RAMON LLULL. EL HOMBRE, EL PENSADOR, EL POETA
A Ramon Llull se le conoció durante la Edad Media y el Renacimiento con el nombre de Raimundus Lulius o Lullius. De ahí la forma castellana Raimundo Lulio.
Pero esta forma latinizante evoca, sobre todo, al filósofo y al teólogo, y, más aún, a un personaje fabuloso a quien se atribuyeron, a partir del siglo XV, una larga serie de obras de alquimia, y de ciencias ocultas que nada tienen que ver con su auténtica personalidad.
Por eso parece más idóneo, incluso en una antología en castellano, llamarle Ramon Llull, con la ortografía que actualmente tiene este apellido en Cataluña y Mallorca, y que corresponde a la fonética de las grafías medievales Lull y Luyl.
No se trata de una cuestión trivial. Llull, tan embebido de cultura islámica, concedía gran importancia a las palabras y a los nombres. La cuestión de los nombres era, para él, una cuestión de ideas. No en vano su obra Libros de los cien nombres de Dios, a pesar de no considerarse uno de sus escritos fundamentales, es uno de los más característicos, dentro de la misma línea hispanoárabe que alcanza a Fray Luis de León.
Pues Ramon, el primer gran prosista catalán en el tiempo y el primer gran escritor catalán de todos los tiempos, por su altura y por su difusión en toda Europa y a lo largo de los siglos, es ya un «català de Mallorca», como repetían los colofones de sus libros. Lo cual significa que, aunque perteneciera a la primera generación de catalanes nacidos en la isla, ya no era, ni geográfica ni culturalmente, un hombre del Principado, de una tierra de tradición hispanocarolingia, como era la Cataluña de Jaime I.
Por otra parte, la hondura con que arraigó en el humus islámico de su isla recién conquistada, le destaca, con peculiarísimos rasgos, del resto de los escritores baleáricos de la Edad Media.
Esta antología recoge, con acierto, sólo algunos de los innumerables escritos lulianos, pero completos, con la única excepción del extenso Árbol de la ciencia, del cual se presenta, entera, la parte más bella: el «Árbol ejemplifical».
Se trata, pues, de una antología de obras más que de fragmentos escogidos —este tipo de antologías dan una fisonomía trucada, maquillada, de un autor, en apariencia más bella pero menos real—. Aquí no faltan algunas ramas áridas y resecas de su Árbol, que enmarcan, histórica y psicológicamente, algunas de sus más bellas páginas.
Tratándose de una antología de obras, si en ella se incluye el Libro de maravillas, casi forzosamente queda excluido el Llibre d’Evast e d’Aloma e de Blanquerna son fill —nombre cambiado y embellecido por Blanquerna— y, en consecuencia, el Libro de amigo y amado, que forma parte de él, tal y como el fascinante Libro de los animales entra en el De maravillas incluido en este volumen. Además, una antología no puede abarcar el extensísimo Llibre de contemplació en Déu, al que se ha podido denominar, y con indudable autoridad, la Summa mística de la Edad Media latina, comparable en su más restringido marco, con la Summa teológica de santo Tomás y con la canónica o jurídica de san Ramon de Penyafort.
En contraste con estas exclusiones, y con otras igual de comprensibles, se incluye, a modo de autobiografía, la Vida coetánea, que no es un escrito de Ramon, sino un dictado oral, tomado, y estilísticamente embellecido, por sus amigos los cartujos parisinos de Vauvert. Éstos, desde la Edad Media, ofrecían a los estudiantes de la Sorbona que se sentían atraídos hacia la contemplación, un remanso acogedor. Aquel valle verde —ahora nos lo recuerdan los verdores del parque de Luxemburgo, trazado sobre sus ruinas inexistentes— es, además, un hito capital en toda la historia del lulismo.
A pesar de las objeciones que alguien podrá oponer a la inserción —y en primer lugar— de la Vida coetánea en una colección de obras lulianas, yo veo en ello, desde un punto de vista historiográfico, un hecho muy coherente con la importancia que en la actualidad se concede a la historia —en este caso, a la biografía— oral.
Conversión de Ramon. Simbiosis de cultura
Se ha discutido sobre si la Vida coetánea era una pieza histórica o una obra «hagiográfica».[1]
Si por pieza histórica se entiende un escrito cuyos asertos pueden ser controlados con otra documentación, no se podrá dudar de su historicidad: el desarrollo de toda la vida de Ramon, tal como geográfica y cronológicamente en ella se refleja, se va comprobando en los colofones de sus obras y en otros documentos contemporáneos, con algunos períodos narrados con más detalle y con otros, ciertamente, más concisos. Esta veracidad en los hechos exteriores nos cerciora de la autenticidad de las conmovedoras experiencias espirituales que allí se leen; hablo de autenticidad como de veracidad subjetiva y psicológica, pues siempre es muy difícil, y más aún en un hombre tan imaginativo como Ramon Llull, separar en las experiencias místicas lo que tienen de contenido real de lo que es sólo una realidad de conciencia íntima.
Si por pieza hagiográfica se entiende únicamente un escrito redactado con un profundo sentido de amor y de admiración, incluso de veneración, también podríamos incluirla, con un poco de impropiedad, en el género hagiográfico. Me refiero al texto latino original, pues el traductor mallorquín cuatrocentista, al verterlo al catalán, lo manipuló en un doble sentido: multiplicó los epítetos de alabanza al nombrar al maestro Ramon, y atenuó aquellos hechos y expresiones que podrían desorientar a los lectores piadosos y, a la vez, exaltar más a los implacables inquisidores que desde hacía un siglo se esforzaban en colocarlo en el infierno de los autores heréticos.
La Vida coetánea no nos da a conocer el estamento social del que provenían Ramon y su familia. De ésta sólo sabemos, por otras fuentes,[2] que el padre homónimo debió de tomar parte en la conquista de Mallorca el año 1229, y que en 1246 ya había muerto. Un tío de nuestro Ramon, llamado Pere Amat, parece revelarnos el apellido de la madre, más que un apodo del linaje o un apellido primitivo, cambiado después por Llull al establecerse una rama en el nuevo reino cristiano de Mallorca.
Es cierto que la documentación barcelonesa referente a la familia de Ramon Llull —en el supuesto de que no se tratara de personajes homónimos— no otorga a sus miembros el epíteto de caballeros. Pero este detalle no tiene un valor excluyente tratándose de documentos sobre transacciones económicas, y no de testamentos o de contratos matrimoniales.
Ni tampoco, como ha supuesto alguien,[3] de la predilección por los burgueses que, más adelante, mostrará el maestro Ramon, puede deducirse que los Llull perteneciesen a ese estamento. Puesto que el mayor aprecio de la burguesía, que de la nobleza feudal o militar, era una nota característica de los que gravitaban en la órbita de los franciscanos «espirituales», o simplemente de los reformistas medievales, como era Ramon Llull.
Por otra parte, a pesar del respeto e incluso de la benevolencia que sentía Jaime I por los burgueses de Barcelona y de Mallorca, difícilmente habría buscado en ese ambiente —y ni siquiera en los burgueses catalanes ennoblecidos en Mallorca por derecho de conquista— a un hombre que hubiera de ejercer un cargo tan específicamente palatino como el de senescal de su segundo hijo, Jaime, el futuro rey privativo de Mallorca, conde de Rosellón y Cerdaña y señor de Montpellier. Es también significativo —aunque en grado menor— que su hija Magdalena pudiera casarse con un Pere de Sentmenat.
Pues Ramon Llull, cuando recibió el golpe de gracia que le alejó de su vana enamorada, y que él proyectó en la Vida coetánea en forma de una serie de apariciones de Jesucristo, estaba casado con Blanca Picany, que le había dado dos hijos: la citada Magdalena y Domènec, cuya estirpe recaerá en la de los que más tarde serán los marqueses de Barberà y de la Manresana. Ramon recordará, con añoranza y nostalgia, a su mujer e hijos en Desconsuelo (estrofa XIV).
El lector hallará en la Vida coetánea cómo sintetizó su conversión a Dios en un triple deseo: prepararse y disponerse al martirio, escribir una larga serie de libros para convencer a los infieles —que, en Mallorca, eran los musulmanes—, y fundar monasterios donde algunos «hombres sabios y letrados» aprendieran la lengua de los árabes y las del resto de los infieles para poderles «predicar y manifestar la verdad de la santa fe católica».
El aprendizaje del árabe con un esclavo musulmán le llevará a crear un nuevo método persuasivo, una síntesis de doctrina cristiana occidental —la escolástica del siglo XII, quizá aprendida con los franciscanos y dominicos de Mallorca, y seguramente con los cistercienses de La Real— y de sistema oriental arabigohebraico. Al dictar en París la Vida coetánea, atribuirá aquella síntesis a una gracia especial del Señor, a una «iluminación» que conducirá a sus discípulos y admiradores a llamarlo «el doctor iluminado». Pero el mismo texto, casi autobiográfico, da una pista para explicarnos la gran iluminación de Randa: el resplandor súbito de una clarificación intelectual en un hombre que, durante largo tiempo, había alternado los estudios filosófico-teológicos de cristianos y musulmanes, en busca de un método de convicción dirigido a la conversión de éstos: en resumen, un fruto del estudio consciente y de una larga elaboración subconsciente.
Es difícil resumir en pocas líneas los resultados de las investigaciones pretéritas y actuales sobre el legado oriental en el pensamiento y el método lulianos.[4] En nuestros tiempos, se hace una distinción entre un primer elemento oriental, ya presente en la primeriza Art abreujada d’atrobar veritat, y otros elementos que se suman a medida que sus expediciones misioneras le ponen en contacto más inmediato y directo con los alfaquines del norte de África.
