Capítulo I
Los extraños sucesos de Zinderneuf

(Referidos por el mayor Henri de Beaujolais,
de los espahís, a George Lawrence, Esq., C. M. G.,
del Servicio Civil de Nigeria)

1

«El lugar estaba silencioso y alerta»

George Lawrence, miembro de la Orden de San Miguel y de San Jorge, Oficial de Distrito de primera clase del Servicio Civil de Su Majestad, estaba sentado junto a la puerta de su tienda, mirando a lo lejos la imagen que le ofrecía el desierto africano con ojos de profundo desagrado. No había belleza alguna ni en el paisaje ni en los ojos del hombre que lo contemplaba.

Un paisaje en el que solo había arena, piedras, espinosas hierbas de kerengia y matojos de tafasa, con sus tallos largos y amarillos, con largas y delgadas vainas que se asemejaban a las de las habas; todo ello acompañado por pequeños grupos de tumpafia, una planta común que resultaba desagradable a la vista.

Los ojos del oficial tenían el aspecto típico de los enfermos de ictericia. Todo era por causa del calor y el molesto polvo centroafricano, y gracias a la malaria y a la disentería, por no hablar de una comida incomible y un agua que estaba envenenada. Las continuas marchas en medio de aquel asfixiante calor tampoco ayudaban.

La debilidad que Lawrence sentía en su cuerpo se le sumaba al hecho de que su mente estaba en constante preocupación, de manera que ambas partes se encontraban en una simbiosis continua.

En primer lugar, estaba el ya más que antiguo problema de los que iban patrullando por Shuwa. En segundo lugar, existía el problema de los chiboks, crueles como nadie, y que aumentaban en número a gran velocidad; además de que sus hombres más jóvenes ya no les guardaban el respeto que merecían a sus mayores, todo por culpa de sir Garnet Wolseley1 y lo que sucedió hace muchísimo tiempo, después del combate de la colina de Chibok. En tercer lugar, el precio del grano había subido a seis chelines por saa2, lo cual hacía que el hambre fuera cada vez más amenazante. En cuarto lugar, la discordia reinaba entre los jeques de Shehu y Shuwa. Y, en quinto lugar, había una desagradable amenaza de viruela en todo el país —una sociedad secreta cuyo «secreto» no era otro que el que los súbditos que estaban protegidos por Su Majestad eligieran entre ser infectados por la viruela o comprarsen un amuleto a la sociedad—. Finalmente, existía una correspondencia muy áspera con los Muy Sabios —en concreto con los del Secretariado de la «Plaza Aiki» en Zungeru—, quienes, como de costumbre, se creían más listos que el encargado del puesto y le obligaban a hacer cosas que rozaban lo imposible y lo desastroso.

Y, además, sobre todo, soplaba el harmatán y traía todo el polvo del Sahara desde centenares de millas. Llegaba hasta el mar, y no en forma de tormenta de arena, sino más bien a través de un polvo que podía llegar a ser tan fino como la harina, hasta el punto de que se metía por los ojos, la nariz, la garganta, e incluso, por cada poro de la piel. Se metía también en los cierres de las armas de fuego y en las ruedecillas de los relojes y de las cámaras fotográficas. Además de que estropeaba toda la comida, el agua y lo demás. Aquella manera de vivir no suponía más que una carga y una maldición.

La cosa podía ser peor para Lawrence, porque entre el lugar en que se encontraba y Kano mediaban treinta días de viaje pesado por desiertos, océanos de arena que llevaba el viento, extensiones de hierba seca y marjales en los que se hundía uno hasta el pecho. Por no hablar de cruzar ríos que no tenían ni puentes ni botes. Al final, Kano era desde donde salía el tren que le llevaba a uno de regreso a la patria, y lo único a lo que se agarraba George Lawrence para mantenerse en pie era el hecho de que solamente le faltase un mes para salir de África.

Desde aquella maravillosa y romántica Ciudad Roja de Kano, que estaba junto a Tombuctú, el tren lo llevaría en un viaje de tres días entre el polvo hasta un lugar lleno de desperdicios llamado Lagos y al golfo de Benin, en la costa del África Occidental. Allí se embarcaría en el Apparn, saludaría a su jefe, el capitán Harrison, y se tumbaría en uno de los sillones de la cubierta. Y entonces sentiría el alivio que experimentan las personas que, tras un fatigado viaje, consiguen dirigirse a su hogar.

Mientras tanto, George Lawrence estaba constantemente de mal humor debido a sus preocupaciones, sus deseos frustrados, la ansiedad, las moscas, los mosquitos, el polvo, la fatiga, la fiebre, la disentería y la malaria. Todo ello llevaba a un estado de depresión que venía de una vida que resultaba monótona, fatigante y solitaria.

Y no había nada peor que eso, la soledad.

2

Pero a su debido tiempo, George Lawrence llegó a Kano y a la Puerta Nassarawa, en East Wall, que conducía a la segregación europea. Esperó allí durante un par de días la llegada del tren que lo llevaría a Lagos. Aquellos días se entretuvo recorriendo la maravillosa ciudad de Haussa, visitando el mercado y explorando las siete millas cuadradas de calles con sus casas de barro y sus vigas hechas con palmeras dum, que eran a prueba de hormigas. Observaba el ir y venir de una gran variedad de negros y morenos por las trece grandes puertas y en las enormes murallas de tierra; mientras les devolvía con cortesía el saludo a los hausas: Sanu! Sanu! Él era para ellos un ejemplar de esos hombres de raza blanca que ellos llaman batum.

Se dedicaba a comparar el valor de las caravanas de sal3 o de nueces con las antiguas de los esclavos que los blancos creían haber suprimido recientemente. Se pasó un largo rato con los tuaregs que trabajaban de camelleros y que le invitaban a comprar o a alquilar alguno de sus animales; tal vez algún raro y valioso ejemplar de variedad pardo-rojiza, que era estimada por su velocidad y resistencia.

Finalmente fue al andén de la estación de Kano. Imagínese el lector un andén y una estación en Kano, un antiguo, misterioso y gigantesco emporio del África Central, con enormes muros de once millas de largo, con cien mil habitantes indígenas y veinte hombres blancos. Kano, que se encuentra a ochocientas millas del mar, cerca de la frontera de Nigeria del norte, que linda con el Territorio Militar francés que está en el Sahara. Kano, de donde parten las rutas de las caravanas para el lago Chad hacia el nordeste y para Tombuctú, que se encuentra al noroeste. Fue en aquel increíble andén donde George Lawrence salió de la apatía que llevaba consigo gracias a la agradable sorpresa que le dio un antiguo amigo suyo, el mayor Henri de Beaujolais, jefe de los espahís4, que era algo así como un oficial de estado mayor en el Sudán francés5.

Lawrence había estado con De Beaujolais en Ainger’s House, en Eton; y los dos amigos se habían encontrado por casualidad en el Ferrocarril del Norte de Nigeria; en los buques de la empresa Elder, en Dempster; en Lord’s; en Longchamps, en Auteuil; y una o dos veces en casa de una amiga a la que ambos admiraban, lady Brandon, en Brandon Abbas, Devonshire.

Lawrence sentía mucho respeto y simpatía por De Beaujolais, lo consideraba un militar francés de los pies a la cabeza: distinguido, enérgico, vigoroso y resistente, un deportista completo y todo un gentleman inglés. Con mucha frecuencia le había dirigido aquel cumplido tan típico de los ingleses: «En verdad no parece usted francés, Jolly, podría pasar perfectamente por un inglés». De Beaujolais recibía aquel halago con orgullo debido al hecho de que su madre fue una Cary de Devonshire.

Aunque el oficial de los espahís llevaba barba cerrada e iba vestido con un traje caqui —que según Lawrence, le sentaba muy mal— y tenía el rostro parcialmente oculto por un casco alto, blanco y muy feo, y de que su aspecto era completamente francés, contrario al de su amigo, completamente inglés, no se arrojó dando un grito de alegría en brazos de su querido amigo George, ni tampoco le besó en ambas mejillas ni le dirigió ninguno de los pintorescos apelativos que se podían esperar en aquel caso.

Se limitaron a estrecharse con fuerza las manos. Bastó con un par de exclamaciones: «¿Qué hay, George?» y «¡Hola, Jolly!»; pero tanto la encantadora sonrisa de De Beaujolais como la alegre mueca de Lawrence reflejaban lo contentos que se sentían ambos por verse de nuevo.

Y cuando los dos hombres estuvieron tendidos frente a frente en los largos asientos de un espacioso compartimiento y comentaron sus planes para pasar juntos la temporada de permiso —hacer algún crucero con sus yates, jugar al golf y cazar por los pantanos, y también pasear por los bulevares de París, ir a las carreras de caballos y, finalmente, a Montecarlo—, Lawrence comprendió que no tenía necesidad de hablar más, porque su amigo parecía estar deseando explicarle una historia, un misterio tan interesantísimo e incomprensible, que no tenía más remedio que relatarlo o morirse.

El tren abandonó la estación de Kano y su maravillosa mezcolanza de árabes, hausas, yorubas, kroos, egbas, bereberes, fulains, junto a variados tipos de nigerianos, que iban desde los sarkin, sheikh, shehu y matlaki, hasta los campesinos, camelleros, agricultores, pastores, tenderos, empleados, soldados, obreros de las minas de estaño y nómadas, con sus mujeres y piccins. Fue entonces cuando el francés empezó su historia.

Atravesaron Zaria, el empalme de Minna y Zungeru, así como también el puente de Jebba, sobre el Níger, a través de Ilorin, Oshogbo y el enorme Ibadan, en dirección al dilatado Abeokuta. Mientras tanto, De Beaujolais contaba su historia, aunque con breves intervalos durante los cuales Lawrence roncó sin disimulo. Pero cuando estaban pasando por Abeokuta, George Lawrence tuvo la mayor sorpresa de su vida. De repente aquella historia empezó a interesarle y pasó a ser todo oídos hasta que el tren llegó a Lagos.

Y mientras el Appam navegaba por el Atlántico, el francés seguía contando su historia, intentando desgranar su misterio, discutiéndolo y especulando acerca de él; volviendo siempre después de cada digresión. Y George Lawrence no podía dejar de atender, puesto que, indirectamente, tenía que ver con la mujer que siempre había amado.

Cuando los dos amigos se separaron en Londres, Lawrence siguió la historia por su cuenta y quiso desentrañarla hasta que regresó al lado de su amigo y pudo contarle el principio y el final de la misma.

3

Y así fue cómo Henri de Beaujolais empezó a contarle la historia a George Lawrence:

—Le aseguro, mi querido George, que lo que le voy a contar es lo más increíble e inexplicable que me ha ocurrido nunca. No puedo pensar en otra cosa, tengo que solucionar el misterio. Quizá usted pueda ayudarme. Haga uso de esa educación británica tan fría y metódica que ha recibido, seguro que lo conseguirá.

»Sí, usted será mi Sherlock Holmes y yo su pequeño Watson. Imagínese que soy el doctor y diríjase a mí como «mi querido Watson».

»No oirá usted otra cosa que no sea mi historia durante las próximas dos o tres semanas. Así que cuando acabe quiero que me dé su veredicto. Y sea rápido y conciso, amigo mío. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —replicó Lawrence—. Pero creo que lo mejor será que me cuente primero los hechos.

—Pues fue como sigue, mi querido Holmes… Como ya sabrá usted, estoy literalmente enterrado en vida en Tombuctú, que es donde tengo mi trabajo. Me siento de tal manera que ni ustedes ni los del Servicio Civil de Nigeria pueden hacerse la más remota idea. Ustedes viven en el extremo opuesto —si tienen hasta su propio Maiduguri Polo Club. ¡Uf!—. Sí, me siento como un muerto en vida en el puesto más avanzado del sur del Territorio Militar francés del Sahara, un lugar que comparado con el agujero fronterizo más feo y solitario de Argelia parecería el mismo Sidi-bel-Abbès, y Sidi-bel-Abbès como Argel, y Argel como París en África, un París semejante al propio paraíso de Dios en el Cielo.

»Separado de mi regimiento, lejos de un bulevar, de un café, de un club… En fin, lejos de todo aquello que pueda hacer que un hombre inteligente sea capaz de soportar esta vida; es como si estuviese encerrado en una maldita tumba…

—También sé lo que es eso —le interrumpió Lawrence intentando simpatizar con su amigo—. Pero siga contando lo de ese «oscuro misterio» del que habla.

—Veo levantarse y ponerse el sol; contemplo el cielo que está arriba y el desierto debajo de él; veo a los hombres que me acompañan entristecidos por la melancolía en el fuerte de barro, veo a senegaleses negros, y a la infantería montada en mulas blancas, unos pobres diablos a quienes les enseño lo que puedo. Aparte de todo eso, ¿qué más hay? ¿Ocurre acaso algo novedoso en todo el año?

—Voy a llorar dentro de un minuto a este paso —murmuró Lawrence—. ¿Y qué me dice del «oscuro misterio»?

—¿Que qué veo? —continuó el mayor haciendo caso omiso de la observación—. Un buitre. Un chacal. Un lagarto. Si estoy de suerte y Dios es bondadoso, una caravana de esclavos procedente del lago Chad. Una banda de tuaregs cubiertos con velo que son conducidos por un jefe bandido targui sediento de sangre de los odiados rumíes. Y yo los bendigo, incluso cuando empieza el fuego o doy la orden de ataque a mis espahís montados en mulas.

—Pues ese «oscuro misterio» del que habla seguro que ha tenido que ser un regalo de los dioses, mi querido Jolly —dijo Lawrence sonriendo mientras sacaba su petaca y se la ofrecía a su elocuente amigo, tendido frente a él en el asiento del lado opuesto del vagón del ferrocarril de Nigeria—. ¿De qué se trata?

—Un verdadero regalo de los dioses —contestó el francés—. Un regalo de Dios que vino para salvarme la vida. Pero tengo la sospecha de que fue a un precio muy alto. La muerte de tantos hombres valientes. Y una de esas muertes fue un cruel asesinato a sangre fría. El despiadado asesinato de un valiente suboficial a manos de uno de sus propios hombres, justo en la hora de la victoria. Uno de sus mismos hombres…, estoy seguro de ello. Pero ¿por qué? No ceso de preguntármelo día y noche. Y ahora se lo pregunto a usted, amigo mío. Me refiero al motivo por el que lo hizo. Enseguida le empezaré a contar todos los detalles y así podrá solucionar el problema. ¿Verdad, mi querido Holmes?

»¿Ha oído usted hablar de nuestro pequeño puesto de Zinderneuf, al norte de su Nigeria? Está lejos, muy lejos, al norte de Zinder, en la región de Air ¿no? Bueno, pues va usted a oír hablar de ello ahora; allí es donde ocurrió esta inexplicable tragedia.

»Imagíneme a mí en una horrible y calurosa mañana bostezando y solamente vestido con el pijama, con un café, en mi cama, mientras oía que desde el cuartel de legionarios llegaban gritos de «¡Café! ¡Café!» y llevaban una jarra de una cama a otra, mientras se despertaban todos y se preparaban para otro día infernal. Me encendía un cigarrillo —Caporal, un tabaco infame—, cuando llegó corriendo mi asistente diciéndome no sé qué acerca de un goum6 árabe que se estaba muriendo sobre un camello moribundo. Esos tunantes siempre se mueren de fatiga en cuanto han tenido que correr algunas millas. El árabe venía de Zinderneuf y gritaba algo de que allí había que si asedios, que si matanzas, que si luchas, que si asesinatos, que si muertes repentinas… Al parecer todos estaban muertos o esperaban que los matasen. Parecía ser que los cornetas iban de un lado a otro llamando para el ataque, es decir, armando un alboroto tremendo.

«¿Y es el camello que está moribundo el que arma ese escándalo?», pregunté mientras me ponía el cinturón y las botas para salir a la puerta y gritándole a mis compañeros: «¡A las armas! ¡A las armas!». Habría deseado con toda mi alma que fueran mis espahís.

«No, mayor —declaró el asistente—, es el goum, que se muere de fatiga sobre el camello moribundo».

«Pues en tal caso ordénale que no se muera hasta que no le haya interrogado —le ordené mientras cargaba mi revólver—. Y dile también al sargento mayor que nueve minutos después de que grite: “¡A las armas!”, deberá salir la vanguardia de la Legión Extranjera montada en camellos y con los uniformes de campaña de África. Los demás irán en mulas».

»Le resultará familiar esto, mi querido amigo. Seguro que a los hausas de la Fuerza de la Frontera del Oeste de África les habrá hecho usted salir con la misma rapidez en algún momento.

—No exactamente igual, pero sí de un modo parecido. Siempre con educación —murmuró Lawrence.

—El susodicho goum continuaba moribundo en el camello cuando salí por la puerta para verlo. Nos dijo que dos días antes, desde la plataforma de vigía del fuerte de Zinderneuf, había sido divisado un numeroso grupo de tuaregs. El suboficial que estaba al mando del fuerte desde la lamentable muerte del capitán Renouf hizo que el goum montara en el camello mehari más veloz que encontrase y le dio la orden de que no se dejara coger por los tuaregs si estos cercaban el fuerte, intentando abrirse paso y echar a correr a toda velocidad en busca de ayuda. La situación tenía muy mala pinta. Si los tuaregs pasaban de largo junto al fuerte después de disparar unos cuantos tiros, tan solo para distraerse, supongo que él tendría que seguirles, ver cómo se alejaban de aquella comarca durante uno o dos días y tratar de averiguar en qué consistía su expedición.

»Pues bien, se alejó el goum y se situó a lo lejos, en una colina de arena. Vio cómo los tuaregs se dirigían hacia el oasis y se replegaba allí con sus camellos entre las palmeras. Aquello era una señal evidente de que iban a empezar un asedio. Vio que habían rodeado el fuerte y que estaban tomando posición entre las colinas de arena y haciendo pequeñas trincheras, además de encaramarse a las palmeras y practicar el tiro. Decidió que ya era hora de marcharse. Según sus cálculos formaban una fuerza de diez mil rifles, de modo que calculé que en realidad habría por lo menos quinientos enemigos que podían ser peligrosos. Pero, en fin, sea como sea, el goum dio media vuelta y echó a correr día y noche en busca de ayuda.

