En Katowice
Il Mese, revista de propaganda aliada impresa en Londres y distribuida en Italia, publicó en su entrega 17 la siguiente noticia fechada el 7 de mayo de 1945:
Una comisión gubernamental formada por expertos soviéticos, asistidos por profesores polacos, checos y franceses, ha completado su investigación acerca de las condiciones del campo de concentración de Oswiecim.2 Se ha interrogado a aproximadamente tres mil supervivientes de distintas nacionalidades y, basándose tanto en sus declaraciones como en la documentación hallada en el campo, la comisión ha podido establecer que en el periodo comprendido entre 1941 hasta el comienzo del año en curso, en Oswiecim han muerto cuatro millones de personas. Entre las víctimas hay ciudadanos de la Unión Soviética, Polonia, Francia, Bélgica, Holanda, Checoslovaquia, Yugoslavia, Hungría, Italia y Grecia [...]. El informe prosigue afirmando que la mayor parte de quienes eran deportados al campo eran eliminados inmediatamente mediante el asesinato en las cámaras de asfixia. Un promedio de uno de cada seis era escogido para el trabajo. El campo cubría un área de trescientas hectáreas aproximadamente y podía albergar a unas 250.000 personas. Los alemanes, en su retirada, se llevaron consigo a unos 60.000 prisioneros del campo; más de 10.000 de los que permanecieron en él fueron liberados por los rusos. Se encontraron siete toneladas de cabellos de mujer listas para ser enviadas a Alemania.3
Nos hallábamos entonces en los días que siguieron a la liberación. En esas mismas semanas los hechos expuestos en el artículo citado fueron recibiendo gradualmente confirmación más concreta por parte de diversas fuentes. En cuanto a los números, acabarían siendo puntualizados y en parte redimensionados por sucesivas investigaciones, por más que la sobrecogedora magnitud de los primeros informes procedentes de Polonia no quedara desmentida en modo alguno. Por otra parte, el artículo que hemos mencionado nos ofrece una aportación específica: nos ayuda a comprender el marco en el que ha de encuadrarse el Informe sobre la organización higiénico-sanitaria del campo de concentración de Monowitz, con el que se abre este libro.
Los autores del texto, Leonardo De Benedetti y Primo Levi, compartieron vicisitudes paralelas con largos momentos de estrecha convivencia. Judíos turineses ambos, fueron detenidos tras el 8 de septiembre de 1943 por la milicia fascista, el primero después de haber sido rechazado en la frontera suiza con su esposa Jolanda en las cercanías de Lanzo d’Intelvi, el segundo en Amay, en el Valle de Aosta, donde formaba parte de una de las primeras brigadas partisanas formadas en aquella zona. Trasladados al campo de tránsito para judíos sito en Fossoli di Carpi, en las proximidades de Módena, montaron al cabo de unas semanas de internamiento, el 22 de febrero de 1944, en el mismo tren de deportados con destino a Auschwitz.
Un mismo destino, por lo tanto, pero con una historia y una edad diferentes: De Benedetti, médico de profesión, tenía entonces cuarenta y seis años; Levi, recién graduado en química, veinticuatro. Durante once meses consiguieron sobrevivir en el campo de Monowitz (Auschwitz III), donde los nazis empleaban a los deportados como esclavos para construir una fábrica de caucho sintético, la Buna, que nunca llegaría a entrar en funcionamiento. Al aproximarse el ejército ruso en enero de 1945, tanto Leonardo como Primo se hallaban entre los miles de enfermos abandonados a su suerte por carecer de las fuerzas necesarias para ser enrolados en la marcha de evacuación que los nazis impusieron a todos los prisioneros sanos del campo. De este modo, tras la llegada de los libertadores, pudieron emprender el largo viaje que los llevaría —juntos, y después de meses de peregrinación por Europa— de regreso a Turín.
Después de la liberación, De Benedetti se presentó en el campo central de Auschwitz para ponerse a disposición del comando ruso en su condición de médico:
Pero no tenían medicamentos. Mi tarea consistía en escribir la historia de cada uno de los hospitalizados. [...] Vi morir a una cantidad enorme de gente. Yo seguía allí, y poco a poco fueron evacuando el campo de Auschwitz para llevarnos a Katowice. Pero a mí me dejaron allí en Auschwitz para servir de médico. Al final, yo era el único italiano que seguía allí; tenía miedo de perder los vínculos con mis compañeros. Así que, un buen día, sin decirle nada a nadie, me subí a un tren y me fui a Katowice, donde sabía que estaban los demás [...], y allí, por supuesto, una vez más me puse a ejercer de médico para los italianos. Pero allí, más o menos, sí que había medicamentos.4
En Katowice, o con más exactitud en la enfermería de Bogucice, Leonardo y Primo volvieron a encontrarse. Para Primo seguía valiendo la imagen que se había formado de Leonardo en Auschwitz:
Tres veces —leemos en La tregua— en tres selecciones de enfermería, había sido elegido para morir en las cámaras de gas, y las tres veces había escapado por la solidaridad de los colegas que tenían el mando.5 Y tenía sobre todo, además de buena suerte, otra virtud esencial en aquellos lugares: una capacidad ilimitada de aguante, un valor silencioso que no era connatural ni religioso ni trascendente, sino deliberado y había logrado, una hora tras otra, una paciencia viril que lo sostenía milagrosamente en el límite del colapso.6
Leonardo, por su parte, describía así su renovado compromiso profesional en una carta enviada el 28 de abril de 1945 a sus familiares supervivientes:
Me he convertido en una especie de figura eminente, ya que soy el único médico italiano; he ascendido a asistente mío a Primo Levi, un licenciado en química de Turín, que me presta una ayuda preciosa: es muy inteligente y dispuesto y ha cogido familiaridad rápidamente con sus cometidos, que, a decir verdad, no son difíciles.7
Al médico y a su asistente se dirigió, por lo tanto, en esas semanas el «Comando del Campo de Concentración de Katowice para exprisioneros italianos» con el fin de solicitar un informe que habría de enviarse al «Gobierno de la URSS», dedicado al «funcionamiento de los Servicios Sanitarios en el Campo de Monowitz».8 De este documento no tenemos vestigios directos, excepto lo que podemos extraer de las sucesivas redacciones de las que se hablará en breve. Puede suponerse simplemente una contribución predominante de Leonardo De Benedetti, el verdadero experto en medicina de los dos, a la que, con todo, no faltaría la escrupulosidad analítica de su joven colaborador. Ni siquiera sabemos si fue entregado a los rusos en italiano o si fue traducido, presumiblemente, al idioma que mejor dominaban ambos autores, es decir, al francés.
Por último, vale la pena subrayar el destacado interés del mando militar soviético —o por lo menos, eso nos sugiere el propio Informe; pero habría que investigarlo más a fondo— por el funcionamiento de los servicios sanitarios de Monowitz, como si la causa de los horrores que pudieron constatar las tropas de liberación a su llegada a los campos de exterminio fueran atribuibles, al menos en primera instancia, a una formidable dejadez de los nazis respecto a las condiciones de salud de los deportados. En cualquier caso, fue a los médicos a quienes se dirigieron preferentemente los vencedores, en su intento de reconstruir un cuadro de conjunto de cuanto había sucedido en los campos: estos, en efecto, tenían acreditado por la naturaleza de la profesión que desempeñaban el distanciamiento necesario para describir los hechos de forma clara y objetiva, más aún cuando el objetivo que se perseguía era analizar el trato sufrido por millones de cuerpos —las almas parecían contar mucho menos en aquel momento— hacinados por los nazis en el sistema de los campos de exterminio.
Un informe científico
Aquel primer informe, por lo tanto, emprendió camino hacia Moscú y valdría la pena sin duda rastrearlo en los archivos en los que tal vez aún se conserve, junto con los muchos otros que lo acompañaban. Pero tomó también la ruta hacia Italia en el pobre equipaje de los dos supervivientes Levi y De Benedetti, puesto que reapareció, levemente retocado, poco después de su regreso a Turín, que se produjo el 19 de octubre de 1945.
Una primera copia del Informe fue entregado, casi con toda seguridad en los primeros meses de 1946, al Departamento Histórico del Comité de Liberación Nacional, que tenía su sede en Turín; gracias a la premura de Giorgio Vaccarino, una de las figuras más relevantes del movimiento de liberación, todavía se conserva en el Archivo del Instituto turinés de la Resistencia. Mecanografiada en papel cebolla, es una copia en limpio de 17 páginas. En su breve preliminar, los autores se preguntan con tono excesivamente optimista si «tal vez» haya alguien que desconozca aún, gracias a la documentación, incluso fotográfica, difundida ya por distintos cauces, las «atrocidades» de los «campos de exterminio». Se dice poco después que esas páginas fueron escritas a petición de los rusos, y se menciona la adición hecha al texto original de «algunos datos de carácter general»: presumiblemente, las referencias iniciales al viaje de los autores hacia Auschwitz y la información, ofrecida al final, sobre los últimos días del campo. Toda la parte central, las dos terceras partes del texto, nos proporciona, como reza su título en letras mayúsculas, un pormenorizado INFORME SOBRE LA ORGANIZACIÓN HIGIÉNICO-SANITARIA DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN PARA JUDÍOS DE MONOWITZ (AUSHWITZ [sic] – ALTA SILESIA).
Su sesgo, como resulta evidente desde la precisa indicación geográfica aportada en el título, pretende ser estrictamente analítico e informativo. En ello parecen converger la escrupulosidad objetiva del doctor en medicina y el espíritu científico del más joven, pero no menos riguroso, licenciado en química. Las referencias al «nosotros» de los autores son escasas y atañen en su mayor parte al viaje hacia el campo de concentración. Por lo demás, la exposición prescinde de los casos individuales para concentrarse en la relación entre las condiciones del campo y sus efectos patológicos, descuidando deliberadamente cualquier otro factor poco relevante para el tema central del informe.
Lo que emerge es un impresionante cuadro de las patologías más extendidas en Monowitz. Pero al lector se le impone también con nítida coherencia la lógica que sustentaba el aparato «hospitalario» del campo de concentración. Entre la maniática atención a las apariencias —una auténtica obsesión para los nazis— y el recurso sistemático a la eliminación de los más débiles, todo estaba organizado para que la supervivencia media de los deportados no excediera de unos cuantos meses. Y, después de haber arrojado luz sobre el sufrimiento impuesto a una enorme masa de seres humanos, en su exposición sobre Auschwitz el Informe no vacila en recoger también lo extremo; nos cuenta el latido letal de las cámaras de gas y el humo ininterrumpido de los crematorios; describe incluso la labor encomendada a los miembros del Sonderkommando: de ellos se dice que fueron «escogidos entre los peores criminales condenados por graves delitos de sangre» y se evoca su aspecto «absolutamente salvaje, de auténticas bestias feroces». Será preciso que transcurra más tiempo para que incluso testigos meticulosos como Levi y De Benedetti puedan corregir este error, no sobre la existencia de brigadas especiales ni su terrible tarea, sino en cuanto a su origen; solo más adelante se sabría que se trataba de judíos como los demás, expresamente escogidos por los nazis para vaciar los crematorios.