Son claros elementos árabes, entre otros, la lógica de Al-Gazali, que él mismo tradujo —en realidad refundió— en versos catalanoprovenzales; el realismo que da a las «dignidades» o atributos divinos; el afán de aducir «razones necesarias» —en realidad, simples congruencias, según su testimonio— para probar las verdades de la fe.
Del mundo hebraico le llegaron, además de ciertos elementos que en definitiva provenían de la cultura islámica, dos importantes rasgos cabalísticos: la representación de las ideas por medio de letras —que él insertará en su traducción de Al-Gazali— y algunas tempranas combinaciones de letras-ideas en figuras. La historia de su Arte combinatoria será la de la constante ampliación y reducción de las letras simbólicas de sus círculos que, moviéndose en continua rotación, producirán figuras nuevas o de mayor compendio. Su aumento o su disminución estará siempre en función de la mayor o menor eficacia para probar las verdades de la fe por razones «necesarias».
Viajes y obras
El hecho de comenzar esta antología por la Vida coetánea lleva a proseguir la relación breve de su vida antes de pasar a examinar los demás escritos en ella recogidos; tanto más que su vida será el itinerario de sus viajes y la redacción de sus obras. Ramon viajaba siempre con los útiles necesarios para escribir, y a veces incluso con algún amanuense. No repetiremos todo lo que dictó a los cartujos de Vauvert —el lector ya lo saboreará por sí mismo en este libro—; únicamente lo resumiremos y, a la vez, lo completaremos.
Entre la fulgurante conversión de Ramon (1263/5) y el aprendizaje del árabe con un esclavo musulmán que le llevará, a través de los caminos ya insinuados, a la iluminación de Randa (1273/4?), se interpone la peregrinación a Nuestra Señora de Rocamador y a Santiago de Compostela. La época más trascendente parece que fue la última, en Barcelona, donde san Ramon de Penyafort le disuadió de ir a estudiar a la Sorbona y le convenció de que debía regresar a Mallorca. Interesante este encuentro —la Vida coetánea habla de Penyafort como de una antigua amistad de Llull, en los años en que éste debió de servir al infante don Jaime de Cataluña— entre el «Ramon lo foll» (el loco) y el Ramon de la sensatez, de la ponderación jurídica de Cataluña. Gracias a éste, Ramon Llull no fue un escolástico más, de los que salían de París, sino uno de nuevo cuño, injertado de cultura arabigohebraica. No hay que olvidar que Penyafort, durante sus tres años de generalato en su orden (1237-40), había dado un nuevo impulso a la creación de estudios de lenguas en los conventos dominicos de la España reconquistada y en el norte de África; y que, en Mallorca, un primer intento de apostolado indígena —como diríamos ahora— había sido el del lego dominico Fray Miquel Bennàsser, converso del islamismo. Pocas veces en Cataluña la conjunción del arrebato y de la sensatez ha dado frutos más lozanos que los que brotaron del encuentro de los dos Ramones en Barcelona, los dos hombres más universales de toda la cultura catalanomallorquina del siglo XIII.
De aquella afortunada conjunción nació, unos años más tarde, hacia 1274, el primer esbozo del Arte luliana, el Art abreujada d’atrobar veritat, precedida ya del Libro del gentil y los tres sabios, disputa racional y razonada entre un cristiano, un judío y un sarraceno.
En este temprano libro, Ramon Llull se enfrenta con el amplio —aunque, para él, restringido— mundo arabigohebraico. Muy pronto sus lecturas teológicas, antes incluso que sus contactos personales, le llevarán a confrontarse con las Iglesias orientales separadas de Roma. En el casi contemporáneo Llibre del Sant Esperit, hijo legítimo del Gentil y del Art, ya mantiene una disputa con un griego ortodoxo sobre la «procesión» de la tercera persona de la Trinidad.
Desde el principio, el mismo ritmo de su pensamiento le empujó hacia un doble movimiento de contraste: del reflejo de las «dignidades» de Dios en las criaturas, al Dios uno y trino en el que aquellos reflejos se convierten en absolutos e identificados; de Dios y de sus dignidades, a las similitudes que Aquél y éstas siembran en las cosas creadas. Su Arte combinatoria, que más adelante concretará en el título Libro del ascenso y descenso del entendimiento, le había llevado, incluso antes de ser condensado en el Art abreujada, a los siete gruesos volúmenes del Llibre de contemplació en Déu, obra en principio escrita en árabe y traducida luego por él mismo al catalán (1272/4?). Hombre de contrastes, sabe unir y reunir lo que era casi un racionalismo teológico de sus razones «necesarias» con la mística más ardiente, de tradición a la vez agustiniana y árabe; la pura elucubración teológico-mística de aquel decenio 1265-75, con una subsiguiente vida viajera dedicada a la acción; los continuos cambios escenográficos, con un afán constante de escribir libros y más libros para convertir a los infieles y, como preparación y condición necesarias, para promover la reforma de la Iglesia y de la sociedad.
Ya hemos visto que uno de sus tres propósitos iniciales era el de construir monasterios donde los futuros misioneros pudieran aprender las lenguas de los infieles, para enseñarles después, con mayor facilidad, las verdades cristianas. Ahora a ello viene a añadirse la idea de hacerles aprender, a la vez, el arte probatorio que él había recibido por la iluminación de Randa. La ocasión propicia se presentó en 1276, cuando, muerto el año anterior el Conquistador, le sucedió como rey de Mallorca aquel infante don Jaime de quien Ramon había sido senescal en su juventud. Ese mismo año, Jaime II de Mallorca instituía, desde su señorío de Montpellier —y el papa lisboeta Juan XXI (el Pedro Hispano autor de las Summulae logicales y del Thesaurus pauperum) lo aprobaba desde Roma—, el monasterio franciscano de Miramar.
De hecho, éste tuvo una vida breve, desde 1279 hasta 1292/3, fecha en que, por razones aún no del todo aclaradas, aquel ideal luliano se derrumbó.[5] Si él no era hombre para crear instituciones estables y duraderas, sí consiguió en cambio que se interesara por ello el Concilio de Viena en el Delfinado (1311-3), y las cátedras que éste mandó crear de lenguas árabe, hebrea y caldea en las universidades de Oxford, Bolonia y Salamanca, y en la corte pontificia, influyeron, un siglo y medio más tarde, en el renovado interés que la cultura del Humanismo y del Renacimiento sentirá por aquellas lenguas exóticas.
Ramon Llull se dio cuenta muy pronto de que, para crear en Occidente un ambiente propicio a sus proyectos misioneros, era precisa una previa y profunda reforma de la Iglesia y de los cristianos, y se encontró, de repente, integrado en los movimientos reformistas de su época. Y como éstos, centrados preferentemente en los franciscanos «espirituales», se habían apropiado un redivivo deseo de reconquistar Tierra Santa, en la línea teológica de Gioacchino da Fiore († 1202), este nuevo ideal se sumó a los primitivos propósitos de Ramon Llull, por lo tanto, más bien como un reflejo de aquellas corrientes europeas que como por generación espontánea en un hombre nacido en una isla recién reconquistada al islam.
Los papas a los que Ramon Llull solicitó propiciar sus variados y elevados proyectos fueron casi todos los de su tiempo: Honorio IV, Nicolás IV y Celestino V, Bonifacio VIII y Clemente V. Los reyes: Jaime II de Mallorca y su sobrino Jaime II de Cataluña y Aragón, Felipe el Hermoso de Francia y Federico de Sicilia. Incluso intentó encontrar apoyo en los franciscanos y dominicos, en los templarios y hospitalarios, y en el Estudio General de París.
Estas solicitudes a menudo iban unidas a escritos suplicatorios y a tratados doctrinales. Aquí bastará recordar sólo los de mayor valía literaria. Ya los había precedido el Libro de la orden de caballería, que iba a difundirse ampliamente por toda Europa hasta más allá del siglo XV; Blanquerna, de fecha incierta, y el Libro de maravillas del mundo, sobre el que habré de insistir más adelante; y, sobre todo, en lo que a la cruzada se refiere, el Llibre del passatge, presentado en latín a Nicolás IV, en 1291/2, con el título de Tractatus de modo conuertendi infideles, libro que representa casi un cambio de dirección en su pensamiento misionero: se trata de una terminología anacrónica, pues el vocablo missio en este sentido únicamente apareció en el Occidente latino bien entrado el siglo XVI, cuando las grandes empresas apostólicas eran ya un encargo, una «missio», de las autoridades eclesiásticas y, en particular, del sumo pontífice.
El cambio aludido consistió en que, si bien el capítulo 346 del primitivo Llibre de contemplació ya había apuntado, tímidamente, la idea de una cruzada contra Tierra Santa, es en este Tractatus donde se presenta la cruzada militar como un medio de abrir camino a la predicación misionera, fundamentada en el Arte combinatoria.[6]
Túnez y Bugía
Después de haber permanecido un tiempo en Montpellier, Ramon abandona en 1290 este último dominio de su destronado rey don Jaime; en Génova traduce al árabe su Ars inuentiua ueritatis, y parte hacia Roma para pedir a Nicolás IV no sólo la fundación de otros colegios de lenguas con vistas a una cruzada persuasiva, sino también la reconquista de Tierra Santa como paso previo para la conversión razonable, si no racional, de todos los musulmanes. El cambio de actitud que representaba el mencionado Tractatus de modo conuertendi infideles de 1291/2, dirigido a Nicolás IV, refleja la conmoción de toda la cristiandad ante la rendición de San Juan de Acre, y nos revela a un Ramon Llull tan atento a sus ansias místicas y racionales como a las coyunturas políticas del Oriente bizantino e islámico.[7]
No obstante, la curia romana no le acoge con demasiada benevolencia, y él se retira de nuevo a Génova para, desde allí, emprender una cruzada puramente espiritual, sin más armas que su Arte combinatoria. Es preciso leer con atención, en su Vida coetánea, las páginas dedicadas a su grave crisis de conciencia, entre su tendencia racionalizadora, que le acercaba a la orden de los predicadores, y su misticismo, que le inclinaba hacia la de los frailes menores. Una oscilación semejante había aflorado ya en el Llibre de contemplació en Déu, pero ahora la oscilación se convierte en tensión psicopática. Es difícil encontrar páginas semejantes en la Europa del siglo XIII. Probablemente fue entonces, en Pentecostés de 1293, cuando se vinculó de forma más estrecha con los franciscanos e ingresó en su orden tercera, a la que sabemos que perteneció.
