Cuando estaba con los Sea Scouts, Warren Young sabía que yo, al igual que él, era un católico en medio de una tropa de scouts mayormente anglicanos. Los dos éramos lo que en el noreste se llamaba «left footers»15.
Young había producido los Gang Shows de Dunston y me había oído cantar, así que me preguntó si quería entrar en el coro de la iglesia de St. Joseph. Yo no mostré mucho interés hasta que comentó que pagaban un chelín y seis peniques semanales.
«Me encantaría», dije entonces.
Dios no tuvo nada que ver con esto. Fue todo por dinero.
Un miércoles por la noche me llevó a un ensayo, y habría allí unos dieciséis mozalbetes como yo, de trece años para arriba, y unos veinte adultos.
Me pidió que cantara algo y me pasó una hoja con himnos. Eché un vistazo y vi que estaba en latín. Adiós a mi chelín y mis seis peniques.
Dije que no entendía lo que ponía y él, sonriendo, dijo: «Claro, ni tú ni ninguno de nosotros».
Entonces me tendió una hoja con la transcripción fonética y pensé, ah vale, esto ya es otra cosa.
Con solo decir «dominus vobiscum» y cosas parecidas, ya te parecía estar haciendo algo sagrado. Los únicos que sabían latín eran los chicos de colegios privados y los curas.
Lo primero que aprendí no era un himno, sino una frase que me enseñó uno de los chicos mayores:
Illegitimi non carborundum.
Lo cual significa algo así como «No dejes que esos hijos de puta puedan contigo». Una lección fundamental para la vida.
Cualquier cosa que se diga en latín o italiano suena elevada y de clase alta. Pensad, por ejemplo, en el Ferrari Testa Rossa; significa «Cabeza Roja», pero ¿qué clase de nombre sería ese para un Ferrari? O el Quattroporte. Es un nombre precioso para un coche, pero significa «Cuatro Puertas». ¿Veis a lo que me refiero?
Volviendo a los ensayos del coro, canté «Oh Come, All Ye Faithful» y el director del coro debió de quedarse impresionado porque me dio una almohadilla y una sotana, que cuando te la ponías te daba un aire todavía más sagrado; ya solo me faltaban las alas.
Tras un par de semanas de ensayos ya estaba listo para mi primer bolo: la misa de una hora del domingo a las once.
La misa católica siempre me había parecido una forma muy complicada de adorar a una deidad. El cura decía cosas y el público respondía con un zumbido monótono. No había la menor alegría, a nadie se le veía feliz. ¡Aunque tampoco es que Dios sea muy gracioso!
Luego estaban los monaguillos que daban vueltas por el escenario (perdón, el altar) haciendo cosas como quitarle el polvo al crucifijo y sacarle brillo a todo. El cura sacó un recipiente con una cadena de plata y lo meneó de un lado a otro haciendo salir un humo bastante apestoso. A mí me recordaba al vudú, pero oye, el dinero manda y había que tragárselo todo. Después cantamos algo; recuerdo ese momento como un cierto alivio, casi como un descanso para los anuncios. Y cuando ya me sentía a salvo, el cura reunió a toda la pandilla del altar y bajó por el pasillo regando a todo el mundo con agua bendita. Una vez intenté quitar una mancha de la sotana con agua bendita y no funcionó, así que ya veis.
Después regresaron al escenario y el maestro de ceremonias sacó una caja de galletitas. Pensé: estupendo, por fin algo de picoteo. Pero no: elevó una de ellas al cielo, dijo algo excepcionalmente sagrado, la partió en trocitos para que cada asistente se acercara a comer el suyo y, mientras ellos comían, nosotros cantábamos. La cosa no era breve. Vaya forma de matar el tiempo. Era algo interminable. Yo me moría de aburrimiento, aquello tenía que acabar ya de una vez. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que se levantó y se sentó la gente, para después arrodillarse y volver a levantarse otra vez. Era agotador.
