Enciéndeme

Margot Magowan

SEGÚN EL DOCTOR Mayfield, Henry y yo podíamos mantener relaciones sexuales seis semanas después del nacimiento. Estaba tan entusiasmada que calculé el día exacto, operación que a mi cerebro, hecho papilla por aquel entonces, le pareció propia de las matemáticas avanzadas. Cuando llegó el momento, prácticamente le arranqué la ropa. No era deseo sexual. Solo quería sentirme como una mujer en lugar de como una vaca. Durante unos minutos. Y también, y tal vez esto sea lo mismo, quería conectar con Henry de nuevo, sentir que éramos algo más que cocuidadores de una minicriatura que solo comía y defecaba. El tema de no tener relaciones me estresaba, porque era muy diferente para nosotros. Desde que estábamos juntos siempre habíamos practicado el sexo a menudo.

Era temprano por la mañana. Una luz azul invadía nuestra habitación. Ivy estaba dormida en la cuna al lado de la cama. Me volví hacia Henry, sonriendo, besándolo, quitándole a tirones la camiseta y bajándole los calzoncillos con el pie. Pero, mientras todo esto ocurría, tuve una extraña sensación de desconexión, como las que describen las personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte, como si estuviera flotando en algún lugar sobre mi cuerpo. Cuando estábamos desnudos, lo atraje con fuerza hacia mí, intentando que mi cuerpo despertara.

—¿Estás lista? —dijo él, malinterpretándome, y entró dentro de mí.

—¡Auch! —grité, empujándolo, mi codo clavado en su pecho. Sentía mi vagina arder.

—¿Qué pasa? —dijo, extendiendo su brazo hacia el cabecero e intentando recuperar el equilibrio.

—Duele. No lo sé.

Henry se recostó sobre el costado, mirándome, con un brazo extendido sobre mis pechos. Solo eso, su brazo descansando ahí, ya me dolía, cuando siempre me había encantado el peso del mismo, el de él.

—Me han hecho una cesárea. ¿Por qué me duele ahí abajo?

Sacudió la cabeza.

—Creí que por eso las estrellas de cine las programaban . . ., no quieren que nada fastidie sus vaginas. —Sonreí ante mi referencia a mi obsesión con el Us Weekly, que lo volvía loco. Pero tenía miedo. Sentía como si mi cuerpo se hubiera cerrado, se hubiera vuelto hostil—. ¿Crees que me ha pasado algo? —dije—. ¿Crees que han cortado un nervio?

—No, Juliet, hipocondríaca. Tu cuerpo ha pasado por mucho.

—Pero Mayfield dijo seis semanas. Ya han pasado seis semanas.

Me apartó el cabello de la frente con una caricia de sus dedos y me lo metió detrás de la oreja.

—¿Cuánto te ha dolido?

—Muchísimo. Y no es solo que me haya dolido. Antes de eso, no tenía ganas. Parecía que algo le estaba ocurriendo a mi cuerpo, pero no a mí.

Él parecía triste y confuso.

—No tiene nada que ver contigo —le dije, tocándole el brazo, mi parte favorita de su cuerpo—. No es culpa tuya.

—Vale —dijo con voz insegura.

—No sé qué me está ocurriendo. Ya no siento mi cuerpo como si fuera mío. No sé cómo explicarlo.

Intentamos hacerlo unas cuantas veces más durante el mes siguiente, y la sensación siempre era horrible. Intenté calmarme: tal vez tuviera una infección de hongos. Pero no tenía más síntomas.

Contaba con que el sexo me haría sentir mejor, como siempre lo había hecho, durante toda mi vida, simplemente relajándome, haciendo que mi cuerpo se sintiera bien, al menos eso. El dolor no era lo único que me alarmaba. Era la falta de sentimiento, la nada donde solía haber algo, llegar a casa y encontrártela desvalijada. Las caricias de Henry me parecían invasivas, agresivas. No solo su polla. Dondequiera que me tocase. Todo mi cuerpo estaba hipersensible. Quería el contacto más suave. El tipo de caricia leve como una pluma que creía odiar, que me hacía cosquillas y hacía que mi piel se erizara. Habitualmente, me gustaba que me apretaran o me agarraran con fuerza. Pero ahora ansiaba arrumacos, no palabras guarras en la cama, sino un tipo de amor paternal, o tal vez maternal.

También me noté diferente de otras formas. El sexo e incluso la sexualidad evidente en la televisión me repugnaban: ver a los borrachos cachondos de los realities o a todas esas mujeres moviendo el culo en los vídeos. Antes, incluso cuando no me gustaba lo que aparecía en pantalla, solía atraparme, fascinarme, despertar mi curiosidad, y lo analizaba, intentando comprenderlo. Ahora simplemente me parecía asqueroso.

Si me tropezaba con un canal porno mientras zapeaba, me entraban náuseas de verdad. Mi reacción era tan extrema, tan física, que me preocupaba acabar uniéndome a un ejército de amas de casa de derechas del Cinturón Bíblico21 para lanzar una cruzada antiporno.

El sexo se estaba convirtiendo en algo que no comprendía, como cuando miras alimentos después de una comilona y no concibes volver a tener hambre. No pillaba el imaginario o las insinuaciones sexuales. Una vez, mientras Ivy dormía y yo hojeaba una revista, vi una foto de una mujer que lamía un helado y esto provocó en mí la misma reacción nauseabunda que el porno. Cuando vi su lengua gigante sobre un Popsicle22 rojo y húmedo e hice la conexión sexual evidente, me di cuenta de que no había sido consciente de ese tipo de cosas durante mucho tiempo.

