Nochevieja de 1966.
Soy joven, libre y sin compromiso —o al menos estoy soltero—, y las cosas marchan viento en popa.
Para empezar, he dejado a Section 5 y ahora canto en un grupo nuevo, mucho mejor y con un nombre mucho más sensato. Vale, esto último no es cierto. Nos llamamos The Gobi Desert Kanoe Klub23, que es algo que hemos leído en una camiseta de coña que anunciaban en la contraportada del New Musical Express junto con una oferta de patillas postizas… que además compramos, sin pararnos a pensar en el color24. En cuanto al estilo musical, basta con decir que yo salgo al escenario equipado con unas maracas y una pandereta. Ah, y no hacemos «bolos». Hacemos «happenings» y, mejor todavía, «love-ins25».
¿He dicho ya que tengo una nueva novia? Pues sí, y está buenísima. Pelo rojo como el fuego. Grandes ojos azules. Se llama Carol, y no podemos despegarnos el uno del otro.
Y ahora se acercan las doce de la noche y nos dirigimos a una fiesta para celebrar el paso de 1966 a 1967, en casa del guitarra rítmica de The Gobi Desert Kanoe Klub, Dave Yarwood, un tío valiente que va con el pelo cortado en plan tazón, camisa de flores y pantalones blancos ajustados.
Como todos los que asisten a esa fiesta, Dave es una de esas improbables y maravillosas criaturas: un jipi de Newcastle. En 1966 hay cientos como nosotros en el noreste, por no decir miles. Nuestro dios es el melodioso Scott McKenzie, y nuestro himno es «San Francisco», a pesar de que San Francisco queda muy, muy lejos de casa de Dave, en Scotswood Road.
La Nochevieja —o Noche de Año Viejo, como la llaman algunos— es un evento importante en Newcastle, y no solo porque allí nos parece bien cualquier excusa para pillarnos un buen pedo. Cuando el reloj da las campanadas, todos los barcos del Tyne tocan las sirenas, y la ciudad entera vibra al son de este sonido inquietante y emotivo que recorre varios kilómetros a través de la niebla y la lluvia. Es el momento del «primer invitado»: el primero que entre en una casa el 1 de enero debe hacerlo cargado con una bolsa de carbón para llevar la buena suerte, y es recibido con un vaso de whisky y un coro de voces que entonan el «Auld Lang Syne»… A no ser que sea una mujer, o un pelirrojo, en cuyo caso caerá sobre el anfitrión una maldición para los próximos doce meses. Extraña superstición, teniendo en cuenta la cantidad de tías y de pelirrojos que hay en la zona, pero a mí no me miréis, yo soy medio italiano y no tuve nada que ver con eso.
Todavía hoy, Carol y yo seguimos sin acordarnos de nada de lo que pasó entre las campanadas de las doce y la mañana siguiente, momento en que nos despertamos abrazados en el suelo del salón de Dave.
Lo único que sé a ciencia cierta es que los dos estábamos muy borrachos…
Y que uno de los dos acabó muy embarazado.
En la senda que conduce a un cantante de rock hacia la fama y la fortuna, dejar preñada a tu novia a los diecinueve mientras curras a jornada completa en una fábrica no es el paso más aconsejable.
No es que me arrepienta. No podría arrepentirme. La niñita que nació nueve meses después —mi preciosa Joanne— me ha dado más alegría y amor de lo que sería capaz de expresar.
Pero digamos que podríamos haber elegido un momento mejor.
De hecho, habría sido imposible elegir un momento peor.
Pensad que, para un aspirante a músico de rock, no podía haber mejor lugar que la Inglaterra de comienzos de 1967. Era como ser explorador en Portugal en la época de Cristóbal Colón. O pintor en Italia en pleno Renacimiento. Si recordáis todo lo que estaba pasando por entonces, era algo tremendo. Los Rolling Stones acababan de sacar un single de doble cara A con «Let’s Spend the Night Together» y «Ruby Tuesday». El Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de los Beatles estaba a punto de salir… Al igual que el Are You Experienced de The Jimi Hendrix Experience y el single «Waterloo Sunset» de los Kinks. Y en cuestión de meses, la BBC lanzó Radio One.
