[LIBRO VI. DE LOS METALES]

 

Comienza el sexto libro, que trata de los metales

 

 

Cuando el filósofo hubo largamente hablado con Félix de las plantas, y con aquéllas hubo, en modos diversos, significado la nobleza de Dios a Félix, el filósofo mudó la materia de sus palabras, y dijo a Félix que quería hablar de Dios según la significación que los metales dan de su nobleza.

 

 

[XXXIII]

 

DE LA GENERACIÓN DE LOS METALES

 

—En aquel tiempo en que Dios creó los elementos, fue ordenado que los elementos significasen la glorificación de los cuerpos que después del día del juicio estarán en la gloria perdurable. Porque los elementos, buscando su perfección, se componen y se disuelven en los cuerpos elementales, buscando su perfección en aquellos en que no la pueden encontrar.

—Amigo —dijo el filósofo a Félix—, a duración sin fin no conviene ninguna corrupción; y por esto los elementos tienen apetito natural según el fin para el cual son creados, esto es, que haya algunos cuerpos compuestos en los que concorden sin ninguna corrupción. Y porque los elementos concuerdan mejor en los metales que en ningún otro cuerpo elementado, por eso se componen y se reúnen en los metales, en los que hay menos corrupción que en ningún cuerpo elementado.

Dijo el filósofo que oro, plata, hierro, piedras y los demás metales, mejor se pueden mantener en duración que ningún otro cuerpo elementado; porque cualquier otro cuerpo elementado tiene más menester de lo que hay fuera de sí que lo tienen los metales, que tanta virtud tienen en sí mismos, que no tienen tan grande necesidad de lo que hay fuera de ellos como la tienen los demás cuerpos, a saber, los cuerpos de las plantas y de los animales, que tienen mayor necesidad del aire, del agua, de la tierra y del fuego que la que tienen los metales.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué hay mayor concordancia de elementos en los metales que en las plantas o los animales?

El filósofo respondió y dijo estas palabras:

—Amigo —dijo a Félix—, en la generación que los elementos hacen de los metales no hay medio, pues ellos mismos los engendran, sin que un metal engendre al otro; mas, porque en las plantas una planta engendra a otra y en los animales un animal engendra a otro, por eso hay generación más fuerte en los metales que en las plantas o los animales. Y todo eso, amigo, es para dar significación de la eternal generación que hay en Dios, la cual es de Dios Padre en Dios Hijo, donde no hay ninguna otra cosa sino Dios.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué es más duradero el oro que el hierro, siendo así que el hierro es más fuerte que el oro?

El filósofo dijo que un discípulo preguntó a su maestro por qué se sostenía la Tierra, y el maestro le dijo que el sostenimiento de la Tierra es porque un elemento está enlazado en el otro, a saber, que el fuego entra en el aire, el aire en el agua, el agua en la tierra y la tierra en el fuego; y por la levedad y ponderosidad que hay igualmente en los elementos, se mantiene la Tierra por sí misma en el medio lugar del firmamento, el cual la hiere igualmente por todas partes con influencia de su movimiento; por lo que la Tierra está segura. Y cuando ocurre que en aquel movimiento hay algún empacho, por algún grueso vapor que se pone entre el percutimiento que el firmamento hace en la Tierra, entonces se causa terremoto en aquellas partes en las que se ha hecho aquel empacho.

 

 

[XXXIV]

 

DE LA DISPUTA QUE HUBO ENTRE EL HIERRO Y LA PLATA

 

—Entre el hierro y la plata hubo gran disputa, porque el hierro decía que él era más necesario a las gentes que la plata, y más fuerte era que la plata, y por la plata cometen los hombres muchos pecados, y son a Dios desobedientes. De otra parte argüía la plata contra el hierro, y decía que ella era más hermosa, más ligera, que sonaba mejor que el hierro y más era amada por las gentes que el hierro; y acusaba al hierro, porque el hierro mata a muchos hombres con el filo, a saber, por herida de cuchillo, de lanza, de espada y de flecha.