Aun en medio de su gran crisis, sigue con interés y perspicacia la situación política del momento. Desde que, en 1285, su rey Jaime II de Mallorca había sido desposeído de la mayor parte de sus dispersos dominios, Ramon Llull era súbdito de su homónimo y sobrino Jaime II de Cataluña y Aragón, el cual fomentaba las buenas relaciones políticas y comerciales con el rey Abu-Hafs Omar I de Túnez. No en vano Ramon Llull se dirigió precisamente a Túnez en la segunda mitad de 1293.
Según su dictado autobiográfico, sus razones desconcertaron de tal modo a los musulmanes, que uno de ellos sugirió a su rey que le hiciera matar. Pero Omar se contentó con expulsarlo del reino, y Ramon buscó refugio en un navío genovés tras haber sufrido mil golpes e ignominias (primer martirio fallido de Ramon Llull).
En el refugio que le proporcionaba el navío, como si nada hubiera ocurrido, redacta, a mediados de septiembre, la Taula general —una vertiente árida de su Arte poliédrica—, que concluye en Nápoles el 13 de enero de 1294. Impertérrito, y persuadido de la infalible eficacia de sus razones necesarias y de su método combinatorio, el primero de febrero obtiene del rey Carlos II de Anjou permiso para predicar a los sarracenos de Lucera, y el 12 de mayo, el de discutir con los musulmanes que estaban prisioneros en el Castel dell’Ovo, frente a la ribera de Santa Lucía.
Vacante la Santa Sede desde la muerte de Nicolás IV (4 de abril de 1292), el impaciente Ramon no aguarda a la elección del nuevo papa. En julio de 1294 lo encontramos en Barcelona, justo un mes después de que Jaime II de Aragón hubiese enviado a Berenguer de Vilaragut a Túnez, como embajador para estar cerca del rey Omar.
Esta vez, sin embargo, Llull no vuelve a Túnez. En cuanto se entera de la elección del ermitaño Pietro da Morrone como papa Celestino V (5 de julio de 1294), estalla de alegría igual que todos los espirituales y promotores de la reforma de la Iglesia, y vuela a Nápoles, residencia del nuevo papa. Poco tiempo antes había terminado la Disputació dels cinc savis, que ahora eran ya un católico, un griego, un nestoriano, un jacobista y un musulmán, y la presenta en latín al sumo pontífice, junto con una Petitio Raimundi, en la que le ruega no permita que ninguno de los cuatro últimos grupos religiosos recién mencionados preceda a la Iglesia católica en la labor de convertir a la propia fe al nuevo pueblo que se dispone a entrar en la historia a través de Oriente Próximo —y que en sucesivas y diferentes oleadas iba a ser la angustia constante de toda la cristiandad hasta bien entrado el siglo XVII—. Ese interés de Ramon Llull por los tártaros hace prever que su futura experiencia misionera no se desarrollará en Berbería, sino en Asia Menor.
Entretanto, la renuncia de Celestino V al pontificado romano no lo hace cejar en su propósito: eleva la misma Petitio a Bonifacio VIII, también sin ningún resultado. En lugar de arrastrar su triste fracaso por los campos de Roma, entre 1295 y 1296 compuso allí la más bella y completa variante de su Arte, el Árbol de la ciencia, obra de la que volveremos a hablar, pues esta edición contiene un libro completo de ella.
En Roma traba amistad con el fraticelo provenzal Fray Bernat Deliciós, exulta con la paz firmada en Anagni entre el papa Caetani y el rey Jaime II de Cataluña y Aragón, y visita en Montpellier a su rey Jaime II de Mallorca, ya a punto de recobrar todos sus dominios. En París —donde en 1288-9 ya había enseñado en público su Arte con la protección del canciller de la Universidad Bertaut de Saint-Denis, y es probablemente a partir de entonces cuando se le empezó a llamar «maestro»—, entre 1297 y 1299 vuelve a escribir nuevos tratados y a luchar contra sus enemigos naturales, los averroístas, que se esforzaban por separar al máximo aquella fe y aquella razón que él siempre veía unidas.
Recala aún en Barcelona para interesar en sus proyectos de reforma interior y de cruzada persuasiva a los reyes Jaime II el Justo, de Aragón, y a su esposa Blanca de Anjou, hija de su protector, el rey de Nápoles Carlos II; y vuelve a probar la eficacia persuasiva de su Arte manteniendo disputas con musulmanes y judíos de la isla de Mallorca, donde desde 1298 volvía a reinar aquel Jaime II de quien había sido joven senescal.
Hasta poco antes de su muerte, Ramon Llull continuará escribiendo tratados y tratadillos apologéticos, pero el arco de sus grandes creaciones literarias ya se ha cerrado. Los quince últimos años de su vida estarán más bien consagrados a la acción misionera y a poner en peligro la vida del Amigo por amor del Amado.
Todavía en Mallorca, le llega, con un año de retraso, la verdadera noticia de la gran victoria de Ghazán o Kasán de Persia, Gran Khan de Tartaria, sobre los musulmanes mamelucos de Siria, y la falsa noticia de la recuperación de toda la Tierra Santa de manos sarracenas. Corre hacia Oriente, pero nada más llegar a la isla de Chipre se entera de que la victoria de los tártaros en Nedjamaa-el Morudí (23 de diciembre de 1299) no comportó la conquista de Jerusalén, a pesar de que los tártaros se habían aliado con el rey Aitón de Armenia Menor y con los caballeros del Temple y del Hospital, refugiados en Chipre y fortificados en Limasol a raíz de la caída de la ciudad santa en poder de los musulmanes.
En Chipre, Ramon se presenta al rey Enrique II de Lusignan, que normalmente residía en Nicosia, con el objeto de pedirle permiso para discutir con los monofisitas, los nestorianos y los infieles de la isla, e incluso para ir a convertir al sultán de Babilonia y rey de Siria y Egipto. Al de Lusignan, menos utópico, no le pareció oportuno otorgarle tales permisos. Pero Llull no perdió la ocasión de probar una vez más la fuerza de su arma combinatoria y dialéctica con cristianos disidentes de carne y hueso, y no ficticios como los del Llibre del Sant Esperit o los de la Disputació dels cinc savis.
De Famagusta, donde compiló el Llibre de natura, pasó a Limasol, donde el gran maestre de los templarios —precisamente aquel Jacques de Mollay, destinado a tan trágico destino— le acogió cordialmente, le hospedó en su propia casa, y es muy probable que fuese él quien le facilitara la navegación a Armenia Menor, cuyo rey era aliado de los templarios. Ni ahora, ni en otras situaciones similares, la Vida coetánea nos revela los resultados positivos de aquellas disputas. En Loyazo, capital de aquel reino cristiano, aunque no católico, parece que no consiguió gran cosa, si bien lo hallamos allí componiendo, para uso de los cristianos orientales y del Islam, el Llibre què deu hom creure en Déu.
Muy pronto volvió a Europa, a Génova, no tanto para escribir nuevos tratados persuasorios, como para preparar una cruzada armada, como si el haber conocido la realidad de Oriente Próximo le hubiera convencido de que, sin aquélla, era de todo punto imposible luchar contando únicamente con el Arte combinatoria.
Desde Génova, Llull había emprendido su primer viaje misional, documentalmente probado, en 1293 —otros viajes suyos anteriores, a África Septentrional o a Oriente Próximo, no pasan de simples conjeturas—; en Génova había encontrado siempre un ambiente favorable entre los núcleos piadosos de la época, donde destacaba su gran amigo Percivalle Spinola, elogiado por Ramon como amante del bien y fogoso enemigo del mal, cuando, desde París, en 1298, había dirigido a los venecianos allí cautivos, tras la batalla de Cúrzola, el precioso Llibre de consolació de venecians —más bello aún su título en latín: De consolatione uenetorum et totius gentis desolatae—; uno de los desconocidos destinatarios de esta pequeña obra era nada menos que Marco Polo, cautivo de aquella guerra entre las dos grandes repúblicas marineras de Italia.
En esta ocasión Ramon Llull permaneció poco tiempo en la Liguria: en mayo de 1303 escribía, en Génova, la Lògica nova, complemento de la Retòrica nova iniciada en Chipre; pero en octubre se encuentra ya en Montpellier, absorto en la composición de la Disputatio fidei et intellectus, como recuerdo y resonancia de las discusiones habidas en Chipre y Armenia.
Este breve período de Montpellier, de octubre de 1303 a febrero de 1304, se caracteriza por un retorno a escritos más bien filosóficos que teológicos, aunque ambas disciplinas, en su pensamiento y en su pluma, siempre se fundieron en una unidad superior.
