Probablemente sea en los gustos en materia de comida donde encontremos la huella más fuerte e indeleble del aprendizaje infantil, de las lecciones que más aguantan el alejamiento o el derrumbe del mundo nativo y que mantienen la nostalgia más perdurable por él. El mundo nativo es, más que nada, el mundo materno, el mundo de los sabores primordiales y los alimentos básicos, de la relación arquetípica con el arquetipo de bien cultural, en el cual dar placer es parte integral del placer y de la disposición selectiva frente a éste que se adquiere por medio del placer.
PIERRE BOURDIEU. La distinción. Criterio y bases del gusto.
En idioma español, de buena cepa,
«pan de maíz» titúlase la arepa,
pero es preciso ser de nuestra tierra
para saber lo que la arepa encierra.
FRANCISCO PIMENTEL (Job Pim). La arepa (poema)
La arepa es el pan nuestro de todos los días, afirmación tan contundente como la idea que tenemos de la arepa. Y es que más allá de ser el alimento más consumido y de mayor preferencia en Venezuela es también un símbolo de nuestra gastronomía nacional e hija predilecta del maíz en nuestro país.
Esta aseveración en nuestras consideraciones alude, sin duda y necesariamente, a la relación que ha tenido y tiene la arepa con lo venezolano; vale decir, con la cotidianidad del país y, quizás lo más importante, con asuntos como la identidad local y nacional, lo cual obliga a examinar cómo la arepa se consolida en la memoria colectiva, su consumo masivo por prácticamente todos los sectores sociales y cómo fue instalándose en la tradición venezolana en general, y en la tradición gastronómica de Venezuela en particular.
El pasado de la arepa responde, en definitiva, a la relación arquetípica que plantea Bourdieu en el epígrafe anterior. Su valor cultural se consolida a través de la herencia en cada uno de los hogares venezolanos, independientemente de sus particularidades; nos vincula a un pasado familiar caracterizado por una costumbre transmitida de generación en generación, desde una ingenua oralidad inserta en el seno familiar, hasta una información difundida a través de modernos modos y medios de comunicación, al punto de que cuando saboreamos una arepa y pronunciamos la palabra pareciera que convocamos toda la carga histórica que contiene.
Se trata, sin duda, de una construcción simbólica dentro de la cultura del país, que tenemos como referente desde niños; un símbolo que ha encontrado espacio sensible en la cultura venezolana, asociado a juegos infantiles, a nuestra música tradicional... Ha cobrado tanta significancia y simbología que, por ejemplo, en una suerte de premiación al rol de los padres y atendiendo, seguramente, al papel específico de la madre, la tradición canta: «Arepita de manteca, / pa’ mamá que da la teta; / arepita de cebada, / pa’ papá que no da nada».
La arepa no solamente la observamos en la mesa diaria de una manera que no deja de ser significativa, sino que es portadora de una variedad de formulaciones que acompaña al venezolano: es canción, baile, poema, referencia, refrán...; es memoria extraída desde la más profunda América en el maíz de tantas variedades, de tantos instrumentos y técnicas para transformarlo en más vida, en alimento codiciado por todos, porque hasta en otras latitudes de cultura distinta el maíz se hace hojuelas para apaciguar el primer hambre del día; es la arepa la mejor acompañante indiscutible de un sabroso mondongo, de un talkarí de chivo o cualquier carne, de un sancocho, de un pabellón con o sin baranda, de una carne con papas, de un mojito andino, llanero o larense, que con un extra de picante en tierras altas dicen que el cielo dizque luce más cerca; es en el llano –y por su popularidad de hoy, en casi todas partes– la solidaria compañía de la carne en vara y las parrillas, que aunque haya yuca, tostones o casabe, no falta alguien que prefiera la arepa, que sirven en su variedad de grosor y tamaño.
En las postrimerías del siglo XVIII la sociedad de las colonias del Mundo Indiano estaba estructurada por la condición social de origen. Cada grupo étnico-social estaba determinado por una jerarquía de condiciones y calidades, lo que establecía el honor y el uso de objetos y atuendos de cada quien. Es por esta razón que en la cúspide de la estructura social y racial se encontraba el minúsculo grupo urbano de los mantuanos que, como descendientes de los blancos que habían dejado la sangre en el ruedo de la conquista, eran los que gozaban del control de las instituciones – Ayuntamiento, Iglesia, Universidad– y el uso de prendas que marcaban la distinción; mientras que la masa popular (es decir, los mestizos, los indios y los negros libres o esclavos) debía mantener alejados sus hábitos mentales, materiales y cotidianos del mantuanaje criollo. Acerca de la distinción de los grandes cacaos en la sociedad colonial de finales del Antiguo Régimen, la historiadora Inés Quintero comenta que
«... la mayoría de estas familias de linaje y fundamentalmente aquellas que logran una mayor acumulación de riquezas y prestigio, procuran afirmar sus preeminencias y distinción y para ello recurren a los fundamentos y principios de la sociedad tradicional, definen con puntilloso recelo sus prerrogativas, ratifican su determinación a mantener su especial ubicación en la sociedad y se mejoran en obtener símbolos de distinción que permiten demostrar de manera clara la calidad del linaje[262].»
Preferiblemente fue en las ciudades donde los criollos demostraron su distinción a través de las apariencias de estatus; prueba de ello era su preocupación por gastar grandes cantidades de dinero para importar desde Europa muebles y ropas, lo que explica el uso de gruesos vestidos, chaquetas y pantalones de lana en pleno clima tropical del Nuevo Mundo; comidas y bebidas, sintetizados en grandes agasajos y diversas bebidas[263] para mantener un estilo de vida eminentemente europeo.
En los inicios de la empresa conquistadora, los europeos se sometieron al tormentoso episodio de tener que consumir alimentos del Nuevo Mundo, específicamente el maíz, que no figuraba en su dieta; pero tras la implantación de las europeas espigas de trigo en el territorio, retomaron sus costumbres del Viejo Mundo y el pan blanco se estableció como el alimento de los herederos de los conquistadores[264]. Para mediados del siglo XVII, los alimentos establecen distinciones sociales y económicas en América; tal como asegura el historiador estadounidense Richard Dunn: «Cada rango del orden social, desde los aristócratas, en la cima, hasta los mendigos, en lo más bajo, tenían su estilo característico de vestido, alimentación y habitación [...] Así que los amos se vestían y comían igual que las clases acaudaladas de Inglaterra, mientras que los esclavos [...] andaban semidesnudos y comían productos tropicales»[265].
La Capitanía General de Venezuela no está muy alejada del resto de las colonias del continente. Al igual que el uso de la seda y el manto, los alimentos se determinan por una jerarquía social y racial, que se basa en preceptos establecidos dentro del imaginario medieval que habían heredado los mantuanos de sus ancestros europeos, asumiendo al pan blanco de trigo como alimento de prestigio por el ser un producto europeo[266]. José Rafael Lovera explica la jerarquía de los alimentos:
«Dos maneras de alimentarse existieron paralelamente y se relacionaron jerárquicamente conforme al orden valorativo. En la cúspide, la alimentación de la minoría dominante, centrada en el pan de trigo, considerada como superior, y en la base, la alimentación de los dominados, fundamentada en la arepa y el casabe, y juzgada como inferior[...][267]»
La arepa estaba dirigida mayormente a las personas de escasos recursos en la provincia de Caracas, ya que su valor económico era accesible y para las autoridades era un alimento imprescindible en la dieta para los sujetos de la base social. Prueba de ello es lo que Agustín Marón observa en los indios de la Provincia de Venezuela en 1775:
«A cada persona sin distinción [refiriéndose a sexo y edades] se le da una arepa, y un cuarterón de casabe para cada comida, en esta inteligencia solo se regulo dos arepas, y tres cuarterones de casabe al día a cada cabeza. Del almud de maíz sacan en la mayor parte de los pueblos 32 arepas medianitas, es este respecto les toca a cada cabeza 23 almudes al año[...][268]»
Como hemos afirmado, la arepa se manifiesta como uno de los principales panes del sostén diario de la alimentación de los grupos étnico-sociales más bajos, lo que muestra al maíz como el cereal básico para su consumo. Esto también se evidencia en las constantes sesiones del Cabildo de Caracas en las que se habla de este cereal; por dar un ejemplo, en la del 21 de enero de 1793 se discute la necesidad de importar maíz a la ciudad para la «conservación de la vida, por ser alimento de primera necesidad, especialmente a las personas pobres que no pueden subrogarlo con la harina de trigo u otro equivalente por sus subidos precios y falto de uso a su común sustento[269]. También, en la descripción de Alejando de Humboldt de 1799, acerca de la alimentación de los negros esclavos en una hacienda cerca de Puerto Cabello:
«Los negros y la gente libre que trabaja en las plantaciones la beben [la leche del Árbol de la Vaca] mojando en ella pan de maíz y de yuca, es decir, arepa y casabe[...][270]»
Años más tarde, en 1807, Jean Joseph Dauxion Lavaisse, en su paso por Cumaná, observa el funcionamiento del trueque de alimentos entre pobres y pescadores:
«las gentes de poca fortuna y los pobres, van a la playa del mar con galletas de maíz [arepas] y huevos, y con esto pagan el pescado que compran. Los huevos son la pequeña moneda de Cumaná, de Caracas y de otras comarcas donde la moneda de cobre es desconocida[...][271]»
Ahora bien, el pan blanco de trigo no era consumido cotidianamente por los miembros de los sectores más bajos de la sociedad colonial. Sin embargo, en la dinámica del uso de los objetos simbólicos y materiales y cómo estos generaban distinción –en los que perfectamente puede incluirse el pan–, puede verse en las constantes querellas que se dieron lugar en las ciudades entre las generaciones de criollos y pardos –estas últimas anhelantes de la igualdad– nacidas en el siglo XVIII por el uso de dichos objetos. No se puede negar que en las mesas de las élites mestizas y pardas urbanas se consumieran tanto el pan de trigo como la arepa, ya que buena parte de los niños pardos criados dentro del hogar de su madre negra o india, carente de calidad, pudieran consumir la dieta de la masa popular, a pesar de que casi siempre aquellos párvulos adoptaban en su madurez la identidad «paradigmática» de su padre blanco europeo. Esto hace que en las ciudades se comience a establecer una nueva casta que recoge –o imita– los gustos de la cultura dominante y europea, y que, aunado a esto último, aquellos que lograron adquirir las Gracias al Sacar a través de su progreso económico, se garantizan asimismo una limpieza de sangre –o mejor dicho, un instrumento para la igualdad civil– para la utilización de algunos objetos que solamente eran usados por los mantuanos, entre ellos, el pan de su preferencia. Afirma el antropólogo Emanuele Amodio, que
«Ofrecer pan de trigo durante el almuerzo, máxime cuando se tenía un huésped a la mesa, era comunicar la propia pertenencia al estamento de los blancos acaudalados y, en última instancia, al mundo europeo.[272]»
Durante la época colonial se observan construcciones identitarias en el imaginario que se elaboran como representaciones culturales que se establecen a través de señales identificatorias[273] –antropológicamente hablando– de cada una de las calidades, en el que se asume igualdad e identidad social entre sus semejantes y ante su otredad, reafirmando y distinguiendo así su modelo y sus prácticas cotidianas con el resto de los otros grupos sociales, tal como reitera el sociólogo francés Pierre Bourdieu «la identidad social yace en la diferencia, y la diferencia se plantea frente a lo más próximo, a lo que representa una mayor amenaza»[274]. Sin embargo, esto no niega que algunos individuos, dentro de la vida pública o privada, imiten las señales identificatorias del grupo más privilegiado de la sociedad o, incluso, se convierta en el punto de referencia o paradigma a seguir.
Un caso donde se evidencia la distinción que produce el pan de trigo, es el divorcio de dos negros libertos comerciantes de alimentos en Caracas, María Josepha Rita y Luis Joseph Pacheco en 1756, ante un juez eclesiástico se observa cómo ambos comienzan a introducir fundamentos que determinan las razones del divorcio para cada uno, al tiempo que ofrecen argumentos para llevar a cabo la partición de bienes, momento en que se conoce que ambos negros gozan de objetos solo reservados a personas de otras condiciones (telas, sombreros, oro, plata, etc.) en su humilde casa de un barrio caraqueño. Y en lo que respecta a la manutención, Ignes Moscoso, un testigo a favor de María Josepha, afirma que «solo vio en algunas ocasiones que el dicho Luis llevaba para su cassa [...] pan de trigo, viscochuelos, arina y asucar para masamorritas y no más»[275].
Más allá de lo que representa la falta de atención de Luis Joseph Pacheco en la manutención de su hogar, se trata de que alimentos como el pan de trigo, bizcochos y harina de trigo, productos considerados exclusivos por su alto precio, son gozados por unos negros libertos que poseen una vida económica favorable. Lo que nos hace pensar que tanto a Luis Joseph como a María Josepha dichos alimentos los invitan al mundo de los blancos opulentos, dejando en evidencia la imitación de los gustos identitarios por personas de una condición distinta.
La ingesta de pan blanco, como hemos dicho en líneas anteriores, resguarda la distinción en algunas mesas de las ciudades de la Venezuela del siglo XVIII por ser un alimento muy caro, lo que indica la limitación de su consumo. Acerca del costoso pan de trigo, el francés Louis-Alexandre Berthier (1783), en comunicación con el caballero Mauduit-Duplessis, dice: «aquí [en Caracas] todo es más barato, a excepción del pan, el cual se hace con harina importada de Europa, ya que los nativos son demasiado flojos para cultivar. La libra de pan cuesta aquí 14 sols.»[276].