—Señor —dijo Félix al filósofo—, ¿quién os parece que dijo mejores razones, el hierro o la plata?

El filósofo respondió y dijo que por una plaza en la que estaban muchas gentes pasaron dos mujeres; una era hermosa y la otra era fea. Aquella mujer que era hermosa era horrible y codiciosa y tenía gran envidia; la mujer que era fea, era casta, y tenía gran caridad, y tenía gran paciencia, porque su marido la despreciaba por la fealdad que tenía, y amaba a aquella mujer bella con la que su esposa iba. En aquella plaza había muchos hombres que dijeron mal de la mujer hermosa y que dijeron bien de la mujer fea. Ambas mujeres fueron a una iglesia, en la que había la vigilia de un santo. En aquella iglesia había una campana pequeña que sonaba muy noblemente, y había una campana grande quebrada que muy mal sonaba. La mujer que era fea dijo a la mujer hermosa que bien muy grande sería que la campana grande sonara tan bien como la pequeña. La mujer bella consideró la grandeza que tenía en belleza y en riqueza, y consideró la fealdad de la mujer y la bondad que tenía; por cuya consideración tuvo conocimiento de la falta que cometía contra su marido y contra sí misma. Tan largamente estuvo la mujer en esta consideración, conociendo su falta, que deseó ser buena como la mujer fea; por cuyo deseo fue casta y de santa vida. Y dijo estas palabras: «Más vale el hierro en el arado que el oro y la plata en la caja; y mejor está espada en mano del príncipe que tesoro en deseo; y mejor está castidad en fealdad que lujuria en belleza; y mejor canta el gallo al alba que malvado clérigo, lujurioso y avaro, en la iglesia; y más vale el imán en la aguja que el zafiro en el anillo de oro; y a fuerza de hombre humilde y piadoso no puede contrarrestar fuerza de hombre orgulloso».

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué hay más hierro que plata, oro y piedras preciosas?

Respondió el filósofo, y dijo que Dios ha creado mayor abundancia de aquellas cosas que son más necesarias que de aquellas que no son tan necesarias, como fuego, aire, agua, tierra, trigo, sal, hierro, piedras y las demás cosas semejantes a éstas; porque todas estas cosas son más útiles a la vida del hombre que la pimienta, o el oro, o la plata o las piedras preciosas.

—Señor —dijo Félix—, puesto que el hierro es más provechoso que la plata o el oro, ¿por qué las gentes aman más el oro y la plata que el hierro?

El filósofo respondió: La más noble cosa que el hombre pueda entender y amar es Dios, pero más es amado en el mundo el oro y la plata que Dios, que es más necesario que sea amado y entendido por el hombre que la plata o el oro.

El filósofo dijo que un mercader había trabajado largamente en acopiar dinero; y el mercader, cuando hubo acopiado gran dinero, tuvo deseo de ser honrado por el rey, y por las gentes de aquella ciudad donde estaba. El rey, para poder tener ocasión de tener el dinero que el mercader había acopiado, hizo a aquel mercader alcalde de aquella ciudad. Mucho plugo al mercader ser alcalde, y prestó al rey muchos de sus dineros. Aquel mercader tuvo ocasión de acopiar dinero estando en la alcaldía; y fue hombre injusto y contrario al oficio en que estaba; porque aquel mercader no tenía manera en aquello que hacía, y amaba más dineros que justicia. Y por esto perdió lo que con mercadería había ganado en el oficio de la alcaldía; porque el rey le quitó todo cuanto tenía, por las injurias que había hecho en su alcaldía. Cuando el mercader hubo perdido todo cuanto había ganado, dijo al rey estas palabras: «Señor, en un ciudad había un hombre que era ciego, y con mil besantes que no tenía recobró mil besantes que había perdido». El rey dijo al mercader que le contara de qué modo el ciego había recobrado los mil besantes que había perdido. «Señor», dijo el mercader, «un hombre ciego tenía escondidos mil besantes bajo una piedra, y cada día, fingiendo que hacía oración en aquel lugar donde estaban los mil besantes, el hombre ciego iba y tomaba, de aquellos mil besantes, aquellos de los que tenía menester para todo aquel día. Un vecino suyo pensó y advirtió que aquel ciego tenía dinero bajo aquella piedra, que estaba en un campo suyo, y fue a aquella piedra y encontró aquellos mil besantes y los tomó. Al día siguiente, cuando el ciego fue a aquel lugar en donde estaban los mil besantes y no los encontró, pensó que su vecino los había tomado. “Señor vecino”, dijo el ciego, “me quiero aconsejar con vos, y os ruego que me deis consejo; porque yo tengo mil besantes en un lugar, y, en otro, otros mil besantes. Preguntoos si reuniré en un lugar los dos mil besantes, o si los dejaré tal como están.” El vecino de aquel ciego procuró que el ciego pusiera otros mil besantes en aquel lugar, bajo la piedra; y aconsejóle que pusiera los dos mil besantes en un solo lugar. Aquel hombre que había tomado los mil besantes, volvió a su lugar los mil besantes, y el ciego vino al día siguiente y tomó los mil besantes. Y luego dijo a su vecino que con mil besantes que no tenía había recobrado mil besantes que había perdido; y dijo que más ciego era él en lo que no entendía que el ciego en lo que no veía».

