Comienza el libro X, que trata del infierno. Y, primeramente,
[CXIX]
DE LA PENA DE LOS DIABLOS
—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de que los diablos, que no tienen cuerpo, puedan ser atormentados por el fuego material.
—Hijo —dijo el ermitaño—, has oído que en el paraíso el cuerpo, que es pesado, seguirá a la voluntad; por cuyo seguimiento estará el cuerpo en el cielo, y tendrá movimiento por el aire, y nada le embargará o corromperá. Por tanto, por eso que has oído del cuerpo y de la voluntad de aquellos santos que estarán en la gloria, puedes entender que la natura de los diablos seguirá al tener pena a la justicia divina, si con fuego la voluntad de Dios quiere atormentarles. Mas sobre aquel tormento de fuego habrá otro, que es más grande, sin asomo de comparación. Y si de aquel tormento tan grande te quieres maravillar, entiende estas palabras:
»Los diablos, en cuanto son criaturas, tienen cualidades que son semejantes a las propiedades de Dios, a saber, que el diablo tiene bondad y tiene grandeza, duración, poder, ciencia, voluntad; porque estas cualidades ha creado Dios en él para que el diablo con ellas fruyese de las propiedades de Dios, a saber, bondad, grandeza, y las demás. Mas porque el diablo tiene obra contraria a cada una de las cualidades, por eso tiene la mayor pena que pueda haber: así como la bondad del diablo, que es buena en cuanto es creada, y conviértese en ser mala por la mala obra que el diablo hace con ella.
»Había un buen hombre que tenía un hijo, el cual se le parecía mucho, y por la semejanza el padre mucho le amaba. Se dio el caso de que el hijo un día deshonró y golpeó a su padre, que le castigaba por una locura que su hijo había cometido. Mucho se airó el buen hombre por la villanía que su hijo le había hecho, y contra ningún otro hombre hubiera podido estar tan airado como contra su hijo.
En estas palabras entendió Félix la declaración de la razón por la cual el ermitaño entendía probar que la pena de los diablos es muy grande y maravillosa, a saber, que la bondad del diablo y su obra deberían concordar por natura con un fin, a saber, con la bondad de Dios, y con la buena obra que la bondad de Dios tiene en sí engendrando el Padre al Hijo, y espirando al Espíritu Santo. Mas porque la bondad del diablo se convierte, por obra, en maldad contra la bondad de Dios y su obra, por eso es aquella conversión y aquella contrariedad ocasión para el diablo de tener la mayor pena que pueda haber; y aquella pena se multiplica por todas las demás cualidades que hay en el demonio.
Cuando Félix hubo entendido estas palabras, consideró mucho tiempo en la pena de los demonios, y maravillóse de que pudiese ser tan grande; porque tan grande es, que así como su entendimiento no basta para entender la gran gloria que los ángeles tienen en el paraíso, así su entendimiento no basta para entender la gran pena que los demonios deben tener en el infierno.
—Hijo —dijo el ermitaño—, la esencia del diablo consiste en tres cosas, a saber, recolencia, inteligencia y volencia; y toda su esencia fue creada para que fruyese de Dios. Y el diablo, por razón de su maldad y de su injuria, con toda su esencia se convierte a ser contrario a Dios; y por eso se convierte en pena, pues así como se convertiría en gloria si sirviese a Dios, así, porque desirve a Dios, se convierte en pena.
Cuando Félix hubo entendido estas palabras, entendió que muy grande era la gloria que los diablos tuvieran, si no la hubiesen perdido, y maravillóse de que por cosa alguna pudiera perder tan grande gloria. Dijo el ermitaño que en el principio, cuando Dios creó a todos los ángeles, entonces los ángeles que ahora son diablos quisieron ser semejantes a Dios, a saber, que cada uno quiso ser bueno por sí mismo, y ser grande por sí mismo, y así respecto a todas sus cualidades; y cada uno quiso tener su fin y su cumplimiento por sí mismo y en sí mismo. Y, porque quiso cada uno ser semejante a Dios, fue justa cosa que cada uno estuviese en pena, y perdiese la gloria para la cual había sido creado.