En febrero de 1304, realiza una nueva escapada a Génova. El hecho de pasar, ahora, de la especulación filosófica de Montpellier a la apologética religiosa de la Lectura Artis y del Liber ad probandum articulos fidei per syllogisticas rationes podría hacernos pensar que intentaba embarcarse otra vez en busca de aventuras misioneras o que hubiese regresado cerca de sus buenos amigos genoveses para tantear las posibilidades de una nueva cruzada. Nos lo confirmaría, cuando menos, el hecho de que, nada más llegar a Montpellier y terminar allí, durante ese mes de marzo, el ya mencionado Libro del ascenso y descenso del entendimiento como vistoso cierre de la anterior etapa filosófica, compone también en ese mismo lugar El libro del fin, obra capital en los planes misioneros de Ramon Llull. En ella se concretan y precisan sus proyectos de una cruzada militar, y ya no como un simple sistema subsidiario, condicionado a la eficacia de su Arte y a la mayor o menor docilidad de los no cristianos hacia sus razones «necesarias», sino más bien como una empresa que era obligado llevar a cabo, a la vez, en Tierra Santa, para recuperar el santo sepulcro, y en Andalucía, para pasar de ahí a la Berbería. Se diría que en este libro se superponen las experiencias y los errores de Túnez del ya lejano 1293, y los de Chipre y Armenia en el reciente 1301.
Al terminar El libro del fin, en abril de 1305, la Santa Sede estaba vacante desde que el 7 de julio del año anterior Benedicto XI había muerto misteriosamente. Y la ejecución de todos los proyectos contenidos en aquel libro dependía tanto de la república de Génova y del siempre poderoso Jaime II de Aragón —ahora ya rey titular de Cerdeña y Córcega— como del nuevo papa. Una vez elegido, el 5 de junio, Clemente V primer papa aviñonés, Ramon Llull viaja con rapidez a Barcelona y entusiasma al rey a favor de su proyecto de cruzada en Andalucía, que coincidía con la política expansionista de Jaime II; le acompaña a Montpellier, donde ambos se encuentran con el nuevo pontífice durante su viaje desde su Sede anterior de Burdeos hasta Lyon.
También acudió Llull a Lyon para convencer al Papa como había convencido al rey, el cual había hecho llegar a manos del santo padre un ejemplar de El libro del fin. Precisamente en esa ciudad, mientras negocia la cruzada militar, afina y perfecciona el arma de su cruzada persuasiva, el Ars generalis ultima, iniciada en noviembre de 1305, que si bien será general y no particular, como las elaboradas en Montpellier, no será todavía la última.
Durante esta estancia en Francia, eleva una nueva Petitio al Papa y una Supplicatio a los profesores de la Sorbona a favor de sus planes; y, satisfecho con haber inducido a Jaime II de Aragón a la reconquista de Andalucía —concretada poco después, en 1309, en la campaña de Almería—, Ramon se prepara para una nueva aventura misionera en África: hacia mediados de 1307 se embarca en Mallorca rumbo a Bugía.
La Vida coetánea, tan parca en detalles acerca de los anteriores viajes a Chipre y a Almería, nos relata ahora, punto por punto, las disputas y, sobre todo, los sufrimientos y las torturas a que Ramon fue sometido; tantos que, según tradiciones de los primeros siglos del cristianismo, eran ya un martirio y bastaban para conceder a los que los padecían el título de mártires. El rey de Bugía, Abu l-Baqá Halid, no creyó oportuno condenarle a muerte, como le pedían. Los príncipes hafsidas de Bugía y de Túnez desde 1293 estaban en excelentes relaciones con Jaime II de Cataluña y Aragón, quien precisamente un año antes, en 1306, había conseguido que Abu l-Baqá extendiera a los mallorquines todos los privilegios otorgados a los catalanes. Se respeta, pues, la vida de Ramon, pero se le expulsa del reino.
En Bugía escribió, en lengua árabe, la Disputatio Raimundi christiani et Hamari saraceni. Pero sin duda no fueron las «razones necesarias» desarrolladas en esa Disputatio las que excitaron el furor del muftí y de sus discípulos, sino más bien la libertad con que predicaba la ley de Cristo e impugnaba la de Mahoma. Recibida la orden de salir del país, se llevó aquella obra y el resto de sus libros a una nave genovesa que zarpaba rumbo a Pisa. Se hicieron a la mar, pero no llegaron incólumes a Puerto Pisano: a la vista ya de este puerto, una tempestad —estamos en pleno invierno de 1307— parte la nave, y Ramón debe alcanzar la tierra a nado, perdidos sus ropas y todos sus papeles.
La leyenda martirial
Por fortuna, el náufrago fue excelentemente acogido en Pisa. Un ciudadano le hospedó en su casa, y así pudo escribir, de nuevo y en latín esta vez, aquella disputa de Bugía, terminar el Ars generalis ultima comenzada en Lyon, y redactar la útil y sintética Ars breuis quae est imago Artis generalis, verdadero resumen del Arte luliano destinado a una difusión capilar por todo el Occidente latino hasta nuestros días. Sin embargo, desde el punto de vista biográfico, parece más importante el hecho de que, a partir de entonces, Pisa alternará con Génova en los planes misioneros de Ramon Llull.
Incluso tras la partida de Jaime II de Mallorca desde Montpellier hasta las Baleares, a Ramon Llull le gustaba pasar temporadas en aquel señorío de su rey y señor natural. Le encontramos en Montpellier, siempre ovillando y desovillando los sutiles hilos de su Arte, durante los primeros meses de 1308. Pero los períodos de ocio filosófico y teológico resultan cada vez más breves. En marzo se encuentra nuevamente en Pisa, donde logra entusiasmar a muchos caballeros en la empresa de Tierra Santa, y donde un buen número de personas devotas le promete su apoyo económico. Más aún: el Común le entregó una carta para el Papa y los cardenales en favor de tal proyecto. Otras cartas parecidas le fueron entregadas por la ciudad de Génova, con otra oferta de ayuda económica. Ramon, apasionado como era, se prometía recoger hasta 30.000 florines sólo entre Génova y Pisa.
Pero la Edad Media agonizaba ya, y el ideal de cruzada sólo podía animar, de vez en cuando, a los reyes de Castilla y de Aragón, y englobarse también en otros proyectos más ambiciosos y vastos del rey Felipe IV el Hermoso de Francia.
Desde mayo de 1308 hasta el otoño de 1309 Ramon se refugia una vez más en Montpellier, donde alterna enigmáticos tratados filosóficos y teológicos con libros y proyectos en apariencia más positivos, aunque en realidad igualmente fantásticos, como el Liber de acquisitione Terrae Sanctae. Es muy probable, aunque no del todo cierto, que entre agosto y septiembre de 1308 recalase en Génova para compartir sus proyectos con Cristiano Spinola, y que se detuviera luego en Marsella para discutirlos también con Arnau de Vilanova. No obstante, hay indicios que permitirían datar este diálogo en una fecha anterior, entre agosto y septiembre de 1305, cuando parece ser que en San Víctor compilaba la vasta Expositio super Apocalypsi su gran compatricio Arnau de Vilanova, símbolo de la variada y unitaria cultura y vida de toda la corona catalanoaragonesa: de estirpe provenzal, posiblemente nacido en Aragón (en Villanueva de Jiloca), incardinado como clérigo en Valencia, clásico de la lengua catalana y profesor de medicina en el Estudio de Montpellier fundado por Jaime II de Mallorca. Ése sería el único contacto de estos dos personajes, que se movían con la misma desenvoltura en su patria, en Occitania y Provenza, en el norte de Francia, en toda Italia y en Sicilia, sin apenas cruzarse en sus zigzagueantes itinerarios.
La última estancia de Ramon Llull en la capital francesa, entre noviembre de 1309 y septiembre de 1311, se caracteriza de nuevo por las lecturas públicas de su Arte a los alumnos e incluso a algunos profesores de la Sorbona, y por la lucha antiaverroísta, que inspira cavilosos razonamientos incluso a las gentiles damas simbólicas del bellísimo Del nacimiento de Jesús Niño. Es también en esa época cuando dicta lo que casi sería su autobiografía a los cartujos de Vauvert, que ellos reelaborarán en latina y rítmica prosa monástica.
Es asimismo éste el primer y único período de su vida en que se acerca algo a los proyectos de Felipe el Hermoso sobre el Mediterráneo oriental: la restauración del Imperio latino de Constantinopla y la reconquista de Jerusalén; proyecto, el primero, que incidirá en el asesinato de Roger de Flor en Adrianópolis, en la venganza catalana en Bizancio, y en la creación de los ducados catalanes de Atenas y de Neopatria, en Grecia.
Ni directa ni indirectamente intervino Llull para nada en la persecución de la orden militar de los templarios, ni en la feroz ejecución de su amigo el gran maestre Jacques de Mollay; a pesar de que, una vez aniquilada esta orden, diera fe a la propaganda que sobre sus crímenes y maldades habían programado Felipe el Hermoso y sus ministros. Como los reyes de Francia y Aragón, también Ramon Llull favorecía la unificación de las órdenes militares, para así facilitar mejor la cruzada de Tierra Santa; pero se oponía decididamente a los designios de Felipe IV de que el caudillo fuera un príncipe real de Francia y no un miembro de las mismas órdenes militares.
Al margen de los proyectos franceses, Ramon Llull promovió la cruzada contra Granada, proponiendo a Jaime II de Cataluña y Aragón como jefe militar —proyecto irrealizable, dados los pactos precedentes entre Castilla y Aragón—. Aprobaba, en cambio, la alianza de Francia con los turcos, que aún no eran musulmanes, y, a la vez, con la compañía catalana que Andrónico II había llamado a Bizancio.[8]
Cuando el fin de esta estancia parisina de Ramon Lull estaba cercano, la convocatoria del Concilio de Viena vuelve a darle un aliento esperanzador, empañado, no obstante, por un velo de sutil melancolía y desencanto, que envuelve todo el poema Lo concili. Camino del Delfinado, discute de la reforma de la Iglesia y de sus planes misioneros con un clérigo mundano, que tilda de fantasioso a su compañero de viaje; enseguida, sus razonamientos fueron trasladados a la Disputatio Raimundi phantastici et clerici, o, con un título más bello y conciso, Liber phantasticus. Recién llegado a Viena, escribe y presenta a los padres conciliares un escrito a favor de la cruzada, la Petitio Raimundi in concilio generali ad adquirendam Terram Sanctam, y verdaderamente consigue, en 1312, aquel decreto sobre la enseñanza de las lenguas al que hemos aludido al comienzo de esta introducción.
