[LIBRO I. DE DIOS]

 

 

[I]

 

SI DIOS EXISTE

 

Partido que hubo Félix de casa de su padre, entró en un gran bosque, y caminó por él, y encontró a una graciosa pastorcilla que guardaba ganado.

—Amiga —dijo Félix—, mucho me maravillo de veros sola en este bosque, en que hay muchas alimañas que podrían dañar a vuestra persona; y vos no tenéis fuerza que pudiere defender a vuestras ovejas de los lobos y las alimañas.[3]

Dijo la pastorcilla:

—Señor, Dios es esperanza, compañía y consuelo de mi valor; y bajo su guarda y virtud estoy en este bosque, porque él ayuda a cuantos en él confían; tiene todo poder y toda sabiduría y toda bondad, y me he puesto bajo su guarda y compañía.

Mucho agradaron a Félix las palabras que dijo la pastora de Dios nuestro Señor, y se maravilló de que en ella hubiera tanta esperanza y sabiduría; y prosiguió su viaje. Y andado que hubo un trecho, oyó que la pastora daba voces y lloraba, y vio que corría tras un lobo que se llevaba un cordero; de suerte que Félix se maravilló de que la pastora tuviese tanto valor que persiguiera al lobo. Y mientras la pastora perseguía al lobo y Félix acudía hacia ella corriendo para prestarle ayuda, el lobo dejó al cordero y mató y devoró a la pastora, y entró en el rebaño, y mató muchas ovejas y corderos. De suerte que, con gran maravilla, Félix empezó a pensar en lo que había visto, y recordó las palabras que la pastora había dicho acerca de Dios, en quien tanto confiaba.

Mientras Félix esto pensaba y se maravillaba de que Dios no hubiese ayudado a la pastora que en Él confiaba, cayó en gran tentación, y dudó de Dios, y dio en pensar que Dios no existía, porque le parecía que, si existiera, hubiera ayudado a la pastora. Con esta tentación y pensamiento anduvo Félix todo el día, hasta que por la noche llegó a una ermita en la que vivía un santo hombre, que mucho había estudiado teología y filosofía, y, con sus libros y su sabiduría, en aquella ermita contemplaba y adoraba a Dios. El ermitaño saludó a Félix con mucho agrado, pero Félix nada pudo decirle, sino que, aturdido, se echó a sus pies, y transcurrió un largo rato sin hablar; de suerte que el ermitaño se maravilló de Félix, que no podía hablar, y en su semblante conoció que era presa de algún desfallecimiento. Y Félix se maravilló de la tentación que tan duramente le atormentaba; y cuanto más fuerte era la tentación, más consideraba y se afirmaba en que no había Dios, pues, de haberlo, no lo hubiera dejado caer en tan grave tentación; y mayormente porque él, por amor de Dios, se había propuesto ir por el mundo para hacer que las gentes le amaran y conocieran, le honraran y sirvieran.

—Amigo —dijo el ermitaño—, ¿qué tenéis, y por qué estáis tan aturdido?

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de cómo Dios me ha desamparado y me ha dejado caer en tan grave tentación, y de cómo ha desamparado a una pastora a quien ha dado muerte un lobo. —Y entonces Félix contó al santo hombre cómo había caído en la duda de que hubiese Dios, y le rogó que le ayudase para que pudiese volver a la fe y devoción que tener solía.

—Félix —dijo el ermitaño—, en una tierra había un rey que mucho amaba la justicia, y sobre su silla real había hecho poner un brazo de hombre, que era de piedra, y en la mano tenía una espada, y en la punta de la espada había un corazón, que era una piedra roja, y esto significaba que el corazón de rey tenía voluntad de mover el brazo a que moviera la espada, que significaba justicia. Y sucedió que por causa de una gran sierpe el palacio fue abandonado, y ningún hombre pudo habitar en él; y un día un santo hombre entró en aquel palacio, en busca de un lugar donde pudiese hacer penitencia y contemplar a Dios, y vio el brazo, y la espada, y el corazón en la punta de la espada. De suerte que mucho se maravilló de lo que la espada, el brazo y el corazón significaban; mas tanto pensó en aquella figura, que al fin comprendió por qué se había hecho.

—Señor —dijo Félix—, esta comparación que me ponéis ¿qué significa?

—Amigo —dijo el ermitaño—, que debes considerar que este mundo es por ocasión de algún bien; pues, sin ocasión de bien, no podría el mundo ser tan bello. Y, si Dios no existiese, sería el mundo por ocasión de mal, pues más habría en él de mal que de bien. Y, puesto que el bien conviene con el ser, y el mal conviene con el no ser, se manifiesta que aquello por lo que el mundo es bueno es Dios; y aquello por lo que el mundo sería mayor en mal que en bien sería el no haber Dios, sin cuyo ser todo cuanto es sería en vano, y de ello se seguiría que el bien sería para que fuese el mal, y el mal sería por sí mismo, y sería fin del bien, y ello es muy inconveniente; por lo cual se manifiesta que Dios existe.

Mucho pensó Félix en las palabras que el buen hombre le decía, y en su alma se comenzó a alegrar; y, entre llantos y suspiros, dijo estas palabras:

—Virtud y fortaleza había en la pastora cuando perseguía al lobo. Si Dios existiera, hubiera ayudado a la virtud de la pastora, y la virtud que mi alma tener solía de amar a Dios no hubiera desfallecido.

—Amigo —dijo el ermitaño—, en Dios residen caridad y justicia, y, puesto que la pastora amaba y servía a Dios y en Él confiaba, la ha tomado en su gloria, y a vos os ha dado ocasión para que seáis fuerte contra las tentaciones y creáis en Dios, porque de otra manera no podéis entender, porque hombre que ha tomado a su cargo tan alto negocio como vos ha de tener gran presencia de ánimo; y por eso Dios ha dejado que el diablo os tentara, para que os acostumbrarais a ser fuerte y firme contra tentaciones y vicios.

Después que el santo hombre hubo dicho estas palabras, tomó una vara y describió un círculo alrededor de Félix; y le preguntó entonces si le parecía que fuera de aquel círculo hubiese alguna cosa de necesidad mayor que dentro. Mientras Félix se maravillaba de la pregunta que el ermitaño le hacía, el ermitaño le dijo que grandeza concuerda más con ser que pequeñez; y que, puesto que lo que había fuera del círculo era de mayor grandeza que lo que había dentro de él, síguese que es de mayor necesidad que fuera del círculo haya alguna cosa mayor que las que están dentro de él. Hecha esta comparación, el santo hombre dijo que la razón juzga y conoce que fuera del firmamento ha de haber alguna cosa, y esta cosa es Dios, como sea que lo que hay dentro del firmamento no sea en tan gran cantidad como es el firmamento, que contiene todo lo que hay en él. Y, si Dios no existiera fuera del firmamento, se seguiría que mayor cosa sería no ser que ser, pues fuera del firmamento sería no ser en infinita grandeza, y aquello que sería dentro del firmamento sería grandeza terminada y finita, y ello es muy inconveniente.