Solo la existencia de Radio One ya nos cambió la vida a todos. Antes de eso, lo único que ofrecía la radio de la BBC era esa mierda asquerosa del Light Programme o, peor aún, el Home Service, con sus pronósticos meteorológicos para navegación que parecían durar días, describiendo al detalle cada ráfaga de viento y cada gota de lluvia en lugares que no conocían más que cuatro pescadores. «Holmsgarth, noroeste, de dos a cuatro… buen tiempo en general, malo a ratos… Lochmaddy, lluvia ligera e intermitente, de poca intensidad…»
Y de repente pasaron de eso a estar pinchando «Flowers in the Rain» de The Move, que fue la primera canción que sonó en las ondas de Radio One. Esa mañana me descontaron un cuarto de hora del sueldo; no era capaz de despegarme de la radio Rediffusion que teníamos en la cocina.
Y cuando llegué al trabajo, solo pensaba en volver corriendo a casa para seguir escuchando.
A decir verdad, ya había sentido que me estaba perdiendo los sesenta incluso antes de convertirme accidentalmente en papá. Porque mi trabajo en Parsons no era solo de nueve a cinco. Cuando supe que habría semanas enteras en las que iba a hacer el turno de nueve de la noche a siete y media de la mañana me quedé hecho polvo, por mucho que la paga fuera doble y la semana tuviera solo cuatro días. El dinero extra me daba igual, y eso que no me sobraba ni un penique. Pero yo quería tener noches libres para tocar con mi grupo.
Recuerdo mi primer turno de noche como si fuera ayer. Iba camino de la fábrica con otros dos aprendices como yo, y en esas levanté la vista y vi una puesta de sol espectacular. Ya sé que me quejo mucho del clima del noreste, pero debo reconocer, con el corazón en la mano, que las puestas de sol allí son inigualables. El viento se convierte en el pincel de Dios y los nubarrones en su paleta de colores, y el cielo estalla formando increíbles remolinos de rosas, naranjas y rojos, sobre todo en verano, ya que cuando estás tan al norte nunca oscurece del todo.
—Ostras… fijaos en eso —dije, estirando el cuello para no perder detalle.
—¿En qué? —fue la respuesta.
—El cielo, tío, el puto cielo.
Los tíos levantaron la vista, se miraron entre sí y se encogieron de hombros. Ya sabían lo que era una puesta de sol.
—Pensad en todo lo que está pasando bajo este mismo sol en el resto del mundo —dije maravillado—. Todos esos lugares fantásticos. Toda esa gente fantástica. Todas esas aventuras esperando a ser vividas.
Entonces dirigí la mirada al taller de máquinas ligeras, un enorme agujero negro en el cual se adentraban las vías del tren.
—Y nosotros, en cambio —dije—, metiéndonos ahí.
Me miraron como si acabara de aterrizar de otro planeta.
—Estás como una cabra, tío. ¿Lo sabías? Estás como una puta cabra.
Para acrecentar aún más mi frustración, había empezado a ver en directo a muchos grupos importantes, y eso me daba una ligera idea de cómo podría ser mi vida si consiguiera hacerme cantante profesional.
El primer bolo que recuerdo fue en el Odeon Cinema de Pilgrim Street, en Newcastle. La entrada era gratis porque estaba patrocinado por una marca de tabaco, lo cual no era ningún problema por entonces, ya que el tabaco era bueno para la salud —o eso decían los médicos que lo defendían—. La artista principal era Julie London. Recuerdo que al entrar te daban un paquete de veinte cigarros; para mí y para George Beveridge, que vino conmigo, eso fue como si Papá Noel hubiera adelantado su visita. Normalmente andábamos tan pelados de pasta que los comprábamos en paquetes de diez. Además de la atracción principal había varios grupos más, y cada uno de ellos tocó un par de canciones. Los Bachelors, los Fourmost y después los Pretty Things, que salieron y arrollaron a todos los que estábamos allí con «Don’t Bring Me Down».