En algún momento, en mitad de la acción, el cura se subió al púlpito para dar un sermón y nos dijo que fuéramos buenos y no cayéramos en la tentación de comer carne los viernes, excepto spam16, ya que eso no era carne de verdad. Dijo que la cólera de Dios iba a descender sobre nosotros y que cuanto peor nos portáramos en la tierra, más tiempo pasaríamos en un lugar llamado purgatorio hasta que nos dejaran entrar en el paraíso. Para terminar, dijo que Dios nos quería a todos, pero no mencionó al Espíritu Santo. Supongo que ser un espíritu no tiene mucho de particular ahí arriba. Después volvió al altar, se sirvió una copa de vino y se la bebió él solo. Eso me impresionó; el tío ya había celebrado misa de ocho y de nueve, y aún conservaba el equilibrio.
Esa copa había sido la espuela, y mientras cantábamos a pleno volumen, el cura y su pandilla salieron del escenario sin que nadie les aplaudiera, lo cual me pareció muy injusto. Lo había hecho bastante bien.
Mi madre estaba allí, muy orgullosa de mí. Dijo que era el que mejor había cantado, que es lo que dicen siempre las madres. Y lo cierto es que dos semanas después, en un ensayo, el director del coro dijo delante de todos que a partir de ese día yo sería el solista, y me tendió una banda para que me la pusiera alrededor del cuello.
Mierda, pensé, esto es mucha responsabilidad para alguien que no tiene ni idea de lo que es una misa. Hasta ahora me había dedicado a seguir a los demás, pero ahora tendría que cantar solos de vez en cuando. No estaba preparado, y lo sabía.
Me dijeron que a los solistas del coro les pagaban dos chelines y seis peniques. Guau, un ascenso y un aumento de sueldo, y todo en nombre de Dios. Pero aún quedaba un pequeño detalle. Cuando terminó el ensayo, el solista destronado me estaba esperando fuera de la iglesia, y el cabrón era un tío muy grande. Debo decir que pocas cosas dan más miedo que un solista de coro destronado al que le ha cambiado la voz. Se lanzó sobre mí en cuanto salí por la puerta, y me habría dado una buena somanta si el director no llega a salir y le aparta de mí dándole una patada en el culo; a continuación le dijo que estaba terminantemente prohibido pelear en suelo sagrado (que se lo digan a los cruzados).
Mi gran momento como corista tuvo lugar en la misa de gallo de las Navidades de 1960. Canté «Noche de paz» yo solo. Todas las luces de la iglesia estaban apagadas; solo habían encendido las velas. Fue precioso. Mi madre también estaba allí ese día y lloró. Fue algo mágico. No hubo aplausos, lógicamente, pero sí muchos suspiros y muchos «aaahh».17
No todas las ideas de Warren Young tenían un final tan feliz.
El ejemplo que me viene enseguida a la cabeza —porque aquello fue un desastre sin paliativos— fue el torneo de boxeo que organizó una vez entre nuestra tropa y los Sea Cadets de Scotswood, que estaba al otro lado del río. Tened en cuenta que nosotros éramos colegiales de entre diez y catorce años, mientras que los Sea Cadets, que eran una verdadera fuerza naval de reserva, tenían entre dieciséis y dieciocho y unos brazos musculosos y llenos de tatuajes. Y encima eran de Scotswood, que era donde iban los chavales de Dunston los viernes y sábados por la noche… si querían morir. Era el sitio más peligroso de Newcastle, por no decir de todo el norte de Inglaterra; de allí era la terrorífica familia de los Tams y varias pandillas más al estilo de Peaky Blinders. En otras palabras, subirse a un ring de boxeo con esos tíos era una auténtica locura.
Pero yo ya era adolescente y me atrevía con todo —algo que Warren claramente apreciaba de mí—, y puede que me sintiera un tipo duro después de mi victoria frente al ladrón de la lechería. Así que fui uno de los idiotas que levantamos la mano para apuntarnos como voluntarios al equipo, y eso sin haberme calzado unos guantes de boxeo en la vida.