Sin embargo, tanto la élite criolla como la misma masa popular compartían los mismos gustos de algunas comidas y dietas típicas que se han gestado en Venezuela, sin dejar de pasar por alto que casi siempre la élite buscaba mayor arraigo en la dieta del viejo continente que era promovida por los manuales de cocina y, por el lado económico porque las clases populares no tenían acceso a algunos alimentos por sus elevados costos. Ello nos hace pensar que en el caso de la arepa, como representante de lo que denominamos la formación identitaria del gusto criollo, podemos ver su movilidad dentro de la sociedad, siendo un alimento uniformemente consumido por los sectores altos y bajos, entre ricos y pobres de la Venezuela del siglo XVIII. En las mesas de la gente culta de Caracas se comparte sin problema alguno el pan blanco, las arepas y el casabe, tal y como lo describe el fraile Felipe Salvatore Gilij en 1780:
«En las mesas de la gente culta de Caracas, yo oí muchas veces que la moda exigía que se llevara toda suerte de pan, tanto el nuestro como el americano, para que cada cual comiera el que más le agradara, y así uno tomaba arepa, otro casabe y algunos de todos.[277]»
Estos hábitos reproducidos por estas gentes cultas, para el religioso italiano no son bien vistos, así que sentencia que
«Estas costumbres de mesa nos parecen extrañas y aun bárbaras, pero estoy seguro de que a muchos que aquí las desdeñarían, seríanles quizás gratas en América. Hay que pensar que los panes exóticos de que hemos hablado [arepa y casabe] aunque sucios en el Orinoco, entre los caraqueños son fabricados con singular limpieza por las sirvientas, entre las cuales hay algunas que no tienen en casa otro oficio que el de hacer pan de la manera que hemos dicho. Pero sea lo que fuese de las costumbres que en todo el mundo son diferentes, parece que no se puede negar que en Tierra Firme se consume poco pan del nuestro con relación al número de sus habitantes.[278]»
Esta información de Gilij hace referencia a la distinción de los panes y remite a dos discursos existentes en la sociedad colonial: primero, podríamos decir que en algunos banquetes de mantuanos se consume arepa y casabe pero, al mismo tiempo, la ingesta de estos alimentos está condicionada a los hábitos cotidianos y autóctonos de las cocineras, que en este caso son indias o negras esclavas y que generaron dentro del recinto de la formación identitaria del gusto criollo la dieta diaria de aquellos; y segundo, que para esa época el maíz era considerado un alimento inferior[279] y nocivo para la salud, que producía pelagra, lo que podría relacionarse como una novedad o una política en los convites de los blancos españoles consumir de vez en cuando algunos alimentos americanos, en este caso arepas y casabe.
Pese a que el trigo en la provincia de Caracas siempre fue escaso y costoso, en algunas mesas de los mantuanos se siguió consumiendo pan blanco como respuesta a su herencia cultura[280], mientras que los pobres, por los altos costos de este pan y «por no estar criados con harinas»[281] continuaron consumiendo arepa y casabe. No obstante, algunos criollos venezolanos, en contraposición a los hábitos del Viejo Mundo, buscan dispositivos identificatorios para exaltar su idiosincrasia, que se observa cuando llevan panes indígenas (arepa y casabe) a sus mesas de comer, como por ejemplo lo que Luis Perú de Lacroix escribe en 1828: «El Libertador come de preferencia el arepa de maíz al mejor pan»[282]. Casos como este pueden tratarse quizás del relajamiento de los valores preestablecidos por el conservadurismo de la élite de esa época, para así dar paso a una identidad cultural del ciudadano moderno.
El siglo XIX venezolano se bautiza con un cambio de estructura política, económica y social, que se traduce en la culminación de la dependencia monárquica española y, como consecuencia inmediata de su ruina en la guerra de independencia (1811-1823), que determinó los años venideros de la centuria. En este período más de diez años, los constantes enfrentamientos políticos y los acontecimientos acompañados con las banderas de la muerte y el miedo a la guerra dibujaron los paisajes de desolación y miseria en las ciudades y campos de la naciente república de Venezuela. Se convirtió entonces en el día a día de hombres, mujeres y niños que huían de los combates y de la carestía alimentaria, lo que los llevó necesariamente a emigrar de sus tierras naturales a otros lugares. Eduardo Blanco, en su principal obra Venezuela heroica (1881), recrea la situación del país durante 1814:
«Nube de polvo, enrojecida por el reflejo de lejanos incendios, se extiende cual fatídico manto sobre la rica vegetación de nuestros campos. Poblaciones enteras abandonan sus hogares. Desiertas y silenciosas se exhiben las villas y aldeas por donde pasa con la impetuosidad del huracán, la selvática falange, en pos de aquel demonio que le ofrece hasta la hartura el botín y la sangre, y á quien ella sigue en infernal tumulto cual séquito de furias al dios del exterminio.[283]»
Y en cuanto a la carestía de alimentos tanto para los civiles como los militares durante ese mismo año, Blanco dice:
«... el pueblo y el ejército se manifiesta frios [sic], si no desesperados; la miseria que padecen los abruma; dos meses hace que solo se mantienen con carne de burro y de caballo; los hospitales, repletos de heridos y enfermos, carecen de asistencia, de pan y medicinas[...][284]»
Si bien en la guerra, una de sus más sensibles realidades es la necesidad de alimento; su búsqueda se transforma en tarea de todos los días, tanto para las campañas militares como para los que huyen del horror. La alimentación durante la guerra es una calamidad para todas las personas; la carestía de los alimentos dificulta los diversos hábitos que se habían establecido en la época colonial, dada la escasez de los productos importados de Europa, lo que hace que éstos sean un lujo para los que logran conseguirlos, como es el caso del trigo, entre otros víveres[285].
La desesperación de los habitantes de Caracas se originó poco después del terremoto del 26 de marzo de 1812. La ciudad quedó devastada y sin garantía de la llegada de nuevos víveres, ya que los caminos muleros de los pueblos aledaños quedaron destrozados, y los alimentos comenzaron a escasear, lo que se tradujo en hambre y desolación. Tal como se registra en una comunicación de Simón Bolívar a José Antonio Páez sobre la situación de los meses de junio y julio de 1812, dice: «Los pueblos que proveían aquella capital estaban en incomunicación con ella, bien por no recibir semejante numerario [12.000 muertes aprox.], bien por el horror que les inspiraba la catástrofe, y los demás, ocupados por las armas españolas, lo estaban aún con más extensión. El hambre se dejó ver con todas sus formas por la primera vez en un suelo que parecía exento de ella por la naturaleza, y alimentados universalmente con la verdolaga que se recogía por entre las ruinas»[286]. Sin embargo, ante el problema que representaba el terremoto para los caraqueños se sumaba otro: el avance de las tropas de Antoñanzas y Monteverde. Otro testimonio informa que
«En Caracas comenzó a sentirse escasez de víveres, porque la división de Antoñanzas interceptó la conducción de las carnes que iban por parte de Calabozo, y la ocupación de los Valles de Aragua desde que Monteverde adelantó su cuartel general a San Mateo, pueblo inmediato a La Victoria la privó de los recursos de aquel territorio, el más abundante de la provincia y del resto de los llanos. Dentro de pocos días llegó la cosa a términos de alimentarse la gente con hierbas[...][287]»
Ante ambas situaciones, los caraqueños comenzaron a peregrinar en busca de alimentos y supervivencia, lo que los llevó a ubicarse en los lugares más recónditos para protegerse de la guerra. Richard Vowell (1831), quien comparte la emigración de Caracas con otros, en un sitio donde llega a descansar, relata el episodio de la comida: «Pancho! Pepe! Tadeo! Encárguense de las bestias de estos caballeros, y búsquenme una barra, pues habrá que romper la pared del pesebre para conseguir paja y cebada. Y tú, Perucho, mata un chivito y ponte a moler un poco de maíz para hacer unas arepas. Les advierto que en la casa tenemos chicha en abundancia, si es que el terremoto no me quebró las tinajas»[288].
Y más adelante, describe el banquete:
«... se apareció el ventero con cuartos de cabrito asados, puestos en asadores de palo, que clavaron en el césped frente a los viajeros. Luego extendieron en el suelo un cuero de venado sin curtir, sobre el cual pusieron plátanos y raíces de arrancacha, tostados al fuego, junto con arepas de maíz amarillo. El propio Bautista trajo una enorme totuma, llena de jugo de caña fermentado, y tres cubiletes de coco diestramente tallados; y retirándose con sus servidores, dejó solos a los huéspedes para que paladearan con todo sosiego aquella cena.[289]»
El maíz tuvo una importancia vital para la manutención de civiles y militares en el período de la Independencia, y su traslado se hacía en sacos sobre mulas y burros, que era la manera más cómoda de hacerlo. Ello nos hace pensar que así se podía garantizar el alimento, en este caso arepas (ya que el grano es resistente a los gorgojos) durante las largas migraciones y campañas de soldados.
A lo largo del año de 1817, tras los combates efectuados en la región de los llanos de Apure, muchas familias emigraron a los últimos rincones de la sabana con la intención de no verse envueltos entre el fuego y la sangre de los episodios de violencia propiciados por La Torre y Calzada, lo que los obligó a trasladarse con sus enseres que les garantizaran entre otras cosas la comida, como es el caso del pilón. Richard Vowell, describe las peripecias de algunas familias apureñas que tuvieron que hacer un refugio provisional en los confines de la llanura para las mujeres y niños de los que luchaban por la causa patriota. Acerca de las tareas que tenían las mujeres en el refugio, él dice:
«Algunas se ocupaban en ordeñar; mientras otras, que tuvieron el cuidado de traer los útiles necesarios, pilaban maíz en grandes morteros de madera y con pesados majaderos; o bien cocían arepas en anchos platos de tierra. Buen número de las muchachas reúnanse a orillas de la laguna, para lavar la ropa de sus respectivas familias, y su incesante vocerío, junto con las risotadas que resonaban en el bosque, hacían ver que la emigración no embargaba sus ánimos tan hondamente como podía esperarse[...][290]»
Por otra parte, bajo estas condiciones también se encuentran los que acompañan a los ejércitos de patriotas y de realistas durante los años 1814 - 1821, ya que ante la premura que representa la comida, las tropas realizan diariamente recorridos por los pueblos donde luchan con la intención de acopiar alimentos para la manutención de las mismas. Acerca de la búsqueda de los víveres por parte de los soldados, dice Germán Carrera Damas, que el
«... acopio de provisiones y recursos para la guerra era cosa de todos los días. Los ejércitos vivían fundamentalmente sobre el territorio que pisaban, y constantemente recorrían ese territorio partidas encargadas de recoger forraje, víveres, ganados, etc., para consumo inmediato de soldados y monturas[...][291]»
De esta forma el ganado, los frijoles y el maíz se convirtieron en víveres muy necesarios para los ejércitos, hasta llegar a ser artículos que fueron objeto de embargo. Acerca de esta actividad, Juan Manuel de Cajigal dice:
«... en primer lugar, los comisionados desconocían el país, sus custodios no se valían de otro idioma que la amenaza y el insulto; el que dude de esta verdad, recorra sucesos de la misma península en razón de las tropas y su orgullo, y después aumente la diferencia con que entraría en las casas de unos vecinos aterrados con la llegada de un ejército [...] [En cuanto a los víveres] las habas, frijoles, maíz y cuanto poseían los habitantes de unos pueblos asolados por la guerra destructora [...] nada tenían sino lo muy preciso, y en lo general se embargaban hasta las semillas destinadas a la siembra de sus conucos[...][292]»
Tomando en consideración que la trascendencia de la guerra fue básicamente en las regiones, se observa cómo la búsqueda de algunos alimentos estuvo condicionada por los lugares donde se desarrollaron los combates. A propósito de la urgencia para la siembra del maíz, en noviembre de 1813 Simón Bolívar promueve una ley en la que «los hacendados destinasen la tercera parte de sus esclavitudes a sembrar maíz, arroz y otros frutos menores, para que no faltasen víveres para la guerra»[293].
De esta manera, observamos cómo la recolección de maíz fue importante desde el primer momento en que estalló la guerra, lo que se evidencia en los constantes saqueos y acopios que desarrolla cada uno de los bandos en pugna. Buena parte del maíz que era utilizado para la manutención de las tropas provenía directamente de conucos y era aprovechado para la alimentación, principalmente de las familias vecinas de los valles mirandinos y aragüeños y de los llanos centrales desde la época colonial. A propósito de los acopios, el 26 de marzo de 1814 el gobernador político Cristóbal de Mendoza envía una resolución al director general de Rentas con la que se busca solucionar el problema de los víveres, entre ellos el maíz, por medio del secuestro de alimentos para las tropas que se encuentran luchando en los valles de Aragua. En ella se informa que
«En virtud de consulta que me hizo el Justicia Mayor de los Teques, sobre si remitía los granos de aquellos vecinos, que no eran manifiestamente enemigos del sistema; pero sí sospechosos, o porque se ocultaban, cuando se les necesitaba para cualquier urgencia, o porque se denegaban a todo servicio; le ordené en respuesta de dicha consulta, que remitiese todo el maíz y caraotas de semejantes individuos, haciendo distinción de los que estuviesen confiscados, y de los que solo se embargasen en calidad de abono, cuando se hiciese la competente declaratoria, de si debían ser o no confiscados[...][294]»
Los acopios de maíz son importantes, porque se hacen durante los recorridos y el reconocimiento de la zona por parte de las campañas de soldados. Por citar un caso, Germán Carrera Damas dice que «El Director General de Rentas ofició al Comisario General del Ejército [Caracas, 20 de marzo de 1814], manifestándole la imposibilidad en que se hallaba de proporcionarle galleta para las tropas, pero le sugería la manera de obtener pan [arepa] elaborándolo en El Consejo, La Victoria y San Mateo, pues ‘Hay abundante provisión de maíz en los altos de San Pedro y del Partido de Los Teques, en cuya cierta suposición enviará v. comisionados celosos y activos que extraigan las partidas suficientes al abasto del ejército’»[295].
