En la historia de grupos con nombres horribles, Geordie no es de los peores. Pensad por un momento en Showaddywaddy. O en esos tipos de Kajagoogoo. Y las reservas que pudiéramos tener hacia el nombre desaparecieron en cuanto saboreamos las primeras mieles del éxito.
Nada más salir de la oficina de Ellis nos llevaron directamente a una tienda enorme que había a la vuelta de la esquina, en Carnaby Street, donde nos esperaba un batallón de dependientes con el símbolo de la libra esterlina brillándoles en los ojos. Cuando entramos en ese sitio éramos cuatro tíos normales del noreste. Cuando salimos, Vic llevaba botas de tacón alto y un abrigo hasta las rodillas cubierto de relucientes discos metálicos, Tom iba con un sombrero de seda negra y una bomber jacket a juego con mangas abultadas, y yo llevaba un peto de campesino y las mismas botas que Vic, solo que con rayos pintados a los lados. (Más tarde me las robaron… Menos mal.) El otro Brian fue el único que se negó a que lo maquearan, y siguió con sus aburridos vaqueros y camiseta hasta que le obligamos a enfundarse en un mono de lentejuelas blancas.
No me podía creer que estuviera pasando todo esto. Era un rollo de auténtica estrella del rock. No era un sueño, no era un rumor, éramos nosotros discutiendo acaloradamente con los dependientes sobre cualquier cosa que nos probáramos. Era de locos.
Después de ir de compras, llegó el momento de la sesión de fotos. Luego volvimos a Red Bus, donde firmamos una serie de papeles y nos enteramos de que nuestro «salario» iba a ser de 45 libras semanales.
Recuerdo que nos pasamos el resto de la tarde dando vueltas por Wardour Street como en un sueño.
Esa noche Ellis iba a llevarnos a cenar, así que aún teníamos unas horas libres, y estábamos dando una vuelta cuando vimos un cochazo superlujoso que se paró a nuestro lado y a unos tíos con pintas alucinantes bajar de él y entrar en un pequeño restaurante italiano. Eran los Small Faces, o más bien los Faces, que era como se llamaban desde que Rod Stewart había entrado como cantante. Juraría que estaba también Steve Marriott —uno de mis cantantes favoritos de todos los tiempos—, que por entonces los había dejado ya para formar Humble Pie.
Fue un momento increíble, porque aunque acabábamos de firmar un contrato, seguíamos siendo unos chavales flipados de Newcastle. Recuerdo que nos quedamos mirando al interior del restaurante con las caras pegadas al cristal, viendo a uno de los grupos más cool de la historia charlar y bromear con el dueño.
¿Adivináis adónde nos llevó a cenar Ellis esa noche? Exacto, a ese mismo sitio; y también charlamos y bromeamos con el dueño del restaurante, que se sabía nuestros nombres. Pero con nosotros sonaba un poco falso, porque si sabía quiénes éramos era únicamente porque se lo había dicho una secretaria de la oficina de Ellis. Fue uno de muchos momentos en la historia de Geordie en que supe que estábamos a un paso de ser cool, pero aún no lo éramos. Y nunca lo fuimos, por supuesto.
Por lo que sabíamos, Ellis y sus socios estaban pagando nuestras comidas y todo lo demás. Al ser chavales de clase obrera de Newcastle, no se nos ocurrió que todo eso iba a salir de nuestros futuros royalties y ventas de entradas, y que nuestros sueldos de 45 libras semanales iban a ser una fracción de lo que ganábamos en realidad, y que si no actuábamos en directo nos suspenderían la paga. Pero en ningún caso habríamos dejado de firmar el contrato. Mientras nos lo estuviéramos pasando bien, no íbamos a hacer preguntas. Habríamos firmado cualquier cosa que nos pusieran delante.34
Algo parecido pasó cuando nos llamaron para tocar en el Marquee Club —la sala en la que habían dado su primer concierto los Rolling Stones diez años antes—; nos pusimos muy contentos cuando supimos que podíamos usar el equipo de la sala en vez de bajar todas nuestras cosas desde Newcastle. Pero, claro, al final nos cobraron una cantidad astronómica en concepto de «alquiler de equipo» y nos los descontaron del caché, con lo cual no ganamos casi nada.
Pero, una vez más, estábamos tocando en el Marquee Club —¡y el concierto salió anunciado en el New Musical Express!—, así que ser víctimas de ese chanchullo nos pareció un precio muy bajo a cambio de todo lo demás.
