DACHAU (v. campos de concentración). En un folleto turístico alemán de tiempos del Reich milenario (v.) leemos: «Desde hace más de medio siglo es famoso Dachau entre los pintores y famoso por sus pintores que inmortalizaron en innumerables cuadros el melancólico paisaje, el “musgo de Dachau”».
Ni una palabra sobre el centro de enseñanza patriótica que hoy es famoso en el mundo desde que el periodista Sidney Olson —que acompañaba a las tropas americanas— lo describió en 1945.
En 1933, Himmler (v.), a la sazón jefe de la Policía de Múnich (Kommissarischer Polizeipräsident), abrió este famoso campo de concentración a las afueras de la ciudad, aprovechando las destartaladas instalaciones de una antigua fábrica de pólvora.
Dachau, con capacidad para 5.000 internos, funcionó desde el 22 de marzo de 1933 hasta el 29 de abril de 1945: imaginen la cantidad de ciudadanos descarriados que se beneficiaron de sus programas de reeducación para que, en lo sucesivo, devueltos a la sociedad, se comportaran como alemanes ejemplares.
Dachau vino a ser una especie de universidad de los campos nazis de la que salieron doctorados varios comandantes e incluso algunos kapos (v.) que allí cursaron su noviciado como reclusos.
El inspirador de los campos de concentración del Reich fue Theodor Eicke, primer comandante de Dachau, que durante su internamiento en un manicomio aprendió los rudimentos del oficio: «Severa disciplina» (eine peinliche Disziplin, léase maltrato), gestión comunitaria y aplicación generosa de la ley de fugas. «Los internos confiados a mi cuidado pierden su condición humana porque son solo animales nocivos para el Estado. “Tolerancia es sinónimo de debilidad”, leemos en su reglamento».
La disciplina de Dachau era la típica cuartelera prusiana que Himmler y su compadre Heydrich (v.) admiraban, con detalles tan enternecedores como exigir una impecable Bettenbau, una «hechura de cama» sin una arruga, con los cuadros y las rayas de la manta alineados con los de la almohada y el embozo perfecto, como hechos con tiralíneas, lo que se dice una cama impecable.
Otra de las características del campo, que luego otros imitaron, fue la creación de una orquesta que acompañaba los ejercicios matinales y vespertinos, otra reminiscencia del Ejército prusiano, y, finalmente, en la portada de ingreso, se colocó el lema Arbeit macht frei (v.), que se reproducirá en Auschwitz y en otros campos de prisioneros.
D’ANNUNZIO, GABRIELE (1863-1938). Hitler imitaba a Mussolini, y Mussolini tomó su atrezo prestado del considerable poeta y gran histrión, el protofascista Gabriele d’Annunzio.
La diferencia reside en que, como casi siempre ocurre en la vida, el original resultaba muy superior a sus imitadores.
El capítulo fundamental de la vida de D’Annunzio fue su conquista de Fiume (actual Rijeka, en Croacia), una ciudad de Dalmacia, frente a Venecia, al otro lado del Adriático, próspero puerto y astillero del fenecido Imperio austrohúngaro.
El Fiume dannunziano es, en cierto sentido, la maqueta sobre la que Mussolini y Hitler reproducirán, a gran escala, sus respectivas revoluciones.
¿Qué ocurrió en Fiume? Después de la Gran Guerra, Italia aspiraba a esta ciudad mayoritariamente poblada de italianos, pero se vio obligada a cederla al recientemente creado Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos.
Los nacionalistas italianos se lo tomaron como una humillación nacional, pero el endeble Gobierno solo elevó débiles protestas a los aliados que se habían reunido en París a repartir el mundo.
En ese contexto, D’Annunzio convocó a una milicia voluntaria de veteranos arditi (soldados de asalto) al grito de Fiume o morte! Al frente de estos arditi uniformados con sus camisas negras, desembarcó en la costa dálmata y se dirigió a Fiume el 12 de septiembre de 1919.
¡La épica marcha de D’Annunzio sobre Fiume! Imagínenlo: el revolucionario poeta al volante de su flamante Fiat 502 descapotable rojo tan cargado de flores que un testigo lo confundió con un coche fúnebre. Detrás de él, rodeándolo, sus incondicionales, los patriotas irredentistas, los arditi, que posaban ante los fotógrafos con el cuchillo entre los dientes.
Al principio eran solo 186, pero a medida que la comitiva avanzaba se le iban uniendo otros. Unas horas después de marcha a ritmo procesional, solemne, ya sumaban casi 2.000.
A las afueras de Fiume los aguardaba la tropa italiana a la que se había encomendado la protección de la ciudad, una masa de veteranos con los fusiles listos y las bayonetas caladas. La orden era detener a D’Annunzio a cualquier precio.
Si fuera necesario, disparando a matar.
D’Annunzio se sintió como Napoleón al regreso del destierro de Elba. Dio la voz de alto a 20 m de las bocas de los fusiles. Con estudiada parsimonia descendió del coche y se mostró tal cual: uniforme impecable, botas de montar rechinantes de brillo, 1,60 de estatura, calvo como un huevo, el hueco del ojo perdido en la guerra cubierto por un parche de tafetán que disimulaba con unas grandes gafas de sol (de las que se despojó para exhibir su herida de guerra), bigote y barbita apuntada, cuidadosamente recortados la noche anterior por una de sus numerosas amantes (tenía gran éxito entre las mujeres debido a sus habilidades orales, y no quiero decir discursivas, ya me entienden).
D’Annunzio, poeta popular, dramaturgo, nacionalista, trapisondista, aviador y héroe de guerra, se adelantó unos pasos hacia el general Pittaluga, que comandaba la tropa y, palpándose las condecoraciones que llevaba prendidas en el pecho, lo conminó:
—¡General, ordene a sus hombres que apunten a estas medallas para la primera descarga!
Lo que parecía tragedia se tornó rápidamente en ópera bufa al itálico modo. Pittaluga reconoció a la figura de la literatura italiana que tenía ante sí, devolvió a su funda la pistola a rotazione que empuñaba y exclamó con lágrimas en los ojos:
—¡Vate! Me siento muy honrado de conocerlo. No seré yo el que derrame la sagrada sangre italiana. ¡Que se cumpla su sueño! ¿Me permite que grite con usted «¡Viva Fiume italiana!»?
D’Annunzio mostró su conformidad con un abatimiento de párpados.
—Viva l’Italia! —gritó el general.
—Viva l’Italia! —corearon los patriotas de uno y otro lado.
No hubo derramamiento de sangre. Tan solo se derramaron lágrimas de emoción patriótica. Vivas y abrazos entre las dos tropas. Avenencia. Alguien aportó unas cajas de grechetto espumoso. Enlazados por los brazos y cantando el himno arditi «Giovinezza», entraron en Fiume, donde fueron fervorosamente recibidos por la población italiana con repique de campanas, colchas en los balcones, ramas de laurel en las calles y jubilosos vítores en las aceras. En el balcón de la casa del gobierno, en la plaza principal, D’Annunzio arengó a la masa enfervorizada que lo aclamaba:
—¡Italianos de Fiume! […] En un mundo loco y vil, Fiume es hoy el signo de la libertad; en un mundo loco y vil hay solo una cosa pura: Fiume; hay una sola verdad: Fiume; hay un solo amor: Fiume. ¡Fiume es como un faro luminoso que brilla en un mar de abyección!
—¡Fiume, Fiume, Fiume! —se desgañitaban los patriotas.
¡D’Annunzio en Fiume! De esta gloriosa aventura de un puñado de idealistas que creían cambiar el mundo sin renunciar a la estética nacen la liturgia del nazifascismo, sus ritos y sus mitos, la belleza formal que nos fascinaría si olvidásemos la horrible herencia de sufrimiento y muerte que la siguió.
Después de hacerse con Fiume, D’Annunzio bien hubiera podido regresar a la bota italiana, marchar con sus hombres sobre Roma y detentar el poder tras desalojar de su poltrona al mediocre Gobierno. Él era sin duda el hombre que podía hacerlo, «un hombre que cuando la situación lo exija tenga el toque delicado de un artista y el puño de hierro de un guerrero», en palabras de Mussolini.
Pero D’Annunzio tenía otras ambiciones más diversas, literarias, mundanas. Quería hacer de su vida una obra de arte y los compromisos mayores lo impedirían. Lo de marchar sobre Roma se lo dejó a Mussolini.
¡D’Annunzio en Fiume! La bella ciudad adriática parecía vivir en aquellos días una exaltación patriótica permanente: «La vida en la Fiume dannunziana era un continuo espectáculo […]. Esta eterna fiesta contribuía a mantener el apoyo de los legionarios y de los ciudadanos a los planes del comandante. La eficacia de la movilización de las masas fluminenses será mejor valorada si se la considera sobre el fondo de la grave situación económica que padecía la ciudad y teniendo en cuenta las dificultades sociales que gravitaban sobre la ciudad en el otoño e invierno de 1919».
El esteticismo político del laureado poeta y príncipe de la patria forjó en sus días de Fiume un estilo que emplea el arte y la representación como vehículo de manipulación de emociones colectivas, procedimiento que luego imitaría el nazifascismo europeo. Enumeremos las similitudes:
- La coreografía de las masas, que incluye uniformes elegantísimos. Por cierto, los arditi vestían de negro y plata (como los SS de Hitler años después).
- El hábil empleo de la propaganda.
- El esteticismo teatral, casi operístico, de cada puesta en escena.
- La oratoria encendida e histriónica, manierismo verbal, con una gestualidad que, vista con la perspectiva del tiempo, queda francamente ridícula.
- La marcha de conquista.
- Un característico balcón como arengario.
- Una camisa de color como uniforme del partido.
- El saludo romano, brazo en alto.
- La reiteración, hasta el abuso, de los desfiles, incluidos los nocturnos a la luz de las antorchas.
- El apelativo de Duce.
- La orgía textil de banderas, gallardetes y colgaduras.
- La proliferación de uniformes, insignias, condecoraciones, cintas, medallas.
- La exaltación de la virilidad y de la juventud.
- La exaltación de la guerra («la música incomparable de la guerra divina», en palabras de D’Annunzio).
- El culto a los héroes caídos.
- Los gritos rituales (en el caso extremo de D’Annunzio, su ininteligible grito de guerra: Eia!, Eia!, Alalaaa!).
- El sindicalismo corporativista, como tercera vía superadora del capitalismo y del comunismo.
- La justificación de la licitud moral que otorga la fuerza.
- La sacralización, más bien deificación, del líder.
- La sacralización de una reliquia que probablemente inspira la Blutfahne (v. bandera de la sangre) hitleriana.
D’Annunzio instituyó en la ciudad y su territorio circundante (unos modestos 28 km2) un Estado independiente, la Regencia Italiana de Carnaro, dictó su Constitución y durante 15 meses lo gobernó en calidad de dictador hasta que aquel experimento más estético que realista terminó a farolazos, como el rosario de la aurora.
¿Qué opinión tenía D’Annunzio de Mussolini y de Hitler?
Pésima. «Veía a los fascistas como burdos imitadores suyos: podían resultar útiles como simpatizantes, pero sus métodos eran terriblemente brutales, y su pensamiento, nada refinado.»
«En el movimiento que se autodenomina fascista, lo mejor de este, ¿no ha sido engendrado por mí?», escribió a Mussolini.
A D’Annunzio le pareció un tremendo error la alianza de Mussolini con Hitler, ese marrano dall’ignobile faccia offuscata sotto gli indelebili schizzi della tinta di calce di colla («marrano de rostro innoble manchado de cal y cola») que capitanea una «horda de bárbaros del lado erróneo de los Alpes».
Otras definiciones de Hitler no son menos mordaces: ridicolo nibelungo truccato a Charlot («ridículo nibelungo convertido en Charlot»); Attila imbianchino («Atila de brocha gorda»).
Con ocasión de la visita de Estado que hizo Hitler a Roma en 1938, en pleno idilio con Mussolini, D’Annunzio, honrando la venerable tradición italiana de la pasquinata maledicente, escribió estos celebrados versos:
Povera Roma mia de travertino!
T’hanno vestita tutta de cartone,
pe’ fatte rimirà da ‘n’imbianchino
venuto da padrone!
Mussolini admiraba al vate, pero también lo temía, porque no se recataba de ridiculizarlo, por eso lo sobornó con una asignación mensual en sus últimos años (D’Annunzio andaba siempre comido de deudas) y cuando le comunicaron su fallecimiento, exclamó: «¡Finalmente!».