Recibimos un riguroso entrenamiento… que consistió exactamente en un asalto. Ah, y nuestra tropa solo tenía dos pares de guantes, y los que me tocaron a mí eran más grandes que mi cabeza, de modo que tenía que rellenarlos de papel de periódico para que no salieran volando cada vez que intentaba soltar un gancho. E incluso rellenos de periódicos quedaban blandos y sueltos, y el asalto terminó sin que hubiera conseguido dar un solo puñetazo. Pero ya era demasiado tarde para retirarse.
Cuando llegó la gran noche, el salón de los scouts estaba lleno de espectadores, casi todos ellos padres, y entre ellos un tal sargento Johnson que había sido boxeador y entendía bastante de aquel deporte. Se sentó en primera fila con el ceño fruncido y los brazos cruzados. En el momento en que entré en el vestuario y vi a aquellos chavales de la Marina, comprendí que me había metido en un lío muy gordo. El más joven de ellos no tendría menos de dieciséis años, y todos tenían la misma pinta: fríos y duros luchadores callejeros, capaces de mandarte al cementerio por una bolsa de patatas fritas. En comparación con ellos, yo era tan bajito y débil que seguramente a ninguno se le ocurrió que pudiera ser uno de sus oponentes.
Minutos más tarde llegó el árbitro —un cadete vestido con camiseta marinera blanca—, y nos dieron a cada uno un número y el nombre del chaval con el que íbamos a pelear.
Cuando me llegó la hora de saltar al ring, apenas podía mover las piernas de lo aterrado que estaba con todo aquel espectáculo. Las cuerdas. La campana. Las luces del salón parroquial, de un sucio color blanco debido al humo de los cigarros que colgaba del techo. El hombre del botiquín con un cubo en la mano, no tenía ni idea por qué. Era una visión del infierno.
Entonces miré a mi oponente.
Tenía cuatro años más que yo, medía 1,70 y parecía que había salido en libertad condicional para hacer servicios comunitarios. Por supuesto, iba equipado con todo lo necesario: pantalones cortos negros, calzado deportivo y guantes del tamaño adecuado, mientras que yo llevaba los pantalones cortos del cole, playeras y guantes rellenos de periódicos. Bueno, he vivido bastante bien, pensé. Al menos voy a morir dando vueltas…
—Oiga, árbitro, esto es absurdo —gruñó el Sea Cadet al verme—. A este chavalín lo voy a matar.
El árbitro me miró y dudó un momento. Oh, Dios mío, gracias, es un tío sensato y va a poner fin a esto. Pero se encogió de hombros y dijo:
—Qué va, ya se las arreglará.
—Escucha, chaval —dijo el chico, mucho mayor que yo, inclinándose hacia mí—. Te voy a pegar una sola vez; tú quédate tirado en el puto suelo.
Asentí, pensando para mis adentros: tengo que sobrevivir al menos una ronda. No puedo perder con el primer golpe. Sería el hazmerreír de todos. Mi padre no volvería a dirigirme la palabra.
Así que nos tocamos con los guantes —¡DING DING!—, y allí me lancé dando saltitos al estilo de Muhammed Ali, esquivando y agachándome, aprovechando mi velocidad y mi peso pluma. Y en esas empecé a pensar, oye… La verdad es que no se me da tan mal. A lo mejor puedo perder tiempo, hacer que corra el reloj… y agotar a este tío.
Tampoco es que el cadete se moviera mucho.
Estaba ahí quieto, con cara de aburrimiento, como intentando decidir en qué momento…
¡ZAS!
Recobré el sentido en el vestuario; un médico inclinado sobre mí me preguntaba cuántos dedos veía en su mano.
—¿Cuántos… asaltos… he durado? —mascullé.
—¿Asaltos? —dijo el médico resoplando—. Hijo mío, apenas has durado un segundo.
Cuando volví a casa esa noche, mi madre me llamó desde la cocina para preguntar qué tal había ido. Como casi todas las madres de los scouts, ella no había querido ir, porque no podía soportar ver cómo un marinero de Scotswood le recolocaba el cerebro a su pequeño. Y ahora no se atrevía a salir de la cocina y supervisar los daños.
—Ha podido ser peor —dije, como si hablara de una picadura en la lengua.
Papá entró detrás de mí y emitió su veredicto.