Mientras el ermitaño decía estas palabras, pasó una gran serpiente al lado de Félix, y Félix sintió gran temor y pavor de la serpiente, y mucho se maravilló de que el ermitaño no sintiera pavor.

—Hijo amado —dijo el ermitaño—, si no hubiera Dios, no habría resurrección, y el mundo sería eterno,[4] y sería por sí mismo, y el hombre, después de muerto, estaría en privación y no ser. De donde se seguiría que el mundo fuese para que los hombres estuvieran más en el no ser que en el ser, pues en el no ser estarían sin fin, y en el ser sólo mientras viven en el mundo. Podéis, pues, considerar y conocer por vos mismo que, si no hubiera Dios, vuestra naturaleza no hubiera sentido pavor de la serpiente; pues natural sería desear la muerte, ya que la muerte sería ocasión para que el hombre pasara a su mayor estamento, esto es, a estar siempre en privación. Mas, puesto que vuestra naturaleza siente temor de la muerte, signifícase que hay Dios, con el cual los hombres justos, tras la resurrección, estarán en gloria que no tendrá fin.

—Señor —dijo Félix—, según vuestras palabras me hacéis maravillar porque no habéis sentido pavor de la serpiente, ya que por naturaleza amáis ser más que no ser.

—Amigo —dijo el ermitaño—, es cosa tan placentera pensar en Dios y amarle que todos los que saben amarle y conocerle desean verle y poseerle en gran gloria y desprecian la vanidad de este mundo que poco dura. Por esto, hijo amado, no siento pavor de la muerte, antes deseo morir y estar con Dios; por cuyo deseo podréis percibir que hay Dios, porque, si no hubiera Dios, yo hubiera sentido pavor cuando vos lo sentisteis; y sentisteis este pavor porque no sabéis amar ni conocer a Dios.

Mucho complugo a Félix la prueba que el ermitaño le hizo de Dios; y alabó y bendijo a Dios que le había iluminado en su conocimiento. Con contrición y llanto se confesó culpable ante Dios, y tomó penitencia del santo hombre loando a Dios, al cual bendecía porque tenía tan buen contemplador en aquella ermita, y deseaba que muchos ermitaños con gran sabiduría y amor conocieran y amaran a Dios nuestro Señor.

 

 

[II]

 

QUÉ ES DIOS

 

—Señor ermitaño —dijo Félix—, ¿sabríaisme decir qué es Dios? Pues mucho deseo saberlo, por cuanto en el conocimiento que tendría de saber lo que es Dios se exaltaría mi voluntad para amar a Dios con mayor fortaleza; pues es natural cosa que por iluminado entendimiento sea la voluntad más alta en amar a aquello de lo que el entendimiento tiene conocimiento.

Mucho pensó el ermitaño en la pregunta que le había hecho Félix. Mientras el ermitaño pensaba en qué manera podía dar a entender a Félix lo que es Dios, Félix se maravilló de que el ermitaño no respondiera a la pregunta que le había hecho; y dijo estas palabras:

—Señor, un hombre halló una piedra preciosa que valía mil sueldos, y la vendió por un dinero a un hombre que conocía la piedra, de la cual obtuvo mil sueldos. Pues vos, señor, si sabéis lo que es Dios, os ruego que me lo digáis, para que yo, según lo que Dios es, lo sepa amar y conocer. Y si vos no sabéis lo que es Dios, mucho me maravilla que tanto podáis amarlo sin conocimiento y por Dios podáis tener tan áspera vida en esta ermita. Y paréceme que, si no sabéis lo que es Dios, por poca ocasión lo menospreciaréis, como hizo el hombre con la piedra que no conocía, que la dio por un dinero, porque el dinero conocía, y por su conocimiento del dinero y su ignorancia de la virtud de la piedra antes prefirió tener el dinero que la piedra.

—Hijo amado —dijo el ermitaño—, en una tierra sucedió que una mujer oyó loar a un rey por su sabiduría y poder y buenas costumbres, y por el gran bien que oyó decir del rey deseó ir a la tierra donde vivía el rey. Cuando estuvo ante el rey y vio el gran ordenamiento de su corte y vio su gran poder y su buen régimen y la belleza de su persona y vio que era un rey bien acostumbrado y lleno de virtudes, entonces amó mucho más al rey que antes, cuando no había visto al rey.[5] Y vos, hijo, habéis ya dicho la causa por la cual la voluntad ama más lo que el hombre conoce que lo que no conoce; y de mí quiero que sepáis que yo me he retirado a esta ermita para poder llegar al conocimiento de lo que es Dios, pues mucho he deseado saberlo desde hace mucho tiempo; y para poder saberlo he estudiado teología y filosofía, y en esta ermita hago cuanto puedo para poder entender y saber la esencia de Dios nuestro Señor.

El ermitaño dijo a Félix:

—Un rey tenía una mujer muy bella y bondadosa y a la que mucho amaba. Aquella reina amaba al rey en grado sumo, y por el gran amor que le profesaba tenía celos del rey y de una doncella suya con la cual el rey sentía gusto en conversar por sus palabras placenteras. Aquella reina pasaba sus días en gran tristeza, y nada de cuanto el rey le hiciera o dijera podía alegrarla, de lo cual el rey se maravillaba. Mucho se esforzó el rey, en la medida de sus fuerzas para hacer feliz a la reina; y, al cabo, como viese que no podía alegrarla, sospechó de la reina, y pensó que acaso ella faltase contra la honestidad de su persona.

»Hijo —dijo el ermitaño—, cuando el rey comenzó a sentir celos y a tener sospechas de su mujer, empezó a desamar a la reina, y por la reina desamó a la doncella. Mucho tiempo pasó el rey sin hablar con la doncella, y la reina empezó a alegrarse, de cuya alegría mucho se maravilló el rey, por cuanto antes, cuando procuraba a la reina todos los placeres que podía, no la pudo alegrar, y luego, abandonados tales placeres, tuvo la reina mayor amor al rey de lo que solía. Mucho se maravilló el rey de la extraña naturaleza de la reina, y según aquella naturaleza amó a la reina, para que fuese alegre y se sintiera correspondida en su amor.

»Cuando los hombres de este mundo hallan placer en los deleites temporales y no los aman por el creador que los ha creado para que con ellos y en ellos el hombre lo sepa amar y conocer, Dios se aleja de aquellos hombres, por cuyo alejamiento no es posible conocer a Dios ni tener la delectación que procura el conocimiento. Pero cuando en Dios el hombre deja de amar los deleites de este mundo, y en los deleites y en el mundo ama a Dios, entonces los deleites y el mundo enseñan al hombre, y le dan ocasión para amar a Dios y tener de Dios conocimiento.

»Y por esto, hijo —dijo el ermitaño—, podéis tener conocimiento en este mundo de lo que es Dios; a saber, que Dios es aquello por lo que el mundo os alejará de amar a Dios si al mundo amáis por él mismo; y Dios es aquello por lo que el mundo os significará a Dios si el mundo amáis para poder conocer y amar a Dios.