—Hijo —dijo el ermitaño—, los diablos tienen pena de conocer a Dios y a sus obras, y a conocerse a sí mismos y a sus obras. Lo mismo tienen en el conocimiento de todas las criaturas y de sus obras; y esto es así porque el entendimiento del diablo, y su voluntad y la memoria son contrarios en grandeza, a saber, que cuanto más entiende y recuerda el diablo, tanto más fuertemente, con su mala voluntad, desama lo que el entendimiento entiende que no debería desamar; y la voluntad del diablo ama lo que el entendimiento entiende que no debería amar. Y por eso es aquella contrariedad tan grande que no podría ser mayor, pues la memoria recuerda y el entendimiento entiende que perdurablemente estará así. Por eso es, hijo, la pena del diablo inestimable.
El ermitaño dijo que entre la forma del fuego y su materia hay mayor concordancia que entre la forma del fuego y la materia del aire. Por lo cual, si se convertía de modo que hubiese contrariedades entre la forma del fuego y su materia, mayor contrariedad habría en ello que entre el fuego y el agua; y esto sería porque la forma del fuego y su materia son más próximas a ser que el agua o el fuego, o que la forma del fuego o la materia del aire.
Por lo que el ermitaño dijo de la forma y de la materia, entendió Félix cuán grande es la pena que hay en los demonios; porque mayor contrariedad tienen entre la memoria, entendimiento y voluntad que la que tendrían la forma del fuego y su materia; y esto es así porque los diablos convienen mucho más con la simplicidad que la forma del fuego y su materia.
Mucho se maravilló Félix de la gran pena que los diablos sostienen sustancialmente y accidentalmente, y dijo que se maravillaba de que los demonios pudiesen durar, pues tan gran pena tenían, siendo así que la pena corrompe y destruye el ser.
—Hijo —dijo el ermitaño—, la pena de los diablos es tan grande, que no la podrían sostener por ninguna natura que tuviesen; mas la justicia de Dios, que sigue al poder y a la voluntad de Dios, les sostiene para tener aquella pena.
—Señor —dijo Félix—, como quiera que los diablos tengan mayor pena cuanto más recuerdan y entienden y quieren, maravíllome de por qué tienen voluntad de recordar y entender o amar o desamar, y por qué quieren hacer a los hombres mal alguno, puesto que por él les aumenta la pena.
—Hijo, el diablo se ha convertido todo él a contraria obra por la falta que cometió el día que cayó del cielo, a saber, cuando se convirtió en diablo; y por eso hace lo que no debiera hacer, y no quiere hacer lo que debiera hacer, como la loca hembra, que cuanto más la azota y la castiga su marido, más locuras comete, y como el hombre avaro, que cuanto más crece su riqueza, más multiplica su avaricia.
[CXX]
DE LA PENA QUE LAS ALMAS TIENEN EN EL INFIERNO
El ermitaño dijo a Félix que las almas que están en el infierno tienen pena sustancial y pena accidental; y la pena sustancial es mucho mayor que la accidental.
—Pena sustancial hay cuando el alma tiene pena en su misma esencia, esto es, en aquello por lo que está unida; y aquello es lo que el alma es, a saber, recolencia, inteligencia y volencia. La recolencia tiene pena al mucho recordar cualquier cosa que recuerde, y tiene pena al ser recordada, entendida y desamada. Lo mismo pasa con el entendimiento, que tiene pena en todo cuanto entiende, y al ser entendido y recordado y desamado. Lo mismo se sigue de la voluntad o volencia, que tiene pena en todo cuanto quiere y es querida, y en cuanto desama y es desamada, y en cuanto es recordada y entendida.
»Hijo —dijo el ermitaño—, si te quieres maravillar, maravillarte puedes de la gran pena que el alma sostiene, pues su pena es tan grande como grande es el alma en su mismo ser. Porque todo aquel ser está en pena, pues tanto cuanto entiende, tanta es la pena que tiene. Y lo mismo pasa con la memoria y la voluntad; y las tres están la una contra la otra, y cada una es contraria a sí misma, y cada una tiene pena en la pena de la otra; porque la memoria, recordándose a sí misma, da pena al entendimiento y a la voluntad y a sí misma; porque en la pena del entendimiento y de la voluntad tiene pena la memoria, y lo mismo ocurre con el entendimiento y la voluntad. —Para que Félix mejor entendiese la gran pena que el alma sostiene en el infierno, dijo el ermitaño esta semejanza—: El fuego simple se compone a sí mismo en el cuerpo compuesto, y componiéndose a sí mismo compone en aquel cuerpo al aire y al agua y la tierra; y lo mismo hacen los otros elementos. Mas en esta composición hay concordancia y contrariedad, y en el alma no tendrán concordancia ninguna la memoria, ni el entendimiento, ni la voluntad, sino que estará toda su obra en contrariedad.