»Aquello me recordaba los poemas de «Cómo llevamos las buenas noticias de Aquisgrán a Gante»7 y «La cabalgata de Paul Revere»8. Decidí bautizar al goum con el nombre de Paul Revere y a su camello con el nombre de Roland9. Oí su historia y le prometí recompensarle por su audacia. Entonces decidimos emprender rápidamente el camino hacia Zinderneuf. Y debe saber, amigo mío, que, a nosotros, los de la División Africana del Diecinueve, apenas se nos ve avanzar cuando pasamos.

—Bueno, no exagere, estoy seguro de que sí se les ve, no creo que vayan tan lentos —replicó Lawrence intentando ser cortés—, y menos con camellos y todo eso. Es usted demasiado modesto —añadió.

—Al contrario, íbamos tan rápido que levantamos demasiado polvo y piedrecillas como para que nos viesen. Como una bala, vamos. Es usted muy bromista —replicó De Beaujolais.

—No se crea —murmuró el inglés.

—En fin, que me alejé con la vanguardia en camellos meharis, seguido de un escuadrón que iba en mulas; y una compañía de senegaleses recorrería cincuenta kilómetros a pie por día hasta llegar a Zinderneuf. Sí, me siento muy orgulloso del tiempo récord que hicimos entre Tokotu y Zinderneuf. Cuando llegué me adelanté un poco para ver si oía disparos o el sonido de alguna corneta.

»Pero no oí nada, y al llegar a lo alto de una loma me encontré al instante con el fuerte en una llanura que estaba desierta y cerca de un pequeño oasis.

»Allí no había señales ni de combate, ni de tuaregs, ni de batalla, ni de ningún asedio al fuerte. Y tampoco vi ni ruinas ni cuerpos mutilados por ningún lado. La bandera tricolor ondeaba alegremente en el asta y el fuerte tenía un aspecto absolutamente normal. Era un conjunto cuadrado y gris, de muros altos y gruesos, de barro, con almenas, torres en las esquinas y una plataforma o terraza muy alta que permitía divisar una amplia extensión. No había nada anormal. Parecía que el pabellón había sido bien defendido. Agité el quepis por encima de mi cabeza y grité para expresar toda mi alegría.

»Es posible que mentalmente empezase a redactar mi informe allí mismo. Ya me veía haciendo gala de lo rápida que mi pequeña fuerza había sido, de cómo había mantenido las gloriosas tradiciones de la División Africana del Diecinueve. Ya me veía alabando como era debido al suboficial al mando Zinderneuf, sin olvidar a Paul Revere y su Roland. No había duda de que sabían que la ayuda estaba en camino y que, estuviesen lejos o no los tuaregs, había pasado el peligro y el pabellón estaba seguro. Yo, Henri de Beaujolais, de los espahís, había acudido al rescate. Disparé mi revólver al aire por lo menos media docena de veces debido al entusiasmo. Fue entonces cuando noté un hecho extraño. La plataforma superior que había en lo alto de la larga escalera estaba desocupada por completo.

»Era raro, muy raro. Increíblemente extraño. Además, se sabía que muchas bandas de tuaregs recorrían la región. Una de ellas acababa de ser abatida, pero podían reanudar el ataque en cualquier momento. No es que fuese precisamente a darle la enhorabuena al suboficial por la calidad de su vigilancia. Aunque fuera un novato en el cargo, no había excusa. Cualquiera diría que lo mismo que se ha olvidado de poner a alguien vigía en la plataforma, se habría olvidado también de ponerse las botas.

»¡Vaya panorama! ¡Dios! ¡Y en tiempos de guerra! O sea, me acerco al fuerte y a plena luz del día, e incluso empiezo a lanzar disparos, pero nadie parece haberse percatado de ello siquiera. Lo mismo daría que yo fuese la nación entera de los tuaregs o todo el Ejército alemán.

»No, no había duda de que allí ocurría algo raro, a pesar de que todo pareciese normal y de que la bandera siguiese ondeando. Me apresuré a sacar de mi estuche los gemelos de campaña para ver si me revelaban algo que no hubiese advertido a simple vista.

»Mientras me detenía y esperaba a que mi camello se calmara para mirar por los gemelos, me pregunté si todo aquello no sería tal vez una emboscada.

»Quizás los árabes se habían apoderado de la plaza, habían acuchillado a los defensores y, vistiéndose luego con sus uniformes, lo limpiaron y ordenaron todo. Dejarían la bandera en su mástil y estarían esperando a que las fuerzas de rescate se acercaran inocentemente para, acto seguido, encontrarse de frente con sus fusiles. Esto era posible, aunque resultaba completamente inverosímil en el caso de los tuaregs. Ya sabe usted cuál es su sistema cuando se han apoderado de un puesto o de un destacamento. Son unos luchadores fieros. Y en cuanto me fijé en los muros con mis gemelos enseguida deseché esa idea.

»Se veían en las troneras rostros de europeos bronceados y con barba que obviamente no eran árabes.

»Y, sin embargo, todo aquello me seguía pareciendo muy raro. En cada una de las troneras del parapeto —cuya altura llegaba al pecho— y alrededor de la plataforma y la azotea había un soldado mirando a lo lejos, hacia el desierto. Muchos de ellos apuntaban también con sus fusiles, algunos de ellos dirigidos hacia mí. ¿Por qué? No había ningún enemigo por los alrededores. ¿Por qué no dormían y descansaban tras la victoria mientras los centinelas vigilaban desde lo alto del mirador? Más raro aún, ¿por qué no había ningún hombre allí arriba vigilando y, sin embargo, estaban todos en las troneras? Los divisaba desde mi camello y a un kilómetro de distancia de mí.

»¿Y por qué ninguno se movía ni llamaba al sargento para avisarle de que se estaba acercando un oficial francés? ¿Por qué ningún hombre bajaba desde la azotea para informar al comandante del fuerte?

»De todos modos, o aquel pequeño destacamento había tenido mucha suerte o el tiroteo de los árabes fue muy malo. Había demasiados hombres guarneciendo los muros. Además, estaban todos con el arma al hombro y, como dicen ustedes los ingleses, «presentes y correctos». Y eso, después de dos o tres días de combate.

»En cuanto dejé de mirar con los gemelos, me adelanté con el camello y llegué a la conclusión de que seguramente me estaban esperando y que el oficial que estaba al mando había tenido el capricho de mostrarse un poco fanfarrón, y no lo culpo por ello.

»Querría que yo me lo encontrase todo como antes del ataque de los árabes, con todos los hombres en sus puestos y todos los preparativos realizados. Sí, debía de ser eso. Sin duda alguna. Pero mientras seguía mirando el fuerte, dispararon dos tiros. ¡Ya me habían visto! ¡Por fin! Y parece ser que el soldado se alegró tanto que casi dispara contra mí.

»Y, sin embargo, nadie salía a la terraza. Estaba dispuesto a darle un buen tirón de orejas al suboficial. Y mientras pasaba por debajo de los árboles para acercarme a las puertas del fuerte, sonreía.

»Tardé mucho tiempo en volver a hacerlo.

»Entre las palmeras había numerosos charcos de sangre seca y ennegrecida donde seguramente muchos hombres habían caído heridos. De modo que, aunque la guarnición del fuerte estuviese intacta, sus asaltantes no corrieron la misma suerte y recibieron los disparos de fusil de mis compañeros como pago por sus pecados.

»Entonces salí de la sombra del oasis y me acerqué a la puerta.

»Hacían guardia media docena de hombres mirando por encima del muro superior, inclinados en las troneras del parapeto. El más cercano a mí era un hombre muy corpulento, con un gran bigote gris, por debajo del cual asomaba una corta pipa de madera. Llevaba el quepis inclinado de un modo raro, sobre un ojo, mientras me miraba con el otro, medio cerrado y burlón. Apuntaba a mi cabeza con su rifle.

»Al menos me alegré de que no fuese árabe. Parecía tratarse de algún viejo legionario, uno de esos rudos soldados aventureros. Aun así, me parecía una broma muy desagradable y de mal gusto que me estuviese apuntando con la boca de su rifle.

«¡Felicidades, hijos míos! —exclamé—. Francia y yo estamos orgullosos de saludaros». Y levanté mi quepis para celebrar su valor y la victoria.

»Ni uno solo de ellos me devolvió el saludo ni se movió. No vi que nadie levantara un solo dedo o parpadease. Me quedé atónito. Si esto se trataba de algún tipo de broma, resultaba inoportuna en aquel momento. «¿Acaso los de la Legión Extranjera no tenéis modales? ¡Que vaya uno de vosotros enseguida a llamar a vuestro oficial!». Pero tampoco se movió nadie.

»Entonces me dirigí particularmente a Bigote Gris: «Tú —dije señalándole—, ve enseguida a decirle a tu comandante que el mayor De Beaujolais, de los espahís, acaba de llegar de Tokotu con las fuerzas de rescate. Y hazme el favor de quitarte la pipa de la boca y guardar el debido respeto. ¿Me oyes?».

»En ese momento, amigo mío, no podía dejar de estar sorprendido, pero es que aún no conocía la desagradable verdad. ¿Por qué aquel individuo estaría allí quieto como una estatua, en silencio, inmóvil, como si estuviera lejos, como un dios egipcio esculpido en la pared de un templo, mirándome con aquellos ojos que parecían no verme?

»¿Por qué parecían estar todos quietos como estatuas? ¿Cuál sería la razón de que el fuerte estuviese tan absoluta y horriblemente silencioso? ¿Por qué nada se movía bajo la luz de aquel amanecer? ¿Qué explicación tendría aquel silencio, que era más propio de una tumba o de un osario? ¿Por qué no se movían?

»¿Dónde estaban los ruidos y el griterío que solía tener un puesto ocupado? ¿Cómo era posible que ningún centinela me viese desde lejos o diera en voz alta la noticia? ¿Por qué no hubo ruido alguno que indicara que se disponían a abrir la puerta? ¿Por qué esta no se abría? ¿Por qué no resonaba ninguna voz ni se oía un solo paso en todo el recinto? ¿A qué se debía que todos esos hombres pareciesen ignorar mi presencia, como si yo no fuese más que un escarabajo en la arena? ¿Dónde estaría su oficial?

»¿Era aquello una pesadilla en la que estaría condenado a rondar, privado de voz e invisible, por los alrededores de interminables muros esforzándome en llamar la atención de los que jamás se darían cuenta de mi presencia?

»Di una vuelta al fuerte sintiéndome como en un sueño. No podía dejar de mirar a aquellos hombres inmóviles, en absoluto silencio, y con los ojos fijos y sin parpadear. Lo vi claramente en uno al que el quepis se le había caído de la cabeza. Esta tenía un agujero en el centro de la frente. Estaba muerto y, no obstante, con el pecho y los codos apoyados en el parapeto y mirando fijamente, como si fuese a disparar en cualquier momento.

»Soy un poco corto de vista, como usted ya sabe, pero entonces comprendí la verdad… ¡Todos estaban muertos!

»Pocos minutos antes me había preguntado por qué no estarían durmiendo tras la victoria. En efecto, lo estaban.

»Sí, todos ellos. ¡Habían muerto en el campo del honor!

»Entonces, amigo mío, volví a donde Bigote Gris hacía su última guardia y, descubriéndome, le di mis disculpas mientras las lágrimas me inundaban los ojos. Sí, yo, Henri de Beaujolais, de los espahís, lloré; y no me avergüenzo de ello.

»Le dije: «Perdóname, amigo mío». ¿Qué habría dicho un inglés como usted en mi lugar?

—¿Qué le parece si tomamos un poco de té? —preguntó el señor George Lawrence inclinándose para alcanzar el cesto de la merienda que estaba debajo del asiento.

4

Tras un descanso para el té, De Beaujolais siguió contando su historia con entusiasmo. Mientras, en el lado opuesto del vagón, George Lawrence estaba tendido de espaldas con las manos puestas tras la cabeza y observando el humo que salía de su cigarrillo. Le prestaba toda su atención al relato del francés.

—Naturalmente, se me ocurrió —continuó— que debía de quedar alguien vivo. Alguien dio dos disparos cuando me vio llegar. Los cadáveres no podían haber tomado por sí mismos la posición que tenían. Por tanto, alguien tuvo que ponerlos y disponer sus rifles en la posición conveniente, alguien que evidentemente seguía con vida.

»Era también evidente que resultaba imposible que tras el tiroteo de los árabes hubiesen quedado en pie. Ya sabe que, nueve de cada diez veces, cuando un hombre en pie recibe un tiro, se tambalea y acaba cayéndose.

»Además, ¿y los heridos? En cualquier trifulca siempre había un mayor porcentaje de heridos que de muertos. Sí, debe de haber supervivientes heridos en mayor o menor gravedad, abajo, en el cuartel.

»Seguramente alguno de ellos estaba vigilando. Con toda probabilidad el comandante y los suboficiales habrían muerto.

»Aun así, aunque los heridos fuesen soldados de segunda fila, era de esperar que el jefe de cada puesto tomara las precauciones militares necesarias.

»En fin, esperaba resolver pronto el problema, pues mi tropa se acercaba junto a mi corneta. Me alegró observar que al sargento mayor se le ocurrió la misma idea de desplegar a sus hombres al observar el fuerte, a pesar de la bandera que ondeaba en el asta.

»Cuando mis hombres llegaron, mi corneta tocó llamada. Todos quedaron expectantes a que, tras cada nota de la corneta, se abrieran las puertas o que al menos alguien saliese corriendo hacia la azotea.

»Pero no se oyó sonido alguno ni hubo ningún movimiento. A pesar de que volvió a sonar la corneta, nada cambió en lo más mínimo.

«Quizás el último sobreviviente o los dos últimos estén heridos —pensé—. Quizás ninguno de ellos tenga la fuerza suficiente para salir de su cama. Alguno recibiría un tiro justo cuando ponía en pie los cadáveres y ahora estará herido por ahí o echado en la cama». Por esta razón le di la orden al corneta de que cesase de hacer ruido. Mandé llamar al «Jefe» —apodo con el que nos referíamos al sargento mayor— y le ordené que anudase cuerdas de camellos, cinchas, cinturones, riendas y todo aquello que sirviera para hacer una cuerda que algún hombre con agilidad usaría para encaramarse a alguna de las troneras desde el lomo de un camello, y que, de esta manera, consiguiera subirme.

»El sargento mayor es uno de los hombres más valientes e increíbles que he conocido en mi vida, teniendo entre sus distinciones la cruz y la medalla del valor que se ganó tras su actuación en el campo de batalla.

«Es una trampa, mi comandante —me dijo—. No se meta ahí dentro. Déjeme ir a mí». Estas palabras sonaron valientes, pero el extraño aspecto de aquel hombre me hizo comprender que, por mucho que no le temiese a nada en el mundo, en aquella ocasión estaba aterrado.

«Los muertos montan guardia, Jefe», le dije. Y algo me dice que se estremeció.

«Será una manera de ponernos sobre aviso, mi comandante» —me dijo—. Déjeme ir».

«Ninguno de los dos irá —dije—. Debemos seguir con valentía aquí, junto a nuestros hombres. Puede que sea una trampa, aunque tengo mis dudas. Mandaremos a un hombre ahí dentro. Si se trata de una trampa, lo sabremos dentro de dos minutos cuando las puertas se abran».

«Los muertos nos vigilan y nos escuchan», dijo el Jefe, que miró hacia arriba, se persignó y desvió la mirada.

«Mándame a ese maldito borracho de Rastignac», ordené, y el sargento mayor se alejó.

«¿Me permite ir a mí, mi comandante?», preguntó el corneta tras un saludo.

«Silencio», le contesté. El numerito de los vigilantes muertos ya estaba acabando con mis nervios. A la llegada del sargento mayor con una cuerda y el sinvergüenza de Rastignac —que estaría mejor entre los criminales convictos del Batallón Disciplinario—, le ordené que se encaramara a la azotea desde lo alto del camello.

«Yo no, oficial —contestó inmediatamente—. Si quiere, pégueme un tiro antes. Preferiría que me mandase al infierno. No me importará reunirme con los cadáveres; de todos modos, ya prácticamente lo soy».

«¡Desde luego que lo haré! —dije sacando el revólver—. Dirige tu camello hacia esa tubería que sobresale, ponte en pie encima del animal y agárrate a la cañería. Luego encarámate a esa tronera y baja para abrirnos las puertas».

«Yo no, oficial», repitió Rastignac. Levanté mi revólver y el sargento mayor le quitó el fusil a aquel hombre.

«¿Es que tienes le cafard?», pregunté, haciendo referencia a la locura del desierto que, a causa de la monotonía, del aburrimiento, de la tristeza y de las penalidades, ataca a los soldados europeos en aquellos puestos avanzados —especialmente a los bebedores de absenta—, haciéndoles actuar de manera muy rara: desde la insubordinación, el asesinato y el suicidio hasta bailar desnudos o figurarse que son lagartos, emperadores o incluso péndulos de reloj.

«Es que no me hace mucha gracia el entrar en un grupo de muertos que están montando guardia y empuñan armas», replicó aquel hombre.

«Por última vez, te ordeno que vayas», le insistí, apuntándole con el revólver entre los ojos.

«Pues vaya usted mismo, mayor», replicó Rastignac. Fue entonces cuando oprimí el gatillo del arma. ¿No cree usted que tenía mis razones, amigo mío?

—No lo sé —respondió Lawrence dejando escapar un bostezo.

»Se oyó un choque metálico. Rastignac sonrió. No sé si recuerda que le conté que había vaciado mi revólver cuando me acercaba al fuerte.

«Por hoy, te perdono. Te juzgará un consejo de guerra y te mandarán a los Batallones de África, servirás en las tropas disciplinarias —dije—. Tendrás tu lugar entre los Joyeux».

«Prefiero estar allí antes que entre estos centinelas, oficial», contestó. Le ordené al sargento mayor que le quitara la bayoneta y lo pusiese bajo arresto.

