Con la agradable franqueza de la juventud, me consulta usted sobre una cuestión de importancia práctica personal y (es incluso concebible) de cierta trascendencia para el mundo: ¿debe o no debe hacerse artista? Es ésta una decisión que debe usted tomar por sí mismo; todo lo que yo puedo hacer es llamar su atención sobre algunos factores que debería tener en cuenta. Empezaré, y probablemente terminaré, asegurándole que todo depende de la vocación.
Saber qué es lo que a uno le gusta es el comienzo de la sabiduría y de la madurez. La juventud es completamente experimental. La esencia y el encanto de esa época inquieta y deliciosa es la ignorancia sobre uno mismo y sobre la vida. Una y otra vez el joven reúne estos dos desconocimientos, bien con un toque sutil, bien en un amargo abrazo, con un placer exquisito o con un dolor lacerante, pero nunca con indiferencia, que le resulta del todo ajena, y nunca con complacencia, ese sentimiento tan próximo a la indiferencia. Ya sea un joven de sentidos delicados o vehemente en sus ideas, esta serie de experimentos suscita en él un interés desproporcionado respecto al placer que obtiene con ellos. No es la belleza lo que ama, ni el placer lo que persigue, aunque así lo crea; su intención y su recompensa es verificar su propia existencia y probar la variedad del destino humano. Para él, antes de que su afilada curiosidad se embote, todo lo que no es la vida real y una vehemente persecución de experiencias presenta un rostro de desagradable aridez que más adelante le resultará difícil recordar; o, si hay alguna excepción —y aquí es donde interviene el destino—, es en aquellos momentos en los que, cansado o hastiado de la actividad predominante de los sentidos, evoca en la memoria la imagen de pasados placeres y dolores. De esta forma, el joven rechaza todas las profesiones rutinarias y se inclina insensiblemente hacia una carrera del arte que únicamente consiste en saborear y registrar la experiencia.
Ésta, que no es tanto vocación artística como impaciencia con las demás ocupaciones honestas, con frecuencia se da aisladamente, y, por tanto, irá desapareciendo de forma gradual con el paso de los años. En ningún caso hay que tenerla en cuenta; no es una vocación sino una tentación; y cuando el otro día su padre desaprobó su ambición con tanta rotundidad y (creo yo) tanta razón, es probable que estuviera recordando algún trance parecido de su propia experiencia. Pues la tentación quizá sea tan común como infrecuente la vocación. Además, también tenemos las vocaciones imperfectas: personas cuyas mentes están ligadas no a un arte concreto sino al ars artium general que es la base común de todo trabajo creativo; ora cogen los pinceles, ora se entregan al estudio del contrapunto, y en algún momento compondrán un soneto, siempre con el mismo interés, muchas veces con un conocimiento genuino. Me resulta difícil hablar sobre este temperamento cuando se da aislado; pero aconsejaría a esa persona que se dedicara a las letras, pues en la literatura (que abarca un campo tan amplio) toda esta información puede resultarle de utilidad algún día, y si continúa como empezó, y al final se dedica a la crítica, habrá aprendido a utilizar las herramientas necesarias. Por último, llegamos a las vocaciones que son a la vez decisivas y precisas; a los hombres que nacen con el amor a los pigmentos, la pasión por el dibujo, el don de la música o el impulso de crear con las palabras, lo mismo que otros, quizá los mismos, nacen con la pasión de la caza, o del mar, o de los caballos o del torno de alfarero. Están predestinados; si un hombre ama la práctica de algún oficio, con independencia de cualquier consideración de éxito o de fama, es que los dioses le han llamado. Puede ocurrir que la suya también sea una vocación general, que tenga una inclinación por todas las artes, y yo creo que con frecuencia ése es el caso; pero la marca de su vocación reside en su laboriosa parcialidad hacia una de ellas, un deleite inagotable en sus éxitos técnicos y (quizá sobre todo) una cierta honestidad para tomar su modesta empresa con la misma seriedad que convendría a los intereses de un imperio y considerar la mejora más insignificante digna de ser llevada a cabo a costa de todo el tiempo y esfuerzo necesarios. El libro, la escultura, la sonata: es necesario acercarse a ellos con la buena fe ciega y el ánimo inquebrantable que muestran los niños en el juego. ¿Merece la pena? Cuando a algún artista se le haya ocurrido hacerse esa pregunta, la respuesta implícita habrá sido negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en el sofá del salón, ni al cazador que persigue su presa; y la ingenuidad de uno y el ardor del otro han de ir unidos en el corazón del artista.
