15 El blues del embargo

El momento en que la primera parte de mi carrera como cantante profesional tocó a su fin fue el día que estaba en la casa de Preston Grange y alguien llamó a la puerta.

—¿El señor Johnson? —preguntó un hombre con bombín que se había subido a mi felpudo. Antes de que pudiera responder, aparecieron detrás de él un par de tiarrones con pinta de malos —una barrera humana de músculo del norte— y casi me da un vuelco el corazón.

—Me llamo Fulano Pérez y voy a ser su alguacil de embargo —dijo el señor Bombín mientras yo le miraba boquiabierto—. Ahora, si no le importa, estos dos amables caballeros van a entrar a su casa y asegurar su mobiliario como bien colateral, incluida la televisión, si la tiene. Ah, y el frigorífico. Cuando digo «asegurar», quiero decir que se lo van a llevar. Se lo devolveremos tan pronto como pague sus deudas.

Corría el invierno de 1978, uno de los más fríos, sombríos y deprimentes de la historia de Gran Bretaña. Debido a las incesantes huelgas, la basura se amontonaba en las calles y hasta los muertos se quedaban sin enterrar. Entretanto, el IRA no paraba de poner bombas por todas partes.

«El Invierno del Descontento» lo llamaban en los periódicos, y era un nombre de lo más apropiado… aunque solo fuera para describir mi situación personal. No había tenido un bolo desde hacía meses, y Carol y yo estábamos tan arruinados que teníamos que elegir entre calentar la casa y comprar comida. Y por supuesto, las broncas eran más feroces que nunca, con las pobres Joanne y Kala —de diez y cinco años respectivamente— en medio de todo aquello.

Siempre me había parecido demasiado bueno para ser cierto que Red Bus estuviera pagando la hipoteca de la casa de Preston Grange, y ahora que tenía delante a ese alguacil, comprendí que tenía que haber hecho caso a mi instinto.

—¿Me puede explicar todo esto? —logré tartamudear finalmente, temiendo la respuesta.

—Tenemos una orden del juzgado, en representación de la Leeds Permanent Building Society, de confiscar bienes colaterales contra un impago de los plazos de su hipoteca por valor de 500 libras —explicó el alguacil, enseñándome un papel con una firma y un sello.

—Pero si yo no he pagado nada —dije.

—Bueno, admiro su franqueza —fue la respuesta—. La excusa habitual suele ser que el cheque ya está en el buzón.

—No, yo me refiero a que… mi compañía discográfica es la que hace los pagos.

O eso creía yo.


Con el alguacil en casa, me las arreglé para localizar a Ellis Elias por teléfono:

—Hola, Brian, qué guay tener noticias tuyas, vaya, lo siento muchísimo, tiene que haber alguna confusión, déjame hablar con ese alguacil…

Gracias a la palabrería de Ellis, conseguí un aplazamiento de 48 horas.

Pero no había ninguna confusión. Sencillamente, Red Bus había dejado de pagar la hipoteca porque yo no estaba ganando dinero. Y la hipoteca estaba a mi nombre —al igual que la casa—, así que estaba pillado por todas partes. Tenía que haberlo sabido, pero siempre he sido así de ingenuo.

Para cuando quise darme cuenta, estaba en el juzgado de Newcastle.

Tuve suerte por dos motivos. Primero, porque el juez fue comprensivo con un tipo que estaba a punto de perder la casa y no podía pagarse un abogado. Y segundo, porque Leeds Permanent envió como responsable de los atrasos hipotecarios de la compañía a un tío engreído, baboso y asqueroso.

Cuando el juez comprendió que no me inventaba la historia de mi contrato con Red Bus, le cantó las cuarenta al tío de Leeds.

—Si el señor Johnson era el propietario de la casa y vivía en ella, ¿por qué siguieron enviando las cartas a una compañía discográfica de Wardour Street en Londres? —le reprendió—. ¡Ustedes sabían desde hace cuatro meses que la compañía había dejado de pagar! ¿Por qué no hablaron entonces con el señor Johnson? ¿Por qué esperar todo este tiempo y después acorralarle, amenazándole con llevarse todas sus posesiones y poner a su esposa e hijos de patitas en la calle? Creo que lo hicieron porque querían recuperar la casa. ¡Ustedes no han querido darle ninguna oportunidad!