«Enséñale el camino a este cobarde», le dije al corneta. Y en un momento este saltó a la tubería, se agarró a ella y llegó al muro como todo un valiente.

«Lo mejor será que procedamos como si el fuerte estuviese en poder del enemigo hasta que las puertas se abran», le dije al sargento mayor. Y ambos retrocedimos para reunirnos con la tropa. Rastignac cumplió su papel de prisionero y lo pusimos bajo la vigilancia del cabo.

«Verás lo bien que nos lo vamos a pasar», dijo el cabo sonriendo y pasándose la lengua por los labios. Entonces nos dedicamos a mirar y esperar. Empecé a notar la extrañeza e intriga que nuestros hombres expresaban. Habría dado cualquier cosa por saber qué se le pasaba a cada uno por la cabeza sobre aquel increíble suceso. Se trataba de un fuerte completamente en silencio, con murallas llenas de hombres, con la bandera izada y a puerta cerrada. No había señal alguna por parte de aquella guarnición, que yacía inmóvil, mirando hacia el desierto y apuntando sus fusiles hacia nosotros y sin objetivo alguno.

»Continuaba la espera. Pasaron dos minutos, cinco seis, siete… ¿Qué significado tenía todo aquello? ¿De verdad se trataba de una trampa?

«No va a volver», exclamó Rastignac en voz alta, burlándose y echándose a reír. El cabo le acabó dando un puñetazo en la boca, para acto seguido decirle: «¿Es que quieres que te castigue y acabar tragando arena, amigo? Vuelve a hablar y verás».

»Tras diez minutos de nerviosismo, llamé por señas al sargento mayor. No podía más con aquel estado de ansiedad.

«Voy a entrar yo —dije—. No puedo mandar a otro hombre, aunque debería. Tome usted el mando. Si no he vuelto en diez minutos y ve que no ocurre nada, asalte el fuerte. Incendien las puertas y que una parte de sus hombres escalen las murallas mientras los demás atacan. Deje a la mitad de la fuerza en la reserva y bajo las órdenes del cabo».

«Déjeme ir a mí, comandante —suplicó el Jefe—. Ya que no quiere mandar a nadie para ir… O pruebe a pedir un voluntario. Es que imagínese que…».

«Silencio, Jefe —repliqué—. Voy yo». Y me dirigí hacia el fuerte. ¿No hice lo correcto, George?

—Ni idea —replicó George Lawrence.

—Recuerdo que cuando me dirigía al fuerte solo pude pensar en la mala fama que obtendría, tanto entre los vivos como entre los muertos, si fracasaba en mi ascenso. Tenía que reconocer que probablemente no sería capaz de subir como lo había hecho el corneta. Es muy triste cuando el cuerpo ya no se encuentra en las condiciones a las que aspira el alma y cuando la fuerza de los músculos no responde al valor del corazón.

»Pero, sorprendentemente, todo salió bien. Después de un balanceo cuando estaba suspendido en la tubería y tras haber buscado frenéticamente un punto en el que apoyar el pie, pude pasar una pierna por encima del borde y lograr encaramarme a una tronera.

»De repente me quedé paralizado, me vi trastornado e incapaz de creer lo que veían mis ojos.

»Allí estaban, como si estuviesen vivos aún, los hombres de la guarnición, todos dándome la espalda y con los rostros fijos en los enemigos que horas antes habían conseguido resistir, todos con los pies hundidos en los charcos de su propia sangre y como si nunca hubiesen cesado de vigilar. En esos momentos se me olvidó todo lo que podría encontrarme allí dentro, olvidé al corneta desaparecido, olvidé a la tropa que estaba fuera esperándome. Allí había algo más.

»En el suelo, tendido de espaldas y con la mirada fija en el sol, yacía el suboficial jefe del puesto, el grado que el Ejército francés llama adjudant, cuyo pecho había sido atravesado por una bayoneta, una de nuestras largas y estrechas bayonetas-espadas francesas de empuñadura curvada. Indudablemente no, no había muerto de un tiro, no tenía ninguna otra herida, sino que estaba allí mismo, con una bayoneta atravesándole el corazón.

—¿Qué le sugiere a usted todo esto, amigo mío?

—Suicidio —contestó Lawrence.

—Eso mismo pensé yo, hasta que me di cuenta de que en una mano tenía un revólver cargado con un cartucho vacío y una carta arrugada en la otra. ¿Cree que es posible que un hombre consiga atravesarse el corazón con una bayoneta para acto seguido tomar un revólver con una mano y una hoja de papel con la otra? No lo creo.

»¿Ha sido alguna vez testigo de un hombre que se atraviesa el corazón con una bayoneta? Puedo asegurarle que no se le ocurre buscar a tientas ninguna carta ni toma un revólver para usarlo después de eso. No. Por el contrario, se queda con los ojos muy abiertos, contiene la respiración y se pone a temblar. Se agarra a la empuñadura del arma con ambas manos, se tambalea, convulsiona y, finalmente, se desploma en el suelo. Además, ¿cree de verdad que alguien es capaz de suicidarse con una bayoneta cuando tiene un revólver a mano? ¿Suicidio? ¡Bah!

»No es extraño, por tanto, que me quedase con la boca abierta ante todo ello y no pudiera dejar de mirar con los ojos abiertos de par en par. ¡Ya ve, amigo! Un fuerte francés en mitad del Sahara que había sido sitiado por los árabes. Todos los hombres muertos en sus puestos. Los árabes derrotados. Las puertas cerradas y con los muertos dentro. Y uno de ellos perdió la vida por una bayoneta francesa, aunque empuñaba un revólver cargado.

»Pero ¿seguro que en el fuerte no consiguieron entrar los árabes? En ese caso, ¿qué había sido de mi corneta? ¿Estarían abajo los árabes esperando la oportunidad de coger desprevenidas a las fuerzas de rescate? ¿Es posible que cada aspillera ocultara alguno? ¿Estarían el cuartel, las habitaciones, los cobertizos y los lugares del recinto llenos de ellos?

»Resultaba absurdo y muy poco probable. ¿Por qué habrían matado al jefe del puesto con una bayoneta francesa? ¿No habría sido más probable que lo hubiesen destrozado con sus espadas y sus lanzas, mutilando a todos los cadáveres que había por allí? No parecía muy propio de los tuaregs salvajes que se les hubiese ocurrido aquella genuina trampa de colocar los cadáveres como si estuviesen vivos para tenderle una emboscada a las fuerzas de rescate. Jamás. ¡Ni hablar! Si los árabes hubiesen asaltado aquello, el lugar habría sido saqueado, lo habrían convertido en ruinas, estaría sucio y asqueroso, por todas partes se verían restos y pedazos de lo que alguna vez fueron hombres. No, aquello no parecía ser el proceder propio de los árabes.

»Estaba convencido de que había sido el muerto que tenía delante el que obligó a todos los centinelas del fuerte a seguir defendiéndolo, aun habiendo muerto en sus respectivos puestos. Era evidente, era un hombre. Un valeroso hombre lleno de recursos, indómito, sarcástico y con un humor un tanto macabro, de los que siempre hay en la Legión.

»A lo largo de todo aquel largo y horroroso día, a medida que iban cayendo cada uno de sus hombres, él los volvía a poner en su lugar, ya estuvieran heridos o muertos. Les colocaba su fusil y los disparaba él mismo para así engañar a los árabes, haciéndoles creer que todos los muros estaban siendo debidamente protegidos por más hombres de la guarnición. Me lo imagino yendo de un lado a otro, detrás de cada muerto, disparando su fusil. Incluso tocaría de vez en cuando la corneta que el soldado encargado de ello ya no pudo llevar más a sus labios, con la esperanza de que aquello guiara y agilizara la llegada de las fuerzas de rescate. Aquello les daría a los árabes la impresión y el miedo por la inminente llegada.

»No sería extraño que los árabes decidiesen entonces no asaltar aquel fuerte, viendo que desde cada muro era disparado algún fusil y con un hombre visible en cada tronera al que no podían abatir, o bien su lugar era inmediatamente ocupado por otro si conseguían derribarlo.

»Todas estas ideas pasaron por mi mente en pocos segundos. La sangre me hervía de pensar en lo que aquel hombre había hecho y en cómo murió justo en el momento de su mayor victoria: asesinado. Me vi como un privilegiado al poder agacharme y ponerle con profundo orgullo mi propia cruz, a pesar de que las lágrimas me impedían ver con claridad. Pensé en cómo a Francia le entusiasmaría la historia de aquel heroico hombre y su desbordante imaginación en su gloriosa batalla final, mientras todos sus ciudadanos reclamaban la sangre de su asesino.

»Tan solo un pobre suboficial de la Legión, pero también un héroe al que Francia debía honrar... ¡Y yo estaba deseando vengarlo!

»Todas estas eran mis ideas, amigo mío, cuando de repente descubrí la verdad. ¿Qué se le ocurre a usted?

—Que ya es hora de cenar —dijo George Lawrence, poniéndose de pie.

5

A la mañana siguiente, los compañeros se levantaron del lecho, con las caras sucias, despeinados, vestidos con el pijama y esperando a la próxima parada para bañarse y desayunar. De Beaujolais encendió un cigarrillo, se dio la vuelta y miró a su amigo con aquellos ojos pardos y brillantes que mostraban una gran preocupación.

—Dígame, George. ¿Quién le mató? ¿Y por qué?

—Tal vez el Viejo Marinero10 —contestó Lawrence dando un bostezo—. Pero continúe, Jolly.

—¿Cómo cree usted que fue asesinado el suboficial del fuerte?

—Tal vez le dieron un susto.

—Hable usted en serio, George. Necesito su ayuda. He de llegar hasta el fondo de este misterio. ¿Dónde nos quedamos anoche?

—¡Sabe Dios! Yo estaba dormido.

—Sí, ya lo recuerdo. Yo estaba en la azotea, poniendo mi cruz en el pecho del hombre más valiente que he encontrado. Una especie de general Gordon en miniatura. Aquel hombre había mantenido en pie el pabellón de su patria, igual que él estaba la bandera, ondeando. Esto me devolvió a la realidad.

»Me adelanté, saqué el revólver, lo cargué y me dirigí a la puerta. Cuando me disponía a descender al silencio reinante en la planta baja, se me ocurrió una idea. Observé, sucesivamente, a los centinelas. No. Cada uno de ellos tenía su propia bayoneta. No creo que ninguno de ellos hubiese asesinado a su oficial para luego dirigirse otra vez a su puesto y morir allí, quedándose de pie. De ser así, se habrían caído o se hubiesen quedado atravesados en la tronera. Empuñé mi arma y bajé las escaleras, esperando encontrarme algo, aunque ignoraba qué. Iba por aquella siniestra tranquilidad que se había tragado a mi corneta cuando… ¿Qué cree usted que encontré allí, amigo mío?

—No lo sé —contestó George Lawrence.

—Pues, nada. Nada en absoluto, y tampoco a nadie. Ni siquiera al hombre que disparó los dos tiros como bienvenida. Yo estaba convencido ya de que ningún árabe pudo haber entrado en el fuerte. Esto saltaba a la vista. El fuerte estaba tan cerrado como este puño y no había en él señal de ningún árabe. El cuartel estaba tan ordenado y limpio como cuando la dejaron los hombres al tomar las armas. Los equipos en los estantes, la vajilla en las alacenas, las escudillas y los sacos de aseo a la cabecera de las camas, y estas debidamente arregladas y en perfecto orden. Era evidente que hubo revisión de efectos personales antes de que el centinela de la azotea hubiese gritado: «¡A las armas! ¡A las armas! ¡Vienen los árabes!», y todos acudieran a sus respectivos puestos.

»No, no se había perdido nada, ni se percibía ningún detalle inusitado. El fuerte parecía haber quedado dispuesto para un relevo de la guarnición. Ningún árabe había escalado aquellos muros, ni tan siquiera tuvo ninguno la posibilidad de mirar por el agujero de la cerradura. Los almacenes estaban intactos. El arroz, las galletas, el pan, el café, el vino, todo estaba en su sitio.

—A excepción de un fusil —gruñó Lawrence.

—Usted lo ha dicho, amigo mío. ¿Dónde estaba el fusil de la bayoneta que tenía clavada en el pecho el oficial asesinado? Esto era lo que mi cabeza no podía parar de preguntarse. Y más viendo el hecho de que ningún enemigo había podido penetrar en el fuerte.

»¿Acaso alguno de aquellos cadáveres mató al suboficial con la bayoneta, volviendo luego a su puesto y arrojando el fusil al exterior? Eso era imposible.

»¿Tal vez un árabe que era hábil en arrojar armas blancas se había hecho con la bayoneta de alguna de nuestras expediciones? En tal caso, ¿se había podido aproximar lo suficiente como para arrojarla? ¿Y tuvo tanta suerte que atravesó justo el pecho del que estaba al mando?

—Es posible —dijo Lawrence.

—Así lo pensé yo por un momento —contestó De Beaujolais—; pero ¿por qué un hombre armado con un buen rifle abandonaría la seguridad del montículo de arena, la trinchera o la palmera, y se adelantaría a arrojar bayonetas? No me lo explico. Y entonces recordé que la bayoneta atravesó el pecho del suboficial en dirección ascendente, de delante hacia atrás. ¿Podía arrojarse así una bayoneta en un edificio tan amplio?

—Nos encontramos desorientados de nuevo.

—No, tuve que abandonar esta idea, porque era tan improbable como la teoría de que el suboficial hubiese sido asesinado por un cadáver. Y por eso, yendo en contra del sentido común, me incliné a pensar que fue asesinado con la bayoneta por alguno de sus propios hombres, el único superviviente, aquel que entonces desprendió el fusil del arma y huyó del fuerte. Pero ¿por qué? Esto podía explicar la muerte, pero entonces, ¿por qué el asesino no le pegó un tiro y esperó tranquilamente la llegada de las fuerzas de rescate?

»Naturalmente, lo lógico habría sido pensar que el suboficial murió de un balazo de los árabes, como todos los demás.

»En vez de huir hacia una muerte a causa del hambre y la sed, o acabar siendo torturado a manos de los árabes, ¿por qué no esperó el asesino? Seguramente se llevaría todo el mérito y los honores, y habría sido recompensado y ascendido por sus logros. Resultaba evidente que un hombre capaz de matar a su superior en un momento tan crítico —ya fuera por venganza o por el motivo personal que tuviese— sería capaz de darse cuenta de que lo recompensarían por ello gratamente. No tenía dudas de que ese hombre habría disparado a la cabeza de su jefe y luego lo habría puesto en una tronera, como a todos los demás. Y después podría aceptar las felicitaciones de las fuerzas de rescate por haber llevado a cabo un plan tan astuto para engañar y derrotar a los árabes. ¿No cree usted lo mismo, querido George?

—Yo lo habría hecho así —replicó Lawrence, rascándose la cabeza.

—Naturalmente; pero esta teoría se unió al resto de teorías equivocadas, es decir, la del cadáver que volvió a su puesto y la del árabe que sabía arrojar bayonetas desde grandes distancias. Recordé el revólver cargado que había en la mano del muerto y al que le faltaba una bala. Entonces me pregunté si un hombre encargado de la defensa de todo un bloque contra numerosos y fieros enemigos era capaz de perder el tiempo disparando con un revólver contra los árabes que estuviesen escondidos a doscientos o trescientos metros de distancia. ¿Sería capaz de hacerlo estando rodeado de cientos de cartuchos y teniendo una veintena de fusiles a mano? Desde luego que no.

»Era evidente que el revólver fue disparado contra alguien que estaba en el fuerte. Era un disparo a quemarropa, hecho contra el hombre que le asesinó. De esto se puede deducir que el asesino debió de ser uno de sus propios hombres y que había huido del fuerte, pero nuevamente me pregunté: ¿Por qué?

»¿Por qué no mató a su oficial de un tiro, como dije antes? No habría tenido necesidad de negarlo, porque a nadie se le habría ocurrido acusarlo de ello.

»Entonces, me vino otra idea a la cabeza: «Supongamos que algún sinvergüenza mató de un bayonetazo al jefe del puesto antes de que se diese la alarma o de que empezase el ataque y que luego organizase la defensa y muriese en su puesto con los demás».

»Esta persona lideró un motín en la guarnición, luego tomó el mando, murió de un tiro y alguien lo puso en su sitio correspondiente. Muy bien, pero, en tal caso, ¿quién puso en su sitio el último cadáver? No podía haberlo hecho solo, y esto era indudable, porque todos los cadáveres que había en la azotea fueron colocados en su sitio antes de que el rigor mortis apareciese en ellos. El único hombre que no estaba colocado como si estuviera vivo era uno que estaba tendido de espaldas. Era curioso el aspecto de aquel cuerpo tendido, con los ojos cerrados y las manos dobladas, pero no vi que me ofreciera ninguna pista. Quienquiera que se hubiese dedicado al espantoso trabajo de arreglar aquellos cadáveres se había olvidado del que estaba tendido, o quizás se disponía a ponerlo en pie cuando ocurrió la tragedia final, cualquiera que fuese.

»Tal vez el valiente suboficial se disponía a colocar también aquel cadáver cuando él mismo fue atacado. O, como ya he dicho, es posible que el oficial hubiese estado muerto durante todo el tiempo que duró la batalla o parte de ella, o que el único superviviente fue interrumpido en su tarea por una bala, antes de poder colocar a aquel último cadáver.

»Pero, en tal caso, ¿dónde estaba él? ¿Acaso fue el mismo hombre que disparó dos tiros en respuesta a los míos? Y, si es así, ¿qué había sido de él? ¿Y por qué disparó si deseaba esconderse o escapar?

»La cabeza me daba vueltas y creía que iba a volverme loco.

»Entonces me dije: «¡Valor, camarada! Sube tranquilamente a esta terrible azotea y procura fijar con claridad dos puntos esenciales. Primero: ¿Hay alguno de estos cadáveres en pie que, evidentemente, no haya sido arreglado y dispuesto en la posición debida? De existir alguno, ese será, sin duda, el que mató al oficial y, más tarde, fue asesinado por los árabes. Segundo: ¿Alguno de estos soldados ha muerto de un tiro de revólver a quemarropa? —Eso podía averiguarlo de un solo vistazo—. En tal caso, ese sería el hombre que mató a su oficial —que, sin embargo, vivió lo bastante como para llevar a su asesino a una tronera».