En cuanto a la alimentación de las tropas, en la ciudad de Valencia el cuartel general patriota decreta el 10 de octubre de 1813 una circular en la que se le garantiza que
«Todo sargento, cabo y soldado de cualquiera batallón o escuadrón de línea gozará diariamente de una ración compuesta de un medio real de carne, y un cuartillo de aquel pan [¿arepa?] que se encuentre en el país[...][296]»
Por otra parte, no solamente los que andan por tierra son los únicos que necesitan arepas para su subsistencia, sino también los que están luchando en embarcaciones. En 1816, en una comunicación de Simón Bolívar a Juan Bautista Arismendi, se lee:
«Recomiendo a v.E. la elaboración más activa de galleta: pues sin pan no podemos sostener las fuerzas marítimas. De aquí irá harina y no maíz pues tenemos de la primera, y del segundo, no. Desgraciadamente es tan cierto, que estos días los soldados no han tenido más que una arepa por día, y algunas veces tres o cuatro plátanos, cuando se consiguen.[297]»
Al igual que para los patriotas la arepa es un alimento usado por las tropas realistas, también tiene importancia para el pueblo que las acompañan. Por citar un caso, José Francisco Heredia en 1815, en su estadía en un hospital de Puerto Cabello por su mal estado de su salud, dice:
«Cuando estuvo á visitarme, me instó porque comiese con él [el general Pablo Morillo] aquel día, y a pesar de que aquí no se come pan de trigo sino en el Hospital, encontré que lo había solo para mí en calidad de enfermo, y arepa para los demás[...][298]»
Del mismo modo, en 1822, Francisco Tomás Morales en la ciudad de Maracaibo, tras varios días de combates y de hambre que sufrieron sus 12.000 hombres, describe momentos de desesperación en busca de alimento por las tierras áridas de la Guajira. En su Relación comenta:
«Con solo tres puñados de maíz en grano tostado y una galleta por persona, desde el General inclusive hasta el soldado y todos a pié, sin apoyo, sin retirada y sin medios de salvación que la victoria, nos lanzamos en aquellas costas áridas que no habían aún hollado planta civilizada[...][299]»
En resumen, podría decirse que la ingesta de arepa durante la etapa independentista, como la misma necesidad de alimentarse, se desarrolló en una estrecha relación entre todos los sectores sociales más bajos que protagonizaron la guerra (civiles que huían y los que fueron asimilados por las tropas) por sus mismas manifestaciones culturales alimentarias. Esto lo podemos ver en grupos de latifundistas que sembraron maíz para la manutención de los soldados de la causa que defendían, como a soldados saqueando los terrenos de aquellos que no estén con su causa. Por otra parte, a las mujeres se les observaba ayudando a los soldados y fungiendo de cocineras en los lugares no muy alejados de donde se desarrollaron los combates, como lo podemos apreciar en el relato del capitán Vowell, durante el desayuno efectuado en la casa de doña Rosaura para las tropas de José Antonio Páez:
«Estaba listo un sustancioso desayuno llanero, consistente en leche, arepas, pescado de varias clases, huevos frescos de tortuga recogidos en el Orinoco, amén de la abundante provisión ordinaria de carne asada en costillas, rayas y cecinas. Los comensales eran numerosos, pero todos habían contribuido con algo al convite, conforme al uso establecido en las llanuras y entre vecinos, de modo que se hizo una gran ostentación de platos sobre el césped, que servía de mesa[...][300]»
Los procesos de identidad nacional en Hispanoamérica que se gestaron a partir de las guerras de independencia respondieron, por una parte, a un interés político e ideológico de la élite, y por otra, a los deseos de establecer artefactos culturales que identificaran a los nuevos ciudadanos con lo criollo, es decir, mecanismos que determinaran las nuevas identidades culturales de cada uno de los pueblos, con la intención de separarlos aún más de la metrópoli. El ensayista mexicano Carlos Monsiváis asegura que
«Al fragor de las guerras de independencia, aparecieron o se promueven las nuevas identidades (lo peruano, lo boliviano, lo argentino, lo paraguayo, lo guatemalteco, lo mexicano), a las que urge colmar de referencia y significado. Si a los textos de historia se les encomienda el aprovisionamiento de símbolos, leyendas, mitos y realidades, a los escritores se les encarga las descripciones de costumbres y la creación de personajes y atmósferas reconocibles e irreconocibles; se les encomienda, en suma, los estímulos que anticipen la fluidez del destino nacional, y si se puede del propósito civilizador[...][301]»
¿Pero a quiénes van dirigidos los discursos de lo nacional?, ¿bajo qué premisas pueden lograr establecer lo popular en la reciente república, si más bien la gleba representa a la barbarie? Al culminar las guerras, el discurso de nación impulsado por las élites, busca a través de la lectura de la literatura criollista y de los encendidos discursos políticos, que se reflejen símbolos identificatorios (costumbres, lemas, personajes épicos, etc.) para que entre los diversos grupos étnicos se puedan construir imaginarios nacionales que los represente a todos por igual. Pero en esta tarea, no muy lejos está el pueblo que en su mayoría, cuantitativamente, fueron los familiares de los jerarcas premiados con el bautizo de fuego en la guerra de independencia; mientras que en el último rincón se encuentra la gleba, ese peligro de la civilización, que está conformada por los indios, negros y mestizos que se han transformado en el nuevo peonaje rural y los parias en los centros urbanos[302]. Esto lo podemos ver, en el artículo «Pesimistas reflexiones sobre el futuro de la agricultura en Venezuela si no se toman medidas para el control y fomento de la mano de obra», publicado el 10 de abril de 1844 en el diario El Agricultor, en el que se puede observar una denigrante exposición del campesino:
«El peón libre prefiere su cigarro al lado de unas cañas de maíz que le producen 800 arepas al año para comérselas con su descansada muger, que trabajar el campo de su vecino, y cuando se resuelve á hacerlo, pide tan caro, que el que le emplea pierde en este servicio en vez de ganar[...][303]»
Si bien en el óleo de lo nacional se representa la élite y sus familiares como «pueblo», la gleba no entra allí, y cuando aparece es como personajes pintorescos, pícaros y con atributos negativos. Promover lo popular responde a lo que los intelectuales quieren resaltar y lo que las élites quieren informar. La literatura es el único camino para demostrar lo que las élites llaman lo criollo del país, por lo que se generan textos y publicaciones periodísticas de interés cultural y político que dejen huella en la memoria de los que pueden disfrutar la lectura; pero, teniendo en cuenta que la literatura no es el lugar más indicado para ver a esos sujetos anónimos que representan el gran obstáculo del progreso, aparecen simplemente como tipos nacionales y personajes curiosos. Por otra parte, en los manuales de cocina ocurre repentinamente lo mismo, las élites que deciden mostrar la Cocina Nacional lo hacen a través de escasas informaciones de lo que degustan diariamente con señales de identidad gastronómica individual. Sin embargo, mucho de la cocina campesina logra colarse allí.
Sólo es hasta las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, cuando las expresiones de la masa se comienzan a mostrar a través de los relatos de la literatura criollista; esto, cuando algunos escritores tratan de profundizar en la vida cotidiana, en la calle, en los cuentos de los caminos de las profundidades del llano venezolano o la pampa argentina. Desde ese momento, se comienza a hablar de los hábitos de las clases populares; algunos eruditos hacen estudios sobre las tradiciones y vivencias de aquellos, escritores deciden salir de Caracas para ver sus formas de vida y plasmarlas en sus novelas (tal es el caso de Rómulo Gallegos), poetas (como Francisco Pimentel «Job Pim» y otros) se interesan por la cotidianidad de las calles nocturnas de Caracas.
No podemos negar que los viajeros que llegaron durante el siglo XIX a Venezuela, más allá de examinar con detenimiento sus inquietudes científicas, diplomáticas, comerciales o personales, dejan ver en sus notas tanto las bellezas naturales de este país tropical como lo que pasa en la cotidianidad de la élite y de aquellos que están en la orilla de la vida pública, desde la típica óptica del extranjero: lo desconocido o lo que no ocurre en sus países de origen[304]. En esto de lo desconocido, la arepa fue objeto tanto para la vista como para el paladar de los viajeros que visitaron la Venezuela decimonónica; algunos aborrecen su sabor, otros la degustan y la exaltan como un alimento exótico y de gran importancia en la cocina campesina de los venezolanos, especialmente de las clases subalternas. Algunos, además, observan con detenimiento la elaboración del pan, que prácticamente está a cargo de las mujeres.
En cuanto a las impresiones sobre la arepa que tuvieron los viajeros que llegaron al país, nos encontramos con el testimonio de John G.A. Williamson, primer diplomático de los Estados Unidos de Norteamérica en Venezuela y hombre «aburrido y de mediocres luces»[305], quien reside en la desolada y casi en ruinas ciudad de Caracas entre los años 1826-1840. En 1835, el embajador, de manera despectiva –entendiendo que no es un hombre que comparte estas costumbres tropicales–, observa la dinámica social-alimentaria de los sirvientes:
«Los sirvientes prefieren mucho más que se les dé el dinero para comprar su desayuno o cena en la calle que hacer comida en casa. Van a una pulpería, donde se vende toda clase de comida, y por cinco céntimos se desayuna con arepa con queso y un pedazo de carne. Se enorgullecen de tener dinero para gastarlo en esta forma antes que sentarse a una mesa en forma civilizada, para comer un buen desayuno o una comida. Con pocas excepciones, todos son unos vagabundos dispuestos a hacer su voluntad y a no aceptar las buenas ideas que uno trate de inculcarles.[306]»
Por otra parte, durante el gobierno de Carlos Soublette, el consejero brasileño Miguel María Lisboa visita por primera vez Venezuela, entre los años 1843-1844. En su relato, no solo describe la forma y preparación de la arepa sino cómo este pan es consumido por todas las capas sociales de la Caracas de esos años:
«El pan de maíz se prepara con el grano hervido, después se amasa y se reduce al tamaño de una torta, la que llaman arepa, de tres pulgadas de diámetro y una de grosor, y que luego se hornea o cocina en una vasija de barro [budare] sin agua[...][307]»
Y más adelante, expone el gusto por la arepa de toda la sociedad:
«... es el mismo sistema de los tiempos precolombinos y que perdura hasta hoy sin perfeccionamiento alguno, a pesar de su uso, pues tanto en la mesa del trabajador como en la del mantuano de Caracas la arepa es infalible.[308]»
También durante la Semana Mayor el consejero Lisboa asiste a las procesiones religiosas caraqueñas, y como católico, observa la caridad que tiene la clase pudiente con los desamparados. De esta forma, el consejero relata las contribuciones que aquélla le hace a los pobres:
«... no falta mucho espíritu de caridad, [hay] mucha gente pudiente que no se olvidan del enfermo, del viejo y del desvalido, mucha gente mantuana y mucha gente elegante que tiene su pobre parroquiano y que no siente desdén por llevarle el pan de arepa, y el pollo y el remedio, al miserable conuco de la triste viuda o de la decrépita viejecita[...][309]»
Entre los años de 1849-1858, el naturalista alemán Karl Ferdinand Appun describe en su libro En los trópicos, casi diez años de estadía en Venezuela. Appun, siguiendo los pasos de Alejandro de Humboldt, se interesa tanto en la flora como en la fauna del país; sin embargo, en sus líneas deja ver la cotidianidad de los venezolanos y sus hábitos. En cuanto al gusto por la arepa de las personas de San Esteban, dice que esta resalta a su vista como un alimento patriótico para los criollos. El alemán opina que:
«Al lado del casabe y el maíz, el plátano reemplaza el pan en Venezuela, pues por lo general solo los extranjeros comen pan hecho de harina de trigo importada; los venezolanos criollos, al contrario, incluso los más ricos, lo rechazan por patriotismo comiendo, en cambio, el pan criollo o sus plátanos asados, tortas de casabe o arepa.[310]»
Pero no solamente Appun relata el valor patriótico que tienen los panes indígenas (arepa y casabe) y africano (plátano), sino también que por su paladar pasó el sabor de la arepa, tal como lo describe en una cena, luego de su largo recorrido por la selva virgen de La Soledad. Dice que lo recibieron con «Una porción grande de carne con caraotas y algunas arepas satisficieron mi estómago torturado ya desde hacía algún rato»[311]; igualmente lo comparte en los llanos de El Baúl, cuando describe la alimentación de los hateros y peones, diciendo que la comida para estos dos grupos de campesinos «es la misma, consistiendo primordialmente de carne seca, a veces carne fresca, queso y leche con arepas»[312], lo que revela la importancia de la arepa en ambas zonas del país. También a Appun le llama la atención que el maíz reemplace al trigo en la dieta diaria de los venezolanos, y además describe en detalle el sabor de la arepa y su procedimiento para obtenerla:
«En Venezuela [el trigo] lo remplaza el maíz. El pan preparado con él exige en la preparación mucho tiempo porque los venezolanos, siguiendo la tradición, continúan utilizando las antiguas formas que tienen ya muchos siglos. Primero trituran en la pila, un tronco excavado, los granos de maíz con un mazo de madera para quitar la concha córnea que los envuelve; después, los enjuagan durante medio día, los trituran en trozos todavía gruesos y sacan los gérmenes que perjudican el buen sabor; por último, después de enjuagarlos una vez más, los muelen mediante una piedra redonda y plana en una piedra chata y granosa, haciendo una especie de masa espesa, de la cual forman pequeñas y redondas torticas del grueso de una pulgada; las tuestan sobre un tiesto de arcilla. Esas torticas, llamadas arepas, son muy sabrosas si se las comen calientes, y además, muy nutritivas y al lado del casabe son el pan común de los venezolanos.[313]»
Y también describe luego el sabor y la textura de la arepa, que se elabora con el procedimiento tradicional:
«Las arepas hechas de la harina de maíz molido en el molino, están muy lejos de tener el mismo sabor que aquellas preparadas del modo descrito; forman una masa tiesa y sólida que pesa mucho en el estómago, mientras las otras, que consisten en una mezcla de masa muy liviana y hongosa se pueden comparar con los mejores pasteles.[314]»
Otro personaje que reseña la arepa es el dominicano Pedro Núñez de Cáceres, quien llega a Venezuela en 1823, huyendo de la invasión de los haitianos a Santo Domingo, y que en 1850 decide plasmar sus disconformes observaciones sobre la vida cotidiana caraqueña en su Memoria sobre Venezuela y Caracas[315]. En sus primeras impresiones destaca la ausencia y los altos precios de los alimentos en los mercados, entre ellos la arepa. En la ciudad, dice, «cuando hay maíz faltan las caraotas: si hay huevos no se hallan plátanos: ya sube la carne a un precio desmedido, ya las arepas son del tamaño de obleas; y a veces todo está un mismo tiempo carísimo»[316].