El juez se volvió hacia mí y dijo:

—Señor Johnson, ¿cuánto puede pagar usted mensualmente?

La respuesta correcta habría sido:

—Ni un puto penique, Su Señoría.

Pero por alguna razón dije que setenta libras.

—Pero entonces va a necesitar un empleo, ¿verdad? —dijo—. Un empleo de verdad. No un empleo de… ejem, de músico.

Sí, Su Señoría. Lo que usted diga, Su Señoría.

Dio un golpe con el mazo.

—Por la presente, Leeds Permanent se verá obligada a añadir la cantidad adeudada en el balance y redactará un nuevo contrato hipotecario con pagos de 70 libras mensuales. Y usted, señor Johnson, tiene que buscarse un empleo rápidamente. Y no vuelva a fallar en sus pagos ni una sola vez.


La satisfacción de defenderme y ganar —y conservar la casa— me duró a lo sumo un par de horas.

Fue entonces cuando Carol dijo que iba a «salir con las chicas» para celebrarlo, y de algún modo eso dio pie a otra discusión, y ahí fue cuando vimos claro que ya no había nada que salvar en nuestro matrimonio. Me di cuenta de que teníamos que dejarlo. No era justo para las niñas. Así que hice las maletas, cogí el coche —que ahora era un escarabajo muy usado y roñoso, con una batería de seis voltios que apenas podía moverte la gorra de la cabeza, y mucho menos poner en marcha los dos faros a la vez— y empecé a conducir. Muy despacio.

Obviamente, solo tenía un lugar donde ir: el nº 1 de Beech Drive.

Esa noche me volví a instalar en la misma habitación que había compartido en su día con Maurice y Victor; el Morley Method of Scientific Height Development seguía allí, debajo de la cama, con las tapas completamente arrugadas. Y cuando me levanté al día siguiente y vi por la ventana las montañas de residuos de minas, las vías del tren y la fábrica de tanques Vickers en la orilla del Tyne, no pude evitar preguntarme cómo había pasado de estar en Top of the Pops con Roger Daltrey a esto. Tenía treinta y un años y lo había perdido todo. Mi matrimonio, mi carrera, mi casa… Aunque al menos las niñas pudieron quedarse en casa con su madre.43

Todavía recuerdo la espantosa sensación de fracaso como si fuera ayer. Fue una época horrible, confusa, agotadora. No podía dormir. Apenas podía comer. Ni siquiera quería ver a mis amigos porque no quería verlos compadecerse de mí, y menos aún aceptar su caridad.

Aparte de eso, se me hacía muy duro ir a ver a otros grupos, porque nada me habría gustado más que estar haciendo lo mismo que ellos. Pero, claro, no podía resistirme. Y lo curioso es que el grupo al que recuerdo ver más veces en aquella época es AC/DC. No en directo, sino en Rock Goes to College, una serie de la BBC Two en la que salían grupos «emergentes» tocando en directo en recintos universitarios de todo el país. AC/DC habían tocado en la Universidad de Essex y todo el mundo hablaba de ellos. La gente me decía: «Tienes que ver a esos tíos».

Menudo concierto dieron. Eran tan distintos a todo lo que se veía por ahí que apenas te lo podías creer. Angus estaba poseído. Por entonces no tendría más de veintidós años. Ya iba con el traje de colegial, por supuesto, y en «Bad Boy Boogie» hacía su número de striptease. En cuanto al cantante, era un frontman nato, con sus pantalones negros ajustados, los brazos llenos de tatuajes y lo que parecía un cubata de ron en la mano. Ni se me pasó por la cabeza que pudiera ser el mismo tío que había conocido en Torquay. De hecho, no me lo habría creído aunque me lo hubieran dicho. No se parecía en nada. Este tío era un cantante de rock, no un músico folk.

