IG FARBEN (Interessen-Gemeinschaft Farbenindustrie, Consorcio de Empresas de Tintes). Una de las causas de la prosperidad que alcanzó Alemania en el último tercio del siglo XIX y principios del XX fue su creación de fertilizantes, explosivos, combustibles, medicamentos, pinturas y otros productos de la industria química.
En 1925 el empresario Hermann Schmitz creó IG Farbenindustrie, un monopolio químico que agrupaba una docena de grandes empresas: Aktien-Gesellschaft für Anilin-Fabrikation (AGFA), Badische Anilin und Soda Fabrik (BASF), Bayer, Hoechst, Weiler-ter-Meer y Griesheim-Elektron.
Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, las empresas de IG Farben y sus filiales producían el 90 % de los explosivos y toda la gasolina sintética (a partir de carbón) que fabricaba Alemania, esta última con la ayuda de la Standard Oil de Nueva Jersey.
En 1942 las principales instalaciones de IG Farben estaban en los campos de trabajo y exterminio de Auschwitz (v.), donde hasta 100.000 trabajadores esclavos (v.) producían buna (caucho sintético) y gasolina sintética bajo la dirección del ingeniero Otto Ambros.
Después de la guerra, los tribunales aliados juzgaron a IG Farben por haber explotado despiadadamente a sus esclavos causando la muerte directa o indirecta de miles de ellos.
La sentencia del tribunal fue terrible: ¡condenaron al conglomerado de empresas a disolverse!
Dado que estamos tratando con químicos, veamos la definición de disolverse: seguramente el tribunal pensaba en la tercera acepción del verbo: «Destruir o aniquilar algo»; pero el asunto se quedó en la segunda: «Deshacer algo poniendo fin a la unión de sus componentes».
Como decía Tancredi a su tío Fabrizio en El gatopardo: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie».
Les cambiaron el nombre y todo siguió como antes.
¿Y los directivos de IG Farben que habían explotado a los esclavos? Estos se fueron de rositas. Ni siquiera perdieron el puesto de trabajo.
Las compañías que formaban IG Farben le cedieron todo posible complejo de culpa a la razón social disuelta y retomaron la actividad bajo sus antiguos nombres y bajo la dirección de sus ejecutivos, que habían quedado temporalmente desempleados.
Lo natural: el capital debe sobrevivir a las guerras.
Volviendo al economista Sutton: estaba convencido de que Alemania no hubiese estado en condiciones de emprender la Segunda Guerra Mundial sin el capital y la tecnología aportados a sus industrias por Wall Street desde la década de 1920.
IGLESIAS ALEMANAS. Hitler se refería a menudo a «la providencia», de donde se deduce que tenía cierta creencia en un Dios difuso cuya función en el mundo era protegerlo a él. Sin embargo, creía que «el cristianismo es un invento de mentes enfermas», «un gran azote», un producto que los judíos «introdujeron fraudulentamente en el mundo antiguo a fin de arruinarlo», y auguraba una pronta decadencia de la Iglesia, «que sabe que en ella todo está basado en mentiras y vive de ello».
Hitler se había propuesto erradicar de Alemania el cristianismo, esa religión que apestaba a judía, pero era consciente de que el importante hueco que dejara había que llenarlo de algo, preferentemente de una religión nacional, aria, alemana, neopagana, contrapuesta al cristianismo y a sus raíces bíblicas (v. cosmovisión; religión alemana). Esta religión, una macedonia de creencias racistas, darwinistas y naturalistas entreveradas de veneración a la cultura de los antiguos germanos inventada por Tácito, quedaría a medio desarrollar debido a la derrota del Tercer Reich.
Cuando Hitler subió al poder (1933) había en Alemania unos 40 millones de protestantes y 20 millones de católicos. Las jerarquías eclesiásticas de unos y otros eran conscientes de que Hitler aspiraba a sustituir el cristianismo por una especie de religión estatal basada en el culto a la raza y a la grandeza nacional.
Protestantes alemanes
Durante la época nazi, la Iglesia luterana (Deutsche Evangelische Kirche) se escindió en dos tendencias: la Iglesia del Reich (Reichskirche), favorable al nazismo, y la Iglesia confesionista (Bekennende Kirche), contraria al nazismo.
