19 El Grand National Day

De vuelta a Newcastle no conducía, sino que flotaba. Pero no porque creyera que iban a cogerme. Más bien al contrario. Estaba más convencido que nunca de que todo era un cuento de hadas; yo era demasiado viejo, demasiado bajito y, desde luego, nada australiano. Pero me daba igual. Estaba de subidón tras esa experiencia única en la vida que había sido cantar con un grupo tan bueno como AC/DC y, por supuesto, llevaba mi cheque de 350 libras en el bolsillo, con la promesa de una «tarifa por número de emisiones» y más sesiones con André a la vista.

La vida me iba muy bien.

De hecho, nunca me había ido mejor.

Estaba impaciente por contarles a los chavales mi salvaje experiencia londinense. Como la prueba ya había pasado —y estaba claro que no iba a ir a ninguna parte—, no tenían que preocuparse de que aquello afectara al grupo o al disco que habíamos empezado a grabar.

Pero cuando entré en el taller al día siguiente, el teléfono ya estaba sonando.

—¿Hola?

—A Peterr Mensch le gustarría hablarr contigo.

Olga. La última persona de la que esperaba tener noticias. Y menos a esa hora.

—Eh… vale, de acuerdo —dije—. ¿A qué hora le va bien?

—No cuelguess.

Y a continuación:

—Hey… Buenos días, Brian. Soy Peter.

—Ah, hola, Peter —dije—. Mira, quiero agradecerte lo de ayer, fue una de las mejores experiencias de mi vida. ¿Puedes dar las gracias al grupo de mi parte? Me trataron de maravilla.

Peter soltó una risita.

—Angus es un tipo de pocas palabras; ya te acostumbrarás a él —dijo.

—Lo de la Brown Ale fue un bonito detalle —dije.

—Mira, nos gustaría que bajaras a Londres de nuevo —dijo.

Oh, mierda…

El rechazo tajante que había esperado habría sido mucho más fácil de llevar que una segunda prueba, porque eso suponía más nervios, más esperanzas, más incertidumbre. Y como de costumbre, la logística iba a ser una pesadilla. Teníamos un montón de instalaciones de vinilo acumuladas. Les había prometido a Joanne y Kala salir con ellas ese fin de semana. Y esa noche tenía un bolo —debía de ser un martes o un miércoles—, seguido de conciertos durante todo el fin de semana. Incluso teníamos una fecha cerrada el lunes en Heaton Buffs, y era un bolo importante, para un público de 300 o 400 personas.

—De acuerdo —dije, dándole vueltas desesperadamente a cómo volver a Londres a mitad de semana, esta vez sin la cómoda coartada de tener que grabar un anuncio de Hoover—. ¿Ehhh, qué tal… el próximo miércoles?

—Estábamos pensado en mañana —dijo Peter—. Podríamos reservarte un billete de avión, si eso sirve de ayuda.

Estaba sudando. Las cosas estaban yendo muy rápidas, y no me gustaba la sensación de estar perdiendo el control.

—Oh, no, no, no —le dije a Peter—. Iré en coche; me gusta conducir.

Lo cual, por supuesto, quería decir: si voy en coche, controlo la situación. Puedo subirme al coche y marcharme cuando quiera.

—Como quieras —dijo Peter—, pero al menos déjanos pagar la gasolina y todos los gastos.

—Os lo agradezco mucho.

—Y una cosa más —dijo.

Mierda, ya sabía que había truco.

—¿Puedes aprenderte «Highway to Hell» antes de venir?

Sonreí.

No había inconveniente. Adoraba esa canción.


Si al día siguiente hubierais ido por la A1 camino de Londres, tal vez os habríais cruzado con un tipo de Newcastle con una gorra de paño al volante de un Toyota Crown prestado, a más de cien por hora, oyendo «Highway to Hell» en el casete del coche y cantando a gritos por encima. Un amigo había insistido en dejarme su Toyota; se llamaba Simon Robinson, tenía un taller de tratamiento anticorrosión al lado del mío, y lo hizo porque estaba convencido de que el Jag no sobreviviría a un segundo viaje a Londres.53 En cuanto a la cinta, era de otro amigo que me sometió a un tercer grado cuando se la pedí prestada por un día.