Maravillóse Félix de la gran pena que el alma sostiene en el infierno; porque según las palabras que el ermitaño le había dicho, entendió que la voluntad quiere que la memoria recuerde y el entendimiento entienda que tiene alguna cosa que desea y que la voluntad desama. Porque la memoria recuerda, y el entendimiento entiende que ella no tendrá nunca lo que desea, sino que tendrá en todo tiempo lo que desama, y en todo tiempo desamará lo que en todo tiempo tendrá, y en todo tiempo amará lo que en tiempo alguno tendrá; y por eso la voluntad desama de la memoria su recordar, y del entendimiento su entender. Y por eso tiene pena inestimable la voluntad, y la misma pena tan grande tienen la memoria y el entendimiento.
—Hijo —dijo el ermitaño—, el alma intelectiva tiene pena por la sensitiva y por la vegetativa; pues en todo cuanto la sensitiva siente y la vegetativa vegeta, estando la intelectiva en pecado, tendrá la intelectiva pena; pues ella es forma y movedora de la sensitiva y de la vegetativa. Y por eso tú, hijo, que has buscado maravilla, te puedes maravillar de esta maravilla tan grande, esto es, de la gran pena que el alma sostiene en el infierno. Entenderá el entendimiento siempre que Dios es bueno y justo y cumplido de todo bien, y entenderá a Dios de tal manera como si Dios no fuese bueno ni tuviese justicia ni ningún cumplimiento, y de tal entender le vendrá pena tan grande que no podría el hombre estimarla ni considerarla. La misma pena habrá en la memoria y en la voluntad.
Maravillóse Félix de la pena tan grande que el ermitaño declaró en sus palabras; y el ermitaño le dijo otra manera de pena que el alma tendrá, según estas palabras lo significan. Dijo el ermitaño que después del día del juicio el alma recobrará el cuerpo, en el cual tendrá pena; porque en la unión que se hará del alma y del cuerpo, en cuanto conjuntamente serán un hombre, se unirá la pena corporal y la pena espiritual, por cuya unión se multiplicará la pena del alma en la pena del cuerpo, de modo que en la pena corporal tendrá el alma pena, y en la pena espiritual tendrá el cuerpo pena.
—Había un marido y una mujer que mucho se amaban, y tenían un hijo al que amaban muy fuertemente. Aquel hijo estaba enfermo y próximo a la muerte, y le había tomado ya la perlesía. Por la pena de muerte que el hijo sostenía tenían pena el padre y la madre; y porque el marido amaba a su mujer, tenía pena de la pena que su mujer tenía; aquella misma pena tenía la mujer de la pena del marido; y así el marido tenía pena en sí mismo por su hijo y por su mujer, y lo mismo tenía su mujer.
Por lo que el ermitaño había dicho, declaróse a Félix que en el infierno el alma tendrá pena en sí misma y en el cuerpo, y en todo cuanto amará en sí misma tendrá pena en todo cuanto amará en el cuerpo; y lo mismo tendrá el alma, que tendrá pena en todo lo que desamará en sí misma, y en todo lo que desamará en el cuerpo. Por lo cual, siendo esto así, ¿quién podría estimar la gran pena que el alma tendrá en el infierno?
—Considerar puedes, hijo, cuán grande pena tendrá el alma en el infierno, cuando considerará que por un poco de tiempo que el cuerpo vive en este mundo, y por un poco de deleite que tiene en este mundo, ha perdido la celestial gloria, que es tan grande y que siempre durará y estará en infierno donde tiene tan gran pena que siempre durará.
»Había un rey que tenía reino muy noble. A aquel rey por una mentira que dijo al emperador le quitó el emperador su reino, y le puso en prisión, donde estuvo en pena que por poca ocasión había perdido su reino y estaba en la cárcel, se maravillaba de que por tan poca cosa hubiese perdido tanto bien y tuviese tanto mal.