—¿Después de haber recibido un bayonetazo a través del corazón? —preguntó Lawrence.

—Esto mismo me dije —replicó De Beaujolais.

—Sea como sea —continuó—, estaba dispuesto a subir e indagar si algún hombre murió de un tiro de revólver y si alguno estaba apoyado de un modo natural en alguna tronera. Me volví para subir la escalera y entonces, George, me di cuenta de algo que me impresionó casi como el resto de cosas. ¿Dónde estaba mi corneta?

»Ya le había dado toda la vuelta a aquel lugar y en aquel momento recordé que no vi a ningún ser viviente ni tampoco oí cosa alguna.

«¡Corneta!¡Corneta!», grité. Me dirigí corriendo hacia la puerta que daba al patio, un recinto rodeado de altas murallas y propio para la formación.

«¡Corneta!», grité de nuevo y repetidas veces, hasta que me faltó la voz.

»Pero no oí el más pequeño ruido, ni percibí movimiento alguno.

»Entonces, sobrecogido casi por el pánico y alejando de mi mente toda idea, corrí hacia las puertas del recinto, levanté las pesadas trancas, descorrí los gruesos cerrojos, le di vuelta a la enorme llave y las abrí justo cuando llegaba el escuadrón montado en sus mulas y el sargento mayor estaba dando la orden de emprender el asalto.

»No era porque yo hubiese recordado de repente que había transcurrido ya el tiempo que yo mismo le dije, sino que tenía necesidad de ver de nuevo a un ser humano y de oír a alguien que estuviese vivo después de haber pasado un cuarto de hora solo en aquella Casa de la Muerte, aquel siniestro lugar de trágicos misterios. Y sentía un deseo urgente de...

—De almorzar —dijo Lawrence, justo cuando el tren empezaba a disminuir la marcha.

6

Después de bañarse y comer en condiciones, los dos compañeros de viaje decidieron sentarse y fumarse un cigarro. Y a pesar del ruido, del polvo, de un calor espantoso y del cansancio de tres días de encierro en un vagón de ferrocarril, por un momento se sintieron en paz con el mundo y guardaron silencio. Aunque duró muy poco, porque el gallardo sableador de los espahís era incapaz de estar mucho tiempo callado. Aquel asunto no paraba de darle vueltas a la cabeza.

—George, amigo mío —dijo interrumpiendo el silencio—, ¿cree usted en espíritus, fantasmas o diablos?

—Yo creo firmemente en el whisky, en el fantasma de un salario y en el diablo de la tentación. Los he visto yo mismo —contestó.

—Porque la única solución que mi sargento pudo ofrecerme era la de que…

«¡Espíritus! ¡Fantasmas! ¡Diablos!», murmuraba el suboficial. Era lo único que en apariencia podía decir. Teníamos un caso de asesinato con un cadáver, y un corneta que había desaparecido sin dejar rastro de él, su corneta y todo lo que llevaba encima.

»Como comprenderá usted, esto no ofrecía grandes esperanzas para que todo se aclarase, así que intenté examinar el asunto hasta el fondo.

«Sargento mayor Dufour —le dije—. Voy a exponerle varias teorías y usted se encargará de hallar los puntos débiles de cada una. Dígame también las que le resulten absurdas o ridículas. Sitúe centinelas a gran distancia y alrededor del fuerte y dele la orden a los hombres de que desmonten y den de beber a los camellos en el oasis. El sargento Lebaudy tomará el mando. Dígale que pueden encender hogueras y hacer sopa, pero que dentro de una hora todos los hombres deberán estar dispuestos para cavar fosas. Deberá informárseme inmediatamente cuando lleguen los exploradores montados en mulas con el teniente St. André. Este debe de llegar de Totoku con los senegaleses de un momento a otro. Infórmeme también de todo lo que ocurra mientras tanto. Si algún centinela da la alarma, todos entrarán inmediatamente en el fuerte, pero, de no ser así, no se les permitirá la entrada. Ponga usted un centinela en la puerta. En cuanto esté todo listo llámeme y examinaremos este asunto mientras Achmet nos hace café…». Y le di al buen muchacho una onza de chocolate y una copita de coñac de mi cantimplora. A ambos nos gustaba mucho aquel coñac.

»Mientras él fue a ocuparse de sus asuntos, yo permanecí en la azotea. Como me había quedado solo, prefería estar donde hubiese luz. Lo confieso francamente. No me preocupan los árabes, pero no me gustan nada ni los espíritus, ni los fantasmas, ni los diablos que cometen asesinatos y raptan a personas. Tal vez estaba algo nervioso, pero ¿qué quiere usted que haga?

»Había estado con fiebre, había viajado durante toda la noche y estaba muy cerca de sentir le cafard. La presencia de los centinelas muertos de los que ya le he hablado, el encontrarme a aquel hombre asesinado de un modo tan extraño, el hecho de que no encontrase a mi corneta… En fin, todo aquello me había dejado bastante impresionado.

»Mientras esperaba el regreso del sargento mayor, miré hacia el cadáver del suboficial. No podía evitar mirarlo con los ojos abiertos, y puedo asegurarle que el espectáculo no tenía nada de agradable. El cadáver estaba contraído por la rabia, el dolor y el odio. Hacía varias horas que estaba muerto y en la azotea empezaba a hacer mucho calor. Además, había moscas…, moscas…

»Como ya le digo, me quedé mirándole como si quisiera averiguar la verdad a través de él, obligarle a que sus labios me revelasen el secreto de aquel misterio, e incluso intenté hipnotizar aquellos ojos para que me mirasen y…, pero no, era él quien parecía hipnotizarme a mí, hasta el punto de que tuve que desviar la vista.

»Al hacerlo, observé al hombre que yacía a poca distancia. Sí, indudablemente alguien lo tendió en el suelo con cuidado, e incluso respeto. Le cerraron los ojos, le apoyaron la cabeza en un saco y le cruzaron las manos sobre el pecho. ¿Por qué recibió un trato tan diferente al de los demás?

»Además, aquel hombre tenía la cabeza descubierta. Era muy guapo de cara y fue el que me causó la primera revelación, confesándome la verdad de que tanto él como sus compañeros estaban muertos.

»Como le estoy diciendo, todos menos él tenían los rostros protegidos por la sombra de las viseras del quepis, mientras que él tenía la cabeza al descubierto y un tiro en mitad de la frente. Estaba muerto, hasta un cegato como yo podía darse cuenta. Miraba hacia arriba, de cara a la fuerte luz del sol que había en aquel momento. Incluso a mí me engañó al principio, pues parecía también que estuviese vivo.

»Mientras miraba los dos quepis que estaban en el suelo, observé algo particular.

»Uno de ellos había sido arrugado y destrozado desde dentro del forro, que había sido arrancado y sobresalía del hueco de la prenda, y la badana estaba vuelta del revés y hacia afuera. Era como si hubiesen querido sacar algo con violencia de la parte interior del quepis, tal vez algo que estuviese escondido dentro del forro.

»No, aquello no era debido al rebote de una bala. El hombre que estaba en pie a su lado fue herido, precisamente, por encima de la nariz y por debajo de la gorra, mientras que el otro que estaba tendido en el suelo recibió la herida en medio del pecho.

»Me pregunté qué significaba todo aquello. Un hombre que recibe un balazo que le atraviesa el cerebro no es capaz de quitarse la gorra y arrancar el forro. Por el contrario, recibe el tiro y posiblemente da una vuelta en torno a sí mismo y luego se cae de espaldas. Entonces estira los miembros, que tiemblan un poco, y luego se queda inmóvil para siempre. El gorro que se ajusta a la cabeza puede que se caiga o no cuando él se cae al suelo, pero indudablemente no se desgarra el forro ni tampoco se vuelve del revés la badana.

»Ya sé que a veces las balas hacen cosas extraordinarias, pero no sobre objetos a los que ni siquiera tocan. Estaba seguro de que aquella bala fue disparada desde una palmera y casi a la misma altura de la azotea, pero fuera como fuese, hirió al hombre por debajo de la visera. Por lo menos no había ningún agujero en el quepis. ¿A cuál de aquellos dos hombres le pertenecería aquella prenda?

»Si en aquel terrible lugar todo hubiese sido normal, con cada cadáver con su tiro correspondiente y en el suelo, no hay duda de que yo no me habría fijado en aquel gorro destrozado. Pero en este caso, puesto que todo resultaba inverosímil, cualquiera que lo viera se llenaría la cabeza de dudas y no dejaría de preguntarse qué sucedía, de modo que aquel hecho sin importancia resultaba de interés. Llamaba la atención entre todo aquello. Era un fenómeno más entre aquella multitud de fenómenos que se iban juntando. Como le vuelvo a decir, el forro de aquel gorro sobresalía, lo que sin duda indicaba que había sido arrancado; y recientemente, además, pues los hilos rotos que se veían estaban demasiado limpios. Volví la vista para mirar instintivamente al papel arrugado que tenía en la mano el suboficial muerto. Ignoro por qué relacioné ambas cosas en mi cabeza. Tal vez lo hicieron por sí mismas. Y me disponía ya a coger el papel de esa mano rígida cuando pensé que resultaría más conveniente hacerlo con el debido orden y con mucho cuidado. Por eso preferí no tocar ni hacer nada hasta que regresase el sargento mayor, porque así tendría un testigo.

»Puesto que yo me veía obligado a ejercer de fiscal, de juez de instrucción, de jurado, y tal vez hasta de quien se encargase de tomar venganza, era preciso hacerlo todo como se debía. El parte que diese acerca de aquel asunto tan inverosímil tendría también cierto valor.

»Pero, aunque no toqué el papel, lo contemplé y con gran sorpresa vi, aunque sabe Dios que mi mente ya no era capaz de sorprenderse mucho más, que estaba escrito en inglés.

»Lo que me faltaba, como si aquella cantidad de enigmas no fuese ya suficiente. Un papel que está escrito en inglés y en la mano de un oficial francés muerto en combate y en el corazón del Territorio Militar del Sahara.

—Tal vez aquel hombre era inglés —sugirió Lawrence—. He oído decir que hay algunos en la Legión.

—No —contestó inmediatamente su interlocutor—. Aquel tipo no lo era, no tenía duda de que era el típico francés del sur de Francia, un muchacho fornido, robusto, de fuertes mandíbulas, tal vez un provenzal. Seguramente los hay a millares como él en Marsella, Arlés, Nimes, Aviñón, Carcasona y Tarascón. Tenía pinta de ser el típico Tartarín11. Podría resultar ser belga; era posible que hubiese sido español o italiano, pero, con toda seguridad, no era inglés. Y menos todavía el otro cadáver que permanecía en pie, que por su piel aceitunada parecía italiano o siciliano.

—¿Y en cuanto al que estaba tendido de espaldas y con la cabeza descubierta? —preguntó Lawrence.

—¡Oh! Aquel era completamente distinto, porque podría tratarse perfectamente de un inglés. Y si me hubiesen preguntado acerca de su nacionalidad, habría contestado: «No hay duda de que es un hombre del norte y, probablemente, inglés». Habría quedado bien en cualquiera de estos retratos oficiales que hay en cada regimiento. Era el típico que las escuelas públicas y las universidades inglesas producen en masa.

»Lo que está usted pensando es, precisamente, lo que se me ocurrió a mí. Un papel escrito en inglés; un legionario de aspecto británico; su gorro cerca del hombre que tenía en la mano el papel arrugado; el forro del quepis arrancado. Todo aquello constituían posibles pistas y hacía que se me encendiera la bombilla. Estaba justamente intentando reconstruir la escena cuando oí que el sargento mayor subía la escalera.

»¿Acaso aquel inglés mató al suboficial mientras este extraía un documento oculto tras el forro del quepis del primero? Evidentemente no. La bayoneta del desgraciado estaba en la vaina y colgada de su costado, sin contar con que en caso de haber sido él el asesino, ¿cómo se colocó a sí mismo en la posición en la que se encontraba?

—¿No sería posible que lo hubiesen matado luego? —observó Lawrence.

—No, había sido colocado por alguien —contestó De Beaujolais—, y seguramente no se había colocado él solo. Además, tenía la cabeza descubierta. ¿Ha visto usted alguna vez que un hombre vaya con la cabeza descubierta por la tarde en el Sahara? Pero, a mi modo de ver, no era necesario preguntarse esto, puesto que con el asunto de la bayoneta ya era más que suficiente.

»¡Había una bayoneta de más de la que correspondía para el número de soldados que había!

»No. Paré de reconstruir la escena, nombré a este como asesino, no tenía razón alguna para elegir a ningún otro para que representara este papel. Entonces oí la voz de toro del sargento Lebaudy, que desde el oasis rugía: «¡Armen los pabellones!» y «¡Pongan los sacos terreros!»; y volví a examinar los hechos mientras el sargento mayor se acercaba y me saludaba.

«Sin novedad, mi comandante —dijo, y en el acto empezó a examinar los cadáveres—. Incluso tienen cigarrillos a medio fumar en la boca —murmuró—. A los caídos no se les permitió caer y a los muertos se les impidió morir. —Y añadió—: Pero, en nombre de Dios, ¿y Jean? ¿Dónde se habrá metido nuestro corneta?».

«Si es capaz de decírmelo, Jefe, le llenaré el quepis de monedas de veinte francos y, además, le daré la gran Cruz de la Legión de Honor», contesté.

»El sargento mayor blasfemó, se persignó y dijo: «Salgamos de aquí mientras podamos».

«¿Es usted el sargento mayor o una damisela?», le pregunté, como es corriente en tales circunstancias, aunque me impresionó que tuviese tanto miedo como yo. Cuanto más hablaba más furioso y poco razonable me sentía. Ya sabe usted cómo se turba el cerebro y se excitan los nervios en aquel maldito desierto, George.

—¡Ya lo creo! —replicó Lawrence—. Yo mismo estuve a punto de asesinar a un sirviente solo porque dejó caer un plato.

—Sí, con aquel calor infernal y con aquella vida cualquiera se vuelve loco. Pero me dominé y me avergoncé al ver que el buen muchacho se lo tomaba bien.

«¿Ha hecho su excelencia un registro completo?», preguntó con extrema cortesía, a modo de venganza.

«Pero, mi querido Jefe, ¿qué necesidad tenemos de buscar con tanta insistencia a un hombre vivo que está sano y salvo y en un lugar tan pequeño al que vino solo para abrir una puerta? Dios mío, supongo que tiene piernas y boca. ¿No cree usted que le veríamos si estuviera aquí?», pregunté.

«Tal vez le han asesinado», contestó.

«¿Quién? ¿Los escarabajos? ¿Los lagartos?», pregunté irónicamente.

»Se encogió de hombros y con dramático ademán me señaló al suboficial.

«Este de aquí no ha sido asesinado por los escarabajos y por los lagartos».

«Es verdad —contesté—. Y ahora vamos a reconstruir el crimen, pero antes, leeremos lo que dice este papel». Y le abrí la mano al muerto para tomar el papel. También encontré un sobre roto y sucio. Y ahora, querido George, prepárese, pues por muy inglés y por muy frío que sea, va a experimentar una pequeña conmoción.

Lawrence sonrió débilmente.

—Era un documento extraordinario —continuó De Beaujolais—. Ya se lo enseñaré cuando estemos a bordo. Pero decía algo parecido a esto: el sobre estaba dirigido al «jefe de policía de Scotland Yard o a quien pueda interesar». Y en el papel se leía: «Confesión. Importante. Urgente. Hagan el favor de publicarlo».

Con objeto de impedir que se sospeche de ningún inocente, confieso plena y libremente que fui yo, y solo yo, quien robó el gran zafiro conocido con el nombre del «Agua Azul» …

—¡Cómo! —exclamó George Lawrence, dando un salto—. ¿Qué me está contando? ¿Qué acaba de decir, De Beaujolais?

—¡Ah, querido George! —dijo el francés sonriendo muy satisfecho—. ¿Qué ha sido de su tranquilidad inglesa? Han bastado estas palabras para que se incorporase usted de su asiento. Parece que ya no bosteza.

George Lawrence se quedó mirando a su amigo con incredulidad y con los ojos y la boca muy abiertos.

—Pero esta piedra preciosa le pertenece a lady Brandon… ¿Cómo se explica? —balbuceó Lawrence volviendo a sentarse—. ¿Se propone bromear a mi costa?

—Tan solo le he dicho lo que estaba escrito en aquel papel, que le mostraré a usted en cuanto pueda sacar mi carpeta de documentos —contestó De Beaujolais.

—¡Dios mío! ¡lady Brandon! ¿Acaso está insinuando que el «Agua Azul» ha sido robado y que el ladrón se refugió en la Legión Extranjera o que fue a parar allí de un modo u otro? —preguntó Lawrence, recostándose en el lecho del vagón.

—Yo no insinúo nada. Lo único que pretendo es contarle mi historia, esta historia que hasta ahora no parecía interesarle mucho y que parece haber estado aburriéndole, querido George —contestó De Beaujolais, haciendo una maliciosa mueca.

George Lawrence dio media vuelta a sus pies para apoyarlos en el suelo e incorporarse de nuevo. Jamás su amigo había visto tan afectado a aquel inglés tan reservado, taciturno y poco susceptible de emocionarse.

—O no se explica usted bien, o no le comprendo —dijo—. ¿La piedra de lady Brandon? ¿De nuestra lady Brandon? ¿El «Agua Azul» que se nos permitía ver solo en determinadas ocasiones? ¡Robada! ¿La ha encontrado usted?

—No he encontrado nada, amigo mío. Nada más que una hoja de papel arrugada y manchada de sangre en la mano de un hombre muerto —contestó.

—¿Y con el nombre de lady Brandon en el papel? Esto es absurdo, amigo mío. ¡Y en pleno Sahara! ¿Y usted encontró…? ¿Con el nombre de ella allí? En fin, que no entiendo una palabra —exclamó Lawrence.