Por supuesto que el día que tocamos allí, el Marquee no estaba exactamente a rebosar. Los chavales más enterados no iban a hacer cola para ver a un grupo de Newcastle llamado Geordie. Pero yo hice todo lo que pude por animar el cotarro, y en un momento dado me agaché y le dije a Tom que se subiera a mis hombros. Después me puse de pie y empecé a correr por el escenario como un loco, cargando a mis espaldas con un bajista hecho y derecho. Eso hizo que el público prestara atención. Y a los del Marquee les gustamos lo bastante como para invitarnos a tocar varias veces más, aunque llegar allí desde Newcastle era una pesadilla. Había noches en las que terminábamos de tocar, nos tomábamos unas cervezas, subíamos a la Transit, buscábamos la A1 —que llega hasta el centro mismo de Londres— y recorríamos los 450 kilómetros hasta llegar a casa. Un viaje peligroso para hacer de noche cuando estás agotado (y borracho) después de un bolo, y encima vas en una furgoneta vieja y baqueteada.
Una noche había una niebla tan espesa al salir del Soho que no pudimos encontrar la A1 y tuvimos que parar en algún lugar perdido del norte de Londres. Justo enfrente, apenas visible a causa de la masa de niebla, vimos un restaurante con una pinta muy extraña; el logo que se veía en la puerta era un viejo barbudo con un traje blanco. Y lo más raro de todo es que el sitio estaba abierto, aunque ya eran las diez u once de la noche.
Sin saber cómo, habíamos ido a parar a uno de los primeros Kentucky Fried Chicken de Inglaterra. (McDonald’s no llegó hasta finales de 1974.)
Por pura curiosidad entramos, pedimos un «cubo» de pollo y nos lo llevamos a la furgo para bajárnoslo con unas Brown Ales, suponiendo que el sabor sería tan asqueroso como es de esperar cuando te sirven algo en un cubo. Pero mira por dónde… Aquello estaba muy bueno. No podíamos parar de comer. Debimos de pedir dos o tres cubos más. Fue una revelación. Nos daban exactamente igual las calorías o las grasas saturadas, claro, y no solo porque fuéramos jóvenes y viviéramos sin preocupaciones; es que no teníamos ni puta idea de lo que eran las calorías ni las grasas saturadas.
En aquellos tiempos, la ignorancia era pura alegría.
Nuestro gran momento, el momento en el que incluso el propio Vic empezó a pegar brincos como un niño grande, fue un día que íbamos en la Transit de camino a un bolo, justo a punto de cruzar el Severn Bridge.
Esto era a mediados de septiembre de 1972, y nuestro primer single, «Don’t Do That», estaba a punto de salir.
Habíamos grabado material suficiente para un álbum en los Pye Studios de Marble Arch y en los Lansdowne Studios de Holland Park —incluida la canción que me había descubierto Harry Blair, «Geordie’s Lost His Liggie»—. El productor había sido Ellis, junto con un tío italiano fabuloso llamado Roberto Danova, de pelo largo y moreno y con un enorme mostacho; tenía unas pintas perfectas. (Había trabajado mucho con Tom Jones, lo cual tenía todo el sentido del mundo.35) El álbum, que se publicó a comienzos del año siguiente, se llamó Hope You Like It36, y la portada era como un envoltorio de regalo, con su cinta y su lazo y con el título escrito en la etiqueta. Un poco hortera, sí, pero Red Bus quería lanzarnos como un grupo de rock con un rollo cachondo y descarado, capaz de atraer a los chavales más jóvenes.
«Don’t Do That» resumía todas esas cualidades a la perfección. Era un tema muy rockero y enérgico, ideal para patear el suelo al ritmo de la música, pero con gritos y palmas y un interludio en plan country a mitad de la canción que decía: «Coge de la mano a tu pareja/y ven al país de Geordie/Vamos todos a por ello/Coge tu Brown Ale y dale fuerte». La cara B de «Don’t Do That» era un tema más heavy y sin florituras llamado «Francis Was a Rocker», construido en base a otro de los riffs de Vic.
Así que allí estábamos sentados en la furgoneta, con un tráfico intenso, a punto de llegar al Severn Bridge, y como de costumbre íbamos escuchando Radio One. El locutor era Noel Edmonds —estoy seguro de que era un viernes por la tarde—, y en su programa había una sección donde presentaba una selección de singles nuevos que le gustaban pero aún no se habían publicado. Era bastante habitual que los singles que él escogía entraran en el Top 40 la semana siguiente.
—Y ahora vamos con el siguiente tema, que es de un grupo que viene desde Newcastle —dijo Noel, dejándonos a los cuatro boquiabiertos—, y tengo que decir que este disco me ha hecho sonreír…
¿Habría otro grupo de Newcastle del que no tuviéramos noticias?
¿No se estaría refiriendo a…?
—Si este tema no te hace mover los pies, no eres un ser humano —prosiguió Noel—. Aquí están: ¡Geordie!
No pudimos oír más porque estábamos todos gritando como locos.
Aquello era… A ver, ¿qué puedo decir para que os hagáis una idea de lo alucinante que era estar sonando en Radio One en 1972?