De la confrontación entre estas dos tendencias surgió la Kirchenkampf, o «lucha religiosa».
Los líderes confesionistas opuestos al nazismo fueron:
- Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), un brillante teólogo que en su juventud fue vicario en la Iglesia luterana de Barcelona. Implicado en la fuga de judíos a Suiza y en el grupo de resistencia del almirante Canaris (v.), lo acusaron de conspirar contra el Estado, lo internaron en la prisión de Tegel y finalmente lo ahorcaron en Flossenbürg (9 de abril de 1945).
- Martin Niemöller (v.).
Católicos alemanes
En un principio, los católicos alemanes contaban con un partido político importante, el Zentrum (Deutsche Zentrumspartei o DZP), que podía vencer a los nazis en el Parlamento si se coaligaba con el socialista.
Hitler necesitaba el apoyo de uno de los dos partidos para ascender al poder. ¿A cuál engatusar? Encontró más crédulos a los católicos, cuya creencia en la otra vida se basa también en la dudosa promesa de la redención.
La jerarquía católica (obispos y Zentrum) no comulgaba con los nazis. Le parecían unos peligrosos extremistas. El racismo extremo que predicaban y sus doctrinas paganizantes les daba repelús.
«Acerquemos posturas», se dijo Hitler.
Duchado, peinado con brillantina y planchado sobre el cráneo su famoso flequillo, vestido de político serio, traje, corbata y sombrero, el antiguo vagabundo ergofóbico se dirigió a la jerarquía católica.
—Tengo un problemilla con los votos de Zentrum —dijo—. Puedo aseguraros, bajo palabra de honor, que si me votáis y favorecéis mi acceso al poder, firmaré un concordato con la Santa Sede como ha hecho mi colega Mussolini, un concordato favorable a la Iglesia, naturalmente, que para eso soy católico.
—¿Qué garantía tenemos?
—Mi palabra de católico —aseveró Hitler, serio como un jefe apache—. En la toma de posesión del cargo haré público mi compromiso. Si accedo al Gobierno moderaré la postura de los halcones del partido y atajaré sus desmanes.
Por aquel tiempo, el ala más anticlerical del partido nazi, capitaneada por Goebbels (v.) y Heydrich (v.), había iniciado una campaña de prensa aireando que los curas católicos abusaban sexualmente de los monaguillos y de los párvulos en los colegios y seminarios. Nada nuevo bajo el sol.
Hitler los llamó a capítulo:
—De la pederastia de los curas católicos no quiero ni una palabra más. Ahora toca llevarse bien con los curas para que me firmen el tratado.
Y no hubo una palabra más. Obedientes, los dos jerarcas se retiraron, las orejas gachas.
«Quedaron anuladas todas las disposiciones contra sacerdotes y dirigentes católicos.»
Pío XI (1857-1939) apreció el detalle. Hitler, con su autoridad, había impuesto silencio a los vocingleros nazis. Una autoridad como la del papa en Roma.
Pío XI se daba cuenta, por otra parte, de que muchos cardenales y obispos veían en los nazis aspectos positivos: aquellos camorristas de la camisa parda, los de las SA (v.), solo apalizaban a comunistas, socialistas y judíos. ¿No eran todas estas especies en peligro enemigos tradicionales de la Iglesia?
Solemne votación en el Reichstag (23 de marzo de 1933). Para sorpresa de muchos, los diputados del Zentrum católico y democristiano se alinearon con los nazis.
Hitler obtuvo el poder gracias a ellos.
Fiel a su promesa, en cuanto se vio en la poltrona el canciller Hitler emprendió negociaciones con la Santa Sede. El líder de Zentrum, Ludwig Kaas, estaba encantado:
—Ahora que lo trato de cerca, veo en Hitler al portador de elevados ideales. Hará cuanto sea necesario para librar la nación de la catástrofe.
Hitler tampoco ahorraba la prosa:
—Como vemos en el cristianismo, el firme fundamento de la vida moral, así es nuestro deber cultivar relaciones amistosas con la Santa Sede y desarrollarlas.