La lógica del aparato pseudosanitario montado en un campo como el de Monowitz no era más que una lógica de aniquilamiento, de aniquilamiento controlado si se quiere. Y del «aniquilamiento de los judíos» no duda en hablar el Informe desde las primeras líneas, al objeto de que no hubiera equívocos acerca del sentido general de los hechos. Y sin embargo, la copia entregada al Departamento Histórico del CLN de Turín fue catalogada bajo una categoría que no dejaba de atenuar el alcance de lo que se pretendía transmitir: en la carpeta original del documento, en efecto, se lee, escrito a lápiz, «atrocidades fascistas», como si no hubiera otra manera de clasificar un acontecimiento tan al límite, aún en gran parte desconocido, más que encajándolo en patrones establecidos. Así actuaban incluso —y el problema, ha de quedar claro, no atañía únicamente a Turín, sino que se extendía de manera amplia por Italia, por Francia y otros lugares—9 quienes habían sabido luchar contra el fascismo, pero que de la persecución desencadenada contra los judíos no habían sido capaces de captar ni su peculiaridad ni su magnitud.
Era otra razón más, en el caso de quienes la habían sufrido hasta sus últimas consecuencias, para reclamar la mayor atención posible sobre ella, a despecho del clima desfavorable. Levi y De Benedetti escriben en el preliminar que ahora «tal vez» fueran muchos los que sabían. No era así, y, sobre todo, eran muchos más los que no querían saber, los que no querían escuchar las historias de los supervivientes de los campos de exterminio. Fue en cualquier caso para contrarrestar esa ignorancia, independientemente de cuál fuera su fuente, por lo que surgió la idea de publicar esa primera y sistemática exposición de la realidad de Auschwitz, mejor dicho, de la «organización higiénico-sanitaria» del campo, en una revista médica; y la elección no recayó en una publicación altamente especializada y dirigida a unos pocos, sino en Minerva Medica, que se presentaba ante el público como «Gaceta semanal para el médico en ejercicio», y que, por lo tanto, llegaba a un auditorio mucho más amplio que el círculo ciudadano de Turín.
En un ambiente médico como el de Turín, de sólida tradición universitaria, y en el que los integrantes judíos habían tenido hasta las leyes raciales de 1938 una fuerte presencia —solo hay que pensar en una figura como la de Giuseppe Levi—, el reto más ambicioso de dicho artículo, publicado el 24 de noviembre de 1946, estribaba, precisamente, en reclamar hacia el exterminio recién perpetrado la atención de un público de alto nivel: los médicos precisamente, sensibles a los valores que constituyen los cimientos de su profesión, valores que los nazis habían desatendido y pisoteado clamorosamente. Pero, en cualquier caso, era necesario ir más allá, y la tarea, a esas alturas, ya no correspondía al médico ni tampoco al químico: requería la pluma del escritor. Primo Levi, que hacía tiempo que alimentaba el propósito de relatar su propia experiencia de deportado en sus más vastas implicaciones humanas, aceptó el reto. La prueba de este nuevo empeño se halla una vez más entre los papeles del Departamento Histórico del CLN de Turín, conservados también en el Archivo Istoreto. De hecho, en el mismo expediente que contiene el Informe, separado apenas por unas hojas, hay una copia dactilografiada de la «Historia de diez días»: el último capítulo de Si esto es un hombre, pero el primero que Levi sintió la necesidad de escribir. En la última página de la «Historia», debajo de la firma autógrafa del autor, se lee la fecha: febrero de 1946.10 Que es como decir que los dos textos han de considerarse en paralelo: concebidos, escritos y difundidos en el mismo periodo, no pueden ser presentados como si el uno fuera la premisa del otro. Son comparables pero independientes.
El Informe, nacido y madurado en colaboración con Leonardo De Benedetti, pasó por distintos avatares y perseguía un claro objetivo científico. Historia de diez días era algo muy distinto: una prueba literaria exclusivamente a cargo de Primo Levi. Que circularan juntos por los mismos lugares y acaso entre las mismas personas también solo sirve para demostrar los esfuerzos incansables de los dos autores para avanzar en distintas direcciones. No es casualidad, por ejemplo, que una copia de la «Historia de diez días» idéntica a la antes citada —destinada a sufrir ulteriores retoques antes de que su versión definitiva cerrara la primera edición de Si esto es un hombre, publicada en el otoño de 1947—11 fuera depositada en el mismo periodo en la comunidad judía turinesa. Y hay además un tercer archivo donde el Informe y el capítulo final del futuro Si esto es un hombre fueron depositados juntos: el del Comité de Búsqueda de Judíos Deportados (CRDE, por sus siglas en italiano) que en Roma, bajo la dirección del coronel Massimo Adolfo Vitale, no tardaría en dar inicio a sus investigaciones, y que, es más, poco después del regreso a Italia de Levi y De Benedetti, recogió sus primeras y sintéticas declaraciones sobre el campo de concentración de Monowitz. El lector las encontrará recogidas en este mismo volumen.
Por otra parte, no parece casual que también la «Historia de diez días» tuviera como escenario una enfermería: exactamente la enfermería de Monowitz, mejor dicho. Si el Informe, en su entonación impersonal y generalizada, describía la experiencia nohumana «de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre», la «Historia de diez días» concluía con el relato de unos hombres que «por la noche, alrededor de la estufa» sentían «que volvíamos a ser hombres».12 Dos maneras diferentes, pero complementarias, para contar Auschwitz a quien no había estado allí o se negaba a creer.
Un redescubrimiento reciente
Después de ser distribuido a mano entre instituciones o personas consideradas importantes por los autores, y después de su publicación en Minerva Medica, el Informe fue dejado de lado, por lo que durante mucho tiempo no volvió a hablarse de él. Una única alusión aparece en una entrevista que Leonardo De Benedetti concedió a la ANED (Asociación Nacional de Ex Deportados) en 1982, un año antes de su fallecimiento. Ante la pregunta de si no había pensado alguna vez en escribir algo sobre su experiencia en el campo de concentración, contestó:
Escribí... No, verá, lo único que escribí fue un largo artículo, una larga descripción de la asistencia sanitaria en el campo de Monowitz que se publicó en una revista médica.13
La entrevista formaba parte de la primera investigación italiana a gran escala —promovida, como es lógico, en Turín y por la ANED— dedicada a la deportación, en un clima todavía marcado por un sustancial desinterés por el exterminio. Esa fugaz referencia a un texto escrito mucho tiempo atrás, dejada caer además en una entrevista algo marginal, no suscitó excesiva atención. Por otra parte, tampoco Primo Levi hizo nunca mención alguna al Informe en sus escritos o entrevistas, a pesar de que su compromiso como testigo nunca desfalleciera y a pesar de que su amistad con Leonardo De Benedetti fuese consolidándose a lo largo de los años.
Hubo que esperar hasta 1991, por lo tanto, para que el Informe fuera redescubierto y propuesto de nuevo al público, esta vez en el curso de dos seminarios de estudio celebrados a poca distancia el uno del otro: el primero en San Salvatore Monferrato, en septiembre; el segundo organizado por la ANED en Turín en noviembre. En ambas ocasiones fue Alberto Cavaglion14 quien presentó lo que fue considerado de inmediato como un nuevo e importante hallazgo, recogido poco después en las dos biografías de Primo Levi aparecidas a corta distancia una de la otra.15 Mientras tanto, tiene lugar la incorporación del texto a las Obras de Levi editadas por Marco Belpoliti en 1997, y van publicándose traducciones en diferentes países europeos.16 El renovado conocimiento del Informe coincidió por otra parte con el creciente éxito internacional de Primo Levi después de su muerte, hasta el punto de que en muchos casos fue tratado casi como un inédito —lo que obviamente no era— y, sobre todo, dado el momento en el que fue escrito, aunque también a causa de su reaparición póstuma, se insistió en ponerlo en relación con el resto de su obra, en particular con Si esto es un hombre.
El Informe no tardó en ser señalado como una fuente primaria de Si esto es un hombre, casi como su versión preliminar,17 descuidando en exceso su naturaleza acabada, autónoma y de claro objetivo. Se buscaron y se encontraron referencias cruzadas entre contenidos del uno y del otro, en particular, allá donde en el Informe son más densas las referencias autobiográficas. Se ha observado que la explícita descripción de las cámaras de gas y de los hornos crematorios no se recoge en la obra mayor de Levi. Del texto escrito con De Benedetti se ha resaltado su sesgo más científico e impersonal, con el que se ha relacionado el tono particularmente sobrio de su escritura; a ese mismo planteamiento se apela para confirmar y —podría decirse— hasta para fechar en sus mismos orígenes la característica actitud de Levi de proponerse como puente entre las ciencias exactas y las disciplinas humanísticas.
Otro interrogante emergió posteriormente en los comentarios al Informe, aunque con menos énfasis, dada la dificultad de encontrar respuesta: ¿qué fue lo que escribieron respectivamente Levi y De Benedetti? Que el doctor se hubiera encargado esencialmente de las enfermedades parecía evidente, desde luego. De lo que se trataba, más bien, era de identificar lo que podría atribuirse a al futuro escritor: ¿los añadidos al principio y al final con referencias más directas a la experiencia de los autores, redactadas probablemente después de su regreso a Turín?, ¿los pasajes (bastante raros, a decir verdad) marcados por algún destello de ironía o de sarcasmo? o ¿podría suponerse tal vez una revisión de conjunto del texto por parte del futuro escritor, con el riesgo sin embargo de no hacer justicia a la pluma, todo menos titubeante, del médico?
A este respecto, hay un pasaje de la entrevista con De Benedetti, ya varias veces mencionada, que vale la pena repetir aquí. Sigamos algunas líneas del diálogo. El entrevistador pregunta: «¿Y no ha pensado usted nunca en escribir algo? ¿Nunca se le ha ocurrido dejar sus recuerdos?». Respuesta: «No, no, porque... por la sencilla razón de que después del libro de Primo Levi ya no puede escribirse nada más, ya lo ha escrito todo él. Y si yo escribiera algo... escribiría un libro malo para repetir de cualquier manera lo que él ya ha escrito muy bien. ¿No le parece?».18 Esta es la posición de De Benedetti; pero tal vez tengamos que preguntarnos si Levi no habría contestado de la misma manera a quien le hubiese pedido que describiera con sus propias palabras las condiciones sanitarias de Monowitz.
Entre las personas que han vivido una experiencia semejante, identificarse en un texto con doble firma significa quizá precisamente eso: sentirse corresponsable de las mismas palabras. Lo que quiere decir que uno se reconoce en una especie de matriz común: como lo fue sin duda el Informe, tanto para Levi como para De Benedetti. Una matriz modelada en la experiencia de ambos, así como en la de muchos otros; en la que, sin embargo, era mucho más fácil identificarse, dado el esfuerzo de objetividad que le había dado forma. Levi extrajo de él casi con total seguridad un reflejo de estilo decisivo para su futuro como escritortestigo: el impulso de buscar, incluso frente a la realidad más desconcertante, el sentido general de las cosas. Pero lo mismo puede decirse de De Benedetti, quien con aquel Informe había experimentado lo eficaz que podía resultar objetivar la enfermedad incluso en las situaciones más exigentes, y custodiaría para siempre en su interior esa lección destinada a hacer, de él, «hombre bueno»,19 como llegará a definirlo un día su amigo Primo Levi, un excelente médico.
Escritos de intención directa
El Informe sobre Monowitz inauguró, por lo tanto, ya en el bienio 1945-1946, un esfuerzo de documentación con el que seguirían comprometidos en décadas posteriores Primo Levi y Leonardo De Benedetti, cada uno a su manera, pero con un propósito común. Nacido como texto militante, encargado y redactado con la guerra todavía en marcha o recién terminada, cuando en noviembre de 1946 sus autores lo publicaron en la ya citada Minerva Medica, lo presentaron como un documento que exponía hechos ya conocidos y —aunque próximos— pertenecientes al pasado. En aquella inmediata posguerra el Informe fue el primer testimonio de carácter técnico ofrecido por antiguos prisioneros de los campos de nacionalidad italiana: un acto eficaz por ser concreto, que se dirigía al entonces poco numeroso público interesado en conocer la realidad del exterminio.