—¿Para qué la quieres? —quiso saber—. ¡Es mi disco favorito, tío! ¡No me la pierdas!

Al final tuve que inventarme una mentira y decirle que pensábamos añadir algunos de esos temas al repertorio de Geordie II.

La cita era de nuevo en los Vanilla Studios, donde me estarían esperando Malcolm, Angus, Cliff y Phil. Pero esta vez no perdimos el tiempo con partidas de billar ni botellas de Newcastle Brown Ale. Fuimos directos al grano. Empezamos haciendo «Highway to Hell» un par de veces —que salió tan bien como esperaba—, y entonces Malcolm dijo que habían estado ensayando la canción que iba a dar título a su nuevo álbum.

—Es un homenaje a Bon —dijo—. Va sobre la muerte, pero no en plan morboso ni nada de eso. Es más como una celebración, con una actitud rockera. Se llama… «Back in Black».

—¿Tiene letra? —pregunté, incapaz de creer que estuviera viviendo aquello, como podréis imaginar.

—No hay letra, colega. Ni melodía. Ahora mismo no es más que un riff que se repite todo el rato. Angus, tócale a Jonna el…

Angus tocó el riff tan fuerte que casi tuve que agacharme.

—Eh, Jonna —dijo Malcolm, mientras Angus seguía repitiendo el riff a un volumen atronador—. Nosotros vamos a seguir tocando esto, mira a ver qué puedes hacer por encima. No tengas prisa…

Asentí.

Pero mientras Angus seguía con el riff, me sentí un poco aturdido. Era uno de los riffs más cojonudos que había oído en mi puta vida. Y se suponía que tenía que… ¿cantar encima? ¿Cantar qué? ¿El título de la canción? ¿Y con qué melodía? Sin pensarlo, abrí la boca y grité.

BACK IN BLACK —dije con el aire estallándome en los pulmones—, I HIT THE SACK!54

¡Joder, eso podría funcionar!

Probé de nuevo la frase «Back in Black/I hit the sack» —seguía sonando guay—, pero durante el resto del riff tuve que seguir repitiendo lo que se me había ocurrido, porque no me venía nada más a la cabeza. Al menos la melodía ya empezaba a coger forma, y por un momento sentí que algo cambiaba en el local. Empezó a aparecer gente detrás de la mesa de mezclas y los amplis, gente en la que no había reparado antes. Se cruzaban miradas. Algo vibraba en el aire. Cuando alguien oye por primera vez algo que le está dando escalofríos, su cara es inconfundible. Es involuntario. Los oídos envían un mensaje a los músculos faciales, no hay manera de evitarlo. Por primera vez empecé a tener la sensación de pertenecer a aquello. Pero nada más sentirla, desapareció. Y cuando miré alrededor para intentar adivinar la reacción del grupo…

Nada.

Estaban inmersos en la música.

Eran insondables.


—Lo siento, tíos —dije cuando terminamos la primera sesión de «Back in Black»—, me gustaría tener algo más que esas dos frases.

—Tranquilo —dijo Malcolm.

—Ya sé que es un poco directo y brusco —añadí, refiriéndome al ataque de la melodía—. Me ha venido a la cabeza y lo he cantado. No esperaba que saliera así…

Pensándolo ahora, claro, creo que ellos debieron de intuir por primera vez lo que podía deparar el futuro al oírme improvisar la primera frase de esa canción. Aunque no fuera más que un par de segundos. No olvidemos que el nuevo disco tenía que estar a la altura de «Highway to Hell» y respetar el legado de Bon. Pero tampoco podían coger a un imitador. Necesitaban a alguien un poco distinto… pero no tan distinto como para echar a perder todo lo que habían conseguido hasta entonces. La presión que tenían ellos era aún mayor que la mía.


Después de la primera prueba me había ido directo a casa, pero esta vez me quedé en un hotel cerca del Lord’s Cricket Ground. No recuerdo cómo se llamaba. Solo sé que pensaba, ¿qué coño hago yo aquí? Esto es increíble. Pero AC/DC corrían con los gastos, y habría sido un poco maleducado por mi parte insistir en marcharme.