Más adelante describe cómo algunas personas solicitan a las mujeres areperas, que se reúnen en la plaza del mercado, el agua del maíz sancochado para el engorde de cochinos. Lo importante de esto es que destaca el trabajo de las areperas en los mercados. Refiriéndose a esto y de manera incómoda, dice:
«La carne de puerco o cochino como aquí se dice, es de la peor condición; pero tan abundante que forma el alimento general del pueblo unida a las caraotas de que hablaré después. Esta pésima calidad del cochino proviene del agua de maíz que les dan: se llama así la que queda y sobra después de lavado y cocido para las arepas; y como la reúnen en vasijas ya curtidas y siempre desaseadas, adquiere un hedor a fermentación que infecta las calles cuando las conducen en barriles al intento, pues la solicitan mucho, y la encargan a todas las areperas para engordar cochinos[317]»
En su recorrido por el mercado observa las ventas de pollos, gallinas y verduras. Por otra parte, describe las de maíz y arepas y su aceptación por parte de los sectores más humildes caraqueños:
«También se venden muchas verduras, especialmente repollo, cebollas, papas, y diversas clases de habas; pero lo que más abunda es el maíz, del cual se hacen las Arepas que el vulgo llama comúnmente Pan, y es el alimento indispensable en Venezuela[318]»
Y en cuanto al gusto de las arepas, el dominicano enarbola a las hijas del maíz, cuando dice que:
«Las arepas calientes acabadas de cocer son buenas, y con mantequilla o queso bastante agradable [...] Confieso que me acomodo bien con las Arepas, así como siento aversión a las caraotas, porque en ellas contemplo el símbolo inequívoco de la desgracia, de la miseria y de la esclavitud.[319]»
En 1857, durante el gobierno de los Monagas, llega a las costas de La Guaira el explorador Pál Rosti, este húngaro que no solamente arriba al país por su interés en la geología, la etnología y sus inquietantes ganas de fotografiar los paisajes por donde Alejandro de Humboldt estuvo, sino también para aislarse de la revolución de 1848, promovida por la separación de Hungría del imperio astro-húngaro. Cuando Rosti llega a Caracas, describe detalladamente la cotidianidad del mercado y observa que todos los panes venezolanos se venden comúnmente en los toldos:
«El mercado principal, «la plaza mayor», está ubicado aproximadamente en el centro de la ciudad; uno de sus lados está formado por la ruinosa y enjabelgada Catedral, construida en el llamado estilo jesuita (como, verbigracia, la iglesia de los frailes de Pest); frente a ella está el Congreso; en el tercer lado el Arzobispado; son todas edificaciones sencillas e insignificantes. El verdadero mercado está cercado y alrededor se levantan puestos techados con toldos, donde venden cuentas de vidrio, cintas, sedas, telas de lienzo, cuchillos, rosarios, retratos de santos, etc. En otros puestos tienen carne, bien sea fresca –de res– o cortada en largas tajadas –secadas al sol– llamada «tasajo». La carne es el comestible principal y más barato en Caracas. Hay además en el mercado: pescado, que traen en asnos de La Guaira; carne de cabra, que venden como si fuera de carnero; aves de corral; huevos; mantequilla (de Europa o de Norteamérica); «papelón»; toda clase de «dulces», entre los cuales figura principalmente el ya mencionado de membrillo y otro –semejante a ese– de guayaba, fruta muy sabrosa; luego pan de harina de maíz (arepa) y también de trigo; toda clase de pasteles preparados con huevos, melaza y coco (algunos realmente sabrosos); otro tipo de pan, que es el cassave [sic], que tiene forma de enorme torta, se prepara con la raíz de la yucca [sic], y –en ocasiones– puede competir con una piedra de molino, considerando su tamaño. Es el alimento preferido del pueblo, aunque –por su sabor– parece que lo hubiesen preparado con virutas desmenuzadas; y, finalmente, hay en el mercado toda clase de verduras, flores y frutas y –a veces– algunos monos y loros de los bosques del Orioocco [sic].[320]»
En su largo recorrido por el interior del país, por los predios de Barlovento, Rosti describe cómo la arepa es de suma importancia en la dieta diaria campesina. En la posada donde descansa escribe que «se consigue siempre café, azúcar y papelón, cacao y chocolate; pero la leche, los huevos, las aves de corral y las frutas constituyen una rareza. Las veces del pan las hace la arepa, un bollo preparado con harina de maíz y agua. El biscocho –o pan duro de harina de trigo, que se conserva durante meses– es una golosina»[321]. Más adelante, en su camino hacia los llanos, Pál Rosti confiesa haber degustado la arepa y detalla la forma de elaborarla las mujeres:
«Otros de sus alimentos son el papelón y la arepa. Esta es un pan de harina de maíz. Cocinan el maíz maduro y lo trituran en grandes pilones. Esta es la ocupación habitual de las mujeres, y si una visita a otra, por cortesía toma el pilón, como entre nosotros hacen labores de punto. Echan el maíz pilado sobre una piedra ancha e inclinada, y valiéndose de otra piedra plana lo convierten en harina, de la que amasan unos pastelitos del tamaño de los panecillos, que hornean ligeramente [en los budares]. La arepa fresca, sobre todo cuando aún está caliente, no es mala, pero es muy pesada. Hay varias clases, verbigracia, la de masa compacta y horneada hasta secarse la llaman hallaca, ésta puede conservarse durante días; sin embargo, no es para estómagos europeos.[322]»
Ramón Páez, hijo del general y expresidente José Antonio Páez, decidió recorrer los llanos llevando un cuaderno de notas por donde su padre cabalgó con la bandera patriota. Pero no solo a un hombre de letras como Ramón Páez le interesa ver la cotidianidad de los caseríos, sino también establecer un balance del progreso del país y observar esas costumbres rústicas de los campesinos que sobreviven a las vísperas de la civilidad.
En cuanto a su búsqueda del bárbaro hombre del llano, describe sus vivencias, aunque siempre incómodamente, y entre ellas, la manera de alimentarse cuando sale de faena. Páez dice que el llanero «Lleva [en] la silla bolsas de cuero donde se guardan las cosas esenciales al viajero en las largas jornadas, como papelón, arepas y aguardiente, licor celebrado tanto por su uso como por su abuso»[323].
En los caseríos del interior del país los llaneros acompañan su desayuno con el popular fororo, antes de salir a realizar sus jornadas en el campo, tal como lo relata:
«Los trabajos de la sabana nos obligaban a estar en pie al despuntar el día. Una taza de café con leche mezclada con harina de maíz tostado [fororo] (lo que recomiendo a todos los viajeros que realicen largas jornadas), nos bastaba hasta la hora del almuerzo...[324]»
Por otra parte, Páez describe el trabajo de elaboración y el sabor de la arepa; en su relato parece que nunca la ha probado, aunque describe el procedimiento para hacerla:
«Todas las mañanas se nos mataba un novillo que comíamos asado sin legumbre o pan. Teníamos maíz en abundancia, tanto en grano como en mazorcas, el que antes de ser convertido en arepas (el pan predilecto del país), requiere todos los días el paso a través de gran variedad de operaciones, lo que hace fastidioso el procedimiento. Se tritura el grano (se pila) en grandes morteros de madera, agregándole un puñado de arena yagua, se separa luego la cáscara venteándolo a la mano por un procedimiento especial, se lava luego abundantemente, y se cuece a poco fuego hasta cierto grado de consistencia, no muy blanda, para entonces molerlo entre dos piedras, dándole en seguida a la masa la forma de pequeñas tortas planas y circulares, las que se cuecen en largas y delgadas planchas de tierra quemada (budares); resultando de todo ese trabajo, un pan blanquísimo y nutritivo, pero con el inconveniente de endurecerse demasiado y perder su sabor al enfriarse.[325]»
Nueve años después del recorrido de Ramón Páez, llega al puerto de La Guaira la joven francesa Jenny de Tallenay, que durante los años de 1878-1881 permanecerá en el país y apuntará sus Recuerdos de Venezuela, obra en la que se puede apreciar cómo una muchacha aburrida decide observar el paisaje y la cotidianidad de la época con un discreto sarcasmo. Tallenay no pasa por alto la arepa, tal como lo recuerda en su estadía en una posada del pueblo de San Joaquín. Acerca de los alimentos que estaban en la cena, la francesa evoca:
«Hicimos mejor acogida algunos plátanos fritos y al queso de mano, o queso nacional. Como pan nos habían dado arepas, una especie de pastel de harina de maíz bastante bueno cuando está caliente pero que se endurece al enfriarse y se hace muy indigesto[...][326]»
Con el incisivo sarcasmo, la muchacha francesa describe la ingesta de este pan en la sociedad venezolana y su importancia para cierta capa social. Refiriéndose a la arepa, escribe:
«Este pan es muy conocido en toda la República mucho más que el pan de trigo reservado a los ciudadanos y a la gente rica.[327]»
La curiosa descripción de Jenny de Tallenay nos pone a volar la imaginación, al afirmar que la arepa es «un pan muy conocido en toda la República», y que está localizado en la dieta diaria de las clases populares, lo que no ocurre con el pan de trigo. El relato de De Tallenay coincide con las representaciones artísticas de los pintores viajeros que visitaron nuestro país en el siglo XIX, ya que en sus discursos visuales (de Pissarro y Scibneranaco) se observa la cotidianidad del trabajo de molienda de la arepa, en la cual juegan un importante rol las mujeres de las clases pobres de las ciudades y del campo, como portadoras y sostén de la manutención doméstica. La ingesta, el trabajo de molienda y la venta de arepas entre los pobres urbanos y los campesinos puede observarse en casi todos los discursos de los foráneos, como respuesta del gusto (habitus) de este pan en estos sujetos. Sin embargo, en pocas oportunidades los viajeros observan a los personeros de la clase dominante consumiendo este pan indígena. Quizás algunos criollos consumían arepa por patriotismo puro para marcar una identidad reproducida por la Independencia y sostenida durante el siglo XIX, lo cual no es de extrañar ya que desde la época colonial las élites mantuanas crearon artefactos de identidades regionales que les permitieran identificarse entre ellos, para fortalecer el sentido de pertenencia en la nueva república.
En 1865, el poeta y político liberal Ramón Isidro Montes, en sus funciones como Senador de la República en Caracas, escribe para un periódico de su ciudad natal, Ciudad Bolívar, «Canto a la arepa». En la primera parte de su poema, Montes describe la arepa como una fiel acompañante del popular sancocho:
¡Válgate Dios! Nos sale El Boletín
Con una producción de Cacaseno,
Con octavas que tienen retintín,
Y con un plato de sancocho lleno.
Al cantar al sancocho aquel ruín,
No podemos decirle «santo y bueno»;
Porque es preciso que ese Caca sepa
Que no vale el sancocho sin la arepa.
¿Hase visto una cosa menos vista
Que con «solo un pedazo de bizcocho»
Comerse de una olla bien provista
«Un suculento plato de sancocho»?
A Cacaseno he de seguir la pista;
Eso no lo hace ni un vejete chocho:
En caso tal, testigo Doña Crepa,
Lo primero que todo... ¿qué es?... ¡la arepa!
Es del sancocho tierna compañera,
La dulce, fiel, inseparable amiga.
Como lo es de la miel la blanca cera;
Es con quien ella más y más se liga:
Si a veces con los huevos adultera,
Hace con el sancocho mejor miga:
Yo siempre he visto cual la vid con cepa.
Al sancocho casado con la arepa...
Más adelante, acentuando el rol de la arepa en la sociedad y, especialmente, en la política, Montes recita:
Y Doña Arepa influye en la política,
Y hace mover al hombre más apático,
Y hace a la lengua maldecir satírica.
Y hace variar al hombre más dogmático,
¿Pues qué dice mordaz la gente crítica?