Casi lloré.
Mejor dicho, sin el «casi»: teníamos todos lágrimas en los ojos. Lo habíamos conseguido. Lo habíamos conseguido al fin.
Cualquiera que nos viera desde fuera debía de preguntarse qué coño pasaba dentro de aquella furgoneta, con esos cuatro tíos gritando, vociferando y dando tantos saltos, que se balanceaba de un lado a otro. Un policía nos empezó a hacer señales para cruzar el puente, pero tuvimos que parar a un lado porque no estábamos en condiciones de manejar un vehículo. Nos quedamos ahí sentados mirando la radio y escuchando nuestra canción.
Tuvimos suerte con Noel, porque estaba claro que le gustaba lo que hacíamos. En cambio, cuando Tony Blackburn pinchó «Don’t Do That» unos días después, empezó diciendo: «A veces te llegan discos que no te gustan mucho, pero tienes que pincharlos, así que allá va…». Muchas gracias, Tony. Pero el apoyo de Noel fue suficiente para que nuestro primer single entrara directo al nº 32 esa semana, y eso nos sirvió para aparecer en un sitio aún más potente que Radio One.
Íbamos a salir en Top of the Pops.
Algo a tener en cuenta sobre Top of the Pops en los setenta es que no era un simple programa de televisión pregrabado que emitía la BBC One los jueves a las siete y media. Era una institución cultural, era parte integral de tu juventud, ¡y era la típica basura de la BBC! Pero prácticamente todos los chavales de Inglaterra lo veían después del té —cuando deberían haber estado haciendo los deberes— y sus cifras de audiencia eran astronómicas, algo así como quince millones de espectadores cada semana. Por ello, la presión que suponía actuar en el programa —o mejor dicho, de hacer playback, que era lo obligatorio— era abrumadora.
La primera gran pregunta era qué ropa llevar.
Yo ya me había puesto la ropa que habíamos comprado en Carnaby Street en unas cien sesiones de fotos, así que necesitaba algo nuevo. Pero Red Bus no iba a llevarnos otra vez de compras (casi me da un infarto cuando vi la factura de la anterior expedición).
Al final fue mi madre la que me salvó la papeleta. Tenía un rollo de tela blanca para bodas y otro de tela negra para vestidos de noche, y los cosió juntos creando una especie de versión rockera del uniforme del Newcastle United. Me la puse con el peto y las botas de rayos a los lados, que por desgracia no me habían robado aún. Parecía un hombre-anuncio, pero mi madre no cabía en sí de orgullo.
—Mi hijo famoso, muy famoso —presumía ante cualquiera que le escuchara—. Y yo hago traje especial para que él va a top-a the pops.
Todavía tengo ese conjunto por algún lado; no he sido capaz de deshacerme de él.
Por aquellos días Top of the Pops se grababa en el BBC Television Centre de White City, al norte de Shepherd’s Bush. Así que allí nos plantamos con la furgo; para entonces ya estábamos muy familiarizados con el viaje por la A1. Apenas podíamos disimular nuestra emoción. Naturalmente, dábamos por hecho que antes y después del programa estaríamos con los demás grupos, intercambiando anécdotas de la carretera, haciendo jam sessions, jugando al billar y tomando unas cervezas. Yo pensaba que al final de la velada estaría improvisando duetos con un Michael Jackson adolescente mientras Vic y los demás apostaban a ver quién se bebía más copas.
Pero, claro, la realidad no pudo ser más decepcionante.
Lo más curioso de todo fue el apaño que tenía montado la BBC con el sindicato de músicos; antes del programa te obligaban a regrabar la canción en un estudio aprobado por el sindicato. Y aunque la estuvieras grabando con un equipo de producción distinto, la canción debía sonar idéntica a la versión que estaba en listas. Ah, y todo este proceso debía ser supervisado por un oficial del sindicato, al que se le pagaba solo por estar ahí mirando. Además de ridículo, era una verdadera estafa (montada, por supuesto, por los sindicatos).
Lo que sucedía en realidad es que, en cuanto llegabas al estudio, uno de la discográfica se presentaba ante el tipo del sindicato y le invitaba a una comida bien regada con alcohol en algún lugar del Soho o de Covent Garden. Tú, entretanto, te quedabas por allí haciendo tiempo. Cuando regresaban el tío de la compañía y el del sindicato, casi haciendo eses, el técnico entregaba una copia del máster original y el del sindicato fingía creer que era una grabación nueva, sabiendo perfectamente que no lo era. Lógicamente, ninguna discográfica iba a arriesgarse a grabar una nueva versión de un tema que ya era un éxito. Y la BBC tampoco lo habría aceptado; si obligaban a todo el mundo a hacer playback era porque temían que los grupos no tocaran bien sus canciones en directo. (Aunque ese no era el motivo oficial: si insistías en tocar en directo, te decían que el ruido de los amplis y la vibración de la batería hacían temblar las cámaras en los primeros planos.)
