El que me rompe el corazón

Rosemary Daniell

«Fuiste salvaje una vez. No los dejes domesticarte.»

ISADORA DUNCAN

RECIENTEMENTE, UNA AMIGA me sugirió que me purificara —como había hecho ella— de antiguos amantes encendiendo una vela por cada persona con la que me había acostado, escribiendo plegarias por ellos y esparciendo o quemando las cenizas.

—¡Tienes que hacerlo! —me exhortó con el rostro resplandeciente—. Es tan liberador . . . ¡y hasta que lo haces, siguen chupándote la energía, ocupando espacio en tu cabeza!

—No podría hacerlo de ninguna manera, habría demasiados —dije, rememorando el período entre finales de los setenta y principios de los ochenta, después de mi tercer divorcio, en el que ofrecí mis afectos y mis piernas abiertas, brevemente, a muchos.

Lo que no añadí es que a mí me gustaba que sus espíritus estuvieran dentro de mí: es acogedor, una mezcla deliciosa, y deshacerme de ellos sería como perder tesoros.

Llámame zorra —estoy segura de que muchos lo han hecho— pero soy una de esas mujeres que literalmente no recuerda todos los hombres con los que se ha acostado (y a duras penas todas las mujeres). Y eso, si lo pienso, debería hacerme enrojecer de la vergüenza. Pero no es así. En cambio, cuando —rara vez— recuerdo a mis muchos amantes, me invade una sensación de riqueza, de haber ganado la lotería de los recuerdos; como un acuario lleno de peces exóticos, los observo nadar, un banco de bellas criaturas que pasan tan rápido que apenas alcanzo a ver a ninguna en concreto.

Así que, considerándome, como decía la actriz Catherine Deneuve, «demasiado joven para arrepentirme», me adhiero a mi credo que dice que son las cosas que no hacemos de las que nos arrepentimos. La culpa es una de esas emociones inútiles a las que me niego a sucumbir. Tampoco fui nunca de ese tipo de mujeres que se arrepiente de sacrificar la libertad por la seguridad de una casa y un hogar. Durante ese período entre mi tercer y cuarto matrimonio, me pasaron muchas cosas «raras», como decimos en el sur. Y, como los sureños siempre caballerosos, añado: «Lo peor que me ocurrió fue maravilloso.»

En esas ocasiones en las que me encuentro con uno de mis antiguos amantes —la comunidad literaria es muy pequeña— siento un destello de nuestro vínculo especial. Cuando oigo que uno u otro de ellos ha muerto, experimento una súbita tristeza, una pena que cala hondo. Compartimos algo real, aunque no fuera amor.

Además de acostarme con ellos, también me he casado con muchos hombres. Me casé por primera vez a los dieciséis, poniendo como excusa que tenía que alejarme de mi padre, maltratador y alcohólico. Con dieciséis años no me di cuenta de que estaba cambiando un hombre furioso por otro. Después vino el joven arquitecto formalito-hasta-el-punto-de-ser-aburrido al que mi abuela calificaba como «un buen partido». Era excelente colocando perfectos cuadrados de césped zoysia en nuestro jardín suburbano. El tercero, un culto poeta-príncipe judío de Boston de la Ivy League, era tan bueno como cualquiera en darme la espalda en la cama.

Al principio, durante los años posteriores a mi tercer divorcio —mis tres hijos se habían marchado de casa y estaba viviendo sola por primera vez— los hombres que escogía eran artistas, con algún psicólogo ocasional entre medias, hombres que creía que reflejaban mis intereses por la verdad y la belleza pero que pronto aprendí que tenían cierta habilidad para hacerme daño. Una vez un psiquiatra canceló nuestra cita diciéndome que, después de haber leído mi primer libro, que estaba cargado de rabia feminista y sexualidad, le daba miedo salir conmigo. Después de nuestro encuentro fallido, un poeta medio famoso dijo que no se le levantó por mi retórica. Estaba cansada de la lucha de egos, de la competición, entre mis compañeros hombres. De hecho, estaba descubriendo la verdad en la declaración de la biógrafa Judith Thurman sobre Colette, esa de que «un hombre que fuera digno de ello sería el camino a la perdición». Habría llevado a la sumisión.