»Hijo amado —dijo el ermitaño—, cuando de lo que es Dios tenemos conocimiento, diciendo que en Dios no hay cosa alguna que carezca de nobleza, perfección de bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, virtud y las demás perfecciones que residen en Dios (esto es, cuando hemos alcanzado el conocimiento de que Dios es, no es ninguna cosa en la que resida imperfección alguna), podemos tener conocimiento de Dios, el cual es aquello en lo que reside el cumplimiento de toda bondad, y de toda grandeza, y de toda eternidad, así como de poder, de sabiduría, de virtud, de voluntad y de todas las dignidades.

»Hijo —dijo el ermitaño—, un mercader tenía mil besantes, y deseó tener otros mil, y cuando tuvo dos mil, inmediatamente deseó tener más, y así ganó cien mil besantes, sin que su alma quedase saciada. Mucho se maravilló de esto el mercader, y pensó que el cumplimiento de su deseo no estaba en tener dinero, y juzgó que acaso su deseo se cumpliera teniendo castillos y ciudades y posesiones, y quiso tenerlas y las tuvo, y aun así no halló cumplidos sus deseos; porque cuanto más compraba ciudades y castillos más crecía su voluntad de tenerlos. Como viese que multiplicaba sus riquezas sin poder saciarse, pensó que su alma podría saciarse teniendo mujer e hijos. Mujer e hijos tuvo, y aún no fue saciado, y quiso tener honras y muchas otras cosas; y cuantas más cosas tenía, más cosas su alma deseaba tener. Mucho se maravillaba el mercader de que su alma no pudiese saciarse con ninguna cosa de este mundo, y al fin consideró poner a Dios en ella; y cuando amó y sirvió a Dios con todo lo que Dios le había dado, entonces fue saciado, y no deseó tener nada más. Así vos, hijo, sabed que Dios es aquello que sacia el alma que en este mundo le ama y le sirve con todo su poder.

Por una floresta en la que había un ermitaño pasó un caballero cabalgando en su caballo, armado con todas las armas, y el caballero halló al ermitaño que recogía las hierbas de las que vivía en aquel ermitorio. Aquel caballero preguntó al ermitaño qué era Dios; y el ermitaño respondió y dijo que Dios es aquello por lo que ha sido creado y ordenado todo cuanto existe; y Dios es aquello que resucitará a los hombres buenos y malos, y dará gloria para todos los tiempos a los hombres buenos y pena a los malos; y Dios es aquello que hace llover y florecer y granar y da vida y sustento a todo cuanto existe. Cuando el ermitaño hubo satisfecho al caballero, el ermitaño le preguntó al caballero qué es caballero. Y el caballero respondió y dijo que caballero es hombre que hace profesión de cabalgar a caballo para mantener la justicia y para guardar y salvar al rey y a su pueblo para que el rey pueda reinar en tal manera que su pueblo pueda amar y conocer a Dios.

—Señor —dijo Félix—, un caballero requirió a una buena mujer, hija de castidad, que le diera el amor de su cuerpo, y la mujer le preguntó qué era amor. El caballero le dijo que el amor era y es lo que hace unir voluntades diversas a un fin. La mujer preguntó al caballero si aquel amor que la requería la uniría a Dios en gloria cuando dejase la vida de este siglo. El caballero quedó confuso de la pregunta de la mujer y dijo estas palabras: «Mucho tiempo he estado sujeto al falso amor y he ignorado el amor verdadero». Y dijo a la mujer que bien conocía que el verdadero amor hacía unir al hombre a Dios y lo hacía alejarse de traición, lujuria, cobardía y todo engaño y flaqueza. Pero querría saber qué es el amor en sí mismo, pues una cosa son los efectos de amor y otra lo que es amor; y por ello rogó a la mujer que le diera conocimiento de lo que es amor, puesto que le había dado conocimiento del falso amor, que había amado sin tener conocimiento de lo que era. Mucho agradó a la mujer la devoción del caballero, y alabó a Dios, que le había enardecido con el fuego del verdadero amor, y dijo a Dios estas palabras: «Señor Dios glorioso y verdadero, puesto que por amor has enamorado a este caballero, ruégote que le des conocimiento de lo que es amor, pues yo por tu gracia y virtud le he dado conocimiento de la obra de amor; mas él quiere que su entendimiento ascienda más en amor, para poder amar amor, y quiere saber lo que es amor en sí mismo».

Y cuando Félix hubo dicho al ermitaño las palabras de amor entre la mujer y el caballero, el ermitaño conoció que Félix no se tenía por satisfecho con el conocimiento que le había dado de Dios, al significarle su ser por las obras que Dios opera en las criaturas; y conoció que Félix quería saber el ser que Dios es en sí mismo y en sus obras. Y por ello el ermitaño dijo a Félix estas palabras:

—Un filósofo tenía un hijo a quien mucho amaba, al cual enseñó mucho tiempo la filosofía. Cuando el hijo fue buen sabio en la ciencia de filosofía, su padre le mostró un libro que había escrito, y preguntóle si conocía que él fuese hombre porque hubiera escrito el libro o porque era su padre. El hijo respondió que por el libro conocía que era hombre, pues propio del hombre es escribir; pero mayormente conocía que su padre era hombre porque había engendrado a un hombre.

Después de este ejemplo dijo el ermitaño a Félix que Dios es aquello a lo que pertenece la obra que no puede hacer nadie más, sino solamente Dios, obra que Dios opera en las criaturas; pero aquello por lo que tiénese mayor conocimiento de lo que Dios es en sí mismo, es el modo en que Dios en sí mismo y de sí mismo engendra a Dios, esto es, que Dios Padre engendra a Dios Hijo y de Dios Padre y de Dios Hijo procede Dios que es el Santo Espíritu y los tres son un Dios solamente; y este Dios es aquello que es Dios Padre y que es Dios Hijo y que es Dios Espíritu Santo, y que es un Dios y no tres dioses. Y Dios es aquello que es infinito, eterno, sabio, voluntarioso, virtuoso, y que en sí mismo es cumplido de toda bondad y de toda infinidad y de todo lo que es en sí mismo. Mucho agradó a Félix el conocimiento que el ermitaño le había dado de Dios, y alabó y bendijo a Dios, que le había hecho conocerle; y en su alma sintió que se multiplicaba el amor de amar a Dios, por cuanto le conocía mucho mejor que antes.

 

 

[III]

 

DE LA UNIDAD DE DIOS

 

Dijo Félix:

—En una tierra había un rey que era muy hermoso en su persona y muy bien acostumbrado de virtudes. Aquel rey tenía gran poder de gentes y de riquezas, y era fuerte en su persona, y tenía muy noble valor. Un caballero suyo tenía gran deseo de que muchos reyes hubiese en el mundo parecidos a aquel rey, para que en el mundo hubiera amor y concordia entre reyes, y que todos juntos hicieran que estuviera el mundo en tal disposición que Dios fuera en él conocido y amado por las gentes. —Tras estas palabras, Félix dijo—: Señor, saber querría si hay sólo un dios o hay muchos; pues mucho me maravillaré si hay muchos dioses, ya que un dios en el que resida toda perfección deseo conocer y amar, de modo que si hay muchos, síguese por natura que muchos dioses debería desear y muchos debería conocer y amar.