Y eso era extraño, porque había basado mi carrera en percatarme de todo eso, en destacar la misoginia semivelada, aceptada y ubicua. Era profesora auxiliar de estudios culturales en la universidad de UC Berkeley, y uno de mis talentos, que exploté tanto en mi disertación como en mi libro (si es que lo acababa algún día), era mi habilidad para detectar símbolos fálicos y también vaginales. Incluso me gané elogios del jurado de mi disertación por señalar que nunca se había asignado un término literario para este último. La semiótica de lo sexual era tan evidente para mí que no entendía cómo se le escapaba a la gente. La primera vez que vi el anuncio de Joe Camel tenía doce años, y no me podía creer que hubieran creado una cara animada de un pene con dos testículos gordos y colgantes. Por supuesto, mucha gente lo captó con el tiempo, pero cuando finalmente prohibieron al camello pervertido dijeron que era porque era un personaje animado, que gustaba a los niños. A ninguno de los congresistas parecía molestarles que su cara fuera un pene.

El no tener deseo sexual hacía sentirme confusa con respecto a Henry. No sabía para lo que servía. Sé que suena horrible. Era horrible. No podía creerme que yo, una madre primeriza, estuviera teniendo pensamientos tan crueles y horribles. Pero no era solo que no pudiera proporcionarme orgasmos. Tampoco podía dar el pecho. No ganaba mucho dinero. Se olvidaba de recoger los pañales. No compró la silla vibradora o el monitor para el bebé, o cualquier cosa de toda esa eterna parafernalia para bebés que necesitaba hasta que se lo pedí unas cien veces. Se olvidaba de pagar la factura de su móvil, que era gordísima, y nunca se preocupaba por apuntarse a un plan más barato, así que mis llamadas siempre acababan directamente en el buzón de voz. Veía sus defectos por todas partes, igual que antes veía símbolos fálicos. Tal vez había cometido un terrible error metiéndome en todo este asunto del matrimonio. ¿Cómo había cambiado mi vida así de rápido? ¿Había sido la lujuria la que me había llevado a este punto? ¿Un condón roto?

La primera vez que vi a Henry, unos dos años antes, merodeaba por su tienda de lámparas en Mission. Hacía unas lámparas extravagantes y hermosas, en las que se centraba con gran intensidad, inclinado sobre ellas con un millón de herramientas que a mí me parecían iguales pero que luego él me explicó que eran ligeramente diferentes: la diferencia consistía en el ángulo de cada una. Nunca antes me había sentido atraída hacia un hombre rubio, pero me cautivaron sus ojos grises, el ceño entre ellos, con forma de k tumbada. Quería que me estudiara igual que a esas lámparas, con ese tipo de concentración, como si yo fuera así de fascinante y complicada, inusual y bella; quería hacerle averiguar cómo encenderme.

Ni siquiera se fijó en mí cuando entré en la tienda, y he de admitir que eso fue parte de la atracción inicial. Aburrida en bares desde Nueva York hasta Austin, había hecho de la seducción un juego: ¿Podría conseguir que el tipo que estaba completamente absorto en otra cosa se quedara absorto en mí? ¿Podría hacer que se acostara conmigo una y otra vez y llegara tarde al trabajo? ¿Que faltara? ¿Que perdiera un avión?

—Qué bonita es —dije, señalando la pantalla en la que Henry estaba trabajando. Estaba tejiendo hilos de cobre en trenzas sueltas y rígidas sobre una bombilla amarilla desnuda, lo que proyectaba sombras negras y afiladas sobre las paredes, como telas de araña gigantes—. ¿Cuánto cuesta?

—Aún no está terminada —dijo él, torciendo parte del cobre para que diera la vuelta a la pantalla de hierro forjado en forma de pentágono.

—¿Pero no está casi terminada? —dije—. Puedo esperar.

Me miró, se sacudió el pelo de la cara y sonrió.

En algún momento, al verle tan encorvado, dije algo como: «¿Estás bien? ¿No quieres sentarte recto?». Caminé hacia él. «Esa postura parece muy incómoda. Deja que te de un masaje en la cabeza». Alargué la mano y le toqué el cuello y luego el cabello. Le di un masaje de cuello/cabeza/cuero cabelludo increíble, con la intención de relajarlo y excitarlo al mismo tiempo. Tuve éxito.

Le entré a Henry ese día, es cierto. Pero fue él el que se enamoró primero, el que llegó a adorarme y me lo decía todo el tiempo, el que quería exclusividad tan solo tres semanas después y luego quería casarse. Para cuando se declaró oficialmente con el anillo de su abuela, una guirnalda de margaritas con un pavé de diamantes, siete meses más tarde, yo también me había enamorado.

El matrimonio nunca se había encontrado entre mis planes ni mis sueños ni nada parecido. Tampoco tener hijos. Mis padres habían tenido un divorcio bastante amargo, me encantaba mi trabajo y no me iba todo eso del compromiso. Pero estaba tan encaprichada de Henry que comencé a preguntarme cómo sería hacer un bebé con él. Él venía de una gran familia católica: le encantaban los niños, y los niños lo adoraban. Así que le dije que me lo pensaría. Y entonces se rompió el condón. Él aceptó casarse en Las Vegas, una vez hubieran pasado las náuseas matutinas, los dos solos. Ese plan me ganó.

Para nuestra luna de miel mi madre nos dio un cheque regalo de dos noches en un hotel de cinco estrellas en Santa Barbara. Pero decidimos guardar el viaje para cuando ya no estuviera embarazada y el bebé fuera lo suficientemente mayor como para dejarlo con una niñera. Quería ir cuando pudiera sentirme atractiva en bikini y beber margaritas en la piscina, sin ninguna preocupación.

Pero en ese momento, seis meses después de mi boda, despierta a las tres de la mañana para darle de mamar a Ivy, empezaba a obsesionarme con ese hotel. Un lugar como ese podía ser justo lo que Henry y yo necesitábamos, un cambio de escenario y un poco de romance de verdad. ¿Cómo podía no practicarse sexo increíble en un lugar como ese? Me levanté, fui a mi escritorio y saqué el folleto. Quedé boquiabierta mientras miraba las brillantes fotos y fantaseaba con las toallas limpias, el servicio de habitaciones y la televisión gigantesca. El hotel parecía ofrecer todo lo que ansiaba. Ya que estaba dando de mamar las veinticuatro horas del día, ¿por qué no hacerlo con vistas al mar? Cuando Henry se despertó al día siguiente, le dije que quería ir cuanto antes y le convencí de que nos vendría bien a ambos.

