[LIBRO VIII. DEL HOMBRE]

 

 

[PRÓLOGO]

 

Comienza el octavo libro, que trata del hombre

 

Mucho tiempo anduvo Félix por un camino sin encontrar cosa alguna de qué maravillarse, hasta que llegó a un campo en el que ovejas había en un prado, en el cual había entrado un lobo que a aquellas ovejas mataba y devoraba. Cerca de aquel prado había un pastor que estaba tendido en su cama, y no quería levantarse de la cama porque hacía mal tiempo de lluvia y de frío. Cerca del lugar donde el pastor estaba tendido, se combatía un perro con un lobo, y el perro ladraba muy fuerte, para que el pastor se despertase y le ayudase contra el lobo con quien se combatía, y contra el lobo que a las ovejas mataba.

Mucho se maravilló Félix del pastor, de que fuese tan perezoso y tan cobarde que al perro no ayudase ni contra el lobo a las ovejas que le estaban encomendadas ayudase. Y por la maravilla que Félix tenía del pastor, dijo al pastor estas palabras:

—En guarda y custodia del alma ha encomendado Dios al cuerpo, para que no le mate pecado mortal. Culpa de condenación tiene el alma si no defiende al cuerpo, puesto que le ha sido encomendado. Encomendado ha Cristo el mundo en guarda del sumo pontífice, de los cardenales y de los prelados de la santa Iglesia. Ladren los cristianos que están cerca de los infieles, para que el Papa y los santos hombres les socorran y destruyan todos los errores que van contra la santa fe cristiana. Piedad y dolor tengo de las ovejas que veo que mata el lobo y del perro que se combate, porque no hay quien le ayude. Gran maravilla tengo del perro, que no es racional, de que conozca y haga el oficio que se le ha encomendado; y de que tú, pastor, no hagas el oficio que se te ha encomendado. —Tales palabras y muchas otras dijo Félix al pastor, el cual despreció todas las palabras que Félix le había dicho, y tuvo a Félix por loco, y díjole palabras villanas, y amenazóle orgullosamente de tal modo que Félix tuvo miedo de morir.

Separóse Félix del pastor muy despagado, y maravillóse de por qué cosa y natura el pastor tenía tan desordenada intención; y entonces Félix deseó saber la naturaleza del hombre, y el ser humano, para poder tener conocimiento de la ocasión por la cual el hombre cae en pecado o hace buenas obras.

Mientras Félix iba así pensativo y deseoso de saber qué es el hombre, se encontró por el camino con dos hombres que disputaban; uno de aquellos hombres se llamaba don Poco-me-precio, y el otro se llamaba don Qué-dirán. Félix saludó a don Poco-me-precio y a don Qué-dirán, y por la gran disputa que había entre ambos no le devolvieron el saludo. Félix escuchó sus palabras, para poder entender mediante aquellas palabras algo de que pudiese maravillarse. Y don Qué-dirán dijo a don Poco-me-precio estas palabras:

—En todo el mundo no hay cosa alguna tan placentera como el honor y la buena fama que tengamos entre las gentes; pues por tener honor trabajan las gentes de este mundo, y este trabajo les es placentero, para que honra puedan tener y se alaben sus hechos y sus maneras. Y por eso, para ganar honor se hicieron vestidos hermosos, y quieren los hombres tener casa hermosa, hermoso palafrén, hermoso arnés, mucho dinero, muchos sirvientes; quieren los hombres hacer grandes hechos, y mucho dar, mucho convidar; y por honor se aventura el hombre a batallas, a asaltos y a muchas otras cosas parecidas a éstas.

De otra parte habló don Poco-me-precio, y dijo estas palabras:

—A Dios tan sólo conviene honra y no a ninguna otra cosa; porque sólo Dios existe por sí mismo, y todo lo demás ha venido de la nada, y volvería de la nada si Dios no lo sostuviese. Y si algún hombre tiene honra, siempre debe tenerla por tener intención de honrar a Dios; del mismo modo que ocurre con el prelado, o con el príncipe, o con los demás nobles hombres que hay en este mundo, a quienes conviene honor porque Dios les ha honrado por encima de los demás, para que aquellos a los que Dios más ha honrado honren más a Dios que los demás hombres.

Don Qué-dirán dijo a don Poco-me-precio:

—En una ciudad había un burgués muy rico, y, para tener honra, tenía gran casa y hacía grandes hechos. Mucho tiempo mantuvo aquel burgués gran ostentación, y, al cabo, por la gran ostentación que hacía, fue a dar en pobreza y tuvo gran sufrimiento y dolor porque no pudo mantener la ostentación que solía. Estando aquel burgués en este dolor y esta tristeza, ocurrió que el rey de aquella ciudad supo la pobreza de aquel burgués, al cual dio un castillo de gran renta para que el burgués pudiese mantener la ostentación que solía. Todos los hombres de la ciudad tuvieron placer de lo que el rey había hecho, y loaron al rey por lo que había hecho.

Don Poco-me-precio dijo a don Qué-dirán:

—En una ciudad había un rico burgués que gustaba de honrar a Dios. Ocurrió que en aquella ciudad había gran carestía y gran hambre, y los pobres iban muertos de hambre por las calles gritando que se les diera de comer por el amor de Dios. Aquel burgués daba todo cuanto podía a los pobres, y les servía. La esposa de aquel burgués era mujer orgullosa y tenía miedo de que su marido fuese a dar en pobreza por la gran limosna que hacía; por otra parte, le avergonzaba que su marido se humillase tanto sirviendo a los pobres. Aquella loca hembra reprendía a su marido por lo que hacía, y decía que, si iba a dar en pobreza, las gentes le escarnecerían y hablarían de él con desprecio. El bienhadado burgués respondió a su esposa, y dijo que poco se le daba de que las gentes le escarnecieran, con tal de que Dios le alabase por lo que hacía; pues más vale honor verdadero de un hombre que loanza falsa de mil hombres.

Andando por el camino disputaban don Qué-dirán y don Poco-me-precio, y Félix les seguía para oír sus palabras. Tanto anduvieron los tres, que llegaron a una ciudad. A la entrada de la ciudad, don Qué-dirán se calzó unas calzas bermejas que llevaba, y calzóse unos zapatos pintados, que tardó mucho en calzarse porque eran estrechos. Tanto tardó en calzarse don Qué-dirán, que don Poco-me-precio y don Qué-dirán se pelearon, y don Poco-me-precio dijo que en aquella ciudad no había nadie que conociese a don Qué-dirán, y por eso no le vendría ningún daño si andaba descalzo. Don Qué-dirán dijo a don Poco-me-precio que se calzase, para que las gentes no le escarneciesen. Don Poco-me-precio respondió, y dijo que no le importaba si alguien le escarnecía, pues buena cosa es sostener el escarnio con tal de que se soporte con humildad. Cuando don Qué-dirán se hubo calzado, vistióse con un bello jubón que llevaba, e iba por las calles de aquella ciudad con gran altivez y ufanía.

Ocurrió que dos hijos de dos honrados hombres de aquella ciudad se encontraron con don Qué-dirán, que iba muy orgullosamente; y, por locura, y porque le veían ir con ostentación, hirieron a don Qué-dirán, y le afrentaron, y le quitaron el jubón que vestía, y las calzas y los zapatos; y a don Poco-me-precio y a Félix, que iban humildemente, no hicieron ni dijeron villanía alguna. Por muy afrentado se tuvo don Qué-dirán a causa de la villanía que le habían hecho los dos mancebos, y dijo que si él no se vengaba las gentes murmurarían de él y le tendrían por cobarde. Y entonces, con un cuchillo que llevaba, mató a uno de los dos mancebos, y el otro mató a don Qué-dirán. Y don Poco-me-precio y Félix se afligieron por la muerte de don Qué-dirán, y mayormente porque había muerto orgullosamente y por vanagloria.

Félix y don Poco-me-precio fueron a hospedarse en una posada en la que había un pobre hombre y su mujer y tres hijos. Aquel hombre había sido de gran honra y riqueza, y tenía gran pobreza, y se moría de hambre con su mujer y sus hijos; porque se avergonzaba de su pobreza, y no quería pedir limosna por amor de Dios, para que las gentes no conociesen que era pobre. Cuando don Poco-me-precio vio la conducta de su huésped, dijo estas palabras:

—En una ciudad había dos caballeros que iban con el príncipe de aquella ciudad. En una fiesta ocurrió que el príncipe dio a un caballero un caballo, y al otro dio unos vestidos iguales a los suyos, y a aquel caballero al que vistió le hizo comer con él en su mesa. —Este ejemplo dijo don Poco-me-precio al huésped, para que recordase que Jesucristo quiso ser pobre en el mundo, y acercó a sí a todos aquellos que son pobres por su amor o que en pobreza tienen paciencia.

A la mañana siguiente don Poco-me-precio fue a ver a un prelado que tenía bajo su jurisdicción a muchas personas, y díjole que sirviese a Dios con toda su persona, y con todo el poder que tenía sobre sus súbditos, pues, ya que era hombre y prelado para poder servir a Dios en todo, por ser hombre y prelado estaba obligado a hacer que se sirviera y conociera a Dios; y, si no lo hacía, obraría contra la totalidad de su poder y su humanidad y prelacía. Aquel prelado respondió locamente a don Poco-me-precio, y dijo que las gentes dirían de él escarnios si él hacía lo que don Poco-me-precio le aconsejaba. Don Poco-me-precio dijo que aún vivía don Qué-dirán y que no hacía caso de cómo el prelado lo deshonraba.

Mucho se alegró Félix de la condición de don Poco-me-precio, que había tomado oficio de ir por el mundo loando y bendiciendo a Dios, y aconsejando a las gentes que hiciesen buenas obras amando y conociendo a Dios; y cuando tenía hambre, sed, calor, frío, enfermedad, trabajo, pobreza, y cuando las gentes le herían o le deshonraban, no hacía caso de ello. Félix preguntó a don Poco-me-precio cómo podía tener tanta paciencia y soportar la pena que sufría, despreciando los trabajos que pasaba y las afrentas que las gentes le hacían y le decían. Don Poco-me-precio dijo a Félix estas palabras:

—La natura es tal que cuanto más sufre más se perfecciona. Y por eso, cuando la voluntad del hombre se hace pasiva y quiere que la voluntad de Dios sea sobre ella activa, entonces la humana voluntad es perfecta, y por esta perfección da alegría y saciedad al hombre cuanto más fuertemente trabaja para honrar a Dios.

Recordó Félix la loca voluntad del pastor, que las ovejas que le estaban encomendadas dejaba que el lobo matase, y recordó la loca voluntad de don Qué-dirán. Y entonces dijo a don Poco-me-precio estas palabras:

—Señor, ¿por qué virtud y natura podría conocer la falta del pastor, que al lobo dejaba que matase las ovejas que le encomendó su señor, el cual daba gran salario al pastor para que bien guardase las ovejas? ¿Y cómo podría yo conocer la ocasión por la que don Qué-dirán tenía orgullo y vanagloria, y deseaba ser honrado en el mundo? ¿Y cómo podría conocer la causa por la que vos tenéis tan grande audacia en amar a Dios y en tener paciencia en los trabajos que pasáis?

—Amigo —dijo don Poco-me-precio a Félix—, en una iglesia eremítica hay un santo hombre. Esa iglesia está en una alta montaña cerca de aquí; y aquel santo hombre es filósofo, y se ha ido a aquel lugar para hacer penitencia y para considerar el estamento humano. Al principio, cuando yo quise tener este oficio, fui a verle para que me diese conocimiento de la disposición del hombre, a saber, por qué es creado el hombre, qué es, cómo está ordenado por natura, y cómo usa de vicios y de virtudes. Aquel santo ermitaño da al hombre consejos y maneras para que sepa a Dios amar y conocer, y amarse y conocerse a sí mismo y al prójimo; y muestra la razón por la que es creado el hombre, y por la que sabe tener virtudes y contrastar a los vicios. —Gran placer tuvo Félix de lo que le había dicho don Poco-me-precio, del cual se despidió; y fuese a ver al santo ermitaño, para que le mostrase el ser y la disposición del hombre, qué es, quién es, y el fin para el cual el hombre fue creado.

Tanto anduvo Félix aquel día, que llegó a aquel lugar en donde el santo ermitaño contemplaba a Dios. Félix saludó al santo hombre, el cual a Félix devolvió agradables saludos.

—Señor —dijo Félix—, mucho he deseado saber qué es el hombre, y cómo está ordenado por natura, y por qué fin Dios lo ha creado; pues tantas faltas hay en hombre pecador, que mucho deseo saber la manera por la que el hombre es creado, y la disposición en que el hombre está, para tener conocimiento de hombre pecador y de hombre justo; y, por el conocimiento que tendré, sepa conocerme a mí mismo, y primeramente a Dios y a mi prójimo. —Mucho plugo al santo hombre la buena intención de Félix, y díjole que él había estudiado mucho tiempo y buscado el ser humano, para poder conocer a Dios y a sí mismo, y conocer al hombre. Y primeramente quiso mostrar a Félix qué es el hombre.

 

 

[XLIV]

 

QUÉ ES EL HOMBRE

 

El santo ermitaño dijo a Félix que hombre es ser unido de alma y de cuerpo, en el cual hay vegetación, sensualidad, imaginación, razón y movimiento. Por vegetación es el hombre situado y compuesto de los cuatro elementos, por los cuales el hombre tiene longitud, profundidad y amplitud; y tiene cabeza, ojos, nariz, brazos, manos y todos los demás miembros. Por la potencia sensitiva tiene el hombre inclinación y apetito de calor, humedad, frialdad y sequedad; y quiere el hombre comer, beber, vestir; y está el hombre en sanidad o en enfermedad; y es el hombre gordo o flaco; y así en las otras cosas parecidas a éstas.

—Amigo —dijo el ermitaño—, por cuanto el hombre es vegetado, es elementado, estando un elemento en el otro, entrando y moviendo un elemento al otro, como el fuego que entra en el aire, y el aire en el agua, y el agua en la tierra, y la tierra en el fuego, y el fuego en agua y en la tierra y en el aire, y el aire en el fuego y en la tierra, y el agua en el fuego y en el aire, y la tierra en el agua y en el aire. Ese círculo, amigo, se opera en el cuerpo del hombre continuamente por dentro y por defuera; y por defuera aparece todo el cuerpo por figura, y por dentro del cuerpo está la forma humana y la materia humana.

»La forma humana es de las cuatro formas de elementos, por las cuales el hombre es una forma de cuerpo multiplicada de las cuatro formas elementales. Bajo aquella forma hay una materia común, y compuesta de cuatro materias de elementos, por cuya materia y forma el hombre tiene cuerpo elementado.

»La forma y la materia son un cuerpo, en el cual está la sensualidad, por la cual el hombre tiene cinco sentidos, los cuales son: ver, oír, oler, gustar y sentir. Esta sensualidad es llamada forma sensitiva; y su sujeto es el cuerpo vegetado, y sensuado, e imaginado, y raciocinado, y movido a ser cuerpo humano. Por la vista el hombre ve color y figura por defuera de la sustancia del cuerpo; por el oír, oye el hombre sonido, ruido, voz y palabras; por el oler, huele el hombre flores, ámbar, almizcle, y siente el hombre buen olor y mal olor; por el gustar, siente el hombre lo dulce y lo amargo, y el sabor de lo que el hombre come y bebe; por el sentir, siente el hombre lo grave y lo leve, lo duro y lo blando, lo caliente y lo frío, sanidad, enfermedad, tocamiento, y las demás cosas a éstas semejantes.

»Por la imaginación, imagina el hombre las cosas sensibles; y cuando el hombre no tiene en presencia las cosas que ha sentido con sentidos corporales, entonces la imaginativa las retiene y las representa al hombre en aquella disposición de la obra corporal, según la cual el hombre ha visto y oído, o gustado, u olido, o sentido. Con imaginación imagina el hombre la disposición de la obra corporal, así como al escribir, al pintar, al edificar castillos y palacios, navíos y las demás cosas semejantes a éstas. Esta imaginación es llamada forma o potencia imaginativa, y es virtud de imaginar. Y así como la sensitiva potencia es una misma, y se diversifica a sí misma por los cinco sentidos corporales, así esta potencia imaginativa es una misma esencia, mas se diversifica a sí misma según los cinco sentidos corporales, reteniendo la disposición de éstos, e influyendo su obra diversamente, según ha tomado sensualmente la sensitiva.

»Por la razón tiene el hombre alma racional, y ésta es creada nuevamente cuando se une con el cuerpo; mas la vegetativa, sensitiva e imaginativa son engendradas por el padre y la madre del hombre. Esta razón es de tres cosas, a saber, memoria, entendimiento y voluntad, y las tres juntas son un alma, que es racional. Por la memoria tiene el hombre recuerdo de las cosas pasadas; y por el entendimiento tiene el hombre conocimiento; y por la voluntad tiene el hombre inclinación a amar y desamar las cosas. Por el movimiento que hay en el hombre, entiende el hombre la potencia motiva, a saber, el movimiento unido de vegetación, sensualidad, imaginación, racionalidad; porque la razón del hombre es mucho mejor y más noble forma que todas las demás, y señorea sobre el movimiento de las demás; y por su movimiento y virtud se mueven todas las demás. Y por eso dícese que el alma es forma del cuerpo, y señorea sobre todo lo que hay en el hombre por vegetación, sensualidad e imaginación. La razón mueve a la imaginativa a imaginar, y a la sensitiva a sentir, y a la vegetativa a vegetar; y bajo la razón, esto es, el alma intelectiva, mueve la sensitiva a la vegetativa, y la imaginativa a la sensitiva; y bajo la razón mueve la apetitiva a la digestiva, y la retentiva a la expulsiva; y lo mismo hace la digestiva, y hacen las demás, que la apetitiva.

»Amado hijo, de todas estas cosas antedichas, a saber, de formas y materias, que son muchas y diversas en el hombre, síguese una forma que es llamada forma humana, la cual está compuesta y unida de muchas formas, y compuesta una materia humana de muchas materias. Y la forma humana y la materia humana son la esencia del hombre, y el hombre es el ser compuesto y unido de forma y materia humana. Y eso que yo, hijo, os he dicho y significado, es el hombre.

Mucho plugo a Félix la disposición del hombre, que entendió por las palabras que el santo ermitaño le había dicho, y estuvo un buen rato pensativo antes de que el santo ermitaño dijese palabra alguna.

—Amigo —dijo el santo hombre a Félix—, ¿por qué estáis pensativo?

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo del pastor, que es hombre, de que haya podido tener tanta negligencia que no ayudase a las ovejas que le estaban encomendadas contra el lobo que las devoraba en su presencia, puesto que el hombre está en tan noble disposición por creación; y de cómo el perro, que con el lobo se combatía, podía tener mejor conocimiento del fin por el cual es perro que el pastor, que es hombre y no tiene conocimiento del fin por el que es hombre y pastor, puesto que de la cama no quería levantarse por temor a la lluvia y al frío que hacía.

Cuando el santo hombre oyó hablar así a Félix, conoció aquello por lo que Félix se maravillaba, y aquello por lo que así hablaba; y recordó algunas cosas que muchas veces había recordado. Y entonces entristecióse en su ánimo, y mucho lloró, diciendo estas palabras:

—Hijo amado, si en Dios hubiese cosa alguna en la que hubiese mal (orgullo, ignorancia, injuria o cualquier defecto), mayor sería esta cosa que cualquier cosa que hubiese en el mundo; y todo el mundo no es tan grande en bondad y en perfección como sería aquella cosa en maldad y en imperfección; y, porque en Dios conviene que haya mayor bondad y mayor perfección de todas las cosas que en ninguna otra cosa, por eso sería en él mayor maldad y mayor imperfección que en cosa alguna el menor mal y la menor imperfección que haya en el mundo.

Entendió Félix lo que el santo hombre decía, y mucho lloró, y dijo a Dios:

—¡Ay, señor Dios! ¿Cuándo llegará el tiempo en que seréis amado y conocido por todo el mundo? ¿Y cuándo tendréis procuradores que empleen toda su fuerza en haceros amar y conocer por aquellos que no os tienen amor ni tienen de vos conocimiento?

 

 

[XLV]

 

DE QUÉ ES EL HOMBRE

 

Cuando mucho Félix hubo llorado, preguntó al santo ermitaño de qué es el hombre. Y el santo hombre le dijo que el hombre es de todas aquellas cosas que le había explicado en el capítulo anterior.

—Hijo —dijo el santo hombre—, a un filósofo preguntó un discípulo suyo de qué es el sol. El filósofo dijo que el sol es de fulgor activo y pasivo compuesto y unido; y los rayos que fuera de sí influye, con los cuales ilumina la luna y el aire, son por la obra que la luz activa hace en la luz pasiva.