Si usted reconoce en sí mismo un gusto tan decisivo, no hay lugar a dudas: siga su inclinación. Y observe (pues no es mi intención desanimarle en exceso) que, al principio, esa disposición no suele manifestarse de forma tan intensa o, al menos, tan constante. El hábito y la práctica agudizan las dotes; la necesidad de esforzarse se vuelve menos desagradable, e incluso llega a ser bien recibida, con el paso de los años; una pequeña afición (con tal de que sea auténtica) se convierte en una pasión absorbente. Por ahora basta si, tras un intervalo de tiempo razonable, puede mirar atrás y ve que el arte que ha elegido ha conseguido mantenerse aunque sólo sea un poco por encima de los incontables intereses de la juventud. Si la devoción ayuda, el tiempo hará el resto, y pronto todos sus pensamientos estarán absortos en su ocupación preferida.
Pero, puede que usted me recuerde, incluso con devoción, incluso aplicándose con una grata perseverancia, muchos miles de artistas pasan la vida completamente en vano, a juzgar por los resultados: miles de artistas y ninguna obra de arte. Es que la inmensa mayoría de la humanidad es incapaz de hacer nada razonablemente bien, y el arte no es una excepción. El artista inepto probablemente también habría sido un banquero incompetente. Y el artista, incluso si no distrae al público, se distrae a sí mismo; así que siempre habrá un hombre más feliz gracias a sus esfuerzos. Éste es el lado práctico del arte: su inexpugnable fortaleza para quien lo practica sinceramente. Los beneficios directos —la retribución del oficio— son pequeños, pero los indirectos —la retribución de la vida— son incalculablemente grandes. Ninguna otra ocupación ofrece a un hombre su sustento en unas condiciones tan gratas. El soldado y el explorador pueden experimentar momentos de entusiasmo más admirables, pero se alcanzan al precio de terribles penalidades y periodos de tedio indescriptibles. En la vida del artista no tiene por qué pasar ninguna hora sin algún placer. Tomemos al escritor, con cuya carrera estoy más familiarizado; es cierto que trabaja con un material rebelde y que el acto de escribir desgasta y agota tanto la vista como el humor; pero contémplele en su estudio cuando los temas se le agolpan en la mente y no le faltan palabras: cómo fluye el tiempo en una serie continua de pequeños éxitos; con qué sensación de poder, como si estuviera moviendo montañas, maneja sus pequeños personajes; con qué placer, del oído y de la vista, observa cómo va creciendo en la página su etérea estructura; y cómo dedica su esfuerzo a una actividad en la que desemboca todo el material de su vida y que abre una puerta a todos sus gustos, amores, odios y convicciones, de forma que lo que escribe no es más que lo que anhelaba expresar. Es posible que haya disfrutado muchas cosas en este gran campo de juego trágico que es el mundo, pero ¿qué le ha deparado una satisfacción más plena que una mañana de trabajo fructífero? Supongamos que la recompensa sea pequeña: lo asombroso es que reciba alguna recompensa. Otros hombres pagan, y mucho, por placeres menos deseables.
Pero la práctica del arte no sólo le proporcionará placer; también constituye una formación admirable. Pues el artista se guía enteramente por el honor. El público apenas sabe algo de esos méritos a cuya búsqueda está condenado a dirigir la mayor parte de sus esfuerzos. Los méritos en la concepción, el mérito de la originalidad, el mérito del éxito fácil que un hombre de temperamento artístico adquiere con facilidad: éstos son los méritos que el público reconoce y valora. Pero los detalles más exquisitos de excelencia y acabado que el artista desea tan ardientemente y siente con tanta intensidad, por los que (en las vigorosas palabras de Balzac) ha de luchar «como un minero enterrado bajo un derrumbe», por los que día tras día reformula y revisa y rechaza… permanecerán ignorados por el gran público. Suponiendo que alcance el mérito más alto, la posteridad quizá haga justicia a esas penalidades ignoradas; pero si, lo que es lo más probable, no llega a lo más alto aunque sea por muy poco, esté seguro de que permanecerán inadvertidas. Consciente de este sombrío pensamiento, solo en su estudio, el artista debe perseverar día a día en su ideal. Esto es lo que hace su vida noble; esto es por lo que la práctica de su oficio refuerza y madura su carácter; esto es por lo que incluso el grave semblante del gran emperador se volvió con aprobación (siquiera por un momento) hacia los seguidores de Apolo, y aquella voz amable y solemne exigió al artista que cuidara su arte.