Sin embargo, por su propia experiencia, Llull no podía fiarse demasiado de la curia pontificia y, después de pasar de nuevo por su predilecta Montpellier (mayo de 1312), se retira por algún tiempo en Mallorca, desde julio de 1312 hasta abril del año siguiente, para disponerse a su última expedición misionera con una doble preparación: la disputa real y efectiva con los judíos y los musulmanes de la isla, y la reelaboración de escritos apologéticos y persuasivos, como el Liber de participatione christianorum et saracenorum, de título tan bellamente ecuménico, y una doble Arte predicatoria: el Ars maior y el Ars breuis praedicationis.
Él desea que el Papa, los cardenales, el nuevo rey de Mallorca, Sancho —hijo del Jaime II confinado, un tiempo, en Montpellier—, el obispo Guillem de Vilanova, y cuantos estén relacionados con los sarracenos, difundan el libro Quae lex sit melior, maior et uerior; y dedica el tratado De nouo modo demonstrandi al rey de Sicilia Federico II (llamado también Federico III, como biznieto del emperador Federico II Hohenstaufen, a pesar de que Federico I no hubiera dominado directamente aquel reino), y también al arzobispo de Montreal, Arnau de Reixac (antes arcediano de Xàtiva).
Interesante y sintomático este recurso al visionario rey de Trinacria, sobre quien siempre habían puesto su mirada, como protector decidido y convencido, los espirituales franciscanos y su caudillo laico Arnau de Vilanova, sobre todo después de las disputas de 1308 en Aviñón, con los franciscanos de la Comunidad, y más aún desde que, en 1309, Jaime II de Aragón les había retirado su confianza.
Ramon Llull debió de convencerse de que los sueños de cruzada que el rey Federico seguía acariciando, el ambiente espiritual de su corte inspirado en las directrices del maestro Arnau de Vilanova, y la vecindad con la Berbería, eran invitaciones muy persuasivas para trasladarse a Mesina: junto con Catania, una de las ciudades preferidas de los reyes sicilianos de la casa de Barcelona.
El 26 de abril de 1313 Ramon dicta, pues, en Mallorca, su testamento, disponiendo preferentemente sobre su herencia literaria y doctrinal: había que hacer tres series completas de sus obras, para depositarlas en Mallorca, París y Génova. La historia del lulismo tendrá como centros Mallorca y París, pero no Génova. No podemos detenernos, en esta introducción, en la fortuna de Ramon Llull en toda Europa, ni como plasmador de una lengua e iniciador de una literatura, ni mucho menos como representante máximo de una corriente doctrinal que triunfará más en el Renacimiento que en la Edad Media y que sigue interesando aún en nuestros días. Sólo deseo notar aquí, a propósito de su testamento, que Ramon Llull fue más bien un hombre rico que acomodado, dueño de una fortuna que le permitió atender al sustento de su mujer y de sus hijos y a todos los gastos de sus viajes y de sus colaboradores y amanuenses. Un hombre ligado a cualquier orden religiosa con voto de pobreza no hubiera gozado de la libertad de movimiento y de pensamiento que le es característica.
En mayo de aquel mismo año 1313, un mes después de haber dictado su testamento, zarpa hacia Mesina, donde permanecerá un año entero. Es un período muy fecundo, durante el cual escribe casi únicamente breves opúsculos, con preferencia de tipo teológico. Aun así, el ambiente espiritual de la corte del rey Federico rezuma en su última obra mística, el Llibre de consolació d’ermità, de agosto de 1313. Es en este ambiente donde Llull se prepara para la última expedición africana.
En mayo de 1314 termina, en Mesina, el De ciuitate mundi, y el 4 de noviembre se encuentra ya en Túnez. Como nos falta la relación casi autobiográfica desde 1311, no conocemos nada de sus disputas reales con los sarracenos. No obstante, pueden considerarse un indicio de ellas las cinco pequeñas obras teológico-apologéticas que escribió allí. La última, con un título bien unitario y luliano, Liber de maiori fine intellectus, amoris et honoris, está fechado en Túnez en diciembre de 1315.
Esta es la última fecha cierta de su vida. Así como es incierto que naciera en 1232/3 o en 1234/5, es tan sólo una conjetura razonable que muriera en 1316.
Pero la leyenda hagiográfica,[9] para encontrar una explicación a la presencia de sus despojos en Mallorca, reunió varios pasajes de la Vida coetánea, y fingió un último viaje de Ramon Llull a Mallorca, una segunda travesía a Bugía, la lapidación por parte de los sarracenos, y la piedad de algunos mercaderes genoveses que intentan llevárselo a Génova, ya agonizante. Pero una tempestad más piadosa aún les aparta de su primera ruta y les conduce a Mallorca, en cuya amplia y luminosa bahía muere el mártir de Cristo, y es sepultado con gran pompa en la iglesia de San Francisco.
Este último dato es el único históricamente válido de toda esta relación, pues ya lo asevera en 1365 un enemigo teológico de Ramon Llull, bien informado de su vida y escritos, el inquisidor Nicolau Eimeric. Muy pronto, la veneración de que era objeto le envolvió con aquella piadosa leyenda.
Bastaba trasponer a sus últimos días muchos detalles de la mencionada expedición a Bugía en 1307: la amenaza de lapidarle se convierte ya en una lapidación real; los mercaderes genoveses no recogieron un cuerpo venerable a causa de los seis meses de prisión sufridos por Cristo, sino un cuerpo martirizado y exangüe; la tempestad no les condujo a Pisa —como en 1293/4— o a Génova, sino a Mallorca, y no azarosamente, sino bajo una especial guía de la Providencia.
Esta leyenda permitía, además, explicar el título de mártir, que debió de brotar de forma espontánea a medida que se divulgaba, primero en latín y luego en la traducción al catalán hecha en Mallorca, la Vida coetánea, tan detallada al relatar los padecimientos de Llull en África.
Hace algunos años, cierto antilulista lanzó la hipótesis de que el título de mártir le fue otorgado, inicialmente, por algunos fraticelli lulianos después de que Gregorio XI, en 1376, condenase sus escritos, del mismo modo que el franciscano Peire Joan Olieu y otros espirituales y fraticelli habían sido apellidados mártires tras la condena de sus obras por parte de la Iglesia. El fundamento de ese aserto se explicita en el Dialogus contra lullistas de Eimeric.
Pero una cosa es que algunos fraticelli de finales del siglo XIV hayan admitido, sin dudarlo, aquel origen del título de mártir otorgado a Ramon Llull, y otra distinta que la leyenda hagiográfica de su martirio no hubiera podido brotar, a la vez y directamente, del dictado autobiográfico del propio Llull, tan rico en detalles sobre sus sufrimientos en Túnez y Bugía. Bastan los cambios cronológicos que he señalado para poder explicarse este punto, sobre todo si se tiene presente que el culto a los mártires que no habían muerto durante el martirio tenía una larga tradición desde la más remota hagiografía cristiana.
De esta manera, el Maestro Barbaflorida de París llegó a ser el Maestro Ramon Llull, Mártir de Cristo. La leyenda venía a sellar toda una vida legendaria.
El Libro de maravillas y el Árbol de la ciencia
Al hablar de los rasgos biográficos de Ramon Llull, que acabo de presentar, he dejado un poco a un lado su primera estancia cierta en París en 1288/9, porque había de volver a ella más detenidamente a propósito del Libro de maravillas, su única obra extensa que se recoge en la presente antología.
Esta novela, titulada también con el nombre de su protagonista Félix, es la obra más conocida de Ramon Llull después del Llibre d’Evast e d’Aloma e de Blanquerna son fill, cuyo protagonista llevaba originariamente el nombre del santuario de Nuestra Señora de Blanquerna, aún venerada en una capilla y una fuente cercanas a las ruinas del palacio imperial de Constantinopla; pero la eufonía, y la propincuidad a la blancura atribuida a la Virgen, convirtieron aquel exótico nombre en el más cercano de Blanquerna.
Félix y Blanquerna flanquean la entrada a la novelística en la literatura catalana.
Pues, a pesar de su parentesco con la literatura quodlibetal de la escolástica, en la que los alumnos proponían a sus maestros las cuestiones más variadas y abstrusas —circa quodlibet significa «sobre cualquier tema»—, el Libro de maravillas no es, por su propia estructura, una obra didáctica, sino narrativa: una novela doctrinal, como Blanquerna. Puede que la difusión de aquélla con el falso título de Félix —falso, pero más adecuado para una novela, como ocurrió con Blanquerna— viniera a acentuar su carácter novelístico.
Una y otra son doctrinales. Sólo que la doctrina del Blanquerna es sobre todo moral, y la del Félix más bien enciclopédica, con su maridaje típico luliano de ciencia y sabiduría, de cosmología y teología.
Claro que ambas novelas lulianas son radicalmente distintas de las novelas modernas, contando como tales las del siglo XVIII hasta nuestros días; tan distintas como los problemas metafísicos lo son de los problemas humanos. Pero su distancia estructural respecto a las novelas del Renacimiento y del Barroco ya no nos parece tan grande.
Tanto en estas últimas como en las medievales hay una idéntica evasión del mundo real, por más que el mundo buscado por el novelista de los siglos XV a XVII sea, por lo general, un mundo ideal de ficción —caballeresca o arcádica—; y cuando se daba el caso de una ficción filosófica, se entraba más bien en el campo del hombre y de la política. En cambio, el mundo de la novelística luliana era un mundo ideal de perfección moral o religiosa e incluso de metafísica trascendental.