Dejé atrás a los supuestos hombres espiritualmente evolucionados y, con el único objetivo de acostarme con alguien, comencé a escoger entre los otros: aquellos que se encontraban totalmente fuera de mi clase y mi experiencia. Eran demasiado jóvenes. Eran como aquel hombre décadas más joven que yo que oyó a mi hija adulta llamarme madre y preguntó si era un apodo. O demasiado tontos, como el macizo aparejador que me sedujo en mi segunda noche a bordo de la plataforma petrolífera a la que había ido a trabajar y, claramente, a echar unos polvos. Demasiado incomprensibles, como el capitán de barco yugoslavo con el que aprendí que en realidad no era necesario poder intercambiar palabra alguna en inglés. Cuando lo llevé a un bar de lesbianas, exclamó: «¡Igual que en Yugoslavia!». Demasiado turbios, demasiado fuera de la ley, como el Pirata, que dirigía extraños negocios en Belice y que a veces aparecía con guardaespaldas hispanos. Demasiado ignorantes, como el morenazo más joven, exótico como una orquídea negra, que trabajaba en una tienda erótica de día y como stripper de noche, y después me cocinaba, con dulzura, esperando mi aprobación: ese al que mis amigas despreciaban pero al que fueron a ver actuar y rellenaron su tanga de billetes de dólar.

Las reglas de seducción con estos hombres eran simples: ir guapa, oler bien —llevar perfume, una blusa con escote y una flor en el pelo solía funcionar— y escucharlos, escucharlos constantemente. Esto debería haber encogido mi corazón de feminista, pero no lo hizo. (Aunque, hace poco, viendo The girlfriend experience, en la que la prostituta y actriz porno Sasha Grey escucha y escucha y escucha a un hombre detrás de otro, sin revelar nunca nada sobre ella misma, sentí una punzada de vergüenza. Me recordé escuchando charlas interminables sobre Vietnam, Iraq, exmujeres vengativas, hijos desagradecidos, con mis ojos fijos en los suyos para lograr mi objetivo.)

Después de todo, no buscaba una relación, no tenía que vivir con ellos; ni siquiera tenía que hacerles la cena, y bailar bien estaba en lo más alto de mi lista junto con ser un buen polvo. Consideré mi nuevo enfoque como una forma de simplificación. Además, como escritora, podía considerarlo investigación, como el asunto de la plataforma petrolífera. Durante ese período, decía que era profesora en lugar de escritora porque no quería intimidarlos. Incluso cuando averiguaban mi rara profesión, permanecían impertérritos. Era como si ni siquiera supieran qué era una escritora: podría haberles dicho que era un pavo real de Marte —o, mejor aún, stripper—y se hubieran quedado igual de impávidos que yo.

Y creedme: algunos de los que eran mejores en la cama, los más imaginativos, no tenían ninguna de las cualidades que una mujer más sensata buscaría en un hombre. Pero eso no importaba; de hecho, cuanto más inapropiados fueran, mejor. Además de conservar mi libertad personal, mi único objetivo era la diversión. Sin quererlo, me había convertido en una persona que corre riesgos, en una camoufleur. Mi vida erótica era mi propio monte Everest, y quería aventura por encima de todo.

Pero en medio de estas escapadas ocurrió algo extraño. El apetecible modo de vida que me había planteado comenzó a parecerme agotador, repetitivo. Increíblemente —esto era algo que no podría haberme imaginado jamás— comencé a sentir cierto tedio durante el sexo con cada nuevo hombre.

Y entonces, como por capricho de la Diosa, llegó Zane.