Habría dado un brazo por ser cualquiera de esos tíos que veía sobre el escenario, sobre todo por ser uno de los Pretty Things.
Una de las razones por las que todos los grupos buenos subían a Newcastle era el Club a’Gogo, un sitio regentado por el famoso mánager cockney Mike Jeffery. Se convirtió rápidamente en el equivalente del Marquee de Londres en el noreste, más que nada porque Jeffery había conseguido a un cantante excelente, Eric Burdon, para el grupo residente del club.
Ese grupo, por supuesto, eran los Animals.
Todo el mundo pasaba por el Club a’Gogo. Los Rolling Stones. Los Who. Ike and Tina Turner. Howlin’ Wolf. Los Animals llegaron a dedicarle una canción al club, y la sacaron como cara B de «Don’t Let Me Be Misunderstood». Así de importante era ese sitio. Pero había muchas otras salas en la ciudad. Estaban La Dolce Vita, el Downbeat, Change Is, el Oxford, el Majestic, el Cavendish y, por supuesto, el Mayfair, con su fabuloso escenario giratorio.
Sí, Newcastle estaba muy en la onda por aquellos días.
El Mayfair era el club al que más iba porque tenía el mejor equipo de sonido y una «noche de rock» en la que los DJs pinchaban las novedades más heavies de rock y blues a un volumen que era como un puñetazo en el estómago. La canción que más ansiábamos escuchar era «My Generation» de los Who. Siempre esperábamos al momento en que Roger Daltrey cantaba, con ese tono genial y amenazador, «Why don’t you all…. f-f-f-fade away?26», y todos lo coreábamos desparramados por la pista de baile, con la cabeza echada hacia atrás, haciendo con el brazo los molinos de viento de Pete Townshend mientras Keith Moon aporreaba como loco su batería.
Me gustaba tanto esa canción que más tarde intentamos versionarla con The Gobi Desert Kanoe Klub…
Pero nos quedamos sin talento ya en la primera estrofa.
El concierto que realmente nos hizo comprender a qué velocidad estaba llegando el futuro fue el de The Jimi Hendrix Experience. Os puedo decir hasta la fecha: 10 de marzo de 1967. En el Club a’Gogo, por supuesto. Debió de ser uno de los primeros conciertos de Hendrix en Inglaterra, lo cual es lógico teniendo en cuenta que sus mánagers eran Mike Jeffery y Chas Chandler, de los Animals.
En cuanto me enteré de que venía a tocar, supe que iba a ser algo distinto. El tío ya lo estaba petando incluso antes de que nadie le hubiera oído tocar; en Record Mirror habían escrito un artículo sobre él y lo llamaban «Mr. Phenomenon». Entonces se publicó Are You Experienced —se decía que la primera canción, «Foxy Lady», iba sobre la novia de Roger Daltrey—, y recuerdo que al oírlo pensé: «¿qué coño es esto?». Era como si el tío se hubiera materializado desde otra dimensión… trayéndose de allí un montón de frecuencias nuevas.
Mucho más potentes.
Pero, claro, no tenía dinero para la entrada. Y en realidad daba igual, porque se agotaron en un segundo. Así que hice lo que cualquier chaval un poco espabilado habría hecho en mi lugar. Cuando los porteros estaban distraídos, me puse a cuatro patas y pasé a gatas por debajo del mostrador de entrada.
Para cuando alguien me vio, yo ya corría escaleras arriba mezclándome con el resto de la gente.
No cabía ni un alfiler. La sala estaba al doble o triple de su capacidad. Apenas se podía respirar. Años después me enteré de que también estaba allí un tal Gordon Sumner, más conocido como Sting, que por entonces era un chavalín de quince años. Y también, aún más joven, un tal James Bradford, hoy Jimmy Nail, que no tenía ni trece años. Quizá debería explicar que el Club a’Gogo tenía dos salas. Una recibía el nombre de «The Young Set» porque era para menores de dieciocho, y la otra era «The Jazz Lounge», para un público mayor y más sofisticado. Esa noche estábamos en The Young Set, porque el concierto del Jazz Lounge no empezaba hasta una hora tan intempestiva como las dos de la mañana.