Dijo el ermitaño:
—Maravíllate, hijo, y ve cuán gran pena tendrá el alma, en el infierno, por la gloria que ha perdido; porque el alma recordará que, si se hubiese salvado, toda la voluntad de Dios la amaría, y toda la bondad de Dios le daría bien, y toda la gloria de Dios la glorificaría, y toda la grandeza de Dios la magnificaría; y porque está condenada ha perdido todas estas cosas; y al contrario, toda la voluntad de Dios la desama, y toda la bondad la maleficia a sostener pena, y toda la grandeza de Dios magnifica la pena que el alma sostiene.
Mucho se maravilló Félix de la pena que el alma sostiene, y dijo que gran maravilla es que hombre alguno se incline a pecado, puesto que el alma, por el pecado, sufre tan gran pena. Mientras Félix se maravillaba, el ermitaño le dijo que un arcediano, para ser electo obispo, cometió simonía, y fue obispo; y al cabo de un mes murió, estando en el pecado de simonía. Lloró Félix cuando oyó estas palabras, y maravillóse de que los hombres temporales amen tan poco la gloria del paraíso y teman tan poco las infernales penas.
[CXXI]
DE LA PENA QUE EL CUERPO DEL HOMBRE TENDRÁ EN EL INFIERNO
Dijo el ermitaño que un rey imaginó un día el gran poder que tenía en este mundo; y aquel poder imaginó de esta manera, a saber, que todo el poder que cada uno de sus hombres tenía se unía y se reunía en general, y en especial se inclinaba a someterse al poder que el rey tenía en su persona. Esta semejanza dijo el ermitaño a Félix para que Félix se maravillase, según la semejanza, de la gran pena que el cuerpo del hombre tendrá en el infierno.
Según la semejanza que el ermitaño había dicho, y según lo que Félix recordó de la gloria que el cuerpo del hombre tendrá en el paraíso, entendió Félix la gran pena que el cuerpo del hombre tendrá en el infierno. Y según lo que entendía de aquella pena, dijo estas palabras:
—Así como el poder del rey y de su pueblo se unen para ser un poder que esté al servicio de Dios, así se unirán en el infierno pena de alma racional y pena de potencia sensitiva, y pena de potencia vegetativa, y será una pena multiplicada en una pena de hombre, cuya pena será toda por la racional, sensitiva y vegetativa, o incluso por la imaginativa; y esto será gran pena de modo digno de maravillarse.
Cuando Félix hubo dicho estas palabras, por las cuales había declarado la semejanza que el ermitaño había dicho, él dijo que mucho se maravillaba de todo rey que su gran poder inclina a la vanagloria de este mundo, y que lo desvía del servicio de Dios; por cuyo desvío se le seguirá en el infierno la gran pena antes declarada y significada.
—Hijo —dijo el ermitaño—, en un vaso lleno de vino están mezcladas todas las partes del vino y del agua, de tal modo que todas aquellas partes están las unas en las otras, y así entre todas son solamente un cuerpo, que tiene solamente una color de vino.
Tanto había estado Félix con el ermitaño, y tanto había aprendido con él, que incontinente entendía las semejanzas que el ermitaño decía y declaraba, según estas palabras:
—En el cuerpo del hombre están los cuatro elementos unos en los otros, y entre todos son solamente un cuerpo; y por eso está todo el calor del fuego en el fuego, y en todos los demás elementos, y en todas sus cualidades, a saber: que el calor está en la forma y en la materia de cada elemento, y está en la humedad del aire, y en la frialdad del agua, y en la sequedad de la tierra; y lo mismo se sigue de los demás elementos y de sus cualidades. Y por eso en el infierno todo el calor atormentará al cuerpo por todas las formas y las materias, y por todas las cualidades; y lo mismo hará la humedad del aire, y la frialdad del agua, y la sequedad de la tierra; y serán todas las penas una pena en diferencia y en unidad y en contrariedad, sin ninguna concordancia.
Con gran maravilla tuvo Félix por gran pena la que el cuerpo sufrirá en el inferno, y dijo que gran pena será la que tendrá Mahoma, que es ocasión de tanto hombre que estará en el infierno; pues en la pena de cada uno se multiplicará la pena de Mahoma. Cuando Félix se hubo maravillado mucho tiempo de la gran pena de Mahoma, se maravilló en gran manera de por qué los cristianos se cuidan tan poco de convertir a los infieles; y pensó que porque tan poco se cuidaban se les seguiría pena por ello en la pena que los infieles sostendrán en los infiernos.