Zane también era uno de los inapropiados: un atractivo paracaidista, bebedor empedernido, quince años más joven. Cuando nuestras miradas se cruzaron en un bar en 1981, me cautivaron sus acerados ojos azules, sus arrugas de modelo de Marlboro alrededor de los mismos, su sonrisa ebria y feliz. Con su cabello dorado-rojizo, parecía un dios de bronce o uno de esos ángeles musculosos del techo de la Capilla Sixtina. Su camiseta ajada y sus vaqueros cortados, sus chanclas, solo realzaban su encanto masculino, y mientras hablábamos y luego bailábamos y mi mano acariciaba su bíceps firme y tatuado, él me cantaba When a man loves a woman al oído. Pronto lo evalué como un gran rollo de una noche. Cuando me invitó a ir a su apartamento, cercano, para que pudiera cambiarse y llevarme a un lugar más agradable, murmuré que sí en su cálido pecho. Una vez allí, me tumbé en la cama de agua y cayó sobre mí, donde, con variantes, permaneció hasta la madrugada.

Al día siguiente, Zane visitó mi pequeño apartamento estilo victoriano y, mientras merodeaba por mi estudio, se encontró la portadilla para mi siguiente libro, Sleeping with soldiers,17 metida en mi máquina de escribir manual Hermes. Yo consideraba el título metafórico, una obra sobre los hombres que había conocido —y a los que me había follado— en la plataforma petrolífera. Pero, en ese momento, estaba a punto de convertirse en un manifiesto.

Esa noche nos sentamos en mi sofá, bebimos ron jamaicano y hablamos sin encender las luces. Me habló sobre su divorcio en proceso, su psicoterapia, sobre cuánto quería a su familia, que estaba en Carolina del Norte. Había sido el jugador estrella de fútbol en el instituto. Describió su deseo de unirse a la Legión Extranjera francesa, pero se hizo paracaidista, y cómo quiso ir a Vietnam, solo para que su padre le convenciera de lo contrario, algo de lo que aún se arrepentía y que a mí, como manifestante contra la guerra, me resultaba inconcebible. Una semana más tarde, llamó para decir que había leído mis memorias, Fatal flowers, el libro que había escrito sobre la vida y el suicidio de mi madre, sureña, y sobre mi propia vida como rebelde contumaz. Era un libro que había acojonado a hombres inferiores, pero no a Zane. Y aunque aún creía que, pasara lo que pasara entre nosotros, podría mantenerle a una distancia prudencial, algo en mi corazón blindado se había conmovido.

No sabía que acababa de conocer a un hombre con la misma, si no mayor, determinación que yo, el que me enseñaría el poco poder que tenía en realidad.

Primero llegó su deseo de vivir conmigo, quisiera yo o no un hombre por allí. Ya dormíamos juntos todas las noches, razonó, y, en cuestión de semanas, cuando dijo que no quería firmar otro contrato anual por su casa, sucumbí, aún en nuestro primer arrebato de pasión.

Después de unos cuantos meses radiantes, nos embarcamos en lo que se convertiría en años de bebida, sexo y rabia. Nuestras peleas, alimentadas por el alcohol que ambos ingeríamos en gran cantidad, eran como la tercera guerra mundial y se daban por todo, desde por cómo podía formar parte del ejército estadounidense hasta por si yo había insultado a todas las amas de casa de Estados Unidos —por ejemplo, su madre— al detestar al personaje que interpretaba Valerie Perrine en La frontera, por si iba a llevar o no su cinturón y sus medias favoritas . . . Y, a menudo, nuestras peleas desembocaban en morados y muebles rotos. (Cuando llevé el pie de la cama de arce a reparar por segunda vez, el carpintero tuvo el suficiente tacto como para no preguntarme cómo había vuelto a suceder.)