Una vez terminada la falsa grabación nueva de «Don’t Do That», lo siguiente era ir al Television Centre para el ensayo, y ahí me di cuenta de que para un cantante de rock como yo, que se desgañita en cada canción, hacer playback era increíblemente difícil. Y era importante hacer playback y no cantar nada, porque lo que saliera de tus labios podía ser recogido por los micros del estudio y mezclarse con la grabación. También creía que el equipo de sonido del Televisión Centre sería el típico equipazo de sala de conciertos, pero cuando hicimos un par de veces la canción para ensayar nuestros movimientos, el sonido fue como escuchar el disco en tu casa. La experiencia entera estaba siendo una enorme decepción.
Finalmente, a eso de las cinco o seis de la tarde, dejaron entrar al público para el «directo» y comenzó la grabación. Que fue cuando nos enteramos de que el presentador de esa semana no era otro que el que había criticado nuestro disco en la radio: Tony Blackburn. De hecho, el centro de la grabación parecía ser él; el equipo técnico le perseguía por entre el andamiaje, entre los grupos de chicas que bailaban, mientras él iba desgranando sus intros y sus frases con la autenticidad de un billete de cuatro libras. Cuando le mirabas no veías más que dientes blancos y un cuello alto, y su pelo recordaba a una de esas piezas que se pegan en un Lego. En cuanto a las chicas del público, parecían ser habituales del programa y pasaban totalmente de los grupos.
O, al menos, de nuestro grupo.
Nosotros nos limitamos a sonreír y a cumplir con nuestra parte.
De repente todo se había acabado, y nos fuimos al salón verde. De camino vi a Blackburn y le paré para decirle lo que pensaba.
—Tú eres locutor, no crítico musical, así que estaría muy bien que te guardaras tus opiniones —dije, o al menos esa es la versión que puedo reproducir aquí; él dijo algo entre dientes y después se escabulló por el pasillo, sumergido en su cuello alto.
En el salón verde el ambiente era frío y desganado. Tengo un vago recuerdo de ver entrar un segundo a varios miembros de los Jackson 5, pero el resto eran los asiduos del programa de toda la vida.
A pesar de lo poco acogedor que era todo, esa noche nos apetecía quedarnos allí para tomarnos unas cervezas y saborear el momento. Pero después de un par de rondas, el camarero cerró la barra y nos condujo a la salida. En cuanto estuvimos fuera, volvió a abrir el bar.
El mensaje estaba claro. Puede que hubiéramos entrado en la lista de éxitos, pero todavía no éramos nadie.
El programa se emitió tres días después. Hoy en día no se conserva, y quizá sea mejor así cuando pienso en lo poco natural que me resultó hacer playback (se me notaba en la mirada: parecía que me estaban cortando la picha a trozos). La BBC tenía por entonces la política de borrar sus cintas para reutilizarlas, y casi todas las imágenes de Top of the Pops desde que comenzó en 1964 hasta mediados de los setenta fueron borradas, incluida la única aparición de los Beatles en el programa.
A pesar de lo bajonera que fue la experiencia, salir en la tele fue un subidón.
—¡Te vi el otro día, cabrón! —me gritaba la gente por la calle ya de vuelta en casa—. Estuvo bien. ¡Pero a ver si te cortas el pelo, que parecías un puto marica!
Mi madre no cabía en sí de gozo, claro. Sobre todo porque me había puesto el modelo que me había hecho. Pero mi padre pasaba del tema. La noche que lo emitieron se fue a su club a tomarse una pinta, como hacía cada día a las siete de la tarde.
—No he visto Top of the Pops en mi vida —dijo—, y no voy a empezar ahora solo porque tú salgas ahí.
La primera gira de Geordie propiamente dicha comenzó a finales de 1972, justo antes de que saliera Hope You Like It. Para la parte inglesa de la gira viajamos de una sala a otra en un gran autobús rojo de dos pisos que le alquiló la compañía a un jipi que vivía en el piso de arriba. De allí fuimos a Bélgica, Holanda, Escandinavia y Alemania. Teloneamos y fuimos teloneados por grupos alucinantes. En Manchester compartimos cartel con la increíble Suzi Quatro.
Al otro extremo de la M62 nos aguardaban noticias aún mejores. Un día de repente echamos un vistazo a la lista de bolos que teníamos las dos semanas siguientes, y ahí estaba: THE CAVERN, LIVERPOOL. No me lo podía creer. Ese sitio era el cuchitril donde empezó todo, el sonido Mersey, los Beatles, Gerry and the Pacemakers, todo aquello. Y ahí estaba nuestro nombre, «Geordie». Íbamos a tocar en el Vaticano del rock’n’roll.