El propio Sting se acuerda de que hubo un poco de lío cuando los dueños del club intentaron pillar al chaval que se había colado. («¿Que eras tú?», me dijo cuando se lo conté años después.) Pero me las arreglé para encontrar un sitio hacia el fondo de la sala donde pude quedarme camufladamente (no sé si existe esta palabra) y escuchar. Era lo único que podía hacer, escuchar, porque ver algo era imposible… aparte de un poco de la cinta que llevaba Hendrix en la cabeza, el clavijero de la guitarra y algún detalle de la casaca. De pronto hizo un movimiento con la guitarra y se le quedó enganchada en el falso techo —algo no muy difícil en un lugar tan horriblemente claustrofóbico—. Otro guitarrista habría parado el concierto, pero él siguió tocando con la guitarra ahí colgada.
Y en un momento dado, si no recuerdo mal, con los dientes.
El club se vino abajo.
El mundo nunca volverá a ver algo como Jimi Hendrix. El aura que tenía. El carisma. No hay palabras que le hagan justicia ni de lejos. Aunque para ser sincero, diré que el sonido fue horroroso. Era malo de verdad. Ni siquiera había roadies que acompañaran al grupo. Tan solo Mitch Mitchell a la batería y Noel Redding dándole al bajo. No había mesa de mezclas ni técnico, simplemente tres tíos sobre el escenario y aquel ruido increíble, totalmente abrumador, todos los volúmenes al rojo, las válvulas ardiendo, chispas volando, el aire vibrando y crujiendo con aquella corriente de alta tensión. Todo ello esculpido y moldeado por el propio Jimi Hendrix, con sus formidables dedos. El tío abría su alma al público a través de la guitarra.
Se hacían llamar «experiencia», pero en realidad eran un ataque frontal. Al salir del concierto sabías que el mundo había cambiado, que tú habías cambiado. Es el mismo efecto que veo cuando Angus Young se suelta, se pierde en su propio mundo y usa la guitarra para traducir lo que está sintiendo.
Por supuesto, salí de allí totalmente enganchado.
Todavía me zumbaban los oídos del concierto de Hendrix cuando decidimos formar The Gobi Desert Kanoe Klub.
Éramos un servidor a la voz, Dave Yarwood (el de la famosa fiesta de Nochevieja) a la guitarra y otro guitarrista más que decente llamado Ken Brown. (Yo conocía a Ken de Parsons; era un tío con melena y bigote que más tarde se emparejó con Jen, la hermana de Carol, y acabó siendo mi cuñado.) Al bajo estaba mi viejo colega Steve Chance, y a la batería un chaval que atendía al extravagante nombre de Fred Smith.
Hay por ahí una foto de los cinco sentados en la escalera de atrás de casa de Dave, intentando parecer unos tíos enrollaos.
Si no recuerdo mal, Ken quería que nos llamáramos Half Past Thirteen27, pero a todos nos pareció una idiotez.
Teníamos grandes planes, por supuesto. Pero con nuestras discutibles versiones de temas de John Mayall & The Bluesbreakers y de The Paul Butterfield Blues Band —con mi pequeño juego de voces Watkins de diez vatios totalmente ahogado por las guitarras de Dave y Ken—, estaba claro que no íbamos a llegar muy lejos.
Aunque con este grupo tuve uno de los ritos de iniciación más importantes en la carrera de cualquier músico.
El día que ocurrió estaba en casa de mis padres, mirando por la ventana del salón.
Primero oí aquel horrible chirrido. Luego hubo un estruendo ensordecedor. Y entonces la vi aparecer, envuelta en el humo del tubo de escape: una furgoneta Austin J2 con las palabras «Gobi Desert Kanoe Klub» escritas a uno de los lados.
Por primera vez en mi vida estaba en un grupo con transporte propio.
En algún lugar del firmamento, Dios estaba tocando el estribillo de «Aleluya» con su Fender.