En el hotel me hizo compañía Keith Evans, uno de los roadies del grupo. Los siguientes años llegamos a conocernos muy bien y acabamos siendo grandes amigos.

—Creo que lo has conseguido, tío —me decía una y otra vez; todo un detalle por su parte, pero yo habría preferido que se callara porque me estaba poniendo tan nervioso que no sabía qué hacer. Ya había cantado lo suficiente con AC/DC para saber que podía ser el mejor trabajo del mundo. Con los primeros Geordie, había decidido dejar Parsons y al final todo había salido mal. Pero ahora esto hacía que hubiera valido la pena.

—Pues yo creo que aún no se han decidido —le dije a Keith—. Para ellos es un tema muy serio.

—Qué va —dijo—. Están que se mueren por volver a la carretera, y no van a perder tiempo probando a otros cantantes. Conozco a estos tíos. Sé lo que están pensando: que contigo ya tienen la pieza que les faltaba.

Esa noche estaba en el hotel leyendo el Melody Maker y vi un artículo sobre el grupo a doble página; decía que estaban ya en el estudio, probando a nuevos cantantes mientras empezaban a trabajar en el nuevo álbum. No conseguía dormirme, y menos aún cuando vi que me había olvidado de la melodía que había cantado sobre el riff de «Back in Black».

Genial, pensé, justo lo que les había gustado… y ahora va y se me olvida.


Volví a Newcastle la noche anterior al Grand National, la gran carrera de caballos.

Esa carrera siempre había sido una fecha muy especial para mí desde que un día, en 1960, aposté el dinero que llevaba encima por Merryman II y gané suficiente para comprarme una colección de coches de juguete y un avión de aeromodelismo. Pero el Grand National de este año era aún más especial, porque caía en 29 de marzo, el cumpleaños de mi viejo. La idea era que toda la familia nos juntáramos en casa para ver la carrera en la tele —empezaba a las tres de la tarde—, y después yo pensaba darle a mi padre su regalo: una botella de Famous Grouse, su whisky favorito. Luego teníamos una cena de celebración.

Esa mañana me levanté tarde, dudando si apostar o no, y cuando bajé las escaleras me encontré a Ken esperándome. Al parecer me había fallado la suerte en otro frente más importante: en la prensa decían que AC/DC ya tenían un nuevo cantante… y obviamente no era yo. Los tíos se habían decidido por uno de los suyos —otro australiano—, como me había imaginado desde el primer momento. De hecho era una elección impecable, porque el tipo al que habían cogido —Allan Fryer, el cantante de un grupo de Adelaida llamado Fat Lip— había nacido en Escocia, igual que los hermanos Young y Bon.

No podía haber mejor sustituto.

Mi reacción fue simplemente un «bueno, ya ves».

Para ser totalmente sincero, el alivio fue mayor que la decepción. Tenía la impresión de estar boxeando muy por encima de mi peso.

Además, Allan Fryer era un gran cantante, así que no había nada que objetar.

Malcolm, Angus y el resto habían hecho lo que tenían que hacer.


Después de contarme lo de Allan Fryer, Ken me propuso subir la cuesta que llevaba a un pub llamado The Crowley y tomarnos una cerveza. (Creo que ahora se llama The Poacher’s Cottage.) Mi madre había salido y papá ya se había marchado a su club, así que acepté la oferta de Ken y estuvimos echando unas partidas de billar, metiendo monedas en el jukebox y comentando lo surrealistas que habían sido las últimas semanas.

Cuando volví serían las dos del mediodía y la casa seguía vacía.

Tenía más o menos una hora que matar antes de la carrera, así que me preparé una taza de té, eché mano de la caja de galletas y puse los pies en alto. Ahhhhh. Era como si no hubiera tenido un momento de descanso en años…

Sonó el teléfono.

Oh, no.

Levanté el auricular… y me llevé la mayor sorpresa de mi vida. Era Malcolm. Eso no tenía sentido. A ver, ¿cómo podía tener el teléfono de mi casa? ¿Y de verdad me estaba llamando para decir: «Gracias, colega, pero no ha habido suerte, hemos cogido a otro»?