Dijo el ermitaño:

—Si hay sólo un dios, puede residir en él toda perfección, y si hay más de uno, habría un dios más perfecto que todos los demás, si tuviera en sí mismo toda la virtud que cada dios tuviera en sí mismo por sí mismo. Conveniente cosa es, pues, que resida en un dios toda la nobleza, la bondad, la grandeza y la virtud que podría haber en todos los dioses, los cuales entre todos no podrían tener tan gran grandeza como en uno puede haber; esto es, que un dios puede ser infinito y puede ser soberano en bondad y en poder, pero si hubiera muchos dioses iguales, convendría que cada uno fuese finito y limitado respecto a otro, y ninguno sería poderoso en todo lo que sería. Y si hubiese un dios infinito y poderoso y soberano respecto a los otros dioses, convendría que todos los otros dioses le obedeciesen, pues no se le podrían oponer; y de ello ha de seguirse que al cabo no hubiera sino sólo un dios.

»Un loco deseaba ser rey y señor del reino de otro rey, que era rey muy sabio y bien acostumbrado, el cual tenía su reino en paz y en justicia. Aquel rey que era sabio quería ser rey del reino del rey loco, pues le parecía que muy mala cosa sea que reine un rey en quien no residan sabiduría, justicia y regimiento. Ocurrió que ambos reyes se combatieron, y vencido fue el rey en quien residía sabiduría y justicia; y el rey loco fue señor del reino de aquel rey a quien había vencido. Aquel loco rey puso en graves trabajos los dos reinos que poseía, pues no era sabio para regir tierras; y por la ignorancia y la mala costumbre de aquel rey anduvieron las gentes en guerras y en pobreza, de donde se seguía mucho mal.

Cuando el ermitaño hubo dicho tales palabras, Félix se maravilló en gran manera y dijo:

—Señor, según vuestras palabras signifícase que haya muchos dioses; pues casi todo este mundo anda en trabajos y en guerras, y muchos hombres hay en el mundo que son enemigos de virtudes y amadores de vicios, unos hombres son de una secta y otros de otra; y por eso parece, según vuestras palabras, que haya muchos dioses o que haya un dios en quien no resida perfección de sabiduría, justicia, bondad, poder y virtud; pues si hubiese un dios que fuese virtuoso, sabio, justo y poderoso, tendría a su pueblo en camino de verdad y en paz y en caridad.

—Hijo amado —dijo el ermitaño—, todo hombre tiene alguna semejanza de Dios, pues todo hombre es bueno en la medida en que es criatura, y en la medida en cuanto posee entendimiento y voluntad; y la bondad que tiene es parecida a la bondad de Dios, por cuanto la bondad, que es Dios, ha puesto semejanza de sí misma en el entendimiento y en la voluntad del hombre. Y, porque el hombre tiene alguna semejanza de Dios, por natura tiende a amar y conocer a su semejante, esto es, a Dios; pero, porque el hombre no sabe ni quiere usar sabiamente de la semejanza que tiene de Dios, obra contra su propia semejanza y contra la semejanza de su Dios; de suerte que por ello cada hombre quiere ser dios: obra así contra Dios. Así pues, el desarreglo de los hombres que no aman a un dios hace que el mundo ande en trabajos y en desarreglo y en error, y el dios, que es uno, les da libertad para que lo puedan amar y conocer, a fin de darles grandes glorias, si, francamente y con no constreñida voluntad, quieren amarlo y conocerlo; pues tanto ama Dios a su semejanza en el hombre, que ocasión le ha dado al hombre para que pueda multiplicar gran gloria por razón del mérito que tenga en hacer buenas obras.

»Un caballero iba de caza, y tanto siguió a un jabalí que se alejó de todos sus compañeros, y pasó la noche en un bosque. Por la noche tuvo miedo, y por este miedo se maravilló de qué era ocasión de su miedo. Mientras el caballero tenía miedo, creyó que el sol fuese Dios, pensando que de día no tenía miedo, y juzgó que por la ausencia del sol tenía miedo. Al día siguiente, cuando el caballero regresaba, a eso de las doce de la mañana, se encontró con un escudero a cuyo padre había dado muerte, el cual le dio gran miedo al acercarse, pues mucho le temió, porque tenía con él un agravio pendiente, y porque iba sin armas, y el escudero iba armado de pies a cabeza. El caballero rogó al sol que le ayudara contra el escudero a quien veía acercarse, mas no por ello el caballero perdió su miedo, sino que más temía morir cuanto más se le acercaba y venía con la lanza para herirle. Cuando el escudero se le hubo acercado, y quiso herirle en el pecho con la lanza, el caballero le pidió merced y le rogó que antes de matarle le escuchara, porque le quería contar una aventura que le había sucedido. El escudero retuvo su golpe, y el caballero le contó que había tenido miedo en el bosque por ausencia del sol, y que había creído que el sol fuese Dios. Y después le dijo que él conocía que el sol no era Dios, porque, si fuese Dios, hubiera ayudado su temor, pues lo veía. Tras estas palabras, el caballero le preguntó al escudero si era más digno de muerte por haber matado a su padre o por haber creído que el sol fuese Dios. El escudero se maravilló mucho de la pregunta que le había hecho el caballero. Mientras el escudero se maravillaba y estaba cavilando la respuesta, el caballero le hizo otra pregunta, a saber: si era culpable ante su Dios porque había dudado en responder a la pregunta, que es llana para hombre que más ama a Dios que a su padre. Mucho pensó el escudero en las dos preguntas que el caballero le había hecho, y al fin dijo que debía matar al caballero porque le había matado a su padre; pero porque había descreído de Dios, pensando que el sol fuese Dios, no le debía matar, sino que le debía adoctrinar y dar certeza para conocer y amar a Dios. Después se reconoció por culpable, pues tanto había dudado antes de responder. Cuando el escudero hubo respondido, el caballero dijo que, por ser culpable, necesitaba perdón, y cuando tenía que adoctrinarle y darle conocimiento de Dios, no debía darle muerte; y luego pidió merced de la culpa que ante él tenía por la muerte de su padre. Ambos llegaron a paz y concordia en amar y conocer a un dios, y fueron amigos mucho tiempo amando a un Dios.

Cuando el ermitaño hubo dicho estas palabras, dijo a Félix que el mundo anda en trabajos y en desarreglo porque las gentes son flacas en saber y en caridad, y tienen opiniones dispares contrarias a Dios; mas si los hombres llegasen a la concordia en conocer y amar a un dios, el mundo se hallaría en buen estamento y las gentes en caridad y en amor, y acordes en un dios, como el escudero y el caballero que en un dios convinieron por perdón, y por caridad y por conocimiento.

 

 

[IV]

 

DE LA TRINIDAD DE DIOS

 

—Señor ermitaño —dijo Félix—, en una santa fiesta que se llama de la Santa Trinidad, vi predicar acerca de la Santa Trinidad de Dios, en cuya prédica mucho me maravillé, pues el buen hombre que predicaba dijo que no debía probarse a las gentes que Dios sea en trinidad; pues mejor cosa es para las gentes creer en la trinidad de Dios que entenderla por razones necesarias. Mucho, señor, me maravillé de tales palabras, pues si el buen hombre dijo verdad, síguese que mayor mérito tenga el hombre en tener creencia de la trinidad de Dios que en tener conocimiento de ella, y voluntad más puede ir por ignorancia que por conocimiento.