Estando Félix en esta opinión, recordó a san Benito, san Agustín, san Bernardo, san Francisco y santo Domingo, y muchos otros santos que son, en gracia de Dios, ocasión de que tantos hombres se hayan salvado y hayan escapado de los infiernos; y por eso se maravilló de que no haya muchos hombres que comiencen cosas nuevas de las que siempre se siga utilidad, por la cual se multiplique su gloria.
—Hijo —dijo el ermitaño—, en una ciudad había un hospital que estaba destruido por la mala administración que el rector de aquel hospital había tenido. Aquel hospital estaba bajo el regimiento del obispo, el cual no se cuidaba de él, porque era hombre negligente, y que más temía la pena que tiene el cuerpo en este mundo que la pena que sostiene en el infierno.
Según lo que el ermitaño había dicho, dijo Félix que el obispo, si se condenaba, tendría pena por todo lo que se seguía de mal, y por todo el bien que dejaba de seguirse del hospital. Y por eso se maravillaba de la negligencia del obispo, que la tenía para reparar aquel hospital. Y dijo[47] que un clérigo yacía en su lecho, que era muy hermoso y de sábanas muelles y delicadas.
—Ocurrió que mientras el clérigo yacía en su lecho, se prendió fuego en la casa de aquel clérigo, de modo que el clérigo muy diligentemente se levantó de su lecho, y muy rápido corrió a apagar el fuego. Cuando hubo apagado el fuego, se volvió a dormir en su lecho. En aquel punto en que el clérigo se quiso dormir, mensaje le llegó de que fuese a confesar y comulgar a un parroquiano suyo que estaba próximo a la muerte. Por la pereza que tuvo el clérigo de acudir rápido al enfermo, y porque durmió una pieza después que hubo oído el mensaje, ocurrió que antes de que él hubiese llegado al enfermo, el enfermo había pasado de esta vida sin comunión. Acusado fue aquel clérigo por la falta que había cometido, y el obispo se maravilló mucho de que tan grande falta hubiese cometido, y castigó al clérigo según convenía; cuyo clérigo dijo al obispo que él se maravillaba de que el obispo no se castigase a sí mismo por la falta que tenía por el hospital, que bajo su guarda se destruía.
Félix preguntó al ermitaño cómo puede sufrir el cuerpo, cuando está infernado, aquella pena tan grande que tiene por el fuego y por todos los demás elementos, y por el hambre, la sed, y por los cinco sentidos corporales.
—Hijo —dijo el ermitaño—, el cuerpo es tan frágil, que en este mundo le atormenta un poco de hambre, o de sed, o de ira, o de fiebre; y, un grano, que es poca cosa, le da tormento; y por eso, según su débil poder, el cuerpo no podría sufrir siempre sin fin la infernal pena, que es la mayor que el hombre pueda imaginar o entender, y la que más dura; mas, porque la justicia es grande, eterna y fuerte, por eso la justicia de Dios hace que dure el cuerpo del hombre en el infierno por todo tiempo en su fuerza, para que por todo tiempo le castigue.
Dijo el ermitaño que un cura párroco tenía en su parroquia una hembra que era muy hermosa. Aquel cura tenía muy grande amor a la castidad; empero, tentación de lujuria tenía cada vez que a aquella hembra veía o a la iglesia venía o con él se confesaba. Por la gran tentación que tenía el cura, imaginaba las penas infernales, para que de él huyese la tentación, e imaginaba cómo los cuerpos de los hombres estarán todos blancos como troncos de fuego, y estarán siempre unos sobre otros, formando montañas mayores que el monte Canigó; y estarán todos en azufre y en agua hirviente, y en llama de fuego; porque todos los elementos se mezclarán para atormentar a los cuerpos que estarán en el infierno, cuyo infierno está en el centro de la tierra. De esta manera y de muchas otras maneras de tormentos, que son muchas, según se cuenta en el libro de Doctrina Pueril,[48] imaginaba el cura las penas infernales, y no le valía su imaginación cumplidamente contra la tentación. Mucho se maravilló aquel cura de que pudiera tener tentación de lujuria, puesto que tan grandes penas infernales imaginaba y temía. Un día ocurrió que aquella hembra se confesó con aquel cura, y contó que había pecado con un hombre contra la castidad. Muy tentado fue el cura entonces, e incontinente imaginó que en el infierno están algunos hombres en oro y en plata fundidos, ardientes, del mismo modo que están los peces en el mar. Empero, el cura no perdió la tentación; mas consideró que puesto que por temor no podía perder la tentación, probaría si la podía perder por amor; y entonces comenzó a amar a Dios y a sus obras con todo su poder, y entonces quedó libre de la tentación que tanto tiempo le había durado.