Félix dijo al filósofo que le expusiera la semejanza para el propósito de la pregunta que le había hecho, y el filósofo le dijo que la mayor ceguera que pueda haber en el hombre es amar más lo que no ve ni entiende que lo que ve y entiende, y amar más a aquel a quien no conviene ningún honor que a Dios, que tiene conocimiento de todas las cosas, y que vale más que todo cuanto ha sido creado. Y porque el mercader quiso el honor que no le correspondía, y se puso en oficio del que nada sabía, perdió lo que sabía y tenía por lo que no tenía y por lo que usar no sabía. Y el rey le engañó en su oficio, en el cual no veía lo que por honra pertenecía a oficio de rey; cuya honra pierde el hombre cuando ama más dinero que justicia. Mucho se maravilló Félix de la semejanza que el filósofo le había hecho, porque la había hecho demasiado oscura; pero entendió aquella semejanza según la final intención por la cual Dios ha creado todas las cosas, y entendió que con lo que el hombre tiene, puede ganar lo que no tiene, si sigue el fin para el que fue creado; y si se desvía de aquel fin pierde, con lo que no tiene, lo que tiene.

 

 

[XXXV]

 

DEL IMÁN Y DEL HIERRO

 

—En el imán Dios ha puesto tanta simplicidad de tierra, que el hierro tiene de él apetito. Y por eso el imán mueve hacia sí al hierro por gran influencia de simplicidad de tierra, hacia la cual se mueve el hierro naturalmente, y en el hierro hay más simplicidad de tierra que en ninguno de los otros metales; y por esta mayor simplicidad es el hierro más fuerte que ninguno de los otros metales. Así como el hierro tiene apetito del imán, porque en el imán hay mayor simplicidad de tierra que en los demás metales, así el imán tiene mayor apetito de atraer hacia sí el hierro que el oro o la plata, en los que la tierra no tiene tanta simplicidad como en el hierro. De modo que todas estas cosas son semejanza de la perfección que hay en Dios y en el hombre naturalmente; por cuya perfección debería el hombre amar más a Dios que a ninguna otra cosa. Y Dios, cuando el hombre obra contra su naturaleza, le es más contrario de lo que sería el imán al hierro, si estando en su naturaleza propia simplemente y el hierro con la suya atrajese hacia sí más las cosas en las que hay más simplicidad de aire y de fuego que de tierra.

—Señor —dijo Félix al filósofo—, ¿muévese la virtud del imán hacia el hierro, o muévese la virtud del hierro con el imán?