Littré ha calificado al Félix de roman à tiroirs,[10] una verdadera novela episódica, una especie de novela de caballerías a lo divino. Del mismo modo que Guy de Warwick o Tristán salían a correr mundo en busca de aventuras o a la conquista del Santo Grial, Félix, empujado por su padre, que lloraba la muerte de la sabiduría y de la caridad en este mundo, recorre montañas y valles, yermos y ciudades, ermitas y castillos, maravillándose de las maravillas esparcidas por Dios por todo el mundo, alabándole con gratitud, y procurando que todo el mundo le admire y le elogie por ello. El libro es un precedente inmediato de aquella Scientia libri creaturarum seu naturae, siue de homine, es decir, de la «Ciencia del libro de las criaturas o de la naturaleza, o sea, del libro del hombre», con el que Ramon Sabiuda lanza el lulismo a todo el mundo espiritual del Renacimiento: el lulismo místico, a la contemplación ignaciana del amor, y el lulismo filosófico, a aquel último brote de todo el Humanismo europeo que es Michel de Montaigne.
Por doquier late un fuerte aliento: tras las idílicas descripciones paisajísticas, en las lecciones científicas que los sabios ermitaños explican a Félix, en los pintorescos ejemplos que las confirman y colorean gustosamente.
Y todo ello, a través de un viaje fantástico e irreal, en el que el joven viajero, maravillado, se encuentra siempre en idéntico ambiente, como si el telón de fondo recorriera el mismo camino que él: un bello bosque, junto a una clara fuente, ante un santo ermitaño, siempre el mismo también, tanto si se llama Blanquerna como si permanece en el anonimato, «con sus libros y su sabiduría». Este ermitaño múltiple y único, que contempla y adora a Dios constantemente, revela al joven impaciente, con lentitud eterna, las maravillas de Dios, del mundo y del hombre, al cual dedica más de la mitad del libro.
Y como el hombre central de toda la obra es Félix, se explica así todavía más que muy pronto fuera apellidada Félix, y Félix o maravillas del mundo.
El título genuino, sin embargo, Libro de maravillas, no parece haber sido pura invención luliana. Se puede sospechar, con gran probabilidad, que le fue sugerido por otro parecido, el De mirabilibus urbis Romae, con que en la Edad Media eran conocidas las guías para los peregrinos de la ciudad imperial y de la ciudad santa de Occidente. Este último título, hallado y formulado a finales del siglo XII o a principios del XIII, alternando con el De mirabilibus quae Romae quondam fuerunt uel adhuc sunt, estaba destinado a hacer fortuna: desde entonces se empezó a denominar Mirabilia a todo aquel género literario.
Ramon Llull halló ya dicho título en plena moda. Poco después de él, en 1298-9, aquel famoso viajero veneciano, Marco Polo, que en 1295 había regresado de China y de Japón, y a quien hemos encontrado tres años más tarde prisionero en Génova, al dictar en esa ciudad sus afanosas aventuras a fray Rusticiano de Pisa, las titulará Les merveilles du monde. Este título pasó a la versión latina, y, como había ocurrido ya con los Mirabilia urbis, se convertirá en un título genérico para todos los relatos de viajes; cabe recordar el De mirabilibus mundi de Jean de Mandeville († 1376), que tanto renombre consiguió y que muy pronto pasó a la prensa incunable.
Así pues, no es verosímil que el título luliano influyese en los títulos francés y latino del Milione de Marco Polo (así se rotuló la traducción veneciana, a causa del apodo de su rica familia y de su fastuoso palacio en la ciudad de las lagunas). En cambio, es posible que el título francés o latino de Marco Polo influyera en el hecho de que el Félix fuera también denominado, en un segundo tiempo, Libro de maravillas del mundo.
He afirmado que este es anterior a Il Milione. La sola circunstancia de ser un libro no fechado de Ramon Llull nos permite creer que es anterior a 1294, pues desde entonces su práctica constante fue consignar en el explicit de sus escritos el lugar y la fecha de composición.
Además, existen otros dos indicios que no nos autorizan a retrotraerlo hasta antes del año 1286. Por una parte, todos los otros libros de Ramon Llull que en él se mencionan (el Libro de los ángeles, el Caos, el Gentil, el Libro de los artículos, el Art demostrativa y la Doctrina pueril) son anteriores a dicha fecha. Por otra, mientras en Blanquerna (cap. 76, 12) alaba la secta de los apostólicos, fundada hacia 1260 por Gherardo Segarelli, en el Félix la ataca con aspereza, como estamento hipócrita de hombres que «no predican ni hacen lo que los apóstoles hacían», y tales que «sus obras no concordaban con el hábito que llevaban» (cap. 56). Este ataque tan radical del maestro Ramon tan sólo puede explicarse atribuyendo el Libro de maravillas a una época posterior al 11 de marzo de 1286, fecha de la primera condena de los apostólicos por el papa Honorio IV, apoyada en ciertos errores doctrinales de Segarelli y en el quietismo inmoral que practicaban con algunas «apostólicas de Cristo».[11]
Para precisar más la fecha entre aquellos dos años extremos —1286 y 1294—, es preciso averiguar el lugar de su composición. Los prólogos de las obras lulianas contienen, a menudo, alusiones a circunstancias autobiográficas que nos explican la ocasión y los motivos de su redacción. El del Félix nos informa, de pronto, de que «en tristeza y pesadumbre se hallaba un hombre en extraña tierra», y tanto los lulistas antiguos como los modernos han creído que esa extraña tierra era París. Se podría encontrar una confirmación en el hecho de que el Félix se acercaba mucho al tipo de novela francesa de aventuras, más al alcance de Llull en París que en Mallorca, en Montpellier o en Roma.
Podemos conjeturar una probable estancia del maestro Ramon en París hacia 1286, pero sabemos de otra, contrastada, en 1288-9. La primera depende de cuanto explicaremos más adelante sobre los primeros contactos inciertos entre Ramon Llull y el nuevo rey de Francia, Felipe IV, y también de la cuestión de si el Desconsuelo, según se comprobará en las páginas siguientes, es de 1295 o de 1305. En la primera hipótesis, como Ramon Llull dice (estrofa XIV) que después de esbozar sus planes misioneros había asistido a tres capítulos generales de los frailes predicadores, podría haberse hallado presente en el celebrado en París en 1286.
En cambio, la estancia de 1288-9 es totalmente segura, pues la Vida coetánea nos confirma que llegó allí siendo canciller de la Universidad Bertaut de Saint-Denis, quien regentó ese cargo a partir de diciembre de 1288, y al año siguiente Ramon ya escribía en Montpellier su Ars inuentiua ueritatis.
De la lectura de la Vida coetánea parece deducirse que las lecciones que el maestro Ramon dictó en el aula del canciller no tuvieron gran éxito. Tanto el texto latino como la antigua versión catalana de lo que era casi su autobiografía son de tal laconismo que nos deja pensativos. Probablemente su Arte para convertir a los infieles con razones necesarias no convenció a los doctores y estudiantes parisienses. Así se comprende la tristeza y pesadumbre en que se hallaba al redactar el Libro de maravillas.
Para romper la monotonía de su tono expositivo, Ramón, después de los seis primeros tratados doctrinales sobre Dios, los ángeles, el cielo, los elementos, las plantas y los metales, da paso a una especie de bestiario, que constituye una de las mejores piezas de la literatura catalana medieval.
La primera impresión, de que se trata de un escrito anterior, oportunamente ensamblado en el Libro de maravillas, viene confirmada por el mismo prólogo del Libro de los animales, donde nuevamente se alaba la orden de los apostólicos. Esto nos induce a fecharlo antes de la mencionada condena del 11 de marzo de 1286. El epílogo, donde se habla de presentar el librillo a un rey, podría ser una ficción literaria o, a lo sumo, aludir a un vago deseo del autor en ese sentido. Si se tratase de un verdadero propósito, el innominado rey podría ser el joven Felipe IV el Hermoso, hijo de Felipe III el Atrevido —el enemigo de Pedro el Grande de Aragón y aliado de Jaime II de Mallorca— y de Isabel de Aragón, hija a su vez de Jaime I el Conquistador, y hermana, por tanto, del mencionado rey de Mallorca. Aceptando esta hipótesis[12] —verosímil, aunque no probada—, se podría conjeturar un primer viaje de Ramon Llull a París entre el 5 de octubre de 1285, fecha de la muerte de Felipe III en Perpiñán, y el ya señalado 11 de marzo de 1286 o poco después —los días necesarios para que llegase a la corte de Francia la noticia de la condena de la orden de los apostólicos. Sin embargo, como veremos enseguida, hay razones que alejan el Libro de los animales del ambiente literario de París.
En los restantes tratados o libros del Félix, las fábulas sólo servían de confirmación o de complemento. Aquí, por el contrario, la fábula constituye la trama esencial del libro. La moral está apenas apuntada, pero es captada inmediatamente por el lector, que sigue con ansia los embrollos de aquellas bestias, símbolos zoomórficos de las pequeñas pasiones humanas.
El único contacto entre este apólogo y el ciclo novelístico de la Francia del Norte es el nombre del protagonista, Na Renard. Pero fijémonos, por un momento, en la diferencia esencial entre el famoso Roman du Renard y una larga narración protagonizada por Na Renard, en femenino y con un artículo de persona que basta para personalizarla y, en cierto sentido, para humanizarla o feminizarla. Si ha habido alguna influencia del poema francés en el libro de Ramon, se limita a los personajes centrales de ambas obras: el renard («zorro») y Na Renard.
A medida que se ha avanzado en la búsqueda de las fuentes más inmediatas de inspiración de Llull para la redacción del Libro de los animales, más se aleja uno de la novelística francesa, para ir acercándose a aquel mundo oriental que a sabiendas había asimilado en su isla natal, antes de ponerse a correr mundo llevado por sus afanes apostólicos.