Tanto Hitler como la Santa Sede estaban encantados. Si el protestante Bismarck había orillado a los católicos (por eso fundaron Zentrum, para defenderse de la predominancia luterana), ahora llegaba un nuevo Bismarck, el católico Hitler, con hechuras de ser tan grande como el venerado canciller (si no más), para situar a los católicos alemanes, con su propia Kulturkampf, en el lugar que legítimamente les correspondía, y bla, bla, bla.
Ya en el poder gracias a Zentrum, el canciller Hitler hizo ver a las jerarquías católicas que después del concordato y de la protección que pensaba dar a la Iglesia, Zentrum, nacido para defenderse de la ofensiva luterana, quedaba obsoleto.
—Suprimámoslo como gesto de buena voluntad —propuso.
Ludwig Kaas desactivó toda posible resistencia cuando acató las falsas promesas de Hitler y votó con los demás la ley habilitante, que le concedía al nazi plenos poderes (v., 23 de marzo de 1933). Fue lo último que hizo antes de disolver el partido, como solicitaba Hitler (5 de julio de 1933), no sin algunas airadas protestas de los disueltos a los que el ministro de Exteriores de la Santa Sede, Eugenio Pacelli (futuro Pío XII [v.]), íntimo amigo de Kaas, apacentó pastoralmente con estas palabras:
—No hay necesidad de partido político si se tiene el respaldo diplomático de unos pactos entre dos poderes temporales que mucho obligan.
Los cardenales y obispos alemanes se sumaron al aplauso. El cardenal Faulhaber manifestó su satisfacción:
—Iniciamos una nueva andadura —dijo—. Bajo el liberalismo el individuo vive la vida a su capricho, de manera egoísta y de espaldas a Dios. Con los nuevos gobernantes, los intereses individuales se someterán a los colectivos.
—Y los colectivos a los del partido nazi, monseñor. Pronto lo verá.
Zentrum desapareció. Y la Santa Sede y Ludwig Kaas se tragaron el sapo sin pestañear. Todo sea por el Reichskonkordat o Konkordat zwischen dem Heiligen Stuhl und dem Deutschen Reich (Concordato entre la Santa Sede y el Reich alemán). Un texto claro y preciso que todavía hoy sigue vigente en Alemania:
- El Estado garantiza la libertad de culto (el requisito de los católicos cuando son minoría).
- Los católicos pueden tener sus facultades de Teología y sus escuelas, con profesores aprobados por el obispo de la diócesis.
- El Estado protegerá determinadas instituciones católicas.
- Los clérigos católicos no pertenecerán a ningún partido político.
- El Estado reconoce los concordatos firmados anteriormente por Baviera (1924), Prusia (1929) y Baden (1932).
- Los obispos y arzobispos alemanes jurarán fidelidad al Tercer Reich (artículo 16).
El Concordato se firmó el 20 de julio de 1933. En muchas sacristías alemanas hubo brindis satisfechos (con vino de misa, naturalmente). Fue una luna de miel: el firmante santasedino, monseñor Pacelli (futuro Pío XII, aún ministro de Exteriores de Pío XI), impuso al firmante alemán, el vicecanciller Papen (v.), la Gran Cruz de la Orden de Pío IX. Por su parte, Papen obsequió a Pacelli con una imagen de la Inmaculada de porcelana blanca de Meissen.
Hitler aseguraba a la Iglesia alemana la educación católica de sus corderos, perseguía al comunismo ateo y prometía desarraigar la inmoralidad y el libertinaje consentidos por la democracia de Weimar…
Aquello sonaba a música celestial a los oídos del cardenal Adolf Bertram, cabeza de la Iglesia alemana, y a los del papa Pío XI, que expresó su satisfacción:
—Nos complace que el Gobierno alemán descanse ahora en manos de un adversario declarado del comunismo y del nihilismo.
Con el concordato en la mano, Hitler hizo lo que hacía con todos los tratados: pasárselo por el forro.
En cuanto transcurrieron unos meses se vio que para los nazis el sagrado documento era papel mojado. Hitler suprimió las escuelas confesionales, impuso sus doctrinas racistas y anticristianas en escuelas y universidades, terminó con la libertad de prensa y llevó a curas y frailes a los tribunales.