Cuando llegamos, el conserje nos dio unas copas de champán y después nos llevó en un carrito de golf a la habitación. La suite tenía cortinas drapeadas que se abrían para dar paso a un balcón con vistas al océano. Había una cama gigante de edredón blanco sobre un suelo brillante de baldosas azules, como una esponjosa nube sobre un cielo perfecto. Había otra habitación con ventanas panorámicas, un bol de fruta gigante en una mesa de té de cristal y una cuna para Ivy. Mientras ella dormía allí, usamos la ducha con dos alcachofas y después nos metimos en la profunda bañera. Henry se estiró a lo largo de toda la bañera, los brazos y las piernas desparramados a los lados como si fuera una planta demasiado crecida.

Nos pusimos los albornoces y abrimos las puertas del patio para poder mirar al mar directamente desde la cama. Comencé a jugar con su pene. Cuando se puso duro, me colocó sobre él de forma que su boca quedó entre mis piernas y yo miraba al cabecero. Esa posición me molestaba. Era la única forma en la que bajaba al pilón. No podía concentrarme en correrme porque estaba demasiado preocupada intentando no ahogarlo. Él siempre me decía que no pasaba nada, que había sido nadador de competición y que podía contener la respiración. También sabía que eso era parte de lo que le excitaba, lo de ser ahogado en coño y todo eso, y me parecía estupendo de vez en cuando, especialmente después de años de atragantarme con pollas. Pero ahora, con los pechos goteando leche y él boqueando en busca de aire, no me resultaba atractivo. Sabía que después de quince minutos, Henry se cabrearía porque no me había corrido. Y después me preguntaría que qué me pasaba. Nos dirigíamos a una situación incómoda, así que en lugar de intentar esforzarme decidí abortar; me levanté y me alejé de él. Era la primera vez que paraba a mitad del sexo oral de esa forma.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada, es que ahora mismo no me apetece.

—¿No te apetece el qué?

—No me apetece sexo.

—¿Por qué? ¿He hecho algo mal?

Suspiré. Me iba a obligar a decirlo.

—Odio esa postura. Es la única que usas para bajarte al pilón. De vez en cuando está bien, pero es la única forma en la que lo haces.

Henry se levantó, se puso su albornoz de rizo y salió con paso fuerte al balcón. No podía creer que se estuviera comportando de un modo tan infantil. Me levanté y salí a por él, desnuda, mientras decía:

—¡Es mi luna de miel! Se supone que tiene que ser romántica. ¿Por qué no puedes bajar al pilón como una persona normal?

—Parece que no te gusta acostarte conmigo —dijo.

—Es solo que no me gusta que seas tan pasivo. ¡No me gusta tener que empezar yo siempre! No me gusta tener que comerte siempre la polla y hacer todo lo que quieras sexualmente, salvo el sexo anal e incluso eso hago, y que tú nunca bajes ahí a menos que sea una ocasión especial y que encima quieras que me siente sobre tu cara!

—Parece que tienes muchos problemas conmigo —dijo todo lo furioso y cruel que podía estar llevando un albornoz de rizo.

—Me encantaría que me gustase —dije—. Odio que hagas sentirme una estrecha o como si me pasara algo. No entiendo por qué no te esfuerzas un poco en hacerlo de la forma en la que me gusta.

—Estás colgada si crees que no me esfuerzo en complacerte. Todo lo que hago es intentar complacerte.

—Busqué en Google lo de sentarse en la cara de alguien —dije.

—¿Qué hiciste qué?

—La última vez. Solo intentaba comprenderlo. Lo escribí. Ni siquiera sabía que era un término. Pensaba que me lo había inventado.

—Por Dios.

—Salieron miles de páginas. En su mayor parte de dominatrix. Mujeres clavándoles tacones en la cara a los hombres. Sé que eso no te va, así que solo me confirmó que es la forma más pasiva en la que puedes bajar al pilón.

—Estás loca.

—Pero ¿puedes decirme por qué no intentas averiguar lo que me gusta? ¿Es que eres demasiado guapo? ¿Nunca habías tenido que esforzarte tanto? ¡Dios, acabo de tener un bebé, me paso las noches dando de mamar! ¡Y ahora tú quieres que me siente en tu cara!

—Oh, Dios mío —dijo—, ¿que quiero que una mujer lactante se me siente en la cara? Eso sí que es turbio. —Sonrió—. No era exactamente mi fantasía de adolescente.

Me hizo reír. No pude evitarlo. Me quedé de pie en el patio, desnuda y riéndome.

Esa noche pedimos servicio de habitaciones y vimos una película de Lauren Bacall en la televisión. Había algunas velas en la habitación y las encendimos todas, y dejamos las puertas abiertas toda la noche para oír el mar.

Por la mañana, Henry se levantó con una erección y quería hacerlo otra vez, pero yo tenía demasiado sueño, así que se masturbó contra mi culo. A Henry le encantaba mi culo. Él decía que era culpa mía, que le hacía comportarse así, como un obseso sexual con mi culo. Le llevó mucho correrse, tal vez porque no le estaba prestando nada de atención. Él nunca usaba lubricante, le parecía frío y pegajoso, pero se frotó tanto y con tanta fuerza que, cuando hubo acabado, tenía una rozadura en la polla. Le hacía tanto daño que no dejó que lo tocara durante días.

Nuestra vida sexual se estancó prácticamente después de ese fin de semana, aunque hubo un par más de patéticos intentos. Algunas noches, cuando Ivy estaba dormida, yo era la que buscaba a Henry. Iba a verle mientras trabajaba en una lámpara abajo para ver si aquella antigua excitación me funcionaría ahora. Comenzaba a besarle. Iba a seducirlo de nuevo, a follar hasta recuperar mi auténtica identidad. Me sentaba en su regazo y lo envolvía con las piernas. Pero su boca me parecía demasiado húmeda, su lengua pesada y desagradable, y me recordaba al anuncio de helado que me había revuelto el estómago. Él me abrazó con más intensidad, sus dedos se clavaron con fuerza en mi brazo, y me dolió. Lo aparté.