Del mismo modo, también los otros textos recopilados en este libro y firmados por los mismos dos autores fueron reelaborados gradualmente (y publicados solo en parte) en el curso de los años para transmitir el saber irreductible de los campos de concentración, un saber anclado en hechos comprobados. En cuanto escritos de intención directa, en su mayor parte libres de ambiciones literarias, tenían el propósito de informar o interpelar a interlocutores diferentes en cada ocasión. Releídos hoy en día, ayudan a descubrir una dimensión poco tenida en cuenta de la obra de Levi, a lo largo de un amplio arco de tiempo que abarca desde 1945 casi hasta su muerte. En efecto, dan cuenta de manera explícita de opciones y pensamientos que en sus relatos más conocidos sobre la deportación se presentan en su mayor parte de forma menos directa. Resultan, por lo tanto, muy útiles para profundizar en la forma de trabajar de Levi, para poner fecha al nacimiento de nuevas ideas y para seguir su evolución a lo largo del tiempo, es decir, antes de que esas ideas fueran desarrolladas de manera más acabada en Los hundidos y los salvados, su obra conclusiva aparecida en 1986.
Los textos de Levi que hemos recopilado en Así fue Auschwitz son artículos, declaraciones procesales, conferencias, discursos y otras intervenciones de carácter oficial: documentos de distintas clases, impresos en algunos casos más de una vez incluso, pero que han permanecido dispersos entre las páginas de publicaciones no muy difundidas, y por lo tanto largo tiempo en el olvido. La mayoría de ellos —catorce de veintitrés, a los que hay que añadir las dos imágenes del apéndice y, por supuesto, los cuatro textos de Leonardo De Benedetti— no aparecen en la edición de las obras de Levi publicadas por la editorial Einaudi en 1997 al cuidado de Marco Belpoliti: de hecho, dada su dispersión, no fueron localizados hasta hace poco. Algunos otros textos, en cambio, son más conocidos y ya fueron incluidos en las obras completas; pero hemos creído oportuno volver a ofrecerlos aquí por ser muy afines a los precedentes y de naturaleza tal que componen junto con ellos un cuadro de específica organicidad. Releerlos hoy en un nuevo contexto puede ayudar a reinterpretarlos y a poner de relieve rasgos inusuales de gran interés.
Los hemos definido «escritos de intención directa», y sobre la base de esta imagen hemos considerado oportuno excluir de Así fue Auschwitz aquellos textos en los que, entre Levi y la experiencia de los campos de concentración, se interpone alguna mediación, algún filtro, de la naturaleza que fuera. Por ello no se hallan presentes aquí sus introducciones y reseñas a obras de testimonio o de historia del exterminio, o incluso —como las memorias de Rudolf Höss— firmadas por jerarcas nazis; ni tampoco encuentran aquí acomodo sus escritos polémicos. También se han omitido sus escritos creativos, cuentos o poemas, los numerosos comentarios y aclaraciones sobre sus obras, así como tampoco, por acabar, aquellos textos con un carácter dominante de reflexión historiográfica, es decir, en los que Primo Levi toma la palabra como ensayista más que como testigo. Por respeto a tal enfoque, por lo tanto, hemos renunciado, por poner un ejemplo, al importante (pero por otra parte bien conocido) artículo de fondo «Agujero negro de Auschwitz», publicado el 22 de enero de 1987 en el diario La Stampa.
Confiamos en que del conjunto de los textos recogidos aquí, de su secuencia cronológica, de su entonación, de su desarrollo argumentativo, que presenta constantes y variantes, emerja un perfil de Levi con ciertos rasgos de novedad.
Memoria e investigación
La primera novedad importante que esta recopilación nos ofrece —aunque, pensándolo mejor, se trata más bien de una confirmación— puede leerse inmediatamente después del Informe. Se trata de un documento inédito hallado en el Archivo Judío Terracini de Turín: cuatro páginas mecanografiadas, guardadas en el mismo expediente que contiene las copias del Informe y de Historia de diez días. La relación del licenciado Primo Levi, n.º de registro 174517, superviviente de Monowitz-Buna fue redactada un par de semanas después de su regreso a Italia, a finales de 1945. Su propósito era ofrecer a la comunidad judía ciudadana castigada por el exterminio todos los datos sobre sus compañeros de deportación que el superviviente había conseguido reunir hasta ese momento. Levi, de hecho, elabora y glosa una lista de treinta personas que se vieron involucradas en la letal marcha de evacuación de Auschwitz, cuyo desastroso resultado, cuando prestó su testimonio, aún desconocía. A este documento se une otro: una simple lista de ochenta y cuatro personas, hombres y mujeres, seleccionados para las cámaras de gas inmediatamente después de su llegada al campo, o muertos durante el cautiverio, o desaparecidos sin que se supiera nada más, o evacuados precisamente durante la noche del 17 al 18 de enero de 1945. Nombres, en este caso, de personas que no eran de Turín, o al contrario de enteras familias turinesas suprimidas por el exterminio: nombres de desconocidos, puestos a disposición de cualquiera que tratara de averiguar su suerte.
Estas dos listas, que casi con toda seguridad son el primer acto testimonial oficial de Levi después de su regreso, constituyen un gesto de piedad y de restitución que se repetirá varias veces en las décadas siguientes. Ese púdico valor humano circula en cada nombre, en cada dato agrupado en columnas en esas hojas con el escrupuloso orden inherente a Primo Levi. El signo de su estilo puede apreciarse en un golpe de barra espaciadora dado al rodillo de su máquina de escribir: el que separa el primer nombre de la lista «ABENAIM toscano» —un apellido, una proveniencia: para quien estuviera buscándolo— de las palabras «entendía de relojes». No «relojero», o bien «era relojero», sino «entendía de». Un recuerdo que es ya un retrato siluetado sobre un trozo de línea: una cualidad y un hecho humano, una aposición concreta, un signo particular en un documento de identificación moral, un oficio bien ejercido por buena voluntad. Y es aquí donde Primo Levi se convierte en testigo, ya al principio de la trayectoria que documentamos con esta recopilación, el Primo Levi que sabe dedicarse a oficios más complejos, que no se limita a recoger datos, sino que los interroga, los cruza, los pone en relación recíproca, extrae de ellos un aumento de humanidad, además de un aumento de conocimiento.
Los testimonios ofrecidos por sus antiguos compañeros de deportación y los documentos epistolares que van surgiendo demuestran que Levi se empeñó tenazmente en requerir noticias sobre el destino de sus compañeros a cualquiera que pudiera disponer de ellas, y una vez adquiridas sabía tamizarlas y organizarlas con un método de sorprendente finura.
Esta Relación, que fue hallada e incluida en Así era Auschwitz unos días antes de que este volumen entrara en imprenta, añade una nueva dimensión a la obra de Levi al mismo tiempo que la reconfirma: un hombre impulsado por un raro interés hacia lo que los hombres son y saben hacer.
La testificación en los procesos
En los meses en los que el Informe comenzaba a circular lentamente, y muchos de los nombres que su primera Relación turinesa acababa de sustraer al olvido se estaban preparando para emigrar a las páginas de Si esto es un hombre —Alberto, Clausner, el Pikolo, la niña Emilia Levi, el sargento Steinlauf, el ingeniero Alfred L.—, Primo Levi emprendía la senda que más idónea llegaría a ser para él en el curso de su vida: el de la escritura literaria. Pero sin renunciar por ello a cualquier otra oportunidad que surgiera para dar cuenta de su propia experiencia de deportado: en primer lugar, los procesos contra criminales nazis instruidos entre mil dificultades en el curso de la posguerra. Levi estaba convencido, en efecto, de que los tribunales eran los lugares más apropiados para someter a juicio a los responsables de los horrores perpetrados por el nazismo y el fascismo, y se consideraba, con igual convicción, obligado a ofrecer su propia contribución, si era posible, participando en persona en el juicio o, en caso contrario, a través de las testificaciones por escrito.
Aunque lo deseara ardientemente, Levi no pudo estar presente en Varsovia, en el año cuarenta y siete, cuando fue juzgado y condenado a muerte Rudolf Höss, Oberscharführer de Auschwitz. Por el contrario, sí fue llamado a declarar, entre otros, su amigo Leonardo De Benedetti. En este libro se recogen las declaraciones realizadas por ambos antes del juicio, en un ámbito de estrecha proximidad que desde la redacción del Informe, que tuvo lugar en Polonia en los primeros meses del año 45, les llevaría a reunirse muchos años después del proceso Höss, en 19701971, durante la instrucción del proceso contra Friedrich Bosshammer, uno de los mayores responsables de las deportaciones desde Italia. Sin embargo, habían seguido hasta entonces trayectorias parcialmente diferentes: Leonardo, en torno al año 59, gracias a su conocimiento directo de los hechos y del personaje, había contribuido al acta de acusación contra Josef Mengele, mientras que Primo envió en los años sesenta al tribunal de Jerusalén su declaración con vistas al juicio de Eichmann.
Para Levi, tanto en aquel como en otros casos, intervenir en sede judicial implicaba el respeto de un estricto código. Lo que contaba, por encima de todo, era proporcionar información precisa; lo cual significaba una cuidadosa selección de los hechos de los que podía sentirse efectivamente seguro, a costa de reducir su contribución a un reducido núcleo de datos. Además, era preferible referir episodios circunstanciales, en los que las responsabilidades personales fueran claras y demostrables, tanto porque estuviera seguro del nombre de los culpables o porque pudiera identificar, llegado el momento, los rasgos físicos: «Podría reconocer sus rostros», se lee por ejemplo en Testificación para el proceso Höss (1947) a propósito de los SS que habían asesinado fríamente a dieciocho presos antes de abandonar precipitadamente el campo de Monowitz, en vísperas de su liberación por parte de los rusos.
El testimonio tenía que hacer gala además del suficiente distanciamiento, de modo que, de ser necesario, facilitara a los jueces una adecuada distinción entre el papel desempeñado por los funcionarios individuales imputados y sus comportamientos personales: la Declaración para el proceso Bosshammer (1965) ponía de relieve, por ejemplo, la constante colaboración ofrecida a los nazis por los militares de la República Social Italiana que prestaban servicio en el campo de Fossoli; sin embargo, en el caso de tres funcionarios, claramente identificados por su nombre, había que reconocer que «se comportaron con nosotros con corrección y humanidad».
Una especial importancia se atribuía a los números. En primer lugar, al número de deportados obligados a subir al tren hacia Auschwitz, y a los hacinados en cada vagón; después, al número de hombres y de mujeres seleccionados para las cámaras de gas o para los trabajos forzados en el mismo andén de llegada (en la estación civil de la ciudad de Oświeçim y no ante la verja con el lema Arbeit macht frei: tanto De Benedetti como Levi especifican este detalle). Los números eran tan importantes porque no solo designaban la cantidad de víctimas anónimas, todas iguales, sino sobre todo de personas, de compañeros de viaje o de prisión, de amigos o familiares casi siempre desaparecidos en la nada. Según el propósito de Levi, es más, eran números que podían y debían volver a convertirse en personas. A cada uno, dentro de los límites de lo posible, había que esforzarse por devolverle un nombre y una historia.