—Sí, amigo mío, comprenderá usted lo perplejo que me quedé al leer aquel papel manchado de sangre. Pero quizás no me sorprendió tanto como le sorprende a usted. Estoy seguro de que en aquellos momentos ni siquiera esto podría haberme sorprendido —dijo De Beaujolais.

Lawrence volvió a sentarse.

—Continúe usted, amigo —suplicó—. Le pido perdón por mi conducta. Haga el favor de decírmelo todo y luego discutiremos el asunto… Lady Brandon… El «Agua Azul» robado…

—No tiene por qué disculparse usted, mi querido George —le contestó sonriendo su amigo—. Sé que en ocasiones la historia le interesaba más bien poco y en otras incluso se aburría, pero esto solo ha servido para aumentar la ilusión que me hacía el darle una sorpresa en cuanto oyese usted el nombre de nuestra amiga en mitad de esta historia.

—Es usted muy astuto y tiene paciencia, Jolly —dijo Lawrence, completamente asombrado—, le felicito. Además, ha dado pruebas de ser un hombre extraordinariamente lógico. Apenas puedo creerle capaz de guardarse esto hasta el final. Ha ido contando su cuento de manera natural y con el debido orden hasta llegar al clímax de la historia, y entonces…

—¡Ajá! ¿Qué me dice usted ahora, George? —preguntó con ironía De Beaujolais—. Resulta increíble que un francés tan inconstante e impetuoso como yo pudiese hacerlo, ¿no es verdad? Pues todavía hay más, amigo mío, y todo llegará a su debido tiempo y siguiendo el orden correspondiente. Ahora viene otra sorpresa.

—Pues, por el amor de Dios, le ruego que desembuche usted enseguida. ¿Se trata de algo más sobre lady Brandon? —exclamó Lawrence extremadamente animado e interesado.

—Indirectamente, mi querido George. Porque aquel papel estaba firmado… ¿por quién diría usted? —preguntó el francés inclinándose hacia adelante, dando un golpecito en la rodilla de su amigo y mirando fijamente a su compañero.

Y tras el silencio que hubo tras aquellas palabras añadió:

—Pues por Michael Geste.

Lawrence se apoyó en un codo y se quedó mirando a su amigo con expresión de incredulidad.

—¿Por Michael Geste? ¿Por su sobrino? Supongo que no querrá usted hacerme creer que Michael Geste le robó el zafiro y luego fue a enrolarse en la Legión. ¡Beau Geste! ¡Vamos…! —dijo volviendo a tenderse.

—No he querido darle a entender todo eso, amigo mío. Tan solo le he dicho que el papel estaba firmado por Michael Geste.

—¿Acaso era el cadáver que tenía la cabeza al descubierto? Me parece que trata usted de engañarme.

—Ignoro quién era aquel hombre, George. Y, además, no trato de engañarle. Hace bastantes años vi en Brandon Abbas a dos o tres muchachos y a dos niñas, todos muy guapos. Aquel hombre podía haber sido uno de ellos; y en cuanto a la edad, seguramente debía tener la misma. Sin embargo, he de advertirle que tal vez aquel hombre no tenía nada que ver con el papel, y quizás tampoco ninguno de los que estaban en aquella azotea, a excepción del suboficial; quien, con toda seguridad, no era Michael Geste. En efecto, aparentaba tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años y, como ya le he dicho, no parecía ser inglés.

—Michael tendría ahora veinte años más o menos —dijo Lawrence—. Era el mayor de los sobrinos… Pero, mi querido Jolly, tenga usted en cuenta que los Geste no roban. Además, son sobrinos de lady Brandon. Voy a ponerme un poco de hielo en la cabeza.

—No sabe usted cuánto lo he necesitado yo durante las últimas semanas, George. ¿Y qué me dice usted del suboficial asesinado y del corneta desaparecido?

—¡Que se vayan al diablo los dos! —estalló Lawrence—. ¡Michael Geste…! ¡Lady Brandon...! Pero, perdóneme, amigo mío, termine su historia.

George Lawrence volvió a tenderse en el asiento y se quedó mirando al techo del vagón.

¡Lady Brandon! La única mujer en el mundo para él.

7

El tren seguía su camino hacia Lagos entre las tórridas tierras de la costa. Mientras, el mayor De Beaujolais, satisfecho por la sorpresa que había conseguido provocar, continuó contando su historia.

—Ya ve, querido George, el asombro en el que me encontraba tras todos estos desconcertantes y siniestros sucesos: teníamos un asesinato y un misterio que se volvían inexplicables.

»Fue entonces cuando el sargento mayor me preguntó: «¿Le importa que le pregunte lo que ponía en el papel, mi comandante?».

«Es la confesión de un ladrón que ha robado una famosa joya», contesté.

«¿Y quién era el ladrón?», preguntó.

«Ok, usted siga haciéndome preguntas, mi buen imbécil —le dije—. Pregúntame dónde está el corneta, pregúntame a quién le pertenece esa bayoneta, pregúntame quién colocó esos cadáveres para que pareciesen que estaban vivos, pregúntame quién disparó los dos tiros a nuestra llegada, hazme saber si estoy loco o simplemente soñando —le contesté, esforzándome en intentar recobrar el ánimo—. Ahora venga conmigo —le ordené—. Vamos a realizar una inspección de la parte baja, luego iremos a desayunar. Entonces podremos discutir tranquilamente sobre todo esto. Luego enterraremos a todos estos valientes y formaremos una escuadra con nuestra guarnición para regresar a Tokotu. Usted se quedará aquí al mando del fuerte hasta que recibamos nuevas órdenes o llegue un relevo».

»El sargento mayor pareció dudar de sus palabras y murmuró en voz baja: «¡Me va a dejar aquí… durante semanas enteras!».

»Dimos una vuelta por la planta baja y no conseguimos ver nada que nos llamase la atención, ni tampoco había la menor señal del corneta vivo o muerto. Parece que nadie más lo había visto desde que lo vimos encaramarse al parapeto.

»La situación ya se pasaba de surrealista, de manera que no tuve más remedio que aceptar la realidad.

»Qué bien, en aquel lugar los comandantes eran asesinados por gente que no existía. Los soldados se desvanecían como una columna de humo y las manos de los franceses muertos sujetaban cartas escritas por algún amigo en inglés. Muy bien, no quedaba más remedio que aceptarlo. Nosotros nos limitaríamos a cumplir con nuestro deber.

«Muy bien, ha llegado la hora de que intente pensar en todo lo que le voy a decir para que vea todas las posibles lagunas», le dije al sargento mayor cuando salíamos por la puerta. Me dirigí de camino al oasis, donde mi querido Achmet me tenía preparada la sopa y el café.

»No es necesario que le cuente todas las teorías que le conté al sargento mayor, querido George. Tampoco hizo falta que aquel me señalase lo absurdas que resultaban, saltaba inmediatamente a la vista que lo eran.

»Después de examinar todos los hechos escuetamente se podía deducir que un soldado que había desaparecido se llevó su rifle y dejó su bayoneta clavada en el pecho del suboficial, cuando podría haberle pegado un tiro y que lo premiaran por ello; por otro lado, mi corneta había desaparecido; y por último, que el suboficial muerto poseía una confesión, real o fingida, de que Michael Geste había robado el famoso zafiro de su tía.

»Esto era todo lo que sabía. Resultaba inútil elaborar teorías acerca del asesinato del suboficial, de la desaparición del corneta o de la confesión de Michael Geste y de cómo llegó hasta allí.

»No, no necesita saber acerca de todas esas teorías inútiles que no llegaban a explicar nada. Pero le interesará oír cómo fui sorprendido aquella noche, cuando descansaba de aquel largo día, por la amenaza de un motín militar.

—¡Caramba! —exclamó Lawrence volviéndose hacia su compañero.

—Así es. A las cuatro de la tarde le ordené al sargento mayor que formase a los hombres para que yo pudiese señalar a los que debían constituir la nueva guarnición de Zinderneuf.

»Contra su costumbre, el sargento mayor se quedó parado en vez de ir a cumplir inmediatamente la orden.

«¿Qué pasa?».

«Pues que habrá un poco de jaleo, mi comandante», balbuceó.

«¡Ya lo creo que lo habrá! —repliqué—. Y seré yo mismo el que lo arme en cuanto vea algo que no me guste. ¿Qué quiere usted decir?».

«Pues que el sargento Lebaudy dice que el cabo Brille dice que los hombres dicen…».

«¿Qué modo de hablar es ese? —grité—. Usted dice que él dice que ellos dicen… que ellas dicen… —repetí burlón—. ¡Calle, charlatán! —exclamé—. Estaré en esas puertas en diez segundos, y como vaya para allá y usted y esa panda de charlatanes no estén esperándome firmes…», y el pobre del sargento mayor se fue corriendo.

»Aquellas noticias me irritaron más de lo normal, en parte porque, subconscientemente, me esperaba algo por el estilo.

»¿Qué podía esperarme de aquella panda de ignorantes y supersticiosos? Que luego resultaban ser los más valientes entre los valientes enfrentándose a los hombres. Nadie podía igualarlos, cada uno de ellos era un héroe en el combate. Pero ¿qué pensarían de aquella Casa de la Muerte y sus vigilantes? Ese lugar en el que un soldado entró, pero no volvió a salir de él.

»Rastignac fue el que lo comenzó todo. Los demás notaron cómo prefería morir de manera instantánea antes que entrar en aquel sitio. Rastignac, el maldito, se suponía que tenía la valentía suficiente como para evitar ser juzgado por un consejo de guerra y que lo castigasen. Y él, sin embargo, era el que más miedo le tenía a aquel lugar. No hay nada tan contagioso como ese tipo de miedo.

»En fin, una dificultad más con la que lidiar.

»Si mis hombres no querían entrar en el fuerte de Zinderneuf, no entrarían en el fuerte de Zinderneuf. La cosa era así.

»Pero si la maldad de aquellos bandidos entraba en conflicto con la de Henri de Beaujolais, la cosa se ponía interesante. Si buscaban problemas, los encontrarían. Todo esto me lo decía con satisfacción mientras me ponía las botas y el cinturón.

«La acción es la acción, querido Henri —me dije—. Y esto era distinto a esas malditas teorías para intentar explicar lo inexplicable y para reconciliar lo irreconciliable».

»¡Bah! Ya les enseñaría yo a mis perritos a mostrar los dientes. Y montando en la mula me dirigí hacia el fuerte. Una vez allí le ordené a Dufour y a Lebaudy elegir una escuadra con los peores hombres, incluyendo a todos los criminales de la compañía. Estos se encargarían de guarnecer el fuerte de Zinderneuf; o sea, la tumba de aquellos valientes a quienes se impidió caer, a pesar de haber caído en combate.

»Cuando yo me acercaba, el sargento mayor Dufour les pidió a sus hombres que prestasen atención. Al instante se quedaron tan inmóviles como estatuas. La escuadra seleccionada se encontraba a la derecha; les dirigí un discurso elocuente, una especie de oración fúnebre en honor a aquellos valientes a quienes les íbamos a dar una sepultura militar, los últimos honores que Francia podía darles a quienes habían defendido su honor y su bandera.

»Las lágrimas llenaban mis ojos y se me apagó casi la voz cuando terminé, repitiendo:

Soldats de la Légion.

De la Légion Etrangére

N’ayant pas de nation

La France est votre mere.

»La nueva guarnición elegida recibió la orden: «¡En filas de cuatro! ¡Adelante! ¡En marcha!». De esta manera podrían dirigirse hacia el fuerte para comenzar sus nuevos deberes de sacar a los muertos para que pudiesen ser enterrados. Sin embargo, ellos hicieron una cosa completamente distinta.

»Dieron un paso hacia la derecha y, con una exactitud y precisión increíble, se inclinaron como si se tratasen de un solo hombre, dejaron los fusiles en el suelo, se levantaron a la vez y se quedaron firmes.

»El soldado que se encontraba en el extremo derecho, un veterano de cabello gris llamado Tonkin, que era de Madagascar, dio un paso adelante junto con Dahomey. Saludaron y con el rostro inmóvil Tonkin dijo: «Preferimos morir junto a Rastignac».

»Esto era un caso de desobediencia manifiesta y de insubordinación militar. En realidad, no me lo esperaba.

«¡Pero si Rastignac no va a morir! Por el contrario, seguirá viviendo muchos años en su batallón de castigo, al menos así lo espero. Vosotros, sin embargo, no sois más que ovejas cobardes que os habéis dejado guiar por él, y por esta razón vuestra suerte será mucho mejor. O morís ahora mismo o entráis en el fuerte de Zinderneuf y cumplís con vuestro deber. ¡Sargento mayor, haga usted recoger estos fusiles!», ordené. «Mande al resto de la compañía que formen filas y que en cuanto dé la orden se arrodille la primera fila, y cuando diga ¡Fuego!, todos cumplan con su deber».

»Pero no me quería engañar, George, porque aquello era precisamente lo que ellos no iban a hacer. Comprendí que aquella era mi última baza. Aquel maldito fuerte seguía ejerciendo su horrible influencia. Y mis estúpidos hombres temían acabar muertos si entraban, aunque yo temía precisamente lo contrario, es decir, que los mataría si no lo hacían. En efecto, si me equivocaba en mi conducta con respecto a ellos, dispararían contra mí y mis oficiales subalternos, internándose luego en el desierto para encontrar una muerte segura a causa del hambre y de la sed. Además, los árabes no dejarían de hostigarlos y perseguirlos reduciendo cada día su número hasta que, en una acometida final, acabarían con ellos, muriendo los supervivientes entre terribles torturas.

»A pesar de su actitud rebelde y de la estupidez que estaban mostrando, era indudable que yo sería el responsable de sus sufrimientos si no trataba el asunto con cuidado. Me vinieron a la cabeza otras insubordinaciones que ya habían ocurrido en la Legión a las cuales siguieron múltiples deserciones en masa.

»Le aseguro, George, que me enfrentaba a un dilema terrible. Si ordenaba que la compañía disparase contra la escuadra, los primeros se negarían y acabarían cometiendo así otro delito por rebelión. Entonces comprendí que les daban igual las posibles consecuencias; preferían matarme y darse a la fuga, al menos así serían libres.

»Por otra parte, si perdonaba la insubordinación de la escuadra, ¿qué sería de la disciplina militar? El deber hacia mi patria se anteponía al deber con respecto a aquellos soldados, y no debía demostrar ninguna compasión por su destino ni permitir que esto se interpusiera entre mi temor y mi deber como oficial francés.

»Decidí que si querían morir, que muriesen, aunque yo haría cuanto me fuese posible por salvarlos. Y, sin desviarme de la senda del deber, les tendería la mano.

»Si la escuadra no quería entrar en el fuerte, la única opción que quedaba era que expiasen su crimen militar. Si la compañía no quería cumplir mis órdenes y disparar contra los insubordinados, también debería expiar su crimen.

»En caso de que me matasen, por lo menos me evitarían la desagradable necesidad de dar el parte de que mis hombres se habían rebelado, y así moriría con la convicción de haber cumplido con mi deber.

»Sí, era preciso demostrarles que la desobediencia a mis órdenes equivalía a la muerte, rápida y repentina para algunos, y larga y horrible para muchos más, aunque segura e inevitable para todos. ¿Tenía razón o no, George?

—Creo que tenía usted razón, Jolly —le contestó Lawrence.

—Mientras decidía todo esto en pocos segundos, y mientras que sus rostros mostraban ansiedad y los ojos de todos estaban fijos en mí —continuó De Beaujolais—, el sargento mayor se acercó y me saludó. Yo lo miré fríamente, mientras que él, de espalda a sus hombres, murmuró:

«No obedecerán, mi comandante. Le ruego que no dé la orden. Están todos afectados por le cafard y se encuentran fatigados. Tienen a Rastignac como un héroe, es el cabecilla de todo el motín. Dispararán contra usted y desertarán en masa. Lo mejor para ellos sería una noche de descanso. Además, el teniente St. André y los senegaleses estarán aquí a media noche. Esta noche hay luna llena».

«¿Y cree usted que tenemos que esperar sentados a que lleguen los senegaleses, Dufour? —le contesté en voz baja—. ¿Le parece bien suplicar a estos hombres que no nos maten hasta que lleguen los senegaleses?».

»Luego, levantando la vista, dije en voz alta:

«Es usted demasiado bueno, sargento mayor. Esta no es la manera de actuar propia de los espahís. Pero, claro, estos hombres no son espahís. Sin embargo, tendré en consideración la marcha excelente que han realizado, haré lo que usted me pide y les dejaré descansar hasta que salga la luna. Estos hombres han sido invadidos por le cafard. Me complace el no tener que castigar a nadie, y espero que ningún hombre insista en ser castigado. Estamos todos muy cansados. Ya que usted intercede por sus hombres, les permito cuatro horas de descanso. Pero, en cuanto salga la luna, nuestra divisa será: “Trabajar o morir”. Hasta entonces podrán descansar. Después se enterrarán a los muertos y se protegerá el fuerte. Espero no tener que enterrar más muertos esta noche».

»Y regresé al oasis, oyendo mientras tanto la voz del sargento mayor, que exhortaba a los hombres: «¡Rompan filas!».

»Se reunió conmigo pocos minutos más tarde, diciéndome:

«No obedecerán, mi comandante. A la luz de la luna tendrán más miedo todavía. Por la mañana podríamos pedir voluntarios para que nos acompañen. Y, además, los senegaleses…».

«Está bien, Dufour —contesté—. U obedecen sin vacilar en cuanto salga la luna o tendrán que atenerse a las consecuencias. Ya está bien el echarle cuenta a mi conciencia particular por encima de mi conciencia militar. Si después de cuatro horas de descanso y de reflexionar continúan con la idea del motín… ¡la responsabilidad caerá sobre sus cabezas y no sobre mí! De manera que, si se amotinan, lo harán a sangre fría. Si deciden obedecer mis órdenes antes de que lleguen los senegaleses, no habrá ocurrido nada desagradable y la disciplina quedará intacta. Esto es todo cuanto puedo hacer, lo único que deseo es salvarles».

«¿Salvarles, mi comandante? Yo lo único que deseo es que se salve usted», balbuceó el buen muchacho.