—¿Qué ocurre? —dijo, aparentemente frustrado y confuso y también enfadado conmigo.

—No lo sé.

—Si no quieres sexo, está bien. Pero esto de empezar y parar me está volviendo loco.

—Es que quiero y de repente no. —Comencé a llorar—. No sé qué me pasa.

—No pasa nada —dijo, acariciándome el pelo—. Eso es lo que hacen las leonas cuando se aparean, es decir, lo de quitarse al león de encima.

—Me siento como si estuviera tarada —dije—. Imagina que de repente fueras impotente.

Asintió.

—Eso sería muy duro. Difícil, quiero decir.

Sonreí, a pesar de todo.

—Intentemos simplemente tener paciencia —dijo él.

—¿Pero cómo? ¿Qué estás haciendo? ¿Te masturbas? ¿En la ducha o algo así?

—Deja de preocuparte tanto, por favor —dijo—. Esto pasará.

Parte de lo que nos resultaba tan desconcertante sobre mi cuerpo extraño era que era igual que mi cuerpo. Había perdido todo el peso del embarazo inmediatamente, como mis amigas estrellas de la Us Weekly que, portada tras portada, soltaban el rollo poético sobre sus exitosas pérdidas de peso posbebé. Y sin embargo no tenían nada que compartir sobre la falta de deseo sexual, posparto, con sus maridos/hombres más sexys del mundo.

De hecho, nadie tenía mucho que decir al respecto. Leí todos mis libros sobre embarazo, buscando información. En la Girlfriend’s guide to pregnancy, que debía ser cándida y franca, daban este superficial consejo: «Embriaga y lubrica». Por supuesto, ahora sabía a qué se referían con eso. Pero la experta en embarazo solo me dio una explicación vaga y pobre de estos síntomas, como sentirse gorda o poco atractiva.

Nada de lo que leía describía exactamente mi problema. Los libros hablaban del agotamiento, o de la curación física de los desgarros vaginales. No había nada sobre que te desagradaran sus caricias o te desagradara él. Había mucha información sobre la depresión posparto. Eso se parecía más a lo que sentía que cualquier otra cosa que hubiera leído sobre sexo. Pero tampoco encajaba. No estaba deprimida por mi bebé. Le daba gracias a Dios por mi bebé: si no me habría sentido como si hubiera dado un giro equivocado a mi vida. No sentía indiferencia hacia Ivy ni tenía pensamientos de herirla ni sentía que no podía cuidarla.

Cuando me llamó mi amiga Sheila, le dije por fin lo que me estaba ocurriendo con Henry. Hacía algunos años, no habría tenido ningún problema en contárselo. Pero me resistía ahora por un par de motivos. Sheila quería tener un bebé tan desesperadamente que sentía que no podía quejarme sobre ningún efecto negativo de todo ese milagro del nacimiento. Ella había tenido un aborto justo en la época en la que yo me había quedado embarazada.

Otro motivo por el que evitaba hablar con Sheila era por algo que me había dicho, que me atormentaba. Una vez, llorando, me había contado que a su marido, Stephen, no parecía importarle si tenían o no hijos. Eso me había chocado, porque sabía que Sheila quería ser madre desesperadamente. Cuando le pregunté por qué nunca me había contado cómo se sentía Stephen, ella puso los ojos en blanco y dijo: «La gente casada no habla de sus relaciones».

No fue solo que mi mejor amiga me dijera eso. Es que ahora lo sentía. Hablar de mi infelicidad o confusión parecía desleal, una traición a Henry. También me asustaba, porque le necesitaba. Pero luego me preguntaba: ¿Acaso no hablar nunca de ello era tan positivo para la relación? Esa idea me recordaba a la de no soltar tacos delante de una señora o a la de tener cuidado de no molestar a un hombre mayor al borde de un ataque al corazón; implicaba que mi matrimonio era demasiado frágil como para soportar palabras. Así que hablé.

—No te apetecía —dijo Sheila—. No es para tanto. Venga, cálmate. No es el fin del mundo. ¿No habías tenido relaciones sexuales malas antes?

—No —dije—. No así. Quiero decir, he estado con ineptos. He tenido momentos de frustración. Y me he quedado insatisfecha.

—Bueno . . .

—Pero esto es diferente. Esto no es no lograr algo que quiero. Es no quererlo.

—Bienvenida a la vida de casada.

—¿Hablas en serio? No hagas coñas sobre esto.

—Mira, no sé cómo afecta lo del bebé. Probablemente se tarde un poco en recuperar el deseo sexual. Llama a Alicia o a Jennifer. Pregúntales.

Alicia y Jennifer hubieran sido buenas opciones si mis amigas aún hablaran sobre sus relaciones. Como yo, habían conocido a sus maridos y se habían quedado embarazadas rápidamente. De hecho, conocía a muchas mujeres de mi edad que habían hecho eso, con vestido de novia premamá y todo. Vera Wang debería haber diseñado una línea para mi generación promiscua de mujeres de treinta y tantos, novias despreocupadas que se quedaban preñadas y daban el sí quiero como si hubiera que hacer todo eso de una sola vez, como una comida equilibrada de carne y patatas. De estos acontecimientos a pares, tener un bebé era lo importante, el acontecimiento que te cambiaba la vida. Se suponía que casarse no iba a cambiar nada en verdad.

—No puedo llamar a la gente y preguntarles si les duele la vagina, así, sin más. Tú lo dijiste, básicamente. Las esposas no hablan.

—Escucha, Juliet, no te tomes todo esto tan en serio. Limítate a fingir el orgasmo, compórtate como si te lo estuvieras pasando bien.