—No habría podido dar un puñetazo ni aunque hubieran atado al otro.
Cuando pienso en ello, no me puedo creer la suerte que tuve de ser adolescente precisamente en 1960, justo al comienzo de la mejor década de la historia. Un ejemplo increíble de buen timing. Si hubiera nacido unos años antes, mi adolescencia habría sido igual que la de cualquier generación de chavales de Newcastle de antes de la Segunda Guerra Mundial. Todo habrían sido canciones de music hall como «Keep Yer Feet Still Geordie Hinny» y «Blaydon Races», programas de variedades de la BBC, y no habría conocido el sexo hasta el matrimonio. Ahora, en cambio, estaba a punto de conocer a los Beatles, la minifalda, la liberación de la mujer, los Jaguar E-Type y las expediciones a la luna. Aunque no olvidemos que también estaban la Guerra Fría y la omnipresente amenaza de la bomba atómica.
Ya antes de que empezaran los sesenta se notaba que el estado de ánimo del país estaba cambiando. De repente la opresiva pobreza de la posguerra dio paso a una sensación nueva y desconocida…
El optimismo.
Mi vida también cambió cuando me hice actor infantil de la Tyne Tees Television y salí varias veces en un programa semanal llamado One O’Clock Show. (Al ser bajito podía pasar por más joven de lo que era, y me pagaban la astronómica cantidad de cinco guineas —poco más de cinco libras— por cada aparición. Uno de los productores había oído hablar de mi actuación en el Gang Show, y fue así como me «descubrieron».) La producción más grande en la que aparecí fue un drama futurista llamado In the Year 2000, donde mi única frase era: «Papá, ¿qué es un resfriado?», ya que supuestamente los resfriados ya habrían sido erradicados para entonces. Así de felices e inocentes éramos…
Entre tanto, justo al comienzo de la década, mi padre hizo algo que unos años antes nos habría parecido increíblemente atrevido. Un sábado por la mañana nos llevó a Maurice y a mí a Byker, al otro lado de Newcastle, y fuimos directos a un garaje de coches usados llamado Northern Motors. Yo estaba totalmente alucinado. Íbamos a comprar un coche. Mi padre se decidió por un Wolseley 6/90 verde oscuro con un capó muy grande, seis cilindros y matrícula PBB96. Un trasto absolutamente precioso. El vendedor ni siquiera le dejó dar una vuelta para probarlo; lo más que le permitió fue oír cómo sonaba el motor. Pero eso bastó para que cerraran el trato por la desorbitada cifra de 195 libras.
Mi padre ni siquiera tenía un verdadero carné de conducir. Tenía el carné del ejército, que valía para conducir un camión de tres toneladas por el desierto tunecino. Desde la guerra no había vuelto a conducir, así que estaba un poco oxidado, por decirlo suavemente. «¡Que os calléis!», repetía una y otra vez mientras intentaba manejar los botones y tiradores y las ventanas giratorias y —lo más difícil de todo— el cambio de marchas de columna, «¡estoy intentando conducir!»
Media hora después estaba empapado de sudor y no dejaba de repetir, a voz en grito y con la mirada desquiciada, «¡estoy perdido, estoy perdido, no sé dónde estoy!». Cuando por fin llegamos a casa —una hora más tarde— salió como pudo del coche, intentando recuperar el aliento, y caminó los dos kilómetros que había hasta su club social para tomarse una cerveza.
¡Pero teníamos un coche aparcado en la puerta de casa! Y no era el coche del médico ni el del cobrador del alquiler; era el nuestro. En cuanto papá se marchó, me subí al asiento del conductor y me quedé sentado ahí hasta la hora de la cena. Y después de la cena seguí un buen rato mirándolo por la ventana del salón. Lo malo es que mi padre solo lo tuvo un par de años; las reparaciones, el seguro, los impuestos y la gasolina resultaron ser un gasto excesivo.
Así que hubo que volver a caminar o coger el autobús.
Y él nunca tuvo otro coche ni volvió a conducir en su vida.