DAGAS CEREMONIALES. La daga, que había decaído como complemento de la espada en los albores del siglo XVIII, vuelve a valorarse durante la Gran Guerra para el combate a corta distancia. Posteriormente, los arditi italianos la incorporan como emblema y parte esencial de su uniforme y de ellos se extiende, ya como efecto ceremonial, a los uniformes de la Italia fascista y de la Alemania nazi.
Los nazis usaron una gran variedad de dagas ceremoniales, entre las que cabe destacar:
- La daga Holbein (por el pintor), un modelo popular entre los lansquenetes suizos (siglos XV y XVI), de doble filo, guarda y pomo en medias lunas y empuñadura negra adornada con el águila que sostiene la esvástica (v.) en plata.
- La daga estilete de dos filos y meseta plana, con guarda en forma de águila con las alas extendidas, empuñadura de celuloide color marfil o naranja, en espiral descendente, formada por varios hilos trenzados de plata o cobre y pomo con esvástica. A menudo se adornaba con bellas variaciones art decó.
- La daga cimitarra, de hoja ancha, a veces con un lado en forma de sierra.
La primera daga adoptada por el partido nazi (v. NSDAP), el 15 de diciembre de 1933, se entregaba a los miembros del SA (v.) destacados por su valor, generalmente lesionados cuando se producían intensos contrastes de pareceres con milicias comunistas. Esta daga, no exactamente ceremonial, con vocación de navaja reyertera, llevaba la inscripción Alles für Deutschland («Todo por Alemania»), inspirada por Röhm (v.).
El uniforme ceremonial de las Heer, la Kriegsmarine (v.) y la Luftwaffe (v.) usó la daga estilete (aprobada el 4 de mayo de 1935), hasta que, ya en plena guerra, se ordenó dejarse de monerías y sustituirla por la pistola (ordenanza del 23 de diciembre de 1940).
Las SS (v.), desde diciembre de 1933, usaron la daga Holbein con el lema del cuerpo inscrito en la hoja, en letras góticas: Meine Ehre Heisst Treue («Mi honor es mi lealtad»).
Los oficiales del Reichsarbeitsdienst (RAD, Servicio de Trabajo del Reich) usaban daga cimitarra con la inscripción Arbeit adelt («El trabajo dignifica»).
El lema más entrañable y que gana a todos en profundidad filosófica es el de las dagas de la National Politsche Erziehungsanstalt (NPEA, Institución Política Nacional): Mehr sein als scheinen, «Sé más de lo que pareces». En efecto, casi todos los nazis eran más de lo que parecían en sus botas, uniformes, insignias y adornos.
Las Juventudes Hitlerianas (v.) usaron cuchillo desde 1933, que se cambió por daga en los rangos superiores a partir de 1937, con el lema inscrito en la hoja: Blut und Ehre! («Sangre y honor»).
DASEINSKAMPF («Lucha por la existencia»). Un término procedente de la biología que cuando se introduce en la política suele acarrear funestas consecuencias. Los alemanes masacraban judíos, comunistas o Untermenschen (v.) eslavos, porque, según ellos, estaban luchando por su existencia.
DEGENERADO (Entartet). Un vocablo que pasó de la biología a la sociología, con funestas consecuencias. La higiene racial nazi alentaba la eliminación:
- De individuos pertenecientes a razas supuestamente degeneradas (gitanos).
- De los que, perteneciendo a la raza superior (arios, germanos), habían degenerado por sus costumbres (alcohólicos, homosexuales, parásitos inadaptados) o por ser «accidentes biológicos» (deficientes mentales y sufridores de diversas patologías).
DENN HEUTE GEHÖRT UNS DEUTSCHLAND UND MORGEN DIE GANZE WELT («Hoy Alemania nos pertenece / y mañana todo el mundo»). Dos versos de la canción «Es zittern die morschen Knochen» («Los huesos podridos tiemblan»), compuesta por el maestro de escuela y nazi devoto Hans Baumann (1914-1988) en 1932, durante una peregrinación al santuario de Heiligenblut (Santa Sangre) en Neukirchen (Baviera), cuando militaba en la asociación juvenil jesuita Nueva Alemania.
Fue un lema muy popular en los años del ascenso del nazismo. Por esas vueltas que da la vida, la canción se popularizó como himno nazi, especialmente de las Juventudes Hitlerianas (v.) y del Reichsarbeitsdienst.
Victor Klemperer (v. diarios de la época nazi) notó que después de la batalla de Stalingrado, en la que tan desconsideradamente les habían bajado los humos, el verso se modificó ligeramente y, en lugar de «hoy Alemania nos pertenece (gehört)», decía «hoy Alemania nos escucha (hört)». Eso es ponerse en razón.
DESNAZIFICACIÓN (Entnazifizierung). En la Conferencia de Postdam (v.), del 17 de julio al 2 de agosto de 1945, los líderes aliados acordaron «la desmilitarización, la desnazificación, la democratización de Alemania y la reconstrucción del país sobre una base democrática y pacífica».
Desnazificar: convertir a los nazis en simples e inocentes alemanes.
Un tratamiento similar al que los psicólogos dan a las personas que han estado abducidas por una secta.
Desaparecidas las esvásticas, los uniformes, los desfiles y los signos exteriores del régimen hitleriano, los vencedores se planteaban la más compleja tarea de eliminar también el nazismo de las almas.
No era fácil devolver a la normalidad a toda una nación que después de 12 años de persuasión coercitiva se había creído el pueblo escogido, superior, con derecho a eliminar a los demás, a saquearlos y a esclavizarlos en seguimiento de las consignas de un mesías.
Para desintoxicar a los alemanes del nazismo, se recurrió primero al shock de confrontarlos con las aberraciones cometidas por Hitler. Se editaron folletos ilustrados con fotografías, carteles y documentales cinematográficos (v. cine del Reich).
Frente a la actitud sumisa e incluso algo masoquista del sometido pueblo alemán, los aliados mantuvieron la certeza de que aquellas gentes tan aparentemente civilizadas eran corresponsables de los desmanes cometidos por Hitler. Lo refrendaba el macabro hallazgo de los campos de concentración (v.) y exterminio (v.), y los testimonios de los cientos de miles de esclavos que liberaron en su avance.
Era evidente que los ocho millones de afiliados del partido nazi (v. NSDAP) no se inscribieron forzados, aunque bien es cierto que muchos lo hicieron por medrar (v. violetas de marzo), por conservar sus puestos de trabajo o por mera cobardía, cediendo a la presión del ambiente, por no significarse.
¿Cómo distinguir entre los varios grados de implicación con el nazismo y sus crímenes? Se imprimieron 13 millones de ejemplares de un cuestionario (Fragebogen) de 12 páginas, en el que formulaban 133 preguntas. Su cumplimiento era obligado para todo ciudadano optante a un trabajo en la Alemania ocupada. Se advertía que «la información falsa tendrá como consecuencia una acción procesal por parte de los tribunales del Gobierno militar».
Las preguntas del Fragebogen se centraban especialmente en las actividades del investigado durante la época nazi: «¿Ha pertenecido al NSDAP o a cualquiera de sus asociaciones?», «¿votó a Hitler?», «¿qué puesto ocupó durante la guerra?», etc.
Naturalmente, casi todos resultaban exonerados. Allí nadie había sido nazi y, por supuesto, todos ignoraban que los nazis estuvieran exterminando a los judíos, esa enormidad impensable en el país más culto de la tierra.
Otras averiguaciones paralelas dieron como resultado que casi todo el mundo había apoyado al nazismo de un modo o de otro, y que, por tanto, eran corresponsables por comisión o por omisión.
—Yo tenía vecinos y amigos judíos, pero siempre pensé que habían emigrado, quizá a América, huyendo de las Leyes de Núremberg (v.). No se me pasó por la cabeza que los estuvieran exterminando.
—Pero usted se quedó con su tienda, pagándole una miseria…
—Bueno, por hacerle un favor.
Géraldine Schwarz, una joven escritora hija de francesa y alemán, indagó en su pasado familiar y supo que su abuelo alemán, el respetable industrial Karl Schwarz, había comprado su negocio a un judío, Julius Löbmann, que se había visto forzado a malbaratarlo cuando las leyes nazis obligaron a arianizar los negocios (v. arianización). En la posguerra, el judío reclamó el verdadero importe de su patrimonio y pleitearon con abogados hasta que Karl Schwarz reconoció explícitamente que se había aprovechado de la angustiosa situación del judío y convino en indemnizarlo, aunque sin dejar de protestar porque al cabo de los años el judío reclamara lo suyo aprovechando que Alemania había perdido la guerra y tenía el viento a su favor. De este modo, el ventajista se hizo la víctima —«todos hemos sufrido mucho», le decía en una carta—, como si los dos hubiesen sido víctimas del mismo cataclismo y en su calidad de alemán no hubiese sido parte de los que lo provocaron.
«El expolio [de los judíos] no era una medida impuesta desde arriba […], implicó a círculos amplios de la sociedad alemana. Frente a la deportación de los judíos, la población había sido culpable de apatía; frente al expolio de los judíos, había brillado por su falta de escrúpulos», concluye.
O sea, esta vez no miraron para otro lado, sino que los buenos alemanes cayeron como carroñeros sobre el botín que se les ofrecía, cada cual según su tamaño y apetito: industrias, grandes almacenes, tiendas de barrio, residencias, pisos, muebles, enseres, roperos…
Se deducía que los alemanes corrientes se habían lucrado con el saqueo de los bienes de sus convecinos judíos, adquiriéndolos por cuatro perras, directamente a ellos o en las subastas posteriores.
Los jueces aliados de 1945 tenían sobradas pruebas de que el pueblo alemán había apoyado a Hitler, unos por convicción y otros por interés. Si había sido corresponsable de las atrocidades cometidas, ¿cómo castigar a tantos millones de personas?
El castigo estaba implícito en el Plan Morgenthau (v.) —desindustrializar Alemania y que en lo sucesivo criaran vacas y plantaran coles—, pero este plan se abandonó por razones geopolíticas: ante la creciente amenaza de una Rusia expansionista, a Occidente le convenía que Alemania se constituyese como Estado tapón suficientemente fuerte, ma non troppo.
Por otra parte, ¿qué se conseguiría al juzgar severamente a millones de alemanes? ¿Se podría condenar a penas de prisión a tanta gente? ¿Cómo la iban a alimentar? Además, los aliados occidentales no deseaban sembrar entre ellos el rencor, como el que provocaron con el Tratado de Versalles (v.), que condujo a Hitler a la guerra. Mejor ser benévolos esta vez.
Las autoridades de ocupación comprendieron que, si querían que aquella sociedad hambrienta y herida volviera a funcionar, había que correr un tupido velo sobre el pasado particular de cada uno para reintegrarlo a la nueva sociedad alemana.
—Exculpemos al pueblo alemán —propusieron—. Juzguemos solamente a unos centenares de cabecillas y asesinos notorios.
Para suavizar las relaciones futuras entre los alemanes y sus vencedores, se introdujo una sutileza semántica. A partir de entonces se hablaría —aún lo hacemos— de Ejército nazi, de campos de concentración nazis, de fanatismo nazi, de Holocausto nazi, etc. La palabra nazi sirvió para adjetivar todas las atrocidades perpetradas por los alemanes, lo que liberaba de toda connotación negativa al gentilicio alemán.
Paralelamente, en lugar de Alemania, se diría preferentemente Tercer Reich.
Perdonados los cuerpos, quedaba la tarea de limpiar las almas.
De casi cuatro millones de expedientes particulares, solo se incriminó a 175.000 personas, de las que se condenaron solo unas 1.000 a penas de prisión. Un coladero. Casi todos los culpables de delitos graves quedaron impunes.
Cuando Konrad Adenauer, el demócrata intachable salido de las prisiones de Hitler, llegó a la presidencia de la RFA, declaró: «La desnazificación nos ha traído muchas desgracias y calamidades» (20 de septiembre de 1949).
Y el flamante Reichstag, dueño ya de los destinos de los alemanes, suspendió las investigaciones en curso sobre los crímenes nazis y votó una ley de amnistía, la ley 131er Gesetz, que benefició a cientos de miles de nazis seguros y a otros dudosos, y permitió que salieran a la luz los cientos de topos que habían desaparecido al final de la guerra huyendo de la justicia aliada.
Los policías que habían servido fielmente a Hitler en la Gestapo (v.) se reintegraron como policías en la nueva democracia; los burócratas que habían sellado los permisos de deportación de judíos se vieron repuestos en sus antiguos despachos al frente de la nueva Administración alemana; los camisas pardas (v.) que habían asistido a aquellos congresos de Núremberg (v.) o habían aclamado al Führer vestían ahora nuevamente de paisano tras incinerar en el jardín de la casa familiar las banderas, los brazaletes, las cruces gamadas y las revistas antisemitas.