—Amado hijo —dijo el ermitaño—, el grano de trigo que engendra a los demás granos bajo la tierra da a los granos parte de su esencia y de su ser, dándoles de su forma y materia, de su cantidad, cualidad, habituación, situación, relación, acción y pasión, a su misma semejanza; de tal modo, que aquellos granos que se engendran son del grano que muere en la tierra, y son de aquello que aquel grano convierte a su naturaleza, tomando de la tierra y de los demás elementos forma y materia, cantidad, cualidad, y todos los demás accidentes; y todo eso que de ellos toma lo convierte en su especie y natura, y después lo da a los granos que engendra y que multiplica en la espiga. El pan, el vino, la carne y todas las demás cosas que el hombre come, todo se convierte, en el estómago, en sangre, en carne, en huesos, en tuétano, en nervios, en cabellos y en las demás cosas que hay en el cuerpo humano. Y este cuerpo humano da su semejanza cuando el hombre engendra a otro hombre, de modo que el hijo toma del ser del padre forma y materia, cantidad, y todos los demás accidentes; y lo mismo toma de su madre; pero el ser específico que es del padre y de la madre permanece; y el ser del hijo es engendrado de lo que el padre y la madre convierten en su especie, semejanza y naturaleza, comiendo y bebiendo, oliendo y tocando.

»Hijo, en aquel tiempo en que Dios creó el mundo y formó a Adán del limo de la tierra y a Eva de la costilla de Adán, tuvo Adán hijos, que fueron del semen de Adán y de lo que Adán comía y bebía, y a su natura convertía, transustanciando lo que comía y bebía en su especie; y de aquella materia y forma y accidentes que se transustanciaron en la esencia y ser de Adán corporalmente, Adán engendraba, en Eva, hijos. Y así por línea y por continuación el hombre es corporalmente de aquello que el hombre convierte en sí y después lo da a otro, engendrando a otro hombre.

—Señor —dijo Félix—, ¿la humanidad de nuestro señor Jesucristo de qué fue?

El ermitaño respondió y dijo que la humana corporal naturaleza de Cristo fue de la naturaleza corporal humana de nuestra Señora; porque así como Dios, de limo terre, formó a Adán sobre el curso de la naturaleza, así Dios, sobre el curso natural, formó e hizo de dentro de nuestra Señora y de la carne de nuestra Señora al cuerpo de Cristo, en el cual creó al alma de Cristo, del mismo modo que en un tiempo sólo la humana naturaleza de Cristo existió a la vez corporalmente y espiritualmente.

Mucho plugo a Félix el haber entendido de qué es el hombre; y mayormente se alegró cuando pensó que él era de la naturaleza humana de la cual es Cristo. Mas pensó que Cristo no es amado ni conocido por todo el mundo, sino que hay muchos más hombres que no le aman ni le conocen ni le honran, aunque sean de su naturaleza humana, que hombres que le conozcan y amen. Entonces entristecióse y maravillóse Félix en gran manera, preguntándose qué fechoría podía haber hecho Cristo para que, siendo hombre y crucificado por el hombre, fuese tan poco amado, conocido y honrado por el hombre.

Mucho lloró Félix por el pensamiento que tenía, y mucho se lamentaba porque Cristo, que ningún daño ha hecho al hombre, fuese tan poco preciado por el hombre. Cuando así Félix hubo llorado largamente, preguntó al ermitaño por qué es el hombre.

 

 

[XLVI]

 

POR QUÉ ES EL HOMBRE

 

—Amado hijo —dijo el santo ermitaño a Félix—, Dios es memorable, inteligible, amable, honorable y temible, y tiene muchas otras condiciones que convienen a su alto honor y señorío. Y para ser recordado, conocido, amado, honrado y temido, obedecido y servido, ha creado al hombre, el cual es para recordar, entender, amar, honrar y servir a Dios. Hijo, esta razón que os he dicho es la más principal por la que es el hombre; y bajo ésta hay otra razón por la que es el hombre, a saber, que el hombre es para que tenga gloria en el paraíso, recordando, conociendo y amando a Dios perdurablemente sin fin. Tras esta razón, hijo —dijo el ermitaño—, hay otra razón por la que es el hombre, a saber, que el hombre es por el curso de natura, a saber, porque un hombre engendra a otro, según hemos dicho ya.

—Señor —dijo Félix—, puesto que la más principal razón por la que es el hombre es recordar, conocer y amar a Dios, ¿por qué razón y natura entonces síguese que Dios sea tan poco recordado, conocido y amado en este mundo?; ¿y por qué son más recordadas, entendidas y amadas las vanidades de este mundo que Dios?

—Amable hijo —dijo el ermitaño—, en una ciudad había un noble burgués que era muy rico y honrado. Aquel burgués era muy hermoso de persona, y era muy bien acostumbrado en todas las cosas. El burgués tenía una mujer muy hermosa, a la cual amaba y honraba. En la casa de aquel burgués entraba un villano que sacaba estiércol del establo; la mujer de aquel burgués faltaba contra la honestidad con aquel villano, al cual más amaba que a su marido. ¡Ah, hijo! —dijo el ermitaño—, ¡cuán grave cosa es falta y desvío del fin por el que el hombre es! Porque aquel desvío del fin por el que el hombre es conviene que sea ocasión de infinita duración en pena y en trabajo; y eso es así porque va contra la infinita bondad, grandeza, eternidad, poder y sabiduría y voluntad y justicia de Dios.

Muy maravilloso quedó Félix de lo que el ermitaño decía, y no entendió la semejanza hasta que el ermitaño dijo estas palabras:

—El calor natural es ocasión por la cual el hombre vive. De modo que, cuando el hombre muere, conviene que el calor innatural sea mayor que el natural; porque, si no lo fuese, el hombre no moriría por enfermedad, en la cual se encuentra por el calor innatural.

Entendió Félix lo que el ermitaño declaraba con la semejanza que decía, pero maravillábase mucho de que hubiese alguna flaqueza capaz de desviar al hombre del fin para el que fue creado, siendo así que Dios es más poderoso en perfección que ninguna otra cosa en imperfección. Conoció el ermitaño de qué se maravillaba Félix, y dijo que un hombre justo no se aparta del fin para el que fue creado, esto es, para recordar, entender y amar a Dios siempre en gloria; y el hombre pecador se desvía, por pecado, del fin para el que fue creado; pero no se desvía porque Dios pierda en él su derecho, sino que síguese el fin por el que Dios ha creado al hombre, a saber, que en los hombres justos y en los ángeles, en la justicia que Dios hace, dando pena en el infierno a los hombres pecadores, es recordado, entendido y amado por justicia, o por misericordia, cuando perdona a los hombres pecadores cuando se arrepienten, y a Dios en este mundo perdón piden.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué Dios hizo al hombre en condición tal que pudiese pecar?

Respondió el ermitaño, y dijo que si Dios hubiese hecho al hombre en condición tal que pudiese recordar, entender y amar a Dios, y que no pudiese a Dios olvidar, ignorar y desamar, el fin en que el hombre estaría sería por la bondad de Dios y no por la justicia; y serían la bondad y la justicia de Dios contrarias en grandeza, y esta contrariedad es imposible. Pero, porque el hombre justo puede pecar y no quiere pecar, la bondad y la justicia en él concuerdan, porque bien obre por cuanto recuerda, entiende y ama a Dios, y no quiere olvidar, ignorar, desamar a Dios. Y cuando hace lo contrario, obra mal y contra bondad; y por eso justicia castígalo, y este castigo es bueno, porque el hombre injusto obra contra justicia y bondad.

—Señor —dijo Félix—, como quiera que Dios no es visible, ni audible, ni sensible, ni palpable, ¿por qué ha creado ojos para ver, y oídos para oír, y manos para tocar, y así las demás cosas sensibles? Pues le hubiera bastado a Dios crear solamente el alma, puesto que es memorable, inteligible y amable.

—Hijo —dijo el ermitaño—, en Dios hay bondad, grandeza, eternidad, poder, y tiene muchas virtudes; y para que las semejanzas de sus virtudes fuesen vistas, oídas, tocadas, dio al hombre ojos, nariz, manos, oídos, boca, y le dio sentimiento, para que viese el mundo bueno, grande, durable, en el cual tiene poder y tiene muchas cosas que tienen alguna semejanza de las virtudes de Dios, y muestra su semejanza para que el hombre mejor le pueda recordar, conocer y amar, y para que el hombre pueda tener virtudes y esquivar vicios, y para que Dios le pueda dar, por rectitud, mayor gloria.

 

 

[XLVII]

 

POR QUÉ VIVE EL HOMBRE

 

—Señor —dijo Félix—, el hombre ¿por qué vive en este mundo?

El ermitaño respondió y dijo:

—El hombre vive en este mundo para que, viviendo, recuerde y entienda y ame a Dios; y el hombre vive en este mundo para que pueda vivir en el otro siglo en gloria perdurable. Hijo —dijo el ermitaño—, el alma racional es una sola cosa con su vida, porque lo que es alma racional es vida, a saber, que memoria, entendimiento y voluntad son de natura de vida espiritual, y su vivir es ser, que es el alma, como el ser del sol, que es fulgir de forma de fulgor y de materia de fulgor. Vida corporal del hombre consiste en la unión de elementos de los que está compuesto aquel cuerpo, según habéis entendido; y esa vida es llamada vida vegetativa, y el vivir de esta vida es por obra de la vegetal potencia; y aquel cuerpo vive porque come, bebe, respira, siente calor y frío, y por cosas parecidas a éstas; porque el calor consume la humedad, la frialdad y la sequedad, y tal cosa hace calentando el cuerpo; y lo mismo hace la frialdad, que consume al calor; y la humedad y la sequedad hacen otro tanto. Y por eso el hombre quiere comer y beber: para que pueda hacerse temperamento de humores y calidades y complexiones, sin cuyo temperamento el hombre no podría vivir. Esta potencia vegetativa vive por sí misma, y vive por la sensitiva potencia, que tiene vida sensual, esto es, para ver, oler, oír, gustar y palpar. Sin ver, oír, oler puede el hombre vivir, pero sin sentir ni gustar ningún hombre podría.

»Por el alma racional vive el cuerpo, y vive la sensitiva potencia; porque el alma es tan virtuosa en vivir, que hace vivir todo lo que hay en el hombre vegetal y sensado; y por la virtud del alma racional se trasmudan las viandas que el hombre come y bebe, en vivir vegetante y sensante, como el pan, el vino y la carne que el hombre come que se trasmuda en sangre y en carne viviente, vegetante y sensante.

»Hijo, el hombre es instrumento, y es compuesto de vida corporal y espiritual, y la obra de la vida espiritual y corporal es el vivir, que es aquello por lo que el hombre vive; y la muerte es lo contrario de la vida, a saber, que el hombre muere por el desordenamiento del instrumento, y por la separación que el alma hace del cuerpo, el cual no puede vivir sin el alma, que le da vida.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué quieren los hombres vivir mucho tiempo en este mundo?

El ermitaño dijo que en todas las cosas cada ser se ama a sí mismo por natura, y desama el no ser; y, porque el vivir tiene concordancia con ser, y el morir con no ser, por esto quiere el hombre vivir mucho tiempo, y desama morir.

—Porque el alma da vida al cuerpo, y porque el cuerpo toma vida del alma, por eso el alma quiere vivir en el cuerpo, y el cuerpo quiere vivir en el alma; y por eso el hombre desama morir, y quiere ser hombre viviendo; y cuando ha muerto, entonces no es, sino que el alma es una parte del hombre, y el cuerpo se convierte en polvo, y no es hombre, hasta el día de la Resurrección, en el que el alma volverá a aquel cuerpo, y juntos serán el mismo hombre que eran antes.

»El hombre existe para recordar, entender y amar a Dios; y, porque Dios es digno de ser muy recordado, entendido y amado, pues es grande en bondad, eternidad, poder, sabiduría, voluntad y perfección, por eso naturalmente el hombre quiere vivir, para que mucho pueda recordar, entender y amar a Dios. Mas, porque por pecado el hombre se ha desviado del fin para el cual fue creado, por eso el hombre pecador quiere vivir mucho tiempo, para tener deleites en este mundo, y no tener la pena infernal; y el hombre justo quiere vivir mucho tiempo en este mundo para poder servir mucho a Dios y poder tener gran gloria en el paraíso.

»En una ciudad había un obispo que era hombre de buena condición moral antes de ser obispo; y cuando fue obispo fue hombre muy mal acostumbrado, y deseaba vivir mucho tiempo. Ocurrió un día que dijo el oficio cuando un gran noble burgués murió en aquella ciudad. Aquel obispo, cuando vio que enterraban a aquel burgués, tuvo gran pavor cuando vio que le echaban la tierra encima. Mucho pensó luego el obispo por qué tenía el hombre mayor temor de estar cerca de un hombre muerto que de estar cerca de cualquier otra cosa muerta; y tanto pensó aquel obispo en esta cosa, que alcanzó la razón por la que esto ocurre, a saber, porque el hombre aborrece más por natura lo que es a él semejante en especie, cuando hay en ello desfallecimiento, que ninguna otra cosa, por gran desfallecimiento que en ella haya. Cuando el obispo hubo para sí pensado mucho tiempo, recordó la humanidad de nuestro señor Jesucristo, a la cual era semejante por naturaleza humana, y recordó que era pecador, y contrario al oficio en el que estaba puesto para honrar a Jesucristo; y entonces entendió que a Jesucristo era muy desagradable; porque cuanto más se le asemejaba en naturaleza y en oficio sacerdotal, y era hombre pecador, más digno de ira era ante Cristo. Tanto pensó el obispo en tal cosa, que conoció su desfallecimiento, y arrepintióse en gran manera de sus pecados, y deseó vivir mucho tiempo para hacer penitencia.

 

 

[XLVIII]

 

POR QUÉ QUIERE EL HOMBRE TENER HIJOS

 

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué el hombre desea tanto tener hijos, siendo así que más hombres hay en el mundo que estén en estamento de condenación que en estamento de salvación?

—Amado hijo —dijo el ermitaño—, naturalmente toda cosa quiere a su semejante, y esta naturaleza se principia en Dios, porque Dios, amándose a sí mismo, ama a su semejanza; y por eso Dios Padre, amándose a sí mismo, engendra al Hijo, que es semejante a él en ser Dios, y en bondad, grandeza, eternidad, poder sabiduría y voluntad. Ama Dios su semejanza en las criaturas, a saber, que porque las criaturas son buenas, grandes, durables, poderosas, nobles, se hallan en alguna semejanza de la bondad y grandeza y virtudes de Dios. Pues, porque Dios gusta de la semejanza, ha creado el mundo, al cual ha dado alguna semejanza de sí mismo, y por eso el hombre es hijo de Dios por creación.

»Hijo, por esta natura que os digo quiere el hombre tener hijos, para imprimir e informar su semejanza en su hijo y para que su semejanza sea durable; y en esta semejanza está representada la bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría y voluntad de Dios. Pero, porque el hombre pecador está corrompido por el pecado, y porque ama contra el fin por el que fue creado, por esto quiere tener hijos por naturaleza desemejante a la de Dios, y quiere tener hijo por naturaleza contraria a aquella por la que debería quererlo; y por eso enseña a su hijo a tener la vanidad de este mundo.

»En una ciudad ocurrió que un hombre tenía un hijo, al cual dejó, al morir, todo cuanto tenía, y a este hijo tenía honrado mientras vivía. En el día de la muerte, cuando el hijo tenía ante sí, muerto, a su padre, y esperaba que los clérigos y los prohombres fuesen a enterrar a su padre, miraba si veía venir a una mujer a la que mucho amaba; y, porque no la veía, más ira tenía porque no la veía que por la muerte de su padre. Más aún: aquel hijo se alegraba de que su padre hubiera muerto, porque le quedaba la riqueza de su padre.

Mucho se maravilló Félix de lo que el ermitaño decía, y dijo que por qué natura podía ser lo que dicho había. Y el ermitaño dijo estas palabras:

—Una vez ocurrió que un usurero hizo testamento, y no quiso enmendar sus yerros, sino que dejó todo cuanto tenía a un hijo que mucho amaba, y este hijo se alegró mucho de la muerte de su padre. Aquel hijo de aquel usurero vivió mucho. Un día ocurrió que recordó que su padre era usurero, y que le había dejado todo cuanto tenía, y que se había alegrado mucho de la muerte de su padre. Mucho tiempo pasó aquel hombre en tal consideración, y maravillóse en gran manera de que su padre más quiso ir al infierno que desheredar a su hijo; y de él mismo se maravilló de que hubiera podido alegrarse de la muerte de su padre, pues le amaba. Tanto tiempo pasó en esta consideración que llegó a comprender que así como su padre le amaba a él locamente, así Dios le castigó haciendo que su hijo le desamara y quisiera más lo que le dejó que la vida y la salvación de su padre.

Cuando Félix hubo pasado largo rato en esta consideración, preguntó al ermitaño por qué natura la madre quiere más al hijo que a la hija, siendo así que la hija es más semejante a ella que su hijo.

—Hijo —dijo el ermitaño—, en la natura por la cual la hembra quiere más tener hijo que hija signifícase por qué natura el hombre debe desear tener hijos, a saber: que porque Dios quiere demostrar y significar su virtud y su semejanza mayormente en la criatura más noble que en la menos noble, quiere que por natura desee más la hembra tener hijo que hija, porque el hombre es más noble, y más fuerte, y más sabia criatura que la mujer. Y, en la misma medida en que el hombre es más noble criatura que la hembra, más debe querer la hembra tener hijo que hija, para tener de sí misma un hijo, en quien haya más semejanza de Dios que en una hija.

 

 

[XLIX]

 

POR QUÉ ESTÁ EL HOMBRE SANO Y ENFERMO

 

Félix preguntó al ermitaño por qué natura está el hombre sano y enfermo. Y el ermitaño dijo que en la potencia vegetativa hay cuatro poderes: apetitiva, retentiva, digestiva, expulsiva.

En las palabras que había dicho el ermitaño se tuvo Félix por bastante informado acerca de la pregunta que había hecho, y conoció que porque los hombres quieren tener hijos locamente, y contra la intención por la que debieran quererlos, les castiga Dios en el amor de sus hijos, que más quieren los bienes que les quedarán de su padre que procurar por la salvación y la vida de su padre.

De la potencia apetitiva hay en los hombres talante de comer, beber, calentar, enfriar, velar y dormir. De modo que, cuando ocurre que la apetitiva pide las cosas que son necesarias al cuerpo, y esquiva aquellas que no le son necesarias, y aquellas cosas que pide tiene, entonces está el hombre en sanidad corporal, con la que templadamente come y bebe, y viste, y vela, y duerme, y se mueve andando y obrando de tal manera que el movimiento natural no se corrompa. Y cuando el hombre hace lo contrario a esto, entonces, cae el cuerpo en enfermedad corporal.

A la potencia retentiva se ha dado oficio de retener la vianda que el hombre recibe tanto tiempo como sea preciso hasta que la digestiva haya digerido la vianda, y la haya repartido por todos los miembros del cuerpo. Después conviene que la retentiva dé plenos poderes a la expulsiva para que eche fuera a la materia gruesa que no es necesaria para el alimento del cuerpo. Y si la expulsiva echa fuera aquella superfluidad, está el cuerpo sano; y si la retentiva retiene más de lo que debe retener, entonces se engendra enfermedad en el cuerpo. Cuando la digestiva digiere la vianda que el hombre reciba, de tal modo que el calor natural puede obrar contra el calor innatural, entonces está el hombre en sanidad; y por eso el hombre debe templar más fuertemente la potencia digestiva que ninguna de las demás potencias; porque si la apetitiva pide más o menos de lo que la digestiva puede cocer, y si la retentiva retiene más o menos, y lo mismo la expulsiva, de lo que la digestiva pueda obrar, entonces se enferma el cuerpo. La experiencia que el hombre puede tener de si la digestiva está en buena disposición está en que el hombre piense en su estamento a menudo: si se siente ligero o pesado, triste o alegre, y si la expulsiva está ordenada, y qué viandas son más convenientes para cocer. Asimismo debe el hombre templarse en su dormir, y en su soñar, y así en las otras cosas. De modo que todas estas cosas son señales por las cuales el hombre tiene conocimiento de la digestiva. En la potencia expulsiva hay muchas señales que significan sanidad y enfermedad, a saber, según la forma y la color de lo que la expulsiva arroja; porque si la forma es unida, significa digestión; si es clara, indigestión; y la color varía según las viandas que el hombre come. Lo mismo se manifiesta según el sudor, o la saliva, o lo que mana de la nariz y los ojos y los oídos, y según las demás señales de la medicina. Por todas estas cosas, y por muchas otras, tiene el hombre conocimiento de sanidad y de enfermedad; y la sanidad reside en la templanza, y por ordenación e igualdad de la apetitiva, retentiva, digestiva y expulsiva; y reside en semejantes calidades, y viandas, y humores, y complexiones, según el cuerpo sea de complexión cálida, o húmeda, o fría, o seca. Y por lo contrario de estas cosas hay enfermedad en el hombre.