En cuanto llegué a la adolescencia mi rendimiento escolar se empezó a resentir. Durante años había sido el primero de la clase A. Después crearon una clase X para que los mejores alumnos de la clase A no se aburrieran, y ahí seguí siendo el primero. Pero de pronto perdí todo interés y pasé del nº 1 al nº 6… Y a partir de ahí, digamos que mi educación se convirtió en una causa perdida. La culpa la tuvo la música.
No ayudaba mucho que el colegio estuviera a reventar y hubiera cuarenta y ocho chavales en cada aula, con lo cual los profesores pasaban más tiempo haciéndonos callar que ayudándonos a aprender. O que, en cualquier caso, los chicos que íbamos a secundaria nunca fuéramos a examinarnos de niveles A —a los quince años te ponían de patitas en la calle—. No teníamos motivo para esforzarnos.
Por increíble que parezca, me las arreglé incluso para meterme en líos en los Sea Scouts.
El problema empezó con una «prueba de campo» que se hacía para acceder al rango de scout de primera clase. La prueba consistía en que otro scout —mi amigo íntimo George Beveridge— y yo teníamos que ir a un campamento llamado Beamish, en el condado de Durham, y una vez allí, atrapar y cocinar una paloma siguiendo instrucciones muy específicas. Tenía que ser entre el viernes por la tarde, al salir del cole, y el domingo por la tarde, y debíamos recorrer a pie los diez kilómetros que había aproximadamente entre Dunston y Beamish, porque si cogías el autobús o hacías autoestop quedabas inmediatamente descalificado.
Así que allá nos fuimos un día hermoso y soleado —es broma: llovía a mares—, y cuando por fin llegamos, nos tiramos una hora interminable montando la tienda de campaña a oscuras.
Ninguno de los dos tenía saco de dormir —eran demasiado caros en aquella época—, así que nos las tuvimos que apañar con unas sábanas sujetas con imperdibles. Y el tiempo era horriblemente frío y húmedo, y tampoco habíamos llevado comida suficiente, pero estábamos tan agotados que nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente nos tocaba preparar una trampa para la paloma. Básicamente era un montón de hojas, trozos de cuerda y ramitas con una puerta sujeta por otra rama, y dentro, a modo de cebo, un poco de pan. Cuando una paloma torcaz hambrienta se aventuraba a entrar para picotear un poco, tirabas de la ramita, el pájaro quedaba atrapado, y así podías retorcerle el pescuezo. Cocinarlo era una operación distinta; para eso había que hacer un «horno de barro» en la orilla de un río. Pero hasta que no atrapáramos a nuestro pájaro, no íbamos a preocuparnos de eso.
Así que fabricamos la trampa, la montamos… y nos sentamos a esperar.
Y esperamos.
Y esperamos.
Para cuando nos dimos cuenta ya era mediodía. Y empezamos a preguntarnos por qué una paloma silvestre en su sano juicio iba a querer vivir en un campamento frecuentado por scouts hambrientos en pantalón corto que ponían trampas a las palomas torcaces.
A las cuatro de la tarde nuestra suerte no había mejorado y empezamos a preocuparnos, porque a las doce del día siguiente venía un examinador a supervisar la trampa y probar nuestra paloma. Y los dos queríamos, a toda costa, ser Sea Scouts de primera categoría. Así que dijimos: a la mierda, vayamos andando hasta la señal más cercana de civilización —que resultó ser una antigua población minera llamada Stanley— a ver si alguien nos ayuda.
Tuvimos muchísima suerte, porque en la calle principal de Stanley había una pollería, es decir, una carnicería en la que solo se venden aves y caza. Entramos y preguntamos al señor del mostrador, un tipo con gorra y pinta de granjero, cuánto costaba una paloma torcaz. Nos dijo el precio, contamos el dinero para ver si teníamos suficiente entre los dos —lo teníamos— y decidimos inmediatamente comprar una.
—¿Queréis que os la desplume? —preguntó el tipo—. Serían dos peniques más.
—¡Nooo! —gritamos al unísono, recordando que el manual de los Sea Scouts exigía que el pájaro fuera cocinado con plumas y todo. Usar un pájaro desplumado habría sido un puto cante.
