21 Bienvenidos al paraíso

No llevaba ni una semana en mi nuevo trabajo y ya me estaban metiendo en un avión a una isla tropical del Caribe. Acostumbrarse a esto va a ser muy fácil, pensé.

Aquí debo aclarar que en 1980 los Compass Point Studios aún no eran tan famosos como lo serían después. Los había montado Chris Blackwell tres años antes, con idea de tener un lugar donde músicos como Bob Marley, que grababa en Island, pudieran trabajar lejos de las distracciones de la gran ciudad.

En aquel momento nos dijeron que habría que compartir parte del estudio con un grupo de Nueva York llamado Talking Heads.

Tan solo dos semanas antes yo estaba actuando en el Westerhope Club, un lugar lleno de hombres y mujeres de clase trabajadora, y ahora me veía volando al mismo estudio que acababan de usar los Rolling Stones. No parecía real. Y en cierto modo no lo era, porque aún tenía que demostrar a Angus, Malcolm y los demás que habían tomado una buena decisión al meterme en el grupo.

Pero al menos algo no había cambiado: nuestros asientos seguían estando al final del avión, igual que cuando Geordie habíamos ido a Australia unos cuantos años antes.

Se me hacía raro tener de pronto un trato tan cercano con el grupo. Pero Peter enseguida rompió el hielo cuando apareció con una bolsa llena de walkmans Sony de calidad profesional —aquellos tan pijos que venían en una funda de cuero— y nos dio uno a cada uno. Cuando recibí el mío me sentí como un crío en Navidad. El walkman había sido lanzado más o menos un año antes. Era lo más ultramoderno que había visto en mi vida, y cuando me puse los cascos y le di al «play», la calidad de sonido era la mejor que había experimentado jamás. Y, por supuesto, los del grupo habían traído una cinta con el riff en el que habían estado trabajando, así que me pasé buena parte de las siguientes seis horas familiarizándome con él y pensando qué iba a cantar encima mientras me bebía todas las cervezas que me ofrecían las azafatas.

No contaba con dormir ni un minuto en aquel viaje de más de 6.000 kilómetros, pero la priva hizo su efecto: se apagaron las luces y me quedé frito.


Cuando aterrizamos aún no había oscurecido. Miré por la ventanilla y vi palmeras y un mar azul. Era el paraíso.

Pero al bajar del avión nos bastaron cinco minutos para meternos en líos.

Con una simple mirada a nuestras melenas y la ropa vaquera, los oficiales de aduanas decidieron que no nos querían en su isla. Así que se llevaron aparte a Malcolm y Angus y empezaron a interrogarles sobre el contenido de las fundas de sus guitarras. Era ese juego de poder que tanto les gusta a los tipos uniformados en todo el mundo. Pero estos oficiales no sabían que a Malcolm y Angus también se les daba muy bien ese juego, y eran capaces de intimidar a cualquiera. El resultado fue un larguísimo y tenso intercambio de opiniones, hasta que al final el jefe de aduanas se rayó y declaró que iba a confiscar todo nuestro equipaje.

Y eso hizo. Nuestras guitarras fueron incautadas, y a Malcolm y Angus se los llevaron para seguir interrogándolos. Aquello duró horas y horas. Y aunque al final los soltaron, el equipo seguía confiscado, incluidas las guitarras —entre ellas la Gretsch de Malcolm y la Gibson de Angus— que necesitábamos para empezar a grabar el disco.

—Bah, no te preocupes, Brian —dijo Peter—, así son las cosas.

Peter me explicó que a Malcolm y Angus no les gustaba nada la gente uniformada: si alguien les faltaba al respeto, enseguida enseñaban los dientes. A la primera señal de bronca se ponían una armadura de resistencia total e inmediata, y no cedían ni un milímetro si pensaban que alguien les estaba tocando los huevos.

En cuanto a mí, los oficiales de aduanas no pudieron confiscarme la maleta… porque no tenía. Lo único que llevaba era una bolsa de mano con dos pares de calcetines, tres pares de calzoncillos, un par de vaqueros, una chaqueta vaquera, tres camisetas —incluida la del «22»— y una gorra de paño.58 Nada más.