Maravillóse Félix de que el cura hubiese perdido la tentación más por amor que por temor, y dijo que en este mundo más están las gentes sin hacer mal por temor que por amor.
—Hijo —dijo el ermitaño—, todo hombre que esté en buen estamento, conviene que esté en él porque Dios le influye su gracia, y Dios no la influye en ningún hombre que más le tema que le ame, pues mejor cosa es amor que temor; por lo cual los hombres que en este mundo dejan de hacer mal más por temor que por amor no tienen ordenación de Dios.
Dijo el ermitaño:
—Estaba un usurero enfermo de muerte. Aquél tenía muy gran sed, y pedía a su médico que le diese un vaso de agua. El médico, por temor a que le subiese la fiebre, no le quería dar agua. En aquella hora en la que el enfermo pedía agua ante él se estaba un religioso, con quien se había confesado, y no quería restituir las malas ganancias que tenía. El religioso preguntó al enfermo si daría todo cuanto tenía a quien le diese de beber, antes que sufrir siempre aquella sed que tenía; y el enfermo dijo que sí. El religioso le dijo: «Pues vos, que siempre tendréis sed, estando en el fuego infernal, si no satisfacéis por vuestras culpas, ¿por qué no satisfacéis a aquellos a quienes habéis afrentado, puesto que en este mundo daríais todo cuanto tenéis, antes que sufrir la sed que tenéis?». No se inclinó el enfermo a las palabras del religioso, y murió en pecado; y todos se maravillaron de las palabras que habían oído, de que el religioso las hubiera dicho, y de cuán poco el enfermo las había preciado.
—Señor —dijo Félix—, yo me maravillo de que el fuego infernal pueda durar siempre, siendo consumiente el sujeto al que quema, y por la consumación del sujeto estando el fuego en privación.
—Hijo —dijo el ermitaño—, el infierno está en el centro de la tierra, que es vacua, y en aquella vacuidad están incluidos tantos de los elementos, que con los cuerpos de los infernados llenarán aquella vacuidad, y se cerrarán los poros encima, de tal manera que ninguno de aquellos elementos podrá salir por vapor ni por ninguna otra cosa. En aquel lugar quemará el fuego a todos los demás elementos, los cuales no se podrán consumir, porque cada cual tendrá acción tan grande en el fuego como el fuego en ellos; y por eso ningún elemento se podrá convertir en otro, ni podrá consumirse, y todos juntos serán un cuerpo quemante, humificante, frigidante, desecante. Y por eso se influirán a sí mismos en los cuerpos de los hombres por mezclamiento, esto es, que se mezclarán con las partes sustanciales y con las cualidades del cuerpo, de tal modo que en ellos habrá pena sin consumación de sustancias y de cualidades, y sin atemperamiento de concordancia en refrigerio; sino que estará toda su igualdad sustancial y accidental en diversidad, contrariedad, para que la grandeza de Dios influya en ella grandeza de pena y de justicia, y la eternidad otro tanto; porque tal influencia conviene según la grandeza y la eternidad de Dios.
Según se ha contado, adoctrinó el ermitaño a Félix para maravillarse, y dábale muchas semejanzas por las cuales Félix tuviese ciencia adquirida; pues por aquellas semejanzas se exalta el alma a recordar, entender y querer. Por lo cual, cuando Félix estuvo bien adoctrinado, se despidió del ermitaño muy gratamente, y púsose en camino. Todo aquel día anduvo Félix por un gran bosque buscando una aventura por la que se pudiese maravillar.