No poder follar con quien quisiera se me antojaba extraño, como una violación de mi declaración de derechos humanos particular. Pero, por otra parte, yo sentía tantos celos de él como él de mí. Más tarde, cuando le destinaron a Alemania durante tres años, mi hermana Anne —al tanto de mi vida previa— se asombró de que le fuera fiel. Ella no sabía que me llamaba todos los sábados a las nueve de la mañana, pensando sin lugar a dudas que no había forma de que yo pudiera hablar con él si había otro hombre en la habitación.

También estaba nuestro deseo mutuo de sensaciones, incluso sordidez. Cuando fui a visitarlo a Europa, nos deleitamos con una exposición de fotografías sin censurar de Mapplethorpe, un espectáculo de sexo en directo en Hamburgo y visitando el barrio Rojo de Ámsterdam, donde me compró unos tacones de aguja rojos. Al igual que a mí, le encantaba el arte, y vimos sobrecogidos la casa de Käthe Kollwitz, en Berlín, el museo Van Gogh, en Ámsterdam y el Musée d’Orsay, en París.

Y, durante todo esto, nos peleábamos: en el Kurfürstendamm, en Berlín, en una esquina en Ámsterdam y en nuestro viaje en barco por el Sena. Al parecer, esa noche en la que nuestras miradas se habían encontrado en aquel bar no solo habíamos visto el potencial para mantener relaciones sexuales increíbles, sino también para descargar la rabia que ambos habíamos traído a la relación.

—Si quieres casarte de nuevo alguna vez, será mejor que lo hagas antes de que salga ese libro —me advirtió una amiga en 1984, justo antes de que Sleeping with soldiers, la historia de mis años de libertad sexual, fuera publicado.

Pero Zane ni se inmutó, a pesar de que había contado la verdad, no muy halagüeña, sobre él y la relación que manteníamos. Tres años después de que saliera el libro, cuando ya llevábamos seis divirtiéndonos, me dio un ultimátum: o me casaba con él o lo dejaba ir, a él y a su bello cuerpo. Así que, a pesar de mi determinación por permanecer libre, dejé —después de semanas de ansiedad— que me pusiera un anillo en el dedo. Hasta le dejé llevarme a una preciosa casita en el campo, que ya no estaba a un paseo de los bares que una vez me gustó frecuentar y donde libraba todos los días una batalla perdida en contra de que se me domesticara. Pronto estaba pensando en qué había en la nevera para la cena, contemplando por la ventana con asombro cómo mi objet sexual cortaba el césped. Estaba perdiendo todas las batallas sobre si visitar o no a su familia en Carolina del Norte, donde había una tele en cada habitación y los techos bajos me hacían darme cuenta, casi hasta el punto de la náusea, de en qué me había metido.

Debajo de todo esto —cada discusión, cada separación— subyacían el sexo y la rabia a los que ambos nos habíamos vuelto adictos. Nuestra relación era como una postal que leí una vez: «Tenerte me ayuda a afrontar los problemas que me traes». Para entonces, pensar en arreglármelas sin él o su pasión era como pensar en cortarme una mano.

Y, mientras ocurría todo esto, se estaba desarrollando otra historia, una historia que, más incluso que nuestra relación, causaría estragos a mi preciosa libertad: descubrí que mi hija Lily, que vivía en Nueva York, era adicta a la heroína. Unos años más tarde tuve que enfrentarme al hecho de que mi hijo, David, padecía esquizofrenia paranoide. Durante las dos décadas siguientes —un período que llevará otro libro relatar— Zane no protestó ni una sola vez por mis cuidados hacia ellos, por acogerlos cuando nos necesitaban. Como Tauro y hombre muy apegado a su familia, se convirtió en la única persona en mi familia que apoyó mis esfuerzos por salvarlos. A pesar de todo, Zane había pasado La Prueba, una prueba que era más importante para mí que cualquiera de las otras.