En una noble iglesia había un prior que era hombre lujurioso. Aquel prior, cuando santificaba el cuerpo de Jesucristo, sentía que la tristeza entraba en su alma; y, cuando había dicho la misa, se hallaba en mayor tristeza que antes, cuando la misa quería decir. Mucho se maravilló aquel prior de qué podía ser aquella tristeza, y no conocía la ocasión por la que la tenía. Un día ocurrió que el prior había cantado misa, y sintióse muy triste y despagado de sí mismo. Mientras el prior estaba así triste, ocurrió que un médico fue a confesarse con el prior, y confesóse del pecado de lujuria, de cuyo pecado el médico se arrepintió en gran manera. Cuando el prior hubo confesado al médico y lo hubo absuelto, se sintió más gravemente triste y airado que antes, y maravillóse en gran manera del dolor que tenía.

El prior preguntó al médico si le sabría decir por qué natura le venía tan grande tristeza cuando había dicho la misa y cuando le había confesado; y el médico dijo al prior estas palabras: «Un rey tenía dos hijos; uno de ellos estaba siempre en tristeza, y el otro estaba alegre. Mucho se maravilló el rey del diverso talante que sus hijos tenían. A la corte de aquel rey llegó un médico, al cual el rey preguntó por qué natura uno de sus hijos estaba siempre alegre, y el otro estaba triste. Aquel médico hizo que los dos infantes comieran ante él y en presencia del rey, y vio que aquel infante que estaba alegre, comía y bebía templadamente, y lo que comía lo masticaba mucho, y cuando bebía, bebía despacio y lentamente; y el otro infante, que siempre estaba en tristeza, comía mucho y no lo masticaba según convenía, y bebía a toda prisa, y demasiado bebía; y por eso estaba triste, porque no podía la digestiva cocer la vianda, y por esto sentíase triste y grave. Cuando el médico hubo significado al rey por qué su hijo se hallaba en tristeza, ante el rey fueron conducidos dos hombres: uno de ellos merecía mal en aquello de lo que se le acusaba, y estaba avergonzado, y amedrentado, y descolorido, y empachado de hablar ante el rey; el otro, que mal no merecía, estaba ante el rey alegremente, y hablaba resuelta y ordenadamente. En la conducta de los dos hombres conoció el rey cuál de ellos era malhechor, y cuál no tenía culpa».

—Señor —dijo Félix al ermitaño—, mucho me maravilla que el prior, que estaba tan enfermo espiritualmente, pudiese sanar al médico que a él se confesaba.

El ermitaño respondió:

—La sanidad que el médico recibió del prior, fue del poder que Dios ha dado a hombre que tenga oficio sacerdotal; y aquel poder es tan grande, que la enfermedad que el prior tenía por lujuria no lo podía corromper ni destruir. —Mucho plugo a Félix lo que le había dicho el ermitaño; pero entristecióse y maravillóse de que un hombre a quien ha sido dado tan excelente poder, con el cual puede como Dios, pueda estar en pecado de lujuria o en algún otro pecado.

 

 

[L]

 

POR QUÉ ENVEJECE EL HOMBRE

 

—Ermitaño, señor —dijo Félix—, el hombre ¿por qué natura envejece?

El ermitaño respondió y dijo que aquella misma pregunta hizo un discípulo a su maestro, y el maestro mostró a su discípulo una canal de molino que estaba envejecida por el paso que el agua hacía en ella.

—Amigo —dijo el ermitaño—, el cuerpo del hombre es vaso en el que entra y sale un elemento en el otro, sin cesación alguna; y en el cuerpo del hombre se hace trasmutación de una cosa en otra, como el pan, y el vino, y el agua, y otras viandas que el hombre recibe, que se trasmudan en sangre y en carne de hombre; y por la resistencia que una cosa hace a la otra se opera la corrupción por la cual el hombre tiene inclinación a la vejez. En el cuerpo del hombre, por de dentro, entra el fuego y el aire, por cuyo aire pasa el fuego a calentar el agua, cuya agua contrasta al fuego y pónelo en la tierra; y así es el fuego mortificado, pasando por el aire, y el agua y la tierra. Y lo mismo ocurre con los demás elementos, pasando uno por el otro, y mortificando uno al otro, por cuya mortificación el hombre se hace viejo, y es perezoso, débil y pesado. La ocasión por la que el hombre envejece es por razón de la vegetativa potencia, que tiene en sí cuatro potencias que se fatigan en el movimiento de la potencia motiva; porque la apetitiva se cansa de pedir y desear; y la retentiva, de retener; y la digestiva, de cocer y repartir; y la expulsiva se cansa de arrojar lo que no es menester a la nutrición del cuerpo. Y por cansancio viene vejez, y torpeza, y despoder en el hombre, que lo tiene al andar y estar quieto, al comer, beber, y obrar, hablar, engendrar, y las demás cosas semejantes a éstas.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué natura envejecen antes unos hombres que otros?

El ermitaño dijo que un aventurero tenía dos asnos: a un asno le ponía gran carga, y al otro poca, y el que llevaba gran peso hacía caminar deprisa, y al que llevaba poco peso hacía caminar despacio; y por eso envejeció antes que el asno que llevaba gran peso que el que llevaba poco.

—La razón por la cual mayormente envejece antes y muere antes un cristiano que un sarraceno es ésta: porque el sarraceno usa más de cosas dulces, que son cálidas y húmedas, que el cristiano; y, con el agua que bebe, multiplica la humedad, por la cual dura el húmedo radical; y el cristiano que bebe vino, que es cálido y seco, multiplica el calor y consume la humedad.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué natura tienen los sarracenos más juicio cuanto más envejecen, y los cristianos tienen menos?

El ermitaño dijo que el vino, que es vaporativo, y la vianda que los cristianos reciben más que los sarracenos, es ocasión de destrucción de cerebro, en el cual se opera la impresión de entender; y el agua, que es fría y húmeda, atempera el cerebro, y la subida y bajada de los vapores; pues por la humedad suben a la humedad del cerebro, y por la frialdad bajan de él, porque la humedad es ligera y el calor pesado, por causa del sujeto en que están; y, porque el cerebro es frío y húmedo, puede ser atemperado por los vapores a él semejantes más que por los que le son desemejantes.

—Para conservar juventud mejor conviene vestidura ancha que estrecha, para que el aire, con ancha vestidura, pueda participar con la superficie del cuerpo, por cuyo aire cálido puedan salir del cuerpo los vapores que quiere expulsar la potencia digestiva; y por el aire frío se constriñen los poros, y se queda dentro del cuerpo el calor natural, y hácese mejor la digestión, por la cual mejor se conserva juventud en hombre joven, y vejez en hombre viejo.

Mientras el ermitaño decía a Félix estas palabras, ante Félix y el ermitaño pasó un asno viejo, flaco, que tenía el lomo desollado por la gran carga que solía llevar. Aquel asno llevaba la vianda de la que el ermitaño vivía, y se la llevaba una vez por semana. Cuando Félix vio el asno, pensó que mucho tiempo había vivido al servicio del hombre, y mucho había trabajado; y Félix lloró, y suspirando dijo estas palabras:

—¡Ah, dichoso aquel que mucho tiempo dedica su vida a servir a Dios, y mucho trabaja por su amor! ¡Ah, muerte! No me mates, y déjame mucho tiempo trabajar conociendo y amando a mi Dios glorioso. ¡Ah, Dios glorioso! Pon en mi corazón, pues lo has creado para amar, gran carga que lleve de continuo por tu amor, y para dar de ti gloria y conocimiento. —Por las piadosas palabras que Félix decía, lloró mucho el ermitaño, y alabó y bendijo a Dios, que había dado a Félix tan buena devoción.

 

 

[LI]

 

POR QUÉ MUERE EL HOMBRE

 

Félix preguntó al ermitaño por qué muere el hombre. El ermitaño dijo a Félix que de dos maneras muere el hombre:

—La primera muerte es corporal, la otra es muerte espiritual. Muerte corporal hay cuando el cuerpo y el alma se separan; muerte espiritual hay cuando el hombre peca mortalmente. En la nave hay una común forma multiplicada de muchas formas, y hay una materia multiplicada de muchas materias, y la nave está compuesta por una forma común y una materia común. De modo que, cuando la forma y la materia se separan, entonces se corrompe la nave, y la forma común se corrompe al separarse las formas de que aquella forma es multiplicada; y lo mismo síguese de la materia.

Por la semejanza que el ermitaño había puesto, conoció Félix la manera según la cual se corrompe el cuerpo del hombre y va a dar en la muerte: a saber, que los cuatro elementos de los que el cuerpo está compuesto se separan uno de otro, de suerte que la forma del cuerpo se corrompe en la separación que una forma de elemento hace de la otra; y lo mismo síguese de la materia.

Cuando Félix hubo percibido la manera según la cual el cuerpo viene a disolvimiento y a muerte, preguntó al ermitaño la ocasión por la cual el cuerpo se corrompe y muere.

—Hijo —dijo el ermitaño—, cuando la forma del fuego no concuerda con su propia materia, según tiene apetito de obrar en la materia, ni la materia concuerda con aquella forma, según desean tener pasión bajo aquella forma y aquella concordancia que desean y no pueden tener, porque los demás elementos les contrastan, entonces la forma y la materia aborrecen aquel cuerpo, y desean otro en el que mejor puedan convenir; y entonces corrompen aquel cuerpo, separándose la forma del fuego de las demás formas de los elementos; y lo mismo hace la materia, que se separa de las demás materias; y esta separación es ocasión de muerte. Un hombre tenía una esposa a la que mucho amaba, la cual tenía un hijo de otro marido, y el marido de aquella mujer tenía una hija de otra esposa. Y la mujer amaba a su hijastra, para que su marido la amase más; y lo mismo hacía el marido que amaba a su hijastro, para que la mujer le amase más.

Esta semejanza dijo el ermitaño a Félix para que entendiese que en la concordancia que la forma del fuego tiene con la materia del aire y de la tierra, quiere más concordar con su propia materia; y en el apetito que la materia del fuego tiene por la forma del aire y de la tierra, tiene la forma del fuego mayor apetito de su propia materia. Y por eso son el aire y la tierra ocasión para que la forma y la materia del fuego concuerden en el cuerpo compuesto.

—Un día ocurrió que la hijastra de la mujer y el hijastro de su marido se pelearon tan fuertemente que ni el marido ni la mujer pudieron poner entre ellos paz ni concordancia, y corrompióse el amor que el marido y la mujer se tenían por el hijastro y la hijastra, y tuviéronse mala voluntad mientras el hijastro y la hijastra vivieron en aquella casa. Pero cuando estuvieron muertos, el marido y la mujer concordaron y se amaron.

»Muerte espiritual, amigo —dijo el ermitaño—, hay cuando el alma se desvía del fin para el cual fue creada, esto es, cuando olvida e ignora y desama a Dios, y cuando recuerda y entiende y desama a Dios. La forma del fuego y la materia se inclinaron a engendrar una palmera, y cuando la hubieron engendrado, y la palmera hubo crecido y estaba aparejada para dar fruto, la forma del fuego tuvo inclinación a engendrar un olivo, y la materia tuvo inclinación a engendrar una higuera; y por eso la palmera no pudo fructificar, porque la forma y la materia se desviaron del fin según el cual empezaron a engendrar la palmera.

Entendió Félix la semejanza que el ermitaño decía, por la cual conoció la ocasión de pecado, y la muerte espiritual del alma; y preguntó al ermitaño por qué Dios no ha creado al hombre en tal disposición que nunca muriese.

—Hijo —dijo el ermitaño—, un noble rey tenía un hijo al que mucho amaba; aquel hijo era al rey muy querido, y amábale mucho, porque era su hijo. Un día ocurrió que el hijo del rey pasó ante su padre, e iba muy hermoso y muy noblemente vestido. El rey miró a su hijo, y en su corazón sintió gran amor, con el que a su hijo amaba. Mucho pensó el rey en el amor que tenía a su hijo, y deseó que su hijo hiciese algunas cosas por amor de él, para que mejor le pudiese amar por ello. Aquel rey hizo a su hijo procurador de un reino que el rey había conquistado por la fuerza de las armas. El hijo fue procurador de aquel reino, y guerreó con un rey que era muy fuerte y poderoso. Mucho trabajó el hijo del rey manteniendo la guerra, y pasó grandes trabajos y peligros en la guerra, y muy sabiamente y varonilmente gobernó la guerra. Cuando el rey oyó nuevas de su hijo, que muy noblemente atendía a sus asuntos, entonces tenía gran amor a su hijo, naturalmente porque era su hijo, y además por ser bien acostumbrado; y según el mérito que a su hijo convenía, le hizo heredero de su reino.

Según la semejanza que el ermitaño había dicho, entendió Félix que este mundo no basta al hombre que es hijo de Dios por creación y es servidor de Dios por virtudes y buenas obras; y por eso quiso Dios que el hombre muriese en este mundo, y que pasase trabajos para honrar, servir y amar y conocer a Dios, y que Dios en el otro siglo le diese por galardón gloria que nunca tendrá fin.

 

 

[LII]

 

POR QUÉ AMA EL HOMBRE LOS DELEITES DE ESTE MUNDO

 

—Señor ermitaño —dijo Félix—, puesto que el hombre no ha sido creado para este mundo, sino para el otro, ¿por qué ama tanto el hombre los deleites de este mundo?

—Hijo —dijo el ermitaño—, la pregunta que me hacéis es muy difícil, aunque no lo parezca. Pero según el entendimiento que Dios me ha dado, quiero deciros lo que me parece de algunas cosas. Y primeramente os quiero hablar del placer espiritual que el hombre tiene en este mundo, y después os diré del corporal.

 

 

[LIII]

 

DEL PLACER QUE EL HOMBRE TIENE AL RECORDAR

 

A Félix dijo el ermitaño que Dios quiere ser recordado por el hombre, cuya voluntad quiere que el hombre recuerde a Dios, porque es digno de ser recordado.

—Por esta voluntad que Dios tiene en querer ser recordado, síguese que el hombre tiene placer en recordar a Dios, y a sí mismo, y al prójimo, y las demás cosas en las cuales síguese orden, según el fin por el cual diose placer al recordar del hombre. Recordar y ser tienen concordancia, como olvidar y no ser; y por eso, hijo, bien recordar da bienandanza, y olvidar da malandanza. Recuerda el hombre con memoria y olvida con memoria; y recordar es obra y semejanza de memoria, y olvidar es obra y desemejanza de memoria. De modo que, según estas palabras signifícase por qué natura tiene el hombre placer en recordar, a saber, que la memoria tiene placer cuando puede engendrar su semejante, esto es, lo recordado, y tuviera mayor placer si su recordar pudiese convertir en ser memoria; así como en la esencia de Dios, en la cual Dios Padre tiene placer en entender, lo cual es semejanza de sabiduría; y este entender es el Hijo convertido por generación en ser sabiduría, la cual es una misma cosa con el Padre. Hijo, la memoria quiere recordar a menudo y muchas cosas, para engendrar a menudo su semejanza; y para engendrar gran semejanza, quiere recordar muchas y diversas cosas, y mucho quiere recordarlas; y esto hace para que su recordar sea grande, significando que la memoria fue creada para recordar muchas y grandes cosas, por las cuales a Dios pueda mucho recordar.

»A una tierra extraña mandaba un caballero a su hijo. Antes de que el hijo de aquel caballero se separase de su padre y de su madre, hicieron que en la pared de su cuarto pintase a su hijo un pintor, que las cualidades y la disposición de su hijo significase en la imagen que en la pared pintaba. Cuando el padre y la madre veían aquella imagen recordaban a su hijo, que se había ido, y que en hechos de armas anduvo mucho tiempo en tierra extraña. Cada vez que el padre y la madre miraban aquella pintura se alegraban, porque a su hijo recordaban.

Mucho plugo a Félix la semejanza, por la cual entendió que este mundo es imagen por la cual signifícase la gran bondad y nobleza de Dios. Y, porque la memoria fue creada para recordar a Dios, por eso, por natura, se debe alegrar cuando recuerda la imagen de Dios, en cuya imagen están significadas las dignidades de Dios, a saber, que por la bondad de la criatura signifícase la bondad de Dios, y por la grandeza de la criatura signifícase la grandeza de Dios, y así en las otras cosas semejantes a éstas. Cuando Félix hubo pensado mucho tiempo en estas cosas, y hubo conocido la natura y el principio por el que el hombre se alegra recordando, se maravilló en gran manera de que haya hombres que se puedan alegrar recordando un pecado o desamando a Dios, como quiera que tal recordar vaya contra la final intención por la cual la memoria fue creada para recordar.

Cuanto más pensaba Félix, más se maravillaba, y preguntó al ermitaño por qué un hombre pecador tenía placer al recordar.

—Hijo —dijo el ermitaño—, un discípulo dijo a su maestro que mucho se maravillaba de por qué natura la triaca podía ser contraveneno, siendo así que la triaca está hecha de veneno. El maestro dijo al discípulo: «En una tierra había un mercader que amaba mucho la riqueza mundana. En aquella tierra en la que aquel mercader estaba hubo gran sequía de lluvia, y el mercader compró mucho trigo con gran carestía porque pensaba que en aquella tierra había gran carestía de trigo. Cuando el mercader hubo comprado mucho trigo, vino una gran lluvia, por la cual hubo gran abundancia de trigo en aquella tierra. En tan grande ira cayó el mercader por la abundancia y largueza de trigo que hubo en la tierra, que volvióse su natura contra sí misma; y por aquella vuelta tanto se desamó el mercader a sí mismo que se ahorcó y se mató».

 

 

[LIV]

 

DEL PLACER QUE EL HOMBRE TIENE AL ENTENDER

 

Según natura, el mayor placer que el entendimiento del hombre puede tener es entender; y eso es así porque entender puede ser más semejante al entendimiento que ninguna otra cosa.

—Hijo —dijo el ermitaño—, el placer del entendimiento más consiste en entender que en recordar o querer; y eso es así porque el entender es obra del entendimiento, y es más parecido al entendimiento que el recordar o el querer; y por eso tiene el entendimiento mayor placer si se entiende a sí mismo que cuando entiende a la memoria o a la voluntad, porque el entendimiento fue creado para entender a Dios y a la obra de Dios. Por eso, según obra natural, debe tener mayor placer al entender la obra de Dios que al entenderse a sí mismo o a su obra. Amado hijo, cuando el entendimiento tiene mayor placer al entender a Dios que a otra cosa cualquiera, entonces sigue la vía por la que debe ir hacia la perdurable bienaventuranza; y cuando hace lo contrario, entonces se desvía del fin para el que fue creado y va por vía por la cual se dirige hacia pena infernal, que nunca tiene fin.

»Amado hijo, un maestro tenía muchos discípulos, entre los cuales había un discípulo que no quería aprender de tan buena gana como los demás discípulos. El maestro dijo a aquel discípulo que por qué no quería aprender. El discípulo respondió que porque no sentía placer en aquella lección que el maestro explicaba, no quería aprender. Aquel maestro dijo al discípulo que un placer es el que se tiene por entender y otro el que se tiene por querer; y por eso el discípulo debía convertir y subyugar el placer del querer al placer del entender. “Señor maestro”, dijo el discípulo, “la ciencia que vos explicáis fluye más por voluntad que por entendimiento, por cuanto se rige más por derecho positivo que por derecho natural; y por eso mi entendimiento en tal ciencia no puede tener tanto placer para entender como tiene para querer la voluntad de mis compañeros, que ama más querer que entender. Señor maestro”, dijo el discípulo, “¿qué vale más, entendimiento o voluntad?” El maestro respondió: “Entendimiento vale más en entender que voluntad, y voluntad vale más en querer que entender”. Por bastante informado se tuvo el discípulo con la respuesta del maestro, y preguntó al maestro si su entendimiento daría por un reino. Y el maestro respondió y dijo que no, pues de poco le valdría tener entendimiento sin entender.

Mucho pluguieron a Félix las semejanzas que el ermitaño le había dicho del maestro y del discípulo, y maravillóse de que hombre alguno pueda tener placer en su entender cuando entiende cosa que le convendría no entender, y le es un mal porque la entiende.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué el entendimiento tiene placer al entender pecado y falsedad, siendo así que son cosa en la que no hay ninguna semejanza de Dios?

—Hijo —dijo el ermitaño—, el entendimiento, cuando está bien ordenado y sigue el fin para el que fue creado, tiene placer al entender pecado y falsedad por tres cosas entre otras: la primera, porque en el pecado y falsedad conozca que no hay ninguna semejanza ni obra de Dios; la segunda razón, porque entendiendo pecado y falsedad, la voluntad se inclina a desamar pecado y falsedad; la tercera, porque al entender el entendimiento pecado y falsedad engendra a su semejanza, esto es, entender, en cuya semejanza tiene el entendimiento placer, aunque no lo tenga en el pecado ni en la falsedad, sino por cuanto no hay en ellos semejanza de Dios, y porque la voluntad, por su entender, se mueve a desamar falsedad y pecado.

—Señor —dijo Félix—, puesto que el entendimiento tiene placer al entender a Dios y a su obra, ¿por qué Dios no deja tanto entender al entendimiento que tanto placer tenga al entender que no pueda desviarse a placer de pecado?