Llegados a este punto, no sonará como una paradoja que la primera preocupación del testigo, debido a la extraordinaria delicadeza de la misión que tiene encomendada, ataña a su propia falibilidad. A este respecto, Levi fue inflexible consigo mismo —y lo veremos mejor más adelante—, hasta el punto de cribar el grado de fiabilidad de cada una de sus declaraciones y de corregir sistemáticamente los errores cometidos en ocasiones anteriores. Bajo este perfil, su amigo Leonardo —como demuestran los textos aquí incluidos— no era menos riguroso que él: por ejemplo, solo se permitía informar acerca de hechos verificados por él en persona. Sin embargo, su forma de concebir el testimonio procesal era diferente en varios aspectos. Destacaba en primer lugar su peculiar punto de vista de médico. Pero a ello acompañaba la convicción de deber ofrecer, además de los hechos, un cuadro de conjunto que ayudara a situarlos y a interpretarlos; por ejemplo, pronunciándose acerca de quién había favorecido la creación de una apariencia de estructura sanitaria en el campo, o sobre las posibles causas de los suicidios entre los deportados; lo mismo puede decirse, en algunos casos, respecto a la tendencia de Leonardo a expresar respecto a los acusados juicios particularmente severos, lo que tal vez consideraba útil para enfatizar el grado extremo de los horrores perpetrados.
En el caso de Primo Levi, por el contrario, los análogos escrúpulos de verificación y de experimentación tuvieron una precoz oportunidad para manifestarse: hallamos una indicación indirecta de ello en un texto literario. En el verano de 1947 Levi montó un laboratorio privado de análisis químico con su amigo Alberto Salmoni, empresa que no tardaría en demostrarse un fracaso; de ello habla en «Arsénico», un cuento de El sistema periódico en el que Alberto comparece como «Emilio». «Arsénico» cuenta la historia de un anciano zapatero turinés del barrio de Crocetta, con una modesta clientela de viejecillas de su edad, a quien un joven rival envía un cucurucho de azúcar envenenado, con el fin de eliminar la competencia. Una vez recibido el resultado del análisis que, receloso del regalo anónimo, había encargado a la firma Levi-Salmoni, el viejo decide no presentar denuncia: «Mañana le devolveré el cucurucho por medio de una de mis viejecitas, con una notita. Mejor no, mejor se lo llevo yo mismo, así veo la cara que tiene y le digo un par de cosas o tres».
Este final decoroso y manso surge de un deseo que en esos años de la inmediata posguerra fue una constante en Levi: describir con precisión las prácticas inhumanas de las que había sido víctima, y tener acaso la posibilidad de mirar a la cara a los responsables explicándoles «un par de cosas o tres». Había logrado hacerlo, como es sabido, escribiendo Si esto es un hombre; pero solo hoy llegamos a enterarnos por esas dos declaraciones más antiguas —la de 1946 en Monowitz, y la sucesiva del 3 de marzo de 1947 para el proceso Höss— de que quiso analizar materialmente el Zyklon B: «mis investigaciones personales», afirma en su primer testimonio, para especificar más adelante en el segundo, de manera inequívoca, que «el veneno utilizado en las cámaras de gas de Auschwitz, examinado por mí», era una sustancia compuesta de: (Declaración de 1946) «ácido prúsico, al que se le añadían sustancias irritantes y gases lacrimógenos con el fin de hacer más sensible su presencia en caso de fuga o de rotura de los envases en los que se contenía».
No tuvo que resultar muy difícil, entre 1945 y 1946 y para un químico superviviente de Auschwitz, obtener una confección de aquel (se cita esta vez del Informe higiénico-sanitario) «compuesto químico en forma de polvo grueso, de color gris azulado, contenido en envases de hojalata». Más difícil resulta para nosotros, aquí y ahora, medir la fuerza de ánimo necesaria para llevar a cabo el análisis y no soltar prenda, excepto en los informes destinados a las salas de los tribunales, que solo ahora vuelven a salir a la luz.
Los discursos de relieve público
El 3 de diciembre de 1959, respondiendo en el periódico La Stampa a la carta de una joven deseosa de «saber la verdad» sobre los «campos de concentración alemanes», Primo Levi comenzó exclamando: «es la carta que esperábamos»; y se apresura a ofrecer una confirmación contundente de lo que la exposición sobre los campos de concentración —que se celebraba en Turín, en aquellos días— dejaba claro a los muchos visitantes, jóvenes sobre todo, que recorrían desconcertados las salas del Palazzo Carignano. Llama la atención, sin embargo, que en tales circunstancias, pese a dirigirse a una estudiante de primer ciclo de secundaria cuyo nombre ni siquiera se mencionaba en el periódico, Levi afirme hablar en nombre de ANED; sus palabras habían de entenderse como una manifestación oficial, no solo como una breve respuesta en un intercambio epistolar en un periódico. Efectivamente, la carta de la muchacha era para él indicio de una transición crucial. Por fin se estaba manifestando un deseo de saber expresado por nuevos interlocutores potenciales: era suficiente para atribuir incluso a esas escasas líneas de respuesta confiadas a la sección de crónica ciudadana «Specchio dei tempi» el sabor de un importante discurso público: un signo, mínimo pero inequívoco, de que los tiempos estaban cambiando.
Así pues, además de las salas de los tribunales, iban apareciendo, a finales de los años cincuenta, ulteriores lugares donde los discursos sobre los campos de concentración podían quedar legitimados por una inesperada disponibilidad de auditorio; con ello se contribuía, además, a multiplicar el número de textos no estrictamente literarios que iban a sumarse a las principales obras de un escritor-testigo como lo fue Levi. Por ejemplo, el artículo que escribió pocas semanas después de su intercambio de mensajes con la muchacha, y que encomendó a principios de 1960 al Giornale dei Genitori [Diario de los Padres], una nueva revista mensual de pedagogía fundada por Ada Marchesini Gobetti: en él, a propósito de los relatos de los deportados, Levi puede ahora reiterar que «la voz de la verdad, en vez de extraviarse, adquiere un timbre nuevo, un relieve más nítido». Sin acomodarse en esa satisfacción, Levi pasaba inmediatamente a razonar acerca de la mejor manera de presentar el pasado ante los más jóvenes; y recurría a una frase extraordinaria, a un juego de palabras no jocoso en absoluto con el que proponía un replanteamiento del lenguaje: «Hemos pecado por omisión y por comisión». Y proseguía, jugando aún con las palabras y haciendo chocar dos gerundios: «... hemos pecado de pereza y de desconfianza en la virtud del verbo; y al hablar, hemos pecado, a menudo, adoptando y aceptando un lenguaje que no era el nuestro».
Temas nuevos que hay que presentar con un lenguaje renovado: a partir de ahora, este será el estilo de Levi, cuando le surja la ocasión de tomar la palabra. Le surgirá en una breve conferencia sobre el exterminio de los judíos pronunciada en Ferrara en 1961 —una conferencia destinada a hallar acomodo en una Historia del antifascismo italiano, donde será la única intervención dedicada a ese tema—. Y le surgirá de nuevo, en 1966, con ocasión del congreso de ANED celebrado en Turín, donde se abrirá el espacio para que Levi pueda reflexionar públicamente —abordando un problema entonces en gran parte descuidado— de la especificidad de la deportación de los judíos en comparación con la motivada por causas políticas.
Mientras tanto, Si esto es un hombre había sido objeto de traducciones a otros idiomas, la más importante de todas, al alemán: Ist das ein Mensch? apareció en Alemania en el otoño de 1961. En Italia, como en Europa, se presentaba la oportunidad de dirigirse a interlocutores nuevos, propensos a escuchar pero no convencidos desde un principio, y que no pertenecían al círculo de amigos: personas jóvenes y «blancas» (uno de los adjetivos favoritos de Levi) que deseaban construirse con autonomía una imagen fiable el mundo en el que vivían. Se habían creado las condiciones para que al autor de Si esto es un hombre, gracias a su pasado partisano —por más que breve y desafortunado—, le fuera reconocido un papel político cada vez que se hiciera necesario prestar voz a la experiencia de la deportación judía. Piénsese en la Presentación del opúsculo publicado en el año 73 para la inauguración, en Carpi, del Museo Monumento al deportado político y racial a los campos de exterminio nazis: un texto en el que hay que destacar cómo Levi logra liberarse de las graves ambigüedades implícitas en la infeliz pareja de adjetivos tan en boga entonces: «político» y «racial».
Hasta llegar a los últimos tres textos de innegable relevancia pública: el editorial «Así fue Auschwitz» (La Stampa, 9 de febrero de 1975), que denuncia el peligroso resurgir de tendencias fascistas en el conjunto de la política italiana e internacional de la época; el Borrador de un texto para el interior del Bloque italiano en Auschwitz, escrito en 1978 y que se vio inmerso en las complejas negociaciones políticas llevadas a cabo por aquel entonces en torno a la construcción de ese monumento conmemorativo; por último, una intervención —aquí con el título de A nuestra generación...— de no muy extensa longitud pero de notable significado, tanto por haber sido pronunciada en la última aparición pública de Levi, el 22 de noviembre de 1986, como por la lucidez con la que se reclamaba el «diálogo permanente» vigente ya desde hacía cuarenta años con los más distintos interlocutores.
1945-1986, más de cuatro décadas, que abarcan la totalidad de la trayectoria pública de Primo Levi; y fue como si, en ese momento, el círculo tendiera a cerrarse. Desde la novedad testimonial del Informe firmado con Leonardo, pasando a través del intercambio epistolar con la estudiante de primer ciclo de secundaria, hasta arribar a la última y más laboriosa obra de reflexión escrita por Levi, que precisamente en aquel año de 1986 había llegado a las librerías italianas: Los hundidos y los salvados.
En todo esto no hay que olvidar otra dimensión de la escritura de Levi, no menos directa y asertiva que sus textos procesales o más propiamente públicos; aunque esta vez la urgencia parece brotar esencialmente de una persuasión interior. La referencia central es también aquí el campo de concentración, pero la mirada del autor, más que moverse alrededor de este en busca de respuestas que proporcionar a un interlocutor que aguarda, parece absorta ante el objeto que contempla por razones diferentes según la ocasión. Es el caso del retrato de Vanda, la joven amiga que permaneció a su lado hasta su separación final en el andén de Auschwitz: límpida y emocionada descripción del entramado entre una personalidad tan frágil como valiente y la trayectoria de una vida demasiado corta; y es también el caso del artículo dedicado en el año 79 al comité secreto de defensa de Auschwitz, enésima ocasión para plantear arduos dilemas éticos, sobre los que habría sido imposible, cuando no culpable, callar. Y es el caso, de nuevo, de la breve referencia a su propia experiencia de deportado (Aquel tren hacia Auschwitz; estamos aún en 1979) que se diversifica en su comparación con la diversidad representada por Rosanna Benzi, extraordinaria mujer encerrada durante largos años en su condición de discapacitada. Por último, otro retrato trazado con cariño y emoción: el de Leonardo De Benedetti, recordado en el momento de su muerte, acaecida en 1983. Al igual que treinta años antes con Vanda, su nombre no se menciona en el texto, tal vez porque lo que Levi quiere destacar por encima de todo es la personalidad única, casi ejemplar, del hombre, del amigo, para que se grabe mediante las palabras en la mente del lector.
Criticar la propia memoria
El testigo del campo de exterminio está llamado a repetirse. Más o menos declarada, es esa la expectativa que despierta en quienes lo convocan para que hable o escriba: instituciones, escuelas, medios de comunicación; en cuanto a los tribunales, le piden implícitamente que reproduzca, idéntica a sí misma, su propia historia una y otra vez. Con todo, Levi fue capaz de no repetirse jamás: no satisfizo nunca en su totalidad las expectativas del público; al contrario, más de una vez lo cogió de sorpresa exponiéndolo a verdades desmenuzadas y poco complacientes, y jamás permitió que la atención ajena se adormilara. No deja de ser cierto también que, a esa exigencia de repetición, el público une la del detalle añadido, la del inédito narrativo: y esta última Levi nunca dejó de satisfacerla, aunque siempre a su manera. Cada vez que volvía a tomar la palabra atinaba a decir algo nuevo, evitando sin embargo el recurrir a la imagen que agita las emociones. Su estilo prefiere la estocada reflexiva, que ilumina la inteligencia haciendo visibles las áreas todavía en sombras de la estructura de los hechos.