—¿Qué?

—Que lo finjas. Todo el mundo es más feliz así. Confía en mí.

Me sentía tan alejada de ella; no me comprendía en absoluto. Era como cuando estaba de parto y me sentía completamente sola.

—Hay muchas cosas que puedes hacer —continuó Sheila—. Intenta fantasear con otra persona. No pasa nada.

—Pero me casé porque estaba enamorada de Henry. No para fingir orgasmos.

—Venga ya, Pollyanna. El deseo desaparece. Todo el mundo lo sabe. Con bebé o sin él.

—Pero es que yo no creo que el deseo tenga que desaparecer. Es más complejo que eso. No creo que eso sea un hecho.

—Vale, pues vosotros sois la excepción —dijo Sheila—. No quiero desanimarte. Llama al médico por lo del dolor.

Llamé a la enfermera de la consulta de Mayfield para pedirle consejo.

—Me duele tener relaciones.

—Son las hormonas —dijo—. Las paredes de la vagina son ahora más finas. Mejorará cuando dejes de dar el pecho. Usa lubricante.

Así que salí a comprar varios tipos. Fui a un sex-shop llamado Buenas Vibraciones en el mismo barrio en el que trabajaba Henry. Había estado allí algunas veces antes, pero ahora todo me causaba repulsión, los consoladores morados alineados en estanterías y los arneses de cuero negro y las cadenas que colgaban de las paredes. Se me pasó por la cabeza que mi desagrado hacia el sexo podía ser una forma de anticoncepción, de asegurarse de que dejaba pasar un tiempo sano entre bebé y bebé. Creí que incluso había escuchado algo parecido antes, aunque atribuido al no menstruar mientras se daba el pecho. Pero, si eso fuera verdad, me parecía muy duro por parte de Dios. Y un pensamiento lineal y limitado que confinaba el sexo a la reproducción. Acababa de dar a luz después de diez meses de embarazo. ¿Acaso no me merecía un orgasmo?

Así que compré tres tipos diferentes e incluso cogí algunas muestras gratuitas. Pero Henry odiaba el lubricante. Cuando gruñó al ver mis compras, recordé la quemadura de su polla y me desesperé. Finalmente aceptó, pero me sentí como una esposa controladora y molesta cuando quería ser una diosa del sexo.

Y el tema es que, cuando usó el lubricante, tampoco sentía placer. Nada me daba placer. Comenzaba a preguntarme si debería fingir orgasmos como había dicho Sheila, solo para quitármelo de encima. Pero esa idea me parecía terrible y estaba en contra de todo en lo que yo creía. Mentir sobre algo tan íntimo me resultaba impensable. Salvo porque había pensado en ello. Y, aunque no lo hiciera, comprendía el hecho de hacerlo. Eso era nuevo.

Pero si el sexo increíble era algo que desaparecía, y no al contrario, no podía creer que nadie me hubiera avisado. O tal vez el mundo entero lo había hecho, con todos esos perpetuos clichés impersonales como «El enamoramiento se pasa». Pero ¿no nos habían vendido también el amor verdadero? ¿Y acaso no incluía este la pasión? Y si no lo hacía, ¿por qué no me había sentado ninguna amiga y me lo había contado antes de casarme con mi atractivo marido, a quien planeaba follarme y tal vez mantener durante el resto de mi vida?

En un intento por sacarme de la mente mi difícil vida sexual y mi matrimonio inconexo, solía dar largos paseos o concentrarme en tareas mundanas y que pudieran ser potenciales distracciones, como pagar facturas. Henry todavía no había ido a AT&T a contratar una tarifa más barata, así que decidí combinar distracciones: ir a dar un paseo con Ivy y conseguir una nueva tarifa.

No había cola delante del tipo asiático con pelo de punta que estaba sentado tras el mostrador. Tenía un móvil desmontado frente a él, y su ceño fruncido y su fila de herramientas me trajeron a la mente la primera vez que vi a Henry.

—Llevo retraso en la factura —dije, sentándome en la silla giratoria frente a él—, que es muy alta. ¿Puedes mirarme los cargos? Tal vez pueda conseguir otra tarifa.

—¿Cómo de alta?

—Fueron unos trescientos dólares el mes pasado.

Me miró, ladeando la cabeza:

—Es muy alta.

—Son dos teléfonos, el mío y el de mi marido. Es posible que se me haya pasado un pago, también.

—Aun así —dijo, sacudiendo la cabeza, girando su propia silla para mirar al ordenador—. ¿Habéis estado comprando cosas con él?

—¿Comprando algo? —repetí.

—Puedes comprar cosas en Internet y cargarlas al teléfono —dijo.

—Ni siquiera lo sabía —dije, pensando: «Así es como ha comprado Henry la silla vibratoria. El monitor del bebé. Y todas esas cosas que tanto le agradecía que hubiera comprado por fin»—. A lo mejor mi marido . . .

—No tiene cargos extra en su factura. —Se encogió de hombros—. ¿Cuál es el número de su marido?

Apoyé los codos en el mostrador y miré las minúsculas partes diseccionadas del teléfono mientras él golpeaba las teclas.

—Hay algo en la cuenta de su marido —dijo.

Giró la pantalla hacia mí.

Vi filas y filas de la misma secuencia de cinco dígitos y, a su lado, 9,99 $ una y otra vez, bajando por la pantalla hasta el infinito.

—¿Qué es eso? —dije—. No lo entiendo.

Señaló una tercera columna:

—Dice citas móviles.

Me incliné hacia la pantalla, protegiéndome los ojos, como si fuera un día soleado: estaba tan cerca que mi dedo meñique la tocó y formó un remolino de colores.

—Citas móviles —leí—. Oh, Dios mío. ¡Citas móviles! —Sentí la boca pastosa cuando intenté hablar de nuevo—. Sexo telefónico. ¿Es sexo telefónico?

—En realidad no lo sé —dijo—. Dice citas. Parece que ha estado usando un servicio de citas.