Disfruté con cada segundo de aquel concierto. Pero, claro, también me recordó que yo había tenido mi oportunidad y la había perdido. Porque en el rock, a mi edad, y a no ser que fueras ya una estrella, estabas acabado. Como había dicho el juez: era hora de buscar un trabajo de verdad.


Aunque me hubiera sentido capaz de volver a Parsons, era demasiado tarde. Era una sombra de lo que había sido. Tenía que aspirar a algo más modesto. Así que cogí el Evening Chronicle —el mismo periódico que en su día me había declarado una «futura estrella»— y empecé a leer los anuncios clasificados.

«Se necesita instalador de parabrisas», decía el primer anuncio que vi, con un número de teléfono a continuación. Ni siquiera recuerdo qué otros anuncios había en la página. Con tan solo ver las palabras «instalador de parabrisas» pensé… ¡eso no puede ser muy duro! A ver, yo solía dibujar turbinas de vapor para centrales eléctricas; si te equivocabas una milésima de pulgada en una medida, podías provocar un desastre. Para colocar un trozo de cristal en un coche no podían hacer falta muchas neuronas.

Cuando llamé al número me contestó un tipo llamado Peter. Pero no con el típico «¿Digaaa?» que habría soltado un currela de Newcastle. Qué va. Peter era de otra clase. O eso se creía él.

—Buenas tardes —dijo, con voz muy pomposa, como si fuera el capitán del Concorde a punto de despegar hacia Nueva York—. Le habla Peter, mánager de la zona noreste de Windshields, Ltd. ¿En qué puedo ayudarle?

Me dieron ganas de ponerme a dar cabezazos contra la pared y gritar.

Pero necesitaba ese trabajo —desesperadamente—, así que me tragué mi orgullo y no colgué el teléfono.

Peter me informó de que tendría que pasar una «entrevista preliminar» en «la sede de operaciones de servicio de carretera» de Windshields, Ltd. Al final de la llamada descubrí que dicha sede era el asiento de copiloto de su Ford Escort Estate, que estaba aparcado frente a Birtley Services en la A1, a unos veinte kilómetros al sur de Newcastle.

En el fondo fue un alivio que Peter estuviera tan lejos del centro, porque así había menos probabilidades de que me reconociera. Geordie habíamos sido celebridades de segunda en Newcastle durante una temporada; en Metro Radio pinchaban mucho nuestros singles —sobre todo «Geordie’s Lost His Liggie»—, y solíamos salir en un programa de Tyne Tees Television llamado The Geordie Scene. Y yo, naturalmente, era bastante inconfundible gracias a mi masa de pelo rizado.

Pero ahora que iba a volver a la vida de civil con el rabo entre las piernas, quería ser invisible.


La entrevista fue un viernes a primera hora.

Mi mayor preocupación era que el escarabajo no me dejara tirado. Hacía tiempo que la llave no encajaba bien en el arranque, y para ponerlo en marcha tenía que hacer un apaño con el mango de una cucharilla.

Esa mañana llovía, por supuesto. De hecho, era más que lluvia. Era como si Thor, el Dios del Trueno, se hubiera puesto a mear después de una noche de farra y me estuviera cayendo todo a mí. Y claro, el suelo del escarabajo tenía un agujero, y cada limpiaparabrisas iba en una dirección distinta, y cada dos por tres salía humo de la parte delantera del coche, cosa rara teniendo en cuenta que el motor estaba detrás.

Tal como habíamos quedado, Peter había aparcado su Escort junto a la entrada. Así que yo aparqué detrás. Salí del escarabajo intentando protegerme de la lluvia como podía, y golpeé con los nudillos en la ventanilla del copiloto para que estirara el brazo y me abriera la puerta.

Pero en mi vida las cosas no eran tan fáciles.

Peter me miró, levantó el dedo índice y pronunció con los labios: «Un momento».

Le miré a través de la ventana sin poder creerlo. A cada segundo que pasaba me caían encima otros diez litros de lluvia, empapándome la ropa y calándome los zapatos. Yo pensaba, ¿qué coño te tiene tan ocupado que no me dejas entrar en el coche? El tío ni siquiera podía fingir que estuviera tecleando algo en un teléfono o un portátil. ¡Estábamos en 1978! Solo tenía un cuadernillo y un lápiz.