También en los textos recogidos en este libro vuelve a plantearse esa dialéctica entre repetición y cambio: la trama sigue siendo esencialmente la misma, pero hay un sinnúmero de variaciones introducidas en el curso del tiempo. De esto podremos darnos cuenta mejor más adelante. Por ahora lo que más útil resulta es señalar otra oportunidad que nos ofrecen los escritos de Levi, pues nos permiten aprender muchas cosas acerca de los caminos que ha recorrido para acercarse a la verdad. Y nos dicen, por lo demás, que él nunca quiso callar a este propósito; todo lo contrario, también en esto jugó siempre con las cartas al descubierto.
De esos caminos, el primero presupone la capacidad de establecer distancias con respecto a la propia experiencia: «Primo —dijo en una entrevista Luciana Nissim Momigliano—20 padeció hambre, frío, palizas y miedo; se despersonalizó y se llenó de odio como todos. Solo a su regreso, cuando comenzó a escribir, fue capaz de adquirir distanciamiento de su propia experiencia, y nunca se presentó ni como víctima quejumbrosa, ni como juez vengativo». Tan marcado fue ese esfuerzo respecto a sí mismo que le consintió una crítica despiadada de su propia memoria, de sus mecanismos, de su legado, la memoria, recurso —como se dice en Los hundidos y los salvados— maravilloso y falaz al mismo tiempo, que, pese a todo, si se la interroga con el debido rigor, puede convertirse en fuente esencial del pasado, y no solo del pasado personal.
Pero ¿qué trato ha de reservarse a la memoria y, antes que nada, a lo que esta nos ofrece? A este respecto, la Testificación para el proceso Bosshammer prestada por Levi en 1971 nos ofrece importantes indicaciones de método, de su método.
El texto, muy analítico, porque es el resultado de un largo coloquio con el fiscal de Berlín Occidental Dietrich Hölzner, parece adoptar a primera vista dos registros principales. En primer lugar, el de las certezas: afirmaciones propuestas con un buen grado de seguridad, que contribuyen a estructurar un relato orgánico y cimentado en precisos puntos de referencia, relativos en particular a la estancia en el campo de Fossoli y al viaje hasta Auschwitz. Y luego tenemos el registro que podríamos denominar de la incertidumbre, modulado de acuerdo con una amplia variedad de expresiones destinadas a definir en cada circunstancia el grado de aproximación de los pasajes concretos del relato. Recogemos aquí las formulaciones más significativas, a través de las que se definen los diferentes casos, en los que se juega con una amplia gama de matices, «por lo que yo sé»; «por lo que yo recuerdo»; «el día 20, poco más o menos»; «no puedo decir con exactitud»; «no recuerdo su número exacto»; «no recuerdo si» (si el vagón escolta viajaba en la parte delantera o trasera del convoy); «tuvimos la sensación»; «por parte alemana» (sin especificar quién); «Me parece recordar»; «no recuerdo»; y mucho más. Obviamente, también el registro de la incertidumbre se pone al servicio de la verdad, es decir, de un testimonio lo más veraz posible.
En realidad, si nos fijamos bien, el conjunto resulta aún más complejo de lo que hemos podido mostrar con estos ejemplos. Cada afirmación, cierta o menos cierta, es el resultado de operaciones de verificación, basadas en la memoria, desde luego, pero lejos de ser espontáneas o lineales. Veamos algunas de esas operaciones tal y como, de nuevo en la misma declaración, se nos señalan en una amplia variedad de casos especiales. Se nos habla de la forma en la que cierta información era adquirida: por ejemplo, Levi recuerda que solo pudo hacer un «cálculo aproximado», entonces, del número de mujeres que fueron declaradas aptas para los trabajos forzados; la cifra exacta, veintinueve, solo llegará a reconstruirla más tarde, sobre la base de verificaciones sucesivas a su regreso a casa. Se habla de los hechos, pero también de las sensaciones experimentadas en los distintos momentos de la deportación. Se señalan las distintas fuentes de información, «según me contaron algunos de mis compañeros»; «según se me ha dicho»; «Antes de mi llegada a Auschwitz [...] había obtenido noticias concretas sobre la operación de exterminio de los judíos a través de las siguientes fuentes». Y aquí es necesario advertir que los ya de por sí elevados escrúpulos de precisión en Levi aumentan siempre que tiene que remitir a fuentes distintas de su experiencia personal.
De las razones que hacían que muchos de los hechos no pudieran constatarse mientras sucedían se ofrecen explicaciones a posteriori: por ejemplo, solo después de adquirir algo de familiaridad con el idioma alemán le fue posible comprender que los hombres y mujeres seleccionados a la llegada habían sido conducidos de inmediato a las cámaras de gas; «nuestras condiciones psicológicas durante el viaje no nos permitían demorarnos en tales distinciones», ni darse cuenta por lo tanto de si la escolta del tren estaba formada por SS o no. Para acabar, dos operaciones tan necesarias como difíciles. En primer lugar, la corrección de errores cometidos en precedentes rememoraciones testimoniales: «Me fue referido que se produjo al menos un caso de muerte durante el viaje; no recuerdo si se trataba de un hombre o de una mujer. Me contó este detalle un médico amigo mío, que formaba parte del convoy. Agradecería que se corrigiera en este sentido mi declaración del 2 de septiembre de 1970». En segundo lugar, el paciente esfuerzo por recuperar información perdida: «Adjunto a la presente testificación unas notas mías que consisten en una lista de setenta y cinco nombres que pude reconstruir tras mi regreso a Italia. Se trata de setenta y cinco de los noventa y cinco o noventa y seis hombres aptos para el trabajo que entraron conmigo en el campo de Monowitz». La palabra clave aquí es «reconstruir», un verbo que nos lleva de nuevo al Informe redactado veinticinco años antes por el «licenciado Primo Levi» en beneficio de la comunidad judía de Turín: compiladas ambas en su ciudad natal, las dos listas —que el lector ha podido hallar al comienzo y al final de esta recopilación— se corresponden, y multiplican sus significados.
La confrontación con los demás: Leonardo
Otra senda que era necesario recorrer para conquistar nuevos elementos de verdad acerca de los campos de exterminio era practicar de forma determinada y metódica la confrontación con el punto de vista de los demás. Pongamos un ejemplo elemental pero esclarecedor, tomado de la testificación de 1971 sobre Bosshammer: «Según me contaron algunos de mis compañeros de cautiverio, esos soldados de las SS llevaban ya varios días en el campo, pero yo no los vi por primera vez hasta el 20 de febrero. No puedo decir cuáles eran sus grados, pero puedo afirmar que al menos uno de ellos era un oficial, porque oí cómo impartía órdenes a los demás». La información obtenida de otras fuentes, adecuadamente filtrada y verificada, enriquecía el cuadro de conjunto y, ampliando el horizonte, podía favorecer una actitud más despegada de la propia condición personal. Con todo, era necesario saber cómo cultivar, en la medida de lo posible, una amplia red de relaciones; en el caso de Levi, su marcada curiosidad por los demás fue probablemente la palanca que le permitió extender su conocimiento de las personas a las cosas y acontecimientos que sucedieron más o menos lejos de él.
Los otros, sin embargo, no eran todos iguales. Ahí estaba, por ejemplo —como que ya sabemos— su amigo «médico, que formaba parte del convoy», de quien Levi recibió la noticia de la muerte de un cautivo durante el viaje: también esta es una información importante, destinada a arrojar la luz más sombría sobre el destino de los deportados. «Nos conocimos en el campo de tránsito italiano de Fossoli —contaría más tarde Levi en el Recuerdo de un hombre bueno donde el nombre de Leonardo De Benedetti no aparece—, nos deportaron juntos, y desde entonces nunca nos separamos hasta nuestro regreso a Italia, en octubre de 1945.» Y un poco más adelante: «Fuimos liberados juntos; juntos recorrimos miles de kilómetros por tierras lejanas».
El sello de su amistad parece ser la palabra «juntos» colocada ahí para certificar la solidez de una relación destinada a transformarse en el curso del tiempo. En el campo de concentración la diferencia de edad debe de haber contado y no poco, así como tuvo sin duda su importancia en el momento en el que el médico ya maduro y el químico bastante más joven escribieron conjuntamente el Informe para los rusos. En Si esto es un hombre, y por lo tanto en todo el periodo de detención en Monowitz, Levi no adopta nunca en relación con Leonardo la forma intermedia y afectuosa del género dual, utilizada en cambio para otros amigos como Alberto o Charles —«Alberto y yo», «Charles y yo»—.21 A ella solo recurrirá en La tregua, tal vez para marcar que se ha producido el tránsito desde una relación de profunda confianza, como la que sentía por un «hombre bueno» y mayor que él, a una relación más igualitaria.
Una vez de regreso en Turín, seguirán siendo muchas las cosas que harán juntos Primo y Leonardo: la actualización y la difusión del Informe, las testificaciones de los procesos contra los criminales nazis, su primer viaje en común de regreso a Auschwitz en 1965. Sin contar con el consuetudinario trato entre dos hombres que alguien definió «igual que hermanos»22 y que vivían a pocas decenas de metros de distancia, y tenían trato con amigos comunes. Aunque no faltaran las diferencias entre ellos, por ejemplo, fuera en su orientación política como a propósito de la invasión del Líbano por parte de Israel, cuando (era el verano de 1982) Leonardo dio muestras de no compartir las duras críticas expresadas por Primo contra el gobierno israelí.23
En cuestión de testimonios, sin embargo, el acuerdo era total. Y a pesar de haber concedido a su amigo Primo una especie de delegación literaria, Leonardo nunca dejó de colaborar con él en la reconstrucción de la historia de Auschwitz. No en vano este libro, que se abre con sus firmas conjuntas, termina igualmente con un texto escrito en colaboración, en el que se hace materialmente visible su mano, su caligrafía: los lectores han podido encontrar en el Apéndice dos copias de la mencionada lista —entregada al magistrado alemán Hölzner que se desplazó a Turín en el curso de la instrucción del proceso Bosshammer— de los deportados de sexo masculino que la noche del 26 de febrero de 1944, poco después de la llegada a Auschwitz de su convoy, fueron seleccionados para realizar trabajos forzados. Levi había logrado reconstruir setenta y seis (y no setenta y cinco) nombres de los noventa y cinco que no fueron enviados inmediatamente a las cámaras de gas. En una copia de esa lista, realizada más tarde, Leonardo agregó de su puño y letra algunas instrucciones para la lectura, retrasando un día, como ya lo había hecho en otras ocasiones, la fecha de partida hacia el campo de concentración.
Ya hemos tenido ocasión de mencionar que en el retrato de Leonardo, escrito por Levi pocos días después de su muerte, el nombre del amigo no figura ni en el título ni en el cuerpo del texto. Acaso, entre las muchas razones de tal decisión, una de ellas estribara en la dificultad de aceptar el alejamiento de una persona largo tiempo percibida, en cierto modo por lo menos, como parte de uno mismo.