Sí, ya sé… La furgoneta era una mierda. Pero esa mierda era nuestra. Nos daba igual que el cable que iba de la palanca de marchas a la transmisión se rompiera continuamente y a veces hubiera que cambiar de marcha con unos alicates. O que aquel trasto avanzara casi de lado porque los neumáticos estaban totalmente desgastados, o que la alineación estuviera fatal. Para nosotros, aquella pequeña furgoneta con pinta tan poco fiable era la libertad. Ya no teníamos que cargar con el equipo en un bus de línea o, peor aún, suplicar a los colegas que nos llevaran a algún sitio. No recuerdo quién nos vendió semejante trampa mortal. Solo sé que juntamos dinero entre todos, que el padre de alguien puso lo que faltaba y que el precio fue unas veinte libras (aunque debería haber costado veinte libras menos).
Cuando aquella furgoneta se detuvo en el nº 1 de Beech Drive, el mundo entero se ralentizó.
Se descorrieron cortinas.
Se asomaron cabezas.
Se oyeron exclamaciones y susurros.
Y cuando salí de casa y recorrí el caminito que llevaba a la calle, me imaginé los flashes de los fotógrafos, las chicas gritando mi nombre, los fans chillando. Se abrió la puerta lateral de la furgoneta, me metí en ella y cerré dando un portazo. Ahora toda la calle sabría que era músico. Tío, cómo molaba.
Era esa maravillosa sensación de estar donde debías estar…
Hasta que volvías a la realidad.
He dicho que tocábamos en «love-ins» y en «happenings», pero en realidad solo hubo un love-in —un evento organizado por alumnos de la Universidad de Reading a fin de recaudar dinero para causas benéficas—; los únicos sitios donde nos contrataban eran los pubs más decrépitos del noreste. Los clubs para trabajadores aún no dominaban la escena como lo harían más tarde en los setenta, pero no éramos lo bastante mainstream para ellos. Preferían contratar a cómicos, malabaristas y prestidigitadores.
—¿Noooo podéeeeis tocar naaaada de las listaaaas? —nos gritaba el público las escasas veces que tocamos en esos sitios. Entonces tocábamos otro tema de Paul Butterfield, y los que no nos estaban tirando colillas, asqueados con nosotros, se marchaban sin más.
Peor nos fue aún cuando intentamos que nos programaran como parte de algún «evento». El único bolo de ese estilo nos lo consiguió el tío de Steve Chance, que acababa de abrir el primer motel de Northumberland cerca de la vía romana que lleva a Carlisle, en mitad de la nada.
Allí era donde había decidido construir su motel el tío de Steve, que era un magnate en ciernes. Como iniciativa era muy rompedora: se atrevió a hacer algo que no había hecho nadie, porque allí nadie sabía lo que era un motel.
Hasta que llegamos allí —todo un milagro, dado el estado de la furgoneta— no teníamos ni idea de que íbamos a tocar en una fiesta navideña de la brigada local de bomberos. Es decir, que el público iba a estar compuesto mayormente de tiarrones de cuarenta o cincuenta años con sus esposas, y que mientras tocábamos iban a estar picoteando un bufé de jamón y guisantes aliñado con la ceniza de sus cigarros.
—¿Tú crees que es buena idea? —le pregunté a Steve, un poco nervioso, viendo todo aquello por la ventanilla.
—¡Es un concierto pagado! —dijo Steve—. ¿Qué más quieres?
Cuando empezamos a descargar el equipo, el capitán de los bomberos se nos acercó y soltó la bomba.
—Muy bien, chavales —dijo—, cuando estéis listos voy al micro, os presento y entonces, como hemos quedado, empezáis con el «Fire Brigade» de The Move.
Nos quedamos mirándole.
—No sé si le he entendido bien —dije con toda la educación que pude—. No hemos hablado de eso con nadie.
—Pues se lo dejé muy claro al mánager del hotel. «Fire Brigade» es la canción del cuerpo de bomberos.
Todos los ojos se posaron sobre Steve, cuyo tío era el susodicho mánager. Steve se encogió de hombros.
—Lo siento mucho —dije—, pero no sabemos tocar «Fire Brigade». Teníamos pensado empezar con algo de Chuck Berry.