La sala era exactamente como me la había imaginado: un antro de mierda, un agujero, un sótano lleno de recuerdos y poco más. El escenario no se veía a no ser que estuvieras en primera fila, ya que estaba lleno de pasillos e intrincadas escaleras. Así que supongo que a los Beatles solo los vieron unas cincuenta y tres personas en cada concierto. Pero todo eso daba igual; para un músico, era como estar el paraíso. Recuerdo el concierto con bastante detalle; esa noche lo dimos todo y, si no recuerdo mal, fue un buen concierto.
El Liverpool Echo dejó dicho para la posteridad: «Geordie estuvieron bien, pero en el fondo son unos Slade de segunda división». Urgh, eso nos dolió un poco, pero los críticos están ahí para criticar, y este tío era un buen crítico. Me alegro de que también hubiera allí un público para expresar su opinión, no como periodistas, y que todo el mundo se fuera contento a su casa.
A Slade los teloneamos en el Palladium de Londres, y tuve el placer de conocer a Noddy Holder, que resultó ser un tío encantador.
Ese mismo mes, el 27 de enero, teníamos que empezar una gira por Alemania teloneando a Chuck Berry en el Festhalle de Frankfurt. Por desgracia el bolo se canceló y tuvimos que esperar cinco días más para compartir escenario con el legendario guitarrista. Pero al fin llegó el momento, y el 1 de febrero de 1973, exactamente un año después de nuestro debut en Peterlee, compartimos cartel con uno de mis héroes en el Niedersachsenhalle de Hannover. Cada noche, Chuck llegaba a la sala, exigía cobrar el caché por adelantado —guardándoselo en el bolsillo de la chaqueta para mayor seguridad—, y entonces se subía al escenario y se enchufaba a nuestro equipo.
El 2 de febrero, en el Philipshalle de Düsseldorf, Vic y yo estábamos sentados encima de un flight case37 a un lado del escenario. Esa noche Chuck Berry y su grupo lo estaban bordando, pero el podio de la batería no estaba bien sujeto y, a medida que el batería la iba aporreando, se iba moviendo hacia los lados.
Cuando vimos eso dijimos a Charlie y Alan, nuestros roadies, que salieran rápidamente a arreglarlo. Fue un descojono ver cómo se arrastraban por el escenario sobre sus tripas como dos comandos, con clavos en los dientes y martillo en mano, creyendo que no se les veía en aquel escenario iluminado y con todo el público mirando. Mientras ponían los clavos, Chuck se paró a media canción. Miró a los roadies y les dijo:
—¿Qué estáis haciendo?
Le explicaron rápidamente lo que pasaba y su respuesta fue:
—¡Al menos podíais dar los martillazos al ritmo de la música!
Al terminar la canción, dio las gracias y añadió:
—Esto ha sido posible gracias a una persona: ¡un gran aplauso para este chaval!
Y señaló a Charlie.
—Vamos, ven aquí.
Charlie salió al escenario, muy poco convencido, y recibió una gran ovación del público.
Después del último concierto, en el Friedrich-Ebert-Halle de Ludwigshafen, aproveché la ocasión para acercarme a Chuck y pedirle un autógrafo.
Teniendo en cuenta que había usado nuestro equipo noche tras noche, pensé que ese detalle era lo mínimo, pero su respuesta me jodió mucho. Me miró fijamente y dijo:
—Solo firmo un autógrafo al día, y hoy ya lo he hecho.
Puede que haya algo de verdad en el viejo dicho de que es mejor no conocer a tus héroes.
En cuanto a Charlie Wykes, hubo una anécdota muy graciosa con él. Charlie no tenía ni idea de lo que hacía un roadie, pero podía levantar pesos muy grandes y era muy trabajador. Poco a poco fue aprendiendo a arreglar cosas, montar una batería y todo lo demás. En los primeros días de U.S.A., un coordinador de conciertos nos dijo:
—Vosotros, cabrones, he oído por ahí que tocáis demasiado fuerte. Como os paséis con el volumen, os pago el dinero, pero no volvéis a tocar por aquí nunca más.
Necesitábamos la pasta. Vic le dijo a Charlie:
—Esta noche, si algo va mal, si algo suena demasiado fuerte, en fin, si falla cualquier cosa, haznos una señal con los brazos para que paremos de tocar.
Así que cuando íbamos por la tercera canción, de repente Charlie empezó a mover los brazos con todas sus fuerzas. Vic dijo:
—¡PARAD, PARAD! ¿Qué pasa, Charlie?
—¡Se ha acabado la Brown Ale!