A aquella pura homonimia de protagonistas con el Roman, corresponde una pura homonimia de títulos con el Kitab al-hayawar (Libro de los animales) del persa Gâhiz (776-868).
Hay, además, en el capítulo tercero, una coincidencia con el Sandebar, conocido en España por traducciones catalanas y castellanas —además de la nada trivial coincidencia, en un mismo manuscrito de París, de un texto francés de aquellos apólogos sánscritos llegados a Occidente a través del persa y del árabe, y de la traducción francesa de la Doctrina pueril y del Gentil lulianos.
Podría encontrarse también una leve similitud entre el monje que de vez en cuando aparece en el Barlaam y Josafat —novela sobre Buda, muy difundida por toda Europa— y el santo ermitaño que, como a lo largo de todo el Libro de maravillas, aparece asimismo en su libro séptimo, el De los animales.
A pesar de todo, las coincidencias más acusadas del libro de Na Renard se dan con respecto al Kalila y Dimna, cuento desgajado del Panchatantra sánscrito, que Llull pudo haber conocido por una traducción arábiga o por una versión latina. Pero son escasos los pasajes lulianos inspirados en él, además de que caen fuera de cualquier imitación directa los episodios más bellos del Libro de los animales: la elección del rey de los animales, y el apoyo que le da Na Renard; la oposición del buey y del caballo, «como animales que comen hierba», y su alianza con el hombre; la mensajería del león, rey de los animales, al rey de los hombres, por mediación del leopardo y de la onza, que le ofrecen el gato y el perro como regalos dignos de un rey; la crítica de los cantos juglarescos y el duelo entre el leopardo y la onza.[13]
De todos modos, esta pequeña obra bellísima de Ramon Llull navega por una corriente de influencias orientales que Europa recibía desde los tiempos de Esopo y de Fedro y que continuará recibiendo durante toda la Edad Media a través de traducciones del árabe al latín y a las diferentes lenguas vulgares. Aquella corriente, al entrar en la Edad Moderna, brotará con nueva floración en los fabulistas europeos de los siglos XVII y XVIII. El episodio luliano, por ejemplo, de Na Renard y los polluelos, fue también explotado por La Fontaine en Le Renard et les poulets d’Inde, donde la moraleja es la misma que la del Libro de los animales: «Le trop d’attention qu’on a pour le danger / Fait le plus souvent qu’on y tombe». Y el de la alianza de todos los enemigos del hombre, de noble estirpe esópica, reaparece también en Le loup et les bergers del fabulista francés del grand siécle: «Le loup est l’ennemi commun: / Chiens, chasseurs, villageois s’assemblent pour sa perte».
En esta misma corriente de apólogos moralizantes que, proveniente de la India y Persia, ha ido desembocando de forma progresiva en la cultura europea, inicialmente a través del griego y, durante la Edad Media, a través del árabe, navega el Árbol ejemplifical, decimoquinta parte del Árbol de la ciencia; incluso desgajado de su tronco, conserva toda su lozanía, flotando sobre el río viviente de la cultura humana, siempre de Oriente a Occidente. En pocos escritos Ramon Llull hace gala con más viveza de su imaginación de poeta; es un auténtico flujo de metáforas, de imágenes y de signos poéticos que ni la rígida estructura lógica de sus obras —aun del Árbol de la ciencia— ha logrado reprimir.
Toda la doctrina filosófico-teológica de Ramon Llull ha tenido dos símbolos: los círculos combinatorios con figuras y letras de variados colores —cada rasgo visual con un significado y un mensaje— y el árbol de la ciencia universal, que está formado por dieciséis árboles: el elemental, el vegetal, el sensual, el imaginal, el humanal, el moral (subdividido en virtudes y vicios), el imperial, el apostolical, el celestial, el angelical, el eviternal, el maternal, el árbol de Jesucristo, el divinal, el ejemplifical y el cuestional. Y cada árbol con sus raíces, su tronco, sus ramas, sus ramos, sus hojas, sus flores y sus frutos. Al Árbol ejemplifical la rigidez del esquema no le resta frescor, al contrario, lo rejuvenece.
A menudo, las varias Artes lulianas —desde la primitiva Art abreujada d’atrobar veritat, de hacia 1274 aproximadamente, hasta el Ars consilii, escrita en Túnez en 1315— dan la impresión de que todo el sistema luliano es una cábala incomprensible, casi esotérica, digna de las sátiras que le lanzó Saavedra Fajardo en pleno Barroco, y Feijoo en el siglo de la Ilustración.
Pero, de todas las Artes lulianas, el Árbol de la ciencia es como una antología de todas las demás Artes generales y obras filosófico-literarias, una obra a la vez doctrinal y enciclopédica, y al mismo tiempo mítica, narrativa y poética. Es una ciencia, como la de todas las Artes, pero también es un árbol que abraza desde la aspereza de las raíces hasta el buen aroma de sus flores y frutos. Fue compuesto en Roma, entre la fiesta de san Miguel (29 de septiembre) de 1295 y el día primero de abril de 1296, en seis meses justos, para evadirse de la tristeza que le dominaba por la campiña romana —él mismo lo precisa en el prólogo— al comprobar la ineficacia del pontificado de Celestino V y la frialdad de Bonifacio VIII y sus cardenales respecto a sus proyectos de reforma y de cruzada.
Los escritos en prosa que esta antología recoge reflejan bastante bien el estilo, y los estilos, de toda la prosa luliana. También la prosa de Ramon Llull, cual su propio pensamiento, es como un puente que acerca el mundo latino al mundo árabe,[14] con una alternancia de frases periódicamente subordinadas, según el espíritu de la lengua latina, y de otras coordinadamente yuxtapuestas, al modo arábigo. En el aspecto formal, la prosa de este segundo estilo nos parece a menudo más paralela a la de los escritores castellanos del doscientos y del trescientos que a la de los escritores catalanes contemporáneos de Ramon: Arnau de Vilanova, el redactor catalán de la Crónica de Jaime I, Bernat Desclol o Ramon Muntaner.
Derivadas directamente de la influencia árabe, confesada de modo explícito por el propio Llull, son la prosa rítmica del Libro de amigo y amado y la prosa rimada del Libro de oraciones. Sería de esperar que una obra de tan marcada influencia oriental, como es el Libro de los animales, reflejase mucho más el estilo coordinativo de las frases. En cambio se percibe una superposición o yuxtaposición de los dos estilos lulianos de un modo significativamente fijo: en la narración aparece el prosista culto y el verdadero artista de la frase, fluida y sin ampulosidad, expresiva y creadora sin rebuscamientos, como ocurre a lo largo del Libro de maravillas; por el contrario, en los diálogos que pone en boca de los animales, engañados o auxiliados por Na Renard, se encuentra una frase mucho más simple y directa, reflejo a la vez del lenguaje oral y de los modelos orientales, y es también este segundo estilo el que predomina en todo el Árbol ejemplifical.
Desconsuelo y Canto de Ramon
El espacio más reducido que esta antología dedica a la poesía luliana nos obliga también a reducir un poco las páginas de esta introducción sobre Ramon Llull poeta, sin que esto quiera significar, en modo alguno, que Ramon sea siempre más elevado y más interesante en su prosa que en su verso.
Por de pronto, ya se percibe un cambio de lengua y de lenguaje.
La lengua de la prosa luliana representa un catalán ya plasmado y definido, tan apto para la narración literaria como para la especulación doctrinal; un catalán puro, con latinismos de nuevo cuño derivados de su Arte, y con ciertas formas provenzalizantes que no se sabe nunca cuándo hay que atribuirlas a ciertos copistas de Occitania y cuándo a restos de su juvenil pasión amorosa y poética. De sus primeros poemas de amor no nos queda ningún rastro. Pero de la costumbre de los otros trovadores catalanes de mediados del siglo XIII puede deducirse que debían de estar redactados en una lengua mucho más cercana al provenzal que la de las obras poéticas que de él conservamos, todas posteriores a la fecha de su conversión. La lengua de aquéllos debió de ser un provenzal acatalanado; la de éste es un catalán provenzalizado, mucho más cercano al catalán de los prosistas que a la lengua de los otros poetas catalanes y valencianos anteriores a Ausiàs Marc.
Esa diferencia de lengua entre la prosa y los versos de Ramon Llull pasa a ser, en el contexto poético o, por lo menos, versificado, una diferencia de lenguaje, aquí levemente oculto bajo formas que ahora nos parecen exóticas, y que en su tiempo habían de parecer poéticas. Se encuentran provenzalismos léxicos y provenzalismos morfológicos, estos últimos sobre todo en las conjugaciones de los verbos y en las declinaciones de los artículos. Todos ellos nos transportan ahora —y también lo debían de hacer en su tiempo— al mundo ideal de la poesía trovadoresca.