A la ley 131er Gesetz exculpatoria siguió en 1954 una amnistía que, alegando Befehlsnotstand («obediencia en estado de urgencia»), sepultó definitivamente la desnazificación.
Pelillos a la mar, aquí no ha ocurrido nada. La amnesia se extendió a la generación de los hijos. Solamente en el siglo XXI están surgiendo nietos que ven fotos antiguas con esvásticas (v.) y se preguntan qué hizo en la guerra el abuelo que con la edad ha perdido la memoria y dice que no recuerda nada.
DEUTSCHBLÜTIG («De sangre alemana»). Término legal por el que las Leyes de Núremberg (v.) designan a los poseedores de sangre aria pura, lo que sería un pata negra en términos porcinos.
DEUTSCHE ARBEITER PARTEI (DAP, v. Partido Obrero Alemán).
DEUTSCHE BLICK (v. vistazo alemán).
DEUTSCHE ERD- UND STEINWERKE GMBH (DEST, Fábrica Alemana de Obras de Tierra y Piedra). Empresa de materiales de construcción de las SS (v.), fundada el 29 de abril de 1938, para explotar como mano de obra esclava a los prisioneros de los campos de concentración (v.).
Muchos campos de concentración debían su emplazamiento a la cercanía de canteras, ladrilleras y graveras necesarias para proveer de materiales a las ingentes obras proyectadas por Hitler con la entusiasta colaboración de su arquitecto Speer (v.). La guerra obligó a aplazar el magno proyecto de Germania (v.), pero acarreó una necesidad apremiante de materiales para construir búnkeres y defensas por toda la Europa ocupada.
Avanzada la guerra, la empresa se diversificó y alquiló mano de obra a diversas fábricas de armamento que exigieron la construcción de campos de prisioneros en sus proximidades.
DEUTSCHE GLAUBENSBEWEGUNG (Movimiento de la Fe Alemana). Fue un intento de sustituir las creencias cristianas de gran parte de la sociedad alemana por otras neopaganas supuestamente basadas en la religión ancestral de los germanos (v. religión alemana). El profeta del movimiento, que llegó a tener más de 100.000 fieles, fue Jakob Wilhelm Hauer, un antiguo escayolista que había sido misionero en la India (1909-1911) y, tras regresar a Europa y profundizar en estudios místicos, emergió con una nueva religión que bebía en las fuentes del Völkisch (v.) aderezadas con cierto toque de hinduismo y otro poco de nazismo, partido al que se afilió en 1937.
DEUTSCHER NATIONALPREIS FÜR KUNST UND WISSENSCHAFT (Premio Nacional Alemán de las Artes y las Ciencias). Cuando la Academia sueca concedió el Premio Nobel de la Paz de 1936 al periodista y líder pacifista Carl von Ossietzky, al que los nazis mantenían en el campo de concentración de Esterwegen, Hitler se lo tomó muy mal y, el 30 de enero de 1937, declaró que «para evitar que en el futuro se produzcan eventos vergonzosos tengo a bien fundar un Premio Nacional Alemán de las Artes y las Ciencias, que se otorgará anualmente a tres alemanes, con una cuantía de 100.000 Reichsmarks cada uno, bien entendido que la aceptación del Premio Nobel estará prohibida para todos los alemanes en el futuro».
Este premio nunca alcanzó gran prestigio porque estaba muy politizado. En 1937 se le otorgó a título póstumo a Paul Ludwig Troost, el arquitecto favorito de Hitler; a Alfred Rosenberg (v.), ideólogo del nazismo; a Wilhelm Filchner, explorador polar, y a dos cirujanos. Al año siguiente lo recibieron Fritz Todt, el creador de la Organización Todt, la constructora de búnkeres; el fabricante del Volkswagen (v.), Ferdinand Porsche; y los diseñadores de aviones Willy Messerschmitt y Ernst Heinkel, ex aequo.
Ya no se otorgó más. Una sabia decisión, porque aquel provincianismo nazi se tomaba a choteo en la prensa internacional.
«El que quiera reírse que vaya al circo», parece que oímos a Goebbels (v.).
DEUTSCHLAND ERWACHE! («¡Alemania, despierta!»). Lema nazi creado por el ideólogo Dietrich Eckart (v.). Aparece en los estandartes de las SS (v.), que representan agrupaciones locales o regionales en los desfiles y en los congresos de Núremberg (v.) y en el himno homónimo.
DEUTSCHLANDSENDER (Radio Alemania). La emisora oficial alemana que retransmitía los discursos de Hitler y Goebbels (v.), e inteligente propaganda (v.) política trufada entre canciones y programas de entretenimiento.
Fundada en 1926 como Deutsche Welle GmbH, una compañía comercial independiente, a partir del 1 de enero de 1933 cambió su nombre a Deutschlandsender GmbH, para convertirse en un órgano del Ministerio de Propaganda dentro del programa de Gleichschaltung (v.), «coordinación», que más bien podríamos traducir por «obligación de defender una misma línea política».
Radio Nacional de España siguió los pasos de la radio nacional alemana desde su fundación en Salamanca, la capital rebelde en plena Guerra Civil (19 de enero de 1937), bajo la tutela de la recién creada Delegación del Estado para Prensa y Propaganda.
DEUTSCHLAND ÜBER ALLES («Alemania por encima de todo»). Y sigue über alles in der Welt («por encima de todo en el mundo»). Es el primer verso, que se hizo consigna de los nazis, de la composición «Das Deutschlandlied» («La canción de Alemania»), escrita en 1841 por el poeta nacionalista August Heinrich Hoffmann, con la que expresaba el deseo de que Alemania se constituyera como Estado nación (todavía era un mosaico de estados independientes).
Tras la Gran Guerra, esta canción se hizo popular, especialmente después de que a las tres estrofas originales se le añadiera otra, obra de Albert Matthai, referida al Tratado de Versalles (v.).
La República de Weimar la adoptó como himno nacional, los nazis la simultanearon con sus propios himnos y en la posguerra volvió a ser el himno nacional a partir de 1952. Uno de sus estribillos se considera el lema de la nación: Einigkeit und Recht und Freiheit («Unidad y justicia y libertad»).
DÍA DEL ARTE ALEMÁN (Tag der deutschen Kunst). En vísperas mismas de la guerra que daría con el teatrito de los títeres en tierra, los propios títeres celebraron en Múnich, «capital de la cultura alemana», diversos actos en conmemoración de los ¡2.000 años de cultura alemana!
Los actos, presididos por Hitler y la cúpula nazi al completo, demostraron al pueblo alemán y al mundo las hondas y fecundas raíces de la cultura (v.) germana.
DIARIOS DE LA ÉPOCA NAZI. La escritura de diarios se convirtió casi en un nuevo género literario en los años de entreguerras. En la Alemania nazi abundan diarios tanto escritos por personajes conscientes de estar haciendo Historia (con mayúscula) como por personas insignificantes conscientes de estarla padeciendo, que, sin embargo, se atreven a llevar al papel impresiones personales a sabiendas de que si se las intervienen pueden considerarse «subversión de la propia persona», merecedora del castigo correspondiente.
Entre los diarios de jerarcas nazis, cabe mencionar por su interés los de Goebbels (v.), Himmler (v.), Rosenberg (v.) y Hans Frank (v.), el despiadado gobernador de Polonia. Entre los militares, los de los generales Keitel, Jodl (adjuntos a Hitler) y Franz Halder (v.), quien, debido a su posición crítica, fue apartado del mando a raíz de la crisis de Stalingrado. Un diario importante es también el del corresponsal americano en Berlín y posterior historiador William Shirer.
También los soldados escribieron diarios, aunque estaba prohibido hacerlo, e incluso los internados en campos de concentración se esforzaron por dejar testimonio de lo que veían y sufrían.
A los diarios siguieron, terminada la guerra, las memorias de personas próximas a Hitler, las memorias autojustificativas, algunas escritas por las viudas de los gerifaltes muertos —Göring (v.), Heydrich (v.)…—, y las colecciones de cartas de esposas o deudos —Bormann (v.), Hess (v.)…
Sumemos a ellos las memorias de las personas que trataron a Hitler —el almirante Raeder, el fotógrafo Hoffmann (v.), secretarias, chóferes, criados…—. Todos iluminan personajes y episodios, aunque también, en ocasiones, los oscurecen.
Diario de Brigitte Eicke
Brigitte Eicke, familiarmente llamada Gitta, tenía 15 años en diciembre de 1942, cuando comenzó su diario como práctica taquigráfica para sus estudios de secretariado. Luego pasó esas páginas a máquina, las metió debajo de un somier y se olvidó de ellas hasta que en 2011 las encontró casualmente. Dos años después, se publicaron en forma de libro con el título Backfisch im Bombenkrieg (Colegiala bombardeada).
A Gitta le habían matado al padre el noveno día de la guerra, pero por lo demás procuraba que la contienda no la afectara más de lo estrictamente imprescindible, mientras proseguía su existencia anodina junto a su madre en su apartamento berlinés de la Immanuelkirchstrasse y en su empleo en los «arianizados» almacenes Köster.
La ciudad estaba llena de uniformes, de malas noticias —Stalingrado, África— y del cielo descendían de vez en cuando granizadas de bombas (v. bombardeos sobre Alemania), pero la gentil Gitta procuraba pasarlo lo mejor posible con sus amigas sin conceder mayor importancia a las incomodidades de la guerra. La vemos, también en fotos, yendo a los lagos con sus amigos y un gramófono de cuerda; la vemos con su pandilla en el teatro, en el cine, en las salas de baile y en heladerías; la vemos yendo a la peluquería, haciéndose vestidos con patrones (Burda Moden). En su diario, leemos:
1 de febrero de 1944. Habían bombardeado la escuela cuando llegamos esta mañana. Waltraud, Melitta y yo regresamos a donde Gisela y bailamos con música del gramófono.
27 de febrero de 1943. Waltraud y yo fuimos a la ópera a ver Los cuatro rufianes. Tenía una entrada para Gitti Seifert. Un pestiño ridículo. Regresamos a Wittenbergplatz y cogimos el metro en Alexanderplatz. Tres soldados querían ligar. Gitti es tan tonta que se quedó callada cuando le hablaron. Lo menos que uno puede hacer es responder, aunque no íbamos a ir a ninguna parte con ellos. Se están llevando a todos los judíos de la ciudad, incluido el sastre de enfrente de casa.
Marzo de 1943. Alarma de bombardeo. En el refugio estaba medio dormida. [El mismo bombardeo que mató a dos personas, hirió a 34 y destruyó 1.000 hogares en su vecindad].
El 2 de marzo de 1945, con las tropas soviéticas a un día de distancia y Berlín en ruinas, escribe: «Margot y yo fuimos al cine Admiralspalast a ver Meine Herren Söhne, una película estupenda, pero cuando íbamos por la mitad se fue la luz. ¡Qué fastidio!».
Diario del general Franz Halder
Existen diarios personales en los que el diarista escribe lo que almorzó o los casquetes que le ha echado a la nueva conquista, numerándolos, caso de Goebbels, y existen diarios técnicos, casi memorandos, en los que el diarista asienta datos que puedan explicar su conducta frente a los que pudieran juzgarla o frente a la historia.
Entre estos últimos destaca el diario del general Franz Halder, el estratega que planeó las campañas de Polonia, Francia y Rusia. No estaba de acuerdo con Hitler en casi nada y para dejar constancia de ello comenzó un diario el 14 de agosto de 1939, cuando el Führer comunicó a sus generales su decisión de invadir Polonia, y lo abandonó el 24 de septiembre de 1942, cuando Hitler lo destituyó de su puesto como jefe de Estado Mayor del alto mando por su obstinación al señalarle que el VI Ejército de Paulus estaba a punto de ser rodeado en Stalingrado: «Ahora necesitamos energía nazi, no principios de academia», le espetó el cacho ignorante.
Y pasó lo que pasó.
El mayor error de Halder como estratega, que confiesa en esas páginas, fue haber subestimado al Ejército Rojo cuando tras la desastrosa campaña de Finlandia pareció que carecía de mandos. Tampoco ayudó el hecho de que los alemanes estuvieran convencidos de que Stalin disponía de 150 divisiones (en realidad, el zorro había preparado 360, y aún no había rebañado el fondo del caldero).