—Amado hijo, en tan gran manera podría Dios en este mundo representarse al humano entendimiento como en la gloria a los santos gloriosos, que no podría ningún hombre inclinarse a pecado, y se hallaría en este mundo destruido el libre albedrío, por cuya destrucción ningún hombre podría ganar mérito al tener virtudes ni al esquivar vicios.

—Señor —dijo Félix—, puesto que en el entender tiene placer el entendimiento, el hombre pecador, que entiende el pecado que comete, ¿por qué tiene pena al entenderlo, y esta pena tiene por remordimiento de conciencia?

—Hijo —dijo el ermitaño—, porque la voluntad desama naturalmente el pecado, y porque por accidente lo ama, obra contra su naturaleza y en entendimiento entiende el pecado contra su naturaleza cuando la voluntad ama el pecado; y por eso el entendimiento naturalmente debe sentir pena cuando entiende el pecado, que es amado por la voluntad.

Mucho plugo a Félix lo que había dicho el ermitaño, y dijo que porque el entendimiento entiende contra entender cuando entiende el pecado que la voluntad ama, y porque la voluntad ama contra natura de querer cuando ama el pecado que el entendimiento entiende, es el entender y el querer pena al entendimiento y a la voluntad.

 

 

[LV]

 

DEL PLACER QUE EL HOMBRE TIENE AL QUERER

 

—Amado hijo —dijo el ermitaño—, en Dios hay voluntad, que quiere que en el hombre haya voluntad; y porque aquella voluntad ama a Dios, y porque en Dios hay gloria, quiere la voluntad de Dios que la voluntad del hombre tenga placer al amar a Dios; y este placer es el más principal y el más soberano grado por el que naturalmente la voluntad del hombre tiene placer al querer. En Dios, voluntad que es Dios, tiene todo lo que quiere, y por eso la humana voluntad quiere tener lo que quiere; y cuando lo tiene, tiene placer cuando lo tiene, y cuando no lo puede tener, tiene desplacer. De modo que, cuando tiene lo que quiere, significa su placer el placer que Dios tiene en sí mismo; y cuando no lo puede tener, significa, por desemejanza, su desplacer el gran placer que Dios tiene en todo en lo que tiene querer, puesto que el poder de Dios puede tener todo lo que quiere su querer.

Pensó Félix en lo que el ermitaño decía de la divina voluntad, que tiene todo lo que quiere, y tiénelo en inmensidad de bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, perfección. Mientras Félix así pensaba, se maravillaba en gran manera de que la voluntad del hombre pueda querer alguna cosa distinta de lo que quiere la voluntad de Dios. Cuando Félix hubo en eso pensado mucho tiempo, dijo al ermitaño estas palabras:

—En una ciudad murió un mancebo que era hijo de un noble burgués. El padre y la madre y los parientes de aquel mancebo hicieron muy grande duelo, por cuyo duelo me maravillé en gran manera de que pudieran tener desplacer en que la divina voluntad quisiera matar al mancebo; pues la voluntad del hombre ha sido creada para querer todo lo que quiere la divina voluntad.

—Hijo —dijo el ermitaño—, natural cosa es para la humana voluntad amar a su semejante, esto es, a su querer, que es su obra; pero más natural cosa le es amar la divina voluntad y todo lo que aquella voluntad quiere. Pero cuando ocurre que la voluntad se desvía hacia contrario fin y natura de aquellos para los que fue creada, entonces quiere contra la divina voluntad, y ama más su querer que el querer de Dios, y tiene desplacer en lo que quiere la divina voluntad, y tiene placer en lo que la divina voluntad no quiere.

—En una ciudad —dijo el ermitaño— había un hombre usurero que tenía un hijo, al cual amaba más que a Dios o a cualquier otra cosa. Aquel usurero amaba tanto a su hijo que hacía todo cuanto podía para tenerle satisfecho, y tanto como podía se esforzaba en acopiar dinero, para hacer que su hijo poseyera gran riqueza. Ocurrió que el hijo del usurero murió, y en el día de su muerte, un pobre pidió por amor de Dios limosna en la casa de aquel usurero. En tan grande ira dio el usurero contra el pobre que pedía por amor de Dios, que no pudo contenerse, y blasfemó de Dios, y lo maldijo en todo lo que Dios había querido en tiempo alguno, y al pobre golpeó mucho, y le hubiera dado muerte si no se lo hubieran impedido. Cuando el usurero hubo maldecido a Dios y hubo golpeado al pobre, se maldijo a sí mismo y a todo cuanto había acopiado, y maldijo a su padre que le había engendrado, y a su madre que le había dado a luz. Cuando el usurero hubo maldecido todas estas cosas, por la gran ira que tenía, le reventó el corazón, y murió en presencia de un vecino suyo, que era hombre muy sabio y que mucho amaba y temía a Dios. Mucho se maravilló aquel sabio del usurero, y de su ira, y de su muerte, y dijo estas palabras: «¡Ay, qué gran peligro es amar más el placer de nuestra voluntad que el placer de la divina voluntad! ¡Ay, señor Dios! ¡Vos hubierais tenido gran placer si el usurero, cuando le matasteis a su hijo, se hubiese alegrado al querer y amar lo que quiso vuestro querer en la muerte de su hijo, y que por vuestro amar satisficiese por sus errores, y todo cuanto tenía diese al pobre que le pedía limosna por vuestro amor!».

Estas palabras y muchas otras dijo el sabio hombre, que mucho pensó en el caso que había acaecido en el usurero. Y cuando largamente hubo pensado, el sabio hombre se fue a su casa, y quiso dar todo cuanto tenía al pobre al que el usurero había pegado, el cual había tenido paciencia en los golpes que el usurero le daba; y, mientras le hería, el pobre a Dios loaba e invocaba y bendecía, diciendo estas palabras: «Señor Dios», decía el pobre, «por necesidad de corporal vida pido limosna por tu amor, y en estos golpes que me dan pido paciencia, humildad, caridad y fortaleza. Señor Dios, del mismo modo que has querido que yo sea pobre y por tu amor pida limosna, plázcate que yo, al loarte y honrarte, pueda ser paciente en todos los trabajos que por tu voluntad y honor me sobrevienen».

El sabio hombre quiso dar al pobre todo cuanto tenía, por el buen ejemplo que había tenido en su paciencia, y por las buenas palabras que decía, mientras el usurero le hería; pero el pobre no quiso tomarlo, y dijo que pensaba ser pobre todo el tiempo de su vida, y quería ir por el mundo pobremente, pidiendo por el amor de Dios, y queríase alegrar de todo cuanto pudiese conocer que fuese agradable a la voluntad de Dios. Mucho plugo al sabio la devoción del pobre hombre, y el oficio que había tomado. Aquel sabio dio por amor de Dios todo cuanto tenía a otros pobres, y con aquel pobre hizo compañía para ir por el mundo, pobre, y para que juntos observasen todo lo que place a la voluntad de Dios, y en el querer de Dios encontrasen placer, y en todo lo que los hombres hacen contra la voluntad de Dios encontrasen y sintiesen desplacer.

 

 

[LVI]

 

DEL PLACER QUE EL HOMBRE TIENE AL VER

 

—Señor —dijo Félix—, como quiera que Dios es invisible, que ojos corporales no lo pueden ver, ¿por qué natura ocurre que los hombres de este mundo tienen tan grande placer por ver las cosas corporales? Pues mucho más se deleitan en esto que al ver con el entendimiento las cosas espirituales, que tienen de Dios mayor semejanza que las corporales.

Al santo hombre ermitaño plugo mucho la pregunta que Félix le había hecho, y dijo estas palabras:

—El placer que el hombre tiene al ver es de dos maneras: la primera es por vista espiritual, la otra por vista corporal. Por vista espiritual, esto es, por visión de entendimiento, puede Dios ser visto en sí mismo, y en la santa obra que tiene en sí mismo; y por esta misma visión puede el humano entendimiento ver la obra que Dios hace en las criaturas; y porque esta vista intelectiva es mucho más noble que la sensitiva, por eso Dios ha puesto naturalmente placer en ver las cosas corporales, para que el entendimiento al entenderlas encuentre placer; pero, porque los hombres pecadores se olvidan de recordar a Dios, e ignoran a Dios, y más aman las cosas mundanales que a Dios, por eso les queda el placer que tienen en ver las cosas corporales, y piérdese el placer que deberían tener al ver las cosas espirituales.

»Amado hijo, en una seo había un canónigo que era hombre de muy santa vida, y muchos canónigos de aquella seo eran hombres muy mal acostumbrados. Aquel canónigo, cada vez que veía a sus compañeros y los malvados vicios que tenían, se despagaba de sí mismo, y casi todo el día estaba triste y despagado. Tanto tiempo se acostumbró a estar en tristeza y en despagamiento por los yerros que veía cometer en aquella seo, que cayó por ello en enfermedad y en languidez, y no se podía alegrar de ningún bien que viese; tanto se había acostumbrado a estar en tristeza. Mucho se maravilló el canónigo de la ira en que estaba, y maravillóse de sus malvados compañeros, que se alegraban al verse unos a otros, y tenían desplacer y tristeza cuando él les veía y les reprendía por los yerros que cometían.

»Mientras aquel santo hombre canónigo estaba así maravillado, un día ocurrió que volvía de la iglesia, y habíase alegrado al ver la santa señal de la cruz, por la cual había meditado en la santa pasión de Cristo, por la cual le fue representado el gran amor que Dios tiene a su pueblo, y la gran misericordia en la que pueden confiar justos y pecadores. Mientras volvía a su casa, así alegre y pagado de sí mismo, vio a un canónigo que cabalgaba en un hermoso palafrén, e iba muy bellamente vestido; y en su palafrén tenía muy hermosa silla, y freno, y petral flamante; y aquel canónigo iba calzado pulidamente, y llevaba espuelas que brillaban. En una ventana había una loca hembra, con la que el canónigo hablaba de carnal deleite. Incontinente que el santo hombre vio al loco hombre y a la loca hembra, estuvo airado y despagado, y salió de su corazón el placer que había tenido al ver la cruz y al contemplar la pasión de Cristo. Mucho se maravilló el santo hombre de haber caído tan súbitamente en tristeza, y, así despagado, volvió a su casa, donde encontró en la puerta a un hombre, viejo, que pedía limosna por el amor de Dios. Aquel hombre iba humildemente vestido, y tenía gran barba, y en su rostro había semblante de ser hombre devoto y de penitencia.[30] Incontinente que el canónigo le vio, empezóse a alegrar, y a olvidar la ira en que había caído por el loco canónigo y la loca hembra, y dijo que placer de vista corporal mayor y más noble es en vestidos humildes y en hombres pobres de santa vida que en vestidos honrosos y en hombres pecadores orgullosos.

»Amado hijo —dijo el ermitaño a Félix—, placentera cosa es de ver el cielo y el sol, la luna y las estrellas, el mar, la tierra, el fuego, los hombres, los pájaros, los animales, las plantas, los colores, los dineros, los vestidos, y todas las demás cosas parecidas a éstas. Y todas estas cosas son placenteras de ver para que el hombre tenga placer en Dios, que las ha creado para hacerse amar y conocer. Y cuantas más y mayores y más hermosas cosas el hombre ve en el mundo, tanto más fuertemente debe ver con ojos espirituales a Dios y a sus obras.

»Hijo —dijo el ermitaño—, hermosa cosa es ver toda cosa corporal que sea hermosa; pero más hermosa cosa es ver cosa espiritual, como ver justicia, caridad, sabiduría, templanza y fortaleza de corazón. Mas los que están en pecado tienen mayor placer al ver las cosas corporales que las espirituales. De modo que por eso es maravilla que tales hombres no tengan mayor placer al ver las cosas feas que las cosas hermosas; pues, del mismo modo que son desordenados en la vista espiritual en el ver, debieran ser desordenados en la vista corporal.

Estando así hablando el ermitaño y Félix, vieron venir a dos hombres que se llamaban de la orden de los apóstoles. Aquellos dos hombres eran placenteros de ver, según el hábito y la disposición de sus cabellos y barbas, que significa la santa vida que los apóstoles hacían, y la pobreza que tenían andando por el mundo. Pero, porque el ermitaño y Félix consideraban el estamento en el que están aquellos hombres, que se llaman de la orden de los apóstoles, y no predican ni hacen lo que los apóstoles hacían, tuvieron el ermitaño y Félix desplacer al ver aquellos dos hombres, porque sus obras no concordaban con el hábito que llevaban.[31] El ermitaño y Félix lloraron mucho tiempo, y dijeron al unísono estas palabras:

—¡Ay, hipocresía! ¿Por qué no mueres? ¡Ah, belleza de hábito y falsa intención! ¿Por qué en hombre alguno os reunisteis? ¡Ah, Dios! Mandad hombres placenteros de ver por hábito corporal y también por espiritual, para que se vea que tenéis muchos hombres que al honraros y amaros son buenos procuradores y valerosos loadores.

 

 

[LVII]

 

POR QUÉ TIENE EL HOMBRE PLACER AL OÍR

 

—Oír es obra de la potencia auditiva, que obra oyendo para que por oír venga placer al alma, recordando, entendiendo y amando aquella audición; y, porque Dios es loable, por eso ha querido ser loado por el hombre, y quiere que los hombres hallen placer al oír palabras de loar que sean dichas de Dios.

—Señor ermitaño —dijo Félix—, según lo que vos decís, tengo gran maravilla de que las gentes de este mundo se deleiten tanto al oír vanidades, vanos loores, instrumentos, cantos, y las demás cosas parecidas a éstas, siendo así que todo oír debe estar ordenado a amar a Dios, y que los hombres se deleitan al oír cosas que son contrarias a Dios.

—Amado hijo, ante un sabio rey había un juglar que loaba a un caballero que era hombre muy malo y de malas costumbres. Aquel juglar loaba al caballero porque le había dado un palafrén que había quitado a un monje. Gran pesar tuvo el rey porque el juglar loaba al caballero, pues el rey conocía que el juglar falsamente loaba al caballero. El rey preguntó al juglar por qué Dios quería que existiese la palabra. El juglar respondió y dijo que la palabra existe para dar conocimiento a aquellos a quienes el hombre habla de aquello que el alma recuerda, entiende, y ama, y desama. El rey dijo al juglar que había dicho verdad, y pidióle que le dijese verdad, pues, si no lo hacía, él le haría morir de mala muerte. El juglar tuvo miedo, y prometió al rey que él le diría la verdad en todo aquello que le preguntase. «Juglar», dijo el rey, «¿alabas al caballero para darme a mí placer al oír lo que tú dices del caballero, o alábaslo porque el caballero es digno de alabanza?». El juglar estuvo largo rato pensativo antes de responder, y tuvo temor de mentir; y dijo al rey estas palabras: «Señor, el caballero no es digno de alabanza, mas yo lo alabé porque me ha dado el palafrén, y os alabo a vos para que me deis algún noble don; pues si él me ha dado un palafrén, vos me debéis dar un caballo o más, para que yo dé de vos alabanza a todas las gentes». «Juglar», dijo el rey, «has dicho verdad; y pues tú, por la alabanza que dices del caballero, me has desplacido, conviene que pagues por ello, a saber, que devuelvas el palafrén al caballero, y que le digas de mi parte que lo devuelva al monje a quien se lo quitó, cuyo monje da verdadera alabanza de Dios; y si el caballero no devuelve el palafrén al monje, dile que yo le retiro mi gracia y me desentiendo de él. Y sabe que él tendrá mayor pesar al oír estas palabras que placer ha tenido en las alabanzas que de él has dicho».

»Mucho consideró el rey en la vanagloria que los hombres tienen en este mundo por oír alabanzas de sí mismos, y maravillóse en gran manera de que el hombre, que proviene y fue creado de la nada, pueda desear tanto en este mundo honra y alabanza. Mientras el rey estaba en tal consideración, un doncel llevó al rey un libro en el que había pintadas muchas figuras e historias. Aquel doncel dijo al rey estas palabras: “Señor rey, un santo ermitaño, que en una alta montaña, cerca de un castillo vuestro, hacía penitencia, ha pasado a mejor vida. Y, al morir, mi padre visitó a aquel santo hombre, el cual le dijo que este libro diese al más devoto príncipe que él conozca; y por eso, señor rey, mi señor padre os envía este libro, porque os tiene por el más sabio y el más devoto príncipe que él conozca en el mundo”. “Doncel”, dijo el rey, “¿sabéis vos de qué trata este libro?”. El doncel dijo al rey que el libro trataba del placer corporal y espiritual: “De placer corporal trata, pues en él hay muchas y diversas figuras, que están muy noblemente hechas, y son de tantas maneras como el hombre pueda pensar acerca de las criaturas y las obras de las criaturas. A saber: en el libro está figurado el cielo empíreo, y la disposición del trono divino y de los santos gloriosos; después está la figuración del firmamento, y del sol y de la luna, y la historia del Viejo Testamento y del Nuevo. En este libro están figurados los filósofos y las obras de natura, como hombres, animales y pájaros, peces, plantas; y de todos los animales, pájaros, peces y plantas hay figuras y obras; y lo mismo de los hombres, como prelados, príncipes, clérigos, caballeros, mercaderes, y de todas las artes mecánicas. Y así, por orden, en cada cosa distinta de la otra, tiene su figura, y la manera según la cual los hombres, y los animales, y pájaros, y peces, viven y hacen en este mundo obras para vivir. En este libro hay historias de batallas, de ciudades y naves y galeras de reyes; y de todas las demás cosas antiguas que pasaron hace este libro memoria por figuras. Este libro, señor rey”, dijo el doncel, “hizo aquel santo ermitaño, que fue filósofo; y de todos los libros que pudo encontrar, sacó las historias que pudo sacar; y de todo lo que veía hacer a los hombres y a los animales y pájaros y peces, hacía libros, y lo ponía en figuras”.

»“Señor rey”, dijo el doncel, “cuando el filósofo hubo hecho este libro, se fue a vivir en una iglesia eremítica, y en este libro miraba todo el día, para tener de él placer corporalmente y espiritualmente: placer corporal tenía, porque el libro es hermoso, y bien pintado, y figurado, y porque de muchas figuras está compuesto; placer espiritual tenía, porque, por lo que veía con ojos corporales, se volvía a ver con ojos espirituales, con los cuales veía a Dios y las obras que había en las criaturas; y tenía placer de lo que consideraba en las cosas pasadas, y en las obras que hacen las criaturas”.

»El rey tomó aquel Libro de placentera visión,[32] y en él estudiaba muy gustoso. Un día ocurrió que estudiaba mirando una figura en la que estaba pintado que el rey se hallaba sentado en su mesa, y comía en un gran palacio, en el que comían muchos caballeros. En aquel palacio había pintados muchos juglares que tocaban diversos instrumentos; y ante la figura del rey estaban pintados un león y una serpiente que se combatían. En el oído del rey tenía su boca un demonio, que significa que la serpiente, con el oír lisonjas y vanidades, combate al león, que significa al rey. Mucho consideró aquel rey en aquella historia, y comprendió lo que la historia significaba, y dijo estas palabras: “¡Ah, falsas lisonjas vanas! ¿Por qué estáis en el mundo?; ¿y por qué sois más placenteras de oír a los príncipes y a los prelados que a los demás hombres?”. Mucho lloró el rey en esta consideración, y lloró largo tiempo. Cuando largo tiempo el rey hubo llorado, por divina luz de gracia, consideró y se propuso construir un gran monasterio, en el cual entraría con muchos santos religiosos que cantasen noblemente el santo oficio de la misa, y que fuesen sabios en la santa ciencia de teología y de filosofía, para que siempre tuviese placer al oír el oficio de la misa, y al oír sus palabras, en las cuales tuviese placer al oír hablar de Dios y de sus obras.

»Tal como lo pensó el rey lo hizo, y legó a sus hijos todo cuanto tenía, y al monasterio dio gran renta perpetua. En aquel monasterio estaba el rey con sus santos hombres, y les hacía exponer lo que las historias del Libro de visión significaban. Entre oír y ver y considerar, recordar, entender y querer, estaba el rey siempre en gran placer, y estuvo hasta su muerte; y en el día de su muerte, dejó mandado a su hijo que debía vivir del modo que él había vivido.

 

 

[LVIII]

 

POR EL QUE EL HOMBRE TIENE PLACER AL OLER

 

—Oler flores, frutos, almizcle, ámbar y las demás cosas bien olientes, da placer; y oler letrina, y carne corrompida, y fango, estiércol, y las demás cosas de esta índole, da desplacer. Este placer y desplacer que viene por el oler significa el placer que el hombre debe tener al conocer y amar a Dios, y el desplacer que el hombre debe tener de todo lo que sea a Dios desplaciente y desagradable; y significa la muerte, a la cual el hombre debe ir a parar, por la cual el cuerpo del hombre da en hedor y en corrupción tan grandes que a todos es aquel olor desplaciente y desagradable; y eso en tan gran cantidad, que nadie quisiera estar cerca del hombre muerto, por más amigo suyo que haya sido.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué razón ha dado Dios placer en el oler, puesto que Dios no es odorable?