Al observar a un zorroglón linfático,
Y ver cómo se afana y suda y trepa,
Que el pobrecillo anda tras la arepa.
En esas prolongadas discusiones
De Juntas, Asambleas y Congresos,
En que cada uno expone sus razones,
Y cada cual devánase los sesos,
Espero, buen lector, que me perdones.
Si al contemplar los oradores esos,
Y que éste se defiende, aquél increpa,
Yo veo más que una cuestión de arepa.
Y en cuanto a su fascinación por la arepa, recita:
Canten, pues, otros el amor y el vino
Y celebren sus glorias noche y día;
Canten de Troya el mísero destino,
De Aquiles la pujanza y bizarría:
Yo cantaré tal vez con mejor tino
El blanco pan, sostén de pobrecía:
Quiero, lector, que «a mí la gloria quepa»
De sostener los fueros de la arepa.[328]
Ramón Isidro Montes impregna su poema de situaciones cotidianas al momento de comer arepas y su advertencia de que este es el pan de los hogares de los pobres; pero, lo que nos llama la atención, es que utiliza el lenguaje vernáculo en la construcción de sus versos, un potencial instrumento para difundir el nacionalismo del país.
El lenguaje vernáculo que se propicia a través de la escritura es, en el fondo, un discurso utilizado por las élites para representar y fomentar, subjetivamente, los nuevos dispositivos imaginarios de lo popular y de lo nacional en una sociedad de letrados. Ante esto, los escritores de la última mitad del siglo XIX buscaban en la literatura criollista o nativista venezolana, establecer códigos cotidianos que permitieran crear la «identidad» del pueblo con refranes, vicisitudes de la calle, personajes populares de la ciudad, entre otros[329].
En esta travesía, los medios impresos fueron el lugar ideal para que las élites venezolanas difundieran lo nacional, especialmente en El Cojo Ilustrado (1892-1914), el cual está inmerso en los años en que el país, especialmente las ciudades, lograban conseguir la «paz» después de los destrozos de la Guerra Federal (1859-1863) y el «progreso» alcanzado por la belle époque de Antonio Guzmán Blanco (1870-1888). Esta revista quincenal, de esquema positivista, fungirá como órgano divulgativo por excelencia del cambio que está trayendo la «modernidad» bajo el signo de la civilización, y también como el sintetizador cultural de los propósitos del proyecto nacional. Tal como lo expresa Gerónimo Martínez sobre el grabado El llanero domador, en el pórtico del primer número de El Cojo Ilustrado:
«... quiera la suerte que sirva este dibujo de lema simbólico que nos enseñe á todos á domar los vicios de diverso linaje que sin descanso hacen venir á menos los hechos de nuestra vida nacional.[330]»
¿Pero cómo entran los sujetos populares en la mirada nacional que se promociona en El Cojo Ilustrado? ¿Cómo el pueblo, que está dominado por los vicios, hace la vida nacional, si es el obstáculo del progreso positivista? De esta forma, en las cabezas de los hombres y mujeres «modernos» de las élites, se construye el imaginario de lo popular de la nación que descansa en el recurso literario y visual, que promociona a los «sujetos populares» o «tipos nacionales» con sus costumbres bárbaras y vernáculas. Tal como lo podemos ver, a propósito de «el pilón primitivo», como prefiere llamarlo el fotógrafo Guinand:
«No sabemos á punto fijo que origen tuvo, de donde nos vino, ni quien lo inventó; dícese que es obra de los indios. No juzgamos necesario averiguarlo. Lo que si nos consta es que su uso es antiquísimo, que ha dejado atrás muchas generaciones y que aún existe á pesar de la esforzada guerra que hacen los pilones mecánicos y molinos especiales inventados por la industria moderna. El fuerte ejercicio del pilón primitivo, evita el uso de drogas patentadas, que se recomienda para el raquitismo, pues hace desarrollar los músculos de una manera considerable. A más de esta inapreciable condición higiénica, es de estimarse también la gracia que imprime al cuerpo de las artistas de este género, el acompasado movimiento necesario al oficio y cuya escena atrae espectadores [la élite] que hoy damos[...][331]»
Tal como el artista trata de representar (tanto en la imagen como en el discurso escrito) a este instrumento del trabajo rudimentario de la hechura de arepas, podemos ver la existencia de las clases populares jugando un papel importante para escenificar lo popular de la nación, ya que el pilón, como elemento de «lo primitivo», conlleva una guerra contra el progreso, en este caso las grandes ruedas mecánicas de la industria moderna; así como, quizás, el lugar donde se utiliza el pilón, que es la vivienda de las clases populares en la que las mujeres, con cuerpos definidos, son las que comandan la batalla contra lo moderno, representado en ese hombre occidental vestido de citadino, por el sostenimiento del rudimentarismo indígena[332].
También con el recurso literario se busca representar lo popular a través de la sensibilidad de la cotidianidad en la urbe. En el caso de la arepa, este pan es tan común ya en la sociedad venezolana, tanto rural como urbana, que pasa desapercibido a los intereses de los escritores que narran las costumbres del país; sin embargo, cuando observamos la arepa vemos que está en manos de las mujeres populares: vendedoras del mercado, cocineras, amas de casa pobres, entre otras, lo que determina el sostenimiento de este pan, día a día, en los espacios públicos y en la intimidad de sus hogares (véanse las imágenes de la pilandera y las molenderas). En sus últimos años, el político y escritor criollista Nicanor Bolet Peraza, en su cuento «Cuadros caraqueños» (1891), cuando narra las ventas de arepa en el viejo mercado capitalino que se instalaba en la Plaza Bolívar –antiguamente conocida como Plaza de la Catedral–, detalla el sabor, la forma y los olores de la arepa callejera de una manera muy sensible:
«... las tortillas de desayuno, en cuya preparación entran el maíz y el plátano con un si es no de queso frescachón; morenas como cachetitos de mestiza, esponjadas, ampolladas al amor de la sartén, apetitosas, bien olientes, y de las cuales se calculan hasta dos docenas, y ni una menos por cabeza; así se dejan éllas engullir mansa y tiernamente. [Y refiriéndose a su sabor, dice:] En seguida tomaban puesto las populares hacedoras de arepa de chicharrón; la más pedestre pero la más suculenta de las combinaciones indígenas del maíz, puesto en élla, como parte muy principal los achicharrados trozos de carnoso tocino...[333]»
Pero para las élites, la vida de las encargadas de velar por el mantenimiento de la arepa no solo se refleja su cotidianidad de la puerta de sus hogares para afuera, sino que también en la vida privada es lugar para representa lo popular como resultado del atraso, tal como lo podemos ver en la descripción de una molendera, hecha por El Cojo Ilustrado en 1895:
«No ha triunfado aún la maquinaria moderna de los antiguos usos de la industria primitiva. Mientras voltea sus aspas el molino y se busca en la mecánica facilidades para el diario trajinar, bajo la rústica choza jadea la «molendera», voluntariamente rehacia [sic] á las combinaciones de ruedas y tornillos que dispuso el progreso económico en la lucha por la vida.[334]»
Al igual que el pilón, las molenderas se tienen como sinónimo del atraso del país o, al menos, con lo que el positivismo quiere tratar de acabar de la modernidad, ya que, mientras las élites hacen ese «viaje» inhóspito a lo primitivo, más enarbolan el aislamiento de cotidianidad de esos sujetos que se encuentran en lo que aquellos consideran desconocido, exhibiendo a una sociedad de letrados, estos sujetos como «Tipos nacionales» que representan lo tosco. Asimismo, las formas de «representar» lo nacional, por parte de las élites, están ligadas a la condición de ser modernos y de marcar diferencias a través del disciplinamiento, tal como se puede observar al mirar a estas mujeres como reacias a los saludables cambios que trae consigo el progreso[335]. De esta manera la admisión y exclusión por los sectores de poder se genera por el habla, la gestualidad, el vestuario de los sujetos de las clases populares, con la intención de representar la idea de lo popular en la dialéctica entre los sectores «de arriba» y los «de abajo», por la vía de la permanencia y la identidad. En ambas formas, el discurso de lo popular se construye en el imaginario a través de lo que las élites quieren ofrecer como identidad en el transcurrir de su cotidianidad[336].
Por otra parte, el escritor merideño Tulio Febres Cordero en 1917, a través de un discurso criollista, se suma a la odisea de representar a la arepa como un alimento vernáculo de Colombia y Venezuela, desde crónicas de la memoria nacional y criticando el menosprecio de las élites por la dieta «típica», pasando por la crítica lingüística a los diccionarios académicos, hasta llegar a las calles de Cartagena de Indias impregnadas de areperas callejeras. El escritor inaugura su diálogo así:
«El sabio colombiano doctor Zeledón, que fué obispo de Santa Marta, dijo en París al deán de la Catedral de Mérida doctor Carrero y a otros venezolanos allí reunidos ocasionalmente, que bien valía hacer un viaje de Europa a América solo por comer al desayuno arepa caliente con cuajada fresca, comida realmente deliciosa, a igual de muchas otras en que figura el sabroso pan americano objeto de estas líneas, la popular arepa, regalo de ricos y pobres, forma la más común y económica de aprovechar el maíz como principal alimento de todas las clases sociales.[337]»
La arepa y otros platos de la cocina diaria, por su característica de ser alimentos cotidianos en la mesa venezolana, es asunto de poco interés por parte de los literatos y poetas, pero más aun, según Febres Cordero, el desprecio por nombrar a los alimentos de uso corriente –más que comerlos– se observa en los banquetes de la aristocracia, ya que esta capa social prefiere presentar a la «vianda criolla» disfrazada con nombres en «francés, inglés, alemán o cualquier otro idioma, menos el castellano» en la vida diaria, lo que pone en aprietos a los comensales[338].
Asimismo, Febres Cordero busca hacer una reivindicación de la memoria de la arepa y la elabora a través de un estudio histórico-lexicográfico del nombre «Arepa», criticando la definición de este pan por parte de los diccionarios académicos:
«Para principiar por alguno, elegimos el voluminoso diccionario de la lengua castellana hecho por una Sociedad Literaria, edición de 1869, donde se halla esta donosa definición:
»«Arepa. Empanadilla hecha de harina de maíz con carne de puerco dentro, que venden las negras en las esquinas de Cartagena de Indias».
»Será eso nuestra arepa? Ni por asomo. Ella ni es empanada, ni el maíz se emplea en forma de harina para hacerla, ni se rellena con carne de puerco, y por sabido se calla que no es un privilegio de las negras el venderla en las esquinas (y no en otros sitios) de Cartagena de Indias.[339]»
A propósito de esta definición de «Arepa», Febres Cordero, a través de algunos argumentos clave de la historia patria como Simón Bolívar y los indígenas originarios que habitaban este territorio, explica cómo los señores literatos que redactaron el diccionario de 1869, confundieron a la arepa con la hallaquita de agua que relata José Gumilla en su crónica acerca de los indios del Orinoco. Igualmente, Tulio Febres Cordero critica la edición del diccionario de 1878, en la que agrega, aparte de la definición de la arepa como empanadilla, que solo «venden las negras en las esquinas de Cartagena de Indias, y es el almuerzo general de sus habitantes»[340]. Sin embargo, el problema de la definición de la arepa en los diccionarios de la Real Academia Española para nuestro escritor merideño no ha terminado, ya que en una edición de 1925 se mantienen algunos errores lingüísticos; veamos:
«Arepa.– (Del cumanagoto arepa, maíz). Pan de forma circular que se usa en América, compuesto de maíz salcochado, mojado y pasado por tamiz, huevo y manteca, y cocido al horno».
»Con perdón de los señores académicos, tampoco es esta nuestra popular arepa, porque el maíz se muele y se reduce a masa entre piedras o en máquinas especiales, y nunca va cernido ni hecho harina; y lo de añadirle huevos y manteca, dará risa a nuestras areperas, pues son ingredientes que no le cuadran y que harían más costoso este pan americano, que es el del pueblo por excelencia.
»Tampoco lo del horno conviene a la arepa, pues aunque las hay horneadas, como pan de gala, esto no es lo corriente, sino el ser asadas en un budare o platón casi plano de barro cocido o de hierro, sin más aliño que la sal, según se practica en Venezuela y Colombia, tanto en la cómoda casa del poblado como bajo el pajizo techo de la choza indígena.[341]»
La crítica a los diccionarios académicos por parte de Tulio Febres Cordero, cobra importancia ante la composición lingüística y lexicográfica de lo nativo y vernáculo para la época, ya que su herencia intelectual –como la de muchos otros– se permeabilizó en el siglo XIX, reclama el espíritu de la nación, lo que se demuestra en el purismo del lenguaje y en la necesidad de establecer en la memoria colectiva una concertación representativa de la lengua de uso, es decir, la cotidiana, la del habla a diario[342].
Dice el historiador norteamericano Jeffrey Pilcher, que los discursos nacionalistas del siglo XIX que se generaron a partir de los lenguajes vernáculos, la imprenta y la literatura criollista, también se potenciaron en la idea de reflejar la literatura culinaria como elemento identificatorio de las culturas nacionales. Considera Pilcher que
«La literatura culinaria tiene un gran potencial para contribuir a la creación de estas culturas nacionales. Los autores de libros de cocina ayudan a la unificación de un país al promover el intercambio de alimentos entre diferentes regiones, clases y grupos étnicos, construyendo así un sentido de comunidad dentro de la cocina. Pero estas mismas obras tienen también la capacidad de excluir a las minorías étnicas o a las clases más bajas porque declaran que sus comidas no son propias de las mesas civilizadas [...] Estas visiones múltiples de la cocina nacional están unidas por el objetivo común de volver significativa la ideología abstracta del nacionalismo a través de la familiar cultura doméstica de la cocina.[343]»
Durante el siglo XIX la cocina venezolana se conocía más bien a través de la tradición oral. Sin embargo, entre las élites, comienza a circular una importante ristra de manuales de cocina europeos, lo que corresponde a una degustación de una gastronomía civilizada y afrancesada, y que, lo más seguro, las mujeres refinadas les impartían a sus cocineras la nueva dieta; mientras que en el pueblo se mantenía, casi inamovible desde mediados del siglo XVIII, la cocina campesina.