En los lugares más oscuros del campo
Y entramos ahora en la tercera línea de investigación que Levi nunca dejó de practicar, con lucidez y coraje, bien representada asimismo en los textos reunidos en este volumen: la excavación en los lugares más oscuros del campo, en busca de la realidad más desagradable. Realidad con la que se midió paso a paso, madurando muy pronto la conciencia de lo perturbadoras y complejas que podían resultar las cuestiones que estaban en juego y decidiendo solo al cabo de mucho tiempo —desde finales de los setenta en adelante— detenerse a estudiarlas en profundidad con la perspectiva de los hechos y en su dimensión moral.24
En un texto precursor, pero que tal vez por eso mismo pasó desapercibido cuando apareció (se titulaba Aniversario porque fue publicado en el 55, diez años después de la liberación), Levi constataba con tristeza el silencio que estaba sofocando desde hacía demasiado tiempo la memoria de los campos de concentración: «en Italia por lo menos, el tema de los campos de exterminio, lejos de haberse convertido en historia, se encamina hacia el más absoluto de los olvidos». La tristeza no tarda, por lo demás, en convertirse en polémica explícita, aunque solo de pasada, en contra de la tendencia, entonces vigente, de confundir el sacrificio de los caídos en la Resistencia con el fin anónimo de los deportados en los campos de exterminio: «Es vanidad —leemos en esas dos páginas largo tiempo descuidadas— llamar gloriosa la muerte de las innumerables víctimas de los campos de concentración. No fue gloriosa: fue una muerte inerme y desnuda, ignominiosa e inmunda». Pero el razonamiento no se detiene ahí, sino que se prolongaba en una estocada de múltiples implicaciones: «Como no es honorable la esclavitud; hubo quien supo soportarla indemne, excepción que ha de ser considerada con reverente estupor; pero se trata de una condición esencialmente innoble, fuente de casi irresistible degradación y naufragio moral».
Consciente de la inquietante originalidad de tal observación, en abierta discrepancia con la idea tan extendida tras la guerra de una oposición frontal entre el bien y el mal, el autor se apresuraba a advertir: «Pero que quede claro que ello no significa agavillar a víctimas y asesinos». Y proseguía, otra vez absolutamente a contracorriente del espíritu de la época, «todo esto no alivia, agrava más bien cien veces las culpas de los fascistas y de los nazis». Y sentía, por último, el deber de aclarar, ampliando desmesuradamente los horizontes del estudio y de la reflexión: «Es conveniente que estas cosas se digan, porque son verdad». Así pues, no solo eran ciertos los números y las formas más atroces de exterminio. Había una verdad más profunda, aunque menos evidente; y había que buscarla y estudiarla, además de en las inmundas acciones de los perseguidores, también en el comportamiento, incluso antes que en los pensamientos, de las propias víctimas.
De 1955 a 1961, seis largos años, durante los que se produjeron novedades como el juicio a Eichmann, el primer acontecimiento con fuerte resonancia internacional, o se manifestaron síntomas de gran consuelo como la carta a La Stampa de la estudiante de doce años; con todo, el clima general sobre las cuestiones del exterminio no daba señales de cambio. A modo de compensación, las reflexiones de Levi avanzaban, por más que casi en solitario, y su discurso iba volviéndose cada vez más explícito. Leamos esta vez un artículo publicado en una revista más prestigiosa y de resonancia nacional, Il Ponte, fundada en Florencia por Piero Calamandrei; en cuanto al título de la pieza, se vincula explícitamente al hecho del día y reza así: Testimonio para Eichmann. El texto, más extenso y combativo que otros —casi un ensayo—, retoma el razonamiento en el punto donde se había quedado en Aniversario: «No debemos retroceder ante la verdad». Por lo tanto, es necesario reconocer que los «campos de exterminio fueron, además de lugares de suplicio y de muerte, lugares de perdición. Jamás la conciencia humana fue violada, herida, distorsionada como en esos campos».
Inmediatamente después, Levi puntualiza su razonamiento. En primer lugar «adquieren sentido muchos detalles, desconcertantes en caso contrario, de la técnica empleada en los campos. Humillar, degradar, rebajar al hombre al nivel de sus vísceras» se convierte en algo esencial para los nazis, con el fin de ridiculizar la amenaza representada por sus peores enemigos, los judíos y los comunistas: las humillaciones debían arrancar a un pueblo reconfortado —al pueblo alemán— exclamaciones de este tenor: «Pero si estos no son hombres, son marionetas, son animales».
Pero aún había más. Había que explicar esa definición del campo como «lugar de perdición» o —según la expresión propuesta seis años antes en Aniversario— como un lugar de «naufragio moral». Y esta es la respuesta de Levi: una verdad ulterior, tan sobrecogedora que quita el aliento:
Al mismo propósito de envilecimiento, de degradación, se llegaba por otras vías. Los funcionarios del campo de Auschwitz, incluso los más altos, eran prisioneros, muchos eran judíos. No debe pensarse que ello atenuara las condiciones del campo, todo lo contrario. Era una selección a la inversa: se escogía a los más viles, a los más violentos, a los peores, y se les concedía todo poder, comida, ropa, exención del trabajo, exención de la propia muerte en las cámaras de gas, con tal de que colaborasen. Y desde luego que colaboraban.
En el mundo patas arriba de Auschwitz se abrían por lo tanto dilemas morales devastadores, sobre los que Levi solo volverá a reflexionar, con una perspectiva de aliento más amplia, mucho más tarde, en Los hundidos y los salvados, aunque después de haber ido señalando poco a poco, en sus escritos —digámoslo así— más ocasionales, ulteriores implicaciones de aquella perversa realidad. Pensemos, por ejemplo, en el artículo del año 79 que ya hemos mencionado, donde se habla de quienes, al formar parte del «comité secreto de defensa» en Auschwitz, tuvieron la posibilidad de manipular las listas de los deportados destinados a la cámara de gas, y por lo tanto de decidir con un trazo de pluma —aunque arriesgando su propia vida— sobre la vida de los demás.
Las razones del silencio
La relación entre la experiencia de los campos y el mundo del presente constituye un cuarto eje de reflexión que puede rastrearse en los escritos de Así fue Auschwitz. Desde esa perspectiva, el dato más contundente con el que Levi se ve forzado a menudo a confrontarse es el silencio general impuesto en torno al exterminio, en un mundo que parece hacer todo lo posible para archivar ese pasado tan doloroso como indecoroso. La palabra que el escritor prefiere para designar esa falta de atención es precisamente silencio, que ha de entenderse en primer lugar como acto fallido de una generación que había estado presente y que, por lo tanto, al menos en parte, no podía dejar de saber. El silencio ha de ser considerado también un comportamiento más o menos consciente, que sin embargo implica razones precisas e identificables. Por último, el silencio remite a su contrario, a la palabra; y si el silencio es ausencia, la palabra puede hacer presente aquello a lo que se refiere, pero solo ofreciéndose de la forma más nítida posible.
El silencio más doloroso —la cita es de nuevo de Aniversario, 1955— es el silencio
del mundo civil, [...] de la cultura, nuestro propio silencio, [...] Este no se debe únicamente al cansancio, al desgaste de los años, a la muy normal actitud del primum vivere. No se debe a cobardía. Vive en nosotros una exigencia más profunda, más digna, que en muchas circunstancias nos aconseja guardar silencio sobre los campos de concentración, o al menos atenuar, censurar las imágenes, aún tan vivas en nuestra memoria. Es la vergüenza. Somos hombres, pertenecemos a la misma familia humana a la que pertenecen nuestros verdugos. Ante la enormidad de su culpa, nos sentimos nosotros también ciudadanos de Sodoma y Gomorra; [...] Somos hijos de esa Europa en la que se encuentra Auschwitz: vivíamos en ese siglo en el que la ciencia se vio doblegada, y dio a luz las leyes raciales y las cámaras de gas.
Y aquí está la pregunta inevitable a la que conduce el razonamiento: «¿Quién puede decirse convencido de ser inmune a la infección?». Una pregunta que conecta el pasado con el presente y, al mismo tiempo, une entre sí la investigación factual sobre la naturaleza de esa infección y la reflexión ética sobre las responsabilidades de cada uno.
Llegados a este punto, incluso el silencio termina adquiriendo desde el punto de vista de Levi un valor moral, convirtiéndose en «un error, casi un crimen», porque «la vergüenza y el silencio de los inocentes puede enmascarar el silencio culpable de los responsables, posponer y eludir el juicio histórico». Palabras inusuales y adultas, estas últimas, pero que se leen, no por casualidad, en la carta del 59 a la muchacha que pedía «saber la verdad».
Por qué hablar
Si callar es un acto moralmente reprochable, hablar, testimoniar ofrece en cambio una oportunidad de redención. Este es también un tema recurrente, más incluso que en los escritos de Levi, en su práctica cotidiana como escritor y, justamente, como testigo. Se nos viene a la cabeza a este respecto la frase de Luciana Nissim Momigliano, detenida y deportada junto a él, que parece resumir el pensamiento de ambos: «yo era muy consciente de que el hecho de haber sobrevivido a Auschwitz habría de darme siempre más deberes que derechos».25
En primer lugar, por lo tanto, el deber de hablar. Pero ¿por qué hablar? O, con más exactitud, ¿para decir qué? ¿Cómo representar los campos de concentración en el mundo de después? Las respuestas son muchas, pero todas tienen que ver con aspectos esenciales de aquel mundo patas arriba, tan difícil de entender y de describir. Veamos la primera, que Levi nos propone en su artículo, nunca excesivamente mencionado, por precoz, Aniversario, de 1955: «... no es lícito callar. Si nosotros permanecemos en silencio, ¿quiénes hablarán? No desde luego los autores y sus cómplices. Sin nuestro testimonio, en un futuro no muy lejano las gestas de la bestialidad nazi, por su propia magnitud, podrían acabar relegadas entre las leyendas. Hablar, por lo tanto, es necesario». Solo las palabras, y sobre todo las de quien ha experimentado personalmente la realidad de los campos, pueden actuar como garante de su existencia real, condición primera y esencial para toda ulterior investigación.
En otras ocasiones, la cuestión será retomada en respuesta a una objeción expresada casi en forma de reproche: «¿por qué seguís hablándonos de horrores?». Y es significativo que esta acusación se asome en el Testimonio para Eichmann, de 1961, en páginas en las que cabría esperar que el acusador fuera Levi. A partir de estas aparentes paradojas el discurso tiende a ampliarse en una pluralidad de explicaciones, que ayudan por lo demás a situar los campos de concentración en una perspectiva más amplia. El silencio debe ser roto por distintas razones. Entre otras: «debemos contar cuanto hemos visto con el fin de que la conciencia moral de todos permanezca alerta»; o también, porque «estos increíbles crímenes no han sido reparados más que en parte». Pero las verdaderas razones parecen otras en realidad: «La historia no puede ser mutilada», nos pertenece en su totalidad; nosotros también formamos parte de ella, es un pedazo de nuestra naturaleza como seres humanos de la que no podemos privarnos en modo alguno. Hay entre nuestro presente y el pasado del que venimos una solidaridad profunda de la que no podemos prescindir, un vínculo que confiere peso y actualidad a la sucesiva respuesta a Levi sobre las razones para hablar de los campos: «Han sido acontecimientos demasiado indicativos, se han entrevisto síntomas de una enfermedad demasiado grave, para que resulte lícito callar». Una enfermedad que arrolló a los hombres de ayer y que fue derrotada con grandes sacrificios, pero de la que no hay garantía alguna de que perdone a los hombres del mañana.
Todas las citas del párrafo anterior están tomadas del ensayo de 1961 sobre Eichmann. En la última hallamos un adjetivo insólito, indicativos, insólito, porque es empleado en sentido literal: volveremos a verlo en este mismo papel, veinte años más tarde, en la sección de la colección Lilít y otros relatos titulada «Presente de indicativo». El tiempo atravesado por Primo Levi posee ese absorbimiento constante, esa alarma.