El 7 de febrero de 1934, el cardenal Karl Joseph Schulte, obispo de Colonia y líder espiritual de siete millones de católicos, participó a Hitler su preocupación por el carácter anticristiano del nazismo. A buenas horas, mangas verdes.
Preocupado por el cariz que tomaban las cosas, Pío XI expuso sus dudas a Alois Hudal, el obispo domiciliado en Roma que había conducido las negociaciones para la firma del concordato. Hudal procuró tranquilizarlo:
—Paciencia, santidad. Con un poco de paciencia lograremos conjugar nazismo y cristianismo.
—El movimiento nazi no es nada espiritual, sino un materialismo grosero —reflexionó el escarmentado Pío XI—. No tienen fe ni creencia. No creo que podamos entendernos, pero inténtelo si cree que puede obtener algo.
No se obtuvo nada.
A mediados de enero de 1937, la Conferencia Episcopal alemana discutió sobre las 17 violaciones del concordato observadas en solo un año. ¿Qué hacer? Acordaron enviar una comisión a Roma para exponer la situación al secretario de Estado vaticano, Eugenio Pacelli, y a Pío XI.
Un mes después, el papa emitió una encíclica condenatoria del nazismo, Mit Brennender Sorge (Con ardiente preocupación, 14 de marzo de 1937), redactada en alemán, no en latín como era costumbre, para mayor claridad de los destinatarios.
Mit Brennender Sorge
«Con ardiente preocupación y con asombro creciente venimos observando, hace ya largo tiempo, la vía dolorosa de la Iglesia y la opresión progresivamente agudizada contra los fieles», comenzaba la encíclica.
En el depurado estilo diplomático que suele usar el Vaticano, el pío Pío romano se excusaba por haber firmado aquel concordato, lo que hizo solo por evitar males mayores: «Nos determinamos entonces, no sin una propia violencia, a no negar nuestro consentimiento [a la firma del concordato]. Queríamos ahorrar a nuestros fieles […] las situaciones violentas y las tribulaciones que, en caso contrario, se podían prever con toda seguridad según las circunstancias de los tiempos […]. Si el árbol de la paz […] no ha producido los frutos por Nos anhelados […], no habrá nadie […] que pueda decir, todavía hoy, que la culpa es de la Iglesia».
Luego se rasgaba las vestiduras ante la deriva neopagana y racista que estaba tomando el Reich alemán, que arrebataba a los padres el derecho de educar a sus hijos y vulneraba las libertades jurídicas, y caía «en el error de hablar de un Dios nacional […], una religión nacional […] y una sola raza».
Reiteraba el papa las verdades elementales de la Iglesia que se ponían en solfa en la escuela alemana:
- Que Cristo es Dios.
- Que la Iglesia tiene también un componente divino que legitima la primacía del obispo de Roma como legítimo difusor de la fe y los dogmas.
- Que la moral utilitaria no basada en la fe es maléfica.
- Que lamentaba y se dolía de que «en el horizonte de Alemania no aparezca el arco iris de la paz, sino el nubarrón que presagia luchas religiosas desgarradoras».
Finalmente, se dolía también de que la Iglesia neopagana nazi hurtara los ropajes léxicos de la Iglesia para difundir sus errores: «Quien no quiere ser cristiano debería al menos renunciar a enriquecer el léxico de su incredulidad con el patrimonio lingüístico cristiano […] y a utilizar el nombre de Dios».
La encíclica llegó a Alemania por valija diplomática. Con el mayor secreto, 12 imprentas de signo católico imprimieron 300.000 ejemplares. El Domingo de Ramos (21 de marzo de 1937) se leyó y repartió en las 11.000 parroquias católicas atestadas de fieles.
Fue un traspiés para la Gestapo (v.) y otro más disculpable para Goebbels. El desnivelado ministro de Propaganda se resintió del gol y replicó inmediatamente en el Völkischer Beobachter (v.), pero, pasada la pataleta, se lo pensó mejor y ordenó a la prensa totstellen und ignorieren («hacerse los muertos e ignorarla»). En España, en plena Guerra Civil y dependiendo de los auxilios de Hitler, también se ignoró la carta papal.