Los manuales culinarios extranjeros que llegaron a las cocinas de la élite de las ciudades venezolanas, cobran importancia a mediados del siglo XIX, cuando obras como La fisiología del gusto, de Brillat-Savarin; El confitero moderno, de Maillet; La higiene de la digestión, de Gaubert, entre otras, comienzan a ofrecerse en los anuncios de la prensa nacional, como por ejemplo El Liberal (1847), El Diario de Avisos (1857) y La Opinión Nacional (1870)[344].
A pesar de ello, algunos coterráneos se interesan en promover la cocina nacional, que no obstante estar repleta de recetas netamente urbanas, buscan con los manuales vernáculos de cocina convivir con la cuisine que está promocionando la élite. Entre los manuales nacionales del siglo XIX tenemos el de José Antonio Díaz que publica en 1861 El agricultor venezolano, en el que promete dictar algunas lecciones prácticas de la agricultura del país. Por citar un ejemplo, en el caso del maíz Díaz esboza un recorrido desde el origen de este cereal, la descripción de la planta y la cantidad de mazorcas que pueden ofrecer algunos tipos de maíz, pasando por algunos ejemplos de la preparación de la tierra, el tiempo y modo de recogerlo y de conservarlo, hasta sus productos alimenticios y sus propiedades medicinales para ancianos, mujeres y niños[345].
Con un interés chauvinista por la cocina decimonónica, José Antonio Díaz propone el primer recetario nacional bajo el título La cocina campestre (incluido en El agricultor venezolano), ya que, según él «La inteligencia mejora nuestra posición en todas las situaciones de la vida: nuestros labradores comen generalmente mal, porque no conocen los medios de mejorar sus alimentos con los mismos recursos del campo y sus productos»[346]. De esta manera, Díaz sintetiza aquellas comidas vernáculas que se preparan tanto en la ciudad como en el campo. En cuanto a la arepa, de manera sencilla y pedagógica, explica las siguientes recetas:
«Arepas de huevo. Con la masa del maíz ya preparada para tender las arepas al budare, se toma una cantidad proporcionada a los huevos que se van a emplear: se bate todo junto con sal correspondiente, y de manera que la mezcla con alguna consistencia, y con una cuchara, estando el budare bien caliente, se va tendiendo en pequeñas porciones que se van volteando a medida que se van dorando para igualar la cocción: endurecidas y doradas por ambos lados, se sirve.
»Con plátano maduro. Esta arepa se reduce a moler el plátano o cambur maduro con la misma masa y sal correspondiente; pero para tenderla en el budare es necesario poner la masa en una hoja de los mismos plátanos para que no se peguen y puedan voltearse.
»Con queso o chicharrones. Moliendo la masa con el queso, y lo mismo con chicharrones de vaca o de cerdo: estas últimas composiciones por sí solas son un banquete, porque llevan juntos el pan y la carne o el queso.[347]»
En 1899 en la ciudad de Mérida se publica otro importante recetario para la mesa decimonónica, la Cocina criolla o Guía del ama de casa para disponer la comida diaria con prontitud y acierto de Tulio Febres Cordero. Tiene como intención matar el aburrimiento de comer todos los días los mismos platos, por lo que presenta en su guía «doscientos platos al escoger, desde los más suculentos hasta los más sencillos, de donde puede sacarse a diario la variedad apetecida, contando, por supuesto, con la buena gana de comer»[348].
Y en cuanto a la importancia de una síntesis de la comida campesina y nacional, y criticando a la cuisine que se ofrece en los banquetes de las élites, Febres Cordero dice:
«Muchos libros de cocina se hallan en las Librerías, pero ninguno satisface entre nosotros la necesidad apuntada, por referirse á platos extranjeros que, si buenos en lo general, requieren sustancias y condimentos que no siempre se consiguen ó son del todo desconocidos en el país.[349]
En Cocina criolla no se observa una receta que explique el procedimiento de elaborar arepas, ya que son bastante conocidas en toda la república, pero sí podemos apreciar algunos platos populares que incluyen aquella y otros con una llamada torta de maíz, que al parecer es una arepa frita. Entre esas recetas se pueden distinguir las siguientes:
«Sopa de torta de maíz. Se hace una torta de maíz con queso y huevos, y después de frita se parte en cuartitos, que se echan al caldo hirviendo, guisándolos bien. Algunas personas le agregan al caldo un poco de leche. [...]
»Arepa de maíz en sopa. Pártese en pedacitos una arepa del día anterior y se pone en caldo hirviendo, agregándole huevo batido, queso desmenuzado y leche, según los gustos. [...]
»Torticas en salsa. Hecha la masa de maíz pelado ó pilado, se agua un poco de leche, poniéndole sal y mantequilla ó queso; se hacen las torticas, se fríen y se conservan después en una buena salsa de tomate.[350]»
Durante el siglo XX y sobre todo a partir de los años 50, las mujeres, como respuesta a la nueva forma de vida a la norteamericana, se interesan por la cocina gracias a los nuevos inventos tecnológicos relacionados con la higiene alimentaria, y al mismo tiempo, se apoderan de la creatividad gastronómica, como una forma de combatir el aburrimiento de ser una sencilla ama de casa. Ante esto, la publicación de manuales de cocina comenzó a cobrar auge y a tener mayor difusión a mediados del siglo XX, cuando un considerable número de mujeres contribuyó con la recopilación de los conocimientos de la cocina criolla. En la búsqueda de la cultura culinaria nacional, podemos encontrar los recetarios publicados en folletos de Carmen Victoria López y el libro escrito por la norteamericana Dorothy Kamen-Kaye y otras mujeres, titulado ¡Buen Provecho! (Caracas Cookery), editado en 1943, con reediciones en 1944, 1946, 1951, 1961 y 1967[351].
Otro importante recetario es el de Graciela Schael Martínez, La cocina de Casilda (1953), que quizás sea uno de los más completos para esos años, pues propone que «A través de este libro se extiende una invitación a realizar un recorrido por el mapa de la Venezuela típica, rica, generosa y pródiga en confecciones alimenticias»[352]. El éxito de este manual se observa en sus reediciones: dos en 1954 y después en 1957, 1958, 1960 y 1963. Un notable aporte que brinda Schael Martínez con este libro es que de manera antropológica describe el procedimiento cotidiano de las pilanderas de maíz, la forma tradicional de cocinar las arepas en el popular fogón y las mujeres que se dedican a venderlas y, por otra parte, recopila algunos cantos de pilón y algunos refranes en los que se nombra a la hija predilecta del maíz venezolano. No está demás decir que proporciona las recetas de la arepa de chicharrón, la de queso y las tostadas a la criolla. La receta de la arepa es como sigue:
«Después de preparar la masa, muy bien mezclada, se van tomando pequeñas porciones para darles la forma de arepa, o sea como un disco de unos dos y medio centímetros de altura y de unos veinte cm. de diámetro (según el tamaño que vaya a tener la arepa), y se van colocando en el budare ya caliente y limpiado con un trozo de tela engrasada, dejándolas cocinar cinco minutos o hasta que se les forme la corteza de alguna consistencia; se voltean con un cuchillo y se dejan cocinar en igual forma por el otro lado. Después se pasan al horno caliente a temperatura mediana, para que terminen de cocinarse, más o menos, un cuarto de hora o veinte minutos. Para saber si están bien cocidas se toma cada una con una servilleta, se para en ella de orilla y con la mano se le dan unos golpecitos como palmadas; si suena como si estuviese hueca o abombada, está cocida. Dicha prueba se hace por ambos lados de la arepa. [...] A la manera típicamente criolla se sirven calientes, acompañadas de queso blanco, o queso de mano y mantequilla o cuajada, o chicharrón con guasacaca, o carne frita, o negritas [caraotas] fritas.[353]»
También está el libro de María Chapellín P., quien se autodenomina como «la primera maestra de cocina en Venezuela», bajo el título El libro de tía María, publicado en 1956 (con reimpresiones en 1958 dos veces y en 1961). Este libro quizás sea el primer recetario en incluir la forma de preparar la masa de maíz pilado para arepas, y podemos ver, de una manera más completa, las variedades de arepas (de maíz pilado) que coexisten en el país, ya que tienen cabida las de queso, las de chicharrón, las de cambur, las de maíz pelado (incluyendo el procedimiento para obtener la masa), las saladas o fritas, las de ajonjolí y las arepitas fritas de las abombaditas[354].
Aunque a partir de esta década algunas compañías agroalimentarias generaron importantes recetarios para promocionar sus productos, los dos últimos mencionados «se convirtieron en los manuales de cocina criolla urbana por excelencia»[355], y lograron formar una síntesis del gusto nacional venezolano, las comidas civilizadas y rústicas que se pueden apreciar en los diversos platos que identifican lo nacional y lo regional, y hasta lo creativo, como respuestas del gusto criollo.
En la actualidad es difícil pensar que en algún pueblo venezolano no exista, por lo menos, una arepera. Otra cosa además, es que cuando hacemos un viaje a algún lugar del país, a un costado de la carretera observamos tras las ventanas del automóvil restaurantes que ofertan arepas y que son parada obligatoria para los viajeros. Estos lugares se transformaron en los espacios colectivos de la comida criolla, donde todos los días decenas de personas consumen el preciado regalo del maíz venezolano, bien sea relleno con la diversidad de guisos o quesos que exhibe el colorido y gustoso mostrador, o como compañera (en forma de pan) de algún hervido (de res, gallina o mondongo) o un plato fuerte (por ejemplo, el popular pabellón). Por otra parte, las areperas son el resguardo no solo de una variedad de guisos y otros alimentos para rellenar las arepas, sino también son lugares donde reposan múltiples platos típicos.
El concepto de las areperas que tenemos hoy en día es completamente distinto al que existía antes de la masificación de la harina precocida de maíz, ya que hablar de areperas de los tiempos de Maricastaña se refiere a aquellas mujeres que dentro de sus hogares, como parte de la economía doméstica propia de la época, pilaban y molían el maíz para vender sus arepas como pan, en cestas o bandejas desde tempranas horas de la mañana. Esta práctica, que se llevaba a cabo en las calles o plazas principales de las ciudades, era realizada por ellas mismas o los jóvenes de la casa[356]. Acerca del oficio de las areperas durante los años 20, dice Alfredo Cortina que
«De nuestras areperas, todavía quedan algunas en el interior de la república que conservan la tradición y sus arepas guardan el mismo aroma y sabor de las que supieron los caraqueños de hace más de cincuenta años.[357]»
En la misma sintonía, Olga Briceño de Alfaro en su libro de costumbres de antes de 1935, Bajo esos techos rojos, recuerda:
«Las arepas, por otra parte, nuestro pan nacional, son algo mucho más sencillo. Como los pueblos felices, no tienen historia. Redondas como el globo terráqueo, tienen sin embargo un principio y un fin: comienzan en una moledora y terminan en una tostadora plana o sartén, rellenas de queso, de jamón, de chicharrón, de huevo, de tiburón, o de veinte cosas más. De esta manera, conocidas como «tostadas» pueden ser adquiridas en unos carritos callejeros en varios rincones conocidos de la parte antigua de Caracas. Los ricos comen arepas en el desayuno y pan de trigo en las otras comidas; los pobres comen arepas o pan de casabe en las tres comidas... si es que hay...[358]»
En la Caracas de los años cuarenta del siglo XX se comenzaron a popularizar las tostadas, que en muchas oportunidades se elaboraban en la calle y como principal industria de trabajo había el famoso «kiosco de tostadas». Este tipo de empresa que se impulsó era parte de la estampa de la vida nocturna caraqueña y una solución alimentaria para los transeúntes[359]. Acerca de estos carritos de arepa en la Caracas de finales de los años 40, Mariano Picón Salas de manera afectiva escribe:
«... en la Caracas mal acostumbrada se trueca en bocado de noctámbulos. El «carrito» del vendedor de arepas, con su candil romántico y su hornillo ambulante, es como una pupila insomne de la ciudad cuando ya todo comienza a acallarse y a dormirse. Hay cortejos medianochescos de damas pintadas en traje de baile y de caballeros de frac que, de vuelta del festín y antes de retornar a sus casas, se detienen popularmente ante la tiendecilla nómade o invaden –como extraña comparsa que hubiera pintado Goya– las últimas fondas donde expenden el venerable pan cumanagoto. A esa hora lívida de la alta noche y en los venezolanísimos mostradores de ventorrillos, con su olor a mondongo y a pernil, desaparecen las clases sociales y la gente que bajan del cadillac –como sometidas a la misma ley igualitaria del hambre– no temen confundirse con el carretero que se desayuna, mientras los otros toman la última cena, o con el borrachito nocherniego que sigue repitiendo entre cabezadas de sueño las frases de su monólogo. Durante largos años fue el muy criollo restaurante de Jaime Vivas, gran compadre y proveedor de «arepas», como el último refugio nocturno de la ciudad, la antesala abastecida y bulliciosa de los insomnes[...][360]»
Sin embargo, ante la inexistencia de una industrialización de la harina precocida de maíz, muchos comerciantes, tanto de kioscos de arepas como de los establecimientos de tostadas, se dedicaban a fabricar la harina de maíz para sus productos. Tal es el caso del ingeniero naval Eustasi Sarasola, de origen vasco, que en 1945 creó una máquina para hacer la harina de maíz para su Arepería Las Blancas. El articulista Alfredo Armas Alfonzo dice:
«La fábrica de arepas de Eustasi Sarasola se llama «Arepería Las Blancas» [ubicada en Naiguatá]; produce 5.000 arepas diarias, y en su elaboración emplea 250 kilos de maíz diariamente. Once personas tienen a su cargo el negocio. Las horas de labor comprenden desde las tres de la mañana hasta las 11 del día. Hay 10 hornos –construidos en Venezuela– para el cocido de las arepas [atendidos por el hornero Rafael Salazar]. Estos hornos consumen un barril de kerosene cada dos días, y la capacidad de cada uno es éllos [sic] es de 36 a 40 arepas por parrilla. Los hornos están colocados sobre cocinillas [...] Nosotros hemos visitado la fábrica, observando el proceso de elaboración de la arepa; comprobando la demanda del producto. En el rato que estuvimos allí, acudieron varios de los clientes: en la Guardia Nacional una camioneta que lleva todos los días a la Escuela un gran lote de las tostadas y sabrosas arepas venezolanas [...] Un ingeniero naval fabricando arepas. Está revolucionando la industria, y se está escribiendo el más importante capítulo de la historia de la arepa en Venezuela[...][361]»
Con su popularidad en la calle, la arepa logró pasar de ser un simple pan para el acompañamiento de las comidas o, en algunos casos, el alimento primordial de campesinos y los obreros[362], a un plato que se sirve con variedad de guisos. Por otra parte, tras el crecimiento de la infraestructura en Caracas durante el gobierno de Marcos Pérez Jiménez, comenzaron a pulular de manera más acelerada las areperas o tostadas como establecimientos que vivieron a ser los restaurantes citadinos de comida criolla donde se podían conseguir arepas rellenas. Esto se demuestra con que para 1954 existían en la capital más de 56 establecimientos y se vendían unas 25.000 arepas diarias[363]. Del mismo modo, el poema «Nocturno del poeta y la arepa» de Aquiles Nazoa, ilustra la importancia que tenían las areperas y los carritos de arepas en la cotidianidad de la urbe:
Esta noche tiene hambre
la amada del poeta,
y él, temblando de frío,
sale a ver qué le encuentra.