Nuestros problemas de transporte fueron resueltos finalmente por Ellis, que nos mandó una fantástica furgoneta Mercedes nueva. Nos pareció un detalle muy generoso hasta que nos enteramos de que, a cambio del privilegio de utilizarla, teníamos que salir en una campaña publicitaria de Mercedes38.
Pero no nos quejamos. La furgoneta no solo era una gran mejora con respecto a la Transit, sino también una señal de que el grupo estaba subiendo.
Y cuando nuestro nuevo single entró al nº 27 de las listas —se llamaba «All Because of You» y era otro tema bailón, con una intro con voz acelerada, más gritos del resto del grupo y una sección intermedia inspirada en el «Twist and Shout» de los Beatles—, Red Bus se superó y nos mandó también un Ford Granada nuevo. La idea era que los roadies viajaran en la furgo con el equipo y nosotros llegáramos elegantemente a todas partes en aquel lujoso salón de cuatro puertas.
Cuando nos dieron las llaves de ese coche volví a sentirme como un crío. En aquella época un Granada tenía casi tanto nivel como un Jaguar; era una verdadera limo de ejecutivo. Pero, claro, enseguida empezaron las peleas sobre quién se lo llevaba a casa cuando no estábamos de gira. «Pues yo lo quiero para este fin de semana.» «Que te follen, tú lo tuviste la semana pasada.» Ese tipo de cosas. Todos queríamos un Ford Granada aparcado en la puerta de casa. Yo estaba casado, así que no podía usarlo para ligar con chavalas, pero al menos podía sacar a mi mujer a dar una vuelta en condiciones.
El único que pasaba del Granada era Vic. Al ser el principal compositor, había firmado un contrato propio de derechos editoriales, y debieron de pagarle un adelanto bastante decente porque el tío se compró un Reliant Scimitar nuevo. Es uno de los coches más guays que ha habido nunca, y eso que lo fabricaba la misma compañía que dio a Inglaterra la furgoneta Reliant Regal de tres ruedas.
Entretanto, Vic había empezado a salir con una chica que tenía un piso en Chiswick, un barrio muy agradable del oeste de Londres. Así que cuando estábamos en la capital, los demás nos quedábamos en un piso cutre de protección oficial que había alquilado Red Bus en Hackney y consistía literalmente en una habitación con cuatro colchones en el suelo, mientras Vic se pegaba la buena vida en la otra punta de la ciudad. Después de una larga jornada en el estudio, a Vic le esperaba una rica cena casera con su novia; nosotros deambulábamos por el Soho buscando algún café italiano barato donde comer unos espagueti.
Pero aunque todos pensáramos que Vic era un cabrón con mucha suerte, ninguno le reprochábamos su estilo de vida.
O al menos nadie lo hizo hasta más adelante, cuando todo se empezó a ir al garete.
Después de nuestro debut en Top of the Pops, Geordie salimos en ese programa unas catorce veces más, lo creáis o no.
Pero para mí la más memorable fue nuestra segunda aparición, promocionando «All Because of You». Más que nada porque entre los otros invitados estaba uno de mis héroes del rock de todos los tiempos: Roger Daltrey, que esa semana estaba en las listas con su primer single en solitario, «Giving It All Away».
No nos podíamos creer la suerte que teníamos de estar tocando en el mismo programa que un auténtico dios del rock.
Una vez más, tuvimos que fingir que regrabábamos el single antes de ir a White City para grabar el programa. Cuando llegamos al Television Centre vi un horrible Jaguar E-Type amarillo aparcado enfrente, con la matrícula personalizada con dos iniciales, y sentí un escalofrío, porque solo había un tío capaz de echar a perder un coche tan precioso de esa manera: el impresentable de Jimmy Savile. Esa semana el programa lo presentaba él.
Me alegra decir que, aparte de verle pasar con su horrible melena rubia, su abrigo de pieles hasta los pies y sus collares con medallones, no tuve que hablar con Savile. Pero bastaba verle ahí solo, sin nadie que se le acercara, para darse cuenta de que era un tipo raro. Ya entonces, mucho antes de que se supiera lo degenerado que era, yo no conseguía entender su atractivo. Tanto si salía en la radio como si presentaba Top of the Pops o lo que fuera, el tío no hablaba, solo hacía ruidos con la boca. «Y ahora, y ahora, y ahora tíos y tías, uhuhuhuhuh, vaya por Dios, qué os parece eso.» Solo decía chorradas. Pero por algún motivo la BBC no paraba de contratarlo y pagarle un pastón, y el público inglés tragaba con él.