El ermitaño dijo que en una ciudad había muchas costumbres que eran contra Dios y contra derecho y contra regimiento de príncipe. Aquellas costumbres eran prerrogativas que el pueblo de aquella ciudad tenía, por cuyas prerrogativas el rey de aquella ciudad no podía tener justicia. Ocurrió un día que un hombre de aquella ciudad había cometido un homicidio, y el rey quiso castigar a aquel hombre; mas por ciertas prerrogativas tuvo que soltarlo, y aceptar dinero, y perdonar a aquel hombre. Mucho desplugo al rey que por dinero o por prerrogativa alguna debiera abandonar la justicia, y dijo a los hombres de aquella ciudad estas palabras: «Dos hombres pecadores estaban ante un altar: el primero rogaba a Dios que le perdonase, porque le temía; el otro clamaba merced a Dios, porque le amaba. Pues vosotros, que contra justicia alegáis vuestras malas costumbres, quiero que me respondáis a cuál de aquellos dos hombres Dios debió antes perdonar». Concilio fue hecho en aquella ciudad sobre la pregunta que el rey hacía; acuerdo fue tomado de que al rey dijesen que Dios más debía perdonar al hombre que le amaba que al que le temía. Cuando el rey oyó que la respuesta era contraria a las malvadas costumbres, dijo estas palabras: «Me doy por muy satisfecho con vuestra respuesta; y sabed que, según vuestras palabras, más debo amar a Dios que temeros a vosotros, pues por amar a Dios podré tener justicia en vosotros, y por temeros a vosotros debo ser enemigo de justicia».

Cuando Félix hubo oído las palabras que el ermitaño le dijo, dijo que mucho se maravillaba de que pudiese haber amor sin temor o temor sin amor.

—Hijo amado —dijo el ermitaño—, quienes gustan de creer en la trinidad de Dios y no quieren entenderla, más se aman a sí mismos que a Dios; pues, por cuanto tienen mayor mérito en creer lo que no entienden, más aman tener gran gloria por fe que ver a Dios por entendimiento. Y por eso, hijo amado, hay amor sin temor muchas veces, a saber, que cuando hay temor de que el hombre pierda la gloria y tenga pena, y no se ama conocer ni amar a Dios por la bondad y nobleza de Dios, entonces aquel temor es sin amor.

—Señor —dijo Félix—, muchas veces he tenido voluntad de preguntar a los sabios de nuestra fe el modo según el cual Dios es uno en esencia y trino en personas; y, por temor de no poderlo entender, dudaba en preguntar por la santa trinidad, de la cual os ruego que me digáis palabras bastantes para que pueda entenderla.

Dijo el ermitaño:

—Un mercader había en una ciudad, que había ganado mucho dinero, en el cual había trabajado largamente. Aquel mercader estuvo muy enfermo, espiritualmente y corporalmente; espiritualmente estaba enfermo porque dudaba de la santa trinidad de Dios nuestro Señor, pues no podía entender que Dios pueda ser uno en esencia y trino en persona; y porque no entendía, y creer no sabía, dudaba de la fe, y por esa duda se hallaba en estamento de condenación; enfermo estaba corporalmente por fiebre que tenía y por las riquezas de este mundo, por las que se lamentaba y temía dejarlas. Mientras aquel mercader estaba en tan gran peligro, deseó haber trabajado tanto en amar y conocer a Dios como lo había hecho en acopiar las riquezas de este mundo, que conocía que no podían ayudar a su grave tentación ni a su enfermedad corporal. Por el gran deseo que tenía el mercader de haber servido a Dios, Dios le inspiró luz de fe en su alma, por la cual entendió que lo que no entendía de la santa trinidad de Dios, no debía creerlo; pues Dios ha ordenado fe en los hombres para que con fe crean lo que no entienden, pues la trinidad es cosa de tan alto saber que los hombres que son mercaderes y que negocian en las cosas mundanas no pueden entenderla.

Cuando el ermitaño hubo dicho estas palabras, dijo a Félix:

—Hijo amado, si no podéis entender la santa trinidad de Dios, bueno es que creáis en ella; pues si todo lo que no puede entenderse fuese cosa que no debiera creerse, seguiríase que mala cosa fuese la fe; y la fe es muy noble virtud, pues por fe se hallan los hombres en vía de salvación, pues creen lo que no pueden entender. Y por eso, hijo amado, basta con que creáis en la trinidad, ya que no podéis entenderla.

—Señor —dijo Félix—, si yo no puedo entender las palabras que me diréis de la santa trinidad de Dios, dispuesto estoy a creer y tener fe; pero, como deseo conocer a Dios porque es bueno, por su bondad más lo deseo amar y conocer que por tener gloria o por huir de las penas infernales. Por eso quiero aventurarme a buscar modo por el cual a Dios pueda conocer y amar. De modo que, por eso, señor, os ruego que me digáis lo que sabéis de la santa trinidad de Dios.

Dijo el ermitaño:

—Un filósofo oyó hablar de un santo hombre cristiano que era muy sabio en teología y en filosofía. Aquel hombre estaba en una ermita, en la cual contemplaba la obra de Dios que tiene en sí mismo. Ocurrió un día que un judío visitó a aquel santo hombre, y disputaba con él acerca de la santa trinidad de Dios. En aquel día visitó el filósofo al santo hombre mientras el judío disputaba con él, y el santo cristiano probaba al judío que trinidad hay en Dios, pero el judío no lo podía entender. Y la razón por la que entender no podía las razones que el santo cristiano le mostraba de la santa trinidad era porque el judío desamaba la prueba que el cristiano le hacía; pues tan difícil cosa es probar la trinidad, que nadie la puede entender si no supone que se puede probar por razones necesarias. El filósofo, oídas las razones que el cristiano dijo al judío, entendió aquellas razones, y se hizo bautizar, y fue cristiano. Mucho se maravilló el judío de aquel filósofo que fue cristiano, a quien el judío conocía antes de que fuera bautizado, y dijo al filósofo estas palabras: «Señor, mucho me maravilla que tan pronto os hayáis convertido a la fe de los cristianos. Os ruego que me digáis la razón por la cual habéis tomado el bautismo, y habéis dejado la secta en la que estar solíais». El filósofo dijo al judío estas palabras: «Mucho tiempo hace que, por filosofía, quería tener conocimiento de Dios; y de la obra que Dios tiene en las criaturas llegaba a conocimiento por filosofía, mas de la obra que Dios tiene en sí mismo no llegué a conocimiento por la sola filosofía, sino que por la teología que el señor ermitaño dijo en la disputa que ha tenido contigo, y por la filosofía que sé y que he oído en él, he llegado al conocimiento de la trinidad de Dios; a cuyo conocimiento tú puedes llegar si supones que hay trinidad en Dios, pues el probar la trinidad requiere suposición, y no puede probarse la trinidad al entendimiento rebelde que está en el ánimo de hombre orgulloso».