Diario del soldado Hans Horn
Hans Horn (1921-1989) era uno de estos médicos que toman la mano del paciente como si fuera un amigo cuando tienen que darle malas noticias. También dibujaba acuarelas impresionistas y tocaba el violonchelo. Aunque se confesaba pacifista, tuvo que hacer la guerra, como tantos de su generación, y resultó herido en la cabeza y en la espalda. De eso hablaba poco. Murió en 1989, de cáncer.
Después del sepelio, la viuda les entregó a sus dos hijos 15 cuadernos que contenían las memorias del difunto, unos 5.000 folios en total, así como documentos de la guerra y unas cuantas carpetas con acuarelas de su etapa militar. En 2011, el periodista danés Tom Buk-Swienty editó ese material en un libro vertido al español como Corazón solitario: un soldado en la guerra de Hitler (2019). Es el mejor alegato antibelicista que conozco, como prueba este pasaje que las personas sensibles harán bien en saltarse:
Cuando pasamos la frontera rusa encontramos el primer tren hospital, muchos vagones y lleno hasta los topes. Aquí no hay ningún guerrero entusiasta ni soldados desfilando. Ha desaparecido todo el barniz. Anémicos. Caras magras que nos miran fijamente. Puedes leer mucho y muchas cosas en sus ojos hundidos. Muchos son irreconocibles, envueltos en vendajes de gasa o enyesados hasta el cuello. Apesta a yodo y orines […]. Habían colocado a un herido a mi lado. Sentí el fuerte gemido del hombre, pero enseguida me quedé profundamente dormido. Los piojos seguían activos, pero sin perturbar el sueño. En un acto reflejo me rasqué el pecho y bajé la mano hasta la entrepierna, donde encontré algo que parecía una salchicha. Al despertar a la mañana siguiente vi que no se trataba de mi miembro. Había unas serpientes viscosas como salchichas. De golpe comprendí lo que era: las tripas del vecino. Con espanto miré los varios metros de intestinos rosados que tenía encima, algunos incluso enredados entre las piernas. Los intestinos, a los que se pegaban briznas de paja, estaban llenos de piojos. Al vecino le habían cosido la barriga, pero en el transcurso de la noche se había rascado la costura y todo se había salido. Los dos comenzamos a gritar. Es decir, el pobre estaba tan desfallecido que apenas le salía un gemido de la garganta. Inmediatamente lo llevaron a la mesa de operaciones. No lo volví a ver.
Diario de Wilhelm Hosenfel
Wilhelm Hosenfeld (1895-1952) era un hombre bueno en el buen sentido de la palabra bueno, católico practicante y socialmente comprometido con los pobres y los desheredados. En 1935 se sintió patrióticamente arrebatado por un discurso de Hitler y, reprimiendo íntimas reservas, se sumó al cortejo que seguía al siniestro flautista de Hamelin.
Llegó la guerra y le tocó presenciar actos brutales en Varsovia. En su diario, anotó: «No merecemos misericordia, todos somos culpables. Me avergüenzo de caminar por la ciudad, cualquier polaco tiene el derecho de escupirnos en la cara».
A raíz del famoso discurso de Goebbels del Totaler Krieg (v.), del 18 de febrero de 1943 (v. Sportpalast, discurso del), Hosenfeld anotó en su diario:
Cuando el ministro de Propaganda preguntó a un auditorio de antemano entregado aquello de «¿queréis todos la guerra total?», me pareció como un teatro de guiñol, cuando se pregunta a los niños: «¿Estáis todos?». Los que no están allí no pueden responder. Si hubieran estado las madres y los padres de los caídos, todos aquellos que han sido víctimas de los bombardeos en las ciudades, la respuesta habría sido muy distinta. ¿Para qué ese teatro, si todos saben que no les queda otra elección que luchar y sacrificarse y cargar con lo que sea necesario para evitar el horrible peligro que viene del este?
Si nuestro Gobierno tuviera la conciencia limpia, si esta guerra fuera una guerra contra ataques enemigos, y si hubiéramos dirigido la guerra de un modo humano, si sobre todo no se hubiesen producido las horribles carnicerías de la Gestapo en las tierras ocupadas —el asesinato en masa de los judíos—, si, por decirlo con una palabra, fuéramos moralmente intachables, nuestro pueblo tendría ciertamente la fuerza moral para aguantar esos golpes. Y lo que tiene mucha importancia y paraliza la fuerza de resistencia es que el partido, aun durante la guerra, intenta actuar contra las instituciones de la religión, sofocar toda expresión de la vida cristiana. Esto ha hecho perder la confianza. Todos los graves sacrificios los soporta bien el pueblo cuando sabe que se respetan los más sencillos mandamientos de la libertad de conciencia; el terror, la coacción y el temor no son capaces de sostener a una masa en tiempos difíciles.
El 17 de noviembre de 1944 Hosenfeld encontró al pianista judío Władysław Szpilman, que se había ocultado en una buhardilla de un edificio de Varsovia, y lo alimentó con bocadillos que envolvía en hojas de periódicos de cuyas noticias podía deducir el topo que la guerra acabaría pronto.
Capturado por los soviéticos al término de la contienda, Hosenfeld falleció en un campo de concentración cercano a Stalingrado (13 de agosto de 1952).
Es uno de los pocos oficiales alemanes que tiene el título de «justo entre las naciones» (v.). Su historia inspiró la película de Polanski El pianista (2002).
Diario de Ernst Jünger
Ernst Jünger (1895-1998) amaba la milicia, la acción, las armas. A los 17 años escapó de la casa paterna para alistarse en la Legión Extranjera francesa. Quería vivir su Beau Geste y enseguida se le presentó la ocasión de hacerlo como héroe de la Gran Guerra, que ascendió de simple soldado a condecorado oficial de los comandos Sturmtruppen.
Cuando todavía humeaban los campos de batalla, alcanzó un resonante éxito con la novela In Stahlgewittern (Tempestades de acero, 1920), una exaltación de la guerra como escuela de temple y bravura, alabada por Hitler y por Goebbels, y considerada por muchos la mejor novela bélica de todos los tiempos.
A principios de la Segunda Guerra Mundial, los nazis intentaron atraerse a Jünger con el caramelo de París, el puesto más codiciado para un militar alemán. En el París okú nuestro hombre se relacionó con destacadas personalidades de la cultura, sin por ello renunciar a los placeres de otro tipo que la ciudad ofrece, incluso descendiendo al submundo de los fumaderos de opio (dentro de un orden, como es natural).
Una imagen de Jünger en París, en 1941, nos lo muestra a caballo, de uniforme, guerrera entallada, Blauer Max al cuello, casco de acero enmarcando sus agradables facciones, guantes de montar y fusta, su ideal de caballero. Pronto confesará en su diario: «Siento aversión por lo que antes me atraía tanto: los uniformes, las hombreras, las medallas, las armas. La vieja caballería ha muerto, ahora las guerras las libran los técnicos».
Por lo demás, era casi feliz: la Ciudad de la Luz, las visitas al estudio de Picasso, la vida social, las rebuscas de libros por los puestos de los bouquinistas del Sena, los excelentes vinos, los cabarets, la conversación sobre el arte del toreo con Henry de Montherlant…
El nazismo lo cortejó, pero él no cayó en la tentación de meterlo en su cama como hicieron Martin Heidegger, Carl Schmitt y otros. Le parecía que los nazis eran lemures (zombis necrófagos, en latín), y cada vez hacía más anotaciones despectivas sobre Kniébolo, el pseudónimo que había asignado a Hitler.
Cuando los nazis entendieron que no se vendía y que su papel como intelectual resultaba más dañino que provechoso, especialmente cuando se rebeló contra la persecución de los judíos, lo castigaron enviándolo al Cáucaso (octubre de 1942).
Siempre fiel a sí mismo y a su honesto pensamiento, que evolucionó desde el ardor guerrero al tranquilo pacifismo, Jünger resultó tan incómodo para los aliados como lo había sido para los nazis. Acabada la guerra se negó a responder el cuestionario de la Fragebogen (v. desnazificación) y siempre mantuvo su independencia y su compromiso con los valores humanos.
Para Jünger, «el diario no es tan solo una experiencia personal, sino que es al mismo tiempo un género de escritura». En total escribió 3.800 páginas en ocho tomos, de los que dos se refieren al periodo de la Segunda Guerra Mundial bajo el título Radiaciones.
Siguió redactando su diario hasta su muerte, con 103 años. El 28 de febrero de 1986 escribe: «Desvelado a medianoche. ¿Qué me importan dos guerras mundiales, que yo también he perdido, cuando estoy ocupado en la de los Treinta Años?».
Diario de Friedrich Kellner
August Friedrich Kellner (1885-1970), inspector de Justicia, fue uno de esos alemanes lúcidos que entendió lo que significaba el nazismo que se había apoderado de la voluntad de los alemanes y profetizó las funestas consecuencias que acarrearía: «El castigo afectará tanto a inocentes como a culpables, pero como el 99 % de la población alemana es culpable, directa o indirectamente, de la situación actual, solo podemos decir que aquellos que viajan juntos se mantendrán unidos».
Su diario secreto, Mein Widerstand (Mi resistencia), consignado en diez cuadernos que suman 861 páginas, abarca casi exactamente el periodo de la Segunda Guerra Mundial (del 13 de septiembre de 1939 al 17 de mayo de 1945). En parte es un álbum de 676 noticias recortadas de periódicos o captadas en la radio, que él analiza lúcidamente.
Tras la caída del nazismo, Kellner fue teniente de alcalde de su pueblo, Laubach, y militó en el reconstituido Partido Socialdemócrata. Ya anciano, legó su diario a su nieto Robert Scott Kellner: «En mi tiempo no pude combatir a los nazis, así que decidí combatirlos en el futuro».
El diario de Kellner nos enseña que los alemanes críticos con el nazismo vivieron aquella locura colectiva en incómodo exilio interior.
De acuerdo con el decreto del 26 de abril [1942] del Gran Reichstag alemán publicado en el Reichsgesetzblatt, enero, 1942, p. 247, el Führer Adolf Hitler, sin estar sujeto a ley alguna, reúne en su persona lo siguiente: 1. líder de la nación; 2. comandante supremo de las Fuerzas Armadas; 3. presidente del Gobierno y de la suprema autoridad ejecutiva; 4. suprema autoridad judicial; 5. líder del partido.
Resumiendo: el Dios todopoderoso de Alemania.
[…] Hoy los alemanes aceptan con entusiasmo la opresión de otros pueblos y no muestran compasión alguna por los que sufren en los países ocupados. Algún día pagaremos por nuestra conducta insolidaria y egoísta.
Un soldado de permiso cuenta que presenció personalmente una terrible atrocidad en la parte ocupada de Polonia. Observó cómo colocaban delante de una zanja larga y profunda a hombres y mujeres judíos desnudos y, a una orden de los SS, los ucranianos les dispararon en la nuca y cayeron a la zanja. Luego taparon la zanja a pesar de que salían gritos de ella.
Este tratamiento cruel, despreciable y sádico contra los judíos que ya dura varios años —y cuyo objetivo final es el exterminio— es la mayor mancha en el honor de Alemania. Nunca serán capaces de borrar estos crímenes.
Diario de Victor Klemperer
Victor Klemperer (1881-1960), catedrático de romanística en la Universidad de Dresde, era «un intelectual clásico, de una talla asombrosa que hablaba hora y media y todo lo que decía parecía listo para imprimir». Aunque se había convertido al cristianismo (protestante) unos años antes y se había casado con una cristiana, la pianista Eva Schlemmer, en su ficha constaba que era hijo de un rabino judío. En 1935 lo expulsaron de la universidad y, aunque escapó de las primeras deportaciones por estar casado con una aria, no se libró de que «arianizaran» su casa (v. arianización), le arrebataran la biblioteca y lo enviaran a vivir en una chabola Judenhaus y a trabajar en una fábrica.
Este hombre, que había combatido con valor en la Gran Guerra y se sentía orgulloso de la cultura alemana, de pronto se vio despojado de su dignidad y de su nacionalidad. A ese atropello respondió con las armas de su pensamiento, levantando acta notarial de cuanto vivía y veía en un diario que a lo largo de sus 1.600 páginas disecciona el nazismo y la evolución de la sociedad alemana con la inteligencia del más avisado sociólogo y la minuciosidad de un entomólogo forense.
El tremendo bombardeo de Dresde (v.) que a tantos les costó la vida (13 de febrero de 1945) probablemente a Klemperer le salvó la suya, porque pudo confundirse entre la multitud despavorida que huía del brasero en un momento en que los agentes de Himmler rebañaban el caldero judío y no respetaban ya parentescos arios.