—Hijo —dijo el ermitaño—, Dios no ha dado placer en el oler porque él sea odorable, pues no es cuerpo, ni es cosa que pueda ser olida; pero, como el oler es placer de voluntad, ha dado el oler para que la voluntad del hombre tenga y halle placer en el oler, y para que por el placer ame a Dios, que aquel placer le ha dado en el oler. Hijo, Dios ha dado el oler al hombre para que sienta los malos olores, y para que por el desplacer que tiene de aquellos malos olores, ha ordenado Dios que el hombre tema sufrir los hedores que habrá en el infierno, de azufre y de muchas cosas malolientes; porque en el infierno hederán todos los cuerpos de los hombres, y hederá su aliento, y sus miembros hederán, según los pecados que en este mundo habrán cometido con aquellos miembros.

»Un hombre tenía una mujer que se tenía y se componía con afeites la cara. Aquella mujer ponía en su cara tales colores que hedían, y el marido los sentía cuando se acercaba a su mujer. La mujer se acicalaba para parecer hermosa a su marido y darle placer; y su marido, cuando sentía en la cara los hedores de los colores, pensaba que su mujer se acicalaba la cara para parecer hermosa a algún hombre con el que pecaba. Y así el marido estaba celoso de su mujer, y tenía por aquel hedor desplacer de dos maneras: una, porque le hedía la cara; otra, porque pensaba que su mujer cometía locura. Y así, por el desplacer corporal, el marido tenía de su mujer desplacer espiritual, a saber, desplacer de voluntad, que tenía por celos.

»Amado hijo: si la humana voluntad, que es criatura espiritual, tiene tan grande placer o desplacer por el oler, que es criatura corporal, ¡cuánto mayor placer puede tener por querer a Dios, que es cosa espiritual! ¡Y cuánto mayor placer por desamar a Dios, que por oler el hedor infernal!

»Amado hijo, una mujer, esposa de un burgués, tenía en su casa un hermoso jardín en el cual había muchos árboles de diversas maneras, y aquellos árboles estaban todos cargados de hojas y floridos. Aquella mujer entraba a menudo en aquel jardín para oler las flores, para encontrar placer en ellas. Un día ocurrió que mientras ella andaba por el jardín, y al ver y oler las flores se deleitaba, quiso entrar en una letrina que había en aquel vergel, en la cual sintió muy gran hedor. Mientras la mujer estaba en aquella letrina, y el hedor sentía, se maravilló de cómo podía ser que lo que de su cuerpo salía despidiese tal hedor; y que lo que estaba fuera de su cuerpo, es decir, las flores, diesen tan gran olor.

»Mientras aquella mujer así se maravillaba, concibió en su alma castidad y honestidad, y apartóse del pecado de lujuria, en el cual había estado mucho tiempo; y dijo estas palabras: “¡Oh, cuitada mujer, loca pecadora! ¡Qué gran maravilla es que la manzana, que es tan hermosa y bien oliente cuando la comemos, se vuelva en el cuerpo tan fea, tan pútrida, tan sucia, tan maloliente! Y cuando así hedionda está fuera del cuerpo, ¿quién la volvería a poner en su cuerpo?”. Cuando la mujer hubo en esto considerado y pensado mucho tiempo, dijo que mucho mayor defecto es poner en el corazón, esto es, en el querer, el deleite carnal que sentimos por lujuria, que es más hediondo para el justo recordar, entender y querer, que ningún estiércol o letrina. Mucho lloró la mujer mientras estas palabras decía, y arrepintióse en gran manera de los pecados que había cometido, y a Dios pidió la merced de que le perdonase sus pecados. Porque aquella mujer, por ocasión de oler, por gracia de Dios, mudó de malvada vida a buen estamento, se acostumbró a que cada vez que sentía buenos o malos olores recordaba, entendía y desamaba los pecados que había cometido por lujuria, y en la misericordia de Dios confiaba, y a ella merced pedía.

 

 

[LIX]

 

POR QUÉ TIENE EL HOMBRE PLACER AL GUSTAR

 

—Hijo —dijo el ermitaño—, el hombre encuentra placer al gustar, comiendo y bebiendo; porque gustar es un poder de la potencia sensitiva, y el sujeto en quien se produce el gusto es la potencia vegetativa, que está compuesta de los cuatro elementos por forma unida de las formas de los cuatro elementos, bajo la cual está la materia unida de las cuatro materias de los elementos.

»Amado hijo, el placer que la sensitiva siente en sí, y toma de la vegetativa, se lo ofrece y da a la voluntad, y la voluntad tiene placer cuando la sensitiva siente por gusto. Y eso es muy grande maravilla: que el placer sensual se convierta en placer espiritual.

»Del mismo modo, hijo, que la potencia visiva, que toma el color por objeto y lo ofrece, por la imaginativa, a la intelectiva potencia, la cual entiende el color, así la sensitiva, por gustar, toma la dulzura o la amargura de lo que el hombre come y bebe, y la da a la intelectiva potencia, que entiende aquella calidad de dulzura o de amargura; y lo mismo hace a la memorativa, que aquella calidad recuerda. Y así, hijo, los cuatro poderes del alma se deleitan en la gustativa potencia, según diversamente cada poder del alma la toma en sí mismo.

»Un obispo era hombre muy delicado, y mucho tiempo había vivido en grandes deleites. Ocurrió un día, mientras él comía y se deleitaba en gustar nobles viandas, que un escudero que le servía cayó muerto muy súbitamente ante él y ante todos los que con él comían en la mesa. Muy gran espanto tuvo el obispo, y tuvieron todos los demás, de la muerte del escudero, que en un punto de vivo pasó a muerto. Cuando el obispo hubo considerado mucho tiempo en la muerte del escudero, quiso comer; mas por el espanto que había tenido de la muerte del escudero no pudo encontrar el deleite que solía encontrar en la vianda que comía. El obispo dejó de comer y dijo que el hombre no debería comer, pues placer ni sabor encuentra en lo que come; después dijo que se maravillaba de no poder encontrar al comer el sabor que encontrar solía.

»“Señor”, dijo un sabio que comía en la mesa del obispo, “una vez ocurrió que un ermitaño había estado mucho tiempo en una alta montaña, donde contemplaba a Dios. En voluntad le vino ir a una ciudad que estaba al pie de la montaña. Cuando estuvo en la ciudad, y andaba por una calle, vio al obispo de aquella ciudad que venía en un caballo cabalgando, e iba noblemente vestido, con mucha compañía. Ante aquel obispo iban muchos escuderos vestidos las dos mitades de diferentes colores, cabalgando en grandes palafrenes. Gran desplacer tuvo aquel ermitaño cuando vio cabalgar al obispo tan pomposamente, y recordó la pobreza de Cristo y de los apóstoles, que iban pobremente y humildemente por el mundo. El ermitaño se volvió a su ermitorio, y, por el mal ejemplo que había visto del obispo, no pudo después contemplar en Dios tan bien como solía”.

»Cuando el sabio hombre hubo dicho al obispo este ejemplo, le dijo que el placer de gustar existía para que el hombre quisiera comer, y para que por el comer viviese el cuerpo, y para que el cuerpo viviese para servir a Dios. “Y porque el comer es para que el hombre viva, y el vivir es para servir a Dios, y la muerte es contra vida, por eso vuestro sentimiento de gustar se ha perdido porque vuestra natura ha tenido temor de muerte, cuando vos visteis morir al escudero súbitamente. Y el placer que el ermitaño solía tener al contemplar a Dios se perdió al ver al obispo cabalgar con tanta vanagloria; y este obispo es de la misma naturaleza del ermitaño en cuanto hombre, y contra la vida del ermitaño en cuanto a la vanagloria en la que está.”

»Mucho consideró el obispo en el ejemplo que le había dicho el sabio hombre, y entendió que el obispo es para servir a Dios, y no para deleitarse al comer o en beber; y entendió además que el obispo, porque obraba contra su oficio, en cuanto cabalgaba tan pomposamente, fue ocasión de que el ermitaño, que era a él semejante en humana natura, fuese empachado por el mal ejemplo de contemplar a Dios. Desde entonces el obispo dejó de comer los delicados manjares, y cada vez que le venía la tentación de volver a ello hacía que estuvieran ante él hombres pobres y que por hambre comían muy a su sabor; y en el placer que los pobres hallaban al comer se deleitaba el obispo, en cuanto consideraba que él daba de comer a aquellos pobres por el amor de Dios.

»En un capítulo general se reunieron muchos religiosos, y un príncipe convidóles un día, y dioles de comer muy delicadamente, y de muchas viandas. Cuando hubieron comido, un religioso preguntó a aquel príncipe qué sabor de comer es mejor y más noble: el sabor que se siente por hambre al comer o el sabor que se siente al comer por muchas viandas delicadas. Muchos fueron los que hablaron sobre esta cuestión, de una parte y de la otra; y, al cabo, el religioso que había hecho la cuestión determinó la cuestión diciendo que sabor de comer es por necesidad del cuerpo, y no por deleite del cuerpo ni por vanagloria.

»Hijo —dijo el ermitaño a Félix—, un noble burgués estaba sentado a su mesa y comía muy delicadamente. Mientras aquel burgués comía, y en lo que comía se deleitaba por el placer que sentía, un pobre pedía limosna a la puerta por el amor de Dios. Por razón del pobre, que por el amor de Dios pedía limosna, se enojó el burgués, porque le parecía que le empachaba de sentir el placer del manjar que comía; y mandó a un escudero que le servía que saliese a ver al pobre que limosna pedía, y le hiriese y maltratase, para que de su puerta se fuese y no le enojara.

»El escudero salió afuera, y llevó al pobre a la sala donde el burgués comía; y el escudero dijo al burgués estas palabras: “Señor burgués”, dijo el escudero, “más vale placer al querer que al comer; y eso es porque el hombre puede querer a Dios, pero no puede comer a Dios. Pues en dar limosna por el amor de Dios puede la voluntad tener mayor placer que en vedar limosna por tener placer de comer; y porque vos tengáis placer al dar por el amor de Dios os he puesto ante los ojos a este pobre, para que le deis de comer de lo que coméis, y de lo que más sabroso os es de comer; porque tanto crecerá el placer de vuestro querer al amar a Dios como es mayor el placer que halláis en una vianda que en otra si le dais de aquella vianda que más placentera os es de comer”.

»El burgués dio al pobre, por amor de Dios, un capón asado que tenía ante sí, y comió de las otras viandas que no eran tan sabrosas. Mientras el burgués comía, sentía en su voluntad y en su entendimiento placer de caridad, justicia, sabiduría, fortaleza, templanza; y aquel placer era tan grande que antes en tiempo alguno sintió tan gran placer en comer ninguna vianda, como lo sentía en su querer y en su entender por el capón que había dado al pobre.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de por qué natura el animal o el pájaro deja de comer y de beber, luego que ha comido y bebido bastante; y el hombre, que tiene razón, come y bebe cuando ha comido y bebido bastante.

—Hijo —dijo el ermitaño—, el animal o el pájaro, porque no usa razón, sigue el curso de su natura sensitiva, y por eso come y bebe según siente; pero, porque el hombre tiene voluntad y entendimiento, y se inclina al placer sensual para tener placer intelectual, por eso ama tanto el placer sensual que pueda dar placer intelectual, y por aquel placer intelectual pueda tener placer en Dios, que es cumplimiento de todos los placeres; y esto está ordenado así por natura. Mas, cuando ocurre que el hombre no quiere tener placer en la sensualidad para tenerlo en la intelectualidad, medianamente y mayormente para tener placer en Dios y en virtudes, entonces es el hombre desordenado, y es peor que los animales en su gustar, y come y bebe más de lo que conviene; y por eso están los hombres en pecado de gula, y caen en enfermedades y en muerte.

 

 

[LX]

 

POR QUÉ TIENE EL HOMBRE PLACER AL SENTIR

 

—Amado hijo —dijo el ermitaño a Félix—, placer de sentir corporal es para que haya placer en sentimiento espiritual; pero los hombres mundanos aman más el placer corporal que el placer espiritual; y por eso quieren sentir placer tocando cosas de placer y en muelle lecho, y al vestir ropas delgadas y blandas, y quieren sentir placer calentándose cuando tienen frío, y refrescándose cuando tienen calor, y rehúyen el trabajo y el movimiento, por los que viene acto que da desplacer.

»Entrando el fuego en el aire y en el agua y en la tierra, y entrando el aire en el fuego y en el agua y en la tierra, y entrando un elemento en otro, se hace tocamiento de un elemento en otro; y por este tocamiento hecho dentro del cuerpo del hombre se engendra sentimiento de calor o de frialdad, o de hambre o de sed, cuyo sentimiento se forma por la potencia sensitiva sobre la potencia vegetativa; y según la disposición de aquel tocamiento, hecho de un elemento en el otro, se forma placer o desplacer sensual.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo porque el hombre que está a punto de morir y está todo frío desea sentir frialdad, y no desea sentir calor, puesto que está todo frío por el calor natural que ha perdido.

—Hijo —dijo el ermitaño—, el hombre que se muere y está frío ha perdido el sentimiento natural, y la natura quiere recobrar lo que ha perdido, y por eso el enfermo desea sentir frialdad; mas su natura no desea frialdad, sino que desea tener calor natural, que ha perdido por calor innatural.

Félix preguntó al ermitaño:

—Señor, maravilla es por qué natura el hombre, a quien viene la fiebre con frío y tiene calor, por qué desea sentir calor.

—Hijo —dijo el ermitaño—, la fiebre con desordenada frialdad es ocasión de destruir el calor natural; por eso el enfermo, deseando calor contra el sentimiento que tiene de frialdad, desea su natura calor natural, para destruir el sentimiento que tiene de frialdad.

Mucho consideró Félix en lo que el ermitaño decía, y maravillóse en gran manera de que el hombre desee sentir una cosa y su natura desee sentir otra; como el enfermo que está frío cuando está cerca de la muerte y desea sentir frialdad, y su natura desea sentir calor natural. Cuando Félix se hubo largamente maravillado, dijo al ermitaño aquello de lo que se maravillaba.

—Hijo —dijo el ermitaño—, un caballero tenía una mujer que mucho amaba, y su mujer amaba mucho al caballero; pero tenía tal natura que ninguna vez que su marido yacía con ella quedaba satisfecha. Mucho se maravilló la mujer de dónde le venía aquella insatisfacción y tristeza, puesto que a su marido mucho amaba; y tanto consideró la buena mujer en aquella natura que tenía, que recordó que ella, antes de tomar marido, amaba mucho la virginidad, que largo tiempo había amado, mas su padre y su madre la forzaron a tomar marido. De modo que, cuando la mujer hubo esto considerado, comprendió que la virginidad que mucho había amado le era ocasión de no quedar satisfecha con su marido, cuando con él yacía.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué natura siente el hombre dolor en la enfermedad?

—Hijo —dijo el ermitaño—, una mujer de orden religiosa era muy santa y devota, y guardaba muy bien su orden. Ocurrió que un falso religioso, que la confesaba, le dijo que la lujuria no era pecado, y díjole tantas palabras que la engañó y yació con ella. Cuando la mujer estuvo corrompida, y hubo perdido su virginidad, estuvo muy triste y despagada, y maravillábase de por qué estaba tan despagada, pues no pensaba haber pecado.

Mucho plugo a Félix aquella semejanza, y conoció que el hombre siente dolor y enfermedad por desordenados humores, como la mujer que se sentía triste porque estaba en pecado, aunque no pensase estar en pecado. Cuando Félix hubo entendido esto, se sintió muy alegre, y maravillóse en gran manera de alegrarse; mas consideró que él era virgen, y por eso tenía sentimiento de alegría, pues su natura se deleitaba en la virginidad.

—Señor —dijo Félix—, el hombre que está cerca del fuego, ¿por qué siente calor? Y el hombre que está sentado en la piedra ¿por qué siente frialdad?

—Hijo —dijo el ermitaño—, porque Jesucristo amaba a semejantes hombres, que por amor de amar y conocer a Dios sintiesen pobreza, hambre, sed, golpes, escarnios, trabajos y muerte, por eso quiso ser pobre, y quiso sostener trabajos y muerte.

Entendió Félix la semejanza, y dijo que el fuego calienta al hombre porque tiene apetito de convertir en sí el calor del hombre; y lo mismo hace la frialdad de la piedra, pues cada criatura ama engendrar a su semejante.

Cuando Félix la semejanza de Cristo hubo entendido, y consideró que pocos hombres son semejantes a Cristo en sostener, por amor a él, lo que él sostuvo por salvar a su pueblo, en gran manera se maravilló y lloró, y dijo estas palabras:

—¡Ay, los amores! Verdaderos sentidores de amor, de placer en honrar a Cristo nuestro Salvador, ¿dónde estáis? ¿Por qué no venís, y tanto tardáis?

Cuando Félix hubo dicho estas palabras, y muchas otras, preguntó al ermitaño por qué natura el sabueso sentía la pisada del ciervo al que perseguía, y no sentía la pisada del ciervo al que no perseguía; pues de tal sentimiento se maravillaba en gran manera.

—Hijo —dijo el ermitaño—, un peregrino estaba en Jerusalén en oración, y sentía en su corazón, recordando la pasión de Cristo, muy grande fervor y deseo de morir por su amor, pues él murió por su amor. Cerca de aquel peregrino estaba un sarraceno en oración, que no tenía aquel deseo que el peregrino tenía.

Félix entendió la semejanza, y dijo que porque el ciervo al que el sabueso perseguía había corrido más que aquel al que no perseguía, imprimía más su semejanza en la pisada que aquel al que no perseguía; pues más exhalaba de su virtud por el movimiento que hacía que aquel que tanto no se movía; como el peregrino, que porque pensaba que Dios tanto había hecho por él tenía mayor devoción en honrar a Dios que el sarraceno que no pensaba que Dios tanto hubiese hecho por salvarle que hubiese tomado naturaleza humana y la hubiese entregado a la muerte para salvar al hombre.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué natura el hombre siente el calor en la boca, cuando come algo caliente, y no lo siente en el vientre?

—Amigo —dijo el ermitaño—, el bocado caliente está más cerca del paladar, donde reside el sentido del gusto, cuando está en la boca, que cuando está en el vientre.

Cuando el ermitaño hubo respondido a Félix, éste lloró mucho rato, y dijo estas palabras:

—¡Ah, sentimiento de dulzura! Bendito seas tú que has venido a corazón devoto por gracia y por amor, siendo cercano contemplador de Jesús Salvador, que da dulzura de placer en el llanto, cuando el hombre siente deseo de morir por su amor, señorío, bondad y honor.

 

 

[LXI]

 

POR QUÉ EL HOMBRE ES BUENO Y POR QUÉ ES MALO

 

—Amado hijo —dijo el ermitaño—, el hombre es bueno en cuanto Dios ha puesto en él algo de su semejanza; y es bueno cuando quiere usar de aquella semejanza que Dios le ha dado. Y el hombre es malo cuando obra contra Dios y contra la semejanza de Dios; es malo cuando no quiere usar de su bondad ni de su semejanza, y usa de maldad y de aquello que a su semejanza es contrario.

»Dios quiere que el hombre sea bueno al creer y al saber los catorce artículos por los cuales discurre nuestra santa fe romana, de los cuales podrás, hijo, tener conocimiento en el Libro del gentil,[33] en el cual puedes conocer las siete virtudes por las cuales es el hombre bueno cuando las ama; y en cuyo libro vienen los siete vicios, que hacen al hombre malo cuando los ama. Además, es el hombre bueno cuando observa los diez mandamientos y los siete sacramentos, y cuando agradece a Dios los siete dones que el Espíritu Santo da; y todo eso está tratado en el libro de Doctrina Pueril.[34] Y cuando el hombre obra contra estas cosas, es malo y es a Dios desagradable.

»Hijo, bondad de hombre reside en recordar, entender y amar a Dios; y maldad reside en lo contrario. Y gran bondad de hombre reside en mucho recordar, entender y amar a Dios; y gran maldad reside en lo contrario. ¿Sabes, hijo, por qué la bondad del hombre reside en recordar, entender y amar a Dios? Porque el hombre fue creado y hecho para recordar, entender y amar a Dios; y pues es buena cosa recordar, entender y amar a Dios, por eso es el hombre bueno cuando hace aquello para lo que ha sido hecho y creado; y pues mala cosa es no hacer aquello para lo que ha sido creado, por eso es el hombre malo cuando recuerda y entiende y desama a Dios, o cuando no recuerda ni entiende ni ama a Dios.

»Hijo, el firmamento, el sol, luna, estrellas, elementos, plantas, pájaros, peces, animales, y todas las cosas corporales, son buenas en el hombre, pues todas las ha creado Dios para servir al hombre, y sin el hombre nada valdrían; y el hombre es bueno en Dios, porque el hombre ha sido creado para servir a Dios y hacer su voluntad, y sin Dios el hombre nada valdría. De modo que, como esto así sea, según lo que yo te digo, puedes, hijo, conocer aquello por lo que el hombre es bueno, y aquello por lo que el hombre es malo en este mundo y en el otro.