El filósofo dijo que en una ciudad había una iglesia en la que había una hermosa cruz, en la cual estaba la figura de Jesucristo, y en aquella cruz había mucho oro y plata y muchas piedras preciosas. Un día ocurrió que dos hombres estaban arrodillados ante el altar donde estaba la cruz; y uno sentía dolor por la santa pasión de Cristo, que recordaba por la representación de la figura de la cruz; y el otro deseaba el oro y la plata y las piedras preciosas que había en la cruz. Aquel hombre que sentía dolor por la pasión estaba en camino ordenado, pues la mayor virtud atraía hacia sí a la menor; aquel hombre que deseaba el oro y la plata y las piedras preciosas estaba en camino errado, porque la menor virtud movía hacia sí a la mayor.

—Hijo —dijo el filósofo—, el imán tiene virtud por la que la aguja se vuelve hacia la tramontana y hacia el noto; y el imán es tan fuerte en su sequedad que no puede fundirlo el fuego, que funde al hierro. Y porque el imán es mayor en virtud que el hierro, por eso la menor virtud tiene apetito naturalmente hacia la virtud mayor.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué el fuego funde al hierro?

El filósofo dijo a Félix estas palabras:

—En una ciudad había un rey que era muy lujurioso. Una mujer de aquella ciudad se adornaba y se pintaba lo mejor que podía, y estaba en la ventana cada vez que el rey pasaba por la calle donde estaba la casa donde la mujer estaba. Aquella mujer se mostraba al rey para que la desease para el deleite carnal. En la compañía del rey había un caballero que pensó que la mujer estaba enamorada de él, y requirió a la mujer de locura, la cual no quiso consentir al caballero, porque amaba al rey.

Demasiado oscura pareció a Félix la semejanza, y rogó al filósofo que se la expusiera según la pregunta que le había hecho.

—Amigo —dijo el filósofo—, el fuego es cálido por su naturaleza, y es seco por la tierra; y, porque en el hierro hay más simplicidad de la tierra que de ningún otro elemento, por eso cuando el fuego ha calentado mucho al hierro éste se funde, por intención de reunirse con la tierra tan fuertemente que no estén en él ni el aire ni el agua; pues el aire y el agua se aproximan por manera de liquidez. Y el fuego y la tierra toman forma de liquidez en el hierro fundido, para que de él puedan salir el aire y el agua; y el aire y el agua mejor pueden salir de él en figura fundida y blanda que en figura sólida y dura; y, porque la tierra se transforma en liquidez, cuida el agua que más ama participar con ella que con el fuego, y por eso no quiere separarse de la tierra; y lo mismo hace el aire, que cuida que el fuego ama más participar con él que con la tierra, porque se transforma de solidez en liquidez.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué la plata es más sonora que el hierro?

El filósofo dijo a Félix que una mujer tenía los pechos tan secos que apenas podía hablar ni respirar. Un loco médico cuidaba de aquella mujer, y dábale de comer cosas frías y húmedas, porque pensaba que la enfermedad se debía a calor y sequedad. Mucho tiempo estuvo la mujer en aquella cura del médico; y cuando más la mujer usaba de aquellas viandas que el médico le daba, más empeoraba. En tanto ocurrió que el médico dio a la mujer viandas cálidas y secas porque pensó que la enfermedad se debía a frialdad y humedad; pero aquella cura no aprovechó a la mujer, sino que le fue tan contraria como la primera. Mucho se maravilló el médico de la enfermedad de la mujer, y dejó aquella cura; y por dieta hizo curar a la mujer, porque el calor natural consumió los gruesos humores indigestos que tenía la mujer por sobrerrepleción de comer y de beber; y aquellos humores subían y bajaban crudos por los pechos de la mujer, de modo que tenía tan gruesos humores que el aire no tenía en sí movimiento digerido por el cual pudiese formar voz, ni podía entrar ni salir según convenía.

—Señor —dijo Félix al filósofo—, ¿por qué es más fuerte el hierro que el oro y la plata?

