Las técnicas empleadas para encontrar, procesar, preparar, servir y consumir esos alimentos varían culturalmente y tienen sus propias historias.
SYDNEY MINTZ. Sabor a comida, sabor a libertad.
La técnica para la elaboración de la harina de maíz que operó en Venezuela no es como la conocemos hoy en día, que nos llega a las manos en un paquete de harina de maíz precocida para hacer las arepas en poco tiempo.
La historia de la molienda del maíz, desde nuestro tiempo prehispánico hasta los más cómodos momentos que nos brinda la modernidad con sus paquetes de harina de maíz o de arepas congeladas y listas, lleva la misma esencia en sus funciones elementales: pilado, lavado endosperso, cocción en agua y molienda. Pero en lo que la mano del hombre, la imaginación de la ciencia y el pujante progreso se expresaron fue en el desarrollo y la incorporación de instrumentos para el procesamiento mecánico de los cereales. Tanto el blanco colonialista como el negro esclavizado fueron incorporando instrumentos de sus «realidades» para el tratamiento del maíz, desplazando así –en algunos casos– al aripo y al metate indio, para consolidarse en la sociedad venezolana los molinos de pesadas ruedas, el pilón africano y el budare de hierro.
Con la fiebre decimonónica del progreso industrial se comenzaron a importar máquinas con el fin de acelerar los procedimientos preliminares de la arepa y para construir otras maquinarias para hacer arepas. Sin embargo, durante buena parte del siglo XX, en la sociedad venezolana permanecieron algunos utensilios propios de la época colonial, como el pilón y el budare de hierro –que aún lo vemos en los hogares venezolanos– (véase el cuadro 4); otros, que fueron insertados en el siglo XIX, como los molinos de hierro holandeses y estadounidenses, y otros más que se desarrollaron como inventiva tradicional para hacer arepas en el siglo XX, como las parrillas, los hornos sobre las hornillas de las cocinas, etc. A pesar de todos estos insumos para procesar de la harina de maíz, la arepa todavía conservaba su elaboración «tradicional» que, por supuesto, era fatigante para las mujeres especialmente, y los jóvenes. Por otra parte, es necesario decir que a finales del siglo XIX se desarrolló una técnica del procesamiento de la harina de maíz no para hacer arepas sino otros tipos de productos, lo cual dio origen a la harina de fécula de maíz o maicena, que tenía una función más industrial o para otros tipos de alimentos para el consumo humano y para labores domésticas.
Volviendo a la harina de maíz para arepas, es solo con la llegada de los años sesenta del siglo pasado cuando se evidencia una ruptura entre la Venezuela preindustrial y la industrial (véase el cuadro 4), en el tratamiento de la técnica para la obtención de la harina de maíz para elaborar arepas. Para esta época se perciben tres cosas: primero, una industria moderna que creó la harina precocida de maíz; segundo, que en los hogares venezolanos las amas de casa comenzaron a tener un poco más tiempo para el descanso o para entrar en la oferta del mercado laboral; y tercero, que los pilones comenzaron a ser objetos decorativos y los molinos de hierro que estaban en las casas fueron siendo olvidados, quizás por inútiles. En un solo día muchos hogares venezolanos arrastraron al olvido lo tradicional para adaptarse a lo moderno, dando paso también (como lo podemos ver en el cuadro 4) a una nueva tradición para erradicar otra.
Pero alrededor del desarrollo tecnológico, se va complementando en otros espacios la misión que busca la modernidad industrial y técnica que requería el país. El caso del mejoramiento del agro en Venezuela no es un caso aislado con respecto a aquel desarrollo tecnológico, sino que es una necesidad que buscan tanto el Estado como la empresa privada para la urbanización del país y el desempeño de nuevos roles. De esta manera, observamos científicos que buscan el mejoramiento de un grano que pueda aclimatarse a los suelos venezolanos, que no sea víctima del gusano maicero que tiende a pernotar en los llanos de nuestro país. Todo esto se comienza a lograr a través de la llamada «Revolución Verde», que tendría como meta en Venezuela la modernización del sistema agrícola y el paso a la siembra masificada y monoproductiva que logrará romper con la vieja tradición del conuco.
El desarrollo y distribución por el país de la harina precocida de maíz PAN (Producto Alimenticio Nacional) por las Empresas Polar, pioneras en la iniciativa de este producto, representó un paso definitivamente significativo, hasta el punto, por ejemplo, que han surgido hasta el momento otras marcas de harina precocida de maíz, uno de los productos más consumidos en el país y que ha comenzado a cautivar el corazón de otros pueblos fuera de nuestras fronteras. Además, Empresas Polar ha hecho que su producto vaya mejorando a través de adelantos científicos y de estudios de nutrición, enriqueciéndolo con hierro y vitaminas o preparando mezclas de maíz con fibra natural de la misma planta y de otros cereales.
Esta industrialización moderna trajo consigo nuevos inventos como por ejemplo máquinas para hacer arepas, tostadoras de éstas en tan solo siete minutos, freidoras industriales, etc., generando así una variedad de utensilios tanto industriales como domésticos, los cuales se pueden encontrar –en su mayoría– en los hogares de Venezuela.
Pero, ¿a qué se debía esta necesidad de desarrollo tecnológico?; ¿cuáles eran las necesidades de quienes lograron incorporar maquinarias para la elaboración «rápida» de arepas?; ¿cuántas eran las producciones de maíz en Venezuela?; ¿la producción era tan extensa que hizo que comenzaran a interesarse algunos ingenieros y técnicos en la invención de máquinas? Todas estas interrogantes se expresan en el desarrollo técnico-científico que explicamos, luego de historiar los antecedentes necesarios.
Para entender el proceso de la obtención de la harina de maíz tenemos que tener en cuenta que su forma tradicional se mantuvo hasta más allá de la primera mitad del siglo XX. Los budares o aripos y el pilón eran expresiones que se mantuvieron desde los tiempos de Maricastaña y que perdieron «vigencia» tecnológica con la llegada de la harina de maíz precocida en la década de los 60 de la centuria pasada. El aumento del consumo y de la producción de un elemento tan importante en nuestra gastronomía fueron determinando la introducción de nuevos artefactos para la obtención de la harina de maíz y, en consecuencia, de la arepa.
Por otra parte, el desarrollo tecnológico tradicional o preindustrializado que se mantuvo hasta mediados del siglo pasado, responde a una realidad urbana y una rural, que lograron expresarse en el siglo XIX pero que no dieron resultado y que consolidó el uso tradicional. Para el caso de la realidad urbana, la utilización de la energía a vapor representó la incorporación de nuevos artefactos, la importación de algunas maquinarias para agilizar el trabajo de la molienda del maíz (moledoras o trituradoras de maíz) o la invención de máquinas especiales para la molienda y elaboración de arepas con la finalidad de acabar o ir erradicando un sistema obsoleto. Mientras que en la realidad rural, y quizás dentro de ciertos sectores de escasos recursos en la urbe, la utilización de instrumentos tradicionales para la elaboración de la harina de maíz se mantiene como en los primeros años de la Colonia, principalmente. En el caso del estado Sucre, podemos ver que los descendientes mestizos le continúan diciendo al utensilio donde se coloca la arepa para asarla aripo, lo que representa una constante cultural y tecnológica que perdura hasta hoy.
Los primeros registros de consumo de harina de maíz en lo que actualmente es Venezuela los observamos en el período prehispánico, cuando el maíz representó una fuente alimentaria para prácticamente todas las sociedades que se encontraban a lo largo y ancho de nuestro actual territorio, donde se consumía de diversas formas: chicha, arepa, cachapa..., gracias a la utilización del metate y el aripo. Con el establecimiento de nuevos núcleos y grupos étnicos, ya que el consumo se mantenía mayoritariamente entre los pobres, se popularizaron los pilones de herencia africana para facilitar el trabajo de elaboración de la arepa; del mismo modo los blancos intentaron crear soluciones para doblegar el duro grano de maíz experimentando en sus pilones de piedra, demostrándose así la necesidad y evolución de una técnica para obtener el pan de maíz, hasta que comienzan a darse los primeros avances con la industrialización profesional durante el siglo XIX.
Tanto la arqueología como los registros de los cronistas que llegaron a Venezuela dibujan una geografía del maíz y de sus distintos usos por parte de los indios, durante el tiempo prehispánico y los siglos subsiguientes. Pero no solo se trata de las formas de procesar dicho cereal, sino también de los tipos de maíces que los primeros europeos –laicos y religiosos– vieron como alimento común de los aborígenes de nuestro país. La permanencia de los hábitos para el tratamiento del maíz en los primeros años de la Conquista garantizaba la dieta principal de los indígenas y, posteriormente, de los otros grupos étnicos que se encontraban en territorio venezolano. Para esto, consideramos que la mejor manera de representar el consumo del maíz en dicha época es hacerlo por áreas geográficas, ya que podríamos ver cuán importante era el maíz en la geoeconomía de entonces, tal y como lo afirmáramos anteriormente.
Teniendo en cuenta que el desarrollo de la conquista en Venezuela comenzó por el oriente del país y posteriormente por el occidente, podemos ver cómo en la zona oriental los indios caribes o cumanagotos contaban con diversos tipos de maíces, los cuales sembraban para su alimentación diaria. Tanto las relaciones geográficas como los libros de cronistas del seiscientos y el setecientos reflejan la producción del maíz y el mantenimiento del grupo originario y del español con dicho cereal, lo que hace pensar que por los niveles de producción y los altos índices de población indígena que se encontraba en el territorio venezolano para esa época, las herramientas iniciales (metate y aripo) para el tratamiento del maíz se continuaban usando.
Pero desde el siglo XVI hasta el XVIII la producción de maíz, en su mayoría, no se reporta en los escritos de los cronistas sino en los lugares donde se siembra la planta americana, lo cual hace que lo único que podríamos elaborar es una ruta de los lugares o de las zonas geográficas donde el europeo da fe de la existencia del cereal; indicando, además, el consumo de maíz y el sostenimiento de dicho grano para la manutención de los indios y de algunos blancos, sin olvidar que en buena parte de los siglos mencionados se desarrolló la siembra y la importación de trigo a tierras de la provincia de Venezuela[94].
La siembra del maíz –tal como la observamos en el mapa anterior– en algunas zonas casi nunca fue abundante. Por otra parte, el consumo de maíz en Venezuela estuvo condicionado por la misma característica del consumo en el tiempo prehispánico: para oriente y Guayana predominó la yuca, y para occidente el maíz.
En los paisajes geográficos más áridos es escasa la producción del cereal americano, por lo cual se estableció una relación comercial entre las comunidades que gozaban de suelos más fértiles para la siembra del maíz. Por dar un ejemplo, las comunidades indígenas que habitaban en la parte norte y seca de Maracaibo y las que se encontraban en la zona sur del lago, desarrollaron actividades económicas de varios tipos y al mismo tiempo introdujeron el maíz yucatán[95]. En cuanto a estas transacciones comerciales, Marco Aurelio Vila dice que a
«... estos factores de carácter geográfico se ha de añadir el humano: los pobladores de los paisajes circundantes al lago practicaban actividades económicas diversas: comercio de la sal; comercio de los artículos de oro; el tejido del algodón; el comercio del pescado a trueque del maíz y la yuca y otros productos agrícolas.[96]»
Esto explica cómo los indios motilones, pertenecientes a los actuales valles de Machiques, en las cercanías del río Catatumbo y de la sierra de Perijá, tenían conocimiento del maíz para la elaboración de sus bebidas. Para 1772 Juan Sebastián Guillén escribe que
«No acostumbran estos indios más bebidas que es la del agua, y no hay duda que a esta virtud debe dársele de justicia en atributo de singular y admirable, porque siendo todo indio inclinado a la embriaguez y teniendo estos a la mano todos los materiales de que se confeccionan y fabrican las fuertes, como son la palma que destila el vino, y el maíz y yuca de que forman la chicha y masato, a ninguna se aplica.[97]»
Donde también se observa una realidad semejante a la de la zona norte de Maracaibo es en la isla de Margarita, ya que la escasa producción de maíz no era suficientemente mayor para el número de habitantes en ella; esto se evidencia en el Cedulario de 1587 con relación a la isla, cuando dice que sus indios intercambian con los de tierra firme «cosas de estos reinos (de la Península) en recompensa de maíz, casabe y otras cosas de comida y que por ser la dicha (isla) estéril de los dichos bastimentos, les es forzoso hacer el dicho rescate»[98].
«Isla estéril» se consideraba al paisaje seco de Margarita para finales del siglo XVI. Pero tras el progreso de la economía perlífera y la incorporación de indios y negros a las labores de búsqueda de perlas se comienzan a incentivar las actividades agrícolas, pero la producción de maíz solo es asignada a los negros esclavos. Tal lo atestigua la Real Cédula del 5 de febrero de 1596, donde reza que «las estancias que hay en esta isla [Margarita] son de muy poco valor y solo sirven de sembrar y coger algún maíz para sustentar la gente de ella, especialmente los negros que sacan las perlas y son muchos»[99]. Sin embargo, a falta de suficiente maíz en Margarita para mantener a toda su población, se comenzó la importación del grano americano desde el puerto de La Guaira, de donde salen productos del interior del país hacia la isla, aunque ya no se trate solamente del maíz para los negros esclavos que trabajan como buscadores de perlas, sino quizás de otros grupos étnicos. Esto lo expresa Diego Gabaja en 1606, cuando dice que los productos que son exportados desde La Guaira se dividen de la siguiente manera:
«... los frutos que se cogen en el distrito de estas catorce leguas [de La Guaira] son algodón del que se teje lienzo; trigo, maíz, caña de azúcar, tabaco, zarzaparrilla, ganado vacuno, mucha jarca para navíos; todo lo cual se gasta en la tierra y se embarca en dicho puerto de La Guaira y se traen los cueros, zarzaparrilla y tabaco a España y lo demás se lleva a las islas de Margarita, Puerto Rico, Santo Domingo y Cartagena[...][100]»
Pero esta no es la realidad del resto del país en la época colonial. La dependencia comercial que la isla de Margarita tuvo con tierra firme evidencia que los indígenas de la zona oriental del país siembran maíz (tal como se evidencia en el mapa de la página 73). Desde los primeros registros de las relaciones geográficas de la zona, se habla de la producción de maíz por parte de los indios, tal y como lo comenta Rodrigo Navarrete en 1570, cuando dice que en Píritu la comunidad de caribes que allí habitan son «buena gente y amigos de los cristianos, grandes labradores de maíz»[101]. Esta misma realidad la da en fe fray Matías Ruiz Blanco, a mediados del siglo XVII, cuando dice que los indios Guarinos de la costa venezolana –a quienes algunos autores los denominan también cumanagotos– tuvieron varias especies de maíz, entre ellos el maíz amapo, el cual era cosechado cuarenta días después de haber sido sembrado. Acerca de los distintos tipos de maíz, Ruiz Blanco escribe:
«Del maíz hay seis o siete especies, y es de diversos colores. Uno, que llaman amapo, da fruto a los cuarenta días. Es muy pequeña la mazorca, y así no hacen pan de él, sino muy poco, que lo más lo comen asado antes de que se endurezca.[102]»
Matías Ruiz, además, también explica cómo los indios de esta zona sembraban el maíz. Escribe que
«... no aran ni cavan la tierra, sino rozan el monte y lo queman y en lloviendo, que está blanda la tierra, siembran a golpes el maíz hoyando con unos palos de pie derecho, y después si sale alguna hierba la limpian y no hacen más diligencia. Cada tercer año hacen roza nueva para sembrar huyendo de la molestia de la hierba.[103]»
Pero los indios guarinos no solamente tenían conocimiento de la siembra del maíz, sino que tenían un maíz específico con el cual hacían pan. Matías Ruiz dice que tienen un maíz del cual «comúnmente hacen el pan [y que] es muy tierno y fácil de moler»[104]. A pesar de que Matías Ruiz no dice de qué tipo de maíz se trata sí comenta cómo ese maíz es utilizado para la preparación de arepas o cachapas, ya que hace el trabajo menos arduo por su facilidad de moler; por otra parte, el cronista dice que estos indios tenían una técnica para preservar este maíz del gorgojo mediante la práctica del ahumado fuertemente durante algunos meses, lo que indica que los guarinos cosechaban maíz en abundancia[105].
En toda la zona del oriente venezolano donde se encontraban ubicados los indios cumanagotos, las producciones de maíz se desarrollaban con dos finalidades evidentes: la primera, para el uso común de los indígenas que se encontraban en la zona; la segunda, para la colonización y fundación de los primeros pueblos, tanto los que sirvieron de irradiación para fundaciones posteriores como los que no; lo que sus fundadores buscaban era una zona que, si no tenía una actividad económica perlífera (como Margarita y Cubagua) u otra, procuraban de ellas la obtención de productos básicos para su manutención y la de los indios encomendados, lo cual hace que en todo el oriente del país se produzca con mayor intensidad maíz.
La necesidad del maíz como alimento de manutención en todo el territorio venezolano en los siglos XVI y XVII, fue relevante para los tres grupos étnico-sociales; sin embargo, la dieta del maíz reposaba primordialmente en los indios y los negros, aunque los blancos europeos, con menos participación, no dejaron de alimentarse con los derivados del maíz durante los primeros años de conquista del territorio. Esto se evidencia, por comentar un caso, en la osadía de Diego Fernández de Serpa, quien llega a Margarita el 4 de octubre de 1569, y tras la búsqueda infructuosa de provisiones decide dirigirse al puerto de Cumaná con la finalidad de establecer contactos con los habitantes de tierra firme donde consigue por parte de los indios y los cristianos «mucho maíz y otras provisiones»[106], y en su descripción de la zona apunta que es «buena tierra, muy cultivada de grandes labranzas de maíz, yuca, batatas, auyamas, aunque no en sazón de cosecha»[107].