Mientras Félix así andaba, llegó a una abadía muy noble, en la cual fue muy bellamente acogido por el abad y por todos los monjes. El abad preguntó a Félix por su estamento, y Félix le contó que su padre le había dado oficio de andar por el mundo buscando maravillas, y de ir contando aquellas maravillas por las cortes de los príncipes y de los prelados, por villas, por castillos, por ciudades, por desiertos, y por monasterios, y por todos los demás lugares donde habitan gentes.
—De estas maravillas —dijo Félix—, señor abad, yo he visto muchas, y, si tal es vuestro placer, yo estaré en este monasterio vuestro hasta que las haya contado a vos y a los monjes; pues muy grande utilidad de ciencia y de devoción, contrición y satisfacción podrá seguirse de ello para este monasterio.
Mucho plugo al abad y a todo el convento lo que Félix dijo. Félix contaba siempre ejemplos y maravillas al abad y a los monjes; y en el contar se deleitaba el abad, y lo mismo todos los monjes, pues son palabras muy placenteras de oír, y mucho hay en ellas de sabiduría y de doctrina, y mucho sabe por ellas el hombre del estamento de este mundo y del otro.
Gran deseo tuvo el abad y todo el convento de que Félix fuese monje de aquel monasterio; mas Félix se excusó, y dijo que él estaba obligado a ir por el mundo contando aquellas maravillas que había visto y oído, y a su padre lo había prometido. El abad y todo el convento pidieron a Félix que tomase su hábito, y que con su hábito anduviese por el mundo contando el Libro de maravillas.
Félix consintió a sus ruegos y fue hecho monje, al cual fue dado aquel oficio, a saber, que anduviese por el mundo todo el tiempo de su vida, a expensas de aquel monasterio, y contase a unos y otros el Libro de maravillas, y que el libro multiplicase, según que, andando por el mundo, las maravillas se multiplicarían.
Cuando todas estas cosas estuvieron ordenadas, y Félix estuvo aparejado para salir del monasterio, vino a Félix enfermedad, y estuvo en el monasterio mucho tiempo enfermo, y murió de aquella enfermedad.
Ocurrió que mientras Félix moría dijo estas palabras:
—¡Ah, señor Dios glorioso! Si no fuese porque eres justo y porque yo no soy digno de vivir mucho tiempo en tu servicio, maravillaríame de por qué tu no me has alargado la vida tanto tiempo como para que yo pudiese llegar al fin, y cumplir mi promesa, andando por el mundo maravillándome de las gentes que no te sirven ni te conocen ni te aman, y maravillándome de aquellos que te sirven y te aman, de por qué más fuertemente no te sirven ni te conocen ni te aman. Señor Dios, plázcate que, puesto que yo desfallezco para cumplir este oficio, tú lo des a otro que sea más digno que yo; y que aquél cumpla aquello en lo que yo desfallezco por mérito y por abreviación de vida.
Murió Félix, y fue muy llorado por el abad y por todos los monjes; y fue enterrado, ante el altar, con muy gran honor.
Cuando Félix fue enterrado muy honradamente, y el abad hubo predicado, y hubo contado la vida de Félix, un monje, que era hombre santo y de buena vida, y qué en su ánimo había retenido el deseo de Félix, y en su memoria y entendimiento había retenido los ejemplos y las maravillas que Félix había contado, aquel monje se maravilló de por qué las gentes en el día de su muerte piensan en la honra, que quieren que se les haga cuando se les entierra.
El monje entendió que aquella maravilla no la había contado Félix en su libro, y dijo que buena cosa sería ponerla en él. Después pidió merced al abad, y arrodillóse ante él y ante todo el convento; y llorando, con gran devoción, pidió el oficio que Félix tenía, que lo tuviera él, y que anduviese por el mundo, según a Félix fue otorgado. El abad y todo el convento consintieron al monje, y pusiéronle por nombre «Segundo Félix».
El abad dio su bendición a Félix, y Félix anduvo por el mundo contando él Libro de maravillas, y lo multiplicó, según las maravillas que encontraba.
Y el abad y todo el convento ordenaron que siempre hubiese en aquel monasterio un monje que tuviese aquel oficio, y que tuviese por nombré Félix.[49]
Bendito, loado, glorificado, exaltado, santificado sea el nombre de Jesucristo, y de su bendita madre nuestra Señora santa María, ahora y sin fin y siempre. Amén.
[FIN DEL LIBRO DE MARAVILLAS]