El filósofo respondió y dijo que los elementos son más nobles en virtud de forma que en virtud de materia; y por eso, aunque el fuego, que tiene más de forma que ningún elemento, por sí sea más noble elemento y más fuerte que los demás, por eso no se sigue que pueda destruir a los demás; porque en la materia es refrenado en su enfermedad, porque no tiene tanta materia como tienen los demás elementos; y por eso la forma no puede tener tanta virtud en propia materia que sea poca en cantidad como podría tener si la materia propia fuese grande en cantidad. Y lo mismo síguese del aire, que tiene menos materia que el agua y la tierra, y tiene más forma que la que tiene el agua por sí o la tierra por sí; y lo mismo síguese del agua, que tiene mayor forma que la tierra, y tiene menos materia que la tierra. Y así todos los elementos están por un igual ordenados y proporcionados a igual temperamento; pero, según más señorean unos que otros en los cuerpos elementados, están aquellos cuerpos en mayor virtud unos que otros, así como el hierro que es duro y fuerte por lo seco y lo frío, y el oro es blando por lo cálido y lo húmedo, y la plata por lo húmedo y lo frío, habiendo más forma en el oro y la plata, y menos materia. Y, porque la forma del hierro es poca y, la materia es mucha, es la materia de la tierra más indigesta en el hierro que en el oro y la plata; por cuya indigestión es el hierro más fuerte y más duro que el oro y la plata.

—Señor —dijo Félix—, puesto que en el hierro hay más materia que en el oro, ¿por qué es el oro más pesado que el hierro?

El filósofo dijo que la esponja, que es grande en cantidad, es más ligera que el oro, que es de menor cantidad; y lo mismo síguese de la caña, que es más ligera que el boj; pues cuanto más sólida es la materia, más pesada es, porque en sus poros no pueden entrar ni participar tan bien el fuego ni el aire, que se mueven hacia arriba por la levedad que es su estado; y este fuego y aire mueven la naturaleza del hierro para arriba en parte, por cuanto pueden más entrar en el hierro que en el oro, en el que no hay tantos poros como en el hierro.

Tras estas palabras, el filósofo dijo que una mujer pobre dio a un pobre, por amor de Dios, una malla que tenía, y el rey dio a aquel pobre sus vestidos reales, por amor de Dios; y discutióse quién había dado más al pobre, si el rey o la mujer pobre. Cuando Félix hubo oído esta semejanza, entendió por la semejanza que en el hierro hay más materia que en el oro, porque tiene materia de tierra; pero, según consideración de materia en lo universal, más materia hay en el oro que en el hierro, porque el oro es más espeso y más sólido que el hierro; así como en la voluntad de la mujer pobre, donde hubo más intensa limosna que en la voluntad del rey.

 

 

[XXXVI]

 

DE LA ALQUIMIA[23]

 

Félix preguntó al filósofo si alquimia es arte por el cual pueda hacerse trasmutación de un metal en otro. El filósofo respondió y dijo que en trasmutación de un elemento en otro conviene que haya trasmutación sustancial y accidental, a saber, que la forma y la materia se trasmuden, con todos sus accidentes, en sustancia nueva, compuesta de nuevas formas y materias y accidentes:

—Y tal obra, amigo —dijo el filósofo a Félix—, no puede hacerse artificialmente, porque natura ha menester en ella todos sus poderes. Hijo —dijo el filósofo a Félix—, en todo comienzo natural hay intención, porque los elementos, cuando se componen para engendrar los metales, conviene que se mezclen de tal manera que unas partes estén en otras, como en la garrafa llena de vino y agua, en la que están todas las partes del vino y del agua mezcladas sustancialmente y accidentalmente, a saber, que toda la forma y la materia y los accidentes del vino se mezclan con la forma y materia y accidentes del agua. Y en esta mezcla hay diversas intenciones naturales, según unas partes están graduadas en las otras, y la cantidad de estas partes, y sus grados y sus situaciones son intangibles, invisibles, inestimables e inimaginables.