Los «acontecimientos indicativos» de Auschwitz: justo después de habernos ofrecido esta definición, el Testimonio para Eichmann muestra los efectos concretos que ese mal ha producido: los campos de trabajo, la reducción de los judíos a «raza de animales», el gas, los crematorios.
Pero también hubo mucho más y mucho peor: se produjo la demostración descarada de la facilidad con la que prevalece el mal [...] no solo en Alemania, sino en todos los países que pisaron los alemanes; en cualquier parte, según quedó demostrado, resulta un juego de niños encontrar traidores y hacer de ellos sátrapas, corromper las conciencias, crear o restaurar ese clima de consenso ambiguo, o de abierto terror, que era necesario para convertir en hechos sus proyectos.
A pesar de que parezca referirse a una persona en concreto, el texto que Levi publica en 1961 no tiene la intención de adeudar ulteriores acusaciones: es un testimonio para Eichmann y no contra. Eso no quiere decir que Levi estuviera dispuesto a conceder atenuantes, todo lo contrario. Su objetivo era sacar a la luz las razones por las que un testigo de Auschwitz debe continuar cumpliendo con su tarea, incluso en un mundo en el que los campos de concentración han desaparecido, e incluso en un hipotético mundo futuro, completamente pacificado: para evitar que surjan nuevos Eichmann y hallen eco difundiendo «el contagio del mal». Solo en este sentido el testimonio de Levi es «para» Eichmann: es un testimonio para la Historia (con mayúscula aquí), que debe ser recordada y transmitida; es un testimonio contra la complicidad moral de todo un pueblo; es un testimonio que nos describe prematuramente la colaboración con la que el nazismo fue capaz de doblegar a los propios deportados y la aparente gratuidad de lo que un día llegará a ser definido como «violencia innecesaria».
Quince años más tarde —ahora estamos en 1975; el artículo, publicado en La Stampa, da título al presente volumen: Así fue Auschwitz— la argumentación no cambia en la sustancia, pero su tono y conclusión son diferentes en parte:
Ahora ya nos hemos quedado reducidos a unas cuantas decenas, acaso demasiado pocos para ser escuchados, y además tenemos la impresión a menudo de ser narradores molestos; en ocasiones, llega a hacerse realidad un sueño curiosamente simbólico que era frecuente en nuestras noches de cautiverio: nuestro interlocutor no nos escucha, no llega a comprender, se distrae, se va y nos deja solos. Y sin embargo, es nuestra obligación contar: es un deber hacia los compañeros que no regresaron, y es una tarea que confiere sentido a nuestra supervivencia. Fue a nosotros (y no por nuestras virtudes) a quienes nos correspondió vivir una experiencia fundamental, y aprender un par de cosas sobre el Hombre que sentimos la necesidad de divulgar.
Al igual que Historia, esta vez también Hombre se escribe con mayúscula: Levi no teme a la retórica, en las pocas ocasiones en la que le parece necesario. Es como si los supervivientes de los campos —la frase pretende subrayarlo con intensidad— fueran detentores de una verdad mucho menos evidente para todos los demás, casi de un secreto: en consecuencia, les corresponde hacerla objeto de una especie de revelación. Solo ellos, en efecto, han podido experimentar hasta sus extremos límites una dimensión crucial de la naturaleza humana. Y aquí está el secreto: «Pudimos darnos cuenta de que el hombre es un sojuzgador: y que lo sigue siendo, a pesar de milenios de códigos y tribunales».
Una trayectoria lineal
Así fue Auschwitz apareció en La Stampa (justo a partir de ese momento empezó a colaborar Levi asiduamente para el principal periódico de Turín) pocos días después del trigésimo aniversario de la liberación de Auschwitz. Fue publicado en forma de editorial, algo que raramente volvería a ocurrir con sus artículos. Su contenido, sin embargo, justificaba tal ubicación, ya que provocaba un cortocircuito entre los campos de concentración del cercano pasado y los hechos de actualidad que originaban la vehemente toma de posición de Levi: su preocupación, de carácter abiertamente político, ante un posible retorno del fascismo: «El fascismo es un cáncer que prolifera rápidamente, y su regreso nos amenaza: ¿es mucho pedir que nos opongamos a él desde el principio?».
En aquellos mismos meses tal preocupación se manifestó con la máxima evidencia cuando Levi fue elegido presidente del Consejo Escolar del Instituto de Bachillerato Clásico D’Azeglio:26 allí, durante un año y medio, cubre un cargo que, sobre todo en ese momento —acababa de entrar en vigor la ley que instauraba órganos de autogobierno democrático en la escuela—, tenía un claro significado político.
Pero sigamos leyendo las palabras de Levi, para que no se nos escape el hilo de su razonamiento. Después de haber enunciado el sentido de aquella especie de revelación sobre los campos («el hombre es un sojuzgador: y lo sigue siendo»), de inmediato, sin tener que preocuparse para establecer cierta distancia incluso solo de tiempo, el texto dice así:
Muchos sistemas sociales se proponen refrenar ese impulso hacia la iniquidad y el atropello; otros, en cambio, lo alaban, lo legalizan y lo señalan como extremo objetivo político. Sistemas como esos pueden ser tachados, sin forzar en absoluto los términos, de fascistas: conocemos otras definiciones de fascismo, pero nos parece más exacto y más conforme a nuestra experiencia concreta, definir como fascistas exclusivamente a los regímenes que niegan, en la teoría o en la práctica, la fundamental igualdad de derechos entre todos los seres humanos.
Levi era consciente de su propia autoridad, consolidada a lo largo de los años gracias a los numerosos libros publicados (diferentes unos de otros, impulsados por la misma energía moral) y a un comportamiento coherente con la imagen personal que se desprendía de su escritura. Y sobre esa autoridad se apoyaba, ahora que sentía el deber de oponerse a un peligro que juzgaba inminente. No consideraba tarea que le incumbiese el proponer una detallada reconstrucción histórica, que con todo se dejaba entrever en su artículo. A riesgo de simplificar, creía más útil poner de relieve el valor fundamental de la igualdad, que le parecía ampliamente probado por las referencias a acontecimientos históricos vividos en primera persona. Como consecuencia, Levi consideraba necesario centrarse en el alcance universal de la lección de Auschwitz —el fascismo, así como los campos de concentración, había de ser considerado como un insulto dirigido contra toda la humanidad—, no desde luego porque pensara que había en aquel momento razón alguna para eclipsar el papel central de los judíos en el exterminio, sino porque siempre había manifestado una marcada sensibilidad en tal dirección; así lo testifica la última palabra del título Si esto es un hombre.
Estos son, pues, los trazos del editorial escrito para La Stampa en febrero de 1975, de cuyo planteamiento llama la atención su analogía con la estructura que subyace al texto redactado dos años antes para el Museo-Monumento de Carpi, cuando su preocupación por el resurgir del fascismo no tenía aún el relieve que adquiriría poco más tarde. En primer lugar se planteaba allí también la lección moral que la cuestión de los campos de exterminio imponía con cruel concreción: «La doctrina de la que nacieron los campos de concentración era muy simple, y por eso precisamente muy peligrosa: todo extranjero es un enemigo, y todo enemigo debe ser eliminado; y es extranjero todo aquel que se perciba como distinto, por su idioma, religión, apariencia, costumbres e ideas». Seguía una breve reconstrucción cuya finalidad era enmarcar la historia de los campos en el cuadro más general del desarrollo del nazismo y señalar cuáles fueron, caso a caso, las dianas privilegiadas de la violencia de Hitler, así como los principales hitos de la historia general de los campos de exterminio. He aquí un pasaje esencial:
Con la ocupación de Polonia, Alemania entra en posesión (son palabras de Eichmann) de las «fuentes biológicas del judaísmo»: dos millones y medio de judíos, así como un número indeterminado de civiles, partisanos y soldados atrapados en «acciones especiales». Se trata de un inmenso ejército de esclavos y de víctimas predestinadas: el objetivo final de los Lager se desdobla. Ya no son solo instrumentos de represión, sino al mismo tiempo siniestras maquinarias de exterminio organizado y centros de trabajos forzados.
Cada elemento adquiere en este cuadro su propio significado, sin cesión sustancial alguna al espíritu de los tiempos, aunque en este caso se trataba de un texto —como ya se mencionado— con una clara función política. Por ejemplo, no adquiere aquí carta de ciudadanía la idea, todavía muy extendida en aquellos años en la cultura antifascista, de que a las deportaciones políticas había que reconocerles una posición preeminente, hasta ocultar casi la de los judíos. Aparte de ciertas precauciones leves en el léxico y en la construcción del discurso (en grado mínimo para no ofender la sensibilidad de sus interlocutores-anfitriones), en cuestiones de fondo como esas Levi no transigía, como nunca lo había hecho desde el Informe en adelante. Por otra parte estaba muy clara, y él nunca vacilaba en recalcarla, la diferencia que había marcado en todo momento la condición de los judíos, haciéndola diversa a la de otros prisioneros, militares y políticos. Él mismo había formado parte «de aquellos —así lo diría en otra ocasión: 1966, La deportación de los judíos— para los que no existía posibilidad de elección alguna: eran mujeres, eran viejos, eran personas excluidas desde hacía ya años de cualquier contacto con el mundo exterior; vivían, desde 1939, en la clandestinidad, y para ellos la elección era obviamente imposible. Debería decir casi imposible, porque a pesar de todo, a pesar de las enormes dificultades, a pesar de la ausencia de toda organización, cierta resistencia sí que hubo».
No menos interesante resulta que se dé una coherencia de conjunto entre el planteamiento que hemos podido detectar en los textos recién analizados de 1973 y 1975 y la estructura de un documento especialmente comprometido, escrito en 1978. Se trata del Borrador de un texto para el interior del Bloque italiano en Auschwitz, que tuvo que ver con una operación conmemorativa que fue objeto de negociaciones mucho más tirantes entre las muchas partes involucradas. Sin intención de retomar aquí sus avatares, descritos analíticamente en la Información sobre los textos, será suficiente con subrayar algunos elementos notables. A pesar de la extrema brevedad del texto, el principio sapiencial que se pretendía proponer al público —un aforismo de Heine: «ahí donde se queman libros se acaba quemando también seres humanos»—27 se hace manar de una reconstrucción histórica concisa y literariamente eficaz, si bien (o precisamente por ello) reducida a unas pocas frases. Los acontecimientos de Italia en los años 19201945, en los que se centra el discurso, rehúyen una visión localista para asumir aliento europeo, en el que se destaca la doble primacía de la península itálica en el frente del fascismo y en el del antifascismo. Pero lo que de verdad cuenta es que ese cuadro de conjunto así esbozado llega a componer en una reconstrucción relativamente equilibrada el catálogo, de lo más dispar, de las víctimas de la deportación, sin descuidar a nadie pero sin quitar a los judíos el papel destacado al que, por desgracia, la historia les había destinado.
El clima de la época y el duro trabajo de limadura, ejecutado por distintas manos, se deja notar indudablemente, pero no hasta el extremo de distorsionar el pensamiento del autor. Tal vez fuera por esa razón por lo que, al final, de un escrito de por sí tan breve solo acabaron por exponerse en el monumento conmemorativo italiano de Auschwitz las últimas líneas: pero esa lápida dirigía al visitante una admonición que, truncada su conexión con los párrafos que la precedían, resultaba carente de significado preciso.