Muchos críticos han lamentado que el creador de la prosa literaria catalana no haya creado también, con casi dos siglos de anticipación, un lenguaje poético catalán. Uno de los actuales, en cambio, ha señalado muy acertadamente dos cosas. La primera, que quizá la lengua provenzal u occitana no era tan exótica en Mallorca como debía de serlo en Cataluña o Valencia, pues aquel reino insular abarcaba, además de los condados catalanes del Rosellón y la Cerdaña, los territorios lenguadocianos del condado de Carlat y, más hacia el sur, del señorío de Montpellier, ambos de habla occitana (ya hemos visto que en esta ciudad residían a menudo los reyes de Mallorca, y que en ella se refugiaba frecuentemente Ramon Llull, para descansar un poco de sus agotadores viajes). La segunda, que el leve tono provenzalizante de los versos lulianos los hacía más universales y más inteligibles, en un mundo europeo amplio, habituado ya a la intrincada poesía trovadoresca en provenzal.[15]
Yo no diría, como han repetido muchos, que la teoría luliana de la primera y segunda intención, aquélla siempre fija en las criaturas, ésta siempre lanzada hacia Dios como fin supremo del hombre, haya hecho de la poesía luliana versificada, esencialmente, un arma de difusión. Aquella doctrina espiritual de la buena y recta intención —de clara raíz luliana y quizá árabe, universalizada desde el siglo XVI por Ignacio de Loyola, que conoció el lulismo en Cataluña— jamás excluye la presencia de un bien inmanente en las cosas creadas. Los versos serán, para Ramon Llull, un medio de propaganda para hacer «decorar», aprender «de cor» (de memoria), su doctrina y su método filosófico-teológico; es decir, una «segunda intención» luliana, exclusiva y excluyente, le conduce a los versos no poéticos. Por el contrario, una «segunda intención» verdaderamente humano-divina, no excluyente sino sintetizadora, nos proporciona la mayor dimensión del Llull poeta en verso: quien espontáneamente incluye en la prosa del Blanquerna el «A vós, dona verge santa Maria» y la dedicatoria mística « Sènyer ver Déus gloriós», explicita también que uno de los fines de su poesía es el repliegue hacia sus propios sentimientos: del Desconsuelo dice bien claramente: «y lo hago cantando, por si así me consuelo», o sea, canta su desconsuelo para consolarse.
El Llull poeta no se agota en sus obras rimadas. Muchas de estas son versificadas, pero no poéticas —así la refundición en verso de la lógica de Al-Gazali o la árida Aplicació de l’Art general. Por el contrario, son innumerables sus páginas de prosa iluminadas por un encendido aliento lírico, sin contar las obras poéticas no versificadas, como la prosa paralelística y rítmica del Libro de amigo y amado, compuesto a la manera de los sufíes como expresamente declara el autor, o la prosa rimada adrede del Libro de oraciones.
En las obras rimadas y estróficas de Ramon Llull se encuentra buen número de los metros y las combinaciones métricas que los trovadores cultos —provenzales y franceses— y los juglares populares habían divulgado por doquier. Se han señalado las diferencias y las semejanzas entre algunas estrofas y temas lulianos y los de ciertos laudi de los poetas italianos contemporáneos, principalmente de Fray Jacopone da Todi, afiliado a los franciscanos espirituales;[16] pero Ramon Llull, a pesar de sus continuos viajes, se siente más amarrado a su pueblo de origen que a cualquier secta religiosa, y le basta con encontrarse de paso en Mallorca en 1310 para que le brote espontáneo el tierno villancico «Jesucrist, Sényer! ¡Ah, qui fos / En aquell temps que nasqués vós...»
En esta Obra escogida de Llull caben dos largos poemas, dos de los más significativos y bellos: el Desconsuelo y el Canto de Ramon, ambos elegíacos —se diría que el ardoroso e inquieto Ramon de las grandes obras novelísticas y doctrinales viene compensado, en un proceso ciclotímico, por profundos descorazonamientos que encontraban su resguardo natural en el intimismo del poema—. Por eso el determinar el lugar y el momento en que cada poema luliano ha brotado no tiene tanto un valor puramente histórico y erudito, como literario y a la vez psicológico.
Desde el principio del lulismo crítico, exactamente fijado en 1700, Custurer fechó el Desconsuelo en 1305; pocos decenios más adelante, Pasqual lo avanzó a 1295, opinión que ha merecido la aquiescencia de la mayoría de los lulistas, hasta épocas bien recientes. Desde que, en los años cuarenta, se volvió a la datación de Custurer, los lulistas se han dividido.[17] Hay que notar que no se trata de un punto intrascendente entre tantos otros de la vida y obra de Ramon que permanecen envueltos en dudas e incertidumbres: como en la estrofa XIV Ramon afirma que, en su búsqueda de ayuda y colaboración para sus planes apostólicos, había asistido a tres capítulos generales de los dominicos y a otros tres de los franciscanos —capítulos que entonces se reunían en diferentes ciudades de Europa—, de la fecha del Desconsuelo depende la datación aproximativa del itinerario del maestro mallorquín, tan difícil de precisar antes de 1294.
Las tres razones principales para posdatar el Desconsuelo a 1305 son la incertidumbre en las dataciones de los manuscritos más antiguos; la mayor oportunidad, entonces, para la conversión de los tártaros al cristianismo y para aliarse con ellos a fin de combatir a los musulmanes; y el testimonio de la estrofa III, donde dice que ha dedicado treinta años inútilmente a la conversión de los infieles. La razón más poderosa, en mi opinión, es la segunda, pero no tanto como para considerar más plausible esta hipótesis que la favorable al año 1295.
En primer lugar, es cierto que el mejor manuscrito no lleva fecha, pero también es cierto que hace constar el lugar de composición, Roma. Y, puesto que en 1305 Ramon Llull no estuvo allí, habríamos de fingir que tanto este precioso detalle del códice más genuino, como la fecha de 1295 que, de una u otra manera, consignan los manuscritos, han sido añadidos sólo por el hecho de que el Árbol de la ciencia, que comienza «En desconhort e en plors...», está fechado en Roma y en el año 1295-6.
En segundo lugar, una cosa es que Ramon hubiera, o no, viajado ya a tierras cercanas a los tártaros —lo cual no se ha podido probar que fuese antes de 1298, y sí antes de 1305—, y otra cosa que no se hubiera podido interesar, desde mucho antes, por aquel pueblo que comenzaba a abrirse a Occidente: él conocía su existencia desde los primeros años de la Doctrina pueril y del Blanquerna.
Finalmente, los treinta años de Ramon desde que «de prelados y reyes partiría al encuentro» para predicar una doble cruzada de convencimiento y de guerra, parecería que se avienen más con el año 1275 o sus cercanías —cuando su mujer Blanca Picany pedía al juez un tutor para los hijos, pues el esposo había pasado a ser «contemplatiu», y cuando éste comenzó a interesar a Jaime II de Mallorca en favor del monasterio de Miramar— que con el 1265, fecha aproximada en que decidió dedicarse exclusivamente a los estudios y a la predicación. Eso militaría a favor del año 1305 si en el Liber phantasticus, con seguridad de 1311, no dijese también que hacía cuarenta y cinco años que interesaba a papas y a príncipes, refiriéndose, por ende, a los aledaños de 1266.[18]
Por estas y otras razones, si bien algunos lulistas han aceptado la fecha de 1305, la mayoría de ellos, y no precisamente los últimos, han seguido decantándose hacia 1295, o dejan la cuestión aún incierta. A mí, la incertidumbre y la duda en la biografía y en la cronología de Llull no me molestan, incluso en este caso, cuando de la incertidumbre depende toda una serie de datos biográficos y cronológicos.
El Desconsuelo está formado por 828 versos alejandrinos, de tradición épica francesa, pero distribuidos en 49 estrofas, monorrimas, con versos oxítonos. Es, al mismo tiempo, un poema narrativo, en el que el autor señala de forma cronológica los puntos más importantes de su vida; un poema lírico, pues la finalidad principal del poeta es el cantar con triste desconsuelo sus fracasos; y, en cierto sentido, también un poema dramático, ya que se desarrolla a modo de diálogo entre Ramon y un ermitaño, sabio y virtuoso, estático y extático, como los que hemos encontrado en el Libro de maravillas.
Ya he dicho que el Desconsuelo, como gran parte de la poesía luliana no exclusivamente didáctica, es en esencia un poema elegíaco. Pero era también un poema didáctico cuyas enseñanzas habían de difundirse a través de la música, pues así se divulgaban todos los poemas —líricos o épicos— de su tiempo. Y Llull precisa al final de su poema: «Aqueste Desconsuelo cántase en el son de Berardo», una melodía por desgracia no conocida, que debía de corresponder a la de una canción de gesta del siglo corolingio, aludida por diferentes trovadores provenzales y catalanes, y centrada en las gestas del caballero Berart de Montdidier.[19]
Mientras el sentimiento elegíaco de Ramon se desarrolla en el Desconsuelo en forma narrativa, el mismo sentimiento de desfallecimiento y fracaso se concentra líricamente, de forma más conmovedora, en el más breve y denso Canto de Ramon, más autobiográfico que narrativo. Está también más alejado de influencias literarias externas, exceptuando su combinación estrófica en 84 versos oxítonos, distribuidos en 14 estrofas, cada una de seis versos monorrimos y octosílabos (eneasílabos al modo castellano); se ha señalado el parentesco de estos versos y estrofas con la poesía narrativa juglaresca.
Tampoco tenemos fecha cierta para este Canto. El autor únicamente nos dice que era ya «viejo» y «grande» (p. 619), y entonces ya se era anciano a los sesenta años. El poema, pues, no puede ser anterior a la última década del siglo XIII. En él Ramon se muestra abatido por sus fracasos, y esta circunstancia puede situar el poema en los años posteriores al poco caso que habían hecho de su Arte y de sus planes tanto Celestino V como Bonifacio VIII: estamos rondando el año 1295. Se le ha situado en el año 1299, al final de su estancia en París.
El Canto, en gran parte, es más sobrecogedor que el Desconsuelo porque es más breve, pero sus versos no consiguen mantener el valor y la fuerza persistente de los alejandrinos del Desconsuelo. Éste no tiene uno solo de sus 828 versos que sea tan prosaico como la mayoría de los versos del Canto. Pero tampoco los tiene tan bellos, y tan definidores y definitivos como «Entre viña e hinojal, / tomóme amor, Dios me hizo amar / y entre suspiro y llanto estar»; o «Mi corazón, casa de amores»; o «Quiero morir en piélago de amor».
Estos versos dispersos son un auténtico compendio de toda la vida y la obra del Maestro Ramon.[20]
Barcelona/Roma, enero de 1981.
MIQUEL BATLLORI
Traducción de Alfred Sargatal