—¿Un servicio de citas? Dios mío.

Apoyé la cabeza sobre las manos, de forma que miraba abajo, a Ivy, que estaba medio despierta en el capazo. Pasé el dedo por la curva de su mejilla, comprobando los pliegues de su cuello, los lugares donde a veces se acumulaban la leche y la suciedad en bolitas grises. Ivy me devolvió la mirada, parpadeando pacientemente. Sus ojos aún eran del azul marino de los recién nacidos, pero se estaban volviendo cada vez más claros. Me quedé sentada allí, mirándola, mis ojos fijos en los suyos.

Finalmente el chico me dijo:

—Puedo buscar ese servicio, si quiere. Tal vez podamos averiguar qué es.

—¿Te importaría? —dije decepcionada porque no hubiera simplemente desaparecido tras el silencio, junto con su ordenador y toda la información que este contenía—. Me sería de gran ayuda. Gracias.

—Claro. —Tecleó, paró, tecleó—. Sí, parece un servicio de citas. —Señaló la pantalla, que todavía estaba girada hacia mí. Había una imagen de una chica sonriente que llevaba una boina negra, una camiseta de tirantes negra y pintalabios rojo. Sostenía un teléfono móvil. Junto a ella, estas palabras, que él leyó en voz alta—: «Conoce a solteras en tu ciudad».

Entonces apareció una nueva foto en la pantalla, una chica tumbada, también con una camiseta de tirantes, esta vez rosa, los brazos estirados y un teléfono móvil entre sus manos. «Solteras de verdad a solo una llamada de distancia.»

—Oh, Dios mío —dije de nuevo.

—Lo siento —dijo él—. ¿Quiere que le imprima la factura?

—¿Te importaría? ¿Puedes mirar los otros meses?

—También está en la del mes pasado —dijo—. Ya lo he comprobado. Voy a mirar abril. —Después de un minuto, dijo—: También en abril. Solo guardamos los registros de los tres últimos meses.

Me lo imprimió y cuando salí de la tienda, me temblaban tanto los dedos que apenas pude marcar el teléfono de Henry en el puto teléfono móvil.

—Necesito hablar conmigo. ¿Puedes venir a Noah’s, en Chestnut Street?

—¿Qué pasa? —dijo.

—Te espero treinta minutos. Después de eso, me voy.

—¿Que te vas? ¿Qué quieres decir con eso? —dijo.

Apagué el teléfono, crucé la calle y entré a Noah’s. Me senté en el patio en una mesa de hierro forjado, con el frío y la niebla, mientras abrazaba a Ivy, cálida y dormida, contra mí. No paraba de pensar en lo estúpida que era y en cómo, probablemente, todas las mujeres piensen lo mismo. Nunca pensé que pudiera estar con otra. No tenía ni puta idea. ¿Cómo había podido pasar por alto algo así? Al menos ahora las cosas estaban claras. Aléjate de ese idiota perdedor fabricante de lámparas. Fabricante de lámparas, en serio. Estaba bueno, pero ¿me había casado con él? ¿Había tenido una hija con él?

Lo reconocí por su forma de andar, que más que pasos eran zancadas, el torso echado hacia atrás y las piernas dando trancos delante, como un dibujo de Robert Crumb. Sabía que él podía verme la cara incluso desde la acera, a través de dos puertas de cristal, porque tenía ojos de águila. Siempre me señalaba cosas que yo nunca hubiera visto o me hubiera dado cuenta de que estaban ahí, como el punto de un halcón en el cielo o un rectángulo plateado al otro lado de la bahía, que era el hospital en el que había nacido. Y no era solo su visión. Todos sus sentidos eran más agudos. Oía y veía cosas segundos antes de que yo lo hiciera. Y al verle atravesar el restaurante, pasar la cola de gente que quería pedir la comida, para llegar hasta mí, no pude respirar, porque de alguna forma supe que le quería. Todavía. Volvía a saberlo, así sin más.

Se sentó a mi lado y miró la factura, tres hojas de papel blanco que había dispuesto sobre la mesa. Los números de teléfono estaban rodeados con un círculo, Citas móviles subrayado varias veces. Miró al otro lado del patio, los brazos cruzados sobre el pecho. Entonces entrelazó sus dedos, los estiró hacia afuera de forma que crujieron sus nudillos y volvió a cruzar los brazos.

—Me estaba masturbando —dijo.

—Así que por eso te tomabas con tanta calma lo de nuestra vida sexual de mierda. —Me volví hacia él, mi rostro estaba tan cerca del suyo que podía ver el principio de barba en su mejilla—. Ahora lo pillo. Ten paciencia . . . ¡Ja!

—Parecía que habías perdido todo el deseo por mí.

—¿Te das cuenta de que acababa de tener un puto bebé? ¡Le pasó algo a mi cuerpo!

—Por eso no quería molestarte —dijo.

—Intenté hablarte sobre ello. Oh, Dios mío.

Me golpeé el codo con fuerza contra la mesa, y el hueso de la risa palpitó. Agradecí el dolor físico, cuya sacudida me ayudaba a permanecer enfadada, lo cual era mejor que sentirme tan asustada como estaba. Sentía la tristeza, justo bajo la piel de mi rostro, como un cuerpo sumergido en agua que estuviera a punto de salir a la superficie.

—Tenía la impresión de que no querías nada conmigo. Salvo sentirte mejor contigo misma.

—¿Cómo crees que me sentía? No hacías nada para inspirarme sentimientos sexuales. Acudías a mí con tus necesidades sexuales pero no había romance. ¡Te pregunté si te masturbabas y no dijiste nada!

—Me daba vergüenza.

—¿Qué te daba vergüenza exactamente? ¿Estabas con otra?

—No.

—¿No estabas con nadie? No te creo. No me creo que solo te estuvieras masturbando. ¿Cómo sé qué coño estabas haciendo? ¿Por qué usarías un servicio de citas solo para masturbarte? Hasta el tipo de AT&T no se creía que solo fuera sexo telefónico.