En la ciudad de El Tocuyo, ante la escasez de trigo –en comparación con el maíz– los europeos tuvieron que convivir con los hábitos alimentarios de los indios de la zona, a pesar de que deseaban que las indias cocineras implementaran los instrumentos propios de la cocina del europeo. En 1545, según la «Relación geográfica de El Tocuyo», los vecinos (blancos europeos) y los indios de esta ciudad mayormente lo que consumían era maíz, y el restante lo utilizaban para intercambiarlo por productos de su dieta con la ciudad de Barquisimeto. Esta relación dice que
«Generalmente en todo el distrito se coge abundantemente el Maíz de que se hace el pan que llaman arepas que es el que comen, y universal de que diariamente se alimentan todos. Y sacado el necesario para el abasto de la Ciudad y familias, que por las Justicias se regula, el demás se conduce á las Ciudades de Carora y de Coro, y algunas veces á la de Barquisimeto y respectivamente se dan los granos de Arroz, Alverja, Chicharos, habas, Garbanzos, Caraotas, de hortalizas como repollos, lechugas, rábanos, Mostaza, cebollas, Ajos y raíces como papa, Apios, Yucas y otros.[108]»
Los indios que se localizaban en el valle de Barquisimeto tenían maíz en abundancia, el cual se obtenía a través de la «siembra de riego»[109]. Entre los granos de maíz que los indígenas de las cercanías del río Turbio logran cosechar se encuentran el cariaco y el yucatán, que según la «Relación geográfica de la Nueva Segovia de Barquisimeto», de 1579:
«cógese desde que se siembra [el maíz cariaco y el maíz yucatán] El cariaco viene a tres meses, por ser maíz doncel y natural de esta tierra. El yucatán tarda cinco meses, y es maíz venido fuera de esta tierra[...][110]»
En la actualidad observamos que Caracas es una ciudad como el resto de las megalópolis del mundo, donde no se produce prácticamente nada en materia agrícola. Aunque esta afirmación suene contundente y trillada a muchos, no podemos negarla. Esta misma realidad no estaba alejada de la Caracas de mediados del siglo XVII y la siguiente centuria. La economía doméstica se mantenía entre la escasez del maíz y la usura de los precios. Las autoridades civiles del Cabildo caraqueño durante años trataron de controlar el abastecimiento de maíz, los precios y en algunos casos, otorgaron terrenos a los más pobres de la ciudad para que mantuvieran su dieta.
La Caracas de finales del siglo XVI se estimaba que contaba con unas 2.000 almas y para finales del XVII ya ascendía a unas 6.000, de las cuales una minoría gozaba del uso de la tierra «urbanizada», que solo correspondía a las calles (y esquinas) más cercanas a la plaza mayor, el lugar ideal donde los habitantes con mayores y mejores condiciones y calidades veían transcurrir sus vidas interrelacionándose con sus semejantes; mientras que en las zonas aledañas a las quebradas, a las orillas del río Guaire o en el piedemonte avileño se encontraban los solares que progresivamente fueron repartidos a personas de más escasos recursos, y en los cuales reposarían las siembras de subsistencia o de conuco. Acerca del crecimiento de la ciudad, Eduardo Arcila Farías y otros, en el Estudio de Caracas, dicen que
«... se hace continuo desde fines del siglo XVI. Peticiones y concesiones otorgadas por el Cabildo en solares para la construcción de casas son numerosas en comparación con las de cultivos y ganado. De las 103 informaciones acumuladas [a través de las actas de Cabildo caraqueño desde 1600 hasta 1625] referentes al siglo XVII, 84, es decir, el 81,55 por ciento corresponden a solares (casas) que se concentran entre los ríos o quebradas de Catuche y Caroata; de ahí que, a Caracas (núcleo del siglo XVI), corresponde el 42,85 por ciento; hacia Catuche, se localiza el 19 por ciento y hacia Caroata, el 10,71 por ciento; lo que hace un total de solares asentados en lo que va a ser la Caracas del siglo XVII del 72,56 por ciento, es decir, más de las 7/10 del total de los considerados.[111]»
La realidad de los solares en la Caracas del seiscientos es que por un lado eran los lugares donde los clérigos, civiles y militares tenían sus haciendas o granjerías, debido a las reparticiones territoriales de la centuria pasada; pero, por el otro, lo que arrojan las actas de Cabildo es que se trató de grandes lotes de terreno de aquellos que fueron entregados durante el siglo XVII a las personas más necesitadas para la siembra en conuco del trigo y del maíz, los cuales eran esenciales en la dieta de subsistencia de todos los habitantes, teniendo en cuenta que el cultivo del trigo, reservado para el grupo dominante (peninsulares y criollos) era menor, mientras que el del maíz estaba dirigido al consumo de la masa popular mestiza (indios, pardos, mulatos, negros, es decir, el grupo de menores condiciones y calidades). Pero no solo la división que existe entre aquellos alimentos es lo que sucede en la ciudad de Caracas, sino también que los solares fueron razón de quimeras entre los grupos sociales, ya que en 1625 el Ayuntamiento ordena que los negros y mulatos libres que se encontraban en dichos terrenos los desocuparan, lo cual hace que se produzca una discriminación hacia el sector de menores calidades[112].
Esto hizo que en ese momento en las tierras bajo el dominio de los grupos de poder, se comenzara a cultivar el trigo en forma masiva, lo que trajo consigo que, considerando el trigo como el grano dominante, se crearan molinos para procesarlo en el piedemonte avileño y en las quebradas de Catuche y Anauco, desplazando así a la siembra de maíz en los conucos. Acerca del cultivo de trigo en Caracas, Polanco Martínez comenta que
«La harina de trigo tenía para entonces [1620-1621] primacía sobre todos los demás artículos, pudiéndose decir que constituyó este período la edad de oro del comercio harinero venezolano. Los trigales de Caracas y de los Andes fueron por varios años los proveedores del pan y la galleta para las tripulaciones de las flotas de Porto Belo, que recibían vía las Antillas y Cartagena de Indias estos mantenimientos enviados desde La Guaira y San Antonio de Gibraltar.[113]»
Pero en la realidad, la rentabilidad del cultivo intensivo del trigo no fue por siempre, ya que a partir de 1626 lo comenzó a ser el del cacao, lo cual hizo que los alimentos de subsistencia pasaran a un segundo plano. Ante esta situación, el Cabildo caraqueño alerta sobre los peligros de abandonar los cultivos de trigo, porque al parecer «los cultivadores de trigo y de maíz han dejado las dichas labranzas e ídose a labrar cacao»[114]. Dos años más tarde, es una afirmación que los dos cultivos de la dieta de la ciudad fueron echados a la fortuna de Dios, porque en otra acta se asegura que ocho vecinos de Caracas ya «tienen [un] caudal considerable de hacienda de cacao»[115]. Ya sin cultivo de trigo en la región, se comenzó a importar de otras partes de América y Europa, lo que hizo que el costo de la harina fuese notable, hasta el punto de que solamente la élite era la beneficiada. Ante esto, es necesario decir que el más desamparado de ambos cultivos fue el maíz, ya que había sido primero desplazado por la producción masiva de trigo, y posteriormente por la del cacao, dejándose a la masa popular sin abastecimiento de su cereal de subsistencia tradicional.
Esta situación se transformó en un triple problema para las autoridades del Cabildo: primero, que los solares comenzaron a ser ocupados para la producción trigal y después cacaotera, lo que trajo consigo una ola de peticiones para ocupar algunos terrenos en el piedemonte avileño; segundo, que en la época de sequía se tuvo que comenzar a importar maíz de otras partes, lo que se tradujo en el alza de los precios, que cada vez se hacía más notoria; y tercero, que los agricultores comenzaron a acaparar el cereal americano.
Desde mediados del siglo XVII, ante la escasez del maíz sembrado en la ciudad de Caracas, los vecinos con menores calidades se dirigían a las autoridades civiles para que les solucionaran sus problemas económicos por medio de la petición de solares, lo cual era rentable para el Cabildo, ya que con dichas concesiones esta instancia lograba obtener un ingreso económico anualmente. Tal es el caso de la petición que hace Pedro Hernández de Çerpa, el 19 de enero de 1657, cuando se dirige a las autoridades del Cabildo con la finalidad de «Poder tener un pedazo de tierras en que sembrar maíz y otras legumbres para el sustento de mi persona, mujer y cinco hijos tengo necesidad de un pedazo de tierra, que será de dos almudes de sembradura, que está en los ejidos de esta dicha ciudad»[116], bajo su condición de vecino de la ciudad y alegando: «soy un hombre pobre y con la familia referida, sin tener que sustentarla»[117], y que está dispuesto a pagar la pensión moderada que exige el Cabildo anualmente, con la condición de que le otorgue un pedazo de tierra que se encuentra en «un recodo de vega que linda, el río Guaire de por medio, con una estancita de los alrededores del contador Francisco Manso de Contreras»[118].
Otro caso se presenta en la sesión del Cabildo el día 20 de noviembre de 1656, en la que Augustín, en su calidad de «moreno libre, vecino de esta ciudad»[119], le pide a las autoridades que «como vecino tengo necesidad de hacer un conuquillo de maíz y yuca para poderme sustentar, y porque de la otra parte de Arauco, hacia el río Guaire, debajo de la estancia que tiene poblado Sebastián Romero, está un pedazo de tierra baldía en la cual podré hacer dicha labor y no es de ningún perjuicio»[120]. Sin embargo, Augustín, consciente de las reglas del juego que pone el Cabildo para la concesión de los solares, les pide y suplica que le
«... conceda licencia para poder labrar en el dicho pedazo de tierra por el tiempo que por vuestra señoría se me señalase y sea con una moderada pensión atento a mi pobreza[...][121]»
Ambos casos fueron estudiados y analizados por las autoridades del Cabildo. En el primero, el de Pedro Hernández de Çerpa, el Cabildo sentenció ese mismo día que «no ha lugar lo que pide por ser ejidos de esta ciudad»[122], mientras que en la petición que hizo Augustín se dictaminó que «se comete el ver lo que pide a los señores capitán Juan Díez»[123]. Esto explica cómo las autoridades civiles mantenían un control de los terrenos otorgados a los grandes cacaos de la ciudad de Caracas a través de la concesión y del cobro de una pensión (o un impuesto) por el uso de dichas tierras[124].
Cabe decir que ambos casos (y quizás otros) lo que exponen es cuán necesario era el maíz en el valle de Caracas, ya que considerándolo como el sustento de los pobres se observa cómo escaseaba el grano en este grupo social que hace que se produzca este tipo de peticiones para la creación de conucos, los cuales eran el sistema de siembra que estaba al alcance de las clases populares.
Con la falta de siembra abundante de maíz en Caracas, las autoridades del Cabildo comenzaron a percibir la ausencia del grano como un problema de interés y, aunado a la crisis que representó dicha ausencia, se sumaron las constantes epidemias que atacaron a la población y, en menor escala, las invasiones de langostas y ratones que se produjeron durante varios años del siglo XVII[125]. Esto trajo como consecuencia dos factores naturales y entrelazados que las autoridades civiles tuvieron que atender: en primer lugar, la importación de maíz desde otras zonas de Venezuela; y segundo, un control en cuanto al acaparamiento y la usura de los precios del grano.
Buena parte del maíz que era introducido a Caracas provenía de los valles de los actuales estados Aragua y Miranda o del oriente del país, especialmente de Cumaná. Sin embargo, el mayor problema de las autoridades era el del acaparamiento del grano por los labradores de los campos cercanos a Caracas en época de verano. Tal es el caso de la petición que hace don Favián de Aguirre al Cabildo el 2 de mayo de 1650, que en su condición de procurador general dice:
«... que vistas y consideradas por vuestra señoría las causas de mi pedimento se servirá de poner remedio con efecto, que piden: lo primero, como es notorio y que ya lo experimentan los pobres, hay falta de maíz, o por la corta cosecha o por la codicia de los labradores, para venderlo a tres reales el almud, como se ve; lo cual conviene, para que lo haya y no se venda tan caro, que se busque y saque de los que lo tienen y se reparta entre los pobres dejándoles a los dueños lo que han menester para su año.[126]»
Ante esa codicia de los labradores por aumentar los precios del maíz de 2 a 3 reales el almud, y aprovechándose de los tiempos de sequía para acapararlo, el Ayuntamiento tiene que fomentar una política muy severa contra esta práctica, ya que no quiere ningún problema con los beneficiados del grano americano, tal como lo asoma el procurador general y ese mismo día, el Cabildo decreta:
«Que los dos alcaldes ordinarios, con asistencia del procurador general, salgan luego por toda esta ciudad y busquen en ella todo el maíz que hubiera y lo saquen y pongan en un pósito, donde se venda a dos reales el almud y no más, y hagan todas las demás diligencias necesarias en esta razón.[127]»
Sin embargo, el auto que tomó el Cabildo no dio con el problema de raíz. Durante toda la segunda mitad del siglo XVII continuaron tanto las quejas como las peticiones por miembros de dicha instancia para poder controlar el problema del maíz. Tal es el caso del alférez Juan Blanco de Villegas, quien en su condición de procurador general el 12 de mayo de 1657 hace una descripción al Cabildo de cómo es que los acaparadores ocultan el maíz para venderlo a un precio mayor que el estipulado por las autoridades. Dice que
«... generalmente padecen los vecinos la falta de maíz, que es el principal sustento de la tierra toda, y aunque parece que ocasiona esta necesidad la cortedad [pérdida] de las cosechas del año pasado, lo cierto es que, atendiendo a ella, algunas personas han estancado y encubierto el poco que hubo por venderlo, como lo hacen, en sus casas, a tres reales y a más el almud, vendiendo el tiempo contra conciencia y buena política y contra lo ordenado por vuestra señoría tantas veces[...][128]»
Y recomienda a vuestra señoría cómo hacer para controlar el problema del acaparamiento y la usura de los precios del maíz que los labradores les piden a los más pobres. Blanco de Villegas expresa que
«... fundados en que la necesidad que lo busca no a de reparar en la falta, todo [lo] cual es en perjuicio común; para cuyo remedio se a de servir vuestra señoría de nombrar dos comisarios que visiten las trojas [y] despensas sin reservación de personas, a quienes obliguen, con todo rigor, que hagan manifestación del maíz y lo vendan en la plaza al precio que está dispuesto, y cuando por necesidad se les permita que sea algo más, se les señale cuánto a de ser, sin que quede a su elección la alteración del precio[...][129]»
Bajo este tipo de determinación, el Ayuntamiento caraqueño lograba establecer un control sobre los acaparadores de maíz visitando las trojas (que son los lugares donde se deposita el grano) y tratando así de mantener reglamentados los precios. Sin embargo, existían también otros hombres astutos que vendían el maíz más caro de lo que las autoridades establecían. Por nombrar un caso, el procurador general, capitán Miguel Barón, el 12 de enero de 1658 le notifica al Cabildo las irregularidades de algunos productos alimenticios en la ciudad y con respecto al maíz, dice lo siguiente:
«... muchas personas tienen por granjería comprar maíz a las cosechas por precio de ocho reales y lo más por doce la fanega, para venderlo cuando reconocen el tiempo en que falta por precio de cuatro y seis pesos, como sucedió el año pasado, sin atender a la postura que en él está hecha por vuestra señoría y a que no se puede alterar en ningún tiempo siendo fruto de la tierra, por cuya causa padecieron los pobres y las familias de los vecinos, de quien es el pan con que se sustentan[...][130]»
Ante esta causa, el procurador Barón recomienda a las autoridades que para que ni los pobres ni los vecinos sigan siendo estafados por los que pretenden cometer usura en el precio del maíz, se debe hacer que
«... para el cuyo remedio se a de mandar por vuestra señoría pregonar por las calles públicas, para que ninguno pretenda ignorancia, que ninguna persona de cualquier estado y condición que sea venda maíz en ningún tiempo del año por más precio del que se tiene hecha postura.[131]»
Pero a pesar de las recomendaciones que se hacían en el Cabildo caraqueño para controlar el acaparamiento y la usura de los precios del maíz, la falta de abastecimiento continuaba siendo un dolor de cabeza para las autoridades. De esta manera se redacta el 27 de enero de 1659 la relación de los precios de los alimentos en la «ciudad de Santiago de León de Caracas, puerto de La Guaira, sus términos y jurisdicción», aprobado por el gobernador y capitán general de la provincia de Venezuela Pedro de Porres y Toledo y por todos los personeros del Cabildo caraqueño, con la intención de que «dichas cosas se vendan por los precios y pesos referidos»[132], para que los consumidores y los comerciantes menores no sean estafados por los que pretenden aumentar el precio de los alimentos. Y de la misma manera se advierte a los que pretendan violar la ley, cuando se sentencia que:
«... todo lo cual se guarde y cumpla, pena [...] y ninguna persona negra, mulata ni mestiza o de otro cualquier estado, calidad o condición que sean, venda cosa alguna si no fuere en la plaza pública de esta ciudad cumpliendo el tenor y forma de este arancel, quedando así los precios de los siguientes productos: Cuatro libras de Pan de maíz [1 peso] [...] El almud de maíz [2 pesos] [...] Dos libras de gofio [1 peso].[133]»
Otra función que tiene el gobierno local caraqueño es la creación del pósito o lugar que abastece a los habitantes de la ciudad en épocas de sequía o en las de tardanzas de la llegada de alimentos a dicha ciudad[134]. El pósito, lugar donde se guarda el maíz, tiene como finalidad mantener y distribuir los alimentos (maíz, sal, pescado, entre otros) que, estrictamente, son para los más pobres y que, a su vez, dicho depósito es administrado por las autoridades del Cabildo, lo que hace que se trate de una política social para mantener a los pobres abastecidos y que no se llegue a desatar una crisis con ese mencionado sector social[135] por la falta del principal cereal de su dieta diaria.