Se terminó el idilio entre el Estado nazi y la Santa Sede. Como en el caso de los luteranos, la jerarquía católica se dividió entre afecta al régimen, con ejemplares tan notables como el propio obispo Hudal, y crítica, capitaneada por el obispo Clemens August Graf von Galen, el León de Münster, un hombre valiente cuya fama internacional lo mantuvo a salvo de dar con sus huesos en un campo de reeducación. Gracias a sus denuncias, Hitler se vio obligado a mitigar el programa de eutanasia Aktion T4 (v.).
Algunos obispos quedaron indecisos nadando entre dos aguas, entre ellos el cardenal Adolf Bertram, de Berlín, y el arzobispo de Múnich, Michael von Faulhaber.
Mientras tanto, arreciaba la persecución de los judíos en Alemania.
¿Cómo acogió la Iglesia alemana la persecución de los judíos?
Mirando para otro lado.
En 1939, Pío XI voló a la casa del Padre, y, como era de esperar, el Espíritu Santo designó sucesor al cardenal Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII (v.).
El duodécimo Pío: un hombre santo que guardó la viña del Señor mientras su acusada anosmia le impedía percibir el olor a carne de los crematorios.
INCENDIO DEL REICHSTAG. El 27 de marzo de 1933, el Reichstag o Parlamento alemán, un pomposo edificio neorrenacentista de 1894, ardió como una falla valenciana sin que los bomberos berlineses pudieran hacer nada por sofocar el incendio.
Medio Berlín acudió a presenciar el espectáculo, incluido Hitler, con cara seria porque ya era canciller de Alemania desde hacía un mes (30 de enero de 1933).
—Estaba cantado —dijo un viejo del lugar.
—¿Por qué dice usted eso?
—Porque cuando el káiser Guillermo I puso la primera piedra, el mango del martillo se le rompió.
Enseguida se descartó que el incendio hubiera sido accidental. ¿Un incendio provocado en el templo de la democracia y de las leyes del Estado alemán? ¿Sería la señal para que los comunistas del KPD emprendieran la revolución bolchevique?
Aquella era una situación de emergencia. Presionado por el canciller Hitler, el anciano (y ya chocho) Reichspräsident Hindenburg (v.) se vio en la tesitura de emitir un decreto que derogaba los derechos civiles.
Se buscó a un pirómano que cargara con las culpas en la persona de Marinus van der Lubbe, un desempleado holandés de 24 años, albañil de profesión, comunista de religión, que merodeaba cerca del lugar de los hechos. De haber sido judío, Hitler hubiera obtenido una escalera de color en el póker que jugaba con el Estado, pero resultó que era cristiano, así que hubo que conformarse con un full. Hábilmente interrogado, confesó ser el autor del incendio, como hubiera confesado ser el asesino de Nuestro Señor Jesucristo si los interrogadores se lo hubiesen propuesto. Los tribunales lo condenaron a muerte y fue ejecutado unos meses después.
En los días que siguieron, la policía y los milicianos nazis que la auxiliaban arrestaron e internaron en campos de concentración (v.) improvisados (checas, en realidad) a centenares de opositores tanto comunistas como socialdemócratas. Todo ello al amparo del decreto.
Hitler se regodeó en su victoria. Para quedar dueño del cotarro solo le faltaba que el decrépito Hindenburg se reintegrara con sus compañeros de armas en el Valhala.
Pasado casi un siglo, no estamos seguros de quién incendió el Parlamento, pero tenemos pocas dudas sobre quién se benefició del incendio. En criminalística circula la expresión latina qui prodest? («¿quién se beneficia?») o cui prodest scelus, is fecit («el que se beneficia del delito es el autor»). En tal caso, el beneficiario claro fue Hitler. De hecho, el bocazas de Göring (v.) se vanaglorió años después de haber ordenado el incendio, pero es dudoso que lo hiciera: él mismo se retractó en los juicios de Núremberg (v.) cuando le preguntaron sobre el asunto.
Después del incendio del Reichstag, el Parlamento se trasladó al edificio de la Ópera Kroll, un lugar de comedias y dramas, hasta que Hitler dejó de convocarlo.