Justo cuando pensaba que tenía un objeto sexual para toda la vida —¡después de todo, era quince años menor!— la intensa vida de Zane comenzó a pasarle factura. En 1991, era sargento de un pelotón de infantería en Tormenta del Desierto, y hubo muertes por fuego amigo y suicidios en su unidad. De vuelta en Alemania, comenzó a beber hasta caer muerto, lo que lo llevaría a la primera de cuatro rehabilitaciones y, más adelante, a la hospitalización para el tratamiento de su trastorno por estrés postraumático. En 1999, a la edad de cuarenta y ocho años, tuvo un ataque al corazón y, seis meses más tarde, le pusieron un bypass cuádruple por una triple obstrucción llamada Hacedora de Viudas. Sentada junto a su cama en el hospital, mi amor por él sobrepasaba la simple pasión que habíamos conocido en nuestros años juntos. En un punto, cuando una infección por estafilococos invadió el lugar de la incisión, tuvo que pasar una semana con el pecho abierto, el corazón al descubierto, para que le limpiaran la herida y le cambiaran los vendajes cada seis horas. Descansaba mi mejilla contra la suya cuando me llamaba y me sentaba a su lado mientras padecía la claustrofobia de la cámara hiperbárica en la que lo introducían para bombardear su infección con oxígeno puro. Su cuerpo y su alma eran míos y yo quería protegerlos, envolverlos.

Pero esta experiencia cercana a la muerte desencadenó una nueva ronda de alcoholismo, esta vez, con impulsos suicidas. Durante los siguientes ocho años, bebía y bebía y bebía —y a menudo enfurecía— mientras yo me quedaba en otra habitación y leía libros y escribía. Viajé a colonias de escritores y conferencias, y dirigí Zona Rosa, la serie de grupos de escritura y vida para mujeres que había fundado justo antes de que nos conociéramos. Cuando surgían problemas con mis hijos, los solucionaba yo sola. Y a veces, cuando no estaba demasiado furiosa, teníamos unas relaciones sexuales increíbles a pesar de la bebida. Como la mayoría de los alcohólicos, era un maestro manipulador, bueno a la hora de prometerme lo que quería, desde clases de tango hasta un fin inmediato a todo el caos. Tampoco perdió su sardónico sentido del humor: cuando una caldera a gas explotó en su garaje (donde solía beber y ver la tele) y quemó su precioso pene, llamó a la cicatriz su Modificación Quirúrgica Azteca, y afirmó que contribuía a su pericia.

No sé por qué le fui fiel en este período, pero lo fui. Para ser sincera, durante esos años anhelé con frecuencia esa época de sexo fácil e indiscriminado, cuando no tenía que preocuparme de los sentimientos de nadie que no fuera yo. Cuando Zane y yo nos separamos, como acabó ocurriendo en 2008, cuando se marchó a rehabilitación por última vez, me divertí buscando tíos por Internet, pero ninguno de ellos me resultaba tan interesante como Zane. Cuando veía a un tío macizo en la calle, mi siguiente pensamiento casi siempre era «. . . pero no me excita tanto como Zane». «Los hombres que más le gustaban eran los imaginarios», rezaba un paquete de pañuelos retro que se encontraba junto a mi cama, al lado del vibrador. Y mientras seguía pensando que volvería a mi lado salvaje, no lo hice. También cuando encontraba atractivo a un hombre era ahora por motivos diferentes, motivos que casi servían para proteger mi relación con Zane. Estos hombres eran, inevitablemente, intelectuales de espíritu evolucionado —siempre casados— con quien entablé amistades profundas, pero con quienes mi anterior comportamiento hubiera estado fuera de discusión.