En el funcionamiento y la labor del pósito, la administración fiscalizada es ejercida por el propio Cabildo[136], ya que este es el único órgano gubernamental autorizado para traer maíz a la ciudad, manteniendo así –o estableciendo, quizás– un monopolio del negocio de los alimentos y, por otra parte, porque así obtiene ganancias para continuar adquiriendo alimentos que hacen falta en la ciudad, especialmente en la época de sequía o cuaresma. Es esta instancia administrativa, entonces, la que tiene controlada la escasez de los alimentos. Al mismo tiempo, el pósito tiene una función social: evitar que el habitante consumidor no caiga en los brazos de la usura de algunos comerciantes que buscan enriquecerse con el dinero de aquél por la escasez de los productos. También tiene una función administrativa real, ya que por la falta de traslado inmediato de los alimentos, especialmente de Cumaná, Barcelona (como lugares agrícolas) y Margarita (como puerto), y el asecho constante de los piratas que se encuentran en el litoral central o que en las provincias mencionadas saquean los barcos cargados de alimentos y contrabandean dichos productos con algunos comerciantes, dejando así, parcialmente, a la ciudad desabastecida[137].
Teniendo en cuenta el abastecimiento del pósito, no solo se trata de mantener a la sociedad, especialmente a los pobres, que consume maíz bien dotada sino que, también, está destinado a aquellas personas que trabajan con dicho grano en la confección del pan consumido diariamente en la ciudad de Caracas. Esto se observa el 2 de junio de 1661, cuando el Cabildo decreta que se otorgue una fanega (50 kilogramos) de maíz a las negras hacedoras de pan o panaderas de maíz. En el documento se lee que:
«Decretase por este cabildo, a petición del dicho procurador general [Pedro de Paredes], que se reparta entre las negras, panaderas, todos los días, una fanega de maíz, del pósito, para que se haga pan [arepas o hallaquitas de maíz]; que se saque a la plaza de dicha ciudad [de Caracas], a la esquina de las casas capitulares, para que, el que saliere de cada almud [25 kilogramos], se venda a los pobres, dando tres libras [1,360 kg.] por un real. Y que todo se haga con asistencia del diputado del mes y del fiel ejecutor. Y que este decreto se haga saber al mayordomo del pósito, el cual entregue, con cuenta y razón [razón], el dicho maíz a las dichas negras panaderas.[138]»
El negocio del pósito no solamente se manifiesta en la preocupación de los funcionarios por el abastecimiento del maíz en Caracas para sus pobres, sino que también queda de manifiesto que el maíz representa un rubro necesario para mantener económicamente a algunas personas dedicadas a la elaboración de panes a base del cereal. Del mismo modo la comercialización del maíz al pósito representa uno de los negocios importantes de la época colonial, ya que los administradores de los mismos son miembros principales de la ciudad, generalmente blancos con cargos públicos o militares[139].
Por otra parte, tras la escasez de maíz durante los meses de sequía, las autoridades del Cabildo dedicadas al funcionamiento del pósito caraqueño aumentan el control del acaparamiento y establecen que se busque a aquellos que tienen el cereal guardado y lo trasladen al pósito para colocarlo a la disposición de los pobres. Esta práctica se lleva constantemente durante los períodos críticos de escasez; prueba de ello es el caso del 17 de marzo de 1664. Ese día, en el Cabildo caraqueño, se reunieron como era de «uso y costumbre» los alcaldes ordinarios, capitán Lorenzo de Ponte Villela y el licenciado don Domingo de Gusmán; el depositario general, alférez don Gabriel de Ybarra y el regidor capitán Juan Rodrigues Agras como el ejecutor de la ciudad. Todos comenzaron a escuchar la diligencia que el capitán Luis Domingo Hurtado hizo «el pasado 15 de enero», en que bajo su condición de «comisario nombrado por el cabildo, justicia y regimiento de ella para saber los labradores que tienen maíz en sus haciendas y casas»[140], abordó a Francisco de Arocha, vecino de la ciudad que «tenía cantidad de maíz guardado, con pretexto con la falta de venderlo a muy alto precio». En la diligencia de Domingo Hurtado también se encontraba el escribano real de la ciudad, Joseph de Andrade, quienes llegaron a la morada de De Arocha donde no se hallaba y le preguntaron a los criados y «fue respondido por sus criados estar con su mujer en su estancia de Mamera».
De esta forma, ambos personeros del Ayuntamiento se dirigieron a caballo al pueblo de Mamera, donde está la estancia de Arocha, y al llegar al camino de la Vega «encontramos al dicho Francisco de Arocha y su merced le mandó fuese con nosotros, como lo hiso»[141]. De esta forma, las autoridades que custodian a Francisco de Arocha hacen que reciba el juramento y que por haberlo cumplido en «forma de derecho», se le obliga a que «manifieste todo el maíz que tiene». Ante el juramento exigido por las autoridades, De Arocha accede a revelar que tiene guardado maíz ya que él había prometido hacerlo cumplir, y se logró que dijera dónde lo tenía y él
«... hizo manifestación de la troja (donde lo tenía, que se halló a granel en mazorca), en una alta, un montón (sin hoja) y abajo, otro con hoja, que regulado por su merced y Francisco Martines, dijeron había en ambas partes sesenta fanegas poco más o menos; y que estaban alrededor, se visitaron y esculcaron y no se halló maíz ninguno, con lo cual se notificó al dicho señor regidor o cabildo otra cosa se le mande y con apercibimiento; y luego volvimos a esta ciudad [Caracas] con el susodicho, y llegamos a su casa, el dicho Francisco Derrocha abrió todos los aposentos, despensas y bodegas que tiene la dicha su casa en esta ciudad y la hiso franca, y entrando su merced [el capitán Luis Domingo Hurtado] e yo [Joseph de Andrade] el escribano, en todos mirando cada uno por sí con mucho cuidado, se halló solo en la sala alta cosa de poco más de dos fanegas de maíz en mazorca y desgranado.[142]»
Pese a las 62 fanegas de maíz (que equivalen a 3.100 kilogramos) que las autoridades embargaron a Francisco de Arocha, no contaban con que algunas personas de Caracas, sin importar los cargos morales o el estatus social, tenían negocios oscuros e ilícitos con los acaparadores de maíz sin darle importancia al recargo del precio en que se vendía, pero sí considerando su preocupante escasez. Tratando de hacer una interpretación social de la época colonial, las autoridades locales dejan en evidencia que cuando la escasez del maíz era más tormentosa tenían que dejar que los acaparadores sacaran sus ases debajo de la manga y mantuvieran algunos negocios con otras personas de la sociedad, dejándose ver claramente, tanto en las autoridades como en el resto de la sociedad el cumplimiento del viejo refrán popular «se acata, pero no se cumple», o quizás la poca importancia de algunos asuntos para una sociedad desnuda ante el disimulo con algún sector de la sociedad, tal como lo demuestra de Arocha en su declaración a las autoridades del Cabildo:
«...el dicho Francisco de Arocha, dijo: que su cargo del juramento que tiene hecho, no tener más que el manifestado porque, el que cogió, y vendido en esta ciudad a diferentes personas, y por almudes, más de ciento y setenta fanegas [es decir, 8.500 kilogramos], y que si lo tuviera no tenía que ocultarlo, pues era para vender, y que el que tenía en la estancia lo avía reservado para el uso de casa y familia, y doce fanegas [es decir, 600 kilogramos] que había ofrecido al padre superior de San Jacinto[...][143]»
Ya para entonces parece estarse consumiendo maíz en varios sitios y por muchas personas de Caracas, lo que devela el gusto por este grano. Sin embargo, con todo el maíz embargado a Francisco de Arocha, las autoridades toman una decisión en el Cabildo en cuanto a la labor realizada, donde lo que prevalece es demostrar un interés social para mantener el pan, especialmente entre los pobres de Caracas, que está desposeída de su principal cereal alimenticio para la elaboración de sus panes: la arepa y la hallaquita de maíz, los cuales eran los más comunes de la dieta alimenticia. Así que decretan que
«... daban las gracias al dicho señor regidor por el cuidado que pone en el bien público de esta ciudad y buscar sustento para los pobres de ella, y le piden lo continúe como se espera de su buen celo y cristiandad y use de su comisión; y que en cuanto al maíz embargado, que atento a que el dicho Francisco de Arocha tiene mucha familia, se le notifique dé veinte fanegas de maíz para el pósito pagándosele, las cuales se repartan en las negras moledoras, las que pareciere a dicho señor comisario para que, hecho pan, todos los días se reparta entre los pobres como se acostumbra.[144]»
Ante el acaparamiento y la escasez de maíz las autoridades del Cabildo se ven en la necesidad de buscar una salida a la crisis que representa la falta del cereal. De esta manera los funcionarios caraqueños comenzaron a importar maíz de otras provincias; sin embargo, en algunos casos, la importación no fue tan positiva como los miembros del mantenimiento del orden pensaban que sería. Tal como lo asientan las autoridades en su legislación el 21 de marzo de 1664; pese al decomiso que habían efectuado cuatro días antes a Francisco de Arocha la escasez continuaba en la ciudad, y una situación que desde hace unos seis meses atrás se viene presentando sale a relucir en la sesión de ese día, y es que las importaciones de maíz provenientes de la provincia de Cumaná no están dando los mejores frutos para interrumpir la terrible escasez del grano, según se notifica en la carta de don Pedro de Porres y Toledo, vecino de Caracas, y que fue abierta y leída por Joseph de Andrade, bajo su condición de escribano real ante las autoridades del Cabildo[145]. Se trata de que las negociaciones no se están siguiendo al pie de la letra porque el gobernador de Cumaná no está considerando la situación de escasez y urgencia por el maíz en Caracas. De esta manera, Porres y Toledo escribe:
«Luego que bajé a este puerto [de La Guaira] escribí al señor gobernador de la Margarita [que] se sirviese de socórrenos con maíz, asegurándole se lo haría todo buen pasaje al que lo trajese, y espero nos socorrerá. Al señor gobernador de Cumaná no se lo he escrito por que, habiéndolo hecho más ha de seis meses, no solo no ha querido hacerlo, sino que sin contentarse con haber echado un bando [mandato], so graves penas, que nadie sacase maíz de aquella provincia para ésta, viniendo dos piraguas que a mi instancia enviaba el tesorero Juan de Ybarreta cargadas de maíz, las hizo que no viniesen[...][146]»
Redactada así la carta a las autoridades de Caracas, pareciera que se trata de una arbitrariedad o abuso de poder por parte del gobernador de Cumaná. Pero Porres y Toledo cree tener conocimiento de la actitud de dicho gobernador con la exportación de maíz a la ciudad de Caracas, ya que afirma que «me han dicho que [ha de] estar sentido de que a las liças [¿lisas?] que trajeron el año pasado se puso tasa y no se vendieron a todo lo que juzgaron habían de venderlas»[147]. Ante esta razón de peso, lo que busca Porres y Toledo es una salida donde ninguna de las dos partes queden lastimadas; tanto él, como comprador particular, como las autoridades cumanenses, es decir, que se pueda solucionar el problema de la venta del maíz para que Porres pueda despacharlo y así abastecer a los pobres que tan necesitados están del cereal y, por otra parte, que el gobierno de Cumaná llegue a un buen entendimiento y no salga perjudicado como pasó en un momento dado. Pero ya que él solo no puede, busca ayuda ante una instancia de poder (el cabildo caraqueño) para que interceda y negocie con la otra élite (el gobernador de Cumaná). De esta forma, el redactor de la carta expresa:
«Y me parece que vuestra señoría, por cabildo, será bien que lo hagan y a las ciudades y no me parecerá muy fuera de propósito que, con toda cortesía, digan al gobernador de Cumaná que si tiene algún sentimiento de los oficiales reales o mío no es justicia lo padezca esta provincia [Caracas] habiendo siempre corrido en buena hermandad con aquella [Cumaná] y asistiéndole ésta en todas ocasiones. Y que del maíz que trajeren, como le den a precio convenible, sacando la ganancia justa, el que comprare pagará los derechos reales, que es lo que podemos hacer, que vuestra señoría ni yo no podemos hacer gracia de los reales derechos y mucho menos darlo a entender.[148]»
Ante la sugerencia de Porres y Toledo y la urgencia que se tiene en la ciudad por el ausente grano de maíz, las autoridades del Cabildo caraqueño deciden «unánimes y conformes» que «se escriba a los dichos gobernadores de Cumaná y Margarita y se les insinuó la falta de bastimentos que hay en esta ciudad, sin tratar de otra cosa, y asimismo se responda a esta carta; y para ello nombran por comisarios al dicho señor alcalde don Domingo de Gusmán y [al] depositario general, alférez don Gabriel de Ybarra»[149]. En esta decisión podemos ver cómo ante la ausencia del maíz, las autoridades del Cabildo intervienen en las negociaciones de un comerciante particular –a pesar de que no notifica cuántas son las fanegas de maíz que pide– con una instancia del poder civil, como lo es el gobernador de Cumaná, con la finalidad de abastecer la ciudad de Caracas que se encuentra ante una carencia significativa de maíz.
Sin embargo, podría decirse que así como en el siglo XVII y durante los últimos años del siglo XVIII, si bien las autoridades del Cabildo hicieron todo lo posible por mantener el maíz para los sectores más pobres de Caracas, la escasez y las irregularidades del pósito fueron una constante mientras duró la sociedad colonial caraqueña, al igual que la importación de maíz de otras partes de la Capitanía General de Venezuela para la ciudad de Caracas[150].
La tecnificación de la harina de maíz para la elaboración de las arepas y de su cocción, se basa en un proceso largo en el que algunas operaciones se mantuvieron hasta la llegada de la industrialización de la harina precocida de maíz. Las operaciones heredadas por la industria moderna se efectuaron de maneras similares, tal como lo podemos ver en las crónicas de Indias y otros documentos relativos a la época colonial: desde el secado del grano hasta la cocción de la arepa sobre el aripo o budare de arcilla, son técnicas propias de un tiempo pasado indígena que paulatinamente va cediendo terreno a la introducción de otras herramientas para su elaboración.
Durante el período prehispánico se crearon los aripos y los metates para poder triturar el grano de maíz. El metate es una de las herramientas básicas del hombre americano y consiste en una piedra de mano, con la cual se golpean los granos que reposan sobre otra piedra semiplana o semicóncava. El aripo es una losa plana y circular, elaborada de arcilla o barro cocido que puede soportar altas temperaturas. Según la arqueología venezolana, las primeras evidencias de metates y aripos en forma circular y plana datan desde el primer milenio d.C. (1000-1300 d.C. aproximadamente), tiempo en el que se presume que los indígenas de la región de los Andes y del piedemonte oriental los utilizaron para la elaboración de arepas, y que posteriormente se fueron expandiendo por todo el territorio venezolano[151].
Si bien como hemos descrito en líneas anteriores, tanto la arqueología como los relatos de cronistas, dan muestra de un consumo del maíz que operó en las sociedades indígenas tanto en el tiempo prehispánico como en la Colonia, determinando así una geografía del grano americano; sin embargo, tanto en consumo como las operaciones para obtener la harina de maíz y las arepas las observamos dentro de un proceso de lenta gestación y que poco a poco van incorporando nuevas herramientas para su obtención.
En el caso de las actividades alimentarias de los indios del oriente venezolano, fray Antonio Caulín, a mediados del siglo XVIII, al referir las formas de prepararlo, dice que «De ordinario se le comen tierno, que aquí llaman jojoto, asadas o cocidas las mazorcas»[152]. Y escribe además, que estos indígenas tienen dos tipos de maíces:
«... el uno es del todo blanco, el otro matizado de blanco, rosado y amarillo; y a éstos llaman los españoles cariaco y granadilla, y los indios erépa [...] [Ambas especies de maíz] son las más comunes entre los indios, por ser muy tierno, y fácil de moler; y también lo conservan con humo hasta un año, y más tiempo, encerrado en sus trojes, que llaman barbacoas.[153]»
Esta información de Caulín acerca del vocablo indígena erépa, como una de las variedades del maíz entre los cumanagotos, nos conduce a lo que el misionero jesuita Felipe Salvatore Gilij (1780) informa sobre la gastronomía de los tamanacos. Luego de destacar algunas comidas de la dieta de esa comunidad del sur de Venezuela, se refiere a la arepa –o pan de maíz– que «es comunísima entre los indios».
Pero Gilij no solamente habla de cómo la arepa es común en el sur del país, como lo apunta Caulín para el oriente, sino que para aquél, su descripción sirve para apreciar la forma tradicional indígena de elaborar la arepa en la Venezuela del siglo XVIII, la cual es la misma que apunta Girolamo Benzoni en sus grabados a finales del siglo XVI. Ante esto consideramos que se trata de una técnica inicial o primitiva para obtener la harina de maíz, la redondez de la arepa y la manera de dorar, la que no tuvo alteraciones, y si las tuvo fueron muy pocas, ya que se mantuvo en las comunidades indígenas a lo largo del período neoindio del tiempo prehispánico (1000 d.C.) y durante todo el período colonial venezolano (siglos XVI-XVIII). Felipe Salvatore Gilij, acerca de dicha técnica, dice que se trata de
«... coger la harina de maíz, ponerla en una tutuma, y allí mismo, echando agua, convertirla en pasta. Pero después de haberla hecho pasta dentro, la sacan de la tutuma, y con las manos la aplanan a modo de hogazas redondas, que de ordinario son del grueso del dedo pulgar, y como de medio palmo de diámetro. Así se hacen las arepas de maíz cariaco. El yucatán, como es más duro, se cuece ligeramente para hacer arepa, y se muele [en un metate] a modo de cacao. La una y la otra arepa se cuece como el casabe, ni más ni menos. Pero entre la una y la otra hay notabilísima diferencia.[154]»
La utilización de herramientas primitivas se evidencia en otras comunidades indígenas, por ejemplo, los otomacos, importante sociedad de nuestro tiempo prehispánico, sembraban un tipo de maíz que llamaron onóna o maíz de dos meses, una variedad que la arqueología ha reportado también en Popayán (Colombia), y que no se ha encontrado en otros lugares de Venezuela. Este onóna aparece asociado a otra característica otomaca y de otros pueblos del área del Orinoco, la geofagia o consumo de tierra. José Gumilla (1749) lo explica diciendo que estas gentes «comen tierra amasada y cocida [...] el que despacio ve y observa la referida fábrica de pan reconoce que lleva el barro consigo toda la sustancia del grano [de maíz], y de ordinario mucho jugo de la manteca con que se mezcla»[155]. Hacer este tipo de pan, que posiblemente se trate de la arepa u otros alimentos a base de maíz, según Gumilla, era trabajo de las mujeres.