Mas todo está cerrado:
por las calles desiertas
no se ve ni una sola
arepería abierta,
los carros de tostadas
terminaron la venta
y en triste caravana
se fueron ya de vuelta
al son de los crujidos
de sus chirriantes ruedas,
y hasta los botiquines
y bares y tabernas
hace ya mucho rato
que cerraron sus puertas...[364]
Entre los guisos populares de la ingesta venezolana y que fungen como rellenos de las arepas aún se mantienen el asado a la criolla, la carne mechada, el pollo desmechado en salsa y el perico, propios de la cocina diaria. Los inventados, como el caso de la de dominó (caraotas negras con queso); la malvada (morcillas); la aristocrática (caviar); la popular Reina pepiada (pollo, aguacate, mayonesa, mostaza y petit pois), de la autoría de los Centros Alimenticios Los Hermanos Álvarez, a propósito del triunfo en el Miss Mundo de Susana Duijm en 1950[365] y la Amplia Base (perico, aguacate y queso blanco), en honor al pacto de gobierno de los partidos políticos AD, Copei y URD, en 1963. Y las combinaciones, con nombres curiosos como Pelúa (carne mechada con queso amarillo rallado), Sifrina (reina pepiada con queso amarillo rallado), Rumbera (trozos de pernil horneado con queso amarillo rallado), Catira (pollo desmechado y queso amarillo rallado), Llanera (tiras de carne de res, rodajas de tomate y aguacate, y queso guayanés), entre otros, a tal punto de llamar viuda a la arepa que no tiene relleno.
Por otra parte, mantener la tradición de la arepa con estos establecimientos en los últimos años de la década de los cincuenta y primeros de los sesenta, está sujeto a la dialéctica entre tradición y modernidad, pues para ese momento el american way of life determina lo contemporáneo, y tras el crecimiento de las ciudades, se comienza a fomentar una nueva cultura material en la urbe, lo que hace que la arepa industrializada desplace a la tradicional –en cuanto al proceso de elaboración–, representando un problema para algunos citadinos y una comodidad para otros que desarrollan las nuevas prácticas sociales[366].
Si apelamos a la idea de que las representaciones sociales son construcciones imaginarias de la realidad que se encuentran en constante dinamismo y que determinan las interacciones del colectivo[367], podríamos decir que las areperas comenzaron a ser lugares simbólicos de prácticas cotidianas en la vida de los venezolanos. Estos nuevos espacios se atribuyen y se apropian el nombre del antiguo oficio de las mujeres que se dedicaban a pilar y moler maíz para vender arepas en la época de Maricastaña (areperas) como parte de la economía doméstica, fomentando así (estos establecimientos), la invención de una tradición en la esfera de lo cotidiano-urbano. Por otra parte, las ciudades en el siglo XX se rigen por y con nuevas prácticas sociales de consumo que se muestran a través de la masificación de sus productos. No muy lejos de este fenómeno, la comida se exhibe bajo el concepto de rápida, en un ámbito en que las identidades multiculturales ofertan sus comidas en la dinámica de la globalización. Así que las areperas aparecen como negocios comerciales que entran en la competencia de la comida contra otros establecimientos de comida foránea, como es el caso de las fuentes de soda con sus hot dogs y hamburguesas y las heladerías –todos de inspiración estadounidense–, que ofrecen nuevos gustos y se fomentan a través de una publicidad desmedida que dicta lo contemporáneo.
A propósito de esto, entre los años 60 y los primeros años de los 70 el elemento de la inmigración europea sale a escena. En manos de españoles y portugueses la comida rápida venezolana tuvo un respaldo muy importante[368] a través de la masificación de las areperas. Gracias al éxito de la harina precocida de maíz, los ibéricos comienzan a ofrecer nuevos gustos y sabores de su ta nacional (como es el caso de los famosos rellenos de pulpo y de camarones a la vinagreta) que entran en la diversidad de guisos tradicionales, incorporados e inventados, y que existen en los mostradores al gusto del consumidor. Se establece así una nueva tradición en el variopinto relleno de las arepas que consumen los venezolanos[369]. Sin embargo, las areperas no siempre tuvieron éxito: durante la séptima década del siglo pasado, en la primera administración de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), con la regulación de precios muchas areperas tuvieron que cerrar sus puertas porque la inflación de los productos alimenticios comenzó a resquebrajar los bolsillos de los propietarios, pero con la eliminación de los controles, decretada por el presidente Luis Herrera Campins, las areperas volvieron a florecer en las avenidas de Caracas[370]
De manera simbólica las areperas se constituyen en zonas de interrelación social en el ámbito cotidiano, y comienzan a ser los nuevos espacios de reunión y sociabilización nocturnos en las ciudades; es decir, las arepas se transformaron, dentro de estas prácticas sociales, en los lugares de la cena de muchas personas, a tal punto que sus principales clientes son aquellos que trabajan durante todo el día en oficinas y comercios –y no pueden almorzar en sus hogares– y quienes vienen de fiestas o rumbas especialmente, desde que en Caracas se popularizaron los dancing o discotecas y otros lugares de diversión[371]. Esto lo podemos ver en una cuña publicitaria de un whisky importado (Black Label), en la que una rubia esbelta y elegantemente vestida con un traje de noche pasa las últimas horas de la madrugada en el ambiente de una típica arepera caraqueña, anunciando el comercial: «10:00 p.m. Caviar ruso; 5:00 a.m. Reina pepeada»[372].
Pero el fenómeno de las areperas no solamente ocurrió en Venezuela sino más allá de nuestras fronteras con un éxito considerable, por ser los lugares más representativos de la comida venezolana (algo similar a lo que ocurrió dentro del país). Por un lado, las añoranzas de los venezolanos residenciados en el extranjero, y por el otro, una suerte de boom para los habitantes de aquellos países al saborear la comida típica de Venezuela a través del fast food. Así que podemos ver areperas en Nueva York, Chicago, Miami, Londres, Madrid, Santa Cruz de Tenerife, Beijín y Tokio, por nombrar algunas capitales. Muchos de estos establecimientos, han sido consolidados por venezolanos que han decidido establecerse en el negocio de expendio de comida y, en algunos casos, por extranjeros que aprendieron con la práctica a preparar comida venezolana. En el caso de las islas Canarias, Francisco Javier Pérez dice:
«La costumbre de comer arepas llegó a Canarias de la mano de muchos venezolanos que se residenciaron en las Islas y, especialmente, de los Canarios que, después de vivir durante años en Venezuela y de asimilarse a las costumbres del país, trasplantaron a las Islas muchos modos y costumbres nuestras [...] Resulta frecuente, entonces, tropezarnos en las ciudades grandes de las Islas, sobre todo en Santa Cruz de Tenerife y en Las Palmas, con areperas o con expendios de alimentos que las ofrecen en sus cartas, no solo con los rellenos más comunes de jamón y queso, sino con los tan criollos de carne mechada y de reina pepeada, la reina de nuestras arepas rellenas actuales.[373]»
Algo parecido ocurrió en otras ciudades del mundo, donde se comenzaron a popularizar las areperas por parte de venezolanos, al principio, llevando los paquetes de harina precocida de maíz y, posteriormente, por el alcance y aceptación de algunas marcas en el mercado extranjero. Un caso palpable de esto es el éxito de Caracas Arepa Bar, un restaurante creado por Maribel Araujo y Arístides Barrios, ambos venezolanos, desde el 2003 en Nueva York. Como un restaurante novedoso y de nuevos gustos lo consideró The New York Times cuando dice que en Caracas Arepa Bar se experimenta otro tipo de comida para los paladares de los habitantes de la Gran Manzana: «Alto!!! Ponga las manos en alto y aléjese del burrito!!! No cree que ya es tiempo de probar algo nuevo? Qué tal una cena en la Ruta Venezuela en el Caracas Arepa Bar (91 East Seventh Street, 212-228- 5062). El Pabellón Criollo –arroz, frijoles negros y plátanos dulces fritos– es tan bueno como cualquier comida que lleven a su apartamento, las arepas del restaurante están justamente proporcionadas (si acaso un poco menos crujientes luego del viaje en bicicleta desde la cocina)»[374]. Y en cuanto al lugar y sus productos, el crítico de cocina Eric Asimov de ese mismo diario, en el 2006, escribe:
«Desde el pequeño tablero que separa la cocina del comedor, se puede observar el procedimiento mientras un cocinero moldea masa de maíz en círculos de tamaño de la palma de la mano y las coloca en una parrilla. Otro cocinero moldea la masa en forma circular, golpeando delicadamente los bordes para obtener la curva exacta. [...] Las arepas se ofrecen con 17 rellenos distintos y el apetecible aroma de la masa de maíz a la parrilla dificulta la paciencia [...] Como los sándwiches, las arepas se comen con las manos aunque la cubierta de plástico está disponible si lo desea... Las arepas son grandiosas, con un sutil sabor a maíz que es amplificado por los distintos rellenos. Casi todas las combinaciones que probé son excelentes, como la reina pepiada ($3,50), una ensalada de pollo y aguacate que es un clásico venezolano, y la guasacaca ($4,50) una especie de guacamole venezolano hecho con aguacates, jugo de limón y aceite de oliva. Me encantó la de dominó ($3,75), frijoles negros y queso rallado que se derrite y se combina con la arepa. Los frijoles negros también son la base para el pabellón ($4,50) con carne mechada y plátanos dulces. La bonita está hecha con una ensalada de atún cremosa.[375]»
Esta ubicación de la arepa en escenarios internacionales está inserta en la relegitimación de las identidades regionales culturales y culinarias con el fenómeno que llamamos globalización, ya que de esta manera se exportan los gustos a otros países y se obtienen alabanzas de la comida típica. En las experiencias de los establecimientos de comida en el extranjero, la arepa no siempre está vinculada con el fast food que suele verse en las ciudades. En la actualidad, muchos chefs gourmet venezolanos han incluido a la arepa (especialmente a la reina pepiada y a la dominó) entre sus platos de comida de autor, con la finalidad de incorporarla en los paladares de un japonés, norteamericano, europeo o chino[376].
En la cocina regional del país la arepa juega un papel muy importante en cuanto a la dinámica social y se presenta como un pan bajo diversas formas, como es el caso de la arepa andina, hecha a base de trigo, la tela en oriente, y la telita en Lara, lo que hace que las arepas sean, al igual que las fiestas y bailes, un referente cultural en cada región del país sin importar los tipos de maíz que se utilizan.
Si solo viésemos a este pan y/o plato en el marco de la cocina venezolana afianzando la idea de que en todas las regiones se consume arepa y que en el extranjero, como dijimos anteriormente, es un alimento identificatorio de la dieta típica venezolana, estaríamos cayendo en la trampa de conceptos unificadores de la cocina nacional, ya que no consideraríamos los procedimientos y diferentes gustos de cada una de las arepas en las distintas regiones. Pero en lo que este pan puede coincidir como un elemento integrador es que en su esencia encierra algo más allá que una simple palabra para identificar a la arepa con sus diversas formas de concepción, cambiantes en la geografía del país; es decir, que pese a que sus ingredientes y formas de elaborarla pueden variar, se sigue manteniendo el mismo término, arepa, que viene a ser, incluso, un concepto[377].