Nos alojaron en un hostal justo donde terminaba la selva y empezaba la playa; y cuando digo playa, no me refiero a una como Whitley Beach en Newcastle, o incluso Bondi Beach en Sídney. No, esto era una playa de verdad, una playa en plan Robinson Crusoe, con arena fina y blanca, palmeras meciéndose en la brisa y agua del más perfecto color aguamarina. El alojamiento, en cambio, no podía ser más básico.

Lo que más me sorprendió al llegar fue que, aunque el estudio quedaba tan solo a unos doscientos metros, nuestra estricta y oronda casera bahameña nos aconsejó que para ir y volver usáramos siempre el Honda Civic que habíamos alquilado, o bien cogiéramos una de las motos de 50 cc del estudio; si nos empeñábamos en caminar, debíamos hacerlo siempre en grupo y nunca de noche. Pensamos que se estaba pasando de protectora —quizá siguiendo órdenes de Atlantic Records, que no querrían que nos dispersáramos y nos distrajéramos—. Pero pronto descubrimos que tenía motivos para preocuparse.

Las Bahamas estaban en plena ola de crímenes. En la costa desaparecían barcos continuamente; los robaban para usarlos en trapicheos de drogas. Y había bandas de delincuentes que vivían en el bosque para esconderse de la ley. Unos cabrones muy peligrosos.

Los atracos a mano armada también eran cada vez más frecuentes, sobre todo en casas de particulares. Robert Palmer, que por entonces vivía frente al estudio59, había sido víctima de uno de ellos. Una noche que estaba en el estudio unos tipos entraron en su casa, le pegaron un tiro a su perro y amenazaron a sus padres a punta de pistola; en Compass Point todo el mundo se quedó bastante tocado al enterarse de aquello.

Nuestra casera no quería correr riesgos. Ya antes de enseñarnos nuestras habitaciones, nos dio a cada uno un arpón y nos explicó que no era para pescar, sino en caso de que se presentara algún maleante en nuestro cuarto mientras estábamos allí. Luego vino un tipo y nos dio a cada uno un machete como arma de retén, por si fallaban los arpones. Durante toda nuestra estancia tuve el arpón junto a la puerta y el machete debajo de la cama, totalmente mentalizado para usarlos si se daba el caso.

En cuanto a mi habitación… la verdad es que no era tal cosa. Era más bien una pequeña choza de unos diez metros cuadrados con una cama individual, un lavabo, un pequeño escritorio y un cuarto de baño.

Por supuesto, no había aire acondicionado ni televisión.

Hacía tanto calor y humedad que no sabía dónde meterme. No me había traído pantalones cortos —ni mucho menos bañador— porque los únicos que tenía eran para jugar a fútbol, y estaban en Newcastle.

Así que iba con vaqueros, como el resto del grupo.


El equipo seguía confiscado, así que los cinco primeros días no hicimos gran cosa aparte de ir montando la batería de Phil. Anduve dando vueltas por ahí, buscando algo que hacer, hasta que encontré una mesa de billar y un futbolín en la zona comunitaria del estudio. Y justo cuando estaba empezando a jugar una partida aparecieron los Talking Heads, que se estaban tomando un descanso de una sesión.

Genial, pensé, así podré hablar con gente nueva. David Byrne se quedó muy confuso cuando le dije que en los pubs era costumbre poner una moneda en una esquina de la mesa de billar. Se lo expliqué unas cinco veces, pero seguía mirándome como si le hablara en otro idioma. Aunque, siendo justos, para él aquello debía de ser otro idioma.

Con los que hicimos buenas migas fue con Tina Weymouth y su marido Chris Frantz —bajista y batería de Talking Heads, respectivamente—. De hecho, un día que Phil y Cliff se perdieron en la selva, nos echaron un cable y los sustituyeron en el estudio.

Una mañana, mientras seguíamos esperando a que llegara el equipo, Malcolm se despertó y descubrió que todo su dinero había desaparecido. Hubo una investigación, al cabo de la cual la casera y el mánager de giras, Ian Jeffery, se dirigieron a la playa armados con sus arpones. No encontraron al culpable, y mejor para ellos porque no creo que hubieran tenido muchas posibilidades con aquellos delincuentes locales.