—Señor —dijo Félix al ermitaño—, bien entiendo vuestras palabras y la razón por la cual me habéis puesto estos ejemplos. No dudéis en sembrar en mí palabras de saludable bendición, pues dispuesto estoy a entender y suponer lo que me decís de la santa trinidad de Dios. Y mucho placer tendría en poder entenderla por necesarias razones, por las cuales razones pudiese mortificar duda y tentación cada vez que me invadieran a mí o a otros contra la trinidad de Dios nuestro Señor, al cual deseo amar, servir, honrar y conocer todos los días de mi vida.

Tras estas palabras, el ermitaño hizo, ante su rostro, la señal de la cruz, y en esperanza de la ayuda de Dios, acerca de la trinidad dijo a Félix estas palabras:

—Manifiesta cosa es que Dios nuestro Señor ha creado todo cuanto existe para dar conocimiento y amor de sí mismo a las gentes; y, por cuanto él es uno en esencia y en trinidad de personas, quiso que el mundo sea uno en esencia y que consista en tres cosas diversas, las cuales son sensualidad, intelectualidad y animalidad. Sensualidad son las cosas sensuales, que son corporales y sensibles; por intelectualidad entendemos lo que es alma humana o es ángel; por animalidad entendemos al hombre, y lo que es reunión de cosas corporales y espirituales. En estas tres cosas consiste todo el mundo, el cual es uno, y consiste en estas tres cosas antes dichas, sin las cuales el mundo no sería en la unidad en que es, ni las tres cosas serían lo que son, sin que cada una de ellas no fuese en sí misma una cosa en tres cosas; a saber, que todo cuerpo es uno y consiste en tres cosas, las cuales son materia, forma y la conjunción que hay de la materia y la forma en ser un cuerpo reunión de materia y de forma. El alma es una en esencia, y consiste en tres cosas diversas, de las cuales es el ser del alma; y estas tres cosas son memoria y entendimiento y voluntad, sin las cuales el alma no podría ser una sustancia. El animal es tres cosas, a saber, cuerpo, espíritu y la conjunción por la cual el cuerpo y el espíritu se reúnen y son un animal, a saber, un hombre, un león, un pájaro, y así todas las otras cosas que son reunión de cuerpo y alma. Y en este número de uno y de tres consiste el mundo, y todo cuanto ha sido creado, al ser sustancial, significa que la sustancia de Dios es una, y consiste en tres personas distintas, a saber, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si Dios no fuera uno en sustancia y trino en personas, no hubiera creado todo cuanto existe a tal semejanza de sí mismo, que por ella pudiese ser conocido y amado por los hombres, y achaque habría en Dios si los hombres no lo pudiesen conocer por achaque de su semejanza, y de la semejanza del mundo, y de lo que el mundo contiene en sí mismo.

Cuando el ermitaño, con la demostración de las criaturas, hubo demostrado a Félix la unidad y la trinidad de Dios, ascendió más arriba, y por las dignidades de Dios quiso mostrar a Félix la unidad y la trinidad de Dios, diciendo estas palabras:

—Hijo amado, en la naturaleza de Dios residen bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, y otras muchas dignidades están en el ser de Dios, y cada una de ella es Dios, y ninguna está ociosa. De donde que por ello la bondad no cesa de hacer bien, esto es, de producir bien en sí misma y de sí misma; y por infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad, obra bien, el cual, engendrado, es la persona del Hijo, y el engendrador es persona del Padre, y del Padre y del Hijo proviene el Espíritu Santo; y lo mismo que hace la bondad hacen la inmensidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad, y conjuntamente el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son una naturaleza divina, una deidad, un Dios. En Dios hay una persona, el Padre, por toda bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría y voluntad, pues quien engendra al hijo y da origen al Espíritu Santo es bondad, infinidad y eternidad, poder, sabiduría y voluntad; y lo mismo síguese del Hijo y del Espíritu Santo, cada uno de los cuales es bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad; y por ello hay en esta obra, la cual Dios tiene dentro de sí mismo, una paternidad, una filiación, una procedencia; y porque hay infinidad y eternidad, no puede haber ociosidad, no puede haber desigualdad, mayoría ni minoría. Si en Dios hubiese bondad sin obrar bien, e infinidad sin obrar infinito, y otro tanto por lo que toca a eternidad, poder, sabiduría y voluntad, en Dios habría ociosidad de bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad; y esta ociosidad sería contraria a la bondad, la infinidad, la eternidad, el poder, la sabiduría y la voluntad. Y así como en Dios hay unidad, en la unidad hay una paternidad, una filiación, una espiración; pues que en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo residen bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad. Y porque el Padre, con toda su bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad, engendra al Hijo, es el Hijo toda la bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad del Padre; y lo mismo síguese del Espíritu Santo, que es toda la bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad del Padre y del Hijo, procediendo todo el Espíritu Santo de todo el Padre y de todo el Hijo infinitamente eterno por todo el Padre y el Hijo. Natural cosa es que haya amor entre padre e hijo, y por natura síguese que se ama la virtud que procede de recordar, entender y amar. Por lo tanto, si un padre ama a su hijo, engendrado de su cuerpo y del cuerpo de la hembra ¡cuánto más por natura amaría más a su hijo si lo engendrase solamente de sí mismo, y de todo él mismo, e igual a sí mismo! Y si el alma ama su recordar, entender y amar, que proceden de su virtud ¡cuánto más los amaría si su recordar, entender y amar fuesen su virtud misma y ella misma!

»Hijo amado —dijo el ermitaño—, en vuestra propia naturaleza podéis entender y sentir que gustáis de ser un hombre y no dos o más hombres; y, porque amáis vuestra humanidad, gustáis de consistir en tres cosas, que son alma y cuerpo y conjunción, sin las cuales tres cosas no podríais ser un hombre. Por tanto, como esto sea así, según la naturaleza por la cual sentís y sabéis lo que gustáis de ser, en vos mismo podéis entender y saber lo que hay en Dios nuestro Señor, que nos ha creado para amarlo y conocerlo.

»Si Dios no se entendiese ni se amase a sí mismo no sería Dios; y si Dios se entiende y ama a sí mismo, conviene que se dé bondad, y magnificencia y eternidad y poder a sí mismo; pues, si no lo hiciera, sería en Dios más noble virtud, sabiduría y voluntad que bondad, infinidad, eternidad y poder, y esto es imposible, como sea que en Dios reside toda la igualdad; por la cual la bondad se hace buena a sí misma y de sí misma, a saber, la bondad, que es el Padre, engendra al Hijo, y da origen al Espíritu Santo, de sí misma, en sí misma y por sí misma; y lo mismo síguese de infinidad, eternidad y poder.