Y aquí es necesario hacer dos advertencias. Primero, si quiere seguir siendo un modelo para sí mismo, ha de guardarse de los primeros signos de desidia. Este idealismo en la honestidad sólo puede mantenerse con un esfuerzo constante; es muy fácil rebajar el nivel de exigencia, y el artista que dice «así mismo puede valer» ya está abocado al declive; en ocasiones (sobre todo en ocasiones desafortunadas) bastan tres o cuatro obras pergeñadas con el fin único de ganar dinero para traicionar un talento, y con el ejercicio del periodismo corre el peligro de habituarse a la dejadez. Éste es el peligro por un lado, pero, por el otro, el peligro no es menor. La conciencia de hasta qué punto el artista es (y debe ser) su propia ley corrompe a las mentes menores. Cuando perciben méritos recónditos muy difíciles de obtener, formulan o imitan recetas artísticas, o quizá se enamoran de alguna destreza propia, muchos artistas olvidan el fin del arte: deleitar. Sin duda, resulta tentador clamar contra el burgués ignorante; sin embargo, no debería olvidarse que es él quien nos paga y que (aparentemente, al menos) lo hace por servicios que desea ver prestados. Bien mirado, aquí también se plantea una cuestión de honestidad trascendental. Dar al público lo que no quiere y, a pesar de todo, esperar su apoyo: ahí tenemos una extraña pretensión que no es infrecuente, sobre todo entre los pintores. El principal deber de un hombre en este mundo es mantenerse a sí mismo; si lo hace, puede entregarse a la excentricidad que prefiera, pero sólo entonces. Mientras llega ese momento, deberá cortejar con asiduidad al burgués que tiene el dinero. Y si en el transcurso de esas capitulaciones traiciona su talento, es que éste nunca ha debido de ser muy impresionante y habrá preservado algo mejor que el talento: la fuerza moral. Y si es un espíritu tan independiente que no puede rebajarse ante la necesidad, todavía le queda un camino: puede abandonar el arte y emprender un modo de vida más varonil.
Cuando hablo de un modo de vida más varonil, hay una cuestión sobre la que debo ser franco. Guiarse en la vida por un placer no es una vocación noble; implica un patronazgo, por velado que sea; coloca al artista, aunque sea ambicioso, junto a las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses tienen la evasión romántica por un empleo y denominan a sus practicantes Hijas de la Alegría. El artista pertenece a la misma familia, es uno de los Hijos de la Alegría, escogió su oficio para hacer su gusto, se gana el sustento agradando a otros y ha perdido algo de la grave dignidad de un hombre. No hace mucho tiempo algunos periódicos clamaron contra la concesión del título de barón a Tennyson, y a este Hijo de la Alegría se le acusó de arrogancia por seguir el ejemplo de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo más inspirado; aceptó el honor con mayor modestia, y (si he de creerlos) los periodistas anónimos todavía no han sido resarcidos por ese ultraje vicario a su profesión. Cuando les llegue su turno, estos caballeros podrán hacerse más justicia; y me alegrará pensar en ello, pues, a mi ignorante juicio, incluso lord Tennyson parece un tanto fuera de lugar en ese grupo. No debería haber distinciones para el artista; con la práctica de su arte ya recibe más de la parte que le corresponde de las recompensas de la vida; las distinciones están reservadas para otros oficios, menos agradables y quizá más útiles.
Pero lo peor que puede ocurrir en estas ocupaciones destinadas a deleitar es no conseguirlo. En los oficios corrientes un hombre ofrece hacer una cosa determinada o producir cierto artículo con un talento que no pasa de ser convencional: un designio en el que (casi podemos decir) es difícil fracasar. Sin embargo, el artista se aparta de la muchedumbre y se propone deleitar: un designio impúdico en el que el fracaso siempre va acompañado de circunstancias desagradables en grado sumo. La pobre Hija de la Alegría, cuyas sonrisas y galas pasan inadvertidas para la muchedumbre, compone una estampa que es imposible recordar sin una compasión ofensiva. Es el prototipo del artista fracasado. El actor, el bailarín y el cantante deben aparecer como ella en persona y apurar públicamente la copa del fracaso. Pero aunque los demás escapemos a esta suprema vergüenza de la picota pública, sufrimos en esencia la misma humillación. Todos afirmamos que somos capaces de deleitar. ¡Pero qué pocos lo conseguimos! Todos nos proponemos ser capaces de seguir haciéndolo. Sin embargo, a cada uno, incluso al más admirado, le llega el día en que, con el entusiasmo apagado y la astucia perdida, se sienta avergonzado junto a su barraca desierta. Entonces se verá condenado a hacer trabajos y avergonzarse por cobrarlos. Entonces (por si su destino no fuera ya cruel) padecerá las mofas de los saqueadores de naufragios que hay en la prensa, que se ganan su magro pan amargo condenando la basura que no han leído y elogiando la excelencia que son incapaces de entender.