—Hola, Malcolm —ahora que sabía que estaba fuera de la competición, me sentía mucho más relajado con él—, ¿cómo va eso, tío?

—Bien —dijo.

—Me alegro. ¿Qué te cuentas?

—Eh, mira, Brian, estábamos pensando… ¿Te gustaría volver a bajar y empezar a trabajar en algunos temas del nuevo álbum? Nos gustó mucho cómo estaba sonando «Back in Black».

Hubo una larga pausa. Aparté el auricular de mi oído y me quedé mirándolo, pensando que, o estaba alucinando por las cervezas que me había tomado en The Crowley o este tío se estaba quedando conmigo.

—… ¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Bueno, tenemos que hacer un disco nuevo, ya sabes.

—Tío, no lo entiendo —dije—. Acabo de leer en la prensa que vuestro nuevo cantante es Allan Fryer.

—Ah, no, no, no… Se han confundido, tío. Se han confundido del todo. Ni siquiera vino a la prueba.

Noté una gran tensión en el pecho.

—¿Me estás diciendo… que estoy en el grupo?

Apenas me salían las palabras.

—Bueno, ya sabes… —dijo Malcolm riéndose un poco, esquivando la pregunta.

Dios le bendiga, pero tenía tanto miedo de meter la pata como yo.

—Mira, Malcolm —dije, decidido a ser brutalmente sincero—, eres un buen tío, me lo he pasado en grande contigo y con el grupo, pero me cuesta creer que todo esto vaya en serio. Así que voy a colgar el teléfono. Y si de verdad hablas en serio, por favor llámame en diez minutos y vuelve a darme esta noticia. Porque estoy muy confuso, y es como si estuviera soñando.

—Claro, Brian —dijo Malcolm—, lo entiendo. Te llamo en diez minutos.

Clic.

Me había dejado helado. Me quedé sentado con la mirada perdida, contando los diez minutos más largos de mi vida. Si esto era cierto, significaba que todo por lo que había pasado en los últimos diez años había valido la pena. Saltar desde un avión para comprar un juego de voces. Renunciar a una buena carrera en Parsons por un grupo que no tuvo más que un éxito en el Top 10. Dejarme la piel en la carretera durante meses —no, años— seguidos. Caer en todas las trampas inventadas por la industria discográfica. Acabar tan arruinado que tuve que ir a juicio para que no me quitaran la casa. Ver cómo se desintegraba mi matrimonio. Volver a casa de mis padres. Aguantar a esos pomposos coordinadores de conciertos con sus normas y sus leyes y sus medidores de decibelios y sus tribunales disciplinarios…

—Hola, Brian, soy Malcolm de nuevo, ya he dicho que te iba a llamar. Mira, tenemos que irnos de Londres en una semana o dos para empezar a grabar el nuevo disco, así que necesitamos que bajes mañana al local de ensayo y empieces a prepararte. Si estás dispuesto…

—Entonces, ¿de verdad me habéis cogido? —pregunté—. ¿No voy a ser solo el cantante suplente o algo así?

Hubo una larga pausa. Malcolm respiró hondo.

—Bueno —dijo con un punto de malicia en la voz, como si disfrutara de tenerme en vilo—. Siempre que tú quieras, colega.

Y de ese modo pasé de ser un instalador de techos de vinilo a ser el cantante de uno de los grupos más flipantes del mundo. Fue un momento… bastante increíble. De hecho, estaba paralizado.

—¿Brian? —dijo Malcolm al cabo de unos instantes—. ¿Estás ahí?

—Sí —acerté a decir.

—¿Quieres entrar en el grupo?

—¡JODER, CLARO QUE SÍ! ¿Dónde hay que firmar?

—Sabes que te van a meter bastante caña, ¿verdad? Porque nuestro grupo… es muy odiado. Por los críticos. Por el establishment. Y a los fans les va a llevar un tiempo hacerse a la idea. ¿Estás seguro de que podrás aguantar toda esa presión, Jonna?

—No —dije sonriendo—, pero ¿a quién coño le importa? Estoy en el grupo.