Tampoco sé por qué no me divorcié; después de todo, ya había pasado por ese proceso tres veces. Estaba lejos de mi abuela, que sabía que estaría con el hombre con el que se había casado hasta el fin de los días de uno de los dos. Y además estaba mi vergüenza: ¿Era yo realmente tan fuerte o tan inteligente como creía ser? Y, si lo hubiera sido, ¿no lo habría dejado antes? «¡Lo habría echado a patadas en tres semanas!», dijo una amiga cuando le conté que Zane había estado sentado durante cuatro meses en lo que una vez fue mi estudio, bebiendo, fumando y viendo la tele con las persianas echadas, diciendo ocasionalmente que salía a por tabaco y volviendo tras ocho horas en un bar, todo esto, justo antes de su último período en rehabilitación y a unos dos años de su recuperación.

Lo único que hice para protegerme entonces fue comprarme su mitad de la casa, de forma que ahora me pertenece solo a mí. Después de todo, él es el hombre para el que he escrito la media docena de poemas de amor que están enmarcados en mi salón, completados con mis dibujos de corazones, flores, pájaros, lazos. Hay tributos a nuestro amor por todas partes: desde las fotos que sujetan los imanes de la nevera hasta los retratos conjuntos en los que parecíamos increíblemente felices, que tomó Bud Lee, el fotógrafo autor de la famosa portada de la revista Life en la que un niño había sido golpeado de forma involuntaria por la bala de un policía durante las revueltas de Newark (Nueva Jersey) en 1967. Bud, cautivado por nuestra radiante pasión, había tomado las fotografías en Savannah en los ochenta, para un artículo que estaba escribiendo para la revista Mother Jones.

«El sexo y la muerte son las únicas dos cosas sobre las que merece la pena escribir», escribió el gran poeta William Butler Yeats. Y cuando me pidieron que escribiera este ensayo, estaba inmersa en esta última. Corría el año 2009 y mi hijo, David, acababa de morir en mi casa tras una enfermedad de diez meses durante la que había contenido el aliento y rezado cada día por su recuperación, sabiendo que no era probable que tuviera lugar. Mientras lo sostenía entre mis brazos después de que su respiración se hubiera detenido, puse mis manos sobre sus axilas, aún cálidas, queriendo traerle de vuelta a la vida y abrazándolo de una forma en la que él, un hombre adulto, nunca me habría permitido. Mi escrito más reciente ha sido una carta en su memoria que he enviado a amigos de todos los rincones.

Por eso la petición me pareció casi perturbadora, como si hubiera venido de otro planeta. Al principio la idea de pensar —especialmente en ese momento— sobre el mejor sexo de mi vida me parecía ajena. Entonces, de repente, pareció acertada. ¿Acaso no había sido mi amor por ambos —desde el primer momento en el que miré a los ojos marrón cherokee de mi hijo, al hoyuelo que hendía su mejilla olivácea mientras se chupaba el pequeño pulgar, hasta el instante en el que los acerados ojos azules de Zane se encontraron con los míos en aquel bar— innegablemente visceral, carnal? En español se refieren a la primera vez que ves a otra persona como una cuestión de piel. ¿Y acaso no había experimentado toda mi relación con ellos en ese momento?

Esta noche, casi treinta años después de que nos miráramos por primera vez, Zane y yo estamos sentados en el Starbucks cercano a mi casa. Él, cigarrillo en mano, me dice que la única forma de la que puede vivir es no preocupándose por nada, incluido el sexo y si vive o muere.

«Es evidente —digo en una conversación que hemos tenido muchas veces antes—. De otra forma no te estarías fumando ese cigarro.» Antes habría hablado más con él sobre esto. Pero ahora, ya que no vivimos juntos, simplemente me siento y escucho.

También hay algo que los dos aceptamos como un hecho: para llevar la vida simple y pacífica que lleva ahora, tan diferente de sus años primero de paracaidista y después de camionero en ruta, en los que se sobreesforzaba físicamente todos los días de su vida, tuvo que cambiar y dejar atrás la ira que lo había alimentado durante tanto tiempo. Ahora toma Wellbutrin para la depresión, Depakote y litio para la bipolaridad, otras pastillas para la tensión y el colesterol altos: dieciséis cada mañana y ocho por la noche. Durante estos últimos años ha perdido a su padre, su madre y su hermano, así que solo le quedamos mis dos hijas y yo.