—Señor —dijo Félix—, si el hombre es bueno en Dios, ¿puede Dios ser bueno en el hombre?

—Hijo —dijo el ermitaño—, Dios Padre es bueno en sí mismo, y es bueno en el Hijo y en el Espíritu Santo; y lo mismo síguese del Hijo, que es bueno en sí mismo y en el Padre y en el Espíritu Santo; y el Espíritu Santo es bueno en sí mismo y en el Padre y en el Hijo. Y por eso Dios ha creado al hombre para que sea bueno en Dios y sea bueno en sí mismo, y para que Dios sea bueno en el hombre, en cuanto influye su gracia en el hombre. Mas de aquella bondad que Dios tiene en el hombre no crece ni mejora Dios; porque Dios es tan perfecto en todos los bienes, que no conviene que tome mejoramiento de cosa alguna en la que haya algún defecto.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo: puesto que Dios ha creado al hombre para que sea bueno, y no lo ha creado para que sea malo, ¿cómo puede ser que más hombres haya malos que buenos, y mayores sean en maldad los hombres que son malos que en bondad los hombres que son buenos?

Mucho consideró el ermitaño en la pregunta que Félix le había hecho, y lloró largo tiempo, y suspirando dijo estas palabras:

—Una vez ocurrió que Bondad y Maldad se contrastaban, y Bondad decía que ella era mayor que Maldad, y Maldad decía lo contrario. Alegó Bondad que ella era mayor que Maldad, por cuanto era semejante a Dios, y por cuanto era sierva de Dios, y seguía el fin para el cual había sido creada; Maldad alegaba, de la otra parte, y decía que ella era mayor que Bondad, pues más príncipes y grandes señores tenía en su servidumbre que los que tenía Bondad, y más hombres hay que son muy malos que hombres que son muy buenos. Vencida hubiera sido Bondad, hasta que dijo que un pequeño bien es mayor en bondad que muchos males grandes en maldad, pues grandeza conviene a bien, y no conviene a mal; sino que cuanto mayor en grandeza es el mal, tanto más gravemente desconviene con grandeza de maldad; y el bien, cuanto mayor es, tanto más concorde es con grandeza de bondad.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de por qué los hombres antes se inclinen a ser malos que a ser buenos.

—Hijo —dijo el ermitaño—, un hombre santo tenía en su ermitorio muchas tentaciones, y, cuanto mejor era, mayores tentaciones tenía. Mucho se maravilló aquel santo hombre de las tentaciones que tenía, porque le parecía que él, cuanto más se esforzaba en ser bueno, menos tentaciones debiera tener. Estando este santo hombre en esta maravilla, Dios le envió a decir, en visión, que bondad y santidad de hombre consisten en contrastar y en vencer a la maldad, cuyo vencimiento y contraste no puede darse sin tentaciones; y cuanto mayores son las tentaciones, más bueno es el hombre cuando las vence.

—Señor —dijo Félix—, ¿el hombre malo tiene en sí algún bien, o es bueno para alguna cosa?

—Hijo —dijo el ermitaño—, una mujer, esposa de un gentilhombre, había mucho tiempo estado en pecado de lujuria; y por los grandes pecados que había cometido desesperó de Dios, y pensó que por más penitencia que hiciera Dios no la perdonaría. Mientras esta mujer estaba en desesperanza, un día sucedió que la mujer se alegró en su alma, y dijo estas palabras: «¡Señor Dios, bendito seáis vos en vuestra gran justicia! Pues ya que yo no soy buena para recibir vuestra misericordia, al menos soy buena en vuestro uso de justicia, el cual me juzgará a infernal pena; y en mí será buena, por cuanto me castigará rectamente; y yo seré buena, por cuanto en mí se manifestará vuestra justicia». Tanto pluguieron a Dios las palabras que la buena mujer decía, que el uso que la justicia debía tener en castigar a aquella mujer por maldad de pecado se convirtió en uso de misericordia por bondad de misericordia.

—Señor —dijo Félix—, ¿cuál es el mayor bien que el hombre pueda hacer en todo el mundo?

—Hijo —dijo el ermitaño—, por su contrario lo puedes conocer, a saber, que todo el mayor mal que hay en el mundo es no conocer a Dios, ni amarlo, o conocer y desamar a Dios.

Por la respuesta del ermitaño, conoció Félix que malvado cristiano está en mayor pecado, cuando es malo, que malvado infiel, como quiera que mayor mal hace el hombre que conoce y desama a Dios que el hombre infiel que a Dios no ama ni conoce.

Pero Félix se maravilló de tal cosa y propuso al ermitaño esta cuestión:

—Señor, por cuanto el entendimiento conoce a Dios, es bueno, y es mejor que el entendimiento que no conoce a Dios; y por eso los cristianos que conocen a Dios y desaman a Dios no son tan malos como los infieles que a Dios no conocen ni aman.

—Hijo —dijo el ermitaño—, Dios ha dado virtud a la voluntad, que puede desviar al entendimiento del fin para el cual fue creado, y lo puede inclinar al fin para el cual fue creado, a saber, que cuando el entendimiento entiende a Dios y la voluntad no ama a Dios, entonces el entendimiento no tiene buen entender, cuyo entender es malo en el mal querer; y eso es así porque el entender se convierte en malo por mal querer, del mismo modo que se convierte en bueno por buen querer. Pero el entendimiento no puede mudar al querer, sino que lo puede multiplicar en mayoridad o en minoridad; porque tanto cuanto mejor entiende el entendimiento el bien o el mal, tanto más da ocasión a la voluntad para que tenga grande o pequeño querer.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo, puesto que el querer convierte en bien o en mal al entender, de cómo pueda ser que el entendimiento no pueda convertir en bien o en mal al querer.

—Hijo —dijo el ermitaño—, Dios ha dado al hombre libre albedrío, que depende más de la voluntad que del entendimiento: y por eso la voluntad tiene la propiedad de mandar al entendimiento, y el entendimiento tiene la propiedad de manifestar bien o mal a la voluntad, para que la voluntad ame el bien y desame el mal, y ame mucho el bien y mucho desame el mal.

—Señor —dijo Félix—, ¿en qué puede el hombre tener mayor placer, en hacer el bien o en hacer el mal?

—Hijo —dijo el ermitaño—, una buena mujer, hija de castidad, caridad, paciencia y fortaleza, tenía un marido lujurioso, celoso, iracundo, muy mal acostumbrado. Aquel mal hombre, por sus malvados hábitos, hacía muchos males y villanías a su mujer, la cual sentía mayor placer al ser casta y paciente, y al tener buenos hábitos, que sentimiento al sentir los golpes que su marido le daba al pegarla.

 

 

[LXII]

 

DE VIDA ACTIVA Y CONTEMPLATIVA

 

El ermitaño dijo a Félix que vida activa y vida contemplativa pertenecen a estamento humano:

—Vida activa está por necesidad, y vida contemplativa está por perfección. Y por eso el monje, que estaba en el claustro, no quiso ser abad.

—¿Y cómo fue eso, señor? —dijo Félix.

—Hijo —dijo el ermitaño—, en una muy noble abadía había un monje que fue elegido para ser abad; y aquel monje no quiso ser abad, pues decía que abad está más cerca de vida activa que monje claustral, y vida contemplativa está más cerca de monje claustral que vida activa; y porque vida contemplativa está más cerca de Dios que vida activa, por eso el monje se excusaba de ser abad, porque decía que la conciencia le remordía si se alejaba de Dios, puesto que se le había acercado. De otra parte alegaban los monjes que le habían elegido por abad que no se podía excusar, puesto que todo el convento quería que él fuese abad; y mayormente porque, siendo él abad de buena vida activa, podían mejor estar todos los monjes claustrales en vida contemplativa.

Mucho consideró Félix en el ejemplo que el ermitaño había dicho, y maravillóse de la simonía que hizo un canónigo por ser obispo; y el ermitaño preguntó a Félix cómo fue aquello.

—Señor —dijo Félix—, un canónigo deseó ser obispo en cuanto fue canónigo; y todo el tiempo que fue canónigo deseó la muerte del obispo que le había hecho canónigo, pues le parecía que después de la muerte del obispo él sería elegido obispo. El canónigo, hasta que el obispo hubo muerto, hacía cada día tanto como podía, para agradar a los canónigos, para que le amasen y obispo le hiciesen; y muchas dádivas y dones hizo, y muchos trabajos pasó por agradar a los canónigos. Pero, siendo así que el obispo está esclavizado por la vida activa, y libre es el canónigo por la vida contemplativa, por eso yo me maravillo de cómo puede ser que el hombre pueda tener mayor deseo de estar en servidumbre que en libertad.

—Hijo —dijo el ermitaño—, no era aqueste obispo semejante a otro obispo que deseó ser obispo.

—¿Y cómo fue eso, señor? —dijo Félix.

—Amable hijo —dijo el ermitaño—, en una iglesia muy honrada había un malvado obispo, y aquel obispo guardábase tanto como podía de que le envenenasen, porque era hombre malo, y mal acostumbrado. Un arcediano envenenó a aquel obispo, y murió; y aquel arcediano confesó su pecado a un canónigo. Ocurrió que aquel canónigo fue elegido obispo, y tuvo temor de que le envenenasen si era obispo; y tuvo desplacer de mudar vida contemplativa por vida activa. Sin embargo, aventuróse a ser obispo para tener mérito por el bien común, y para ser bueno en aquello en que otro tal vez sería malo; y plúgole ser obispo. Y cuando fue elegido obispo, dijo estas palabras: «Señores compañeros, vosotros me habéis elegido pastor, y yo era libre, y ahora estoy en servidumbre; y esforzarme quiero, tanto como pueda, en ser buen pastor; y si las ovejas están encomendadas al pastor, el pastor se encomienda a las ovejas siendo buen pastor». Aquel obispo —dijo el ermitaño—, fue hombre bueno y de santa vida, y no se cuidaba de venenos, porque tenía esperanza en Dios y en la buena obra que hacía. Mucho tiempo vivió aquel obispo en su obispado, y por los trabajos que pasaba y el bien que hacía no había ningún canónigo en aquel obispado que tanto mérito ganase por vida contemplativa como aquel obispo por vida activa.

»En una alta montaña estaba un ermitaño en muy alta vida contemplativa. Un día ocurrió que él consideró en la santa pasión de Jesucristo y en las gentes que tan poco le aman y le honran, según el gran amor que Jesucristo les ha mostrado. Estando el ermitaño en esta consideración, bajó de su ermitorio, y quiso trabajar en vida activa, para que a las gentes pudiese encaminar a loar y amar y conocer a Dios nuestro señor. Cuando estuvo en la vida activa y sintió los trabajos que conviene que afronten todos los que plenamente quieren estar en vida activa, le vino voluntad de volver a su ermitorio, y estar en vida contemplativa, en la que no hay tantos trabajos ni peligros como en vida activa. Cuando el ermitaño consideró en la fortaleza, paciencia y caridad que convienen en gran manera a vida activa, multiplicó en sí valentía y ánimo y devoción para amar y loar a Dios; y anduvo por el mundo haciendo todo el bien que pudo, para hacer que a Dios se amara y conociera.

»Un día ocurrió que aquel ermitaño dijo a un arzobispo, que tenía muy gran renta y había reunido muy gran tesoro, que hiciese un monasterio en el que estuviesen religiosos en vida contemplativa, para que rogasen a Dios que le pusiese en la vida activa, en la cual no estaba, porque el tesoro quitaba a los pobres de Cristo. Mucho se airó aquel arzobispo de lo que le había dicho el santo ermitaño, e hizo que le apaleasen y le echasen de su corte; y el ermitaño dijo que aquella paliza era placer de fruto de vida activa, de la cual nacía, granaba y echaba hoja fruto de vida contemplativa.

»Un santo prelado religioso estuvo mucho tiempo en vida activa, y por cuanto era religioso estaba en vida contemplativa. Por la vida activa pasaba trabajos, pues trabajaba corporalmente y mentalmente por común utilidad. Aquel trabajo era corporal porque tenía que ir a predicar de un lugar a otro, y tenía que corregir a los frailes que le estaban encomendados; espiritualmente trabajaba porque tenía desplacer cuando algún fraile obraba contra honestidad, caridad, humildad, paciencia y obediencia. No pudiera aquel santo religioso sostener los trabajos si no se ayudase con los placeres de la vida contemplativa, que sentía al recordar, entender y amar a Dios, y despreciar las vanidades de este mundo.

—Estas palabras decía el ermitaño a Félix para darle conocimiento de vida activa y de vida contemplativa.

Y cuando Félix hubo entendido cada una de las vidas, dijo al ermitaño estas palabras:

—Señor ermitaño, debo maravillarme de Cristo y de los apóstoles que en este mundo tomaron vida activa y no contemplativa, siendo así que vida contemplativa es más noble que vida activa.

—Hijo —dijo el ermitaño—, Cristo y los apóstoles, en cuanto al cuerpo, tenían vida activa, y en cuanto al alma, la tenían contemplativa; y eso puedes tú entender según el ejemplo que te he dado del santo prelado religioso antes dicho.

 

 

[LXIII]

 

DE LA FE Y LA DESCREENCIA

 

—Hijo —dijo el ermitaño a Félix—, la fe es creer en los catorce artículos; y la fe es luz para el humano entendimiento, pues la fe supone lo que el entendimiento no entiende, y el entendimiento, por la suposición, sube arriba, y entiende lo que entender no podría sin la suposición de la fe. Y descreencia es, hijo, todo lo contrario de fe.

»Hijo, un hombre lego quiso dejar todas las vanidades de este mundo, y dedicóse a conocer y amar a Dios. Aquel hombre tenía pocas letras y sabía poco, y deseó conocer a Jesucristo, y cómo vino para salvar al hombre, y cómo había muerto por el hombre, pues ningún judío esto creía. Y has de saber además que aquel hombre quería entender los artículos y escrituras de la santa Página, y no los podía entender; y entonces la descreencia quería inducirle e inclinarle a descreer la fe romana. Mas la fe, por virtud y gracia de Dios, la sostenía contra la descreencia, y hacíale suponer lo que no entendía, diciendo aquel hombre y considerando que la fe y las escrituras de los cristianos están en vía verdadera, pero que él no lo podía entender, porque muchas cosas había que él no entendía, y la fe tenía para aquellas cosas que no entendía. Hijo, porque aquel hombre así se ayudaba con la fe contra la descreencia, se exaltó su entendimiento por la luz de la fe; y de los artículos, y de las demás cosas, entendió muchas cosas que antes no entendía: de tal modo entendía, que la descreencia vencerle no podía, ni tentación de la fe darle podía.

»Amado hijo, fe es amar a Dios es su unidad, trinidad, y en su encarnación, y en los demás artículos; y este amor es obra de querer, que no entiende lo que ama, mas lo cree ser verdadero porque lo supone. Esta fe, hijo, ha dado Dios a los hombres para que, cuando no puedan entender, crean; y esta fe Dios ha dejado en guarda al pontífice, cardenales, prelados, clérigos, que la guarden y la defiendan contra la descreencia, en la que están los judíos, sarracenos, herejes, infieles, los cuales de continuo pugnan por destruir la fe romana. Hijo, los cristianos que son hombres legos están obligados a guardar y defender la fe con la fuerza de las armas; los clérigos la deben defender con la fuerza de los argumentos y las Escrituras, de oraciones y de santa vida.

Cuando el ermitaño hubo dicho estas palabras y muchas otras, lloró largo rato y dijo estas palabras:

—¡Ay, Señor Dios! ¡Y en tan gran deshonor está la santa fe cristiana, por defender y exaltar a la cual quisisteis ser hombre y entregar a la muerte a aquel hombre! ¡Y los sarracenos, que son hijos de la descreencia, tienen y poseen aquella Santa Tierra de Ultramar, donde la fe fue fundada y entregada a la guarda de la santa Iglesia! ¡Ay, señor Dios! ¿Cuándo llegará el día en que habrá paso de combatientes, amantes, loadores, que con armas corporales y espirituales darán honor a la fe y destruirán el error, por el cual la fe en este mundo está tan afrentada?

»Hijo, había un muy poderoso príncipe al cual Dios había dado mucho honor en este mundo. Aquel príncipe iba un día de caza, y perseguía a un jabalí. Mientras él perseguía al jabalí, se encontró con la Fe y con la Descreencia que se contrastaban; y la Fe llamó al príncipe a voces, y díjole estas palabras: “¡Oh, tú, príncipe que persigues a los animales salvajes, que son criaturas de Dios! Ayúdame contra la Descreencia, que me hace estar tan deshonrada, despreciada, y por tan poca cosa ser tenida entre los hombres. Deja a los animales salvajes que persigues, y ven a honrarme, pues por mí eres cristiano, y para honrarme has llegado a ser príncipe, y sin mí no puedes tener salvación. Mientras vivas, dedícate tú mismo y toda tu tierra a honrar en mí a Dios, que te ha creado y tanto te ha honrado; y sé tan ferviente en honrar a Dios al honrarme como eres ferviente al cazar a los animales salvajes; y después de tu muerte, ordena que tus sucesores siempre me honren”. Estas palabras, y muchas otras, dijo la Fe al rey que cazaba, el cual poco se cuidó de sus palabras, y corrió tras el puerco. Lloró la Fe, y escarnecióla la Descreencia, y jactóse, diciendo que ella tenía más servidores que la Fe. Respondió la Fe, y dijo que la Descreencia daba muy mal galardón a sus servidores.

Maravillóse Félix de lo que el ermitaño decía, y dijo que mucho se maravillaba de que la fe cristiana no fuese predicada entre los infieles, y que tuviese tan nobles loadores y honradores que no dudasen en honrarla por trabajos, peligros, muertes, o por cualquier otra cosa; pues a gran honor conviene que poco se teman todas estas cosas.

—Hijo —dijo el ermitaño a Félix—, un hombre tomó oficio de juglar, por cuanto iba a los palacios de los príncipes y los prelados y les pedía que ayudasen a la fe contra la descreencia.[35] Un día ocurrió que él comía en la corte de un noble prelado con muchos otros juglares. Cuando hubo comido, dijo al prelado si quería honrar a la fe por la que era prelado y era honrado. El prelado preguntó a aquel hombre, juglar de fe y juglar de Cristo, cómo podría honrar la fe. Aquel juglar respondió, y dijo que construyera un convento de religiosos que aprendiesen el sarraceno, y que fuesen a honrar la santa fe en la Santa Tierra de Ultramar, en donde la descreencia la tiene tan deshonrada. Aquel prelado dijo que moría todo el que de aquella materia hablase a los sarracenos; y por eso no sería bueno que los hombres muriesen sin fruto. El juglar respondió, y dijo que el fruto mayormente consistía en loar y honrar a Dios que en salvar y convertir a los hombres, pues más noble cosa es loar y honrar a Dios y a la fe que convertir a los hombres; y por eso, aunque no se pudiese a ningún sarraceno convertir, no por eso debe dejarse de loar y de honrar a Dios, que por sí mismo es digno de ser loado, honrado, bendito; y la mayor honra que el hombre puede hacerle consiste en arriesgarse a morir, y en morir por él, y que el hombre lo honre y alabe con aquellas cosas por las que puede ser más honrado.

»Poco valió al juglar lo que decía, pues la descreencia tenía bajo su servidumbre a aquel prelado con el cual el juglar hablaba de la fe. Aquel juglar iba vestido de negro, y tenía gran barba, y andaba por las tierras y las calles haciendo gran duelo, y decía que su señor Jesucristo era deshonrado en el alto señorío que la descreencia tenía en este mundo. Lloraba el juglar, y las gentes escarnecían su llanto; razones necesarias contra la descreencia decía, y quienes debían defenderle le reprendían; entristecíase la fe, y la descreencia se alegraba.

»Hijo —dijo el ermitaño a Félix—, llora y lamenta el deshonor que la fe recibe en este mundo, y ve cómo la descreencia está tan honrada contra la fe; ve cuán amados son los deleites corporales; ve cuántos son los infieles, y cuán pocos los católicos; y, de los católicos, ve cuán pocos son los que aman el honor y la exaltación de la fe que Dios les ha encomendado. Hijo, abre los ojos, y ve cómo para honras temporales, que nada valen, poco se temen trabajos, peligros, muertes, y las demás cosas semejantes a éstas. Maravíllate, hijo, puesto que ves maravillas.

Tales palabras, y muchas otras, dijo el ermitaño a Félix, y las decía llorando y con muy gran devoción y fervor de corazón. Lloró Félix, y lamentaba el deshonor que la fe padecía en este mundo, y del honor que la descreencia en este mundo tenía se airaba; y mucho se maravillaba de que la fe tan pocos amigos tuviese.

 

 

[LXIV]

 

DE LA ESPERANZA Y LA DESESPERANZA

 

—Amado hijo —dijo el ermitaño—, esperanza y desesperanza son contrarias. Esperanza es virtud que Dios ha creado para que el hombre espere en la grandeza, bondad, poder, justicia y misericordia de Dios; y en todas las dignidades de Dios quiere Dios que el hombre tenga esperanza. Y desesperanza hace lo contrario de todo esto.