«... quienes en los hoyos que cada una tenía cerca del río, había greda fina o barro escogido, y en el centro entierran el maíz, las frutas o los otros granos, cuya sustancia han de sacar, y dentro de días determinados viene a sazón el [...] amasijo [...] Llegada la hora, sacan aquel barro ya amasado, y bien incorporado con el almidón a unas cazuelas [...], y amasado allí segunda vez con más cantidad de agua, la pasan por un cedazo [...], y cae aquella masa muy líquida [...]; entonces echan manteca de tortuga o de caimán [...], y van formando sus panes, de hechura de bola bien redonda, para meterlos en sus hornillos.[156]»
En la primera parte destacamos que uno de los puntos geográficos de irradiación en el tiempo prehispánico más importante para la siembra y difusión del maíz era la región de los actuales estados Lara y Falcón. Más allá de las pequeñas observaciones que las relaciones geográficas exponen y los insumos que la arqueología señala, podría decirse que en el tiempo colonial las condiciones agrícolas de los indios jirajaras se mantuvieron en los primeros años de expansión territorial de los europeos. Una muy buena descripción del uso del maíz por los indios de la región del actual estado Lara, es la que nos propicia el comerciante florentino Galeotto Cey, quien escribe que
«El pan de dicho grano, o maíz [...] primero las indias ponían en remojo un poco de dicho grano, después lo ponían, mezclándolo con arena, en una de aquellas piedras para molerlo y con las manos estrujaban en ellas hasta que lograban quitarle la concha y dicen, cuando hacen esto, que hacen «orooro», de bodoque después al molerlo no produce afrecho. luego, con los dientes, le quitan esa punta de donde se produce el tallo, con que está el grano pegado a la mazorca, después lo ponen a secar y cuando es hora de comer se ponen a molerlo [...] Hecha la masa, le dan en agua un hervor, después tornan a moldearla un poco y hacen pan de diversas clases en la tortera [aripo] apoyada en tres piedras en lugar de trébedes. Allí hacen esas tortillas que llaman arepas, o hacen pan cocido bajo las brasas, o en el horno, como desee el patrón. De cualquier manera, es necesario comer y aquí viene que enfriándose se vuelve tan duro que no se puede comer y de aquí viene que pocos tienen buenos dientes, por comer pan caliente [arepas] y toman agua fría. Es pan que fresco o duro no se ablanda, ni crece, porque no usan fermento; es pesado en el estómago y en la digestión y una india hacen mejor pan que otra, según la mano, y hay muchos que tienen una india para hacer pan solo para dos o tres cristianos.[157]»
Es importante destacar que entre las herramientas iniciales o primitivas para la molienda del maíz, son pocos los datos que las fuentes principales arrojan acerca de la existencia del aripo y del metate, los cuales fueron los que se mantuvieron durante esta fase inicial de la técnica de elaboración de la harina de maíz. El metate permaneció durante buena parte de la primera etapa de la época colonial por parte de las sociedades indígenas venezolanas y americanas y, al mismo tiempo, no pudo ser desplazado por el pilón que, posteriormente, será la herramienta más común para la molienda del maíz. El metate, conocido también como manos de moler o piedras de moler, lo observamos en la descripción de Cobo (1652), en la elaboración de las arepas en la iconografía de Benzoni, y en la descripción de Cey, lo que indica que se mantuvo durante todo el resto del período colonial como una de las herramientas más importantes para la molienda del maíz para el consumo de indios y europeos.
En algunos documentos de testamentaría colonial venezolana, también observamos al metate bajo los nombres de mano o piedras de moler, como uno de los objetos que entran en los inventarios de las haciendas o casas de los acaudalados de la época. Buena parte de la responsabilidad de que este instrumento se encuentre en las casas de los blancos europeos, se debe a que las indias fueron las primeras cocineras de los hogares de aquéllos. En el testamento de Alonso Pérez de Pereza, vecino y uno de los fundadores de El Tocuyo, quien testó en Nueva Segovia de Barquisimeto el 4 de enero de 1562 y que murió tiempo después, dejó, entre otras cosas: «una piedra de moler se remató en el vicario en un tomín y medio. 1 t. 6»[158]. Esta misma situación la observamos en 1719 en los valles del Tuy, en el testamento de doña Felisiana María Castro, vecina de la ciudad de Caracas y viuda de Nicolás Tachon, quien deja una «arboleda de cacao de ella, esclavos y demas bienes que se hallares en las casas que en dicha hacienda hay»[159]; entre los enseres de la casa se censa «Una piedra de moler [maíz] con la mano»[160].
Ambos testamentos hacen referencia al metate, manos o piedras de moler en la cotidianidad de la época colonial, sobre todo en la cocina de los hogares españoles o europeos, lugar ideal donde se desarrolló el mestizaje técnico-culinario de las cocineras indias y, posteriormente, de las negras. El metate, como venimos diciendo desde páginas anteriores, comenzó a ser una herramienta utilizada por el indio inicialmente, pero progresivamente, mientras la cultura gastronómica se iba fusionando cada vez más, se fue haciendo cotidiano en todas las cocinas, tanto de blancos como quizás de los mestizos[161], hasta que fue desplazado por la comodidad del pilón, que tal vez con otros alimentos funcionó como mortero o simplemente mantuvo su uso en la molienda de la harina de maíz.
Por otra parte, una vez entra en funcionamiento la estructura colonial europea, las autoridades del Cabildo para controlar la abundancia de maíz en el pósito, lo cual significaba un problema pues debían parar las importaciones porque podía perderse parte del maíz acumulado a causa de insectos como el gorgojo, implementaron algunas soluciones técnicas con el afán de mantener molido el grano. Tal es el caso del 2 de mayo de 1662, cuando el mayordomo del pósito Juan Flores de Rivera, le notifica al Cabildo que
«... la abundancia del maíz que ha habido y hay es mucha, por cuya causa hasta ahora no se ha vendido ninguno del que ha entrado en mi poder de dicho pósito aunque he hecho muchas diligencias, ni se espera tenga venta por dicha razón, pues vale comúnmente a dieciocho reales fanega y se va maltratando mucho y llenando de gorgojo, y se habrán recibido hasta hoy ciento sesenta fanegas, y ha visto el daño que tiene[...][162]»
Para estos meses en que abunda el maíz en la ciudad de Caracas, las autoridades del Cabildo a fin de continuar manteniendo el pan de maíz en la plaza mayor y para que el grano no continúe maltratándose por el gorgojo, deciden utilizar los molinos de piedra que son empleados para obtener la harina de trigo para obtener la harina de maíz. El 28 de julio de 1662, el Cabildo caraqueño manda que
«En los molinos de trigo que se decrete que siendo usados para moler el maíz los que lo quieran moler y que lo lleven al molinero de confianza y se muela por tres reales la fanega, para mantener pan cocido en la plaza para mantener el sustento de los vecinos, en especial a los pobres[...][163]»
Este dato de la utilización de los molinos de piedra empleados para la molienda del trigo, es un caso aislado en las Actas de Cabildo, y seguramente en la historia de la molienda de la harina de maíz, ya que en las que se consultaron no se logró dar con un caso parecido ni similar, por lo que suponemos que solo se trata de un uso que se prestaba cotidianamente en los años de vida colonial en la ciudad de Caracas. Caso semejante solamente lo constatamos en una ordenanza municipal de 1607[164], en la cual se manifiesta el mismo interés por parte de las autoridades del gobierno local en ofrecer a sus habitantes el uso de los molinos de piedra para la obtención de harina de maíz; pero lo importante de esto no es que el Cabildo caraqueño pone en disposición los molinos de piedra sino que a través de esta máquina se producía harina de maíz, aunque no sabemos cómo era empleada, si para la molienda, o simplemente la trituración del grano, por lo que consideramos que se trató de una herramienta experimental durante los años del Antiguo Régimen.
Dentro de la misma evolución del período de la Colonia, otro importante aporte a la técnica de preparación de la harina de maíz fue el africano con la puesta a disposición y uso del pilón. Si observamos las Actas de Cabildo, las negras que se encargan de la elaboración de panes de maíz (hallaquitas y arepas, principalmente) son conocidas bajo el nombre de pilanderas, panaderas y amasadoras, lo cual confirma, aunado a las fuentes antropológicas, que el pilón tiene un origen africano y se usa para triturar los granos, y que fue incorporado a la vida cotidiana en la época colonial americana una vez instaurada la esclavitud. En estos pesados troncos huecos, con unas dimensiones que varían entre 30 a 70 cm de altura y un mazo de madera de unos 4 kg, los negros trituraban sus granos de sorgo o del mismo maíz que los portugueses habían introducido en el siglo XVI en tierras africanas[165]. Sin embargo, no se localiza en ningún Acta de Cabildo o en los testimonios de los cronistas alguna alusión a este instrumento, pero sí en los cantos de pilón, de los cuales se hablará más adelante y que seguramente son otra reminiscencia de la importación de este instrumento y de su utilización por la mano esclava.
No obstante la falta de información, podríamos decir que en efecto, el pilón fue el instrumento más importante de una técnica popular que se gestó desde los primeros momentos del mestizaje cultural e ideológico venezolano y cuyo uso, posteriormente, se extendió durante el siglo XIX y buena parte del XX, como referente técnico-popular. El principio del uso del pilón se debe a que las negras comenzaron a manipular la técnica de la pilada y molienda del maíz para la obtención de los alimentos que requería la dieta de la masa popular y, en algunos casos los mismos blancos acaudalados que, pese a sus hábitos alimentarios netamente europeos, comenzaron a consumir arepas o hallaquitas de maíz.
Tal como se evidencia en el mestizaje de los alimentos americanos y europeos la formación del gusto criollo, esta misma connotación la tuvieron los instrumentos para la elaboración de los platos o panes. En el caso del pilón, lo que tiene su significación como un instrumento técnico-popular es en la pilada del grano para sacar la cáscara del maíz, lo que representa el primer paso para la elaboración de la arepa y otros alimentos a base de harina de maíz. Teniendo en cuenta esta labor, el pilón fue desplazando al metate, que forma parte de las herramientas de la técnica primitiva o inicial, ya que las indias, negras y mestizas no continuaron deshollejando y triturando los granos de maíz agachadas en el suelo, sino que podían realizar dicha tarea de pie y, a su vez, este instrumento de madera también relegó a los molinos de piedra, que se establecieron como una técnica experimental en la molienda del maíz, por su poca practicidad; sin embargo, en lo que el pilón no pudo desplazar al metate (que luego se transformó en una especie de mortero) fue en la molienda de algunos alimentos de poca dureza, e incluso en la molienda de la masa de maíz después de que era sancochado, entre otras razones porque el metate podía ser subido a las grandes mesas que caracterizan la cocina colonial. De esta forma, el pilón comenzó a ser el instrumento por excelencia de piladera del ámbito rural y criollo, ya que su trabajo, realizado entre dos personas, era más efectivo que el realizado por una, como lo era descascarar el grano de maíz en un metate.
Al igual que el metate, el pilón se convirtió en un instrumento para la molienda (o piladera) del maíz, lo cual hizo que comenzara a tenerse en las casas de mestizos venezolanos durante la época colonial como un utensilio más, incluido en el utillaje de la cocina colonial (y posteriormente republicana). Claro está, que por su misma condición de instrumento grande y pesado, no estaba propiamente en el interior de la cocina sino en alguno de los corredores o en alguna parte cerca de la casa, generalmente entre el patio y la cocina.
El pilón también servía para la concepción y el condicionamiento del tiempo para los habitantes de Caracas y del resto del país, ya que al despuntar el alba en las casas y haciendas se comenzaban a escuchar los sonidos secos producidos por las negras y mestizas golpeando con las pesadas manos de pilar el tronco hueco. Estos sonidos generados en buena parte de la ciudad, representaban un «reloj imaginario» para considerar que entre las 7 y 8 de la mañana ya se tenían listos los platos de la primera comida del día, en los cuales las arepas eran las principales damas de las mesas de las casas. A propósito de este «tiempo de las arepas» en la época colonial, la historiadora Katty Solórzano comenta:
«Preparar el principal pan caraqueño [la arepa] requería volcarse a los pilones desde tempranas horas de la mañana, para luego amasar y poner a cocer en el budare a la protagonista de los desayunos. Si se comenzaba a remojar el maíz al comenzar la seña de Prima, a las seis de la mañana, ya para el comienzo de la seña a Tercia se mordían los primeros bocados.[166]»
Un caso interesante en la introducción de los «nuevos» instrumentos en la vida venezolana, es que a finales de la época colonial se comienzan a incorporar algunos objetos que van a ser utilizados al principio para dorar los alimentos pero después, con el tiempo, será el utensilio ideal para la elaboración de las arepas como lo es el budare. En la lista de precios que propone la Compañía Guipuzcoana al gobernador Unzaga y Amezaga en 1799, sobresalen los «budares de fierro colado según su tamaño, sartenes de fierro regulares»[167]. Pese a que desde hace tiempo ya había comenzado a usarse en Europa estos utensilios, el dato concuerda con los primeros años que comenzó a suceder en Venezuela. Al mismo tiempo, los budares comenzaron a ser tan importantes en la vida doméstica venezolana, que fueron desplazando a los aripos, para dar origen al nuevo instrumento donde se doran las arepas, ya que los de barro eran muy frágiles para los ardientes fogones de las casas de la sociedad criolla. Por otra parte, en el siglo XIX los budares comenzaron a masificarse en buena parte de la sociedad venezolana[168], pese a que en algunos lugares ha prevalecido el uso del budare indígena como constante cultura[169].
Bajo el inquietante contexto de los países europeos que consistía en contundentes transformaciones político-económicas en todos los ámbitos de la sociedad, se inaugura el siglo XIX. Esta centuria en Venezuela, más allá de la etiqueta de la historiografía positivista del «siglo de la guerra» como ha sido considerado, fue también, entre otras cosas, el siglo de la técnica, de las revoluciones tecnológicas, de las innovaciones en el país y el primer paso hacia la modernización industrial, todo esto como respuestas directas a los cambios que se estaban gestando en el ámbito mundial.
Recién establecido el orden republicano de Venezuela en 1830 y concretada la separación departamental de Bogotá, los gobernantes del momento, los hombres ilustrados y propietarios comenzaron a pensar en sacar adelante a ese país que había quedado con una sociedad casi exterminada, un comercio prácticamente inexistente y la falta de unidad de la «nueva» nación (por la falta de caminos) después de la guerra de independencia. Con un panorama tan precario, se intenta erradicar esos problemas bajo el nuevo esquema mundial: la industrialización del país y la tecnificación de una mano de obra más capacitada y especializada para sacar a Venezuela del atolladero en qué había quedado[170].
¿Pero cómo tratar de sacar al país de la miseria y la ruina que ha quedado después de la gesta independentista? ¿Quiénes tomarán las riendas de este gran problema? Ante el nacimiento de la República, se piensa también en un grupo de profesionales, letrados y propietarios que lleven a cabo la tarea de modernización del país, enfrentando al sector de la producción más abandonado y devastado para ese entonces: la agricultura. Para 1831 el ministro de Interior y Justicia, Antonio Leocadio Guzmán, expresa en su diagnóstico sobre el estado del país, que «no tenemos caminos por la falta de hombres; no tenemos navegación interior por esta misma falta, y por ella pobre nuestra agricultura, corto el comercio, poca la industria, escasa la ilustración, débil la moral y pequeña Venezuela»[171].
La agricultura del país para ese momento se basaba, estrictamente, en los productos que se cotizaban en el mercado internacional: café, algodón y añil, los que formaban parte del ingreso per cápita del aparato productivo de Venezuela; así que el maíz era un producto solo para el consumo interno y para el mantenimiento de la dieta típica de la población, lo que indicaba que la atención de una siembra extensiva de maíz por parte de los burócratas de la naciente vida política venezolana no fuese materia de atención.
Una manera de describir la producción maicera del país en el siglo XIX es a través de la descripción que hace el consejero Miguel María Lisboa, en 1843, cuando llegando a Caracas por el camino de La Guaira: «Dejando pues los cactus y la cochinilla y el descuido de los americanos, subimos a una región más fértil donde crecen algunos árboles elevados y donde se encuentran, al borde del tortuoso camino, algunos conucos (ranchos) [sic] con sus plantaciones de caña y maíz al lado, y de donde se oye salir el grato cacareo de las gallinas, indicador de la presencia del hombre»[172]. Y a su arribo a Caracas observó que las orillas del río Guaire eran «muy fértiles y rodeadas de florecientes haciendas de café y de caña, y de plantaciones de maíz, arroz y legumbres»[173]. Años más tarde, Karl Ferdinand Appun confirma el testimonio del consejero Lisboa, cuando en 1849, al llegar a Puerto Cabello, divisa que en el paisaje de los alrededores del río San Esteban se «alternan la selva virgen y los campos de maíz y yuca»[174]. También lo hace, el viajero Carl Sachs en su visita a los llanos venezolanos en 1876 y, en especial, a los valles de Aragua, a los que considera el jardín de América, observa: «de unas 26 millas cuadradas se encuentran alternativamente cultivos de café, cacao, añil, tabaco, maíz, caña, algodón»[175]
En el país la producción agrícola maicera del siglo XIX estuvo determinada por la existencia de la agricultura conuquera, la cual, en buenas palabras, constituyó el sostén de la economía interna para el mantenimiento del «pan a la venezolana» y otros productos. Lo que se representa en una siembra disconforme en diversos estados, el historiador Rafael Cartay, en una explicación del cultivo del maíz en el siglo XIX, corrobora nuestra observación sobre la siembra conuquera:
«Con los cultivos destinados a la satisfacción de la demanda interna [como el caso del maíz], es difícil establecer una zonificación precisa, puesto que la mayor parte de ellos se cultivaba en pequeñas unidades de producción familiar o conucos. El cultivo de maíz [entre 1830-1900] se encontraba extendido por todo el territorio nacional, y no se observaba ninguna entidad federal con un claro predominio en su producción.[176]»
Pese a la poca información que podamos suministrar de la producción de maíz en el siglo XIX, estamos de acuerdo con la observación de Cartay. Sin embargo, en cuanto a la industrialización, podemos decir que en muchos hogares venezolanos los instrumentos de la molienda continuaron siendo los mismos de la época colonial pero, tras la agitada situación que había con el auge de las máquinas, dicha molienda no estuvo alejada de tal proceso de sustitución, lo que se determinó por la introducción de maquinarias desde otros países.