»Le di unas palmadas en el hombro cuando se dio la vuelta para marcharse y le encargué que me mandase un par de los soldados más influyentes de la escuadra y dos o tres más de entre los mejores restantes. Lo que quería eran líderes de distintas pandillas, en caso de que los hubiese.

»Me proponía a hacerles comprender las inevitables y desagradables consecuencias que tendría todo aquello sin finalmente optaban por desobedecer y amotinarse. Les intentaría hablar del ejemplo que sus compañeros muertos mostraron con su heroísmo, su disciplina y el cumplimiento de su deber. Les informaría que, si llegaba a producirse el motín, o bien algunos mostrarían su lealtad y acabarían muriendo a manos de los amotinados, o bien los que se decidieran por desertar acabarían en manos de los árabes. Cuando me encargara de todo ello los devolvería a sus respectivos puestos y esperaría a ver el resultado.

»Mientras aguardaba su llegada no pude dejar de desear que nuestro ejército se pareciese más al inglés, al menos en lo que respecta a las relaciones que existen en él entre los oficiales y los soldados. Los nuestros se preocupan por el trato con los cabos y con los sargentos, pero no tratan tanto con los oficiales. Nosotros vivimos siempre muy alejados de ellos. Al contrario de lo que los oficiales hacen con ustedes, jamás jugamos, ni les conocemos, ni nos interesamos por ellos. En nuestro ejército es frecuente que los soldados odien a los cabos y a los sargentos, y desconocen por completo a los oficiales. Y esto ocurre con más frecuencia en la Legión que en ninguna otra parte. Las clases son muy poderosas y tiránicas, los oficiales se desinteresan por completo de sus hombres y ni siquiera conocen sus nombres.

»Además, yo no era uno de los oficiales de la Legión, sino un oficial de los espahís. Me encargaba de organizar toda una caballería a lomos de mula, y para ello convertía a toda la infantería en infantería montada; de esta manera la Legión competía con los tuaregs en cuanto a quién poseía mayor facilidad de movimientos. Necesitábamos fusileros montados, exactamente como les ocurrió a ustedes en las guerras de los bóers12, porque los árabes nos trataban como los bóers a ustedes al principio de la campaña.

»Es verdad que no me mostré duro ni opresor durante el tiempo en que estuve encargado de aquel cometido; pero tampoco tuve ningún tipo de trato personal con mis hombres. No los conocía, y ellos tampoco a mí. Tal vez aquel desconocimiento mutuo haría que nuestras vidas pagasen por ello.

»A pesar de todo intenté hablarles a los hombres que me trajo Dufour lo mejor que pude, aunque en realidad no conocía sus nombres. Al final me despedí de ellos con las siguientes palabras:

«Si queréis salvar vuestra propia vida, haced que vuestros amigos entren en razón e intentad hacerles comprender que, en cuanto salga la luna, o reclamaremos obediencia por vuestra parte, con honor y seguridad, o pagaréis vuestra desobediencia con deshonor, grandes penalidades y, finalmente, la muerte. Digo esto porque en cuanto salga la luna, o bien la escuadra elegida entrará en el fuerte para sacar los cadáveres, o bien la compañía entera disparará contra ellos y ¡hasta la vista, hijos míos!».

»Era consciente del peligro que implicaba el avisarles de lo que le ocurriría a la compañía si decidía no disparar contra la escuadra, pero resultaba inútil fingir que no iba a pasar nada. En cambio, no hice ninguna alusión a los senegaleses ni a la coerción o el castigo que estos podían aplicarles a los hombres blancos. Tal vez la compañía obedeciese las órdenes si algunos seguían amotinados. También era posible que la inminente llegada de los senegaleses los hiciese caer en la cuenta.

»De todos modos, la cuestión era muy delicada y no se podía prever su resultado. Todo dependía ya de que el descanso de cuatro horas pudiese calmar a aquellos bandidos y de que mis palabras surtieran algún efecto. Existía la posibilidad de que St. André y sus senegaleses llegasen a tiempo para que todo aquello se resolviese, pero hasta que se decidieran a venir nada era seguro. Solo cuando la luna estuviera alta en el cielo podríamos ver algo.

»Luego, cuando aquellos hombres se volvían para marcharse, tuve una idea. ¿Y si alguno de ellos se presentaba como voluntario para ir conmigo al fuerte? Así podría comprobar que no había ningún motivo por el que asustarse y podría informar a sus compañeros de que no existía ninguna razón para desobedecer.

»Un testigo podría contrarrestar la influencia de Rastignac y sus supersticiones. Si alguno de aquellos hombres influyentes volvía y les decía a sus compañeros: «Vamos, cobardes, hemos estado allí y no hemos encontrado nada raro, excepto que alguien tuvo una gran idea para engañar a los árabes», era probable que, en este caso, los demás le contestaran: «Pues si vosotros habéis sido capaces de ir, nosotros también; no hace falta que seáis tan fanfarrones».

»Valdría la pena intentarlo. Y no como si quisiera persuadirles y suplicarles, o como si estuviese ansioso de probar que la escuadra no tenía nada que temer al quedarse allí de guarnición. No, nada de eso; tan solo quería que se presentasen como voluntarios, que demostraran su valentía y que tuviesen la oportunidad de ver el fuerte antes de que hubiese algún cambio.

«Esperad un momento —les dije cuando saludaban y se volvían para salir—. ¿Hay entre vosotros algún hombre tan valiente como nuestro corneta, un hombre lo suficientemente valiente como para entrar conmigo en el fuerte?».

»Se miraron un momento, indecisos, y alguien murmuró:

«¿Dónde está el corneta Jean?». Y luego oí una observación muy curiosa y en voz baja:

«¡Caramba, me gustaría ver un fantasma, Buddy!».

»Y este le contestó en el mismo tono:

«A mí también, Hank. Me gustaría volver a ver al viejo Brown».

»Aquellos dos hombres dieron un paso hacia adelante y saludaron.

»Ambos se parecían en el rostro, pero su estatura mostraba un curioso contraste: uno era un gigante y el otro no pasaría del metro y medio de estatura. Por lo demás, ambos llevaban el rostro afeitado y tenían un aspecto parecido al de los pieles rojas.

»Ya sabe usted lo que quiero decir. Caras flacas y de facciones pronunciadas, narices grandes y aguileñas, bocas de labios estrechos y rectos, y las barbillas bastante salidas. Por sus ojos parecían hombres del Norte y por su acento norteamericanos.

«¿Os gustaría ver el fuerte? ¿Os gustaría ver cómo fue defendido, hasta el último momento por estos valientes hasta morir?», pregunté.

«Sí, mi comandante», contestaron los dos a la vez.

«¿No hay ningún francés entre vosotros?», pregunté a los restantes.

»Otro hombre corpulento y vigoroso, de aspecto gascón, saludó y se reunió con los norteamericanos. Entonces tuvo lugar un fenómeno conocido como «instinto gregario» o «alma de la muchedumbre», y los demás hicieron exactamente lo mismo. Bien; por lo menos había conseguido convencerles a todos. Los llevaría a dar una vuelta por el fuerte y les mostraría a los muertos como si supusiesen un ejemplo a seguir. Sería mi manera de honrarlos. Entonces, de pronto, recordé…

—Al suboficial asesinado —interrumpió George Lawrence.

—Exactamente, George. Era preciso que aquellos individuos no lo viesen con una bayoneta francesa clavada en el pecho. Por tanto, era mejor que yo me adelantara y me ocupara de quitarle la bayoneta. Luego le cubriría el rostro y así se podría deducir que murió de un tiro y que cayó donde yacía. Si, esto era lo que debía hacer.

«Perfecto. Entonces iréis conmigo —dije— y tendréis el privilegio de pisar una tierra santa y de contemplar un espectáculo que podréis contarles a vuestros nietos cuando seáis viejos. También podréis informar a vuestros camaradas de lo que habéis visto, para que así se sientan orgullosos de su regimiento». Dicho esto, le ordené al sargento mayor que los llevase hacia el fuerte.

»Mientras tanto, monté en mi mula, que aún no había desensillado, y apresuradamente me encaminé hacia la puerta, de la que se había retirado ya el centinela.

»Desmonté y me dirigí hacia la azotea dispuesto cumplir con mi deber y el cual no podía delegar en el sargento mayor. Y salí de la oscuridad de la escalera hacía la azotea.

»Me quedé inmóvil y totalmente asombrado, con los ojos abiertos de par en par. No podía creerme lo que vi. Por un momento creí que iba a perder el sentido e incluso experimenté alguna simpatía por aquellos estúpidos y supersticiosos de la escuadra. Y la razón era, mi querido George, que ya no estaba allí el cadáver del suboficial, y tampoco pude ver el del hombre de la cabeza descubierta.

—¡Dios! —exclamó Lawrence incorporándose sobre el codo y volviéndose hacia De Beaujolais.

—Precisamente yo dije lo mismo —continuó el otro—. ¿Qué otra cosa podía exclamar ante mi asombro? ¿Acaso se encontraban en aquel maldito desierto los djinns, los afrits13 y los malos espíritus de los que tanto hablaban los habitantes? ¿Sería todo aquello una pesadilla? ¿Había soñado con el cuerpo del suboficial francés y con la bayoneta clavada en su pecho? ¿O estaría soñando ahora?

»Creo que entonces mi temperatura subió dos o tres grados, porque recuerdo que se me ocurrió la extraña idea de que entre aquellos cadáveres debía quedar algún hombre vivo que fingía estar muerto. Además, me acuerdo de que fui de un cadáver a otro para hacerles preguntas. A uno o dos de ellos, que tenían más aspecto de estar vivos, les cogí del brazo y les grité al oído, pero en cuanto los solté se cayeron, y con ellos sus fusiles, que hicieron gran ruido al chocar con el suelo.

»De pronto oí el rumor de pasos de los hombres que subían la escalera y me esforcé en serenarme. El sargento mayor y media docena de legionarios aparecieron en la azotea.

»Traté de inventarme un pequeño discurso mientras todos miraban asombrados a su alrededor, aunque el más sorprendido de todos era el sargento mayor, que se quedó mirando el charco de sangre sucia que había en el mismo lugar donde antes estuvo el cadáver del suboficial.

»Los dos norteamericanos parecían muy interesados en la visita y empezaron a buscar entre los cadáveres para ver si descubrían a algún camarada.

»Yo esperaba que alguno de ellos se acercara a mí para hacerme respetuosamente la primera de las cien preguntas que, sin duda, deseaban formular sobre el espectáculo que tenían delante: «¿Dónde está el jefe del puesto?».

»¿Y qué contestaría yo? Por sí mismos podrían comprender que los árabes no habían entrado y, por tanto, no podían habérselo llevado. También se preguntarían dónde estaría el corneta Jean, porque sin duda esta sería la segunda cosa que querrían saber. Yo no había hecho la menor referencia acerca de la desaparición del corneta, pero me constaba que aquellos hombres le vieron entrar en el fuerte y que, durante un cuarto de hora, esperaron como yo a que saliese. Luego me vieron entrar solo y salir sin que me acompañase nadie. ¿Qué podría decirles?

»Me parecía mejor no hablar de este asunto. Después de algunos minutos que me parecieron eternos le ordené a Dufour que llevase a los hombres a dar una vuelta por las dependencias exteriores y que luego los condujese de nuevo al oasis.

»Cuando el sargento mayor iba a desaparecer por la escalera detrás de todos los demás le llamé y nos quedamos a solas. Simultáneamente nos dirigimos la misma pregunta: «¿Lo ha sacado usted?», a pesar de que cada uno de nosotros sabía que el otro no había hecho tal cosa.

»Solté una ruidosa carcajada, aunque realmente no estaba contento. En cuanto al sargento mayor, soltó un taco tan original que toda la Legión se habría quedado asombrada.

«Así es, Jefe —le dije—. La vida se va complicando un poco».

«Pues yo le aseguro que a mí no me va a resultar complicado matar a este maldito farsante, si logro echarle el guante… —gruñó mientras yo le hacía señas de que podía alejarse—. Diablos, juro que lo haré».

»Bajó con prisa la escalera. Poco después oí su voz en la planta baja, mientras capitaneaba el grupo de hombres a través del patio.

«¿Conque no había nada que pudiese asustar al gran Rastignac, eh?», exclamó burlón.

«Pero ciertamente hay algo que me asusta a mí, amigo mío», me dije, mientras llegaba hacia donde había dejado mi mula y me dirigía hacia el oasis. En realidad, creo que hui.

»Pues bien, George, amigo mío, ¿qué cree usted que ocurrió? ¿Cree usted que la escuadra obedeció y entró en el fuerte, como si fuesen un rebaño, o bien se negaron y desafiaron mis órdenes con éxito, seguros de que los demás no dispararían contra ellos?

—Observo que está vivo para contarlo, Jolly —contentó Lawrence—. Y esto es lo más importante.

—Y por la parte que le conviene. Pues una parte de la historia es importante para usted, ¿no es verdad, George? —preguntó sonriendo el francés.

—¡Oh, nada de eso, amigo mío! —se apresuró a decir Lawrence como si lo hubiesen cogido en un descuido—. Tan solo me refería al hecho de que pudo usted salvar la vida por el honor de Francia y el de sus amigos.

—Se lo agradezco, George. Estoy por decir que usted es todo un francés —dijo De Beaujolais con ironía—. Pero, dígame, ¿qué cree que ocurrió? ¿Obedecieron y entraron o bien se negaron?

—No me fastidie, Jolly. Lo único de lo que estoy seguro es que ocurrió una de estas dos cosas —replicó Lawrence.

—Pues se equivoca usted por completo, amigo mío, ya que no ocurrió nada de eso —replicó De Beaujolais—. No me obedecieron ni entraron, ni tampoco me desobedecieron ni se quedaron fuera.

—¡Dios mío! —exclamó Lawrence—. ¿Qué ocurrió entonces?

En aquella ocasión fue el francés el que sugirió tomar un pequeño refrigerio.

8

—Bueno, ahora llega el último suceso de todo aquello, mi querido George —continuó De Beaujolais un poco más tarde—. Y este suceso fue muy apropiado y conveniente… «Una fiesta deliciosa al aire libre que terminó con fuegos artificiales», según suelen decir los reporteros sobre las fiestas campestres.

—¿Fuegos artificiales? Sin duda se referirá usted a tiros de fusil —observó Lawrence.

—No, mi querido George, nada de eso. Fuegos artificiales; o si usted lo prefiere, fuego simplemente. Ahora lo verá.

»Esperé a que la luna estuviese en el cenit y entonces mandé a mi criado Achmet a que fuese en busca del sargento mayor, ordenándole que dispusiera como antes a los hombres en parada, a una distancia de cien pasos del fuerte y con la escuadra de la guarnición a la derecha de la línea.

»Esta última podía mostrarse dispuesta a entrar o no en el fuerte. En caso de que no lo hicieran, los soldados restantes recibirían la orden de formarse convenientemente y de disparar contra los demás, por desobediencia en el campo de batalla y, además, a la vista del enemigo.

»Aquellos podían, o bien obedecer, o bien no. En caso negativo, ordenaría que dejasen las armas e hicieran un montón en el suelo. Si lo hacían, como era la costumbre, inmediatamente serían conducidos al oasis y arrestados por mis subalternos. Luego regresarían a Tokotu bajo la escolta de los senegaleses y a la espera de lo que tenía preparados para ellos el consejo de guerra. Si no abandonaban sus armas, mis subalternos acudirían inmediatamente a mi lado y nos prepararíamos para luchar por nuestras vidas, porque todos los demás serían desertores y rebeldes. Era posible que algunos de ellos se uniesen a nosotros y había, también, una esperanza muy débil de que pudiésemos llegar al fuerte y atrincherarnos allí, aunque era mucho más probable que nos acribillasen en el mismo lugar en que nos encontrábamos.

«Bien, mi comandante —dijo Dufour saludándome, y luego añadió indeciso—: Me gustaría hacerle una petición y una recomendación. Sería conveniente que yo estuviese cerca de usted y Rastignac a mi lado. Mientras tanto, yo apuntaría el cañón de mi revólver contra su hígado, y de esta manera le haría entender que cualquier amenaza que intentase contra usted implicaría que tuviera que recurrir a cortarle la digestión. Si él sabe que puede ocurrir tal cosa, es posible que recapacite y dé buenos consejos a sus amigos».

«Nada de eso, Dufour —contesté—. Mantendremos un comportamiento normal hasta que notemos que nuestros hombres se portan de una manera incorrecta o anormal. Seremos los jefes y ejerceremos como tal sobre estos soldados de Francia hasta que nos veamos obligados a combatir y matar, o por lo menos hasta que nos maten los amotinados que vayan contra los oficiales de Francia que cumplen con su deber. Haga usted lo que le he dicho».

»¿Habría usted contestado lo mismo, George? A mí me pareció que la idea del sargento mayor no era mucho mejor que la mía de esperar a los senegaleses. ¿Habría usted hecho lo mismo en mi lugar?

—Tan solo me hubiese gustado obrar con la misma valentía y prudencia que tuvo usted, mi querido Jolly —contestó Lawrence.

—¡Oh, no soy ningún héroe, amigo mío! —dijo De Beaujolais, sonriendo—. Pero me pareció lo más conveniente que podíamos hacer. Por mi parte, no había provocado ningún motín y hasta me esforcé en evitarlo. Y, además, no podía hacer otra cosa que seguir mi camino, cumplir mi deber y atenerme a los resultados.

»Pero no voy a negar que monté en la mula con el corazón lleno de ansiedad. Luego partí a medio galope hacia el fuerte.

»Por un momento pensé en ir allí montado en un camello, porque se da un proceso psicológico curioso cuando alguien escucha y mira hacia alguien que está por encima de él. Si un jefe habla con mayor autoridad desde lo alto de una mula que desde el suelo, y con mayor peso y fuerza desde un caballo que desde una mula, ¿no saldría ganando si montaba un camello?