Volví a golpear en la ventanilla, intentando no parecer tan mosqueado como en realidad estaba.

Esta vez ni se molestó en levantar la vista.

Para cuando abrió la puerta, yo parecía una bayeta sin escurrir.

—Muy bien, Brian —dijo, mientras me chorreaba agua por la punta de la nariz y me preguntaba si acabaría dándome una hipotermia—. Una de mis muchas responsabilidades aquí en Windshields, Ltd. es garantizar que todos los instaladores potenciales tengan la competencia y la dedicación necesarias para un trabajo tan exigente. Así que dime, ¿qué cualificaciones tienes?

—He sido delineante —le dije—. Tengo el certificado del City & Guilds y el Tech Three.

Esto tiene que impresionarle, pensé. Porque eran cualificaciones importantes, para las que tenías que hacer un aprendizaje de cinco años y aprobar un montón de exámenes.

—Oh —dijo mirándome con cara inexpresiva—. Me parece que estás sobrecualificado.

Que alguien me saque de aquí, pensé.


Peter me llamó esa noche para decirme que le había dado el trabajo a alguien con más experiencia.

—Claro, lo entiendo —le dije, y colgué. A los pocos minutos volvió a llamar para decirme que esa persona con más experiencia había rechazado el trabajo porque el sueldo no era suficiente, así que, eh… ¿tal vez yo seguía interesado en ese puesto?

Dos días después me hallaba en el almacén principal de Windshields, Ltd., en Darlington, para una semana de lo que Peter llamaba «formación».

O, por usar el término técnico, «aprender a cambiar un parabrisas».

En el almacén tenían cristales para cualquier tipo de vehículo imaginable, además de una flota de preciosas furgonetas Ford Transit blancas con luces naranjas en la parte de arriba. Debo reconocer que cuando vi esas furgonetas empecé a ver la situación con otros ojos. Estaba impaciente por ponerme al volante de una de ellas.

El tipo al que tuve que seguir toda esa semana era un ser de muy pocas palabras llamado Norman. No tendría más de treinta años, pero llevaba gafas de culo de vaso y se vestía como si todavía estuviéramos en los sesenta. No se le veía muy contento de tenerme de compañía.

La primera llamada que recibimos por su walkie-talkie fue para un Peugeot que tenía el parabrisas roto, en un garaje cerca de Boldon Colliery. Así que allí nos fuimos en la furgo —en silencio— hasta que Norman gruñó algo relacionado con parar en su casa para recoger el almuerzo que le había preparado su mujer.

De modo que nos dirigimos a su casa. En silencio.

Llegamos y aparcamos enfrente. En silencio.

Nos quedamos sentados allí un momento, todavía en silencio; por la ventana se veía a su mujer fregando los platos. Suspiró y dijo:

—Dios, tiene la misma cara que un bulldog chupando unas ortigas meadas. Quédate aquí. Y no levantes la cabeza.

Esta va a ser la semana más larga de mi vida, pensé.

En los días siguientes descubrí que cambiar parabrisas no requería exactamente la competencia, la dedicación y las cualificaciones de las que hablaba Peter.

La primera vez que Norman me dejó ayudarle —en vez de dejarme ahí plantado mirando—, fue para sujetarle las herramientas a mitad de la faena mientras él se «tomaba un respiro»; yo sabía por experiencia que eso consistía en una taza de té, tres pitillos, un movimiento intestinal y un buen rato de contemplar la Página 344.

Pero me aburrí de esperarle, así que acabé el trabajo yo solo.

No lo pude evitar. Tenías tantas ganas de reanudar la marcha, de volver a la vida…

Cuando regresó, Norman me miró como si fuera Judas.

—¿Por qué has hecho eso? ¡Si vas tan rápido, nos van a dar más trabajo!

Estoy casi seguro de que a raíz de eso dejó de hablarme.

Pero tampoco hubo mucha diferencia.