Terminó la guerra y Klemperer se restituyó a su cátedra y a su casa. Fallecida su fiel esposa Eva (1951), se volvió a casar con la filóloga alemana Hadwig Kirchner.
Tras la muerte de Klemperer, en 1960, su viuda y su discípulo Walter Nowosjki se propusieron la ingente tarea de descifrar y poner en limpio las páginas del diario, que dormía el sueño de los justos en la Landesbibliothek de Dresde (1978).
Diario de Maria Meinhof
Maria Meinhof escribió un «diario de tiempos difíciles» de 75 páginas, dirigido a los ocho hijos que tenía fuera de casa, seis de ellos en el Ejército. Quería que a su regreso —los que regresaran— tuvieran cumplida noticia del día a día en el hogar y en retaguardia: «Según voy contando estos sucesos, pienso en cada uno de vosotros, como si os estuviera escribiendo una carta. Me pregunto si alguna vez tendréis este librito en vuestras manos».
Hacia el final de la guerra, el diario se vuelve dramático cuando describe la marea de refugiados que invade su tranquila ciudad, gentes que huyen del avance del Ejército Rojo. Finalmente, la guerra la alcanza el 28 de abril de 1945, cuando describe a los saqueadores rusos que registran las casas en busca de relojes, licor y mujeres.
Diario de Clara Petacci
La amante de Mussolini no era alemana, pero la traemos a colación por el interés de sus diarios.
El Duce y su amante se habían conocido cuando ella tenía 19 años y él era un político famoso de 49, casado y padre de cuatro hijos.
Al principio fue solo un amor platónico, pero después de que ella se casara y se divorciara, se tornó en una pasión incendiaria que mantendrían hasta la muerte, ametrallados juntos por partisanos comunistas.
El Duce podía estar casado, como correspondía a un político que debía dar ejemplo al italiano medio, pero para la Petacci, Benito era solo suyo y nunca se hizo a la idea de compartirlo con nadie. Era celosa a la manera excesiva de la comedia italiana y le montaba un escándalo cada vez que sospechaba que se había encamado con otra.
En los nueve años que duró su relación, Claretta registró una exhaustiva crónica de su amor en un diario en el que anotaba casi taquigráficamente sus charlas de almohada con el Duce.
La Petacci no deja casi nada a la imaginación. «Lo abracé con fuerza, lo besé e hicimos el amor con tal denuedo que gritaba como una bestia herida. Después, agotado, cayó en la cama […]. Follamos con tal pasión que me dejó marcas de un mordisco en el hombro.»
«Te he visto resplandeciente, como una estatua de bronce; cuando hablabas temblaban las murallas romanas a la voz del César […]. Estás guapísimo, bronceado, viril, sobre el caballo blanco […]. Eres impulsivo, bestial. Un perro, un gato, un mandril.»
En sus respuestas, el Duce se manifiesta igualmente apasionado: «No quiero hacer el amor una vez a la semana como los buenos palurdos; te he acostumbrado y me he acostumbrado a un amor frecuente y espero que no quieras cambiarlo» (octubre de 1937). «Tu carne me ha cautivado, en adelante seré un esclavo de tu carne […]. Tiemblo al decírtelo, pero tengo un deseo febril de tu delicioso cuerpecito y quiero besarlo por todas partes. Y tú tienes que adorar mi cuerpo, tu gigante […]. Asústate de mi amor, es como un tremendo ciclón que todo lo invade, tiembla […]. Hacer el amor vivifica las ideas, ayuda al cerebro; me gustaría saltar desde aquí sobre tu cama como un tigre, penetrarte como un caballo.»
En otras conversaciones se siente un toro montando a la vaca: «Magnífico, grandioso; en pocos segundos ha terminado; en el momento culminante es terrible, inmediatamente después está calmado y se retira melancólico; la vaca se mantiene inmóvil, tranquila». «¿Ves a tu gladiador, a tu atleta? Dime que no soy viejo; no quiero envejecer, la vejez es repugnante.»
Mussolini tenía en el puño a Italia, pero la esposa legítima, Rachele Guidi, y la querida lo obligaban a inventar continuas excusas cuando se veía en la obligación de atender a amantes ocasionales. Las broncas por esta causa, con una u otra, eran accidentes cotidianos. Rachele no ha dejado constancia escrita, ya que era medio analfabeta, pero la grafómana Claretta traslada las suyas al diario con fidelidad notarial.
En abril de 1938 se entera Claretta de que Mussolini ha recibido la visita de una antigua novia, Alice de Fonseca Pallottelli.
—Vale, estuve con ella —concede Mussolini resignado después de que Claretta lo someta al tercer grado—. No la había visto desde la Navidad pasada y me apetecía verla. No creo que sea un delito. Solo estuve con ella 12 minutos.
—¡24! —lo corrige Claretta.
—Vale, fueron 24 —admite Mussolini—. ¿Qué importancia tiene un polvo rápido? Ella es agua pasada. Después de 17 años no queda pasión alguna. Es como cuando lo hago con mi mujer.
En fin, mein Führer, este colega suyo puesto en verraco tenía todo lo que le faltaba a usted, pero en materia de empuje militar usted meaba más lejos, consuélese y vaya lo uno por lo otro.
Diario de Friedrich Reck-Malleczewen
Friedrich Reck-Malleczewen (1894-1945), vástago de una familia de terratenientes, hizo un doctorado en Medicina, se casó, se divorció, se volvió a casar, engendró seis hijas, amistó con Spengler, escribió novelas juveniles con cierto éxito y se convirtió al catolicismo, «último baluarte contra la barbarie y la bestialidad cada vez más virulenta» (Hitler acababa de ascender al poder).
Todo su odio a los nazis lo vertió Reck-Malleczewen en un Diario de un desesperado (Tagebuch eines Verzweifelten), en el que arremete contra las «hordas de simios viciosos de camisa parda (v.)» y piropea al Führer como pocos alemanes se atreven a hacerlo: «Un esquizofrénico borracho de poder, un Gengis Kan vegetariano, un Alejandro abstemio, un Napoleón sin mujeres, el jefe de una banda de bandoleros, el gran eunuco, el puerco, una miniatura de Bismarck que habría tenido que guardar un mes de cama si se hubiera visto forzado a tomar aunque solo fuera uno de los desayunos del viejo Canciller de Hierro».
Para Reck-Malleczewen, los nazis son «la chusma más infernal del mundo: una chusma que no surge del proletariado, sino del pequeño funcionario, de los maestros de escuela, las criadas, las secretarias y los mozos de cuerda», todas estas mediocridades, de reducido o nulo entendimiento, contribuyeron a convertir a una nación poderosa en la que dominaba el pensamiento crítico en un pueblo de «neandertales».
Al final, sus comentarios imprudentes en lugares públicos donde hubiera sido sensato lanzar der Deutsche Blick (v. vistazo alemán) antes de hablar condujeron a su detención y a su internamiento en Dachau (v.) donde murió de tifus cuando el Reich milenario (v.) apuraba sus últimos días. Su diario se salvó porque lo había metido en una caja metálica que enterró en el jardín.
Los nazis habían fichado ya a nuestro autor en 1937, cuando publicó un ensayo luminoso que relataba el surgimiento en 1534, en la ciudad de Münster, de una secta fanática que se adueñó de la ciudad, la proclamó «reino de Sion» y entronizó, en calidad de rey, a un tal Jan Bockelson, que había sido sucesivamente tabernero y sastre. Los nazis encontraron ciertos paralelismos entre el ilusorio reino de Bockelson y el de Hitler. Leyeron, por ejemplo: «Igual que la actual Alemania, la ciudad de Münster se separa del mundo civil. Como entre nosotros, el gran profeta es un fracasado, un bastardo de la hez más innoble; como entre nosotros, los seguidores más activos del régimen son mujeres histéricas, maestros de escuela elemental infradotados, rufianes que han hecho carrera […]. Bockelson se rodeó de esbirros para protegerse de atentados, como entre nosotros hay colectas públicas y regalos voluntarios […], se narcotiza a la masa con fiestas populares y se erigen construcciones inútiles». Demasiadas similitudes. Los nazis se dieron por aludidos, secuestraron la edición, prohibieron la obra y ya no le quitaron el ojo de encima al díscolo Reck-Malleczewen.
Diario de Tatiana (Tanya) Nikoláyevna Sávicheva
Tatiana (Tanya) Nikoláyevna Sávicheva (1930-1944) tenía 14 años cuando murió de hambre en el sitio de Leningrado. Colaboraba en la defensa de la ciudad apagando bombas incendiarias.
Dejó un dietario que aparecería como prueba en los juicios de Núremberg (v.). Solo unas pocas anotaciones: seis páginas con la fecha de seis muertes:
Zhenia murió el 28 de diciembre de 1941, a las doce y media de la mañana.
La abuelita murió el 25 de enero de 1942, a las tres de la tarde.
Leka murió el 17 de marzo de 1942, a las cinco de la madrugada.
El tío Vasia murió el 13 de abril de 1942, dos horas después de la medianoche.
El tío Lesha el 10 de mayo de 1942, a las cuatro de la tarde.
La mamá, el 13 de mayo de 1942, a las siete y media de la mañana.
Los Sávichev murieron. Murieron todos. Solo quedó Tanya.
Tanya murió el 1 de julio de 1944. Esa fecha quedó sin anotar.
Diario de Marie (Missie) Vassiltchikov
Marie Vassiltchikov (1917-1978) nació en el seno de una aristocrática familia rusa fugitiva de la revolución bolchevique. Muchos nobles rusos que huyeron con lo puesto tuvieron que emplearse de chóferes o mayordomos en París o en Berlín, pero los Vassiltchikov poseían fincas en Lituania y pudieron seguir viviendo como ricos hasta que el pacto germano-soviético dejó a Lituania en la esfera de influencia rusa. Para terminar de empeorarlo, después vino la guerra y sorprendió a Missie veraneando en el castillo de la condesa Olga Pückler, amiga de la familia. De pronto, Missie y su hermana Tatiana se encontraron en Berlín, sin más patrimonio que su belleza, su palmito, su esmerada educación y un baúl con vestidos de noche.
¿Qué hacer, impecunes como estaban? Recurrieron a sus amistades distinguidas, que les consiguieron trabajos. Missie comenzó en radio exterior y poco después se transfirió al Ministerio de Exteriores como secretaria con idiomas (inglés, ruso, francés). Era un trabajo descansado que le permitía pasar los fines de semana en las fincas de recreo de sus aristocráticos amigos.
Exteriores era el único ministerio que no habían invadido enteramente los nazis con carnet y escasos de modales. Aún se mantenía como una reserva de diplomáticos de carrera, algunos de los cuales eran incluso opositores al régimen.
Como el trabajo en el ministerio no era excesivo, la bella Missie llenaba sus horas mecanografiando en inglés lo que oía y veía. Muchas de las anotaciones de su diario son frivolidades de escaso interés, pero otras son sustanciosas, especialmente las relativas al entorno de su jefe, el doctor Adam von Trott zu Solz, uno de los implicados en el atentado contra Hitler (v.) del 20 de julio de 1944.
Después de que su jefe fuera ejecutado, Marie perdió el empleo y se retiró a Viena, donde trabajó como enfermera mientras continuaba con su diario. Terminada la guerra, contrajo conveniente matrimonio con un oficial americano de las tropas de ocupación, lo que le permitió acceder al chocolate y otros alimentos sustanciosos codiciados por la hambrienta población alemana. Hasta se pudo permitir temporadas en Cadaqués, entre la intelligentsia catalana que allá veraneaba con impostada sencillez de espardenyes y cenacho de palma trenzada. Allí enviudó, por cierto.
El diario de Missie ha llegado hasta nosotros en una reescritura que la propia autora hizo, pasándolo a limpio, con pocos cambios, en 1976. Faltan las anotaciones de 1941, todo 1942 y el comienzo de 1943. A través de sus páginas, asistimos a las observaciones triviales de esta chica mimada que añora los años locos que precedieron a la guerra y cena con amistades de alto copete en el hotel Adlon y en el restaurante Horcher, el favorito de Göring, donde «se mira con desdén lo de entregar cupones de comida» (una obligación impuesta a todo alemán que comiera fuera de casa), que va a la ópera o a conciertos del joven Von Karajan y a la que le parece de lo más divertido que le interrumpan en una fiesta las sirenas de alarma y tenga que pasar unas horas en el refugio al lado de otro de sus amigos aristocráticos, Constantino de Baviera.