Cuando ya empezábamos a pensar que el equipo no iba a llegar nunca, apareció Keith Emerson y nos invitó a dar una vuelta en su barco. Keith era un tío genial. Tenía una pequeña lancha motora muy guay, con una pletina instalada en el panel de mandos; eso me pareció la caña. Otro día salimos a pescar y Cliff cogió un atún inmenso. Esto fue gran motivo de celebración hasta que nos dimos cuenta de que nadie tenía la menor idea de cómo cocinarlo —todo el atún que habíamos visto en nuestra vida había salido siempre de una lata—.

Al final Cliff troceó aquella gigantesca criatura en filetes de seis o siete centímetros de grosor y los metió en el frigorífico de la cocina del hostal. Pero esa noche hubo un apagón, y cuando nos levantamos a la mañana siguiente parecía el escenario de un crimen. Debido al calor y la humedad, el frigorífico se había convertido en un horno, y el atún se había descompuesto —de la forma más espectacular—, con toda la sangre goteando en el suelo de linóleo. Olía como un pedo caducado. Así que dejamos a la casera fumigando las instalaciones para irnos a una habitación mejor perfumada… y justo entonces nos enteramos de que el equipo había salido de la aduana.

Por fin podíamos ponernos manos a la obra con lo que habíamos ido a hacer allí.

Y yo me moría de ganas de empezar de una vez.


Quizá este sea un buen momento para hablar del tipo al que se le había encargado la producción del álbum: Mutt Lange, asistido en esta ocasión por el técnico de sonido Tony Platt. Los había conocido en E-Zee Hire, en Londres, pero para mí solo eran dos de las muchas, muchas caras que desfilaron por allí durante las pruebas.

Mutt aún no era muy famoso, claro. Nacido en Zambia, se había criado en Sudáfrica y había tocado en grupos de la zona de Johannesburgo, así que conocía bien el percal, y fue la discográfica la que se dio cuenta de lo buen productor que era. De modo que lo llamaron para producir Highway to Hell para AC/DC, y al grupo le gustó lo que oyó.

Una de las primeras cosas que me llamaron la atención de Mutt cuando le conocí mejor en las Bahamas —aparte de su ética laboral— fue que, al igual que Malcolm, tenía el don de un oído casi sobrehumano.

Recuerdo una sesión en la que estábamos escuchando una toma y Malcolm dijo: «¿Qué ruido es ese?». Los demás no oíamos nada, por supuesto, ni siquiera después de escuchar tres o cuatro veces. En ese momento entró Mutt e inmediatamente se fijó en el mismo ruido. Así que fue comprobando cada instrumento —bajo, voz, guitarras, batería— por separado hasta que, por fin, allí estaba: en una de las pistas de la batería había algo que sonaba como unas pequeñas castañuelas. La pregunta era: ¿qué había provocado ese ruido? Prácticamente desmontamos el estudio para dar con la respuesta y, mira por dónde, resultó ser un cangrejo que había venido desde la playa y estaba en una esquina de la sala haciendo ese ruido tan inoportuno con sus pinzas, y los micros de la batería lo habían capturado. Lo que no sé es cómo pudieron darse cuenta Malcolm o Mutt con la guitarra de Angus sonando por encima a todo volumen.

El resto de mis recuerdos de Mutt son bastante limitados, más que nada porque la mañana siguiente a que llegara el equipo y empezáramos a trabajar en el disco, Malcolm entró en mi cuarto con una petición que no me dejó prestar atención a nada más.

—Oye, Brian —dijo—, ¿qué tal te fue con esas letras que estabas escribiendo?

—Bueno, bastante bien… creo —dije, recordando aquello que había escrito sobre una «máquina rápida» que «siempre tenía el motor limpio», y que ya era casi una canción entera.

—Me alegro —dijo Malcolm—. ¿Puedes escribir las letras del resto del disco?

Por un momento pensé que me estaba tomando el pelo.

Pero no, no me tomaba el pelo.