—¿El tipo de AT&T? —dijo.

—Lo buscó en Internet.

—No intentaba conocer a nadie.

—Entonces, ¿por qué usaste ese servicio?

—Porque era gratis.

—¿Porque era gratis? Dios mío, ¿estás loco? ¿Ves esta factura? —Tomé los papeles y los sostuve ante su rostro—. ¡Cientos de dólares! ¡Llevo semanas quejándome de esta factura! —Me levanté.

—Vi un anuncio en SF Weekly. Decía que la primera llamada era gratis.

—Mira cuántas llamadas has hecho, gilipollas —dije.

—No lo entiendes —dijo—. En ninguna llamada . . . —Perdió el hilo.

—¿Qué?

—No hablaba con nadie.

—Claro, estabas teniendo una aventura.

—No.

—Que te den, Henry. —Me levanté de la silla, con el brazo bajo el capazo para mantener a Ivy quieta.

—Espera —dijo, agarrándome del brazo—. Déjame que te lo explique. Por favor.

Me quedé de pie, mirando a la gente caminar por la calle por las puertas de cristal, al otro lado del restaurante.

—Era un intercambio de mensajes. La gente graba mensajes, y yo los escuchaba. No había contacto.

—¿Qué decían los mensajes?

—Cosas sexuales, estúpidas. Como «Acabo de salir de la ducha, estoy cachonda».

—¿Qué decían tus mensajes?

—¿Mis mensajes? —Sonaba sorprendido—. No grabé ninguno. Bueno, grabé uno. Tienes que grabar uno para poder hacerlo.

—¿Qué decía?

Él permaneció callado.

—Dímelo.

—«Me llamo Michael. Mido uno ochenta y cinco. Tengo los ojos grises.»

—Dios. Suena tan real. Me pone enferma.

—Lo siento, Juliet. Sentía que me rechazabas. Sentía que no me deseabas. Parecías tan enfadada e insatisfecha.

—Intenté decirte cómo me sentía. Necesitaba que estuvieras ahí para mí. Pero nunca lo estuviste y todo esto es una mentira. Nunca más podré confiar en ti.

Salí de Noah’s sin mirar atrás, apretando a la envuelta Ivy con fuerza contra mí, caminando cada vez más deprisa hasta que prácticamente estaba corriendo. La sensación de la niebla fría sobre mi cara ardiente era agradable. Fui directa a casa de Sheila. No la llamé para avisarla de que iba, porque no me sentía capaz de encender el móvil.

Sheila abrió la puerta, bella como siempre con un jersey de cuello alto blanco y unos pantalones blancos. No recordaba la última vez que yo había llevado blanco.

—Eh, qué agradable sorpresa —dijo. Y luego—: ¿Qué ocurre?

Me derrumbé contra ella, llorando a voz en cuello como una niña pequeña, lo que despertó a Ivy y la hizo llorar también.

Sheila me rodeó con sus brazos, abrazándome, todas en el umbral de la puerta, hasta que la empujé para respirar hondo, limpiándome la nariz con la manga.

—Ven a por un Kleenex —dijo, quitándome a Ivy.

—Soy un Kleenex —dije—. Estoy cubierta de babas y mocos. No importa. De verdad.

Sheila sonrió y estiró la mano para acariciar la mejilla de Ivy:

—Hola, preciosa —dijo. Sin retirar el brazo que me rodeaba, nos condujo dentro—. Voy a hacerte un té.

Me entregó a Ivy mientras me sentaba en su sillón blanco y contemplaba, a través de su gigantesca ventana rectangular, los dos puentes, el Golden Gate en un lado y el Puente de la Bahía en el otro, con la isla de Alcatraz en el centro, la vista de Pacific Heights que todos en San Francisco querían. Oí como Sheila movía cosas en la cocina.

—La factura del móvil estaba siendo muy cara —dije, mientras me desabrochaba el sujetador para poder amamantar a Ivy—, así que fui a la tienda de telefonía y resulta que . . . —Ahuequé la mano bajo la minúscula cabeza calva de Ivy, maravillándome por cómo encajaba perfectamente en mi palma—. Resulta que Henry ha estado llamando a un servicio de citas móviles. Cientos de dólares en llamadas. Durante meses. Hasta donde llegan los registros.

Sheila salió de la cocina, sosteniendo una tetera metálica de color púrpura, del tipo que emite el sonido como de una armónica bitono en lugar de un silbido.

—Dios, Juliet. —Se quedó de pie frente a mí, con la tetera en el aire—. ¿Se estaba acostando con esas mujeres?

—Me dijo que se estaba masturbando. No tuvo encuentros cara a cara con nadie. Dijo que ni siquiera quería conocer a nadie. Se intercambiaban mensajes o algo así.

—¿Qué?

—Eso es lo que dijo, no sé si es verdad, pero me dijo que escuchaba mensajes.

—Eso no es para tanto —dijo Sheila—. Todo el mundo se masturba.

Estaba teniendo un déjà vu de nuestra conversación anterior, esa sobre fingir orgasmos y otras mentiras que Sheila había apoyado por el bien de la relación. Qué estúpida y engreída había sido entonces al pensar que Henry y yo éramos tan sinceros y tan abiertos el uno con el otro, que estábamos por encima de eso.

—Pero nunca me lo contó.

—Probablemente le daba vergüenza.

—Eso es exactamente lo que dijo. —Comencé a retorcerme el pelo con la mano—. Pero ¿vergüenza de qué?

—No hay nada de malo en el sexo telefónico mientras no sea uno de esos lugares, ya sabes, para conocer a gente de verdad.

—Eso es exactamente lo que era —dije.

Sheila puso la tetera sobre la otomana. Sacó un Kleenex rosa de la caja que estaba al lado de la misma y me lo dio. Lo cogí y me soné la nariz, y después saqué un papel doblado de la bolsa de pañales, lo sostuve delante de ella.