En el caso de los Andes venezolanos, desde la introducción del trigo en la época colonial, la arepa se presenta bajo indiscutibles signos de transculturación, al ser elaborada con harina de trigo, mantequilla y huevos, ingredientes ajenos a la popular arepa de maíz que se consigue en el resto del país; sin embargo, coincide con las demás en su forma circular y que es asada sobre un caliente budare.
Por otra parte, la arepa no se distingue por ser de una sola forma, es decir, no importa su grosor para llamarse arepa, y en cada región existe una manera de elaborarla antes de montarla en el budare. Por ejemplo, en la región de los andes y en Occidente (especialmente los estados Falcón y Lara) se elabora delgada y pequeña y la llaman telita; en los Llanos suele prepararse delgada y un poco grande, y en algunas localidades, como Altagracia de Orituco y El Sombrero (estado Guárico), se elabora el pan de chepe o chepe, que es una arepa de maíz zarazo (cuando el jojoto ya comienza a secarse) y que se sancocha un poco y sin perder su cutícula es molido con agua y son tendidos directamente los discos sobre el budare. En oriente se elabora la gigantesca arepa quiebra o tumba budare; se trata de un disco que ocupa todo el tamaño del aripo y es mayormente usada como pan por la familia durante alguna comida del día. En este caso es evidente la influencia de la tradición del casabe con relación al tamaño y uso de la tumba budare. Y algo semejante ocurría en Guama (estado Yaracuy), donde según testimonio de Rafael Strauss (59 años): «Se hacía una arepa inmensa por allá por los años cincuenta. Esta arepa se envolvía con un trapo suave y se guardaba en una cesta que colgaba cercana al fogón. Esta arepa se usaba tanto para comerla como para vender una porción. Por ejemplo: uno iba y compraba ‘media arepa’ o ‘la arepa completa’»[378].
Para los gastrónomos, quizás, la idea de estos tipos de arepa no debería entrar en una discusión del imaginario colectivo que existe en la concepción que tenemos alrededor de este pan, pero la realidad es otra, desde los Andes hasta las costas orientales del estado Sucre, donde originalmente se comenzó a llamar así, occidentalmente hablando, a este pan. Los venezolanos consideramos, respetando los gustos regionales, que nuestro pan es la arepa, lo que, como decíamos en líneas anteriores, inviste a este producto de una carga conceptual, es decir, que la arepa es el pan por excelencia de los venezolanos.
La arepa más allá del gusto que encierra para los venezolanos, tiene múltiples significaciones e implicaciones como objeto cultural en el imaginario cotidiano, que en muchas ocasiones son de naturaleza semántica o semiótica, visibles o no, difíciles de eludir en la realidad y en la cultura «dinámica» que vive nuestra sociedad[379]. Por ejemplo, el mismo fenómeno de arraigo que ocurre en Europa referente al pan de trigo, en Venezuela lo constituye la arepa como un objeto «cotidiano» que está presente en la música, en las obras de arte, en la literatura, en el habla, simbolizando «lo nuestro». Un caso palpable de la intervención de la arepa en la vida cotidiana es que forma parte del repertorio de las canciones de cuna: «Arepita de manteca/ A [o pa’] mamá que da la teta./ Arepita de cebada,/ a [o pa’] papá que no da nada»[380]; de adivinanzas: Tapita de pom pom/ no tiene tapita/ no tiene tapón [Las arepas]»[381] y de juegos para los niños en sus primeras edades[382], lo que la hace ser, en la nostalgia de un pasado particular, un referente materno o nativo desde nuestro mundo infantil.
Otra importancia significativa que tiene la arepa como objeto es lo que pudiéramos llamar extensión semántica, que se puede ver en el lenguaje coloquial que data desde la época de Maricastaña y que la lexicografía ha denominado venezolanismos[383], con expresiones que tienen importancia en una región o a escala nacional. En nuestros Andes, por ejemplo, llamar a un hombre arepero es decirle adulador y, en Maracaibo, decirle a una mujer arepera tiene implicaciones semánticas acerca de su atracción sexual por las mujeres, aunque ambas palabras, en otras regiones, significan el oficio de quienes se ocupan tanto del expendio de arepas como de su manufactura. Otros venezolanismos de mayor extensión geográfica se usan para representar las bondades de la vida, como es el caso de «todo niño nace con la arepa bajo el brazo», para indicar que mal que bien, todo niño tiene su alimento asegurado, mientras que para señalar las miserias o limitaciones socioeconómicas suele cambiar la forma: «ponerse (o está) la arepa cuadrada». Y para aconsejar que todo el mundo debe trabajar, se dice: «tiene que buscar ganarse la arepa» y para aquellas personas que ceden sus posturas ante un contrario porque fueron beneficiados política y económicamente, se dice «es que tiene un bozal de arepa», refiriéndose a que tal persona no hace ningún comentario negativo para poder seguir trabajando.
En el caso del béisbol, la arepa tiene implicaciones de derrota al perdedor de un partido, cuando se dice «le metieron nueve arepas». Esta expresión se popularizó a mediados de la década de los treinta, cuando el béisbol comenzó a captar un importante número de fanáticos. El jugador Luis Romero Petit cuenta que en Maracaibo se comenzó a usar tal expresión durante los juegos de los equipos rivales Gavilanes y Pastora, provenientes de dos barrios marabinos. Romero Petit recuerda que como burla, cuando uno de los equipos perdía, «Los chóferes ponían Arepas, cuando le daban 9 a 0 ponían ‘9 arepas’ en los automóviles»[384]. Con relación a esto, José Antonio Sosa (75 años), natural de Caracas, recuerda que en los años cincuenta, en un juego donde los Leones del Caracas salieron victoriosos, «un hombre apareció al día siguiente fotografiado en la prensa con un collar de nueve arepas para humillar al otro equipo»[385]. Tan bien fue recibida la expresión de la fanaticada, que se incluyó en el léxico beisbolístico; la radio y prensa deportivas la continúan utilizando.
Por otra parte, en las prácticas cotidianas de los sectores populares, para deshollejar el grano de maíz, antes de la comercialización de la harina precocida, era recurrente acompañar la faena con cantos, proceso que se reporta en la cultura popular con el nombre de Cantos de pilón. El pilón, instrumento técnico-popular de la época de Maricastaña, permanece en la memoria colectiva del siglo XX como una referencia del agobiante trabajo que realizaban las mujeres para obtener las arepas[386] y, por otra parte, que esta práctica era el «medio», casi siempre, por el que las mujeres comentaban los chismes de la comunidad o la difícil situación económica que vivían. Por ejemplo, en el estado Yaracuy, el escritor Mariano Picón Salas recogió un canto de pilón en el que se expresa la rentabilidad económica que puede resaltar de este trabajo:
Ya me duele la cabeza
de darle y darle al pilón
para engordar un cochino
y comprarme un camisón.[387]
En 1966, la Universidad de Oriente recoge el testimonio de otro canto que se recita en Cumaná, él dice:
Esta zoqueta se cree
que todo se lo merece
y vive en un piazo ’e rancho
que el viento se lo estremece.
Diesen que la malva pica
cogiéndola por la punta
así quema una mala lengua
cuando con otra se ajunta.
Allá arriba en aquel cerro [io, io]
’ta un matrimonio civil [io, io]
se casa la bembe’ burro [o bemba’ e burro]
con el pescuezo ’e violín [io, io].
Yo no quiero hombre casao [io, io]
porque hiede a matadura [io, io]
yo lo quiero solterito
que huele a piña maúra [io, io].[388]
La faena del trabajo de pilar maíz, reflejada en este canto, se realizaba en algún momento del día –especialmente en las tardes– por cuestiones del clima, y en ella intervenían de dos a tres mujeres. Mientras la ejecutaban, se comentaban sucesos que ocurrían en la comunidad: matrimonios en segundas nupcias, la arrogancia de otras mujeres del mismo nivel socioeconómico de ellas o hasta sus mismos deseos sexuales, y en algunos casos, sus tristezas por la ruda carestía económica que se vivía, por ejemplo, en la Venezuela de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX:
Cuando me pongo a pilar
creo, por comparación,
que estoy pilando mis penas
y así me agarro al pilón.
Dale niña, a ese pilón,
¡dale lo mejor que puedas!
Dale, niña, a ese pilón
y comeremos arepas.
Este pilón es muy duro,
pero lo habré de romper
si llego a vieja pilando
porque me he de mantener.[389]
En otra faceta, la arepa se presenta como el objeto cotidiano de aceptación y difusión masiva, que en muchas oportunidades los medios de comunicación –la publicidad, especialmente– propician el establecimiento de patrones culturales que la involucran y fortalecen como símbolo nacional o regional, con la finalidad de captar más receptores y obtener mayores ganancias en la venta del producto. En este caso, la tradición de los pueblos y la imagen del producto ofertado están significativamente unidas a un arraigo, que sin duda forma parte de las culturas híbridas de la modernidad.
En algunos eslogans o lemas como: «Harina PAN la marca de nacimiento de todos los venezolanos...» y «Se acabó la piladera», se pueden observar elementos sobre lo materno, vinculado a las raíces alimentarias que se fortalecieron con la formación identitaria del gusto criollo[390]. Pero lo interesante de esta cuestión, es que en todas las cuñas audiovisuales de la Harina PAN, su propuesta iconográfica estaba dirigida: primero, a las mujeres modernas, ya que la imagen de amas de casa sofocadas por sus labores domésticas era cosa del pasado gracias a la modernidad; y segundo, el tratamiento a la arepa como alimento premium dentro de la gama de productos elaborados con harina de maíz precocida, nos hace entender que se trata del uso de un símbolo cultural para mostrarlo ante la sociedad de consumidores. Los elementos de confort dentro de la cocina de las amas de casa modernas para el consumo de un pan tan cotidiano, lo podemos ver en el guion a cargo de América Alonso en una de las primeras cuñas de la harina de maíz precocida, que dice:
Allí está la vecina, enredada en la cocina
Oiga, oiga vecina, lo que pasa es que le falla la masa
Usted, necesita la calidad única de Harina PAN
la única que le da una masa suave, sin grumos, que no falla.
Saque la cuenta.
Comience con las arepas
y siga con todos los sabrosos platos criollos y verá
que la calidad de Harina PAN le deja más cuenta.
¡Use harina PAN, y no falle![391]
Según esto, lo calamitoso del antiguo trabajo (sancochar, pilar y moler) ya no debería ser un problema para el ama de casa moderna: la comodidad del trabajo del pan de maíz cotidiano de los venezolanos llegaba al hogar. Es por eso que se maneja el verbo «fallar», para sobreponer ante el método tradicional el paquete de la harina precocida de maíz con todas sus virtudes. Podríamos completar estos comentarios, afirmando que además de las comprobadas virtudes de la harina precocida, se dio a la mujer venezolana más tiempo para dormir y descansar, al no tener que levantarse tan temprano. Y es evidente, además, que el hecho de disponer de manera inmediata de una harina prácticamente lista, permitió mayor difusión de la arepa y otros alimentos, como las empanadas, a cualquier hora del día.
Otra manera como se presenta a la arepa en la publicidad, se hace con el fin de retomar la tradición. Con la bailarina Yolanda Moreno, considerada «la bailarina del pueblo venezolano»[392], y sus danzas nacionalistas, la campaña publicitaria de la Harina PAN busca formular una combinación entre la tradición de los bailes de tambor de San Juan y el joropo llanero, con el sentido de arraigo que los venezolanos tienen en la arepa, para incentivar a la teleaudiencia el consumo de su producto. Veamos la locución en la cuña «Pan Barlovento», de la década de los sesenta, a cargo de la voz del actor y locutor Héctor Mayerston:
Dentro de este paquete
hay algo más que harina de maíz.
Hay sabor de Barlovento, típico y nacional.
De tradición que no pasa
como el tambor de San Juan.
Hay sabor venezolano constante en harina PAN
[Coro] Por eso señora no ensaye,
busque harina PAN ¡y no falle![393]
Mientras que en la cuña «Pan Llanero», el concepto que usa la empresa tiene que ver con la calidad:
Cuando la arepa suena con su constante vibrar,
así harina PAN conserva su constante calidad.
Harina PAN, es calidad garantizada de auténtico buen sabor,
por sus granos seleccionados y perfecta elaboración.
Harina PAN sí tiene lo que usted busca
Calidad, calidad constante y criolla...[394]
La promoción de la Harina PAN con elementos de la tradición local, como lo son en este caso el joropo y bailes de tambor, por ejemplo, tiene implicaciones en fortalecer este producto que está dirigido a las clases populares, con la intervención de palabras como «típico», «nacional», «criollo», «tradición», «sabor venezolano». Por otra parte, es necesario observar cómo esos términos pueden mezclarse con la representación que existe de la arepa que, básicamente, son los mismos que utiliza la empresa para promocionar su producto, y para fortalecer esto, lo hacen empleando las danzas nacionalistas de Yolanda Moreno, por su arraigo en el imaginario de los venezolanos[395]. Aunado a esto, es interesante imaginarse que buena parte de la promoción de la Harina PAN en aquellos comerciales, responde a una masa popular que hacía décadas había comenzado a establecerse en la ciudad de Caracas, como polo económico de atracción. Y por último, al finalizar cada una de las cuñas, observamos cómo la arepa es importante en el concepto de signo icónico para enlazar el producto con la tradición, lo que demuestra cómo la comunicación de masas hace que un valor simbólico de la tradición se inserte en la memoria colectiva en el proceso de modernidad.