—¡Pero claro que os la sabéis! —dijo el capitán riendo, y a continuación se puso a cantarla—: Corre-y-apaga-ese-fue-gooo, llama-a-la-brigada-de-bomberoooos, apaga-el-fuegoooo...
—Sí que la conocemos —le interrumpí—, lo que quiero decir es que no sabemos tocarla.
—¡Está en el número 1 de las listas, no puede ser muy difícil!
Yo estaba cada vez más desesperado.
—¿Le importa si hacemos una de Chuck Berry? —pregunté.
—Mira, hijo, la única razón por la que os hemos contratado es para que toquéis «Fire Brigade». Así que haced un intento, ¿vale?
De puta madre.
Una vez montado el equipo nos reunimos para un ensayo de emergencia. Dave, Ken y Steve intentaron sacar los acordes, yo intenté recordar la letra y Smithy tanteó en busca del ritmo. (Estábamos en 1968, no podías abrir una app y oír la canción al momento.) Salimos al escenario sintiéndonos totalmente faltos de preparación e hicimos lo que pudimos por tocar aquel tema. Yo me inventé la mitad de las estrofas, pero el estribillo era bastante fácil: básicamente, Roy Wood quería que alguien llamara a la «brigada-de-bomberooos» porque la tía que se sentaba a su lado en el cole estaba buenísima. Al público le dio todo igual; lo único que querían era corear el estribillo.
Cuando al fin la terminamos fue el mayor alivio de mi vida.
—Y ahora —dije jadeando, con la frente sudorosa—, vamos con un poco de Chuck Berry...
Eso cayó como un jarro de agua fría. Se oyeron gritos de «¡Tocad otra vez “Fire Brigade”! ¡Queremos “Fire Brigade”!».
—¡Que no nos la sabemos, joder! —dije al micro, provocando un acople.
—¡QUE LA TOQUÉIS DE UNA PUTA VEZ, JODÍOS!
Debimos de tocarla unas cinco veces. Luego un listillo gritó que tocáramos «Penny Lane». Al principio no lo pillaba; luego recordé que una parte de la letra habla de un bombero que siempre tiene su camión muy limpio. Y tuvimos que intentarlo. No íbamos a discutir con una sala llena de bomberos borrachos.
No sé qué fue lo que acabó con nosotros: la brigada de bomberos, el hecho de que yo fuera a ser padre o nuestra incapacidad de acceder a salas grandes donde se tocaba el tipo de música que hacíamos. No lo sé.
Fuera lo que fuese, la furgo la cascó más o menos a la vez que nosotros. Una noche conducía de regreso a North Shields después de dejar a todo el mundo en casa y vi que me seguían unas luces azules. Mierda. La poli me estaba diciendo que parara. Esto suponía un problema, sobre todo porque los frenos no funcionaban y la única forma de parar era forzar la primera marcha con los alicates a la vez que tirabas del freno de mano, esperando que no se produjera ningún fallo mecánico catastrófico.
—¡Baja de la furgoneta, chaval! —dijo el madero cuando por fin conseguí frenar del todo—. No puedo dejar que conduzcas esto, es un peligro.
Entonces se fijó en la pegatina de pago del impuesto de circulación… que, por supuesto, era una etiqueta de Brown Ale. En el noreste, todos los menores de veinticinco que tenían una furgoneta le ponían la etiqueta de Brown Ale en vez de la pegatina del impuesto de circulación (yo, al menos, había hecho eso). Era como si los de Scottish & Newcastle Breweries se hubieran propuesto hacerla casi del mismo tamaño y la misma forma.
—Haré como que no he visto eso —dijo el madero—. Y para hacernos la vida más fácil a los dos, tampoco te preguntaré si tienes seguro, porque creo que ya sé la respuesta. Pero sí voy a insistir en que me sigas muy despacio hasta comisaría, donde me haré cargo de esta furgoneta y aliviaré sus penas. En el desguace.
Se me cayó el alma a los pies.
Sin transporte no podía haber bolos, y sin bolos no había grupo.
Aunque lo cierto es que tenía cosas más importantes en las que pensar.