»Era posible, pero me pareció que en caso de llegar a las manos me defendería mejor si pudiese combatir a mis enemigos con el sable y con el revólver. Yo soy soldado de caballería y el arma blanca es mi especialidad. Si he de combatir, que me den un sable y me dejen dar estocadas y mandobles. Por otra parte, no es posible cargar ni usar la espada cuando se va montado en un camello. Así pues, monté en la mula, aunque echando mucho de menos a mi corcel árabe y a unos cuantos espahís detrás de mí. Aquello sí que habría sido una lucha y no un asesinato.

»La escena resultaba extraña y nada desdeñable. Aquel fuerte siniestro, plateado y negro; las heladas olas del océano de arena y un mar de plata ilimitado. El oasis parecía una enorme isla negra sobre él y los hombres estatuas inescrutables e inmóviles.

»¿Qué harían? ¿Serían mis próximas palabras las últimas que pronunciara? ¿Acaso aquella doble línea de fusiles se levantaría para apuntar a mi pecho, o quizás aquella escuadra de la que todo dependía obedecería y entraría en el fuerte?

»Mientras miraba a los hombres, me sentía muy interesado por el asunto y como un espectador a quien no le importase nada de todo aquello y no sintiese el más pequeño temor. Casi me parecía ser el testigo de un interesantísimo drama, en el que se vería cuál era el destino de un tal Henri de Beaujolais, aunque probablemente todo acabaría con su muerte. Por mi parte esperaba que en aquel escenario alumbrado por la luna representara dignamente su papel y confiaba también en que le vería sobrevivir a la representación. Yo estaba tranquilo y en cierto modo indiferente.

George Lawrence suspiró y encendió una cerilla.

—Dirigí una mirada más a la magnífica luna y aspiré profundamente —prosiguió De Beaujolais—. Si aquella iba a serla última orden que diese marchando, convenía, por lo menos, darla de un modo digno, con una voz sonora, clara y firme. Sobre todo, firme. Y cuando ya mis labios se disponían a articular las palabras, creo que me quedé con la boca abierta, George, porque, en aquel momento, del enigmático y fatídico fuerte surgió un gran fuego.

«¡Dios mío! ¡Mire! —exclamó el sargento mayor señalando hacia el fuerte. Creo que todas las miradas se volvieron en aquella dirección. Y en mitad del silencio reinante le oí murmurar—: ¡Espíritus! ¡Fantasmas! ¡Diablos!». Esto me hizo decir entre dientes: «Sí, imbécil. Llevan fósforos consigo y se divierten quemando cosas. Ya se sabe que los fantasmas son incendiarios. ¿Dónde está Rastignac?».

»Me hice esta pregunta porque resultaba evidente que debía de haber alguien en el fuerte, alguien que, sin duda alguna, le prendió fuego a algo muy inflamable. Cuando una o dos horas antes visité aquel lugar no encontré la menor señal de fuego. Además, las llamas habían surgido de un modo instantáneo.

»Mientras observaba, se levantó otra columna de humo y fuego en otro punto distinto.

«Está atado aquí detrás, mi comandante», replicó Dufour.

«¿Acaso está castigado con la tortura crapaudine14?», pregunté.

«Yo le dije al cabo Brille que lo atase a un árbol», contestó.

»Sin duda Rastignac no era el autor del incendio, porque no habría sido capaz de entrar en el fuerte, aun en el caso de estar en libertad y de tener la oportunidad de hacerlo.

«Cerciórese de que está todavía allí —ordené— y vea también si continúan todos en sus puestos».

»Era completamente inútil formar una escuadra de bomberos para apagar el fuego.

»En el desierto se carece por completo de bocas de riego, como ya sabrá usted. Cuando algo sale ardiendo, arde y ya. ¡Dios!, y ¡cómo arden las cosas con el calor seco del desierto! Aquel fuerte estaba condenado a desaparecer, aun suponiendo que los hombres hubiesen querido entrar en él antes de que hubiésemos podido sacar apenas algunas cucharadas de agua del oasis. Aunque, para decirle la verdad, no me preocupó el averiguar cuánto tardaría en arder o si desaparecería por completo.

»El incendio sería la pira funeraria de aquellos valientes. Impediría que mis estúpidos hombres se suicidasen a causa de su rebelión y alejaría el misterio de aquel lugar. De paso salvaría mi vida y mi reputación militar y el nuevo fuerte que allí se construyese ya no estaría encantado. Además, los que tuviesen que encargarse de vigilarlo no lo odiarían tanto.

»Di la orden de que los soldados se volviesen de cara al fuerte y descansasen. Así podrían contemplar el incendio. No era posible hacer nada para evitarlo. Tal vez también se darían cuenta de que para incendiar algo se precisa la intervención de un hombre. Y, además, que quien estuviese allí dentro no tenía más remedio que salir o morir abrasado. Sin duda iban a verle salir. Pero ¿quién sería? ¿Quién? Las preguntas de «¿quién?» y «¿por qué?» se agolpaban en mi cabeza.

»Todos guardaban absoluto silencio y parecían estar bajo la influencia de algún encantamiento.

»De pronto este encantamiento se rompió y volvimos a la realidad al oír un sonido familiar.

»Un fusil disparó una y otra vez, y pudimos notar que los tiros estaban dirigidos contra nosotros.

»Sin duda alguna los árabes se disponían a atacarnos.

»A lo lejos, y a la derecha y a la izquierda, resonaban otros disparos.

»El fuerte ardía y los árabes nos atacaban.

»Las balas silbaban por encima de nuestras cabezas y vi uno o dos fogonazos junto a un lejano montículo de arena.

»Nadie resultó herido, porque el fuerte se encontraba entre nosotros y el enemigo. En menos tiempo del que se tarda en contarlo les ordené a mis hombres dar la vuelta para dirigirse hacia el oasis. Allí tendríamos, a la vez, abrigo y agua. Si lográbamos contener al enemigo hasta que se hallase entre nosotros y los senegaleses de St. André, podríamos vengar a la guarnición del fuerte que estaba en llamas.

»Aquellos legionarios son grandes soldados, George. No hay mejores tropas en nuestro ejército. Son, con respecto a la infantería ordinaria, lo que mis espahís para la caballería. Daba gusto verlos dirigirse hacia la oscuridad del oasis con tanta tranquilidad. Una vez allí cada hombre eligió un abrigo y se echó a tierra con el fusil cargado y apuntando hacia el enemigo.

»Pronto llegaron nuestros exploradores montados en camellos. Dos de ellos se habían visto obligados a sostener una lucha desesperada y otros dos vieron fogonazos. Dispararon sus fusiles contra ellos antes de regresar al oasis, creyendo que los árabes habían atacado e incendiado el fuerte.

»Pocos minutos después de empezar el incendio reinaba por todas partes una gran tranquilidad y un absoluto silencio. No parecía haber nadie. En efecto, no había ningún enemigo a la vista, y nuestros ojos no podían atisbar otra cosa que no fuese un fuerte que ardía y un oasis de aspecto siniestro sumido en las tinieblas y en el cual nada se movía.

»Yo me esperaba que el enemigo acudiera gritando y rodeando el fuerte, figurando apoderarse de nosotros cuando saliésemos de él como indefensos conejos. No es propio de los árabes realizar ataques nocturnos, pero aquellos debían de haber estado por allí cerca y el resplandor del incendio los incitó a arrojarse contra nosotros.

»¿Nos habrían visto fuera del fuerte? En caso afirmativo, atacarían el oasis a la mañana siguiente. Si no nos habían visto podía ocurrir cualquier cosa y, tal vez, el oasis resultaría una emboscada y el fuerte en llamas se convertiría en el cebo de una trampa.

»Pero ¿qué estarían haciendo entonces? El fuego había cesado por completo. Era probable que estuviesen tomando posiciones para echarse repentinamente contra nosotros al amanecer. Mientras, se ampararían en los montículos de arena. Su plan sería que confiásemos en que estábamos seguros después de pasar una noche tranquila y entonces, rápidos como un torbellino, atacarnos al despuntar el día mientras seguíamos durmiendo.

»¿Y qué ocurriría si nuestros fusiles los recibiesen a cincuenta metros de distancia y los supervivientes emprendiesen la fuga para toparse de cara con los senegaleses?

»Pero aún hubo otra escena impresionante en todo aquel espectáculo. Una inmensa hoguera a la luz de la luna, en el corazón del Sahara. Una hoguera que observaban unos hombres silenciosos e inmóviles que contenían el aliento y que esperaban la salida a escena de otros actores.

»Después de mirar a lo lejos y ver cómo la luna se reflejaba en la arena, me empezaron a doler los ojos. Estaba esperando que un montón de hombres con velo azul apareciesen por encima de los montículos de arena cuando, de repente, se me ocurrió la idea de comunicarme con St. André.

»Le había ordenado seguirme a marchas forzadas, dejando una guarnición conveniente en Tokotu. En el momento en que salí dejé el destacamento siempre preparado y montado en camellos, que estaba una hora por delante de otro destacamento de refuerzo que iba en mulas y con agua, comida y municiones.

»Aquellos dos destacamentos corrían el doble de lo que podía hacerlo la mejor infantería, pero calculé que St. André no tardaría en estar cerca.

»Era muy posible que se topasen con los árabes mientras estos últimos vigilaban el oasis, en el caso de que nos hubiesen visto entrar en él o de que sus exploradores se hubiesen percatado de nuestra presencia.

»No habíamos disparado ni un solo tiro desde el oasis, así que era posible que no sospechasen que estábamos allí.

»El enemigo podía ser —o no— el mismo que ya había atacado el fuerte. Si era así, tal vez aguardaron por los alrededores con la esperanza de tender una emboscada contra la compañía de rescate. Si St. André llegaba mientras ardía el fuerte, no tendrían la oportunidad de cogerle desprevenido, pero si se hubiesen apagado ya las llamas cuando él llegase, tal vez caería de cabeza en una emboscada. Indudablemente habría uno o dos exploradores tuaregs en la dirección de Tokotu, mientras tanto el grueso de la fuerza estaría ocupado en Zinderneuf.

»Pasase lo que pasase, tenía que comunicarme con St. André si me era posible. Para llevar a cabo esta misión necesitaba a un hombre dotado de ciertas habilidades y de valor. Ante todo, debía ser capaz de encontrar y seguirles la pista a los árabes.

»Si no encontraba la pista, mi emisario moriría de sed y de hambre; y si, por el contrario, le sorprendían los árabes, moriría en medio de terribles torturas.

»Aunque, bien pensado, tal vez sería mejor mandar a dos hombres, así duplicaría las probabilidades de que mi mensaje fuese recibido por St. André y, tal vez, estas probabilidades aumentarían en más del doble. Dos hombres se sienten mucho más valientes que uno solo, puesto que se animan mutuamente.

»Di una vuelta por el oasis hasta que encontré al sargento mayor, quien iba de uno en uno entre los soldados para prohibirles disparar a menos que recibieran la orden, así como fumar o hacer algún ruido. Estas precauciones me parecieron muy prudentes y lo felicité por ello. Luego le encargué que me buscase a dos hombres apropiados para mi propósito.

»No me sorprendió que me indicase a los dos mismos que me acompañaron a la visita del fuerte. Hizo pasar la orden de boca en boca para que se presentasen los dos norteamericanos. Me los recomendó como unos hombres capaces de orientarse por las estrellas, como buenos exploradores, valientes, con una gran cantidad de recursos y muy decididos.

»Los dos se encargarían en encontrar el modo de atravesar las líneas árabes para poder llegar hasta St. André. De esta manera, y con suerte, convertiría a su víctima en su azote.

»Aparecieron el lento gigante y el rápido hombrecillo y me saludaron en silencio. Les pregunté si querían encargarse de aquella misión. Los dos estaban dispuestos, y cuando les expliqué mis planes para coger a los árabes entre dos fuegos, observé que ambos lo entendieron inmediatamente. Repitieron con absoluta claridad el mensaje que debían comunicarle a St. André para que este atacara a los árabes al amanecer, es decir, cuando estos empezasen a atacarme a mí.

»Salieron del oasis montados en camellos por el lado opuesto al fuerte y, cuando hubieron desaparecido tras un montículo de arena, ya puede usted imaginarse cuál fue mi ansiedad mientras estaba atento a algún disparo. Pero todo continuó en silencio, y el mismo silencio sepulcral continuó hasta la mañana.

»Después de dos o tres horas de aquella ininterrumpida tranquilidad y en cuanto se hubieron apagado las llamas en el fuerte, tuve la certeza absoluta de que no me atacarían hasta el amanecer.

»Todos los que estaban de guardia y yo dábamos vueltas por el oasis sin parar, sin hacer el menor ruido y esperando los primeros rayos del sol mientras reflexionábamos acerca de los acontecimientos de aquel maravilloso día, un día único en mi ya amplia experiencia de situaciones críticas.

»Empecé a recordar todos los detalles, desde el momento en que vi por primera vez el maldito fuerte con la bandera ondeando sobre sus murallas no escaladas y sus defensores muertos, hasta el instante en que mis ojos no podían creerse que el fuerte se pusiera a arder de aquella manera.

»Por fin, apoyado contra el tronco de una palmera y sintiendo unas ganas increíbles de fumar un cigarrillo y de tomarme una taza de café caliente que me mantuviera despierto, me volví hacia el este y observé cómo palidecían las estrellas. Mientras lo hacía parecía que la mente se me aclaraba y que mi cuerpo se debilitaba; entonces empecé a creer que todo aquello había sido provocado por algún loco que se habría ocultado en el fuerte y que habría muerto abrasado por el incendio.

»Por alguna razón que ignoro asesinó al suboficial con la bayoneta —seguramente estaba loco, pues de lo contrario lo habría matado de un tiro—; y también, por otra razón que ignoro, mató al corneta sin hacer ruido, antes de que yo siguiese a mi soldado. Tal vez usó otra bayoneta. Luego, a causa de otro impulso al que tampoco le encontraba explicación, trasladó el cadáver del suboficial y del otro hombre y los ocultó a ambos para, finalmente, acabar incendiando el fuerte y morir entre las llamas.

»Pero ¿dónde estaría ese desconocido mientras yo registraba el lugar?, ¿y por qué no me mató también cuando entré solo?

»Esta teoría del loco explicaba bastante bien todos aquellos absurdos acontecimientos, pero, en cambio, no justificaba de ninguna manera el hecho de que el suboficial asesinado tuviera en su mano una confesión firmada por Michael Geste reconociendo que había robado una joya. ¿No le parece?

—Creo que no, amigo mío, y esto para mí es lo más interesante de su historia —contestó Lawrence.

—Pues bien, decidí dar todo esto por sentado, es decir, aceptar de momento la teoría de que todo se debía a las acciones de un loco. La extraña coincidencia del papel no parecía sino apoyarla —continuó diciendo De Beaujolais—. Y muy poco después el cielo empezó a ponerse gris en el este.

»Antes de que una faja rosada anunciase la aurora, todos estábamos en silencio con las armas preparadas y, cuando el sol asomó por el horizonte, pude ver cómo los senegaleses de St. André se acercaban alegremente hacia nosotros.

»No se atisbaba la menor huella de un árabe en millas a la redonda. No, St. André no había encontrado a ningún ser vivo y ni siquiera a los dos exploradores que mandé a su encuentro. Tampoco volvimos a ver a aquellos valientes muchachos. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de ellos y si murieron a manos de los árabes o a causa de la sed.

»Pronto averigüé que uno de los exploradores de St. André, montado en mula, volvió hacia el grueso de la fuerza, a primeras horas de la noche, para comunicarle que había oído tiros en dirección de Zinderneuf. St. André apresuró la marcha, hasta que se dio cuenta de que estaba cerca de su destino. Y, percatándose que todo estaba absolutamente silencioso, decidió seguir con cuidado para evitar una emboscada, de manera que ordenó hacer un alto durante el resto de la noche y reanudar la marcha al amanecer y en formación de ataque.

»Había obrado inteligentemente, y mi único pesar era que los árabes causantes de la destrucción de Zinderneuf no se encontrasen entre mis fuerzas y las de St. André cuando este se acercó al oasis.

»Mientras descansaba la fatigada tropa, le informé a St. André de todo lo ocurrido, solicitando su opinión y su teoría, pues yo me reservaba la mía acerca del loco. Este St. André es un hombre inteligente, ambicioso y un verdadero militar. A pesar de que tiene una fortuna particular, sirve a Francia en donde el deber es más penoso y la vida menos atractiva. Su energía y su fuerza hacían que pareciese un pequeño Hércules.

«Voy a decirle lo que pienso de todo esto, mayor —replicó en cuanto yo hube terminado mi relato y cuando, después de haber comido, estábamos sentados, apoyando nuestras fatigadas espaldas en el tronco caído de una palmera y ante sendas tazas de café y una buena provisión de cigarrillos—. Suponga usted que su corneta matara al suboficial y luego desertara».

«¡Dios mío! —exclamé—. No se me había ocurrido eso. Pero en tal caso, ¿por qué lo haría y por qué usó su bayoneta dejándola clavada en el cadáver?».

«En cuanto a la razón que tuviese —replicó St. André—, podría haber sido por venganza. Tal vez esta fue la primera ocasión en la que se vio a solas con el suboficial, a quien habría jurado matar en cuanto tuviese la oportunidad. Quizás hubo alguna injusticia, verdadera o imaginada, cuando estaba bajo las órdenes de este hombre en Sidi-bel-Abbès o en otra parte. Y al encontrar a su enemigo solo y como único superviviente, vio que era su oportunidad, lo cual, junto a la desesperación, le cafard y sus deseos de venganza, hizo que enloqueciera aún más de lo que ya estaba».

«Es posible —contesté reflexionando acerca de su idea—. Pero no, es imposible, amigo mío. ¿Por qué el suboficial no se asomó a las murallas o a la plataforma superior cuando nos acercábamos? Disparé mi revólver seis veces para llamar su atención y darle a entender que había llegado la ayuda. La respuesta que recibí fueron dos tiros de fusil. ¿Por qué no agitó su quepis y no se echó a gritar de alegría? ¿Por qué no bajó a abrirnos las puertas?».

«Tal vez estaba herido y tendido en el suelo», sugirió St. André.