INDUSTRIALES BAJO EL NAZISMO. Se ha dicho, erróneamente, que el éxito de Hitler se debió al apoyo financiero de los industriales alemanes que lo utilizaron para contrarrestar la presión de comunistas y socialistas (v. financieros de Hitler). No es del todo cierto. Los primeros apoyos de Hitler y los más entusiastas surgieron de la clase media alemana (Mittelstand), compuesta por pequeños comerciantes y autoempleados agobiados por la competencia de las cooperativas y grandes cadenas comerciales (algunas pertenecientes a judíos), y por la presión de los sindicatos izquierdistas.
Si exceptuamos al magnate del acero Fritz Thyssen, que apoyó a Hitler desde 1923, el resto de los capitanes de la industria solo apoyaron masivamente al nazismo cuando ya estaba en el poder y planeaba un gigantesco programa de rearme que les suponía magníficas oportunidades de negocio. Algunos fueron recompensados con el título de Wehrwirtschaftsführer («líder de la industria de defensa»).
La deficiente planificación del esfuerzo industrial por los inexpertos funcionarios nazis permitió que Junkers, Krupp, Henkel, Henschel, Opel, Daimler-Benz y otras grandes empresas compitieran entre ellas en lugar de aunar esfuerzos en la causa común.
La Bayerische Motoren-Werke (BMW), propiedad de la familia bávara Quandt, fabricó motores de aviación, acumuladores AG (o AFA, hoy Varta) para los submarinos y buena parte de los componentes de los misiles V-2 (v. V-1 y V-2).
La Opel, otra dinastía industrial cuya factoría había adquirido la estadounidense General Motors, fabricó el bombardero Ju 88 y el popular y versátil camión Opel Blitz, sin el cual, se ha dicho, Alemania jamás podría haber iniciado su Blitzkrieg (v. guerra relámpago). Avanzada la guerra, también admitió muchos miles de trabajadores esclavos (v.).
La factoría Krupp, famosa por su acero de excelente calidad, había fabricado los cañones de la Gran Guerra, pero el Tratado de Versalles (v.) la obligó a reconvertir sus acerías en la producción de cafeteras y otros artilugios civiles. El rearme hitleriano la levantó de sus cenizas más lozana que nunca y volvió a producir, con mano de obra esclava, buena parte de la artillería alemana del conflicto. El estado senil del capitán de la empresa, Gustav Krupp (1870-1950), aligeró su sentencia en los juicios de Núremberg (v.).
Una empresa de material deportivo, la Gebrüder Dassler Schuhfabrik, fundada en 1924 por los hermanos Adolf y Rudolf Dassler, fabricó uniformes y el lanzacohetes antitanque Panzerschreck («el terror de los tanques»). Después de la guerra, los hermanos se separaron por discrepancias políticas y fundaron nuevas empresas: Rudolf, la marca Puma, y Adolf, Adidas (fusión de su nombre y apellido).
La empresa Dehomag, filial alemana de la americana International Business Machines (IBM), nacionalizada por Hitler en 1940, aportó un equipo de tabulación basado en tarjetas perforadas (antecedente de la informática) que contribuyó al control de los judíos destinados al genocidio.
INSTITUTO DE LA MODA ALEMANA (Deutsches Mode Institut, DMI). En los años de su rencorosa juventud, Hitler había observado que muchas boutiques y sastrerías de Viena eran negocios judíos, un fenómeno que se repetía en Berlín y otras grandes ciudades alemanas.
También eran judíos los modistos y diseñadores más punteros, así como el circuito comercial de establecimientos de moda y grandes almacenes. Los judíos, un 4 % de la población, dominaban más de un 40 % de este mercado.
No era solo eso. A Hitler le parecía que los malvados judíos utilizaban la moda para atentar contra la dignidad de la mujer alemana. Habían impuesto un tipo de mujer andrógina, delgada, de estrechas caderas y poco pecho, opuesto al biotipo de mujer aria, pechugona y de anchas caderas, que agradaba a Hitler, la hembra multípara dotada para traer al mundo los bebés robustos y sanos que requería la futura grandeza de Alemania.
La moda judía, pensaba Hitler, emputecía a la mujer alemana con faldas cortas y vaporosas y pechos sueltos. Debido a su escaso conocimiento del mundo, Hitler ignoraba que esa moda no era específicamente alemana, sino internacional, lo que triunfaba en los locos años veinte. En todos los países de Occidente imperaba ese tipo escurrido de mujer que en España se llamó la chica Penagos por el dibujante que las retrataba en las revistas ilustradas.