Después de grabar el programa fuimos de nuevo al salón verde para tomarnos un par de birras, convencidos de que nos echarían por no ser lo bastante famosos. Pero esta vez no ocurrió, y seguramente fue porque Roger se nos presentó inesperadamente en el bar. «Hola, tíos, ¿cómo va eso?» Yo al principio estaba cohibido —este tío era un verdadero icono; iba vestido con un mono acampanado increíblemente cool, y por debajo solo se veía su piel bronceada y un crucifijo dorado que le colgaba del cuello—, pero resultó ser de lo más normal, y no pudo ser más majo con nosotros. Incluso llegó a decirme que pegaba muy buenos gritos, lo cual, viniendo del tipo que había cantado «Won’t Get Fooled Again», era el mayor piropo que me habían hecho jamás. No recuerdo mucho más de la conversación, aparte de que nos preguntó dónde nos alojábamos cuando estábamos en Londres, y yo le hablé del asqueroso piso con colchones en el suelo que compartíamos en Hackney. Después, antes de despedirnos, me llevó aparte y me preguntó:
—¿Quieres venir a comer el domingo y charlar un rato?
Yo pensé: «¿Es católico el Papa?». ¡Pues claro que sí!
A continuación me apuntó en un papel la dirección de su casa de campo y el nombre del pueblo más cercano, y yo me repetía a mí mismo, era esto, lo que había leído tantas veces en las revistas: estrellas que quedan para tomar unos tragos, decir tonterías, hacer lo que les apetezca. El estilo de vida rockero del que tanto había oído hablar.
La pelea por tener el Granada ese fin de semana la había ganado algún otro del grupo, por supuesto. Así que tuve que ir en la furgoneta Mercedes con todo nuestro equipo dentro. La casa quedaba bastante lejos —casi en la costa sur, de hecho—, y el paisaje de la zona era deslumbrante. Recuerdo que la carretera cada vez se estrechaba más y la furgoneta cada vez parecía más ancha hasta que finalmente, allí estaba: una puerta seguida de un largo camino de gravilla que conducía a una imponente mansión del siglo XVII.
Cuando llamé al timbre, me pregunté si Roger (se me hacía raro incluso pensar en él como «Roger») se acordaría de quién era, por mucho que me hubiera invitado a comer.
—¿Hola? —dijo una voz de mujer por el interfono—. ¿Quién es?
—Hola… Soy Brian, Brian Johnson. Del grupo Geordie...
—Ah… Roger no está, pero si quieres entrar y aparcar delante de casa, no tardará en llegar.
Así que entré y me quedé esperando en la furgo. De pronto oí unos cascos de caballo que se aproximaban y, al levantar la vista, me encontré con un espectáculo asombroso: un precioso caballo blanco galopaba hacia mí, sin silla de montar, llevando a lomos a un hombre descalzo de melena rubia y dorada que iba sin camisa y con vaqueros ajados. El jinete parecía sujetarse al caballo tan solo cogiéndolo de las crines.
Si esto no es una estrella de rock, pensé, nadie lo es.
—Qué tal, tío —dijo Roger mientras hacía detenerse al caballo delante de mí—, ¿llevas mucho esperando?
Más tarde me llevó a un cobertizo que había transformado en un estudio de grabación equipado a la última.
—Townshend se ha superado esta vez —dijo—, me acaban de mandar esto. A ver qué te parece.
La cinta que había llegado del estudio era el nuevo álbum de los Who: Quadrophenia.
Menudo momento.
Escuchamos unas cuantas canciones; eran fantásticas, por supuesto, y estaban a punto de convertirse en clásicos. Entonces Roger me preguntó si tenía hambre. Reconocí que estaba bastante hambriento después del largo viaje en coche, y regresamos a la casa.
Tanto la mansión como la comida fueron todo lo que había imaginado y más. El comedor era una sucesión de chimeneas gigantes con un suelo de gruesos tablones de madera, techos altos y amplias vistas de la campiña. Era lujoso y señorial, pero al mismo tiempo acogedor. La mesa era del tamaño de un campo de fútbol. Y la cena fue deliciosa: carne asada, pudin de Yorkshire, verduras inglesas… No faltaba de nada. Me parecía estar soñando. Y Heather, la mujer de Roger —que era quien había contestado por el interfono— era encantadora.
Cuando me disponía a marchar, Roger me explicó por qué me había invitado.
—Me dijiste que estabas viviendo en un piso de mierda en Hackney —dijo—. Pues te diré que la parienta y yo sabemos muy bien lo que es eso. Por eso quería que vinieras aquí: para enseñarte lo que puedes conseguir si perseveras, porque el camino nunca es fácil. Y si no volvemos a cruzarnos por ahí, espero que todo te vaya muy bien.
Lo que más me flipó fue que se notaba que lo decía de verdad. De cantante a cantante —aunque él era una gran estrella de rock y yo era el cantante de un grupo novato de Newcastle—, él quería de verdad que triunfara.
—El secreto está —añadió— en no rendirse. No te rindas nunca.
