cultivarlo. El cultivo de maíz y nada más que maíz también ha cobrado un peaje a las tierras del granjero, la calidad del agua local y la salud general de su comunidad, la biodiversidad de su entorno y la salud de todas las criaturas que viven en él o más allá, río abajo. Y no solo de esas criaturas, porque el maíz barato también ha cambiado, sobre todo para mal, las vidas de miles de millones de animales destinados a nuestra alimentación, animales que no vivirían en granjas industriales si no fuese por el océano de maíz en el que esas ciudades animales flotan.
Pero volvamos un momento a ese campo de Iowa y observemos la cuestión —a nosotros— desde el punto de vista de la propia planta. Maíz, maíz, maíz hasta donde alcanza la vista, tallos de tres metros alineados hacia el horizonte en hileras perfectas de 75 centímetros, un jardín de maíz de 32 millones de hectáreas desplegado a lo largo del continente. Afortunadamente esta planta no puede formarse una opinión de nosotros, porque sería de lo más risible: los granjeros se arruinan cultivándola; aniquila o empobrece un número incalculable de otras especies; los humanos la comen y la beben tan deprisa como pueden, algunos de ellos —como mi familia y yo— en coches que también están diseñados para bebérsela. Sin la menor duda, de todas las especies que han encontrado la manera de prosperar en un mundo dominado por el Homo sapiens, ninguna ha tenido un éxito tan espectacular —es decir, ninguna ha colonizado tantas hectáreas y tantos cuerpos— como el Zea mays, la hierba que ha domesticado a quien la domesticó. Hay que preguntarse por qué los estadounidenses no adoran esta planta con tanto fervor como los aztecas; como ellos en otros tiempos, hacemos extraordinarios sacrificios por ella.
Estas eran, al menos, las algo febriles especulaciones que cruzaban mi mente mientras nos zampábamos nuestro menú de comida rápida en la autopista. ¿Qué tendrá la comida rápida? No solo te la sirven en un suspiro, sino que la mayoría de las veces también se come a esa velocidad: nosotros nos la terminamos en menos de diez minutos. Como estábamos en el descapotable y el sol brillaba en lo alto, no puedo quejarme del ambiente de McDonald’s. Quizá la razón de que nos la comamos tan deprisa sea que no resiste una degustación. Cuanto más te concentras en su sabor, más te das cuenta de que no sabe a nada conocido. Antes decía que McDonald’s sirve algo así como una comida reconfortante, pero después de unos cuantos bocados me inclino a pensar que están vendiendo algo más esquemático, algo más parecido al significante de una comida reconfortante. Así que comes más y comes más deprisa, con la esperanza de poder atrapar de algún modo la idea original de una hamburguesa con queso o de una patata frita mientras se te escurre entre los dedos. Y así una y otra vez, mordisco tras mordisco, hasta que te sientes no exactamente satisfecho, sino simple y lamentablemente lleno.