Y observe que éste parece ser casi el fin ineludible al menos de los escritores. El mérito de Les Blancs et les Bleus (por ejemplo) y el de Le Vicomte de Bragelonne son de orden muy distinto, y si hay algún caballero que puede soportar observar la desnudez de Castle Dangerous, creo que su nombre es Ham: al resto de nosotros bástenos con leer sobre ello (no sin lágrimas) en las páginas de Lockhart. De este modo, en la vejez, cuando más necesarios son una ocupación y el bienestar, el escritor debe abandonar simultáneamente su pasatiempo y su medio de vida. El pintor, si ha logrado conservar la atención del público, gana grandes sumas y puede ponerse ante su caballete hasta una edad muy avanzada sin deshonrosos fracasos. El escritor, por el contrario, tiene la doble desgracia de estar mal pagado mientras trabaja y de no poder trabajar cuando es viejo. Es así una forma de vida que conduce directamente a una posición falsa.
Pues el escritor (a pesar de notorios ejemplos en sentido contrario) debe contar con que estará mal pagado. Tennyson y Montépin se ganan la vida con bastante holgura; pero no todos podemos esperar ser Tennyson y quizá no todos deseemos ser Montépin. Si toma un arte por oficio, expurgue de su mente desde el principio toda ambición económica. Si tiene algo de talento y mucha aplicación, puede esperar razonablemente unos ingresos como los que obtiene un escribiente con una décima o quizá una vigésima parte de su tensión nerviosa. Tampoco tiene derecho a pedir más; su recompensa es la retribución de la vida, no la del oficio; en este caso, la obra es el salario. Se verá que no me inspiran mucha simpatía las vulgares lamentaciones de los artistas. Quizá no recuerdan el salario del jornalero agrícola, ¿o acaso piensan que su caso es único? Quizá desconocen cuál es la pensión de retiro de un oficial de campo, ¿o es que suponen que sus aportaciones a las artes de agradar son más importantes que los servicios de un coronel? Quizá olvidan qué poco le bastaba a Millet para vivir, ¿o acaso creen que tener menos genio les exime de mostrar las mismas virtudes? Pero en un punto no debería haber dudas: si un hombre no es frugal, no tiene nada que hacer en las artes. Si no es frugal, está abocado sin remisión a la trágica escena final de le vieux saltimbanque; si no es frugal, le resultará difícil conservar su honestidad. Algún día, cuando el carnicero llame a su puerta, puede que sienta la tentación, o incluso la obligación, de producir y vender una obra desmañada. Si esta obligación no obedece a algún exceso suyo, aun será digno de elogio, pues no se puede expresar con palabras hasta qué punto es mucho más necesario para un hombre mantener a su familia que alcanzar —o conservar— la distinción artística. Pero si él fuera el culpable de esa presión, entonces ha robado, ha robado con abuso de confianza, y (lo que es más grave) ha robado de tal manera que la ley no puede alcanzarle.
Y ahora usted quizá me pregunte: si el artista que empieza no debe pensar en el dinero ni (como se ha dado a entender) esperar distinciones del Estado, ¿no puede al menos ilusionarse con las delicias de la popularidad? El elogio, me dirá usted, es un plato sabroso. Y en la medida en que se refiera a la aprobación de otros artistas, estaría señalando uno de los placeres más esenciales y duraderos de la carrera del arte. Pero si lo que tiene en mente son las alabanzas del público o la atención de la prensa, esté seguro de acariciar un sueño. Es cierto que en algunas revistas esotéricas el autor (por ejemplo) recibe críticas ajustadas y que con frecuencia se le elogia más de lo que merece, a veces a causa de cualidades que él tenía a gala evitar, y a veces por damas y caballeros que se han negado el privilegio de leer su obra. Pero si un hombre es sensible a esta clase de elogio disparatado, hemos de suponer que será igualmente perceptivo a aquello que con frecuencia las acompaña y siempre las sigue: el ridículo más absoluto. Un hombre al que le ha ido bien durante años puede fracasar; le harán notar su fracaso. O quizá le ha ido bien durante años y sigue haciéndolo bien, pero puede que los críticos se hayan cansado de elogiarlo o que haya surgido algún nuevo ídolo del momento —«polvo, aunque sea poco dorado»[3]— al que ahora prefieran presentar sus ofrendas. Éste es el anverso y el reverso de esa cosa fea y vacía llamada popularidad. ¿Pensará algún hombre que merece la pena conseguirla?