Cómo contar la verdad
Hemos mencionado varias veces esa carta, pero sin referir al completo la firma con la que la joven remitente quiso identificarse ante «Specchio dei tempi», la sección del periódico La Stampa dedicado a la vida piamontesa. Es el momento de llenar esa laguna. Esto es lo que podemos leer al pie de su escrito: «La hija de un fascista que quisiera saber la verdad». En su respuesta, unos días más tarde, Primo Levi demostró que lo que más le había impactado había sido esa última palabra, y así quiso comentarlo: «Hay hambre de la verdad, a pesar de todo: la verdad, por lo tanto, no ha de ocultarse».
No cabía duda: los campos de concentración se habían convertido por encima de todo en un problema de la verdad, que había de ser tratado como tal. Levi no vaciló en responder, a propósito de la exposición sobre el exterminio a la que se refería su interlocutor: «No, señorita, no hay manera de poner en duda la veracidad de esas imágenes». Y se apresuró a presentar pruebas concretas, las más útiles para apoyar sus certezas: antes de nada «los restos de esos tristes lugares»; luego las decenas de «testigos oculares» presentes incluso en una ciudad como Turín —¡qué restrictiva suena hoy esa definición, como si fueran solo los ojos los que hablaran!—. Y además, el «vacío que han dejado» los miles de personas «que acabaron confundidos en esos montones de huesos»: una ausencia-presencia, en definitiva, no es menos concreta que todo lo demás. Hasta concluir que la exposición del Palazzo Carignano estaba allí para «demostrar», como se hace con un teorema o con cualquier tema complejo, el verdadero corazón del problema: en este caso concreto —y aquí nos encontramos con otra de las innumerables caras de los campos— «qué clase de reservas de ferocidad yacen en el fondo del espíritu humano, y qué clase de peligros amenazan, hoy como ayer, a nuestra civilización».
En la respuesta del deportado-escritor, por lo tanto, parecía saltar por fin la chispa del posible encuentro entre el «hambre de verdad» de todos aquellos a quienes representaba la muchacha y, en la otra orilla, la urgencia de quienes se habían sentido impulsados por la obligación moral de contar no tanto y no solo su propia historia, sino más bien esa historia. Quedaba por resolver otra cuestión que no era baladí: ¿cómo contar esa historia?
Para responder, Levi no había esperado desde luego a 1959 —el año de la exposición y de la carta—. Como sabemos, ya había discurrido brillantemente a tal propósito más de diez años antes; con todo, puede resultar útil bucear de nuevo en los escritos publicados en este libro para realizar algún descubrimiento más sobre su trabajo de creación y escritura.
Empecemos por Deportación y exterminio de los judíos. Estamos en 1961. Ese año, Levi fue invitado a Bolonia, en el marco de una serie de conferencias sobre la historia del antifascismo italiano, para aportar, junto con otros, su propio testimonio. Fue el 13 de marzo cuando intervino en el Teatro Municipal, después de la conferencia pronunciada por el orador principal de la velada: Enzo Enriques Agnoletti, que había hablado de El nazismo y las leyes raciales en Italia.28 Al tratarse de un testimonio, lo natural era esperar un relato de experiencias vividas; y el interesado no decepcionó desde luego las expectativas de los oyentes: «Cuando se proclamaron las leyes raciales yo tenía diecinueve años. Estaba matriculado en el primer año de Química en Turín». A partir de aquí, sin embargo, Levi escogió una senda muy alejada de lo trivial para conducir su razonamiento (y hay que recordar que los relatos autobiográficos de El sistema periódico estaban aún por llegar).
En Deportación y exterminio de los judíos Levi recorre el obligado itinerario desde la promulgación de las leyes raciales hasta la liberación de Auschwitz, pero lo recita ampliando y restringiendo la visual narrativa según cada momento: con palabras precisas y acortadas, con un ritmo apremiante dominado a la perfección. Pocos adverbios, sin digresiones (el único inciso atañe a las dificultades de comunicación lingüística a las que «se debe la alta tasa de mortalidad de griegos, franceses e italianos»), adjetivos reducidos al mínimo: nada más que información, cifras, descripciones, nombres, juicios secos incrustadas a menudo en los verbos de acción, en la exactitud frugal de los sustantivos. Alusiones esenciales a la psicología del campo de concentración: de las víctimas, de los carceleros. Reflexiones arraigadas en hechos concretos, para ayudar al oyente a situar las vicisitudes personales del protagonista en los diferentes contextos que va cruzando con el tiempo: para introducir comparaciones, para responder a preguntas pormenorizadas. El resultado fue un texto de pocas páginas, en efecto —un compendio de Si esto es un hombre, con el prólogo de algunos relatos en embrión del futuro El sistema periódico— pero dotado de una integridad propia capaz de transmitir al público de Bolonia el panorama general de los campos de exterminio, e impresiones y juicios sobre cuestiones importantes, y sentimientos subjetivos; y mucho más. Del autor de Si esto es un hombre cabía esperar una prueba de comunicación semejante. Pero lo que más impresiona al lector, incluso a un lector que conozca a fondo la obra de Levi, es llegar a la última línea con la sensación de haber leído algo nuevo.
Una experiencia análoga, si bien en menor escala, nos la ofrece otro texto corto, esta vez de 1966: el ya citado La deportación de los judíos. El título podría hacer pensar en una enésima repetición, pero sin embargo no es así. En cuanto a la trama, se apoya una vez más en una secuencia cronológica de acontecimientos vividos en primera persona, escogidos sin embargo en pequeña cantidad, tres en total: el 8 de septiembre de 1943, la detención que trunca al nacer la aventura partisana, el encarcelamiento en Monowitz. La narración cae a su nivel mínimo, porque el verdadero tema es otro: la diferencia entre las «condiciones de cero» de los deportados judíos (así reza su síntesis fulminante) y las de los demás, los militares, los políticos y así sucesivamente.
El último ejemplo es quizá el más elocuente. Aquel tren hacia Auschwitz, escrito en 1979, recorre en dos páginas escasas el mismo itinerario de siempre, enmarcado entre las persecuciones del 38 y el año de prisión. Pero es el contexto del artículo el que le confiere una particular originalidad e impregna de significados inusuales algunos pasajes. El texto está dirigido a Rosanna Benzi, afectada por la polio desde la infancia, y muy activa en el mundo de los marginados. Solo la comparación implícita entre las experiencias del deportado y las relacionadas con la discapacidad multiplica (por ejemplo) las implicaciones de la secuencia otro-extraño-enemigo, aquí referida no únicamente al campo, de manera que se sitúa en una perspectiva distinta ese «orgullo minoritario» que Levi afirma haber sentido después de la promulgación de las leyes contra los judíos. El momento más interesante del diálogo a distancia entre Levi y Benzi ha de buscarse, por el contrario, en las conclusiones. El autor escribe: la experiencia de la deportación le «marcó, pero no me arrebató las ganas de vivir: al contrario, me las acrecentó, porque ha conferido un propósito a mi vida, el de aportar testimonio, de modo que nada parecido vuelva a suceder nunca más. Ese es el objetivo al que tienden mis libros». Palabras que ya hemos escuchado, capaces aquí de alcanzar una resonancia nueva al aludir ya no solo a un deber, sino a un propósito y una razón para vivir, medidos con un metro sin precedente alguno: el de las fronteras impuestas por un pulmón de acero.
El tacto de las palabras
Son muchas las posibilidades expresivas que ofrece el sabio uso del relato en clave autobiográfica. Pero si las modulaciones siempre distintas aplicadas a una misma trama son el resultado de una cuidadosa elección, no puede dejar de serlo asimismo el recurso a esa trama. La ejemplaridad de la voz de Levi acarrea el riesgo de hacernos olvidar que tal elección no puede darse por descontada. En su caso, la predilección por el relato en primera persona estaba basada, sin duda, en buenas razones, coherentes con su manera de ver el mundo y de relacionarse con sus interlocutores. Veamos algunas: la referencia directa a su propia experiencia coloca sin duda al lector en condiciones de comprender más fácilmente y de aceptar con confianza realidades difíciles de aceptar para cualquiera; situarse a sí mismo en el centro de una red de relaciones individuales le ayudó a describir a los hombres uno por uno y a presentar no ya ideas abstractas, sino las formas en las que estas se encarnan en el comportamiento de cada persona, y las acciones que producen; reducir al mínimo la distancia entre el Levi narrador y el Levi personaje del relato contribuye a acortar también la brecha con los lectores, por ello particularmente dispuestos a tejer con el autor esos densos diálogos que tanto le importaban.
¿Qué decir, a estas alturas, de ese cliché tan generalizado según el cual la mayor parte de los textos de Levi sobre los campos de concentración son «relatos de memoria»? Que se trata de una trivialización que despista. Y el poner en duda esta etiqueta nos induce a platearnos otra pregunta: es decir, si atribuir con excesiva ligereza al Levi narrador de los campos la condición de «testigo» no nos lleva a subestimar los complejos problemas —afrontados por él, al contrario, con resultados que no dejan de sorprendernos— vinculados a dos itinerarios, que son diferentes y que han de distinguirse con meticulosidad.
El primer itinerario se dirige a la conquista de la verdad, o por lo menos al descubrimiento de fragmentos de verdad, que en su caso atañen a uno de los lugares más impenetrables de la historia. El segundo itinerario debe conseguir que esas verdades hallen un canal accesible para un público a menudo reacio a escuchar; y ello solo puede alcanzarse a través de un mayor cuidado de la expresión, de la escritura, comparable —como diría Marc Bloch— a la finura del lutier que se guía por la «sensibilidad del oído y de los dedos».29
«¿Habrá quien niegue acaso que existe un tacto de las palabras, como hay un tacto de la mano?», se pregunta el historiador francés en la misma página de la Apología de la historia, uno de los textos más esclarecedores sobre cómo pueden estudiarse y contarse los hechos humanos; y lo dice valiéndose de una inesperada asociación, que sin duda Levi habría apreciado. Tal como estaba en el carácter del escritor turinés —lo hemos visto leyendo los textos de Así fue Auschwitz y hemos tratado de mostrarlo en estas páginas—, el rigor crítico con el que el propio Bloch quería que se cribara, en el trabajo de investigación que precede a la escritura, cada testimonio para que llegara a ofrecer su pizca de verdad.
Vemos así cómo vuelve en los dos casos, además de la atención a la finura del relato, la centralidad del testimonio. Con una diferencia importante, sin embargo: que ante la prueba del campo de exterminio, palabras como «testigo» y «testimonio», precisamente, corren el riesgo de no sostenerse, de resultar poco adecuadas por ser demasiado débiles. Levi nos lo ha demostrado a propósito de palabras como «hambre», «frío», «cansancio»: el uso que hacemos de ellas en nuestra normalidad cotidiana las vuelve inadecuadas para la medida extrema de Auschwitz.
Si entonces queremos preguntarnos cuál es la palabra más adecuada para Primo Levi debemos remontarnos a los orígenes, a los textos más antiguos recogidos en este libro: el Informe escrito para los rusos, la Relación realizada para la comunidad judía de Turín, las testificaciones hechas con vistas al proceso contra Höss. En esos documentos hallamos la actividad de un hombre que no se limitó a registrar lo que vio —aunque fuera con el máximo cuidado y eficacia de estilo— sino que, en paralelo con el trabajo crítico sobre su propia memoria, no interrumpió ni un solo momento sus investigaciones sobre Auschwitz: interrogando a las personas, hechos, cosas (su análisis del Zyklon B), de acuerdo a un método que no por ser implícito resulta menos refinado. Es posible que las páginas de Así fue Auschwitz hayan llegado a trazar de forma novedosa el perfil de Primo Levi, un testigo y un escritor que «sabía su oficio», y también el de historiador.