»Hijo, has de saber que el hombre fue creado y venido de la nada, y por eso el hombre es por sí mismo tan poca y tan mezquina cosa, que en nada que el hombre tenga por sí mismo debe confiar, sino en el Señor infinito en bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, y en todo cumplimiento de todas las perfecciones; y por eso debe el hombre confiar en quien es grande, bueno y poderoso. Mas la desesperanza que el hombre tiene hace al hombre hacer todo lo contrario de la esperanza.

»Hijo, había un rey muy poderoso de gentes y de riquezas, y joven y sano era en su persona. Aquel rey se combatió con un príncipe que era hombre viejo, y no tenía tantas gentes en la batalla como tenía el rey joven. El rey viejo confió en el poder y en la justicia y misericordia de Dios; y el rey joven, cuando entró en la batalla, quiso tener esperanza en Dios, mas desesperanza le tentó, y le hizo pensar que sin ayuda de Dios podía vencerse al rey viejo, porque tenía más gentes, y era más fuerte en su persona. Estando el rey joven en esta tentación que la desesperanza le daba, el rey joven consideró y dijo que Dios era más fuerte que su juventud y su poder. Y en aquel punto, mientras él así consideraba, entendió la injuria que hacía al rey viejo, y conoció que, agraviando al rey viejo, no podía tener verdadera esperanza de que Dios le ayudase en la batalla. Entonces el rey joven se pacificó con el rey viejo, y deshizo el agravio que le tenía, y dijo que se daba por vencido en la batalla, pero que había vencido a la desesperanza y a la tentación que le daba.

—Señor —dijo Félix al ermitaño—, mucho me maravillo del hombre pecador, de que pueda tener esperanza en Dios, estando en pecado mortal.

—Hijo —dijo el ermitaño—, un hombre era muy pecador, pues los siete pecados mortales estaban en él. Un día ocurrió que consideró en su pecado, y conoció que era muy pecador. Mientras él así consideraba, desesperó de la misericordia de Dios, y dijo en su interior que era tan pecador que la misericordia de Dios no le podía perdonar, ni perdonarle debía. Mucho se maravilló de sí mismo, de que pudiera desesperar de la misericordia de Dios, que es mayor que su pecado. Estando en tal maravilla, por divina gracia de Dios, conoció que porque amaba el pecado en que estaba desesperaba; porque el pecado y el amor del pecado tienen concordancia. Desamó aquel hombre su pecado, y en el acto fue hijo de la esperanza y confió en la misericordia de Dios. Cuando aquel hombre hubo salido de la servidumbre de la desesperanza, y en la guarda de la esperanza se hubo puesto, sintió en su corazón muy grande alegría, y se maravilló de que el hombre, estando en pecado, pueda creer que tenga salvación. Mucho consideró aquel hombre en aquello de lo que se maravillaba, y conoció que los hombres que están en pecado y piensan alcanzar la salvación no tienen esperanza; porque, si esperanza tuviesen, seguiríase que esperanza y pecado tuviesen concordancia, cuya concordancia es imposible; y dijo que aquella cosa no es esperanza, sino que es falsa creencia y falsa opinión, que tienen porque aman desordenadamente la salvación y temen la condenación.

»Hijo, cada vez que el hombre tiene esperanza en Dios honra y alaba a Dios, pues Dios quiere ser honrado y alabado por el hombre, para tener ocasión de hacer gran bien al hombre. Ocurrió que Dios puso a un príncipe en gran trabajo en este mundo. Aquel príncipe sostenía gran tribulación y gran trabajo por amor de nuestro Señor; y cuanto más fuertes eran sus trabajos, más fuertemente confiaba y esperaba en Dios; y aquella esperanza que tenía le sostenía y le consolaba, y le aliviaba los peligros y los trabajos que sostenía por servir a Dios. Cuando más trabajado andaba el príncipe, y parecía que todo su caso estaba perdido, le venía la desesperanza, para que de Dios desesperase; y la esperanza le decía, de la otra parte, que mayor esperanza podía tener cuanto más fuertemente la desesperanza le atormentaba y le tentaba.

»Mucho tiempo estuvo el príncipe en la tentación de la desesperanza, y muchas veces la había vencido con la esperanza. Un día ocurrió que el príncipe se enojó del contraste que la esperanza y la desesperanza tenían en él, y del trabajo en el que mucho tiempo había estado por servir a Dios, y pidió a Dios que le mandase la muerte o que le aliviase los trabajos en los que estaba, porque le parecía que no podía sostenerlos más. Aquel príncipe se durmió cuando hubo acabado su oración, y en sueños le pareció que una voz le decía que Dios quiere que el hombre sostenga trabajos, peligros, pobrezas y muchas otras malandanzas en el mundo, para que el hombre pueda usar en ellas de la esperanza contra la desesperanza; por cuya esperanza quiere ser servido Dios, que lo tiene a gran honor cuando el hombre, en sus peligros, trabajos y tribulaciones, reclama a Dios y confía en Dios; y el hombre ocasiona mucho a Dios para que dé al hombre gran gloria y para que ayude al hombre cuando en él espera y se confía. Cuando aquel príncipe hubo visto la visión y se hubo despertado, estuvo muy consolado por el sueño que había tenido, y deseó andar toda su vida en trabajos y peligros por honrar a Dios, puesto que por ellos tenía mayor esperanza en Dios; pues cuando mayor esperanza tenía, amaba y honraba más fuertemente a Dios.

»Amado hijo —dijo el ermitaño—, ningún hombre que por sus méritos tiene esperanza de salvarse tiene verdadera esperanza; pues la verdadera esperanza más se da por gracia y don de Dios que por méritos de hombres. Y por eso dijo un santo hombre, al morir, que moría entre esperanza y temor.

—¿Y cómo fue eso, señor? —dijo Félix.

—Un hombre —dijo el ermitaño— fue en el mundo mucho tiempo pecador, y después fue hombre justo y de muy santa vida; y al morir consideró que Dios a las veces perdona por misericordia, y a las veces castiga por justicia. Y cuando consideraba en la misericordia de Dios, tenía esperanza; y cuando consideraba en la justicia, tenía temor; y por eso decía que moría entre esperanza y temor.

»Hijo —dijo el ermitaño—, una vez ocurrió que un cristiano y un sarraceno iban por un desierto y se encontraron con un judío que llevaba muchos dineros, y al judío mataron para tener los dineros que llevaba. Al cabo de mucho tiempo, el sarraceno se vio a las puertas de la muerte, y túvose por tan pecador a causa del judío al que había matado que desesperaba de la misericordia de Dios. El cristiano se vio a las puertas de la muerte, y confesóse del pecado que había cometido en la muerte del judío, y entonces dijo que era cierto que la ley de los cristianos concordaba mejor con grandeza de esperanza que cualquier otra ley. Mucho se maravillaron quienes estaban en presencia del cristiano de las palabras que decía mientras moría, y pidiéronle que se las explicara, pues entender querían la razón por la que decía que en la fe de los cristianos puede haber mayor esperanza que en otra ley.

»Entonces el santo hombre, que se moría, les contó la muerte del judío y la muerte del sarraceno, que murió desesperando de la misericordia de Dios; el cual no pudo tener tan grande esperanza como el cristiano en la misericordia de Dios, en la cual puede todo cristiano tener mayor esperanza que ningún hombre de otra ley. Pues porque el cristiano cree que Dios se encarnó por amor al hombre y por salvar al hombre, y murió por el hombre, y ningún judío esto cree, por eso puede tener mayor esperanza en Dios que ningún otro hombre.

—Señor —dijo Félix—, me parece que un cristiano que desespera de Dios tiene mayor desesperanza que ningún judío o sarraceno; pues del mismo modo que puede tener mayor esperanza, puede tener mayor desesperanza.

—Hijo —dijo el ermitaño—, cuestión hubo entre un rey y un escudero suyo. El rey dijo que un rey puede pecar más fácilmente que un vasallo, y que no tiene tan gran culpa, si comete pecado, como la que tiene el vasallo. Y el escudero dijo que, según lo que el rey decía, seguiríase que el vasallo tuviese mayor oportunidad de hacer el bien y de ganar mérito que el rey; y seguiríase que si en Dios hubiese pecado o defecto, sería mayor que en el hombre.

 

 

[LXV]

 

DE LA CARIDAD Y LA CRUELDAD

 

—Caridad, hijo, es virtud de la que se sigue amistad entre Dios y el hombre; y crueldad es vicio contrario a caridad, por el cual síguese enemistad entre Dios y el hombre.

»Amado hijo —dijo el ermitaño—, caridad une a Dios a las semejanzas que el hombre tiene semejantes a las virtudes de Dios, de modo que la bondad de Dios, y la bondad del hombre, y así todas las demás, sean todas una semejanza, una glorificación, como creador y criatura, causa y efecto, y padre por creación e hijos, y señor y vasallo, y glorificante y glorificado.

»Hijo —dijo el ermitaño—, no podría yo decir la nobleza y la virtud que tiene la caridad, y mayormente cuando el hombre la tiene grande para con Dios y para consigo mismo y para con el prójimo; y por el contrario, esto es, por la crueldad, no hay hombre que pueda divisar el mal que síguese a todos cuantos son crueles y contrarios a la caridad. Pues por la gran crueldad que hay en el mundo, se ha perdido casi la caridad en el mundo; y por un hombre que esté en vía de salvación por caridad, hay mil que están en vía de condenación por crueldad; por cuya crueldad las semejanzas que el hombre tiene semejantes a las virtudes de Dios se convierten en su contrario por obra de crueldad y enemistad, y son contrarias a Dios y a sus virtudes; como la bondad del hombre, cuando no la acompaña la caridad, es contraria a la bondad de Dios. Y lo mismo síguese de la grandeza del hombre, que es contraria a la grandeza de Dios; y así las demás.

Cuando Félix hubo entendido la gran nobleza de la caridad, y el gran fruto que síguese de ella, y el gran daño que síguese de la crueldad, y hubo oído que el ermitaño dijo que de mil hombres hay uno en vía de salvación, y todos los demás están en vía de condenación, se maravilló en gran manera de que la caridad sea virtud tan agradable a Dios, y la crueldad sea vicio tan desagradable a Dios, y la caridad tenga tan pocos amadores y la crueldad tenga tantos servidores.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravilla que la crueldad se haya así perdido. ¿Y la devoción, a dónde ha ido? ¿Y la crueldad, por qué así se ha multiplicado?

—Hijo —dijo el ermitaño—, la caridad se ha perdido en el trastocamiento de intención, porque la caridad no puede darse sino en verdadera y ordenada intención, y en el fin para el cual fue creado todo cuanto existe. Pero los hombres mudan la intención para la que son creados en intención para la que no son creados; por eso está la caridad en destrucción, y está la crueldad en multiplicación.

No entendió Félix las palabras que le dijo el ermitaño, y pidióle que le pusiera una semejanza de lo que le decía, por la cual pudiese entenderlo.

—Hijo —dijo el ermitaño—, había un obispo que todo el señorío que tenía en su obispado orientaba a la intención de ser honrado y temido y alabado; y por eso hacía convites y despilfarros y muchas otras vanidades, por intención de honrarse a sí mismo y de que las gentes le alabasen por lo que hacía. Aquella intención que tenía era contraria a la intención por la que había sido elegido obispo y contraria al oficio de obispo; y por eso, en las obras que aquel obispo hacía, tenía tan grande poder la crueldad, que la caridad casi no tenía en qué arraigarse.

Cuando Félix hubo entendido las palabras, dijo:

—¡Ah, tan gran culpa hay en aquellos en quienes muere la caridad y vive la crueldad! ¡Ah, tan gran mérito vendría a aquellos que a la caridad podrían ayudar, y que la podrían exaltar en el alto honor que le conviene!

Lloró Félix, y otro tanto hizo el ermitaño, el cual dijo estas palabras:

—Por desfallecimiento de caridad son más amados blancos panes, buenos vinos, dineros, vestidos, hembras, hijos, ciudades, castillos y honras, que Dios. Por abundancia de crueldad hay huérfanos desheredados, y hay hembras viudas, y hay hombres pobres que mueren de hambre, y de sed, y de frío, pidiendo limosna por el amor de Dios; y por crueldad se ha olvidado la piedad, el perdón y la misericordia, y la crueldad ha multiplicado la vileza sobre la honra, y la falsedad sobre la verdad, y la crueldad hace que haya virtudes en poca cantidad y vicios en muy grande grandeza.

—Señor —dijo Félix—, ¿hay algún consejo o manera que pudiese tomarse para multiplicar la caridad y disminuir la crueldad?

Respondió el ermitaño, y dijo que la caridad, quien exaltarla quisiera, tendría menester de nobles y muchas personas que fuesen de grande ánimo y virtud en honrar y amar a Dios, y que no temiesen afrenta ni desprecio de las gentes sufrir, ni temiesen peligros, pobreza, trabajos, muerte. Mas casi todos los más de los hombres, de los que la caridad tendría mayor menester, le son contrarios; y por eso casi todo el mundo va a su perdición.

—Hijo —dijo el ermitaño—, en una ciudad había un obispo que era muy avaro, y el príncipe de aquella ciudad era muy malo y cruel; pues en ambos caridad menguaba y crueldad crecía. En aquella ciudad había un hombre justo y de santa vida, hijo de caridad, y era hombre pobre en bienes temporales, mas en bienes espirituales era abundoso. Un día ocurrió que el príncipe y el obispo cabalgaban juntos, y pasaban por la calle en la que el santo hombre estaba. Aquel santo hombre, cuando les vio, gritó y dijo que muerta estaba en ellos la caridad, y la crueldad les tenía en su poder. Aquel hombre fue preso y azotado, y puesto en la cárcel, en donde estuvo mucho tiempo por las palabras que había dicho a los enemigos de paciencia, humildad, caridad.

»Hijo —dijo el ermitaño—, abre tus ojos corporales y mentales, y ve cómo Dios tiene gran caridad a su pueblo, pues de nada los ha creado; el cielo, sol, estrellas, mar, tierra, plantas, animales, pájaros, y todo cuanto existe, todo lo ha dado al servicio del hombre. Y más aún todavía, que, por salvar al hombre, se ha hecho hombre, al cual ha dado a la muerte por salvar a su pueblo. Todo eso ha hecho Dios porque tiene gran caridad. Ve cómo su pueblo tiene para con él poca caridad; y ve cuántas gentes están en el error, que se hallan entre nosotros despreciando, blasfemando a Dios, y que de él descreen, y le deshonran tanto como pueden; y ve cuán pocos son los hombres que tienen cuidado de que Dios sea amado, conocido, honrado en el mundo.

»Por una noble villa iba un pobre hombre, y vio a muchos hombres que llevaban gerifaltes, que habían venido de un confín del mundo, y llevábanlos a los tártaros para ganar dineros. Después vio a un obispo que iba con muchas gentes a Roma para pedir que le confirmara el pontífice. Después pasó aquel pobre por la plaza, donde vio muchos talleres llenos de ricas telas, y vio en las mesas muchos dineros, y en la platería vio muchos vasos de plata dorados, y vio muchas otras vanidades. Después vio por las calles hombres pobres, desnudos, flacos, hambrientos, que pedían limosna por la caridad de Dios, y no había quien a ellos les tuviese caridad, sino que cruelmente les decían que no con villanas palabras. Maravillóse aquel pobre, y dijo: “¿Dónde está la caridad? ¿Y la crueldad, qué hace en esta villa?”. Quiso gritar el pobre y censurar a los hombres hijos de crueldad; mas temió la censura de las gentes, y conoció que aún no era verdaderamente hijo de caridad, pues, si lo fuese, ninguna censura al loar a Dios temiera.[36]

 

 

[LXVI]

 

DE JUSTICIA E INJURIA

 

—Amado hijo —dijo el ermitaño—, en Dios hay justicia, la cual ama su semejanza, por cuanto quiere que en el hombre haya justicia; mas con injuria, que es contraria a justicia, desaparece, porque injuria contradice a la justicia de Dios.

»Hijo, por justicia debe el hombre más amar, honrar, conocer y servir a Dios que a ninguna otra cosa; pues Dios es más noble cosa que ninguna otra cosa, y todo cuanto es, no es tan bueno ni tan noble como es Dios; y por eso debe ser Dios mucho más amado y conocido que todo cuanto existe. Pues muy grande injuria es que el hombre ame y sirva más a otra cosa que a Dios.

»Hijo, porque más son los hombres que aman más otras cosas que a Dios que los que aman más a Dios que a ninguna otra cosa, por eso hay más injuria en el mundo que justicia; y porque todo el mundo es criatura de Dios, y en Dios no hay cosa alguna de injuria, por eso es muy grande maravilla que pueda haber en el mundo más injuria que justicia, que tiene alguna semejanza de la justicia de Dios.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de Dios, puesto que es justo, de que deja que haya injuria en el mundo que es suyo, o de por qué no hace que en los hombres haya más justicia que injuria.

—Hijo —dijo el ermitaño—, la justicia de Dios ha creado en el hombre el libre albedrío, y por eso no puede, ni debe, ni quiere constreñir en el hombre al libre albedrío. Y porque los hombres libremente se inclinan a más amarse, conocerse, loarse, honrarse y servirse unos a otros que a conocer, amar, honrar, y servir a Dios, por eso síguese que más injuria hay en el mundo que justicia; pues la justicia quiere que el hombre mida los placeres que siente corporales, viendo, oyendo, oliendo, gustando, sintiendo, y lo mismo respecto a los placeres que tiene espirituales, esto es, recordando, entendiendo, amando; y la justicia de Dios quiere que el hombre dé mayores medidas a los placeres espirituales que a los corporales; y cuando el hombre hace lo contrario a esto, entonces injuria sobrepuja a justicia, y por esta sobrepujanza caen los hombres en la ira de Dios, a los cuales castiga la justicia de Dios con infinitos trabajos.

»Una vez ocurrió que un juez había dado una sentencia falsamente en presencia de un zapatero que le hacía unos zapatos. Aquel zapatero hizo al juez un zapato demasiado grande y el otro demasiado pequeño. Cuando el zapatero fue a calzar los zapatos al juez, y el juez vio que un zapato le iba demasiado grande y el otro demasiado pequeño, se maravilló de que el zapatero hubiese errado las medidas de los zapatos, en las cuales solía acertar; y reprendió al zapatero. El cual le dijo que él se maravillaba en gran manera de que supiera y quisiera iguales medidas para sus pies, y en la sentencia que había dado las quisiera desiguales y contrarias a justicia.

»Hijo —dijo el ermitaño—, un rey era muy poderoso en gentes y tesoro, y todo cuanto tenía lo dedicaba a ser honrado, y a tener los deleites de este mundo; y del mismo modo que había sido elegido para amar y mantener la justicia, igualmente, en la elección de justicia, estaba con la injuria contra la justicia. Y por eso díjole un campesino suyo que más quería ir tras los bueyes que ser rey. Mucho se maravilló el rey de las palabras que el campesino le había dicho, y quiso saber por qué se las había dicho: “Señor”, dijo el campesino, “un rey había que toda su vida y su reino puso en la vanidad de este mundo; y al cabo, cuando estuvo cerca de la muerte, se arrepintió de que toda su vida y su reino no hubiera dedicado a amar y conocer, honrar y servir a Dios; y pensó que, si lo hubiese hecho, todos los sarracenos de Berbería hubiese podido dar a los cristianos”. Aqueste rey midió en su alma la gran justicia de Dios, y, por la injuria que había hecho siempre a Dios, no midió en su esperanza la grandeza de la misericordia de Dios, y desesperó de Dios por el gran pecado que había cometido contra la justicia.

»Estaba un pecador en oración, y consideró en la gran injuria que había hecho a Dios, y dijo estas palabras: “Justicia de Dios, injuria te es contraria; y yo con injuria te he contrastado mucho tiempo, porque casi todo el tiempo de mi vida he sido contrario a la justicia. Y por eso tú, justicia, derecho tienes a castigarme con fuego perdurable; sea cumplida tu voluntad”. Porque este pecador se juzgaba por sus pecados y en el uso de la justicia tenía placer, por eso el uso de la justicia y de la misericordia en el pecador concordaron y diéronle la salvación.

»Había un hombre usurero que amaba mucho a un hijo que tenia, y estuvo a las puertas de la muerte, y no quiso devolver los dineros que había ganado con injuria; pues más quería que su hijo fuese rico que su propia salvación. Mientras este usurero estaba en trance de muerte, un confesor suyo le dijo este ejemplo: “En una ciudad había un caballero que era veguer de aquella ciudad, y no tenía más que un hijo, al cual mucho amaba. Ocurrió que aquel hijo suyo mató a un hombre, y su padre ahorcó a su hijo, y dijo que más valía justicia en hombre que amor de padre a hijo contra justicia”. Tan gran poder tuvo la injuria en aquel hombre usurero, que en nada preció el ejemplo que su confesor le había dicho.