Esta información flota en el ambiente mientras sorbemos nuestros latte y habla sobre su última historia. Zane también está escribiendo ahora y como no salió de un programa de escritura creativa MFA tiene mucho que escribir. En unos pocos minutos irá a su reunión de Alcohólicos Anónimos, y menciono a mi hijo, David. Porque he visto el sufrimiento de ambos, más profundo del que yo haya conocido, y los he visto enfrentarlo con pura valentía masculina. Como respuesta, Zane cita el Tao Te Ching: «Permanece en el centro del círculo y deja que las cosas sigan su curso». Conforme lo dice, recuerdo leer que en el Tao tanto el hedonismo como el ascetismo pueden llevar a la iluminación y recuerdo cómo, una vez, el primero me funcionó.

Y, súbitamente, siento una profunda paz. ¿Podría ser que este hombre —el que una vez me volvió loca por su testarudez, su necesidad de dominar, al que consideré casi el obstáculo inamovible de mi libertad personal— se hubiera convertido en mi improbable guía espiritual?

También nuestra separación durante dos años nos ha llevado a vernos con otros ojos. «No creas que doy todo esto por hecho», dijo la otra noche mientras cocinábamos juntos la cena en mi cocina. Y sí, aunque nuestra relación estaba cargada de pasión, el precio había sido una rabia que habría avergonzado a Elizabeth Taylor y Richard Burton. Pero el ardor que ahora nos mueve ya no está alimentado por la ira. Como escribió Eckhart Tolle, cuando observamos y dejamos ir el cuerpo del dolor —todo eso que antes achacábamos a las personas de nuestro entorno— somos libres de separarnos con amor o para disfrutar una relación cada vez más profunda.

Mientras paso las yemas de los dedos por las marcas ahora aún más profundas junto a sus ojos, siento que está a punto de ocurrir algo maravilloso, que mi vida sexual está a punto de comenzar de nuevo. Una vez más, todo tiene un final abierto —no sé exactamente qué va a ocurrir después— y, a pesar de los momentos de ansiedad que esto me provoca, me gusta. Así que ¿estoy a punto —como soy libre de hacer— de hacer un Jane Juska, de desatarme una vez más y revertir a mis antiguos comportamientos? ¿O simplemente estoy a punto de compartir algo nuevo con este extraño al que hace tanto que conozco?

Y si lo que queda por venir es con Zane o con otro hombre (o incluso mujer), sé que será diferente. Zane, junto con mis hijos, me ha enseñado lo que es el sufrimiento, y el sufrimiento me ha cambiado. Su curación y la de Lily, junto con la muerte de David y nuestra cercanía con la mayor de mis hijas, Christine, nos han convertido en una familia. Lo que quiero ahora es que me conmuevan, como lo hizo recientemente el psicoterapeuta de mi taller de escritura en Santa Fe, que lloraba mientras leía su relato sobre cómo tuvo que decirle a su mujer que ella tenía cáncer.

Mientras pienso en estas cosas, Zane me brinda esa sonrisa perezosa que me gusta tanto —ser bipolar tiene sus ventajas, como en nuestros primeros años tempestuosos, cuando se despertaba a mi lado, mientras sonreía y me atraía hacia él, sin importar lo intensa que hubiera sido nuestra pelea la noche anterior— y, bajo la mesa, coloca mi mano en la entrepierna de sus vaqueros. Y pienso en los momentos que hemos tenido en la cama últimamente: tan fluidos, tan suaves y deliciosos como el chocolate francés derritiéndose.

Sí, en este momento Zane sigue siendo el que me rompe el corazón. ¿Puede ser que, al fin libre de duda, esté a punto de experimentar . . . el mejor sexo de mi vida?