El uso de maquinarias en el siglo XIX venezolano estuvo signado por la intención del Estado de modernizar el país o, como diría el historiador José Luis Bifano, «la primera premisa del Proyecto Nacional vinculada con el desarrollo de la técnica en Venezuela consistió en el fomento de la transferencia tecnológica»[177]. Bajo esta idea se comenzaron a importar máquinas y, al mismo tiempo, a capacitar a la población para el uso de los nuevos instrumentos de trabajo o, simplemente, abrir las puertas a una inmigración preparada. Es por esto que observamos a lo largo de la primera parte del siglo XIX que la mayoría de las industrias y los inventos patentados en el país provinieron de manos europeas o estadounidenses, estas últimas con más protagonismo, que estaban en el territorio. Pero estos hombres trajeron consigo no solo sus inventos y maquinarias a un país que estaba sediento de industrialización, sino también el conocimiento tecnológico[178]. Sin embargo, no siempre las innovaciones estadounidenses que llegaron a Venezuela fueron hechas por industriales que se encontraban en el país, sino que se comenzó a importar diversos productos del país del norte de América bajo dos importantes razones: la primera, que la joven nación era inspiración tecnológica de la mayoría de los países latinoamericanos y, la segunda –y quizás la más importante–, que Estados Unidos comenzó a revolucionar la tecnología decimonónica como el uso de la energía a vapor[179] y, amén a esto, las primeras máquinas a vapor.
Entre lo que parecen ser los primeros registros de introducción de máquinas desgranadoras y moledoras de maíz en la ciudad de Caracas destaca el hecho de que comenzaron a llegar en 1837, ya que por primera vez en el diario El Liberal se publica un aviso para la venta de dicha maquinaria. En él «Se ofrece de venta en casa número 18, calle del Comercio, Máquinas de desgranar y moler maíz»[180]. Otra noticia semejante aparece en 1854, en el Diario de Avisos, informando que se comercializan «licores de varias clases [...] máquinas para hacer mantequilla, desgranadores de maíz, molinos para id&c. [los cuales son usados para el maíz], &c. id., &c. Se realizan dichos efectos y otros más a precio e costo, en el almacén de máquinas, esquina de Carmelitas»[181].
Otra comunicación referida a maquinarias para procesar el maíz aparece en un anuncio del diario La Opinión Nacional, de 1869, en el que se ofertan desgranadoras de maíz, pero un poco más específicas en cuanto a la producción de harina que espera el comprador de estas:
«A San Rafael. Esquina de las Gradillas. Almacén de Ferretería, Quincalla y armas. El establecimiento está surtido de mercancías provenientes de Inglaterra, Francia, Bélgica y los Estados Unidos del Norte, recomienda: Máquinas para desgranar maíz de 1 y 2 ruedas./ Romanas de plataforma desde 400 libras hasta 2.000.[182]»
Un testimonio del uso de estas maquinarias y el uso tradicional de la elaboración de las arepas y todo el procedimiento para conseguir la harina de maíz, es el que ofrece Karl Ferdinand Appun en 1849:
«Primero [según el método tradicional] trituran en la pila, un tronco excavado [el pilón], los granos de maíz con un mazo de madera para quitar la concha córnea que los envuelve; después, los enjuagan durante medio día, los trituran en trozos todavía gruesos y sacan los gérmenes que perjudican el buen sabor; por último, después de enjuagarlos una vez más, los muelen mediante una piedra redonda y plana en una piedra chata y granosa [el metate], haciendo una especie de masa espesa, de la cual forman pequeñas y redondas torticas del grueso de una pulgada; las tuestan sobre un tiesto [el aripo] de arcilla. Estas torticas, llamadas arepas, son muy sabrosas si se comen calientes y, además, muy nutritivas [En cuanto al método industrial] Las arepas hechas de la harina de maíz molido en el molino, están muy lejos de tener el mismo sabor que aquellas preparadas del modo descrito; forman una masa tiesa y sólida que pesa mucho en el estómago, mientras las otras, que consisten en una mezcla de masa muy liviana y hongosa se pueden comparar con los mejores pasteles.[183]»
Ante el indetenible torbellino de las importaciones de maquinarias en la Venezuela decimonónica, el país también recibió una importante inmigración de extranjeros dispuestos, por intereses financieros o no, a ayudar a dar un paso a la industrialización del país. Una lista bastante extensa confirma el aporte de europeos y estadounidenses a la Venezuela de ese momento; sin embargo, uno de los inventores que destaca en esa lista del siglo XIX, es Alberto Lutowski, cuyo biógrafo, el arquitecto Leszek Zawisza, destaca su interés por la inventiva en Venezuela, y dice que los inventos desarrollados por Lutowski «derivaban del deseo de dar una directa respuesta a las necesidades de Venezuela en aquel entonces»[184].
Este ingeniero civil de origen polaco llega a Venezuela en 1841, y en poco tiempo publica un pénsum de estudios de ingeniería en el periódico El Venezolano, con el fin de enseñar los aspectos pragmáticos de dicha profesión y las adaptaciones tecnológicas al medio venezolano[185]. Tomando en cuenta esta necesidad, sus aportes al país serán como inventor, realizados solo, lejos de centros científicos y sin respaldo industrial. Entre los inventos de Lutowski cabe mencionar: un horno para fundir hierro con la utilización de leña, un motor que funcionaría con la expansión de aire bajo la influencia del calor en lugar del vapor de agua y un sinfín de proyectos para la modernización del país, los cuales nunca fueron aprobados[186].
Sin embargo, en el marco de nuestro discurso, hablaremos de uno los datos más curiosos con que nos tropezamos a lo largo de la investigación y que se refiere al interés de Lutowski por la industria de alimentos. En 1857, patenta una máquina que está desarrollando con la finalidad de producir masa y pan de maíz. Esta información la corrobora José Tadeo Monagas, presidente de Venezuela, quien escribe:
«Hago saber que el señor Alberto Lutowski se ha presentado ser el inventor de unas máquinas para producir la masa y pan de maíz, según el uso del país, y cuyos diseños, descripciones y procedimiento corren en el expediente respectivo.[187]»
Con la patente aprobada, lo que más necesita Alberto Lutowski para llevar a cabo su proyecto es el financiamiento de los industriales criollos, por lo cual se dirige a Manuel Felipe Tovar, quien para ese momento era uno de los más importantes capitalistas y propietarios, un hombre de larga trayectoria filantrópica y una temprana carrera política (en un futuro sería Presidente de Venezuela). De esta forma, el 14 de septiembre de 1857[188], le hace llegar la siguiente comunicación:
«Confiando en los filantrópicos sentimientos de v y en su ilustrada inteligencia en los negocios, me remito a dirigirle estas breves indicaciones para que se sirva meditarlas, y obrar según le dicte su razón. [...] En vano algunos industriales inteligentes, se propusieron sustituir en Venezuela el pan de maíz, usado en ella por muchos siglos, por razón de que su confección era, como efectivamente es, sumamente cara y penosa para el mismo estado del país, con otro pan del mismo grano, pero cuya preparación había de efectuarse por medio de molinos mecánicos, semejantes a los que en el extranjero se usan para producir harina de trigo y de otros cereales.»
Ante esta razón, Lutowski afirma que los pueblos aman sus tradiciones y costumbres, y escribe:
«Es muy natural, y así se ha visto en todos los tiempos, que los pueblos aman en tal extremo sus rezos y costumbres, sus idiomas y todos lo que es del país que habitan, que ni aun [roto] fuerza de persecuciones, durante muchos siglos, se les hayan abandonarlas, principalmente, cuando a esta circunstancia, se agrega también el recuerdo de algunos hechos gloriosos, de que ellos fueron autores o participantes [En cuanto a la intención de los industriales en cambiar la arepa por otro pan] El pueblo Venezolano desecho esta innovación, porque no le proporcionaba La Arepa tal como la conoció cuando empezó a alimentarse en su tierna edad, como la, con que vio alimentarse a los autores de sus días a sus compañeros, y porque este alimento, a más de ser agradable vano y nutritivo, es también de las peculiaridades del suelo, cuya conservación habiéndole causado tamaños sacrificios, la ha dejado gloriosos recuerdos, enorgullecerían a cualquiera nación de rango. Muy distinta suerte había tenido la invención, si, respetando los usos y las costumbre se hubiese limitado, a proporcionar los medios mecánicos y económicos, para confeccionar este alimento tal como se ha usado siempre en el país, pero con el indispensable ahorro de tiempo y y [sic] de brazos. Movido por estas consideraciones, me propuse, hace ya algunos meses, estudiar y dedicar maquinas adecuadas a este ultimo caso, y habiendo alcanzado del Supremo Gobierno de Venezuela, con la fecha de 26 de Marzo ultimo, un privilegio por 12 años para la fabricación y uso de maquinas para hacer masa y arepa comience a ponerlas en ejecución.»
Es por esta razón que Lutowski propone desarrollar algunas máquinas para la elaboración de harina de maíz y arepas al estilo venezolano, tomando en consideración que las labores más penosas y difíciles son pilar y moler el grano, las cuales ocupan el tiempo de los que ejecutan esta tarea. Ante el engorroso trabajo que significan ambas operaciones, Lutowski propone sustituir «los brazos del hombre con máquinas movidas por motores más fuertes, sea animados o inánimes».
Los primeros pasos para el invento de la máquina de procesar harina de maíz de Lutowski son solo ensayos, y están siendo dados en la hacienda de café del señor José Salva, quien le facilitó el uso de su máquina de vapor cuando no está siendo utilizada para moler caña; dice que las máquinas «es tán casi concluidas, no fallando más que complementarlas, montándolas, y ensayar las máquinas». También asegura que su invento consta de unas piedras especiales para la molienda que ha encargado a las Islas Canarias y a Francia, las cuales está esperando. En cuanto a los otros procedimientos para la elaboración de la harina de maíz como «la de soplar o ventear, de lavar, estregar y calentar el maíz; las maquinas y aparatos que la ejecutaran, a más de ser sencillos, son de tanto de poca importancia, que no permite dudas del buen resultado».
Este inventor polaco considera que con el producto que él está ofreciendo, la elaboración de las arepas será una de las cosas más fáciles para los habitantes de Caracas, ya que «hasta los muchachos, y las manos más delicadas pueden ocuparse en él como por diversión». Sin embargo, considera que su máquina será «un aparato económico de espacio y de combustible», tal como lo revela el plano (que no está en dicho Archivo Histórico), y que su intención no es precisamente la de lucrarse con este invento, sino «poder proporcionar el pan a un precio bajo que todos los demás, a los establecimientos pobres, como cuarteles, cárceles, hospitales, &.», los cuales son los lugares donde más se consumen arepas.
Para emprender su proyecto, Lutowski calcula que los gastos de entre 1.500 y 2.000 pesos, fuera de los que ya ha gastado. Teniendo la cantidad de dinero acumulado para su máquina, piensa establecer una fábrica, la que proyecta debe ir en un establecimiento que sea «grande para el consumo de Caracas, es decir; las Máquinas y el Edificio», lo que se traduce en una inversión de 25 a 30 mil pesos y estima que si la «población de Caracas, que es de 60 mil almas, entre habitando y transeúntes, puede contener por lo menos 35 mil personas que usan Pan de Maíz. Entre el pan y los demás productos de masa de Maíz que se consumen puede calcularse, en término medio, 1/2 real por individuo y por día». Tomando en cuenta estos cálculos se puede percibir una inversión de «17.500 reales de masa o muy cerca de 2.200 pesos diarios». Acerca de los costos de la materia prima, calcula que «se halla generalmente en proporción de 3 a 5 con la mano de obra y ganancia». Esto, considerando que el almud de maíz para ese año era de tres reales, y según sus cálculos, «el maíz costaría 825 pesos diarios y el producto bruto seria 1.375 pesos». En cuanto a los gastos diarios por mano de obra, considera que «no puede exceder, ni aun alcanzará a 375 pesos», y aunque aparezca otro gasto imprevisto, no pasaría de los 500 pesos diarios de regalía.
Tratándose de una nueva empresa, Lutowski considera que como ganancia neta le quedarán 500 pesos diarios, y en cuanto al dinero suministrado para el local, considera que «en poco más de dos meses se devolvería el Capital invertido en dicho Establecimiento».
No estamos seguros de cuál fue la respuesta que le diera Manuel Felipe Tovar u otro capitalista que quisiera invertir en la máquina de Lutowski; sin embargo, lo que llama la atención de este documento es que por un momento se busca la manera de acabar con el trabajo engorroso que significan las operaciones de pilar, ventilar, sancochar y procesar la harina de maíz, de la que se obtienen la arepa y otros productos y, asimismo, concordamos con la acertada observación del historiador José Luis Bifano, cuando dice que en el invento de Lutowski «encontramos un intento de desarrollo de la empresa privada a partir de la industrialización del plato principal de la dieta de los venezolanos»[189]. Sin embargo, tres años después de la carta de Lutowski, y sin ánimos de elucubrar sobre el invento del polaco, aparece en el Diario de Avisos una noticia ofreciendo una máquina para hacer arepas «en solo tres minutos»[190], de la que, lamentablemente, no se consiguieron más detalles.
Habíamos dicho que el siglo XIX venezolano estuvo signado por la participación de extranjeros que introducen, maquinan e inventan en el país. Sin embargo, en muy poco tiempo se comenzó a percibir el interés de los venezolanos por tomar las riendas de la inventiva criolla, teniendo en cuenta que era una iniciativa para solucionar o mejorar los problemas del país en materia tecnológica. En este sentido, con relación a los inventos que desarrollaron manos criollas, podemos decir que no será hasta la época del modernizador de Venezuela, Antonio Guzmán Blanco, que los inventos comenzarán a tener un enorme auge[191].
Pese a que la mayoría de los inventos estaba destinada a los productos de exportación (café, añil, cacao, tabaco), o a la minería, la búsqueda de la harina de maíz no hizo esperar mucho para que ardiera en las cabezas de los inventores. Un dato curioso es que en 1874, en Caracas, un cronista de La Opinión Nacional, otro impreso importante en la prensa decimonónica, comenta sobre la cotidianidad de los habitantes con una máquina de moler maíz que lanza sonidos como el de los temblores. En ese periódico se lee que
«Con mucha frecuencia, y hace algún tiempo, se oyeron en esta ciudad, a prima noche, hacia la parte norte particularmente, fuertes ruidos como los subterráneos de los terremotos, de manera que no pocas veces se han alarmado las familias y posternándose pidiendo misericordia al Dios omnipotente en la creencia que son temblores de tierra. Anoche, entre 7 y 8, nos hallábamos de visita en una casa central cuando la triste exclamación de ¡Misericordia! lanzada por una señora, las señoritas que conversaban con nosotros y el silencio terrorífico que a ella siguió, sin que nadie se atreviese a moverse de su asiento, nos hizo creer que la tierra se había sacudido. Nosotros no sentimos el remezón, pero sí el ruido nos hizo espeluznar el cuerpo. Pocos instantes después, otro ruido nos hizo correr a la calle, y al preguntar al primero que pasaba si había sentido los temblores, nos contestó: «Son los zumbidos de la máquina de moler maíz para arepa». No bien acabábamos de oír esas palabras, nos volvió el alma al cuerpo.[192]»
Además de esta máquina de moler maíz para arepas, con sonidos peculiares, localizamos otros inventos correspondientes al período guzmancismo. En 1880 el señor José Antonio Villavicencio, vecino del estado Bolívar y que José Luis Bifano considera «prolífero inventor [...] se presentó ante las autoridades de Fomento como autor de varias máquinas agrícolas»[193], y entre cuyas invenciones destaca el conocimiento de la ingeniería de los aparatos.
La primera máquina que presentó Villavicencio para descascarar el arroz y el maíz; la segunda para secar y limpiar el maíz después de pilarlo, sacarle el polvo, pajas o cualquiera otra basura; y la tercera, una máquina para moler maíz y poder usarlo en la elaboración de arepas. Sin embargo, lo que buscaba Villavicencio era que el Estado protegiese sus invenciones, objetivo que no logró, por lo que sus inventos no dieron muchos frutos[194].
Mejor suerte tuvo el invento de Juan Bautista Carreño, vecino de El Tocuyo, a quien el 26 de junio de 1885 le concedieron la patente de su máquina para pelar o deshollejar toda especie de granos, incluyendo maíz[195]. Distinta suerte, sin embargo, corrió la propuesta de los señores José Domingo Restrepo y M. Pimentel, introducida el 8 de agosto de 1894, sobre una máquina de moler maíz que llamaron Máquina de moler mais para familias, a la cual le negaron la patente. Tenía la siguiente estructura:
«Un cuadrilátero A de granito en cuya pared lateral B encaja y gira movido por un volante C un cilindro E también de granito y tallado de modo especial. El referido cuadrilátero A tiene en su parte superior una abertura F por donde se introducen los granos de mais que descienden y salen convertidos en masa, por la abertura G colocada en la parte inferior de este cuadrilátero.[196]»
Ahora bien, así como el Guzmanato (1870-1888) fue la época dorada de los inventos en Venezuela, también fue el momento de auge para las nacientes industrias urbanas que crecieron alrededor del sector agroindustrial, especialmente de la harina de maíz.