Según avanza la guerra, las anotaciones de Missie se tornan menos frívolas y más interesantes, hasta ofrecernos una de las mejores descripciones del Berlín bombardeado.
Los diarios de Hitler
En la primavera de 1983, la revista alemana Stern publicó en semanas sucesivas fragmentos escogidos de unos supuestos diarios de Hitler que había adquirido en el mercado negro por unos cuatro millones de euros. Varios expertos en Hitler, como el historiador británico Hugh Trevor-Roper y los historiadores alemanes Eberhard Jäckel y Gerhard Weinberg, los examinaron y los declararon auténticos (25 de abril de 1983).
Los diarios procedían de los restos de un avión estrellado cerca de Dresde en abril de 1945, días antes de que Hitler se suicidara en Berlín. Parecía evidente que el Führer había intentado poner a salvo sus diarios y preservarlos para la posteridad. Un campesino de la zona los rescató de los restos del aeroplano y años después los entregó a Konrad Kujau, un oficial de la Alemania del Este, que los mantuvo ocultos hasta que decidió comerciar con ellos. Un periodista de la Alemania Occidental, Gerd Heidemann, los adquirió y se las arregló para hacerlos pasar la frontera en el interior de un piano.
El sensacional descubrimiento probaba que el Holocausto se perpetró sin conocimiento de Hitler, además de mil detalles interesantes que contribuían al mejor conocimiento del personaje y de su entorno, como el embarazo imaginario de Eva Braun en 1940 o las flatulencias y halitosis que padecía el Führer.
Cuando diversos historiadores comenzaron a cuestionar la autenticidad de los diarios, el Stern los sometió a un examen más cuidadoso del que resultó que eran falsos: ni el papel ni la tinta correspondían a la época de Hitler, la caligrafía era una burda imitación de la letra picuda del Führer y buena parte del texto era simple copia de un libro de discursos de Hitler con algunas florituras estilísticas de la cosecha del falsificador. El asunto llegó a los tribunales y los implicados en el fraude acabaron en la prisión con una condena de 42 meses.
Los diarios de Goebbels, Rosenberg, Himmler, Anna Frank (v.) y Eva Braun (v.) se comentan en el artículo del personaje.
DICKEL, OTTO (1880-1944). Catedrático de Filosofía de la Universidad de Augsburgo y fundador del partido fascista Völkische Werkgemeinschaft (Comunidad de Trabajo del Pueblo), que acusaba a los judíos de controlar el «alma del pueblo» (Volksseele) por su manifiesta presencia en prensa, espectáculos y educación.
Invitado por Drexler (v. Partido Obrero Alemán) a hablar a los nazis en la cervecería Hofbräuhaus para explorar la posibilidad de fusionar los dos partidos, el fascista y el nazi, Dickel criticó los 25 puntos programáticos enunciados recientemente por Hitler (v. programa del NSDAP) señalando sus flaquezas e incoherencias, lo que debilitó la posición del futuro Führer en el naciente partido.
Hitler comprendió que no era rival para Dickel, tan buen orador como él, pero mucho más culto debido a su formación académica. Rendidos a Dickel, los nazis estuvieron de acuerdo en que Hitler, «un hombre bienintencionado pero limitado», no era el caudillo ideal que el movimiento necesitaba para difundirse fuera de Múnich.
Hitler leyó cuidadosamente el libro capital de Dickel, Die Auferstehung Des Abendlandes (La resurrección de Occidente) en busca de fallos. En su página 81 encontró un pasaje revelador: «Como negociantes natos que son [los judíos], animan el precario comercio interior y resultan, por lo tanto, muy valiosos para la salud de nuestra economía». Con ese y otros pasajes subrayados presentó su dimisión: «Renuncio a militar en un partido que concede crédito a ese individuo sin estudiar previamente su programa».
Pasado un tiempo, los militantes del NSDAP (v.) comprendieron que a Dickel le faltaba energía para liderar el partido y solicitaron el regreso de Hitler. Él se hizo de rogar, pero al cabo regresó con la condición de que se le concedieran poderes dictatoriales. En la histórica sesión del 10 de septiembre de 1921 sustituyó a Drexler en la presidencia y expulsó a Dickel.
Rencoroso como era, Hitler no dejó de recordar a Dickel en ocasiones sucesivas. En enero de 1922 escribió: «Cualquier Dickel que afirme ser un nacionalsocialista es nuestro enemigo y hay que combatirlo».
DIENSTSTELLE RIBBENTROP (Oficina Ribbentrop). Hitler, en su condición de parvenu, el pelagatos austriaco devenido ídolo de las masas irredentas, desconfiaba tanto de los Junkers, la casta militar prusiana, como de los diplomáticos de carrera del Ministerio de Exteriores.
A la casta militar la sometió cuando suprimió el Ministerio de Defensa y lo sustituyó por el Oberkommando der Wehrmacht (v.), más manejable tras el escándalo Blomberg-Fritsch (4 de febrero de 1938; v. conspiraciones de 1938). Parecida maniobra realizó con el Ministerio de Exteriores, creando una institución paralela oficiosamente denominada Dienststelle Ribbentrop (24 de abril de 1934). Este departamento perdió importancia después de la ocupación por Ribbentrop (v.) del Ministerio de Exteriores en febrero de 1938.
DIETRICH, MARLENE (1901-1992). Una mirada miope y somnolienta, pero paradójicamente poderosa, unos párpados de seda, una frente despejada, la gasa negra o el traje masculino, vampiresa y andrógina, densa voz, largas piernas, estupendos muslos realzados por ligueros. Eso y la penumbra del blanco y negro y una adecuada ambientación, humo de cigarrillo y lento piano de fondo la hicieron una de las más eficaces actrices, si es que actuaba, del cine del Reich (v.) clásico.
Marie Magdalene, Marlene, había nacido en el seno de una familia acomodada, pero se sintió atraída por la salvaje alegría del cabaret en los felices y desprejuiciados años veinte: «En Berlín importa poco si se es hombre o mujer. Hacemos el amor con cualquiera que nos parezca atractivo».
Era tan potente y tan irreductible que se negó a someterse a los nazis. Ellos la castigaron prohibiendo la película que la había hecho famosa, Der Blaue Engel (El ángel azul, 1930), dirigida por su protector y amante Josef von Sternberg. En el filme, la corista y cantatriz de cabaret Lola Lola (dos veces, sí) seduce con una artera canción al respetable profesor Immanuel Rath, del que acepta la protección paternal antes de devorarlo.
La versión española quizá pierda algo de encanto: «Yo soy la descarada Lola, la niña mimada, y tengo en casa una pianola. Yo soy la pícara Lola, los hombres me adoran, pero nadie toca mi pianola».
Marlene se exilió en Hollywood, como tantas gentes del cine alemanas, y se nacionalizó norteamericana (4 de enero de 1941). Regresó a Europa para cantar ante las tropas que liberarían su antigua patria.
El 3 de julio de 1960 actuó en la sala de fiestas del Retiro madrileño, lamé ajustado, cejas tatuadas, rouge vivo en los labios de una boca ya tirando a marchita, noche calurosa aromatizada con la dama de noche de los arriates de la Casa de las Vacas.
Cantó «Lili Marleen», la canción que escuchaban los soldados de los dos bandos en la Guerra Mundial. Los viejos del lugar recuerdan la voz pastosa y la mirada ausente de la diva.
DIOS (Gott). En su afán por controlar todos los aspectos de la nación alemana, los nazis aspiraban a desarrollar una religión nacional (v. religión alemana). Querían sustituir el cristianismo, del que rechazaban su origen judío y su carácter internacionalista. El nazismo aspiraba a crear una religión nacional exclusivamente alemana.
Hitler había aplazado para después de la guerra la supresión de las iglesias protestante y católica alemanas y su sustitución por esta Iglesia nacional instaurada sobre un Dios biológico vinculado a la raza germana, un dios Völkisch (v.) fundado en la ciencia y en la sangre del pueblo como sustento del alma colectiva.
En un estadio intermedio hacia la creación de esa religión nacional se hallaban diversos movimientos espirituales no siempre coincidentes y muy a menudo contradictorios:
- El Deutsche Christen o positives Christentum, una especie de cristianismo desvinculado del judaísmo y basado en la creencia de un Jesucristo ario.
- La mera Gottgläubig («creencia en Dios»), que según el censo de 1939 profesaba un 3,5 % de los alemanes creyentes (Gottgläubiger), ajenos a cualquier religión organizada. Podríamos decir que Hitler pertenecía a este grupo, porque la palabra providencia no se le apea de la boca.
- La supuesta religión ancestral de los antiguos germanos o wotanismo, desarrollada desde finales del siglo XIX en el seno de los movimientos Völkisch. Himmler (v.) se propuso investigar sobre ella en la organización Ahnenerbe (v.), y hasta desarrolló ciertos rituales paganizantes dentro de las SS (v.) en sustitución de los ritos de paso cristianos (bautismo, matrimonio, defunción).
La profesión de ateísmo se rechazaba entre los nazis por su vinculación al comunismo soviético. Algún tipo de creencia en Dios o en la providencia se exigía para ingresar en las SS, ya que, en palabras de Himmler, «el que rechaza la existencia de un poder superior es una fuente potencial de indisciplina».
DIRECCIÓN DEL FÜHRER, EN LA (im Sinne des Führers ihm entgegenzuarbeiten; también «según el deseo del Führer; en el espíritu del Führer…»). Una frase hecha, de complicada traducción en español, que se repetía muy a menudo entre los jerarcas nazis.
Cuando había conflicto entre dos mandamases, fueran de primera o de tercera división, a falta de órdenes concretas (Hitler procuraba no intervenir en esos trances) los implicados debían imaginar lo que el Führer hubiera determinado en el hipotético caso de que se hubieran atrevido a consultárselo. Una vez determinado, debían obrar en consecuencia.
Werner Willikens, secretario de Estado del Ministerio de Alimentación y Agricultura en el Gobierno de Prusia, lo expresó ya en 1934 en estas palabras: «Todo el que tiene la oportunidad de observarlo sabe que al Führer le resulta muy difícil ordenar desde arriba todo lo que se propone llevar a cabo tarde o temprano. Sin embargo, hasta ahora todo el mundo ha trabajado mejor en su puesto de la nueva Alemania si trabaja, por así decirlo, en aras del Führer» (Sinne des Führers ihm entgegenzuarbeiten).
Hitler reunió a su gabinete por última vez el 5 de febrero de 1938. A partir de entonces, la coordinación ministerial dependió de la buena voluntad de las partes, lo que desembocó en una gran desconexión entre responsables de distintas áreas que a menudo solaparon sus cometidos y compitieron entre ellos, con el consiguiente despilfarro de energías y recursos.
La mayor zona de fricción se produjo en el entorno inmediato del Führer. Los jerarcas de la camarilla de Hitler (v.) competían por ganar su favor y asentían a cuanto proponía (por eso Speer [v.] los llama «asnos cabeceantes»). Hitler fomentaba las rivalidades según el principio de divide et impera. Esta atomización del poder unida a la demencial dirección de la política y de las operaciones militares fue una de las causas, y no la menor, de que Alemania perdiera la guerra.
Después de 1933 […], en torno a cada dignatario se formaba enseguida un estrecho círculo de personas que parecían sentir una mezcla de desagrado y desprecio hacia los otros grupos. Así, Himmler (v.) con las SS (v.); Göring con sus incondicionales; Goebbels (v.) con sus admiradores procedentes del campo de la literatura y del cine.
El propio Hitler, en sus conversaciones, declaró por qué delegaba casi todo en sus subordinados (lo que confirma, una vez más, que el vagabundo perezoso de su juventud seguía vigente en su nuevo Estado):
Las primeras semanas de canciller me preguntaban cualquier minucia para que decidiera personalmente. Todos los días encontraba encima de mi mesa montones de expedientes que no disminuían, aunque yo trabajaba todo lo que pudiera. Hasta que corté radicalmente esta insensatez. De haber seguido trabajando de esa forma, no hubiera llegado jamás a obtener resultados positivos, porque, sencillamente, no me daba tiempo a reflexionar. Cuando me negué a examinar los expedientes se me dijo que así se demorarían decisiones importantes. Pero fue entonces cuando pude finalmente reflexionar sobre objetivos de gran alcance que tenía que decidir. Así era yo el que determinaba el desarrollo de los acontecimientos y no los funcionarios quienes resolvían sobre mi forma de actuar.
Mein Führer, no es por nada, pero mejor hubiera sido que no reflexionaras tanto.