A la semana siguiente, gracias a nuestra aparición en Top of the Pops, «All Because of You» subió hasta el nº 6 de las listas. Fue nuestro primer single en el Top 10. Y también el último.
Después, cuando llegaron los años malos y mis días de fama se evaporaron como las promesas de un político, hubo momentos en que las palabras de Roger no fueron más que un recuerdo lejano. Pero seguí aferrándome a ellas, incluso cuando me alcanzaron los treinta y se llevaron por delante al veinteañero que había en mí; incluso cuando tuve que renunciar a ser músico y buscar de nuevo un trabajo «de verdad».
Roger tenía razón, claro. Como todo en la vida, el camino nunca es fácil.
Por lo demás, me alegra mucho decir que sí, nuestros caminos volvieron a cruzarse.
Y de hecho seguimos en contacto a día de hoy.
Aunque solo tuviera veintiséis años, estaba muy casado, y con el nacimiento de Kala39 —para el cual volví corriendo a casa desde Somerset, en plena gira— ya tenía dos hijas a las que adoraba. Así que lo mejor que podía hacer era jalear desde fuera mientras mis compañeros de grupo, muy solteros y libres, salían por ahí y se lo pasaban en grande.
Pero mi matrimonio nunca había sido del todo feliz y, con mis largos periodos de ausencia del hogar, las cosas empezaron a torcerse. Seguro que yo no era el único que se preguntaba a veces cómo habría sido la vida si hubiéramos tomado otras decisiones.
Lo cual me lleva a algo que ocurrió una noche, al poco tiempo de salir en Top of the Pops por segunda vez.
Estábamos haciendo un bolo en algún sitio rural —en la parte más pija de la campiña, al sur— y al terminar vino una chica que, con un acento fabuloso, parecido al de Julie Christie, me dijo: «Jo, el concierto ha sido una pasada». Me conquistó al momento. Era guapísima, morena y con melena corta; tenía veintipocos años y mucho estilo, y se la veía muy segura de sí misma. He olvidado su nombre, lo cual me sabe muy mal, aunque quizá sea mejor así. Total, que empezamos a hablar y después de unos cuantos tragos me dijo:
—Brian, ven a verme este fin de semana, vivo en Bagshot, en Surrey. Me encantaría que conocieras a papá y a mamá.
Yo no tenía ni idea de dónde estaba Bagshot, y mucho menos podía imaginar que estaba justo al lado de la Real Academia Militar de Sandhurst. La única ropa que tenía eran mis botas de tacón, mi peto de campesino y un jersey amarillo. Y como de costumbre, alguien se había agenciado ya el Granada, así que tenía que ir con la furgoneta Mercedes.
Una hora después, más o menos, estaba aparcando en el camino de gravilla de una casa grande y preciosa. La chica me presentó a su madre, que a lo sumo tendría cuarenta años y era muy atractiva, y luego me presentó a su padre y… joder, era un alto oficial del Ejército. Yo pensaba, Brian, ¿qué cojones haces aquí? Tenía el pelo hecho un caos, estaba sudado y todavía llevaba la ropa sucia del concierto del día anterior; si me hubiera visto, el Cerdo me habría puesto a dar vueltas alrededor de la casa. Pero el padre era un tío encantador. Y tenía el Fiat más pijo que se podía tener en esa época, un 132 de cuatro puertas, que me pareció una decisión muy respetable, porque en un tío como él la elección más obvia habría sido un Rover. Pero no, él había optado por este precioso salón italiano.
—¿Te quedarás a cenar? —preguntó la madre de la chica.
—Bueno, si no es mucha molestia… —dije—. No tengo prisa por volver a Londres.
—Oh, no estarás pensando en volver ya —dijo—. Mira, vamos a hacer esto: John y tú os vais al pub y os tomáis un par de pintas, y para cuando estéis de vuelta, yo tendré la cena lista.
Así que me fui con el padre —no me salía llamarle John— y, efectivamente, cuando volvimos la mesa estaba exquisitamente puesta, el aroma a guiso flotaba por toda la casa y se habían descorchado botellas bastante caras de vino francés.
Durante la cena le dimos bien al vino; yo estaba un poco achispado, y la piba no paraba de lanzarme miraditas. En esas su madre va y dice:
—Brian, no hace falta que vuelvas a Londres, puedes dormir aquí. Hay una cama libre.
Y el general añade:
—Sí, para qué vas a viajar un sábado, es una pérdida de tiempo.
Esa noche, por supuesto, alguien llamó a la puerta de mi cuarto.
Y yo, claro, había olvidado mencionar que estaba casado.
Pero ella lo había adivinado.
—Si no quieres a tu mujer, ¿por qué no la dejas?
—Porque se quedaría con todo —dije suspirando.
—Vamos, no seas tonto —respondió con su deliciosa sonrisa—. Si tú no tienes nada.
Tenía bastante razón.