Sin embargo, una nueva técnica para obtener harina de maíz surgió a mediados del siglo XIX con un éxito rotundo: la maicena. Se trataba –y se trata– de extraer el almidón del maíz para preparar alimentos de los niños en sus primeras edades y para los ancianos. Se intentaba con ello evitar las constantes anemias que sufría la población, además de que también fue utilizado como un ingrediente muy efectivo para la elaboración de dulces y pastas. La maicena se usó, además, para el planchado de algunas prendas de vestir. Técnicamente hablando, la maicena se obtiene de la molienda del grano, macerado en agua con la finalidad de ablandarlo y separar los polímeros de glucosas (amilasa y amilopectina) mediante el tamizado, centrifugación y lavado.
El auge que tuvieron la maicena y las fábricas que se encargaron del procesamiento del maíz para su panificación a finales del siglo XIX y en las primeras tres décadas de la centuria siguiente en Venezuela (véase el cuadro 6), nutrieron la industrialización de los alimentos, sobre todo en aquellas ciudades donde el progreso había dado frutos (Caracas, Maracaibo y Valencia). Entre las primeras industrias dedicadas a la elaboración de la harina de maíz se encuentra la de Emilio Conde, vecino de Caracas que llegará a ser uno de los más grandes empresarios en el ramo de la harina de maíz. En 1864 introduce en Caracas una máquina a vapor «para mondar ó deshollejar los gramos de maíz, de modo que queden propios para la panificación ú otra preparación cualquiera»[197], a la cual el Gobierno le da una concesión de 15 años para que ofrezca su maquinaria a la comunidad.
Siete años más tarde, en Puerto Cabello, importante ciudad portuaria para la época, el señor Eduardo Moratinos funda la fábrica que denomina La Hispano-Venezolana, la cual funcionó con un molino a vapor y ofrecía una diversidad de productos obtenidos del maíz. Esta empresa
«... ofrece al expendio los siguientes productos [...] 5 Maicena «del mejor maíz carabobeño». 6 «Harina Blanca y Amarilla de Funchi». 7 Harina de maíz tostado. 8 Azúcar molida «brillante, blanca y refinada». 9 Maíz pilado y quebrado para alimentar animales. 10 Harina gruesa de maíz para alimentar pájaros y palomas.[198]»
Hasta donde podemos afirmarlo, esta fábrica del señor Moratinos es la primera empresa en ofrecer la maicena como producto industrializado, además de ser una fábrica dedicada específicamente a la obtención de otros productos derivados del maíz para diversos usos, tanto para el consumo animal como humano.
Para 1874 en Caracas el desarrollo de la tecnología de la molienda de maíz ya podía verse que estaba, en algunos casos, funcionando a través de los molinos mecánicos. Según afirma Rafael Villavicencio, en un informe sobre la salubridad de la ciudad, dice: «acerca del pan de maíz que se consume diariamente en la ciudad, hemos tenido que ocurrir a los molinos donde se confecciona la masa destinada a la elaboración de arepas, y allí se nos ha suministrado como positivas cifras las siguientes: Molinos de la Glorieta y del Guaire, almudes diarios [...] 250. Molino de Arguinzones y del Guaire, almudes diarios [...] 150 [...] [sumando un total de] 400»[199], lo que representa 10.000 kilogramos.
A lo largo de este período, tanto los comerciantes particulares como las grandes empresas comenzaron a ofertar la harina de maíz bajo sus dos modalidades: pilada y de molienda y, a su vez, muchas se dedicaron específicamente a la fabricación de maicena. A los ojos de muchos empresarios, el negocio de la harina de maíz comenzó a ser muy provechoso, por lo que en 1891 los señores Carlos Urbaneja (como presidente), Fabricio Conde, José Antonio Calcaño, Jesús María Paúl, Martín J. Sanavria y Gustavo J. Sanabria crean la Compañía Anónima La Popular con la finalidad de moler maíz[200]. Es curioso que, según Marco Aurelio Vila, en Caracas había «un molino de maíz instalado en 1890 [y que] estaba completamente electrificado»[201]. Se podría presumir que se trataba de esta compañía.
Cuatro años más tarde se reúnen los propietarios de La Popular con otros empresarios y deciden establecer una nueva firma comercial bajo el nombre de la Gran Compañía Unificadora de moler y pilar granos. La recién estrenada junta directiva estuvo conformada por Eduardo Calcaño, Juan Bautista Carreño, Carlos Alberto Urbaneja, Müller & Montemayor; Díaz, Ochoa & Cª; D. Jugo Ramírez, M. Porras, Jorge Ramírez, Ernesto Capriles, Enrique Meier Flegel, Carlos Orta Ibarra, Emilio Conde, J.H. Winkeljohann y Esteban C. García[202], con la finalidad de crear un monopolio de la molienda de los granos y su precio en la ciudad de Caracas y fomentar el mercado interno con productos de su elaboración. Sin embargo, y paralelamente, comenzaron a funcionar pilones y molinos de pequeñas firmas comerciales o de propietarios particulares en varios lugares del país.
Como podemos apreciar (véase el cuadro 6), entre los años 1864- 1928 se fundó un importante número de industrias destinadas al pilado y molienda de maíz, aproximadamente 44 industrias. Curiosamente, en el Directorio Industrial de Caracas y de la República de Venezuela 1919-1920, aparecen tres fábricas dedicadas a la elaboración de «pan de maíz»: la de Alfonso Lyon, entre las esquinas Jesús a Quebrado, Nº 107; la de Puig & Ca., entre Misterio a San Rafael, Nº 111, y la de Pascual Vicuña, entre Santa Rosa y Santa Isabel[203], de las que lamentablemente no hemos conseguido noticias. En cuanto a la comercialización de la maicena entre los años 1894-1925, se puede observar un notable interés en este ramo industrial, que se traduce en 19 fábricas en total, que desarrollan una exitosa carrera publicitaria con la finalidad de obtener adeptos de sus marcas pese a las idénticas características del producto en cuanto a dulces, atoles, almidón para la ropa, entre otros[204].
Ahora bien, con el auge de las industrias moledoras y piladoras de maíz a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, observamos a un país que se dibuja con dos paisajes: uno urbano, con el brillo de las ciudades desarrolladas por el progreso infernal, fábricas impulsadas primero por la energía a vapor y posteriormente la eléctrica: atendiendo al llamado de la ciudad del progreso[205]. En el otro paisaje, el rural, ocres pinceladas evocan la tierra agreste y golpeada por las constantes guerras que, sin motivos de algo cambiante, muestra un evidente atraso lo que comprueba que se mantienen las mismas costumbres populares tecnológicas.
Antes de 1960, año en que aparece la harina precocida de maíz marca pan, la elaboración cotidiana de las arepas era muy rudimentaria o, mejor dicho, se mantenía la misma forma de elaboración desde los tiempos coloniales: pilaban y sancochaban el maíz la noche anterior, y en la madrugada o muy temprano en la mañana lo molían en metates, molinos caseros o establecimientos dedicados a dicha labor. Este trabajo representaba, de alguna forma, las labores diarias de la Venezuela rural o, apelando a la cronología histórica popular, a la época de Maricastaña, que es la forma en que el saber del colectivo expresa la vida cotidiana de las ciudades o pueblos antes del auge de la industrialización del siglo XX, lo que en el caso del pueblo venezolano, sería antes del apogeo de la industria petrolera y sus beneficios. Acerca de la ya mítica Maricastaña, es importante la descripción que hace Mariano Picón Salas recordando a esta diosa del tiempo:
«Mito de mi niñez, de las cosas y los seres que me precedieron en la existencia, símbolo de enlace entre los demás y las pequeñas personas de cuatro años que un día, vagando por la casa, se sorprendió de vivir, de estar incorporado a ese ambiente, de haber entrado –no sabía por qué– a la sociedad de aquellas personas. Maricastaña fue para mí más que un refrán español: mi infantil animismo la transformó en fantasma o en sujeto histórico[...][206]»
Es importante decir que desde los tiempos de Maricastaña existían dos formas tradicionales de elaborar las arepas. La primera correspondía a la técnica de la harina de maíz pelado y, la segunda, la del maíz pilado, que pasaron a nuestra memoria como maíz pelao y maíz pilao. En cuanto a la preparación de la masa de harina de maíz pelado, Cartay comenta que
«... la masa para las arepas se preparaba «pelando» el maíz, mezclando dos volúmenes de agua con un volumen de maíz, añadiendo una solución de hidróxido de calcio [cal] al 1%, y sometiendo la mezcla a cocción a una temperatura de 80º a 90ºC, durante un lapso de 20 a 45 minutos [...] Este procedimiento ofrece la ventaja de mejorar sustancialmente el contenido de calcio y de niacina asimilable en el maíz, a la vez que abrevia la fatiga que suponía la preparación, pues se omitía el pilado del grano de maíz. En algunas partes del país, como en el Táchira, la preparación de la masa para elaborar la arepa de maíz pelado empezaba, en las últimas horas de la tarde, con el cocimiento de los granos enteros de maíz, generalmente de color amarillo, en una olla que contenía una mezcla de agua y un puñado de cal o ceniza. Al cabo de dos horas, el maíz ya estaba blando y se dejaba en remojo en la misma olla hasta el día siguiente. Al otro día, muy temprano, se escurría el maíz y se colocaba en una cesta para ser lavado repetidas veces, hasta que hubiera soltado la cáscara y no quedara traza de alguna ceniza, cal u otra impureza. Luego se molía el maíz, a piedra [metate] o máquina [molino], para formar la masa, con la que, agregándole agua y sal, se preparaban las arepas para el desayuno.[207]»
Acerca de la preparación de la masa para las arepas de maíz pilao, el mencionado autor escribe que:
«... se descascaraba y desgerminaba el grano humedecido, utilizando un pilón y un mazo o «mano», ambos de madera y de herencia africana. Luego se añadía agua a la mezcla para lavar el maíz. Con estas dos operaciones se separaba del endosperma la cáscara y parte del germen. Más tarde, el endosperma se cocía y se molía con una máquina de moler, o molino, para obtener una pasta o masa, a la que se agregaba agua y sal, dándole la consistencia y el sabor deseados [...] La manera de preparación de la masa, a base de maíz pilado, constituía una labor ardua y demorada, que consumía de 3 a 4 horas del tiempo familiar.[208]»
En ambas descripciones podemos ver dos aspectos importantes en la vida de las amas de casa: el primero, el arduo trabajo que significaba la elaboración de la masa para arepas en sus dos modalidades, a pesar de que en una se utiliza el pilón y en la otra no; el segundo, que desde finales del siglo XIX –o principios del siglo XX, quizás– se comenzó a incorporar máquinas manuales de hierro para moler el maíz, como el caso de los populares molinos marca Corona (actualmente de fabricación colombiana) en la vida doméstica, los cuales tuvieron éxito al desplazar a los metates o manos de moler, principalmente por la comodidad de moler el maíz sancochado en una posición física más confortable. Acerca de ese éxito de los molinos Corona en los establecimientos fabriles y quincallas de Caracas en los primeros años del siglo XX, Otto Gerstl recuerda que «los molinos para moler maíz, marca Corona se vendían en grandes cantidades»[209]. Es justo decir que estas máquinas guardan una parte muy especial y recordada en la memoria de la molienda de las venezolanas, ya que se transformaron en instrumentos útiles y visibles dentro de nuestras cocinas; al igual que las olvidadas parrillas para tostar las arepas, los tostadores de cuatro o cinco arepas, los hornos de cocina para cocer el corazón de la arepa, entre otros utensilios representativos para acelerar la cocción de las mismas.[210]
Sin embargo, tanto los pilones como los molinos, aunado a la energía eléctrica, trajeron consigo un nuevo crecimiento de la industria más allá de las zonas aledañas a Caracas y las ciudades más importantes del país, lo cual hizo que en los pueblos que gozaban de la electricidad lograran incorporar a la vida cotidiana la maquinaria ideal para la obtención de maíz pilado y, en algunos casos, molinos eléctricos industriales privados[211] para la obtención de masa de maíz pilado que solamente funcionaban a tempranas horas de la mañana; mientras que, en las zonas rurales donde dicha energía aún no había llegado se continuaban usando los instrumentos de la técnica popular, como es el caso del pilón. Acerca de cómo el país se dividía en quienes utilizaban maquinarias para facilitar la elaboración de la harina de maíz y quienes mantenían el procedimiento técnico-popular o tradicional, Cartay comenta que en «los centros poblados mayores, llegaron a existir industrias semiartesanales que elaboraban la masa, igual que en México [...] No obstante, en la mayor parte del país se siguió utilizando el procedimiento tradicional»[212].
Diversos testimonios y noticias hay sobre ambos escenarios de la elaboración de la harina de maíz pelado. En cuanto a lo que corresponde a la búsqueda de mejorar las condiciones para hacer menos arduo el trabajo, el 15 de noviembre de 1918, en el diario El Universal, aparece un curioso anuncio de prensa ofreciendo arepas mecánicas, en el que se lee: «Publicamos hoy un anuncio de la fábrica de Arepas Mecánicas, en el cual esta Empresa ofrece al público sus productos elaborados en especiales condiciones de aseo y de pureza». Claro está, que parte de la oferta son las excelentes condiciones de salubridad de que goza la compañía ante los problemas de saneamiento propios de la ciudad de Caracas para esa época; ante esto, la empresa que opera de Misterio a San Rafael, Nº 111, dice que: «Ahora cuando la higiene cobra interés y son mayores los beneficios que se pueden derivar de la elaboración de las arepas mecánicas»[213], esta fábrica publicó, en otro diario, que vendían diez arepas a razón de 0,25 Bs.[214]. Sin embargo nunca más se supo de ella.
En las reminiscencias que recuerdan a la ciudad de los techos rojos, José García de la Concha dice que en la playa del mercado de San Jacinto funcionaba «El taller de los Lebrún [atendido por don Luis F. Lebrún, donde] preparaban las máquinas de moler masa de maíz. Era muy típico de la Caracas de entonces ver de madrugada a las mujeres con su lata de maíz, ya pasado por el agua caliente, camino de las máquina, que por dos centavos le convertían un kilo de grano por un kilo de buena masa»[215].
Otro lugar de la ciudad donde operaba un molino de hacer masa de maíz era la parroquia de Catia, comenta Ángela Sánchez, una catiense de 58 años, quien recuerda el lugar de su niñez: «Catia es una zona de múltiples cosas curiosas; yo recuerdo que en una calle había un molino para hacer masa de arepas a donde todo el mundo iba en las mañanas, todos los días. Ese molino fue tan importante que así nació la calle El Molino, de Catia»[216].
En el caso de las pequeñas ciudades del interior que comenzaron a percibir los buenos augurios del progreso con la energía eléctrica y de la era de los hidrocarburos, surgieron pilones y molinos de maíz eléctricos que estaban a disposición de la comunidad y de los pueblos cercanos, lo que representó por un buen tiempo un espacio importante de la industria agroalimentaria doméstica, ya que estas empresas funcionaban en pequeños locales o en los hogares y significaba una entrada económica para una o varias familias. Es el caso, por ejemplo, de San Juan de los Morros, donde tras la llegada de la energía eléctrica en 1934, surgieron pilones industriales de maíz. Alfredo Heredia recuerda el negocio de su padre:
«En San Juan de los Morros, hace aproximadamente 50 años, más o menos, existían dos pilones de maíz. Uno del señor Tobías Galíndez, difunto hoy, y cuyo negocio quebró al tiempo, y el de mi padre, Neptalí Heredia, que le compró ese pilón a la familia Cardozo, una familia muy adinerada del estado. Mi padre mandó a hacer unas máquinas que transformaban lo que es el maíz en concha en maíz pilado; porque en aquella época no existía la famosa harina PAN de ahora, y tenía la gente que comprar, el que quería comer arepa, el maíz pilado en el negocio de mi padre, para sancocharlo y hacer las arepas de maíz pilado. Ese negocio lo mantuvo mi padre durante 42 años aproximadamente [¿1938-1980?]. El negocio se llamaba Pilones San Juan y se encontraba en la calle Infante, al lado de la casa, y donde todavía existe ese local. Las máquinas fueron hechas en Valencia en la industria de un señor llamado McKenzye, que murió hace muchos años. ¿Chico?, quizás esas máquinas, en ese estilo, fueron únicas en Venezuela, porque habían unas pequeñas [en las] que no cabía gran cantidad de maíz y no producían diariamente el costo del trabajo y el gasto del personal que trabajaba allí. Estas sí, porque esta máquina, que era eléctrica con un motor de treinta caballos de fuerza, le metías 200 kilos de maíz y en 10 minutos ya lo transformaba en maíz pilao. En este proceso salía el nepe, que es la concha de maíz, el maíz pilao, y, en otro uso que se le daba, era para trillar el café y después tostarlo; a ese negocio, venía gente de todas partes, de San Sebastián de los Reyes, de San Casimiro y de Ortiz, incluso. En ese negocio habían dos tipos de depósitos a granel, donde se soltaban de ochenta a cien mil kilos de maíz seco y, el otro, para meter el maíz pilao en sacos de 100 kilos y pacas de 50 kilos, que en todo este trabajo se encargaban como unos siete empleados más mi padre que lo atendía[...][217]»
En cuanto a los negocios de moler el maíz pilado para transformarlo en masa, también en San Juan de los Morros, mi padre, Miguel Dorta Quintana, de 62 años, recuerda que:
«Entre las máquinas de moler maíz privadas, porque mucha gente tenía en las casas aquellos molinos Corona, existían tres lugares: el negocio del señor Quintín Escobar, quien montó la primera máquina de moler maíz en San Juan. Este señor montó su negocio en la calle Roscio con calle Páez. Había otro molino que era del hermano del señor Quintín, que se llamaba Antonio Escobar, que quedaba en la avenida Los Puentes cerca de la vuelta de Juan Flores, un lugar muy conocido. Y el otro, del mayor Carlos María Gutiérrez, un militar gomero, que ese quedaba entre las calles Zaraza y Cedeño. Casi todos, los tres molinos que habían en San Juan, estaban relativamente cerca y céntricos al pueblo. También, los tres molinos funcionaban con unas máquinas pequeñas eléctricas de un motor de corriente. Nosotros íbamos en la madrugada, a eso de las 5 y media de la mañana, y llevábamos la lata de maíz sancochado y lo molían [...] Me acuerdo que se hacían colas y pagaba uno un céntimo por moler el maíz.[218]»
Pese a estas máquinas industriales que se encontraban en las ciudades donde reinaba la energía eléctrica, para la dieta campesina de maíz se continuaban utilizando los instrumentos tradicionales –pilones de madera y máquinas de moler–. Pero, en resumidas cuentas, la hechura de las arepas, en los distintos ámbitos, continuaba siendo fatigante y demorosa, como lo dice Cartay: «en la Venezuela rural [la preparación de la masa de maíz para la elaboración de las arepas] era, entonces, una tarea ardua, demorada y fatigante, que absorbía buena parte del tiempo familiar, especialmente de la mujer y los jóvenes. La labor, que se repetía día tras día, comenzaba en la madrugada. Al lucero del alba lo llamaban ‘el arepero’, porque con su luz acompañaba a las mujeres que se afanaban moliendo el maíz»[219].