—Busca citas móviles y este número en tu ordenador. Verás lo que vi yo.

Desplegó la factura e Ivy se volvió hacia ella, porque le encantaba el sonido del papel.

—Esto no dice nada —dijo Sheila, escudriñando los números—, salvo que estaba llamando de forma compulsiva. Estaba llamando muy a menudo. Mira, todos los días de esa semana.

—Sí, y yo que pensaba que tenía poco deseo sexual. ¡Ja!

Ella cruzó la habitación, se sentó y tecleó.

—Vale, son mujeres de verdad, lo cual es malo —dijo, mirándome por encima del monitor—. Pero si no era miembro parece que no podía hacer mucho. Según estos cargos, nueve dólares con noventa y nueve cada vez, no parece que fuera miembro. ¿Dónde está ahora? —preguntó.

Volví a meter la mano en la bolsa de pañales, encendí mi teléfono y, justo en ese momento, sonó. Tenía doce llamadas perdidas de él. Volví a apagarlo:

—¿Puedo tumbarme con Ivy? Solo me apetece dormir.

Me acomodó en la habitación de invitados, con su colcha color crema y sedosas almohadas. Le cambié el pañal a Ivy y me acurruqué al lado de su cálido cuerpecito. Me quedé dormida inmediatamente, porque llorar mucho me agota: caigo inconsciente como una niña pequeña. Cuando me desperté, estaba oscuro. Empujé a Ivy hasta el centro de la cama, puse una sábana sobre la mitad inferior de su cuerpo y fui al salón.

—Henry ha llamado a casa —dijo ella—. Probablemente sea eso lo que te ha despertado. Le dije que estabas durmiendo. Dijo que iba a pasarse.

—Por favor, no le dejes entrar.

Unos quince minutos más tarde sonó el timbre. Sheila cambió el canal a «Entertainment Tonight» y después a la CNN. Sonó el timbre un par de veces más. Y después el teléfono de Sheila. Volvió a sonar.

Sheila se volvió para mirarme:

—Esto no puede seguir así. Tengo que cogerlo. Esto es ridículo. —Echó el brazo hacia atrás, por encima del respaldo del sofá, y cogió el teléfono de la mesa—. Henry, si no te vas llamo a la policía. —Escuchó y colgó—. Dice que te quiere y que lo siente.

Me encogí de hombros.

—Dice que no va a llamar por teléfono o a la puerta, pero que esperará fuera de casa hasta que hables con él.

—Que le jodan —dije.

—Dice que esperará toda la noche.

Ivy comenzó a llorar, y fui a la habitación de invitados a por ella. La traje al sofá y le di de mamar. Sheila abrió un vino, pero no me apetecía. Aproximadamente una hora más tarde hizo pasta, pero ninguna de las dos se la comió. Después de un rato, dejó un plato para Stephen sobre la mesa de la cocina y nos fuimos a la cama.

Me quedé con Sheila durante cuatro días antes de volver a ver a Henry. A veces intentaba de veras ver las cosas desde su punto de vista. Me di cuenta de que no lo había hecho en absoluto, todo este tiempo. Creía que no merecía ese esfuerzo, ya que yo había pasado por tantas cosas con el embarazo, el parto, dar el pecho, etcétera. Pero vi cómo usaba el sexo con él, en su mayor parte, para sentirme bien conmigo misma. Tal vez siempre había usado el sexo para eso.

Sheila me dijo que vigilaría a Ivy mientras iba a verle. Estaba tan contenta de tener al bebé solo para ella que acabé yéndome veinte minutos antes. Cuando llegué a casa, fui arriba para lavarme la cara. La camisa de Henry estaba en el suelo, y la recogí para echarla a la cesta de la ropa sucia. Acto seguido me senté en la cama hasta que llegó a casa.

—Eh —dijo—. Qué bueno verte. —Se sentó a mi lado y me cogió la mano—. Juliet, te quiero. Te he echado de menos. Siento todo esto. Comprendo cómo debes de sentirte.

—No siento que lo entiendas —dije—. Si yo te hiciera esto, me dejarías. —Comencé a llorar—. Me siento tan traicionada y engañada.

—Yo no siento que te traicionara. Yo solo sentía que no me deseabas.

—¿Y eso hizo que te largaras con otra?

—No había otra. Era un mundo de fantasía.

—¿Por qué no puedes explorar tus fantasías conmigo?

—Si quiero . . ., pero estás siempre en tu cabeza, Juliet. Cada segundo. Todo tiene que ser analizado y procesado. Yo solo quería follarte. Mira —me cogió las manos—, eres mi esposa. No quiero que mi esposa me diga cosas como que por qué no podemos hacerlo de forma «normal».

—¡Te pregunté por qué no podías bajar al pilón como una persona normal! ¡Me sentía fea! —Tomé aliento y dije—: Siento haber dicho eso.

—Me dices ese tipo de mierdas todo el rato. Hieres mis sentimientos. Tal vez yo pensaba que estabas increíblemente sexy en ese momento.

—No me sentía sexy.

—Pero lo estabas, y lo estás ahora.

Miré sus ojos grises, que me miraban, un cerco de un gris más oscuro alrededor de su iris, su ceño fruncido.

—Ha sido agradable entrar a casa y verte aquí.

Siguió mirándome, estudiándome, centrando toda su atención en mí. El tiempo se ralentizó, cada uno de sus movimientos era un fotograma separado de una película antigua.

—Siempre tuve la fantasía de pillar a una chica. Una chica que es justo igual que tú. Ella no sabe que estoy ahí. Tiene la falda levantada. Bragas de seda. Se está tocando. En el momento en el que te das cuenta de que estoy ahí, estás demasiado cachonda para parar.

No pude evitar sonreír.

—Me pregunto adónde va esto.

—Deja que te masajee la cabeza un rato. —Me quitó la coleta y dejó caer la goma al suelo, y bajó los dedos con fuerza por detrás de mi oreja hasta el cuello—. Me hace muy feliz que estés en casa.