Tampoco agradaba a Hitler la mujer travestida de hombre a lo Marlene Dietrich (v.). Otra aberración judía, pensaba él. La francesa Coco Chanel, que había impuesto los atuendos masculinos a la mujer, no era judía, pero como si lo fuera.
En su afán por controlar todos los aspectos de la vida alemana, Hitler quería independizarla de cualquier influencia extranjera (el ideal de la autarquía). Desde su llegada al poder se propuso desjudaizar el diseño y crear una moda propiamente alemana inspirada en la Gretchen tradicional.
Para Hitler, el ideal de mujer era una cara lavada, sin afeites ni maquillajes. Abominaba de las cejas depiladas, las uñas pintadas, el carmín de labios y el pelo teñido. Tampoco le gustaban las medias de seda ni los abrigos de pieles. Los gerifaltes nazis deseosos de agradar a Hitler prohibieron a sus esposas el lucimiento de prendas de pieles en la ópera o en los conciertos a los que asistiera el Führer, un doble sacrificio en aquel Berlín de inviernos glaciares.
En cuanto Hitler subió al poder, uno de sus primeros objetivos fue arianizar los negocios de la moda (v. arianización). Creó una comisión (Arbeitsgemeinschaft) o grupo de fabricantes germano-arios de la industria de la confección Fabrikanten der Bekleidungsindustrie (Adefa), que mediante presiones y huelgas expulsó a los judíos del negocio. Para 1939 las industrias del vestido alemanas se habían arianizado y el animoso alcalde de Fráncfort, el doctor Friedrich Krebs, contaba con apoyo oficial para convertir su ciudad en la sucesora de París como meca mundial de la moda.
A Magda Goebbels (v.), en su papel de primera dama del Reich in pectore, la nombraron presidenta honoraria del DMI. «Considero mi deber mantener la mejor apariencia posible —declaró—. Quiero ser un ejemplo para la mujer alemana. La mujer alemana del futuro debería ser elegante, guapa e inteligente.» Eso dijo, pero luego se mantuvo fiel a la moda de París, calzaba zapatos Ferragamo confeccionados artesanalmente y se maquillaba con toda la gama de Elizabeth Arden. «La señora de Goebbels, pintada como no le es permitido a una alemana», ironizaba Rauschning. En vista de que se negaba a dar ejemplo, el abochornado Goebbels le revocó el nombramiento de embajadora de la moda alemana.
Estaba visto que liberarse de la influencia francesa iba a ser difícil, si no imposible. Escudándose en Magda Goebbels, las otras cónyuges de las jerarquías nazis que debían dar ejemplo por ser las más vistosas: Emy Göring (v.), Inga Ley (v. Ley, Robert), Annelies von Ribbentrop (v.) y alguna otra, se mantenían fieles a París. No hubo fuerza humana que las vistiera al gusto del Führer. Las únicas que adoptaron la adusta moda alemana fueron Jutta Rüdiger, la Reichsreferentin del BDM (v. Asociación de Muchachas Alemanas); Lina von Osten, la mujer de Heydrich (v.), Margarete, la mujer de Himmler (v.), y, ya, en el extremo de la austeridad monjil, Gertrud Scholtz-Klink (v.), la Führeresa (Reichsfrauenführerin) de las nazis alemanas.
En cuanto a Eva Braun (v.), su situación era ambivalente. Deslumbrada por Hollywood y las revistas de cine, era aficionadísima al lujo, a la moda de París y a las pieles, pero dada su cercanía al Führer se veía obligada a mantener un fondo de armario pacato con el que darle la impresión de chica sencilla y alemana ejemplar: blusa abotonada hasta arriba, rebequita, falda por debajo de la rodilla, rostro limpio de afeites y frecuentemente el traje tirolés, el Dirndl con su falda ancha y larga y su corpiño ceñido y su mandil, tan familiar a los aficionados al Oktoberfest, un atuendo que, por otra parte, le sentaba muy bien a la figura juvenil y culibaja de Eva.