—¿…Seguro, chavales? —preguntó el pollero—. Desplumar un pájaro tiene su aquel.
—Sí, señor, estamos seguros.
Y nos volvimos al campamento para acostarnos pronto.
Después de dormir a pierna suelta aquella noche, nos pusimos a cocinar el pájaro que habíamos «cogido» en la pollería, asegurándonos de seguir al pie de la letra las instrucciones del manual del Sea Scout.
Primero teníamos que cortarle la cabeza, lo cual no fue muy agradable, y luego las patas. Después bajamos a la orilla del río que pasaba junto al campamento —se llama Beamish Burn— y cavamos dos hoyos en el barro, uno encima de otro. En el de más abajo pusimos trozos de madera y materiales para hacer fuego y lo encendimos, y en el de arriba pusimos a la paloma. Tapamos el hoyo de arriba con barro, y con eso más o menos ya teníamos un horno de barro de andar por casa. El tiempo de preparación era entre dos y tres horas; una vez transcurrido, sacamos las cacerolas, las llenamos de zanahorias, patatas y agua, y las cocimos en el fuego. La comida estaba prácticamente lista para servir.
Por fin llegó el examinador para juzgar nuestro trabajo.
Era un momento crucial. Si daba el visto bueno, nos convertiríamos oficialmente en Sea Scouts de primera clase. Habríamos llegado a lo más alto del escalafón.
—Jefe de patrulla Johnson —rugió el examinador—, enséñeme su paloma.
—Sí-sí, señor —dije, mostrando un amasijo de barro cocido con un pájaro dentro.
—Ummm —dijo, mirándolo con escepticismo—, ¿y las guarniciones?
—Aquí están, señor —dijo George, enseñando el platito de hojalata donde estaban las verduras, que por supuesto habíamos cocido y recocido hasta convertirlas en una papilla grisácea.
—Muy bien preparadas —asintió el examinador.
A continuación cogió el amasijo de barro y lo abrió con su cuchillo de cazador, como si estuviera abriendo un coco. Y tachán… En su interior apareció una pechuga de paloma torcaz perfectamente asada —rojiza, con pinta muy sabrosa, casi parecía cordero—, con las plumas y la piel separadas de manera natural gracias al calor del horno, tal como lo describía el manual.
Yo no me lo podía creer.
—¡Lo conseguimos! —le dije a George. Él asintió y me hizo el gesto de victoria con los pulgares.
Así que el tío se sentó en un tronco, cortó la carne, la sirvió en el plato de hojalata con las verduras cocidas y empezó a zampársela. Y a juzgar por los ruidos que hacía, le estaba encantando.
—¿Tenéis sal? —preguntó, con la boca llena de paloma y verduras.
—¿Perdone? —dijo George.
—Sal —dijo haciendo el gesto de agitar un salero.
—¡Oh, sí, señor! ¡Aquí tiene, señor! —dijo George, haciendo los honores. Pero el tío ya casi tenía el plato limpio. Miré a George sonriendo, él me sonrió a mí, y entonces…
CRAC.
De repente el examinador se llevó la mano a la mandíbula con gesto de angustia y lanzó un aullido de dolor, intentando sacarse de la boca algo a lo que le había dado un fuerte mordisco. Escupió el bocado en el plato y empezó a hurgar con los dedos hasta que encontró lo que buscaba y lo levantó para que lo viéramos bien.
George y yo cerramos los ojos al ver aquella cosita negra que tenía en la mano.
Era… ah… Esto podía ser un problema.
Un perdigón de escopeta.
—Os ha costado mucho cazar esta paloma, ¿verdad, chavales? —susurró el examinador con voz encolerizada.
—¿Cómo ha podido llegar eso ahí? —farfulló George.
—Alguien debió de pegarle un tiro al pájaro… ¡antes de que cayera en la trampa! —dije casi sin aliento—. ¿¿No es una gran coincidencia??
—¡Ya basta! —rugió el examinador—. ¡Habéis hecho trampa en la prueba! Habéis decepcionado a vuestra tropa… ¡y habéis decepcionado a los Scouts! ¡Debería daros vergüenza! ¡Voy a proponerle a vuestro jefe un despido deshonroso!