DIVISIÓN AZUL (División Española de Voluntarios, o Blaue Division, o 250 Infanterie-Division o Einheit spanischer Freiwilliger). La aventura de un destacamento español luchando en Rusia bajo la bandera de la esvástica (v.) se fraguó en un reservado del Ritz, durante una cena de tres distinguidos falangistas: Ramón Serrano Suñer, Dionisio Ridruejo y Manuel de Mora-Figueroa.
Comentando con entusiasmo los iniciales avances del ejército alemán por las estepas rusas surgió la idea. ¿Por qué no enviar un contingente de Falange que combata codo con codo con nuestros hermanos nazis?
—Tú puedes conseguirlo, Ramón —dijo Manuel—. A ti, Franco (v. Franco y Hitler) no te niega nada.
Ramón Serrano Suñer era «el cuñadísimo».
Unos días después, una manifestación multitudinaria de camisas azules recorrió las calles de Madrid para concentrarse frente a la Secretaría General del Movimiento, en la calle de Alcalá, 44.
Serrano Suñer se asomó al balcón. Enfervorecidos aplausos. Extiende las manos en solicitud de silencio. Le acercan el micrófono:
—¡Camaradas, no es hora de discursos, pero sí de que la Falange dicte en estos momentos la sentencia condenatoria! ¡Rusia es culpable! Culpable de la muerte de José Antonio (v. Primo de Rivera), nuestro fundador. Y de la muerte de tantos camaradas y tantos soldados caídos en aquella guerra por la agresión del comunismo ruso. ¡El exterminio de la Rusia soviética es exigencia de la historia y del porvenir de Europa!
El día 27 de junio de 1941 se creó la División Española de Voluntarios, más conocida como División Azul. En las oficinas de reclutamiento abiertas en las principales ciudades españolas se alistaron más de 18.000 candidatos, la mayoría jóvenes falangistas movidos por el idealismo y por la ligereza propia de una juventud que, sin haber combatido en la Guerra Civil, había crecido en un ambiente de exaltación guerrera.
Otros se alistaron por la paga, porque la soldada de cada voluntario triplicaba el salario de un trabajador español medio; otros, por vengar la muerte de familiares asesinados en la Guerra Civil; y finalmente tampoco faltaron aventureros deseosos de formar parte de las victoriosas fuerzas alemanas, cuyas hazañas exaltaba la embustera prensa española y la revista Signal (v.), consultada en barberías y casinos. Incluso hubo izquierdistas deseosos de redimirse en la Nueva España de Franco.
El general Varela y otros espadones se opusieron al protagonismo falangista que pretendía Serrano Suñer. Tras vehemente discusión, acordaron que sus jefes, oficiales y suboficiales serían militares profesionales bajo la autoridad del general Muñoz Grandes.
El 13 de julio de 1941 salió de la madrileña Estación del Norte el primer tren de voluntarios españoles. En las estaciones y apeaderos del trayecto los despedían multitudes fervorosas con pancartas y banderas. En Hendaya, los alemanes los recibieron con banda de música. Antes de proceder a la esperada confraternización, los ducharon y desinfectaron por compañías, en pelotón, como se hace con las ovejas, con gran regocijo de los franceses, que desde lejos asistían a la humillante formalidad.
—Es por los piojos, Kameraden.
Convenientemente desinsectados, los voluntarios transbordaron a vagones alemanes. Cruzaron Francia sin novedad, aunque cosechando esporádicos insultos de exiliados republicanos y alguna pedrada que otra.
En Alemania el panorama cambió: en las estaciones del trayecto, muchachas de la organización Glaube und Schönheit (v. Fe y Belleza) recibían con flores y golosinas a los soldados que venían del lejano país de las naranjas a defender el Reich y la civilización occidental.
A la vista de tantas suculencias de trenzas rubias y pechos apretados en los corpiños del traje nacional bávaro, alguno poco viajado creyó que todo el monte era orégano. Al apearse en la estación de destino, una adolescente rubia lo besaba en la mejilla y se dejaba estrujar un poco sin advertir malicia. El afortunado recipiendario del saludo esparcía una mirada ufana entre los camaradas asistentes a la escena, como diciendo: «Esto es tierra conquistada. A esta le echo tres antes de que decline el día».
Error. Es el primer error, querido compatriota de mis entretelas. Luego vendrán otros, algunos de ellos mortales, contingencias que no previste el día de tu alistamiento en medio de tanta euforia patriótica.
El destino final de los voluntarios fue el campo de instrucción de Grafenwöhr (Baviera), cerca de la frontera checa, donde los recibió Robert Ley (v.), el líder del Frente Alemán del Trabajo (v.), el de la esposa suculenta y maltratada.
Después de las buenas palabras y de las cervezas de bienvenida, les tocaban tres meses de duro entrenamiento, pero ante el temor de que Rusia se rindiera antes, consiguieron acortar el plazo a la mitad de tiempo y al doble de dureza.
El 31 de julio de 1941 juraron solemnemente obediencia a Hitler levantando tres dedos de la mano derecha mientras se les preguntaba:
—¿Juráis ante Dios, y por vuestro honor de españoles, absoluta obediencia al jefe de las Fuerzas Armadas alemanas, Adolf Hitler, en la lucha contra el comunismo, y juráis combatir como valientes soldados, dispuestos a dar vuestra vida en cada instante por cumplir este juramento?
El matiz reside en que juran apoyar a Hitler en su lucha contra el comunismo, no en la guerra que también tiene emprendida contra los ingleses.
Franco, astuto, desarrolló la teoría de las dos guerras: hay una en el este, contra la Rusia bolchevique que pretende invadir Europa y acabar con la civilización cristiana occidental, y hay otra guerra en Europa, de potencias totalitarias contra democracias liberales. En esta no se implica España a pesar de las presiones de Hitler.
Los voluntarios españoles estaban convencidos de que el ejército alemán era el que habían visto fotografiado en la revista Signal: moderno, mecanizado y bien abastecido de tanques, aviones y vehículos de todas formas y tamaños. Incluso una moto que por la parte de atrás es un vehículo oruga y no digamos, lo que más envidia despertaba, la cantidad de motos BMW R75 con sidecar. Más de uno soñó con proveerse de una de ellas y regresar a España no solo triunfante y cubierto de medallas, sino formidablemente motorizado, para envidia de los amigos y conocidos.
Al contacto con la cruda realidad empezaron los desengaños. Primero, la comida: pasada la novedad de los primeros días, los divisionarios no acabaron de apreciar el rancho alemán, carne hervida, col agria y patatas, que a muchos les provocaba diarreas y gastritis.
—¿Es que aquí, con todo lo adelantados que están, no conocen el cocido de tres vuelcos? —se preguntaban.
Consciente de que, como decía Napoleón, un ejército se mueve sobre su estómago, Muñoz Grandes consiguió que les enviaran de España garbanzos, alubias, chorizo, morcilla, vino y tabaco negro, los elementos necesarios para que el voluntario español recobrara la confianza en la civilización occidental que iba a defender.
Luego estaba el problema del transporte. En realidad, el ejército alemán era hipomóvil, o sea, que se movía con mulas y caballos, pero como tampoco había caballos para todos, los españoles debieron hacer a pie los últimos 1.000 km que los separaban del frente, desde Sudauen (Prusia Oriental) hasta Vítebsk (Bielorrusia). En total, 53 jornadas, a razón de unos 35 km diarios, con un equipo de 22 kg a la espalda.
Lejos de desanimarse, cantaban:
Tenemos que recorrer
mil kilómetros andando
para luego demostrar
lo que llevamos colgando.
Cuando alcanzaron Polonia comenzaron los problemas con la estricta policía militar alemana, porque los españoles confraternizaban con la población civil que encontraban en el camino.
Se acumulaban las quejas contra estos soldados que «deambulan por la calle con la guerrera desabrochada, fuman en las guardias, circulan por dirección prohibida, organizan farras, pasean del brazo con muchachas, practican el trueque y confraternizan con la población civil». En Grodno vulneraron todas las leyes imaginables: ¡ofrecieron víveres y cigarrillos a los judíos!
A mediados de octubre de 1941, los divisionarios alcanzaron su destino, en el frente de Leningrado, sector de Nóvgorod, a lo largo del río Voljov, que desemboca en el lago Ilmen. Cubrieron unos 50 km de un frente de importancia secundaria.
Allí se acabaron las alegrías y comenzó el penar. Deficientemente equipados para las bajísimas temperaturas (hasta 45 ºC bajo cero, «peor que Somosierra», escribe uno), soportaban estoicamente y con bravura los ataques y contraataques de masas de infantes y tanques.
En una de sus sobremesas, Hitler alaba la calidad de estos soldados: «Considerados como tropa, los soldados españoles son un hato de andrajosos. Para ellos el fusil es un instrumento que no debe limpiarse bajo ningún pretexto. Entre los españoles, los centinelas no existen más que en teoría. No ocupan los puestos, pero si los ocupan es durmiendo. Cuando llegan los rusos, son los indígenas los que tienen que despertarlos. Pero los españoles no han cedido nunca una pulgada de terreno. No tengo idea de seres más impávidos. Apenas se protegen. Desafían a la muerte. Lo que sé es que los nuestros están siempre contentos de tener a los españoles como vecinos de sector. Si se leen los escritos de Goeben sobre los españoles, se advierte que no han cambiado en cien años. Extraordinariamente valientes, duros para las privaciones, pero ferozmente indisciplinados».
A los entusiasmos y adhesiones de la primera hora, sucedieron los desengaños del año 1943, cuando empezaron a llegar noticias de la dureza de aquella guerra agravada por el frío extremo.
El ardor guerrero decayó bruscamente. En España algunos supuestos repatriados de la División Azul mendigaban por cafés y lugares públicos contando su desengaño, sin duda uno de los más brillantes planes de desinformación orquestados desde la embajada británica.
De repente nadie quería ir a Rusia. El relevo se reclutó en los cuarteles por sorteo o eligiendo a dedo a los más aguerridos.
En octubre de 1943, Franco andaba preocupado por la marcha de la guerra. Presionado por los aliados, decidió retirar del frente a la División Azul. Quedó un contingente de unos 2.000 voluntarios que formaron:
- La Legión Azul (17 de noviembre de 1943), retirada del frente oriental (12 de abril de 1944).
- La Spanische-Freiwilligen Kompanie der SS 101, 140 hombres integrados primero en la XXVIII División de Granaderos SS Voluntarios Wallonien y después en la XI División de Granaderos SS Nordland.
Se ha especulado mucho sobre la presencia de españoles entre las últimas tropas que defendieron Berlín. Parece que, en efecto, hubo algunos, pero quizá los heroicos recuentos del capitán Miguel Ezquerra sean producto de su imaginación.
Los últimos prisioneros, 219 divisionarios, 21 SS, 7 miembros de la Legión Azul y 1 aviador, regresarán el 2 de abril de 1954 en el barco griego Semíramis, que los desembarcó en el puerto de Barcelona.
La División Azul goza de más simpatías fuera de España que dentro. Un prestigioso e imparcial autor extranjero escribe de ella:
Las cordiales relaciones entre los soldados españoles y la población civil fueron una fuente de continua frustración para los nazis. Los soldados de la división, al contrario que los alemanes, nunca se consideraron en guerra contra los rusos, sino solo contra la dictadura comunista de Stalin. […] Mujeres rusas convivían a menudo con las tropas españolas cocinando, haciéndoles la colada y procurándoles compañía a cambio de protección frente a los alemanes. Presionado por la Wehrmacht (v.), el alto mando de la división prohibió la convivencia con la población civil, los judíos y las mujeres polacas, pero las tropas españolas se pasaban por el forro estas prohibiciones, como revela su misma reiteración cada poco tiempo […]. Los españoles combatieron tan bravamente como cualquier unidad alemana, pero se negaron a adoptar la actitud y el comportamiento nazi hacia los eslavos. Lo soldados de la División Azul no trataban a la población como animales infrahumanos que solo servían para trabajar o morir, antes bien, comían, vivían, reían, bailaban y compartían los refugios con ellos, acciones consideradas delictivas en el Tercer Reich. Los soldados eran valerosos en el combate, pero después de la batalla no mostraban ningún espíritu guerrero: el alto mando se veía en la obligación de recordarles continuamente que no liberaran a los rusos prisioneros de guerra. Un punto particularmente delicado era la manera caballerosa con la que los guardias españoles acostumbraban a liberar a las prisioneras rusas […]. Los hospitales españoles empleaban a médicos polacos, enfermeras lituanas y judías, y prisioneros rusos de uno y otro sexo entre su personal médico, trabajando en condiciones de mutuo respeto […]. Cerca del hospital y base logística de Hof, los soldados de la División Azul fraternizaban con la población civil quebrantando todas las reglas alemanas que lo prohibían. Los españoles frecuentaban los burdeles, escandalizaban a la población civil paseando del brazo con mujeres alemanas, tiraban prendas de vestir y otros objetos por las ventanas de sus cuarteles, se largaban de bares y hoteles sin pagar la cuenta, enfadaban al alcalde, ignoraban el toque de queda, olvidaban saludar a los oficiales alemanes cuando se cruzaban con ellos, olvidaban munición y granadas por donde quiera que iban y se negaban a limpiar sus barracones. El apoyo español al nuevo orden mundial no parecía incluir la limpieza y mantenimiento de las letrinas.