Tomando la idea de la dieta campesina, podemos ver cómo el historiador Germán Carrera Damas rememora la elaboración de las arepas en su casa paterna en Cumaná durante la década de los cuarenta del siglo pasado. Evocando su niñez, recuerda:
«Todo había comenzado en la tarde anterior, cuando reposado el almuerzo se comenzaba a «escoger el maíz», es decir, a limpiarlo de impurezas. Una vez terminada esta minuciosa operación, responsable del blancor del producto final, se procedía a pilarlo en un pilón al cual se le rodeaba la boca con un trozo de coleta atado con una cuerda, el gollete, para realzar un poco el borde. El pilar, a una mano o sincronizadamente a dos manos, iba asociado por lo general con el cantar interrumpido por alguna reprimenda dada por la cocinera «a esa muchacha tan floja» que dejaba reposar la mano dentro del pilón, lo que rompía el ritmo del pilar a dos manos, por rochela, torpeza o lentitud. Nunca logré saber si tenía más responsabilidad la vista o el tacto en la decisión, pero lo cierto es que de pronto brotaba la sentencia: «lava bien el maíz». Lavado en varias aguas, hasta que soltaba todos los picos, daba lugar al «agua de maíz», destinada a engordar los cochinos [...] Si pilar el maíz era un rito, cocinarlo era un arte. Dos grandes canarines de peltre, destapados, llenos de maíz hasta unos cuatro o cinco dedos por debajo del borde, y cubierto el contenido por unos dos o tres dedos de agua, se apoyaban firmemente sobre las tapias e iniciaban su lento bullir. Lo de arte tenía que ver con la decisión sobre cuando «el maíz está». Dos modos de comprobación; hincarle la uña o el diente para determinar cuándo está cocido sin «quedar blando» o cuándo está duro sin «quedar blando». Porque si estaba demasiado cocido, la masa se aguaría al ponerle agua con sal para amasarla; y si todavía crudo el maíz, la masa no tomaría la consistencia requerida para moldear las arepas y la concha de éstas se cuartearía [...] Muy temprano, apenas al amanecer, una vez montada el agua para el café, se procedía al amasado, en una batea de madera, rociando la masa con agua salada tomada de una escudilla en cuyo fondo podía verse algunos granos de sal, reacios a disolverse. El tomar una pizca de masa y probarla determinaba el grado de sal requerido, así como el apretarla entre los dedos indicaba sí el molino Corona había cumplido bien su cometido, o si por el contrario era necesario «volver a pasar la masa». Terminado el amasado, se dejaba reposar la mezcla en la batea, cubierta con una tela húmeda, durante un rato[...][220]»
Pero no solo la tecnología popular de la hechura de las arepas ocurre en la Cumaná de los 40, como relata Carrera Damas de un país que comienza a percibir beneficios de la renta petrolera. La dieta campesina y los instrumentos rudimentarios continúan manteniéndose en los campos venezolanos durante el apogeo del oro negro, como es el caso de Cantarrana (estado Lara) en 1964, donde Eva Teresa Mendoza (47 años) recuerda su infancia alrededor de los olores de la leña seca y los fogones:
«Cuando pilábamos el maíz yo tendría como 7 años, en 1964, por allí; en esa época por esos lares no se conseguía la harina de maíz, o por lo menos, yo no recuerdo, vivía en una casita de bahareque en Cantarana, un caserío que queda como a 9 kilómetros de Quíbor y que no tenía luz. El pilón quedaba a la salida de la puerta de la cocina, en el corredor, pegado a la pared. Se echaba el maíz amarillo en grano en el pilón con un poquito de agua y una persona se ponía de un lado y la otra del otro lado. Y, bueno... se ponía uno a pilar el maíz, cuando una sacaba la otra metía; cuando el maíz quedaba todo peladito, lo sacábamos de allí y lo sancochábamos y, después lo metíamos en el molino de hierro y se molía. Después se amasaba la masa y se hacían las arepas. Nosotras lo pilábamos en la tarde del día anterior, se sancochaba el maíz en la noche y a las 4 de la mañana, como iba la gente [refiriéndose a los hombres] a trabajar a los conucos, a sembrar, molían el maíz y hacían las arepas. Yo pilaba porque me gustaba, no tenía la obligación de hacerlo porque yo era una niña, simplemente; porque lo veía y me llamaba la atención. El pilar maíz, que yo recuerde, era trabajo de mujeres, sí..., porque los hombres estaban afuera. El molino de hierro estaba dentro de la cocina. Estaba en dos troncos de madera y una acostada, donde el molino tenía que estar bien ajustado. El maíz ya sancochado se echaba en el taturo del molino, nosotros le llamábamos taturo. Y, entonces, se ponía una batea de madera que era para recoger la masa. Las arepas se cocinaban en un fogón que eran tres piedras grandes, yo no sé de dónde sacaban esas piedras; en un fogón ponían el budare y en el otro, las paraban con cara a la candela; me acuerdo que el budare era de hierro. Las arepas que se hacían eran para todo el día; y las que quedaban para el día siguiente, se pasaban por huevo y harina de trigo, se rellenaban y se hacían unas tostadas, allí no se perdía nada[...][221]»
A partir de lo expuesto por Eva Teresa Mendoza, observamos cómo aún en la década de los sesenta, momento para el cual se comienza la comercialización de la harina precocida de maíz marca pan, se mantenía en los campos venezolanos la misma tecnología popular[222] para obtener la harina de maíz, como la expresada por Germán Carrera Damas en su relato. Por otra parte, observamos en ambas remembranzas cómo se le atribuye a las mujeres la labor del pilado y elaboración de las arepas, lo que continuó aún en las seis primeras décadas del siglo XX.
No se puede entender el proceso de modernización de la industria de harina precocida de maíz sin tener presente la búsqueda de la masificación y el mejoramiento científico del maíz en Venezuela durante el siglo XX. A partir de la década de los cuarenta, el panorama de la economía venezolana cambia por completo de rubro; aquel país que obtenía del café, tabaco y cacao su ingreso per cápita comienza a darle paso a la industria de hidrocarburos, dejando en evidencia, entre tantas cosas, la migración interna del campo a la ciudad. Bajo el nuevo esquema de producción mundial con el que las exigencias agroalimentarias se vuelven cada vez mayores, lo cual se traduce en un desarrollo genético y agroquímico de los alimentos, la explotación maicera entra también en la intensificación de su producción dejando atrás al conuco. Acerca del incentivo que el campo agrícola venezolano tuvo en los años cuarenta, dice el agrónomo Carlos González que:
«Para 1958, la producción total del grano era prácticamente la misma que en 1937, pero la mitad de esa cosecha era obtenida en entidades con predominio de topografía plana, aunque de escasa población rural. En algunos de esos estados, principalmente en Portuguesa, se había iniciado desde mediados de la década de los años cuarenta, un agresivo proceso estatal de colonización de tierras boscosas con fines agropecuarios, asentándose en ellas a inmigrantes europeos y a técnicos agropecuarios venezolanos.[223]»
El desarrollo del campo agrícola durante la época posgomecista respondía a dos aspectos importantes en cuanto al crecimiento de la economía agrícola: primero, desde la perspectiva del Estado, se intensificó a través de la Constitución de 1936 la colonización del agro por parte de extranjeros europeos, con la finalidad de distribuir las tierras expropiadas para modernizarlas en manos de aquéllos; y segundo, la realidad de las paupérrimas labores del campesino en el campo, que se basaba en el uso intensivo de la mano de obra, ya que la siembra del maíz estaba limitada a varios aspectos: la siembra era ejecutada a mano, haciendo un hueco en la tierra con un palo agudo llamado coa, un superviviente de la cultura indígena; la utilización de machete y escardilla para deforestar y mantener limpia el área cultivada; y, por último, la recolección o cosecha era realizada a mano.
A partir de 1939 se crea una cooperación entre el Departamento de Genética del Instituto Experimental de Agricultura y Zootecnia mexicano (Ieaz) y el Ministerio de Agricultura y Cría (MAC) venezolano, con la finalidad de crear variedades de maíz a través de los ya existentes en el país[224] y los introducidos desde Cuba, Puerto Rico, Colombia y EE.UU. Sin embargo, fue en la década de los cuarenta cuando se comienza a intensificar la siembra masiva de maíz, tanto por la capacitación del campesinado como por el cultivo de los nuevos híbridos[225]. En 1942, el doctor Derald G. Langham, tras el cruzamiento de dos maíces cubanos, dio a conocer la primera variedad de maíz amarillo semiduro a duro, el «Venezuela-1», que podía ofrecer un rendimiento de 2.500-3.000 kg por hectárea, ya que los maíces de procedencia norteamericana resultaron ser plantas muy débiles ante el ataque de plagas y, tardío en cuanto al florecimiento temprano. Dos años más tarde, los doctores Langham y Gorbea fortalecieron el «Venezuela-1» y crearon una variedad de maíz blanco semidentado llamado «Venezuela-3», con un rendimiento igual al del «Venezuela-1».
El rendimiento del maíz estuvo signado por las intenciones del Estado de reformar el sector agropecuario. Tal es el caso de los primeros objetivos que buscaban la Reforma Agraria[226] y el Plan Rockefeller, ambos en 1947. Sin embargo, en cuanto al desarrollo científico, en 1947 el Ieaz –que funcionaba en Maracay– y el ingeniero agrónomo Rojas Gómez obtienen la variedad de un grano blanco semidentado criollo, conocido como Sicarigua, nombre que corresponde a la hacienda ubicada en el municipio Torres (estado Lara) donde se llevó a cabo la selección. Esta variedad podía ofrecer entre 2.500-3.000 kg por hectárea[227].
Tras el éxito del Sicarigua en dicha región, en 1950 por intermedio del doctor Salomón Horovitz, profesor de genética de la Facultad de Agronomía de la UCV, se comenzó el conocido Plan Sicarigua, con la finalidad de llevar a cabo autofecundaciones y cruzamientos para mejorar dicha variedad de maíz. Sin embargo, los primeros ensayos desarrollados en los Valles del Tuy (estado Miranda) no dieron resultado y se perdieron las cosechas[228]. Ese mismo año, todo el material fue cedido a la División de Fototecnia del Instituto Nacional de Agricultura (INA), que también funcionaba en Maracay, donde se comenzaron a probar combinaciones híbridas sencillas.
Es importante recordar que a comienzos de la década de los cincuenta, el entonces reciente panorama de la siembra mundial estuvo signado por el nuevo paradigma: la Revolución Verde, que básicamente trataba de buscar mejores y más elevados estándares en la producción de rubros alimenticios específicos, a través de cambios estructurales en el agro: pasar de una siembra diversa y conuquera a una monocultivadora e industrializada, dado el crecimiento acelerado de la industria agroalimentaria[229].
Durante el gobierno de Marcos Pérez Jiménez se concretaron algunos logros en el campo venezolano que, básicamente estaban inspirados en la Revolución Verde. Por ejemplo, surge el Instituto Agrario Nacional (ian) en 1949, el cual está vinculado con la política de «puertas abiertas» a los extranjeros, europeos específicamente, que se impulsa vertiginosamente desde el Instituto Técnico de Inmigración y Colonización (ITIC), de cuyos logros más importantes resaltan la Colonia Turén, en el estado Portuguesa, y los sistemas de riego del río Guárico, en Calabozo, con la finalidad de mejorar las condiciones de la producción agrícola; otro importante desarrollo en cuanto al mejoramiento agrícola del maíz fue el Plan del Maíz, en 1950, que tras el fomento de la producción se comenzaron a importar maquinarias, implementos, fertilizantes y productos agroquímicos[230], ya que para 1949, de las 330.000 toneladas de maíz que se produjeran en el país, 300.000 fueron destinadas para consumo humano, es decir, 65,3 kilogramos de maíz al año por persona[231].
En 1957 el Estado venezolano se interesa por mejorar la calidad del grano de maíz y crea el Centro de Investigaciones Agronómicas (CIA), con sede igualmente en Maracay, y con la colaboración y supervisión del doctor Pedro Obregón se producen y comercializan tres variedades de híbridos: el grano Guaicaipuro, blanco semidentado, el Tiuna, blanco semidentado, y el Mara, amarillo semiduro, de los que se podía obtener un rendimiento de 4.000-4.500 kg por hectárea. Por otra parte, la empresa privada se muestra interesada en enriqueer genéticamente el maíz, por lo cual la Fundación Eugenio Mendoza (FEM) venía promoviendo desde 1953, en Macapo (estados Aragua y Carabobo) un mejoramiento genético del maíz amarillo, con el permiso del ina y en 1957 aparecen en el mercado dos híbridos: FM-1 y FM-2, ambos de maíz amarillo duro y que proporcionan un rendimiento de 4.000-4.500 kg por hectárea. Un año más tarde, la misma empresa crea el grano amarillo duro FM-3, formado por los híbridos simples de los dos anteriores, con idénticos rendimientos de producción.
De esta manera, a través de los insumos que recibió el campo venezolano, se generó el comienzo de la explotación mecanizada y extensiva (véase el cuadro 7) que le dio al maíz un lugar notable entre los rubros agrícolas, gracias a los importantes rendimientos que se obtenían con las variedades y los híbridos desarrollados.
A partir de 1958, con el inicio a la era democrática, el mejoramiento y la producción de semillas de maíz comienza a tener una cooperación entre el sector público y la empresa privada. En cuanto al aporte del Estado, se dictó el Reglamento para la producción y certificación de semillas agrícolas y se creó el Servicio de Certificación de Semillas el 4 de noviembre de 1961 (Gaceta Oficial Nº 26.695) y, en cuanto al sector privado, se constituyó la Asociación Nacional de Productores de Semillas (Anprose), ambos, con la finalidad de garantizar a los productores el uso de semillas certificadas[232]. Con la creación de la Anprose se sellará un importante logro en materia de rendimiento productivo de este rubro para el campesino y el mediano y gran productor.
Todo esto está vinculado de alguna manera con la Ley de Reforma Agraria, promulgada el 5 de marzo de 1960, bajo la tutela del gobierno de Rómulo Betancourt, que buscaba erradicar algunos problemas estructurales del campo venezolano, entre ellos la distribución de las tierras baldías, a través del Instituto Agrario Nacional (IAN), para medianos y pequeños productores agrícolas la dotación de camiones de carga y el mejoramiento de las vías de penetración a las zonas agrícolas y el desarrollo de infraestructura educativa y de asistencia médica que el campesinado no había tenido antes; el financiamiento para los medianos y pequeños productores a través del Instituto de Crédito Agrícola y Pecuario (Icap), para el acceso a maquinaria especializada y propia, con la finalidad de sustituir el antiguo y rudimentario proceso de la siembra del grano; el desarrollo de los fertilizantes y productos agroquímicos, para combatir la maleza y las diversas plagas existentes.
Las mejoras en el campo venezolano por parte del Estado, aunadas al desarrollo del perfeccionamiento genético del maíz, que le proporcionó al campesinado un rendimiento superior de dicho cereal (véase el cuadro 7), hace que se evidencie la Revolución Verde en el país, ya que en 1960 el cia produce la semilla Obregón, un grano blanco semiduro con unos estándares de rendimiento de entre 4.500 y 5.000 kg por hectárea, el cual tuvo una aceptación en la industria harinera nacional por la uniformidad de su tamaño y dureza[233].
Toda esta masificación del cultivo de maíz estuvo también signada por las demandas de consumo humano y animal de dicho cereal, lo que trajo consigo que se ubicara como uno de los principales rubros de agrícolas producidos en el país, lo que indica el crecimiento de producción del grano durante los años dorados de la Revolución Verde y, por otro lado, se combinan los intereses de la industria privada en garantizar la comercialización de sus productos elaborados a base del grano americano (aceite de maíz, harina precocida, alimento de uso pecuario, etc.), lo que representaba, además, una intención del Estado y del sector privado a través de los créditos, de impulsar al país hacia la moderna industria agroalimentaria, lo cual no hubiese podido ocurrir sin la tecnificación y modernización de un sistema agrícola de conformación con el monocultivo de maíz.
A partir de los años cincuenta se inicia un proceso de industrialización acelerado pero tardío en el país gracias al fuerte chorro de petróleo. El Estado incentiva la instalación de industrias, la mayoría con capital extranjero, para tratar de sustituir las importaciones. Ante el crecimiento industrial, algunas compañías trataron de acabar con la realidad que representaba la fabricación popular de la harina de maíz. Entre los primeros incentivos podríamos resaltar que el 3 de noviembre de 1957 aparece en el diario El Nacional un aviso promocionando la harina La Arepera[234], la cual se anunciaba como «Harina de masa de maíz deshidratada» y en la que destaca como su inventor y creador Luis Caballero Mejías (1903-1959); presuntamente se trata del primer producto patentado (el 4 de junio de 1954, bajo el número 5.176) que aparece en el mercado, ideal para hacer arepas y otros productos elaborados con dicha harina[235]. Dos años más tarde, el 13 de abril de 1959, en el diario El Universal se anuncia la harina de maíz Nutral[236]. Tanto La Arepera como Nutral nunca tuvieron éxito en el mercado y su vida fue muy corta; sin embargo, de lo que podemos estar seguros es de que la producción de ambas harinas de maíz estuvieron a cargo del sector privado.