Me casé con Carol el 1 de junio de 1968; para entonces ella ya lucía una panza considerable. Todo el mundo intentó quitarnos de la cabeza la idea de casarnos. La madre de Carol se ofreció a cuidar del bebé. Mi padre insistió en que tenía toda una vida por delante, que no tenía ni idea de dónde me metía. Pero como tantos otros adolescentes antes que yo, no les escuché. Me parecía que lo suyo era casarme con la chica a la que había dejado embarazada.
El lugar fue una iglesia de North Shields, la ciudad costera donde se había criado mi prometida. Esto era un poco raro, porque North Shields es un lugar de pescadores y Dunston es un pueblo minero; históricamente hablando, los pescadores siempre han despreciado a los mineros y nunca han dejado que sus hijas se casen con hijos de familias mineras. Vamos, que era un rollo tipo Romeo y Julieta. Pero por suerte ningún familiar de Carol se dedicaba ya a la pesca, y la tensión había aflojado con los años.
La ceremonia pasó en un abrir y cerrar de ojos. Éramos unos críos. No teníamos ni idea de cómo comportarnos en semejante ocasión. Con decir que el padrino fue Dave Yarwood y que el vestido de novia lo hizo mi madre…
Una vez intercambiados los votos matrimoniales, papá vino y me preguntó:
—¿Eres feliz?
—Todo va a ir muy bien, papá —le dije, pero se me veía el miedo en la cara. ¿Cómo iba a funcionar aquello? ¿Cómo iba a tener un trabajo a jornada completa y hacer medios turnos extra y cuidar de una esposa y una hija, y seguir tocando en un grupo de rock? La respuesta ya la conocía, claro. Era imposible. Debía renunciar a algo. Y ese algo no iba a ser el trabajo ni los medios turnos ni cuidar de mi esposa y mi hija.
La recepción fue en un salón junto a la iglesia. Allí estaba mi familia al completo, incluidos mis abuelos. A las mujeres se les ofreció un jerez y a los hombres un whisky. Luego nos sentamos para dar cuenta de un bufé caliente nada caro pero bastante rico. Para entonces ya estábamos todos un poco cocidos y reinaban la simpatía y la cordialidad.
La luna de miel, como era costumbre por entonces, fue una sola noche en casa del tío de Carol en Belmont, cerca de Chester-le-Street. Yo tenía un Cortina Mark I de segunda mano al que había dado una mano de pintura azul bastante cutre; a los diez días de salir del taller ya estaba lleno de burbujas. Más tarde ese trasto se aficionó a perder la capota cada vez que corría un poco de viento —salía volando como una gran cometa metálica—, así que fue una suerte que aquel trayecto de veinte kilómetros transcurriera sin problemas.
De pronto nos vimos en aquella casa, que era un pequeño semiadosado con la nevera repleta de comida para los recién casados, y recuerdo que nos miramos el uno al otro como pensando: ¿y ahora qué?
—Pagaría por comerme un sándwich de salchicha —dijo Carol, que debido al embarazo tenía toda clase de antojos.
Intenté cocinar algo, pero fracasé por todo lo alto. En mi noche de bodas.
Cuando al día siguiente regresamos a North Shields, me mudé al cuarto de Carol en casa de sus padres; a eso se le llamaba «living in», y lo hacían muchas parejas de recién casados. Fue muy extraño, sobre todo a la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar. Y tampoco es que sobrara sitio, ya que en la casa había dos chicos más.
Cuando pienso ahora en ello, no sé cómo salimos adelante. De verdad que no lo sé.
Entretanto, mi carrera musical estaba estancada. O más bien iba marcha atrás, ya que había dejado de actuar en directo por completo. The Gobi Desert Kanoe Klub ya era historia, y ninguno de los grupos más potentes de la zona iba a coger a un cantante con un raquítico juego de voces de diez vatios. Y con razón. Para que se pudiera oír tu voz por encima de un grupo de rock en una sala o un club —o incluso en los clubs más grandes para trabajadores—, necesitabas un ampli mucho más grande y un micrófono Shure como Dios manda. Pero eso estaba fuera de mi alcance, incluso con acuerdo de alquiler-compra.