»Ocurrió que un rey había condenado a muerte a un campesino que había matado a otro campesino. Aquel rey, al cabo de mucho tiempo, se fue de caza, y se dio el caso de que fue a hospedarse en casa del hijo del campesino al que había condenado a muerte. Cuando estuvo en casa del campesino, y se hubo acostado en su cama, el campesino tuvo voluntad de matar al rey, porque había mandado ahorcar a su padre. Estando el campesino en tal consideración, recordó la justicia por la cual el rey había castigado a su padre, y dijo que él quería con injuria matar al rey. Cuando hubo esto considerado, dijo estas palabras: “Injuria: demasiado os habéis multiplicado en el mundo, y demasiado afrentada está aquí la justicia. Al menos, porque en alguna cosa haga honor a la justicia, quiero ser justo con el rey, que es mi señor, y que con justicia ha ahorcado a mi padre. Esto hago por honraros, justicia, y por disminuir la injuria”. Mientras el rey dormía, le parecía que el campesino quería matarle, pero que la justicia le ayudaba; y durmiendo, prometió a la justicia que si le ayudaba a que el campesino no le matase, nunca cometería contra ella falta o ultraje.

»Hijo —dijo el ermitaño a Félix—, considerar puedes cuán grande injuria hace el hombre a Dios, cuando por cosa alguna deja de amar, honrar y conocer a Dios. Y porque la injuria es tan grande, por eso la justicia de Dios le castiga con la mayor pena que el hombre puede estimar e imaginar, y con pena que no tiene fin.

»Amado hijo, porque grande es la contrariedad que hay entre justicia e injuria, por eso quiere Dios que los hombres justos tengan en este mundo grandes trabajos y peligros, para destruir a injuria y por mantener justicia; mas, porque los trabajos y los, peligros son graves de sufrir, por eso los hombres débiles de ánimo y que poco aman la justicia exaltar y honrar por encima de la injuria son fácilmente vencidos, y aman más seguir siendo inactivos hijos de injuria que con trabajos hijos de justicia; y por eso la justicia perece a diario, y la injuria toma exaltación.

 

 

[LXVII]

 

DE SABIDURÍA Y LOCURA

 

—Hijo, la sabiduría de Dios que es Padre, entendiéndose a sí misma, engendra al Hijo que es sabiduría; y porque Dios Padre, con sabiduría y amor, engendra a su Hijo que es Dios, por eso ha querido que haya sabiduría en el hombre, cuando entiende a Dios, con la que ame a Dios. Mas si el hombre entiende a Dios y no ama a Dios, entonces aquel entender es ocasión de que en el hombre haya locura, la cual es contraria a Dios.

»Amado hijo, a la sabiduría de Dios conviene gran grandeza de bondad, de infinidad, eternidad, poder, voluntad; y por eso quiere que la sabiduría del hombre sea grande en bondad, cantidad, duración, poder, voluntad; pues tanto cuanto la sabiduría del hombre es grande en todas estas cosas, tanto es más semejante a la sabiduría de Dios, y está más alejada de la locura, y mejor puede destruir a la locura.

»Hijo —dijo el ermitaño—, un rey cazaba una vez por un gran bosque, y corría tras un jabalí. Ocurrió que aquel rey cayó de su caballo y rompióse la pierna. Aquel rey gritó pidiendo ayuda a grandes voces, y hubiera muerto en aquel bosque de no ser por un ermitaño que oyó sus gritos, el cual le ayudó y le llevó a la celda en donde vivía, y cuidó de él hasta que se hubo curado. Mientras el ermitaño cuidaba del rey, pensó en la grandeza del rey, que tenía en muchas maneras, a saber, que era grande de persona, y era muy hermoso hombre; gran poder tenía de gentes y de tesoro. Estando este ermitaño en tal consideración, deseó que, en todas aquellas cosas grandes, tuviese el rey sabiduría, sin la cual tenía el rey, en todas ellas, gran locura, la cual era grande, según carecía de grandeza de sabiduría.

»Estaba un pobre hombre sabio a la puerta de una iglesia, y pasó un burgués muy rico, cabalgando en su palafrén. Aquel burgués era hombre muy mundano, y no hizo reverencia a la iglesia. Mucho pensó el sabio hombre en la locura del burgués, y dijo para sus adentros: “¿Qué vale este burgués, y su juventud, y su salud, y su riqueza, puesto que no tiene sabiduría, y de todo cuanto tiene usa con locura, y no conoce a Dios, ni a sí mismo, ni los bienes que Dios le ha encomendado, que somete a locura?”. Menospreció el sabio hombre al burgués, y menospreció la riqueza que el burgués tenía, y su honra; y dijo que más amaba ser pobre y tener sabiduría que ser rico y estar en locura.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de las gentes de este mundo, de por qué aman más tener honra en riqueza que en sabiduría, siendo así que sabiduría de hombre está más cerca de la naturaleza del hombre que la honra, o el dinero, o los castillos, las villas o las ciudades; y siendo así que la sabiduría del hombre es más agradable a Dios que todas las cosas corporales y mundanales.

—Hijo —dijo el ermitaño—, sabiduría de hombre nace de entender y amar a Dios, y muere por olvidar y no amar a Dios; por cuya muerte nace locura de hombre, cuya locura está en el hombre cuando ama más honras, deleites, riquezas, parientes, que a Dios. Recordar, entender y amar virtudes, y recordar, entender, y desamar vicios es ocasión de sabiduría; y lo contrario es ocasión de locura. De modo que, según esto es así, se excusó Dios a un rey, que no le quiso dar gloria, y condenóle a infernales penas.

—¿Y cómo fue eso? —dijo Félix. Y el ermitaño dijo que un rey era hombre muy poderoso y abundoso en los bienes de este mundo:

—Aquel rey vivió en grandes bienandanzas y honras, mucho tiempo, en este mundo, y de la honra de Dios se cuidó poco; y cuando llegó el día de su muerte, pidió a Dios que le perdonase y le diese paraíso. Y en visión díjole una voz que aquel que más le había hecho recordar, entender y amar los deleites y las honras de este mundo que a Dios, que aquél le diese lo que pedía.

»Por una calle pasaba un hombre loco que se encontró con un hombre sabio. Aquel hombre loco, por su locura, dijo al hombre sabio muchas villanías, sin ninguna ocasión, que no la tenía. Y el hombre sabio tuvo paciencia mucho rato en las villanas palabras que el hombre loco le decía; y cuando más paciencia tenía, más crecía su sabiduría. Y cuando el hombre loco le hubo deshonrado largamente, el hombre sabio se sintió que mudaba de paciencia a impaciencia. Mucho se maravilló aquel hombre sabio de sí mismo, de cómo podía ser que cuanto más había ascendido en sabiduría, le parecía que más lejos debiera hallarse de la impaciencia, a la cual se sentía acercar. Mas cuando el sabio hombre recordó y entendió y amó grandeza de sabiduría, entonces entendió que sabiduría quería ser grande, en él, por manera de gran fortaleza y abstinencia y paciencia; cuya grandeza comenzó a venir cuando se sintió inclinar a ira e impaciencia, y retuvo aquel movimiento, contrastando a ira e impaciencia con fortaleza de corazón, amando gran grandeza de sabiduría, humildad y paciencia. Y dijo para sí que loco fue el religioso, cuando por locura se apartó de la sabiduría.

—¿Y cómo fue eso, señor? —dijo Félix.

—En una ciudad —dijo el ermitaño—, había un religioso que era muy sabio, y tenía gran fama de santa vida y de ser sabio. Ocurrió un día que un hombre loco oyó hablar de aquel religioso, y desplúgole que se le alabara. Aquel loco dijo que él haría impacientarse al religioso, si quería. Y los hombres que al religioso alababan, dijeron que no podría. El hombre loco fue a ver al religioso y díjole muchas villanas palabras, por las cuales el religioso se airó mucho; por cuya ira dijo muchas locas palabras. Mucho se maravillaron los hombres que al religioso habían loado por su sabiduría, de que por hombre loco hubiese errado contra sabiduría que mucho tiempo había mantenido contra soberbia y locura.

—Señor —dijo Félix—, ¿cuál es la mayor sabiduría que el hombre pueda hacer en este mundo?

Y el ermitaño dijo que la mayor sabiduría que el hombre pueda hacer en este mundo es tratar en el mundo del mayor bien que haya en el mundo, cuyo bien es común utilidad en conocer y amar a Dios. Entendió Félix las palabras que el ermitaño decía, y maravillóse en gran manera de la gran locura que hay en los grandes señores, que no tienen sabiduría que a todas las demás sabidurías vence en grandeza de perfección, justicia y bondad.

—En un hermoso prado, bajo un hermoso árbol, junto a una hermosa fontana, se encontraron la Sabiduría y la Locura. Bajo aquel árbol estaban la Caridad y la Devoción, que lloraban mucho por lo poco preciadas que eran en este mundo. Sabiduría y Locura les preguntaron por qué lloraban, y ellas respondieron que porque habían perdido grandeza en el mundo, lloraban. La Sabiduría fue a la grandeza que los hombres en este mundo tienen por honras y riqueza, y otro tanto hizo la Locura. A ella fue la Sabiduría para que devolviese a la Caridad y la Devoción la grandeza en que estar solían; y a ella fue la Locura para que conservasen los hombres la poquedad en Caridad y en Devoción, puesto que mucho tiempo la habían conservado.

»A un hombre muy rico y honrado fueron Sabiduría y Locura. Sabiduría le dijo que toda su honra y toda su riqueza dedicase a servir, amar y conocer a Dios, para que Caridad y Devoción estuviesen en grandeza. Obedecer quiso aquel hombre a la Sabiduría; mas la Locura le dijo que los deleites de este mundo perderían grandeza y estarían en poquedad. Dada fue grandeza a la Locura; y lloró la Sabiduría, y dijo estas palabras: “Por vos, Locura, se ha perdido grandeza de bondad, de caridad, de devoción, de oración, de limosna, de contrición, y por vos se ha perdido grandeza de gloria celestial, y se ha dado grandeza de pena infernal. Cuanto mayor vos, Locura, sois en grandeza, mayor es vuestra maldad. ¡Ah! ¿Cuándo llegará el día en que estaréis vos en poquedad de maldad y yo estaré en grandeza de bondad?”. Alegrábase la Locura, y lloraba la Sabiduría.

»Probar quiso la Locura que mayor era que la Sabiduría, y dijo que un hombre era avaro para hacer gran testamento cuando llegase su fin; y murió en la ira de Dios, para que las gentes lo alabasen porque había sido muy rico hombre. Perdió el hombre avaro a Dios, para tener lisonjas tras su muerte. Después dijo que un hombre se mató por celos, y otro se condenó porque no quiso confesar un pecado que había cometido, y otro cometió homicidio por una villana palabra que un hombre le había dicho, y otro hombre amó más loarse a sí mismo que a Dios. Diciendo la Locura estas palabras, y muchas otras, probaba que en este mundo era mayor que la Sabiduría, y la Sabiduría entendía que la Locura decía verdad, en la cual y por la cual la Sabiduría tenía grandeza de tristeza.

»En una corte de un rey había dos hombres locos: uno se fingía loco para ganar dinero diciendo palabras locas, por las cuales el rey y los caballeros riesen y le diesen dineros y vestiduras; el otro hombre se fingía loco para poder decir de Dios palabras de alabanza y amor y que el rey y los barones de la corte le escuchasen, y a Dios conociesen y amasen. El loco que por acopiar dineros se fingía loco, tenía muchos oyentes, y había muchos hombres en aquella corte que le daban grandes dones; y al buen hombre que se fingía loco para honrar a Dios nuestro Señor, y que nada les pedía de lo suyo, no había quien le escuchase, ni quien sus dichos preciase en nada. Y entonces aquel hombre santo dijo, en presencia del rey y de sus barones: “¡Ah, locura! ¿Por qué estáis en el rey y en sus servidores en mayor grandeza que la sabiduría?”.

—Señor —dijo Félix—, me maravillo de por qué los hombres se fingen locos por acopiar dineros; pues me parece que más podrían acopiar con semblanza de sabiduría que con semblanza de locura.

—Hijo —dijo el ermitaño—, el grano de trigo, que muere bajo tierra, se confunde y se destruye, para que, por su confusión, la tierra y los demás elementos que están confundidos se mezclen con él, y que él puede multiplicarlos al formar la espiga; porque si el grano no se hiciera confundido a semejanza de la confusión de los demás elementos, a ningún elemento el grano podría convertir en sí.

Entendió Félix la semejanza, y dijo que el hombre se finge loco para agradar a los locos, y para que por el placer pueda de ellos recibir dones.

 

 

[LXVIII]

 

DEL PODER Y LA DEBILIDAD

 

—Dios ha ordenado poder en el hombre de muchas maneras, para que el hombre de todas aquellas maneras multiplique un poder ordenado a servir, amar y conocer a Dios. Mas la debilidad, hijo —dijo el ermitaño—, se multiplica al servir, amar y conocer a Dios; y el poder de pecar, desamar, olvidar y deshonrar a Dios ha crecido en el mundo.

»Hijo —dijo el ermitaño—, en Dios hay un poder que es Dios, y todo ese poder se comunica en tres maneras, a saber, poder que es Padre, y poder que es Hijo, y poder que es Espíritu Santo; y todas las maneras siguen siendo un poder que es un Dios, una naturaleza de poder; y por eso, hijo, en Dios no puede haber debilidad; porque por todo su poder se hace tan grande obra como es él mismo, que es inmensa bondad, y grandeza, eternidad, sabiduría y voluntad.

»Hijo, el alma del hombre tiene poder de recordar, entender y amar; y cuanto más recuerda y entiende algo, mayor poder tiene de amar o desamar aquello; y cuanto menos recuerda y entiende aquello, mayor debilidad tiene en amar aquello. Y por eso dijo el sabio al loco que no sabía amar a Dios.

—¿Y cómo fue eso? —dijo Félix.

—Había un hombre loco, que se tenía por excusado porque a Dios no amaba, pues decía que le quería amar y no podía. Y aquel sabio, a aquel loco que se excusaba de amar a Dios, le dijo que no podía a Dios amar porque debilitaba a la memoria su recordar, porque no usaba del poder de recordar que tenía; y lo mismo hacía con el entendimiento, que no tenía poder de entender a Dios, puesto que la voluntad no le hacía entender. Así, por achaque de la voluntad, perdían la memoria y el entendimiento su poder; y por la pérdida de su poder, se perdía poder en la voluntad, y en los tres se multiplicaba la debilidad.

»Hijo, el hombre tiene cinco poderes corporales, a saber, cinco sentidos; y por la costumbre de esos poderes se acostumbra el alma a tener poder para obrar bien o mal; de modo que si se acostumbra por ellos a tener poder de hacer el bien, debilita en sí el poder de hacer el mal; y lo mismo síguese de lo contrario. Y por eso dijo el sabio al loco que él mismo se debilitaba.

—¿Y cómo fue eso, señor? —dijo Félix.

—Un hombre loco, pecador —dijo el ermitaño—, era glotón, lujurioso, y lleno de vicios. Quería ver a diario hermosas hembras, y quería gustar sabrosas viandas, y no quería ser casto y templado en su comer; y por eso debilitaba su querer en ser casto y templado, y multiplicaba su querer en pecar por gustar y ver.

»Hijo —dijo el ermitaño—, todo el poder de Dios obra tanto como puede en sí mismo, pues, si no lo hiciese, sería mayor el poder que su obra. De modo que, como quiera que todo el poder de Dios es tan grande en su obra como en sí mismo, por eso quiere Dios que el hombre, tanto como puede, obre amando y sirviendo a Dios, para que sea semejante a su poder. De modo que cuando el hombre no usa de todo su poder para servir a Dios actúa contra la semejanza de su poder y del poder de Dios; y por eso la desemejanza debilita el poder del hombre. Y eso se manifestó en el desamor que un hombre tenía a su mujer.

»Hijo, un hombre tenía una mujer, a la que quería amar y no la podía amar, porque aquel hombre recordaba siempre las faltas que había visto cometer a su mujer contra sí mismo, y recordaba los placeres que él había dado a su mujer. Y porque en su recordar había contrariedad y desemejanza entre él y su mujer, por eso, por tal recordar, debilitaba su poder de amar a su mujer, a la que quería amar, y a la que no podía amar.

—Señor —dijo Félix—, ¿por qué manera puede el hombre multiplicar el poder de amar, entender y recordar a Dios?

—Hijo —dijo el ermitaño—, un hombre era muy pecador, y arrepintióse de sus pecados, e hizo penitencia. Aquel hombre tenía muchas tentaciones de diversas maneras. Tentación tenía cuando hacía el bien, y tentación tenía cuando no hacía el mal que estaba acostumbrado a hacer. En tan grande trabajo le tenían las tentaciones, que quiso desesperar de Dios, y quiso volver al pecado; y maravillábase de que Dios no le diese tan gran poder de contrastar a las tentaciones que ninguna tuviese. Estando él en esa maravilla, una voz le dijo que con mayor fervor puede el hombre amar, recordar, entender a Dios, contrastando y venciendo tentaciones, y contemplando luego a Dios, que sin tentaciones ni peligros; y eso es porque hay más poder si el hombre vence trabajos, peligros y tentaciones para amar, entender y recordar a Dios que si no las vence.

—Señor —dijo Félix—, Dios ¿por qué da al hombre poder de pecar? Pues mucho me maravilla esto.

—Hijo —dijo el ermitaño—, en el hombre ha creado Dios libre albedrío, que el hombre no tendría si pecar no pudiese al poder pecar, y el poder no venciese a sí mismo al no pecar, y no se perfeccionara a sí mismo al desamar el pecado. Eso es grandeza de poder, y es contraria a la debilidad de uno mismo.

»Hijo, un rey era muy poderoso. Aquel rey era hombre muy pecador, que todo su poder encaminaba a pecado. Cuanto más el rey pecaba, más multiplicaba su poder de pecar, y más lo debilitaba para hacer el bien, para cuyo bien Dios le había dado el gran poder que el rey a pecado inclinaba.

Maravillóse Félix de la gran culpa que aquel rey tenía, porque el poder en tanto mal convertía, y la debilidad en tanto poder multiplicaba.

—Hijo, había un santo hombre que en su poder quiso multiplicar grandeza, y quísolo alejar de debilidad. Aquel hombre hizo que en su poder se hiciesen buenas obras, y que aquellas obras fuesen grandes en oración, sabiduría, caridad, justicia, humildad, largueza, paciencia, y en todas las demás virtudes. Cuanto más el santo hombre su poder en virtudes multiplicaba, más lo multiplicaba en grandeza, y lo alejaba de debilidad. Ocurrió una vez que aquel hombre cometió un pecado mortal, y maravillóse en gran manera de haberlo cometido; pues le pareció que su poder había multiplicado tanto en bien que ningún mal podía hacer. Y entonces dijo estas palabras: «En esta vida no puede el poder estar en tan gran grandeza de bondad que no pueda pecar; porque si no pudiese pecar, no estaría en grandeza de bondad, en la cual está cuando puede pecar y no peca». Lloró el santo hombre porque había pecado, y arrepintióse, y exaltó su poder de hacer bien teniendo contrición de su pecado, por la cual su poder multiplicó en grandeza de bondad. Maravillóse el santo hombre de que el pecado, que con debilidad concorda, le hubiese sido ocasión para multiplicar su poder de hacer buenas obras.

»Había un hombre pecador, y pensaba que tenía poder para salir de pecado cada vez que quisiera. Un día ocurrió que un compadre suyo le dijo que Dios tenía poder de juzgar y de castigar todo pecador; y por eso maravillábase de que el hombre pecador pueda pensar que pueda salir de pecado todas las veces que quiere, pues, si tuviese tal poder, seguiríase que en Dios habría debilidad y no poder de juzgar todas las veces que quisiera.

Entendió Félix las palabras y maravillóse en gran manera de que el hombre pecador piense salir de pecado cada vez que quiera.

—Hijo —dijo el ermitaño a Félix—, en un palacio estuvieron mucho tiempo la sabiduría, el poder y la voluntad; y entonces la debilidad estaba lejos del poder. Separóse la sabiduría del poder, y con él quedó la voluntad. Debilitado fue el poder en la ausencia de sabiduría, y también la voluntad: tuvo poder desfallecimiento de grandeza, más que sabiduría.

Entendió Félix que a grandeza de poder convienen sabiduría y voluntad, y maravillóse de que del poder se alejen voluntad y sabiduría.

—Señor —dijo Félix—, ¿ha dejado Dios tanto poder en la tierra que a los infieles se pueda hacer que le amen y le conozcan?

—Hijo —dijo el ermitaño—, poder y sabiduría han contraído matrimonio, y han tenido una hija que se llama Voluntad, por la cual en poder y en sabiduría está la voluntad.

Entendió Félix las palabras, y lloró mucho, y dijo:

—¡Ah, poder, sabiduría y voluntad! ¿Cuándo llegará el tiempo en que juntos concordéis en mucho amar y conocer a Dios?