En 1954 el grupo cervecero familiar Polar, propiedad de Lorenzo Mendoza Fleury y su hijo Juan Mendoza Quintero fundan en los antiguos terrenos de la hacienda La Cruz de Hierro, ubicada en Turmero (estado Aragua) la compañía Remavenca (Refinadora de Maíz Venezolana, C.A.) con la intención de crear las hojuelas de maíz (flakes) para la fermentación de la cerveza, ya que el proceso que se realizaba inicialmente con cebada malteada y lúpulo importados resultaba costoso y que, además, esta compañía se comprometía a surtir de flake cervecera a las industrias similares del país.
Por este motivo, dicha empresa logra un acuerdo con el Estado venezolano, para que no se permitieran las importaciones de flakes, a fin de favorecer a la industria nacional recién fundada. Según Jorge Rodrigo Jaimes, ante un supuesto monopolio de Cervecería Polar con la creación de este producto y su distribución, otras empresas cerveceras emprendieron una protesta ante el Estado, alegando que su adquisición no podía reposar solo en manos de Remavenca, que era una compañía de los mismos accionistas de Cervecería Polar. Ante esto, el Ejecutivo Nacional permitió nuevamente la importación de las hojuelas de maíz[237], lo que hizo que Remavenca, estratégicamente ubicada en Turmero para la recepción del maíz tanto de los llanos como de los valles del centro del país[238], se convirtiera en una planta con mayor volumen de producción del que realmente se requería. En 1956 fue puesto en servicio un molino para el maíz con una capacidad de molienda y cocción de tres toneladas por hora, lo que podría considerarse como un adelanto en las elaboraciones de las flakes, cuya maquinaria vendría a ser la utilizada para los experimentos preliminares de elaboración de la harina precocida de maíz[239].
En 1959, bajo el nuevo gobierno, se comienza el proyecto de la creación de la harina precocida de maíz. La idea estuvo a cargo del doctor Lorenzo Mendoza Fleury, su hijo Juan Mendoza Quintero y el cervecero Carlos Roubicek, principalmente, aunque también, en el proyecto participaron Martín Van den Berg, Marko Markoff, Gehard Wittl, Antonio Rado y Klans Whlig. La originalidad del proyecto surgió a partir de la utilización como base original de las hojuelas de maíz para preparar arepas. Recuerda Carlos Roubicek que «Juan [Mendoza Quintero] tenía la idea de elaborar una harina para hacer arepas con las hojuelas de maíz que utilizábamos en la industria cervecera»[240]. Carlos Roubicek recuerda cómo se llevaron a cabo las primeras pruebas de la harina precocida de maíz:
«Me reuní con algunos fabricantes de arepas que existían en el país y éstos consideraban que nuestro proyecto era muy complicado. Pensé que si cambiábamos la molienda y las húmedas del corn flakes podríamos obtener una harina precocida [...] Llamé por teléfono a un técnico de Remavenca para que preparara una muestra y obtuvimos lo que queríamos. Creo que fue suerte, intuición, una idea: fue una revolución. Así nació Harina PAN.[241]»
No podemos dejar escapar que el proyecto sobre la harina precocida de maíz emprendido por Remavenca representó un logro más allá de lo agroindustrial, pues se trata de que el proyecto fue impulsado por los representantes de un grupo económico venezolano (en este caso Lorenzo Mendoza Fleury y su hijo Juan Mendoza Quintero) que conocía el engorroso trabajo que representaba la obtención de la masa de maíz bajo parámetros tradicionales, y que asumieron la responsabilidad y los gastos de dicho proyecto. Ante esto, Renato Valdivieso asegura que
«Si bien Remavenca era una empresa mediana, de acuerdo a los parámetros del país, contaba con recursos financieros y respaldo económico necesarios para sacar adelante el proyecto, además, es interesante recalcar que este proyecto se llevó a cabo en el área de producción sin contar con personal especialmente dedicado a la actividad innovativa, en un departamento de investigación y desarrollo formalmente instalado, sino que fue en el área de producción, con muy poco contacto con universidades y centros de investigación nacional o internacional. De los pocos contactos externos se pueden mencionar aquellos con empresas extranjeras proveedoras de equipos y maquinarias de acuerdo a las especificaciones de diseño suministradas por los técnicos de Remavenca. No hubo ningún tipo de contratos de asistencia técnica ni asesorías[...][242]»
Acerca de la tecnología para el desarrollo del producto, Marko Markoff, otro de los colaboradores en la creación de la harina precocida de maíz y que para ese momento se desempeñaba como gerente de la planta, recuerda el antes y el después: Luego de iniciado el proyecto [...] adquirimos un molino de martillo para agilizar la molienda de los copos. Hicimos la negociación con mucha cautela, pues el riesgo era grande, ya que la máquina costaba 50 mil bolívares.
«Luego sustituimos ese sistema por molinos de rodillo y posteriormente compramos, por 300 mil bolívares, un equipo que permitía envasar y sellar 50 paquetes por minuto. Antes [refiriéndose a los años del proyecto] teníamos unas máquinas volumétricas con 6 embudos y en cada una de ellas estaba una muchacha que esperaba el llenado de harina, después la bolsa era pasada por otra máquina muy sencilla que realizaba el sellado.[243]»
Luego de un año y medio, en diciembre de 1960 y bajo el eslogan «Se acabó la piladera», los estantes de las bodegas y supermercados se poblaron de paquetes amarillos con el rostro de una mulata con una pañoleta en la cabeza, representando a la cocinera venezolana, y tres letras: pan, que en el fondo atesoraban un juego de palabras: el primero, respetando el propósito de la empresa, guarda el nombre de Productos Alimenticios Nacionales, y el segundo, sienta un precedente dentro del imaginario colocando a la harina precocida de maíz como el vínculo más inmediato con el pan del venezolano: la arepa. A propósito de la curiosidad del nombre pan en ese producto, Carlos Roubicek acota:
«Un día nos reunimos el doctor Mendoza [refiriéndose a Lorenzo Mendoza Fleury], el doctor Stolk y yo. El doctor Mendoza quería que P.A.N. fuera el nombre del producto y el doctor Stolk le insistía que el registro de marca iba a ser negado por las autoridades. Le argumentaba que pan era una denominación genérica. Pero el doctor insistió, peleó y lo logró.[244]»
Muchas expectativas trajo consigo la mecanización de la harina de maíz para el momento de su salida al mercado, tanto en los habitantes como en los mismos empresarios, aunque, según los testimonios de Carlos Roubicek y Marko Markoff, aseguran que el proceso de aceptación fue lento entre los consumidores y por eso se comenzó una fuerte campaña publicitaria[245], y en el primer mes en que sale la harina al mercado se vendieron 50 mil kilos, y al finalizar el año ya se comercializaban alrededor de un millón de kilos mensuales[246]. Sin embargo, en la vida cotidiana, para otros resultó ser la más moderna novedad, ya que ese «nuevo producto ‘enterraba’ al pilón de maíz, al molino ‘Corona’, y a una manera de hacer arepas que ya no podía subsistir»[247].
La aceptación que tuvo la harina PAN por la población venezolana a principios de los años sesenta, una vez que salió al mercado el producto de las Empresas Polar, va más allá de su valor económico (1 bolívar que costaba el paquete de un kilo): representaba otros factores de la cotidianidad que estaba viviendo el país para ese entonces, el primero, que era un beneficio idóneo para la preparación de productos que se consumían tanto en la casa como en la vida callejera (arepas, bollos, empanadas, etc.); el segundo, que representaba una solución para las mujeres (muchas estaban integrándose al mercado laboral fuera de sus hogares), pues el tiempo que antiguamente se debía emplear para obtener la masa de las arepas y otros productos (sobre todo el tiempo de la mañana), con este nuevo producto se necesitaban unos pocos minutos para su preparación, y así las amas de casa podían disponer de más tiempo para la realización de otras tareas domésticas[248], y tercero, que el producto se insertó cuando el país estaba viviendo un acelerado proceso de urbanización, por las migraciones del campo a la ciudad y, al mismo tiempo, Venezuela gozaba de una rentabilidad económica sumamente apreciable[249].
Bajo el nuevo esquema de producción industrial agroalimentaria que proporcionaba la harina precocida de maíz, comenzaron a surgir nuevas marcas de dicho producto, dado que los productores (Remavenca) no lo patentaron y se comenzaron a patrocinar las maquinarias por parte de importadores extranjeros. Renato Valdivieso considera que «el proceso desarrollado localmente no fue patentado ni protegido legalmente, lo que trajo como consecuencia que en 1964 proveedores extranjeros de maquinarias y equipos para la industria de molinería, pusieran a disposición procesos similares en Venezuela»[250].
De esta manera, hoy en día se conoce un número considerable de marcas de harina precocida de maíz en el mercado, de las cuales pueden mencionarse la de las empresas Monaca (fundadas en 1970), que nacieron con la harina Juana, la cual es la segunda marca más importante después de harina PAN; la Harina Demasa, de las empresas Demaseca, fundadas en la década de los 70; la harina precocida de maíz La Lucha, de empresas Promilca, fundadas, también, en esa década, y las empresas Nutricos, con sus harinas Doña Rosa y Ricamasa.
Todas estas marcas que hoy existen en el mercado agroalimentario venezolano son la respuesta al importante consumo de harina de maíz que se genera en el país, sobre todo la de maíz blanco (por ser la más comercializada para la preparación de arepas y otros productos), mientras que la harina amarilla solo representa algunos meses del año (a partir de las Pascuas) y su referente cultural-alimentario es la región oriental del país[251].
Otro importante desarrollo dentro de la industrialización de la harina de maíz en Venezuela, fue el enriquecimiento de la harina precocida de maíz. Desde los años cincuenta, la preocupación por el enriquecimiento de las arepas fue una preocupación para algunos especialistas, dado que los niveles de anemia en la población de escasos recursos eran elevados. El bioquímico José Cartaya dice que «es necesario recordar que [el maíz] es un alimento muy solicitado por nuestro pueblo y que sería de gran importancia elevar su valor nutritivo, no solamente para convertirlo en un mejor alimento [...] sino para que sirva como vehículo de principios nutritivos que eleven el valor alimenticio de las dietas carentes. Debido al uso del maíz pilado en la fabricación del pan, el problema del enriquecimiento no es sencillo y está por resolverse»[252]. A través de los métodos utilizados para el enriquecimiento del arroz, se buscaba incorporarle a las arepas una mezcla de vitaminas (Corn Grifts Enrichment) que contuviese 95 mg de cloruro de tiamina, 60 mg de riboflavina, 700 mg de niacina y 500 mg de hierro, para obtener una harina enriquecedora, o a través de una educación alimentaria, con la que se comunicara a las familias que preparaban las arepas añadiéndoles huevos y leche para aumentarles los nutrientes[253]. Pero en ambos propósitos no hay reportes de que estos proyectos se hayan desarrollado en la sociedad venezolana, lo que significó que la arepa continuó siendo un alimento carente de enriquecimiento externo al que el maíz propiciaba.
Sin embargo, a partir de 1987 la División de Alimentos de las Empresas Polar contrata a Miguel Layrisse, para que se encargue del enriquecimiento energético y vitamínico de la harina precocida de maíz, evitando la alteración del sabor de la misma y de su producto de mayor elaboración y consumo: la arepa. ¿Por qué esta necesidad? Para 1987 se estimaba que cada venezolano consumía alrededor de 90 gramos diarios de harina de maíz y que los estratos sociales iv y v (que representan respectivamente a los sectores obreros y a los muy pobres) eran los mayores consumidores[254].
Desde 1990, en las empresas Polar se comenzaron a realizar las pruebas para el enriquecimiento de la harina de maíz en las que Layrisse estaba trabajando desde hace dos años, que consistían en la absorción del sulfato ferroso, evitando que se alterara el sabor[255]. Pero no es sino hasta 1993 cuando se materializa dicha labor, ya que tanto el Estado venezolano como las empresas agroalimentarias de cereales iniciaron un proceso de enriquecimiento de los principales cereales (maíz, trigo y arroz) con la finalidad de que sirvieran como vehículo para mejorar la nutrición de los venezolanos. Una vez más, Estado y empresa privada buscan mejorar nuestra calidad de vida. De esta manera, ese año, la harina precocida de maíz había sido enriquecida con cinco nutrientes: vitamina A, riboflavina, tiamina, niacina y hierro, los mismos que planteaba la propuesta de Cartaya en 1950.
Este desarrollo por la principal industria agroalimentaria, puesto a la disposición del consumidor desde febrero de 1993, tenía una enorme importancia para la sociedad venezolana, ya que desde 1992 venía deteriorándose el ingreso familiar y la harina enriquecida proporcionaba mayor disponibilidad nutritiva y energía calórica. Dice Giuliana Chiappe que «Las consecuencias de los enriquecimientos alimenticios, en los niños de estos estratos [refiriéndose a los estratos iv y v], fueron examinadas en 1994, por lo que se analiza un período de dos años desde que las harinas fueron fortificadas. Para 1992, el déficit de hierro se encontraba en 37 por ciento y ahora, se redujo a 15 por ciento. La anemia, que se encontraba en 18 por ciento, está en 9 por ciento»[256].
Por otra parte, la cada vez mayor aceptación de la harina precocida de maíz más el proceso de urbanización y modernización de la población – como lo hemos dicho anteriormente–, generó que los citadinos venezolanos tuvieran, prácticamente, los minutos contados para sus labores domésticas; de esta manera, se da paso a la creación de inventos que logren solucionar el problema del bienestar que ofrece la modernidad. Unos pasaron sin dejar huellas y otros se mantienen en la actualidad.
El primero de ellos surgió en 1983, y se llamaba Ricarepa, de las Empresas Polar, que bajo el lema de «Ricarepa: soluciones prácticas para la activa vida moderna», se ofrecía especialmente a los hoteles, restaurantes, cantinas y centros de comida (comedores), pero también se podía adquirir en los supermercados en paquetes con 8 arepas, principalmente en el área metropolitana. El target del producto estaba dirigido especialmente a las mujeres: «Ricarepa saca de apuro al ama de casa con sus deliciosas presentaciones [arepas listas naturales, arepitas de queso y chicharrón], como plato principal en el desayuno o como acompañantes ideales para el almuerzo, la cena y la merienda». Las arepas de Ricarepa se podían calentar en el horno o en las tostadoras en 3 o 4 minutos, mientras que las fritas en cuestión de 5 minutos[257]. Pese a que durante algunos años Ricarepa se mantuvo en comercialización con el tiempo salió del mercado.
El otro importante aporte para la sociedad venezolana, fue el invento del primer electrodoméstico criollo: la Tosty Arepa. Según su creador, Fernando Rizkalla (brasileño), presidente y gerente general de Oster de Venezuela desde 1989, observó las cifras de consumo de arepas por parte del venezolano, que arrojaban que en 1987 en el país se consumían 16 mil millones de arepas, lo que significaba 1,2 arepas por persona diarias. Ante estos resultados y aunado a los espejismos de la modernidad que en las principales ciudades podría brindar el famoso lema «Tiempo libre, tiempo Oster» de la compañía transnacional, dedujeron que «Una de las dificultades al prepararlas [las arepas] era que todas quedaran iguales. La otra, disminuir el tiempo de cocción que entonces eran 25 minutos»[258]. Como motivación para estudiar el prototipo, se comenzó a estudiar dentro de la tradición venezolana el grosor de la arepa y su forma ideal. La Tosty Arepa se inspiró en el electrodoméstico chino para hacer pies, pero en forma redonda.
Tras un año de pruebas por parte de Rizkalla y el ingeniero Oswaldo Garcés y Leticia Rizkalla, en 1997 consiguieron crear un producto que en 7 minutos cuatro bolas de masa lograran salir en forma de arepas. Según Rizkalla, el invento causó gran aceptación en la población venezolana y a «los tres meses del lanzamiento habíamos vendido 80.000. Fue tal la demanda, que en un momento no teníamos producción suficiente. Ya vamos por la tercera generación [para el 2002], es nuestro segundo producto líder y llevamos un millón vendidas»[259].
La Tosty Arepa, en la actualidad, se ha transformado al igual que el ayudante de cocina en su momento, en el regalo especial para las madres en las vísperas decembrinas y para el segundo domingo de mayo de cada año. El impacto de la Tosty Arepa ha sido tan exitoso que para el 2005 los creadores decidieron desarrollar un modelo especial para 15 pequeñas arepas en caso de reuniones[260]. Y para complacer a los adoradores de las arepas de algunas partes del país, en el 2007 lanzaron al mercado con la frase «Te quiero así» la nueva imagen de la Tosty Arepa que llega a tostar en 7 minutos cuatro arepas más delgadas[261] que las del tamaño originar en que surgió el primer electrodoméstico criollo.
Hoy, a través de los adelantos de la modernidad, la harina PAN, como primera marca en la comercialización de la harina precocida de maíz, se exporta más allá de nuestras fronteras: Colombia, las Antillas del Caribe, Trinidad & Tobago, Estados Unidos de Norteamérica, México, Canadá, España, República Dominicana, Holanda, Portugal, Italia, Suecia, Suiza, Inglaterra y el Medio Oriente, son la lista de países que disfrutan de este producto en sus cotidianidades culinarias.
Mientras que nosotros en Venezuela, cuando queremos ver o rememorar aquellas viejas u obsoletas operaciones, frecuentamos algunos lugares turísticos donde aún utilizan dicho maíz (como el estado Falcón y los distintos restaurantes que ofrecen arepa de maíz pilao elaborada a través de métodos tradicionales) de nuestra geografía biodiversa. Pero en el interior de cada cocina venezolana, cuando saboreamos una arepa, la harina precocida de maíz –como diría mi padre– funge como el mejor conector con tiempos anteriores.