Fue entonces cuando Bill, el padre de Carol, hizo algo genial que nos quitó un gran peso de encima. Había cobrado dinero del seguro por un accidente laboral, y por 600 libras compró un entresuelo cerca de allí —en el 61 de Chirton West View— y nos dejó instalarnos como inquilinos pagando un alquiler ridículo. Era la primera vez que compraba una casa. (Vivía en una alquilada del ayuntamiento.)
Cuando nos lo dijo fue un alivio tan grande que casi me echo a llorar.
Vale que el piso había sido construido en 1910, que había humedades en las paredes y que el cuarto de baño estaba fuera, al fondo del patio, en una caseta tan fría que habían colgado un martillo de la pared para romper el hielo en las mañanas de invierno. Pero al menos era un lugar que podíamos considerar nuestro. Y tenía un fuego de carbón en el dormitorio y otro en el salón, así que podríamos haberlos usado para calentar la casa… si hubiéramos tenido dinero, claro. Pero una bolsita de carbón costaba dos chelines y siete peniques en el ultramarinos, y solo duraba un par de horas. Así que optamos por temblar de frío y reservar ese dinero para comer.
Unas semanas después de mudarnos, la señora del piso de arriba llamó a Bill y le dijo que su tejado tenía goteras.
—Vaya, lo siento mucho —dijo él—, pero, ¿por qué me cuenta eso a mí?
Así fue como se enteró de que no solo había comprado el piso de abajo; ¡se había comprado la casa entera! Y ahora tenía que hacer frente a un montón de reparaciones que iban a costarle mucho más que la miseria que recibía por nuestro alquiler.
Pero bueno, llamó a varios amigos que se plantaron allí con unas cuantas tejas, y enseguida dejaron la casa en condiciones.
Para Carol las cosas no pintaban mucho mejor que para mí. La pobre tenía dieciséis años y debía haber estado disfrutando de la vida, en vez de quedarse en casa cuidando de un bebé. Cada vez que lo pienso es algo que me da mucha pena. Pero nuestra pequeña Joanne era una fuente constante de alegría, como también lo fue su hermana Kala unos años después. El amor que nos dieron nuestras hijas es algo que no podría explicar con palabras, y por eso no me arrepiento de nada.
Hubo un momento muy crítico una noche que fui a casa de mis padres y me encontré a papá en la calle, con la cara congestionada, gritando con su atronadora voz de sargento a mi hermana Julie y a un novio que se había echado. Julie tendría quince o dieciséis años.
La pobre Julie no paraba de llorar, y su novio estaba tan asustado que se dio la vuelta y salió corriendo. Pero mi padre seguía pegando berridos, y ya no pude aguantar más. Siempre tenía que estar gritándole a alguien, sobre todo a mi madre; era tan vergonzoso como innecesario. Pero en el fondo, lo que pasaba es que yo estaba cada vez más quemado.
—¡Déjalo ya, papá! —grité, casi tan alto como él—. ¿A qué viene todo este jaleo?
Pero mi padre estaba cegado por la rabia.
—¡Como me hables así, te arranco la cabeza! —rugió.
—A que no —le respondí—. Como se te ocurra ponerme la mano encima…
Mi padre se lanzó a por mí como si aún fuera un crío de diez años. Pero ya era adulto y con el trabajo de la fábrica me había puesto bastante fuerte; y encima me pilló de mala hostia. Así que le di un tortazo. Más fuerte de lo previsto. Y cuando cayó al suelo, salté encima de él y le dije que como volviera a pasarse con alguien de la familia, no me hacía responsable de mis actos. Se quedó muy nervioso y cortado; no sé si estaba orgulloso de mí por haberle plantado cara o simplemente estaba colérico y estupefacto.
En el fondo daba igual. Al día siguiente me sentí tan mal que volví a casa y le pedí perdón.
Soltó sus típicos gruñidos por toda respuesta. Creo que él también se sentía mal, porque después de aquello todo volvió a la normalidad. Pero el shock me despertó y me hizo comprender que no podía seguir así, esperando a que ocurriera un milagro.
Ya era hora de que hiciera algo de verdad.