Aquello era muy grave.
Volvimos a Dunston con un nudo en el estómago y muy apenados por nuestra suerte. Me horrorizaba la idea de decepcionar a Warren, después de todo lo que había hecho por mí. Y desde luego, no quería un despido deshonroso de los scouts en mi historial cuando llegara el momento de buscar trabajo. Porque a ver, ¿a quién coño le echan de los Sea Scouts? Ya oía la voz de mi padre retumbando en mi cabeza: «¡Vas a acabar barriendo las calles!».
En la siguiente reunión de la tropa tuvimos que dar explicaciones a nuestro comodoro, una capitán de navío retirado de setenta años que, por algún oscuro motivo, vivía en una habitación encima de un pub de Birtley.
Pero lo curioso fue que… no pareció importarle mucho.
Y tampoco a Warren Young.
—No os preocupéis, chavales, en toda la historia de esta prueba nadie ha conseguido cazar una paloma —nos dijo—. Vosotros habéis sido los primeros en mostrar al menos un poco de iniciativa. Siempre decimos que tenéis que estar preparados… y lo habéis estado. Sí, vale, tendríais que haber sido más sinceros con el examinador… y el pobre va a necesitar un pequeño arreglo en la dentadura. Pero como yo mismo le dije: ¡un Sea Scout no puede aprender sin cometer errores!
George y yo nos quedamos callados. ¿De verdad que nos íbamos a librar así de fácil?
—Eh, entonces… ¿no tendremos despido deshonroso? —aventuró George.
—¡No, claro que no! —resopló Warren—. Lo que pasa es que el examinador estaba muy enfadado.
—Entonces, ¿tendremos un… despido honroso? —pregunté.
—Noooo, no, no, no —dijo Warren riéndose—. ¡Nunca despediríamos a un Sea Scout por una cosa tan tonta! Y creo que habéis aprendido la lección, ¿verdad, chavales?
Los dos asentimos con mucho énfasis.
—Muy bien —dijo Warren, poniéndose muy serio de repente—, porque hemos decidido montar otro Gang Show… y voy a necesitar vuestros servicios…
Unas semanas después, Warren me hizo su último y mayor favor de todos.
Yo sabía que trabajaba de delineante en C.A. Parsons & Co., que tenía sus oficinas en Heaton, junto al río, en Shields Road. Era un lugar enorme que ocupaba unas cuarenta hectáreas, con una terminal de ferrocarril justo al lado; las vías del tren terminaban en los edificios de la fábrica. Para apreciar de verdad la escala de aquel sitio tenías que verlo con tus propios ojos. A eso se referían los que llamaban por entonces a Inglaterra el «taller del mundo».
Yo siempre había dado por hecho que conseguir un trabajo allí sería imposible. Era bien sabido que cada año contrataban solo a unos sesenta aprendices —de toda la región noreste—, así que la única forma de entrar por esa puerta era estar entre los mejores.
Pero Warren insistió en que me presentara, y me prometió que hablaría bien de mí.
—Brian —dijo—, puede que no hayas ido al instituto, pero eres un chaval espabilado, tienes mucha energía, eres trabajador y, lo más importante, siempre estás dispuesto a probar cosas nuevas, ya sea subirte a un ring de boxeo, cazar una paloma o disfrazarte de las Berveley Sisters en el Gang Show. Pero no te preocupes, que no diré nada de eso en tu carta de recomendación.
Así que seguí su consejo y me presenté, pensando que no habría respuesta. Pero me llamaron para una entrevista… y unas semanas después llegó a casa una carta que hizo que a mi madre se le saltaran las lágrimas.
En ella se me invitaba a ser aprendiz en Parsons, lo cual equivalía a cinco años de escuela técnica y formación en el trabajo, seguidos de un empleo protegido por el sindicato de por vida —siempre que no la cagara—. Hasta mi viejo estaba que no se lo creía. O al menos, cuando le di la noticia, gruñó con un poco más de entusiasmo que de costumbre.