DRANG NACH OSTEN («marcha al este»). Una constante histórica de los alemanes ha sido expandirse hacia el este. La tendencia se remonta al menos a las conquistas de los caballeros teutónicos (v. Deutscher Orden), la orden militar fundada en Palestina durante la Tercera Cruzada (1190), que conquistó buena parte de Prusia Oriental hasta Lituania, y la costa báltica hasta Estonia.
El impulso hacia el este de una población alemana que no cabe ya en sus estrechos límites se racionalizó en la obra del filósofo y biblista Paul de Lagarde (1827-1891), que señaló las tres necesidades perentorias del pueblo alemán: colonizar el este, eliminar a los judíos y fundar su propia Iglesia nacional desvinculada de Roma.
Es interesante notar que estas ideas coinciden con el meollo del pensamiento político que Hitler heredó del movimiento Völkisch (v.).
Cuando Alemania se constituyó tardíamente como Estado nación (1871), los políticos deseosos de sumarse a las otras naciones imperialistas de Europa adoptaron la idea que hasta entonces se había mantenido en el terreno teórico: Alemania revienta por las costuras, no puede alimentar a su población, que se ve obligada a emigrar a América —es el momento de la expansión de EE. UU. hacia el oeste, que estimula una corriente migratoria de Centroeuropa— (v. Auslandsdeutsche).
¿Cómo retener a nuestros jóvenes aquí? —se preguntan los teóricos sociales—. ¿Por qué no ensanchamos la nación hacia el fértil este como ya hicieron nuestros antepasados?
El diputado prusiano Carl Friedrich Wilhelm Jordan (1819-1904) ya había expuesto esa idea el 24 de julio de 1848, cuando abogó por lo que él llamaba gesunden Volksegoismus («saludable egoísmo del pueblo»): «Nos asiste el derecho del más fuerte, el derecho de conquista […]. Que la tribu alemana es superior a las tribus eslavas […] pertenece a la historia natural [darwinismo social]. La conquista de Polonia no sería más que la liquidación de un cuerpo que ya estaba muerto».
Con esos y otros notables precedentes llegamos a Hitler, que planea una expansión conquistadora de su nación hacia el este (v. Plan General del Este).
DRESDE, BOMBARDEO DE. En Dresde, la bella ciudad barroca llamada la Florencia del Elba, no había grandes industrias de guerra ni era un nido de comunicaciones que justificara un bombardeo masivo (v. bombardeos sobre Alemania). No obstante, atrajo la atención de Harris por la irrefutable razón de ser «el área urbanizada sin bombardear más extensa que tiene el enemigo». Descartemos como motivación el hecho evidente de que la guerra se terminaba y el comando de aviación británico tenía enormes reservas de bombas cuya desactivación podía resultar más onerosa que desprenderse de ellas lanzándolas.
El Carnicero Harris era consciente de que en Dresde no habría refugios para toda su población. Su informe precisaba que «en pleno invierno, con refugiados desplazándose en masa hacia el oeste y tropas que necesitan descanso, los albergues escasean, no solo para dar cobijo a trabajadores, refugiados y tropas por igual, sino para albergar los servicios administrativos que se han desplazado desde otras zonas […]». No obstante, Dresde «se ha convertido en una ciudad industrial de importancia prioritaria. […]. La finalidad del ataque es golpear al enemigo en su punto más débil, donde más lo sienta, en la retaguardia de un frente a punto de desmoronarse […] y enseñar a los rusos, cuando la alcancen, la potencia del comando de bombarderos de la RAF».
Se aprobó el bombardeo.
El 13 de febrero de 1945, a las 21.20 sonaron las sirenas. La gente corrió a los refugios con el breve equipaje de emergencia que cada vecino mantenía junto a la puerta de entrada de su vivienda. Muchos ni siquiera se preocuparon de llevarlo. Suponían que los aviones que se acercaban pasarían de largo, como otras veces.
El profesor Victor Klemplerer (v. diarios de la época nazi) cuenta en su diario que solo funcionaron las sirenas manuales (un apagón impedía el funcionamiento de las eléctricas). A Klemperer le tocaba el refugio de Zeughausstrasse, 3, pero al llegar a la entrada era tal el tumulto de gentes despavoridas que perdió de vista a su mujer, Eva. En cualquier caso, a ella le correspondía la sección de los arios, distinta y mejor instalada que la de los judíos.
A poco de sonar las alarmas sobrevolaron la ciudad nueve Mosquitos Pathfinders, que estrenaban los nuevos navegadores Loran (long range navigation).
Esta vez no pasaron de largo. Lanzaron las bengalas de magnesio, retardadas por paracaídas, que delimitaron el objetivo a los 245 Lancaster que los seguían a unos minutos de distancia con las compuertas de las bombas ya abiertas.
A las 22.10 los bombarderos sobrevolaron la zona acotada y dejaron caer su habitual combinación de bombas explosivas e incendiarias.
A continuación, diez minutos de infierno. A las explosiones de las bombas siguió el estruendo de los edificios que se desplomaban, el crepitar de los incendios y el ulular de las sirenas de bomberos y ambulancias. Ajenos a lo que ocurría en el exterior, los acogidos en los refugios aguardaban disciplinadamente a escuchar los silbatos que avisaban del final del bombardeo. A veces iba para largo, porque algunas bombas de explosión retardada obstaculizaban el trabajo de los bomberos y los servicios sanitarios.
Mientras la parte antigua de la ciudad ardía, a la 1.30, de madrugada, sin previo aviso de alarma (las líneas telefónicas averiadas por el primer bombardeo), llegó la segunda oleada, más de 550 Lancaster, sin dificultad alguna para orientarse porque el incendio de la ciudad se divisaba, iluminando la noche, desde 150 km de distancia. Más de medio millón de bombas incendiarias ampliaron el brasero a los barrios limítrofes de la ciudad y provocaron una tormenta de fuego que reventó manzanas enteras e incineró todo lo combustible, cuerpos humanos incluidos.
Los que buscaron la salvación arrojándose a las fuentes o a los canales perecieron cocidos cuando las bombas de fósforo hicieron hervir el agua. Otros se dejaron caer en cualquier rincón, moribundos, con los pulmones abrasados o sofocados por el humo tóxico.
Los incendios se prolongaron durante toda la noche. Cuando amaneció, seguían ardiendo, sin que los exhaustos bomberos pudieran contenerlos.
Al día siguiente, 14 de febrero de 1945, Miércoles de Ceniza por una amarga ironía, llegó la contribución americana. A las 12.12, una formación de 1.350 Fortalezas Volantes y Liberators, escoltados por una nube de cazas Mustang P-51, descargó su mortífera carga sobre la ciudad, que apenas se divisaba a través del humo.
Todavía se produjo un último bombardeo de más de 200 B-17 americanos el día 15 a las 10.15.
Pasado el peligro, la población emergió de los refugios para encontrar una ciudad irreconocible. Donde horas antes había calles de bellos edificios de la época guillermina solo quedaban ruinas en llamas. Todos los edificios emblemáticos de la culta ciudad resultaron destruidos o muy dañados: la Frauenkirche grandiosa como una catedral, con su famoso órgano barroco de Gottfried Silbermann; el teatro Zwinger, la ópera, el Schloss (Palacio Real), con sus colecciones de arte y sus excelentes muebles… El único monumento notable que no padeció en esa noche fatídica fue la gran sinagoga del siglo XVIII, porque ya la habían quemado en 1938 durante la Kristallnacht (v. Noche de los Cristales Rotos).
En los alrededores de los hospitales, también bombardeados, los camilleros alineaban a los moribundos. Sanitarios desbordados atendían a los heridos… Escaseaba todo, especialmente vendas y morfina. Muchos heridos presentaban horribles quemaduras sin tratamiento posible. «Sería más humano pegarles un tiro», comentó un camillero.
El polvo rojizo del ladrillo y la ceniza hacían el aire irrespirable y se colaban por los orificios nasales y empastaban la boca. No había agua. En espera de las cisternas, se formaban colas ante los sanitarios que aplicaban colirios.
Klemperer pudo encontrar por fin a Eva, su esposa. Se abrazaron. Ella, nerviosa, le pidió un cigarrillo. No tenían cerillas, pero si algo sobraba en la ciudad eran fuegos. Eva se dirigió a un objeto que ardía al otro lado de la calzada, pero más cerca descubrió con horror que era un cadáver o lo que quedaba de él.
En medio de esa desolación, Klemperer y otros judíos conocidos suyos se arrancaron la estrella de David (v. estrella judía) que llevaban cosida. La desgracia igualaba a judíos y arios. «Por otra parte, ¿qué importa? Las listas de las Gestapo (v.) se han perdido y en cualquier caso en un par de semanas todo esto se habrá acabado.»
Salvados los cuerpos, repararon en que llevaban casi dos días sin probar bocado. El personal sanitario compartió algo de sus raciones, en espera de que llegaran los del rancho de la Cruz Roja.
Apagados los incendios y atendidos los heridos, llegó el momento de ocuparse de los muertos. Recoger los de las calles fue relativamente fácil, porque los cadáveres calcinados se reducían hasta el tamaño de un niño y apenas pesaban. Lo más complicado fue la denominada minería de cadáveres, el trabajo de extraer los cadáveres de los que habían perecido en los refugios antiaéreos, asfixiados por los gases de la combustión o por efecto del calor, una repugnante labor que recayó en los prisioneros de guerra ingleses y rusos de un Stalag cercano (v. campos de concentración).
Urgía incinerar a los muertos antes de que la putrefacción favoreciera las epidemias. Afortunadamente, había en la ciudad algunos militares procedentes de Treblinka expertos en la organización de piras colectivas.
Goebbels (v.), tonante, comentó el suceso por la radio. Cifró las víctimas de esta nueva canallada de los «aerogánsteres angloamericanos» en un cuarto de millón de civiles muertos, entre ancianos, mujeres y niños.
A estas alturas nadie creía las mentiras del «enanito embustero», pero a esa dramática cifra de muertos se le concedió crédito. Modernos historiadores alemanes la han rebajado a unos 18.000 y en ningún caso más de 25.000.
Es evidente que el bombardeo de Dresde no se justificaba por una necesidad militar y, por lo tanto, bien podría considerarse un crimen de guerra si no fuera porque lo perpetraron los vencedores. Los revisionistas sacan partido y lo citan como epítome del llamado, por ellos, Bombenholocaust.
¿Por qué bombardearon Dresde los aliados? La motivación del Carnicero Harris se entiende: porque era la única ciudad de cierta entidad que le quedaba por arrasar, pero ¿y Churchill? Existen razonables sospechas de que quiso exhibir ante Stalin el poder destructivo de las democracias occidentales.
Cuando los terribles pormenores se difundieron en Inglaterra y en EE. UU. levantaron algunas protestas entre los objetores del bombardeo indiscriminado, Churchill intentó escapar a la responsabilidad adoptando un perfil bajo, una empresa francamente difícil dado su volumen.
El jerarca nazi Robert Ley (v.) escribió un artículo titulado «Sin maletas» (es decir, sin estorbos) en el que celebraba el bombardeo de las ciudades históricas porque liberaba a Alemania de su dependencia de un pasado culto expresado en la riqueza arquitectónica: «Tras la destrucción de la hermosa Dresde, casi exhalamos un suspiro de alivio. A efectos de nuestra lucha por la victoria final ya no nos distraeremos con fútiles preocupaciones por los monumentos de la cultura alemana. ¡Adelante…! Ahora marchamos hacia la victoria sin ningún lastre superfluo, y sin la pesada maleta espiritual y material de la burguesía».
Se necesita ser tooonto, me hago cargo.
DRÜCKEBERGERGASSE (v. Feldherrnhalle).
DURCHGANGSLAGER (v. campos de concentración).