»Un sabio preguntó a un filósofo qué era cosa más noble, la esencia de Dios o la obra de Dios. El filósofo meditó largamente en la pregunta que el sabio le había hecho, y dijo que Dios es tan eterno como el mundo, y el mundo tanto como Dios; y la razón por la que el filósofo quiso decir que el mundo es eterno, fue por atribuir a Dios obra eterna. Y por ello algunos filósofos creyeron que el mundo fuese eterno: porque no les parecía que Dios, que es tan noble en bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad, pudiese ni debiese estar ocioso. Pero, si los filósofos hubiesen tenido conocimiento de la obra que Dios tiene en sí mismo, engendrando el Padre al Hijo, procediendo el Espíritu Santo del Padre y del Hijo, ya no hubieran albergado falsa opinión, que tuvieron al creer que el mundo no conoció comienzo.

»Dos grandes sabios estaban ante un gran rey, y el rey quiso saber cuál de ellos era más sabio; y les preguntó cuál era la más noble cosa que se podía pedir a Dios. Un sabio dijo que tener a Dios; el otro sabio dijo que el mayor don que se podía pedir era que Dios hiciese que una misma cosa fuese la voluntad y el poder del hombre, sin diferencia alguna; pues, si la voluntad del hombre fuese poder, podría ser Dios si quisiera ser Dios. Pues por esto, hijo amado —dijo el ermitaño— debéis saber que, puesto que Dios es una cosa misma con su poder y querer, puede todo cuanto quiere su querer, y su querer debe querer tanto como puede su poder, pues, si no lo hiciera, sería menor que el poder, y no sería una cosa con el poder; y porque el poder es infinito eterno, puede en todo él; y el querer debe querer que el poder, que es el Padre, engendre al Hijo, y dé origen al Espíritu Santo por toda su infinidad y eternidad; pues, si no quisiera esto, la voluntad no sería toda la infinidad y eternidad, por la bondad, sabiduría y poder.

»Un caballero mostró a su hijo un gran salto que había dado un escudero. Mucho se maravilló el hijo del salto que el escudero había dado, y el padre quiso saber de su hijo si tenía discreción por la cual se hallase en disposición de tener sabiduría; y por eso dijo a su hijo que por qué se maravillaba del salto del escudero. «Señor», dijo el hijo, «me maravillo según la fuerza de mi cuerpo del salto que ha dado el escudero, mas no me maravillo según la fuerza del cuerpo del escudero, el cual está en tan gran virtud como la que es menester para el salto que dio el escudero». Mucho plugo al padre la respuesta de su hijo.

Félix dijo al ermitaño que se tenía por bastante informado por el conocimiento que había tenido de la santa trinidad, considerando la bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad de Dios, y lo que conviene a la obra que Dios tiene en sí mismo por toda su bondad, infinidad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad. Tras estas palabras Félix dijo al ermitaño estas palabras:

—Señor, mucho me maravillo de los filósofos que fueron gentiles y tuvieron gran sabiduría, y tuvieron ignorancia de la trinidad de Dios; por cuya virtud se sigue que los filósofos cristianos pueden tener conocimiento de ella, y los filósofos gentiles no pudieron tener tal conocimiento.

—Hijo amado —dijo el ermitaño—, los filósofos no suponían por fe cosa alguna en Dios, sino que seguían razones necesarias; y por eso su entendimiento no pudo subir tan alto a Dios, como el entendimiento de los filósofos cristianos católicos, teólogos, que por fe suponían en un principio que hay trinidad en Dios. Y porque fe es luz de entendimiento, sube el entendimiento a entender más altamente de lo que pudieron entender los filósofos gentiles.

 

 

[V]

 

DÓNDE ESTÁ DIOS

 

Félix preguntó al ermitaño dónde está Dios, pues mucho se maravillaba de no verle. Respondió el ermitaño que Dios está en sí mismo, y es en sí mismo; y en todo cuanto existe, está esencialmente y presencialmente. Y, pues Dios no es cosa corporal, es invisible a los ojos corporales; mas, pues es cosa espiritual, es visible a los ojos espirituales.

Tras estas palabras, el ermitaño dijo este ejemplo:

—A un hombre sabio preguntó un hombre loco si Dios está en el infierno, o en los lugares que son inmundos, donde hay putrefacción y hedor, y si Dios está en la piedra, o en los hombres pecadores; y muchas preguntas parecidas le hizo por esto: porque no le parecía que Dios, que es tan alto en santidad y en nobleza, pudiese estar en los lugares en los que hay vileza y suciedad. El sabio hombre probó al loco que Dios es infinito en grandeza, en bondad y en santidad. Por la infinidad conviene que esté en todas partes y fuera de todas partes; por la bondad, santidad y pureza está en todas partes, sin suciedad de sí mismo; porque si el sol pasando por el estiércol no recibe suciedad, y el hombre justo no se ensucia al imaginar y desamar el pecado, y si el entendimiento del hombre puede entender la piedra, y tener en sí mismo la semejanza de la piedra, aunque la naturaleza del entendimiento no sea semejante a la piedra ¡cuánto más Dios, que es más noble, más grande, más poderoso, más justo que el hombre, puede estar en todas partes sin suciedad ni achaque de sí mismo!

Dijo el ermitaño que Dios está en sí mismo queriendo ser Dios, porque queriendo ser Dios engendra a Dios, y por esto Dios está en Dios, y es un Dios tan sólo, cual en Dios que es Padre, en Dios que es Hijo, y en Dios que es Espíritu Santo; y Dios que es Hijo, y Dios que es Espíritu Santo, está en Dios que es Padre; y Dios Hijo está en Dios Espíritu Santo; y Dios Espíritu Santo está en Dios Hijo. Y esta existencia es en razón de la generación y de la espiración. Lo mismo síguese de la existencia de las dignidades y virtudes de Dios, porque la bondad que es Padre está en sí misma engendrando al Hijo y espirando de sí misma al Espíritu Santo; y la bondad que es Hijo y que es Espíritu Santo, está en sí misma; y lo mismo síguese de grandeza, eternidad, poder, sabiduría y voluntad.

—Esta existencia, hijo amado —dijo el ermitaño—, no se puede ver con ojos corporales, mas con ojos espirituales se puede ver. Y por esto, caro amigo, me maravillo de vos, cuando me dijisteis que a Dios no habíais visto; porque, según podéis recordar, os he probado que Dios existía, y a las preguntas que me hicisteis del ser de Dios y de su unidad y trinidad os he satisfecho cumplidamente; y esta satisfacción no fuera completa sin vista espiritual que viera a Dios.

Dijo Félix:

—Cuando considero el error, vileza, suciedad del mundo, y la poca devoción, caridad y amor que las gentes tienen a Dios, me parece que Dios no esté en el mundo; pues el sol está en el aire, están iluminados el aire y la tierra, y se calientan el aire y el agua y la tierra; pues, si el Dios de gloria, que es fulgor y esplendor, limpieza de toda limpieza, y que es caridad y fuente viva de vida, está en el mundo ¿cómo puede ser que el mundo esté en tan turbado estamento?