«No estaba herido, amigo mío —dije—, sino muerto. Solo la bayoneta, y nada más que ella, fue la causante de su muerte».

«Tal vez estaba dormido —añadió el teniente—. Absolutamente cansado, durmiendo como un muerto, y así sería como el corneta lo encontró. Y le atravesó con la bayoneta, sin despertarle. Tal vez se disponía a volarle los sesos cuando recordó que se oiría el tiro y tendría que dar explicaciones. Por esto empleó la bayoneta, la hundió en el cuerpo de su enemigo y entonces, y no antes, comprendió que aquella bayoneta lo inculparía. Sería evidente que se había cometido un asesinato y que el asesino no pertenecía a la guarnición. Por eso se dio a la fuga».

«¿Y el revólver con una bala disparada?», pregunté.

«¡Oh! Debió de ser por haber hecho fuego contra algún árabe que se acercó demasiado al fuerte para reconocerlo y que de pronto fue visible para sus defensores».

«¿Y el papel que el suboficial tenía en la mano izquierda?».

«No lo sé».

«¿Y quién disparó los dos tiros cuando llegué?».

«No lo sé».

«¿Y cómo pudo el corneta desaparecer por el desierto? Para los hombres de mi compañía habría sido tan visible como la cabeza de un negro sobre una almohada».

«No lo sé».

«Yo tampoco», dije.

»Entonces St. André se incorporó, diciendo:

«Mi comandante, el corneta no huyó, esto es evidente. Asesinó al suboficial y luego se escondió. Él fue quien trasladó los dos cadáveres cuando de nuevo se encontró solo en el fuerte. Tal vez tuvo la idea de arrancar la bayoneta y convertir la herida de arma blanca en un balazo. Luego se habría reunido con la compañía, contando cualquier historia, pero al recordar que usted ya había visto el cadáver y que, seguramente, se fijó en la bayoneta, decidió incendiar el fuerte, quemar todas las pruebas y reunirse con sus compañeros gracias a la confusión causada por el fuego.

»Entonces, tal vez, habría jurado que le dieron un golpe en la parte posterior de la cabeza y que solo recobró el sentido a tiempo para escapar del incendio causado por el mismo individuo que le golpeó a él. Todo esto le habría resultado fácil de hacer y, a pesar de su improbabilidad, no resulta más improbable que los hechos reales. ¿No le parece?».

«Tiene usted razón, teniente —repliqué—. ¿Y por qué no se reunió con nosotros durante la confusión causada por el incendio, dispuesto a contarnos esa fantástica historia?».

«Vamos a suponer otra teoría —dijo—. Supongamos que el suboficial le disparó el tiro de revólver, hiriéndole de tanta gravedad que después de haber incendiado el fuerte ya no le quedaban fuerzas para seguir andando. Entonces, debilitado por la pérdida de sangre, murió miserablemente en las mismas llamas que había encendido. Esto es un ejemplo espléndido de justicia poética».

«Magnífico —exclamé—. La ironía griega. En efecto. Herido por su propio petardo. Víctima del destino burlón, etcétera, etcétera. El único defecto de tan hermosa teoría es que nosotros habríamos oído el disparo. Así como también habríamos llegado a escuchar nosotros el tiro del fusil del corneta en caso de que hubiera asesinado al suboficial. En el enorme silencio reinante en estos lugares, un tiro de revólver en una azotea abierta habría parecido un disparo del setenta y cinco».

«Es verdad —convino St. André un poco desorientado—. Pues entonces, este hombre estaba loco. Hizo todo lo que usted vio y luego se suicidó o ardió vivo».

«¡Ah, mi querido amigo! —exclamé—. Por fin ha llegado usted a la teoría del loco. ¿No es verdad? Lo mismo me ha ocurrido a mí; es la única cosa probable. Pero ahora voy a decirle algo. El corneta no hizo nada de eso. No asesinó al suboficial porque este desgraciado estaba muerto hacía ya varias horas y apenas habían transcurrido diez minutos desde que entró el corneta».

«Pues siendo así —exclamó Sr. André—, vamos a probar otra vez». E hizo un nuevo intento y con todo el ingenio que pudo. Sin embargo, no había teoría de la que no se acabara riendo él mismo.

»Los dos estábamos, como comprenderá usted, muertos de cansancio y más necesitados de un reposo de veinticuatro horas que de veinticuatro adivinanzas. Sin embargo, he de confesarle que más tarde tampoco he sido capaz de aclarar todos aquellos misterios.

»Al regresar a Tokotu tenía bastante fiebre y me parecía que la cabeza se me abría y se me cerraba a cada paso del camello, mientras me repetía incesantemente: «¿Quién mató al comandante?» y «¿Por qué?». Hasta que me di cuenta de que lo estaba diciendo en voz alta.

»Y todavía sigo preguntándomelo, George.

9

Los pasajeros del Appam que iba desde Lagos hasta Birkenhead se interesaban mucho por dos amigos que permanecían sentados mucho tiempo y que se paseaban por la cubierta siempre juntos.

Uno de ellos era un inglés, alto, bronceado y flaco, muy taciturno, huraño y malhumorado, que nunca usaba dos palabras cuando podía expresarse con una sola. Con sus ojos grises y fríos parecía atravesar o mirar por encima del hombro a los que le rodeaban; su cabello y su bigote del color gris del hierro, su barbilla y su boca de expresión extraordinariamente firme, parecían indicar que aquel hombre era de hierro y un personaje duro, frío y amargo, que vivía solo, apartado de todos los demás y bastándose a sí mismo. —Tal vez lady Brandon, de Brandon Abbas, era la única mujer que conocía al hombre verdadero que se escondía bajo esa fachada y todo lo que podía haber sido; y quizás media docena de hombres sentían por él tanta simpatía como muchos otros podían sentir respeto.

El otro era un hombre de mucha menor estatura, más grueso y más simpático; parecía muy sociable y tenía el tipo distinguido de un militar francés, afable, cortés y muy refinado, de rostro sonrosado y de ojos y cabello castaño; había mejorado mucho al quitarse, antes de llegar a Madeira, la barba de tres años que se había dejado crecer en el desierto. Evidentemente sentía una gran amistad por el inglés.

Al parecer, aquellos dos hombres estaban preocupados por algún asunto grave, porque día tras día y noche tras noche, a excepción de los descansos para las comidas y el sueño, y de alguna que otra partida de bridge, hablaban sin parar. Mejor dicho, así lo hacía el francés, en tanto que el inglés lo escuchaba con especial atención, simplemente respondiendo con algunos monosílabos cuando podía.

Cualquiera que los escuchara se daría cuenta de que las pocas veces que el inglés intervenía era para referirse a un hombre que llevaba la cabeza descubierta y una carta, haciendo consideraciones en cuanto a la identidad del primero y acerca de quién fue el autor de la segunda.

El francés, por su parte, hablaba mucho más para referirse a un asesinato, a una desaparición y a un incendio.

—¿Cuánto tiempo hace que no ha tenido usted noticias de lady Brandon, Jolly? —preguntó George Lawrence una espléndida mañana, mientras el Appam seguía su ruta a través del azul y sonriente golfo de Vizcaya.

—¡Oh, hace mucho tiempo! —contestó—. Estuve en Brandon Abbas por espacio de una semana en mi antepenúltimo permiso. De eso hará ya seis o siete años. No le he escrito ni una línea desde la carta de agradecimiento que le mandé después de aquella visita. ¿Mantiene usted correspondencia regular con ella?

—No es lo que yo llamaría una correspondencia regular precisamente —contestó George Lawrence—. ¿Irá usted a Brandon Abbas durante este permiso? —continuó simulando un bostezo.

—Viejo amigo, me parece que tendré que volver para llevarle este increíble documento; pero de todos modos esto no resulta muy conveniente para mis planes. Podría mandárselo por correo, pero entonces me vería en la necesidad de escribir una larguísima carta dando explicaciones, y no hay cosa que me moleste más que tener que escribir cartas largas.

—Si usted quiere yo me encargaré de llevarlo —dijo Lawrence—. Durante la próxima semana estaré muy cerca de Brandon Abbas; y como conocía a Michael Geste, confieso que todo esto ha aumentado mi curiosidad.

El mayor De Beaujolais se dio cuenta de que «curiosidad» no era precisamente la palabra que su amigo quisiera haber usado. A Lawrence, a pesar de ser un hombre introvertido, taciturno y que aparentemente no conseguía expresar sus emociones, todo aquello lo había trastocado, y por esta razón demostraba un interés y una emoción que hasta entonces el mayor De Beaujolais no había observado en él.

Todo lo que estuviese relacionado con lady Brandon merecía su interés. Resultaba, paradójicamente, muy curioso que usara entonces la palabra «curiosidad». Por todo esto sonrió y replicó con gravedad:

—¡Magnífico, viejo amigo! Eso sería espléndido. Así podría evitar tener que escribirle una carta tan larga y, de paso, lady Brandon no podrá decir que no he mostrado suficiente interés por este asunto. Le explico toda la historia a usted, que es un antiguo amigo de lady Brandon, le doy el documento y le ruego que lo ponga en sus manos. Usted puede decirle que, aunque sospecho que el papel sea falso, me ha parecido interesante tan solo por el lugar y la ocasión en los que lo encontré. Por esto mismo he visto conveniente hacerlo llegar a sus manos, en el caso improbable de que haya que hacer algo.

—Muy bien —exclamó Lawrence—. Naturalmente, Beau Geste jamás robó el zafiro ni ninguna otra cosa; pero, como usted dice, supongo que un documento como este debe llegar a las manos de ella y de Geste, puesto que sus nombres se mencionan en él.

—Ciertamente, amigo mío. Y si la piedra ha sido robada, este documento podría constituir una pista valiosísima para recuperarla. Como usted ya sabe, la escritura a mano ofrece siempre indicios muy interesantes. Tal vez a lady Brandon le parecerá conveniente confiar el asunto al Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard, para que este se ponga en contacto con nuestra policía. Le ruego que le asegure mis deseos de hacer cuanto esté en mis manos como obsequio, suponiendo que se ignore todavía el paradero de Michael Geste y del zafiro.

—Muy bien, Jolly —le contestó Lawrence—. Iré por allí uno de estos días. Probablemente la primera persona que veré será a Beau Geste en persona, y probablemente podré contemplar el «Agua Azul» esa misma noche.

—No hay duda, George —convino De Beaujolais, quien añadió—: ¿Conoce usted la letra de Michael Geste?

—No, no lo he visto nunca, que yo sepa —contestó—. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso cree que Beau Geste escribió esto?

—Ya he dejado de suponer, amigo mío —dijo De Beaujolais—, pero no puedo dudar de que abriré la próxima carta que usted me envíe con cierta impaciencia por saber si han robado o no el «Agua Azul». En cualquier caso, el hallazgo de este papel en la mano de un cadáver, en Zinderneuf, resulta interesantísimo. Pero, si en efecto, han robado el zafiro, será de un interés tan práctico como único, en tanto que, si no lo han robado, todo su interés será tan solo teórico.

—No muy práctico desde el punto de vista de la recuperación de la joya, según temo. Parece como si el ladrón, la piedra preciosa y la historia, todo hubiese terminado a la vez en el misterioso incendio del fuerte de Zinderneuf —musitó Lawrence.

—¡Dios mío! ¡Jamás pensé en eso! El zafiro más grande y más hermoso del mundo entero, valorado en setecientos cincuenta mil francos, tal vez esté en este momento entre los escombros del fuerte de Zinderneuf —dijo De Beaujolais.

—¡Por Dios! ¡Claro que es posible! —añadió Lawrence—. Suponga usted que fue robado… Dígame; en el caso de que yo le mande un telegrama, ¿le parece que se podría hacer una investigación en Zinderneuf?

Por el momento, George Lawrence se imaginaba empleando sus vacaciones en la búsqueda y hallazgo de aquella piedra preciosa y regresando a Brandon Abbas con un trozo de alúmina cristalizada en el bolsillo y con el valor de setecientos cincuenta mil francos.

—Convendrá reflexionar cuidadosamente acerca de eso, en cuanto estemos seguros de que la piedra ha sido robada, George —replicó De Beaujolais, quien añadió—: Esto es cada vez más interesante. ¡Una expedición a Zinderneuf en busca de un tesoro! Imagínese usted a los árabes si la cosa se divulgase, imagínese también a los constructores del nuevo fuerte, y hasta a la misma guarnición. Zinderneuf sería el puesto avanzado más popular del África entera. Ahora mismo solo era el último, hasta que se hubiese encontrado el zafiro. En caso de que esté allí, me parece que lo peor que se puede hacer sería hacerlo público, pues entonces sí que se perdería definitivamente. Por esto es preciso que guardemos el secreto y que, si es posible, investiguemos nosotros mismos en persona. Pero ¡Dios nos proteja! ¿Más complicaciones aún? —exclamó sonriéndose alegremente.

En cuanto a George Lawrence, continuó fantaseando. Los dos guardaron silencio.

—Supongamos que la piedra preciosa estuvo en el bolsillo de cualquier hombre de los que había en aquella azotea cuando esta se hundió sobre el incendio de la planta baja —dijo De Beaujolais, incorporándose y buscando su pitillera—. ¿Cree usted que la piedra preciosa se destruiría por culpa del fuego? ¿Sabe usted si el fuego ejerce alguna influencia en las piedras preciosas?

—No lo sé —replicó Lawrence—. Pero esto me parece que podrá decírnoslo cualquier joyero. Por mi parte, creo que no. Ya sabe usted que todas ellas se formaron en la tierra gracias a un calor mucho mayor del que puede producir un horno.

—Desde luego —dijo De Beaujolais—, podríamos hacer todos los diamantes que quisiéramos en caso de disponer de suficiente calor y de bastante presión, porque no son nada más que carbono cristalizado. El fuego no afectaría a un diamante y creo que tampoco a las demás piedras preciosas. No —prosiguió diciendo como para sí—, si el «Agua Azul» ha sido robado, probablemente está ahora con toda seguridad en los residuos de Zinderneuf y adornando los calcinados restos de un esqueleto.

Mientras tanto, George Lawrence soñaba despierto consigo mismo, con lady Brandon, y con el sacrificio de su permiso para lograr una valiosa restitución. ¿De su permiso? ¡Oh! Si fuese necesario sacrificaría también su carrera y su vida entera.

«Descríbeme cuáles son los sueños que un hombre tiene despierto y te describiré a este hombre», dijo el filósofo. Esto podría haber descrito a George Lawrence como a un romántico y quijotesco caballero andante o quizás tan solo como a un hombre enamorado. Posiblemente el filósofo podría haber añadido que las descripciones son sinónimas y que, por tanto, George Lawrence era ambas cosas.

Fue despertado de su sueño por la voz de De Beaujolais, que decía:

—Es muy extraño que la noticia no haya aparecido en los periódicos, George.

—En efecto, lo es —replicó Lawrence—. Si el periódico hubiese dicho algo, no hay duda de que yo me habría enterado, porque me leo religiosamente todos los días el Telegraph y el Observer… No, seguramente no se me ha pasado por alto la noticia. Es probable que esa maldita joya no haya sido robada.

—Es lo más seguro —dijo su amigo—. Todos los periódicos ingleses se habrían ocupado del robo de una joya tan famosa como esta. Aunque también es posible que lady Brandon tuviera sus razones para que no se hablase del asunto. ¿Qué le parece a usted un aperitivo?

Y como Lawrence aceptó, una vez más dejaron de hablar de Beau Geste, del «Agua Azul», de Zinderneuf y de su secreto.

Al separarse en Londres, el mayor De Beaujolais le entregó un documento a George Lawrence, quien prometió hacerlo llegar a manos de la dama y, además, tener a su amigo informado de todo lo que ocurriese con respecto a aquella historia.

El mayor se decía que él tan solo conocía la parte central de la historia, deseaba averiguar su principio y seguir su desarrollo hasta el final.


1 Sir Garnet Joseph Wolseley (1833-1913), antiguo mariscal de campo y comandante general del Ejército británico desde 1895 hasta 1901, ganando importantes victorias en numerosas campañas coloniales.

2 Unidad de medida de volumen. 1 saa equivaldría a un recipiente de 3 litros.

3 Caravanas de sal o Azalai. Se usa por comerciantes tuaregs en el Sahara y parte desde Tombuctú y la mina de sal de Taoudenni de Mali. También hace referencia al viaje que se realiza con fines comerciales con una caravana.

4 Nombre que se le otorgaba a los nativos de la India que eran reclutados al servicio de Reino Unido, Portugal y Francia (como es el caso).

5 Antigua colonia francesa en el oeste de África, entre 1880 y 1960 y perteneciente a la federación del África Occidental Francesa. Desde 1960 se convirtió en la República de Malí.

6 En este caso se refiere a los combatientes indígenas reclutados por el Ejército francés durante la época colonial.

7 Poema de 1845 del poeta inglés Robert Browning (1812-1889).

8 Poema de 1860 (publicado en 1861) del poeta americano Henry Wasworth (1807-1882).

9 Nombre de uno de los caballos en el poema de Browning.

10 Personaje de una balada de Coleridge, que mata un albatros, cuya muerte, según la superstición de los mismos, trae desgracias.

11 Tartarín de Tarascón es un popular personaje de aventuras creado por Alphonse Daudet (1840-1897), protagonista de las Aventuras prodigiosas de Tartarín de Tarascón (en francés Les aventures prodigieuses de Tartarin de Tarascon), de 1872.

12 Las guerras bóers (como se le conocen en Reino Unido) o guerras de Liberación (como son conocidas entre los bóers) fueron un par de conflictos armados que tuvieron lugar en Sudáfrica entre el Imperio Británico y los colonos procedentes de los Países Bajos, que tenían el nombre de bóers. La primera fue entre 1880 y 1881 y la segunda entre 1899 y 1902, dando como resultado la extinción de dos repúblicas independientes (el Estado Libre de Orange y la República de Transvaal) que los bóers habían fundado a mediados del siglo xx, dándole así la victoria definitiva al Imperio británico.

13 Los genios y demonios de las leyendas orientales.

14 Una forma de tortura. Las manos y los pies son atados unos junto a otros en medio de la espalda.