»Entre un alquimista y el fuego hubo gran cuestión, porque el alquimista dijo que artificialmente se pueden simplificar los elementos, y depurar y separar un elemento del otro, siendo cada elemento simple, por sí mismo, cuerpo simple, compuesto sólo de una forma y de una materia simple con accidentes simples. Mucho se maravilló el fuego de la loca opinión del alquimista, que pensaba más saber que él acerca de la existencia de los elementos simples; y dijo al alquimista estas palabras:

»“En los metales y en todos los cuerpos elementados buscan los elementos su perfección, que no pueden encontrar, y esta perfección han buscado desde que Dios creó el mundo. Esta perfección es que cada elemento sea, por sí, simple, sin corrupción; mas, porque Dios ha mezclado las cualidades de los elementos, a saber, calor, humedad, frialdad y sequedad, y el sujeto de aquellas cualidades son formas y materias de los elementos, mezclados en confusión de la simple materia y la simple forma, que son comienzos comunes a todos los cuerpos elementados, por eso es imposible que un elemento pueda existir sin otro; porque si un elemento pudiese existir sin otro, podría ser el aire húmedo por sí mismo, y no tener calor alguno, y estaría dotado de forma y materia propia, cantidad y color, incorruptible en cuerpo compuesto alguno; y esto es imposible y va contra los principios naturales, que son más fuertes en apetito natural que en el artificial del alquimista”.

»El alquimista dijo al fuego que un pintor de colores figuró en la pared una figura de hombre. Y el fuego dijo al alquimista que la forma y la materia de aquella figura era remota; y por eso aquella figura era sin movimiento natural, que pertenece a naturaleza humana. El alquimista pidió al fuego que de plata le hiciese oro. Y el fuego dijo al alquimista estas palabras: “En una tierra ocurrió que un león combatió largamente con un jabalí. Aquel león se esforzaba tanto como podía en matar al puerco porque quería comérselo; y el jabalí se defendía, porque no quería perder su ser, ni quería que su carne se trasmudara en la carne del león, porque más quería estar en especie de puerco que en especie de león”.

—Señor —dijo Félix al filósofo—, según vuestras palabras, parece que digáis que imposible cosa sea hacer trasmutación de un elemento en otro, ni de un metal en otro, según el arte de la alquimia; porque decís que ningún metal tiene apetito de mudar su ser; porque si mudase su ser en otro ser, no sería aquel mismo ser que quiere ser. De modo que he entendido todas vuestras razones y vuestras semejanzas; pero de una cosa me maravillo en gran manera, a saber, de cómo pueda el hombre tener tan grande afección al arte de la alquimia, si no es arte verdadera.

El filósofo respondió a Félix y dijo estas palabras:

—En una tierra ocurrió que un hombre pensó cómo podría reunir muy gran tesoro, y vendió todo cuanto tenía. Y en una tierra muy lejana fue a ver a un rey, y le dijo que él era alquimista. Aquel rey tuvo muy grande placer con su venida, y le hizo dar posada y todo cuanto había menester. Aquel hombre había puesto oro molido en tres recipientes, en los cuales había decocción de hierbas, y era aquella decocción a modo de lectuario. Ante el rey puso aquel hombre uno de aquellos recipientes en la caldera donde fundía muchos doblones que el rey le había dado para que los multiplicase. El oro que había en el recipiente pesaba mil doblones, y el rey había puesto dos mil en la caldera; y al cabo pesó la masa de oro tres mil doblones. Por tres veces hizo esto el hombre, y el rey pensó que fuese alquimista según verdad. A la postre: que el hombre huyó con gran copia de oro que el rey le había encomendado para que lo multiplicase; pues pensaba que el lectuario que había en los recipientes tuviese virtud por la cual el oro multiplicase en la fragua.

»En una ciudad había un gran rico hombre que tenía mujer, de la cual no podía tener hijos; la mujer, esposa de aquel rico hombre, mucho deseaba tener hijos. En aquella ciudad había una hembra falsa, y pensó cómo pudiese obtener mucho dinero de aquella mujer, a la cual fue a decir que ella le daría de comer cosas por las cuales podría quedar preñada. Aquella mujer tenía tan grande voluntad de tener hijos, que creía todo lo que la hembra le decía. Al cabo, cuando la hembra hubo obtenido de la mujer mucho dinero, huyó, y fuese a vivir en una tierra muy lejos de aquella ciudad.