Dijo el ermitaño:

—En una alta montaña había un hombre, el cual tenía mucho frío por la nieve que había en aquel monte. Aquel hombre veía fuego en otra montaña: si aquel hombre se maravilló porque el fuego que veía no le calentaba, y porque la nieve en que se hallaba le daba frío, loca manera tuvo el hombre de maravillarse. Pues vos, hijo, según esta semejanza, podéis considerar cómo Dios está en este mundo; y se manifiesta a las gentes por muchas semejanzas y maneras, a saber, por guerras y por pestilencias de hambre, enfermedades que da en el mundo, para que las gentes lo vean por tales cosas, y a él se acerquen por buenas obras; y que aquel calor y ardor que hay en el mundo y en sus vanidades rehúyan, y que en tener y amar a Dios se calienten y se purifiquen.

 

 

[VI]

 

DE LA CREACIÓN DEL MUNDO

 

—Señor —dijo Félix—, cuando considero que el mundo sea creado de nada, me maravillo que de nada pueda crearse algo.

Dijo el ermitaño:

—Un rey mandó a un caballero a la tierra de otro rey, para que en su corte hiciera una batalla con un escudero que estaba acusado de traición. De aquella tierra vino un doncel, que dijo al rey que había enviado al caballero que el caballero se había batido y que había vencido la batalla. Tales nuevas dijo el doncel al rey para que le pluguiera su venida, y aquellas palabras no eran verdaderas. Por tanto, si el rey pudo alegrarse de lo que nada era ¡cuánto más, Dios, que tiene soberano poder, pudo crear el mundo de la nada!

Dijo Félix:

—Por una ciudad iba un ermitaño que mucho tiempo había pasado en su ermita, y vio que un herrero hacía un cuchillo, y un zapatero hacía un zapato; y el ermitaño pensó que el herrero no podría hacer el cuchillo sin hierro, ni el zapatero el zapato sin cuero. Mientras él así en su interior pensaba, le pareció que muy grande fuera la nobleza del mundo si estuviera hecho de algo, puesto que el mundo existe para que Dios sea amado y conocido; porque, si el cuchillo, que se hace para que sirva al hombre, está hecho de algo, ¡cuánto más el mundo debería estar hecho de algo, puesto que el mundo existe para que Dios se sirva de él!

El ermitaño dijo:

—Un clérigo compró un sirviente al cual preguntó, cuando lo hubo comprado, qué quería comer; y el sirviente respondió que comería lo que a él le gustase. Lo mismo le dijo de beber, y de vestir, y de pensar, desear, y de obrar; y el sirviente siempre le respondía que él en todo quería lo que el clérigo quisiera. Al cabo, el clérigo preguntó al sumiso si tenía voluntad. Él respondió y dijo que no tenía voluntad, pues su señor la había comprado para que quisiera lo que la voluntad de su señor quisiese.

Después de este ejemplo, el ermitaño dijo a Félix que Dios quería haber creado el mundo de la nada, para que el hombre estuviera más sometido a querer lo que Dios quiere hacer del hombre y del mundo; pues si el mundo hubiera sido hecho y no creado, sería eterno aquello de lo que el mundo estaría hecho; y el hombre, hecho de mundo, no estaría dispuesto a ser humilde y sumiso a Dios como lo está por haber sido el mundo creado de la nada.

—Señor —dijo Félix—, ¿cuál es la más principal razón por la que Dios ha creado el mundo?

Dijo el ermitaño:

—La más principal razón por la que Dios ha creado el mundo es para ser amado y conocido por el hombre.

Dijo Félix:

—Manifiesta cosa es que más son otras cosas amadas y conocidas por el hombre que Dios; parece, pues, que el mundo no sea creado principalmente para conocer y amar a Dios, sino que parece que la razón más fuerte por la que es creado el mundo sea para que sean conocidas y amadas por el hombre aquellas cosas que el hombre ama más que a Dios, de las cuales tiene mayor conocimiento que de Dios.

Mucho se maravilló el ermitaño de las palabras que Félix decía. Mientras el ermitaño se maravillaba, Félix dijo estas palabras:

—En una santa fiesta predicaba un santo hombre y decía: «La final intención por la que todas las cosas fueron creadas ha mudado casi en su contrario, y ello se debe a que las gentes por pecado se desvían mayormente de la intención por la que fueron creados, esto es, conocer y amar a Dios. Sin embargo, aunque los hombres pecadores se desvíen del fin por el que existen, Dios no desvía su obra del fin por el que ha creado a los hombres, pues a unos hombres perdona y da gloria, y a otros da pena, pues lo desconocen y desaman. Y así, quién por misericordia, quién por justicia, síguese el fin por el que Dios ha creado al hombre, fin que reside en conocer y en amar a Dios y a sus obras».

—Señor —dijo Félix—, Dios ¿por qué no creó el mundo en tal estamento que el hombre no pudiese pecar, ni morir, ni tener hambre, calor, frío, enfermedad, pobreza, ira y las demás cosas semejantes a éstas? Pues, ya que Dios es bueno y no malo, mucho me maravilla que Dios no haya esquivado el mal, el cual es contrario a la bondad de Dios.

Dijo el ermitaño:

—Un abad fue depuesto de una gran abadía, y le fue dada una menguada abadía. En aquella gran abadía había muchos monjes disolutos y que no eran obedientes a la orden. En la menguada abadía eran los monjes bien acostumbrados y seguían muy bien su orden. Aquel abad que había sido depuesto de la gran abadía estaba muy despechado y airado de que lo hubieran depuesto de la gran abadía; y en ira y en tristeza estuvo aquel abad largamente, hasta que consideró que la santidad de orden no reside en multiplicación de personas, ni de riquezas, ni de honras mundanales, sino que reside en santidad de personas que sean ordenadas y bien acostumbradas a servir, amar y conocer a Dios. Pues, caro amigo —dijo el ermitaño—, de modo semejante os respondo a vuestra pregunta; porque Dios no tuvo intención, cuando creó el mundo con multitud de gentes, de que estuviesen en gloria los que no hubiesen sido de santa vida; en cuya vida no pudieran estar si el hombre no muriera y no tuviese hambre, sed, trabajos, enfermedades ni muerte; ni este mundo bastara para tener la gran gloria para la que ha sido creado el hombre, esto es, tener en el paraíso gloria inestimable y sin fin.

Dijo Félix:

—Señor, ¿por qué Dios no creó antes el mundo? ¿Y por qué no lo creó mayor y más hermoso, y mejor y más noble, ya que la bondad y el poder de Dios se hallan en grandeza de virtud y de toda perfección?

Dijo el ermitaño:

—Una reina era mujer de un rey noble, el cual era muy poderoso en reinos y en grandes tesoros que tenía. Aquella reina no podía tener hijos, y temía morir sin hijos. Muy en gran tristeza se hallaba la reina porque no podía tener hijos que tras la muerte del rey reinasen. Un día ocurrió que el rey entró en su habitación, donde encontró a la reina que lloraba y se lamentaba porque no podía tener hijos. Aquel rey consoló a la reina diciéndole estas palabras: «Reina», dijo el rey, «un obispo había en una noble ciudad, y tenía gran renta y gran señorío en aquella ciudad y en muchos otros lugares. Ocurrió que un arcediano, sobrino del obispo, murió, y este arcediano era hombre muy mal acostumbrado. Aquel obispo se airó mucho de la muerte del arcediano, pues deseaba que aquél fuera obispo cuando el obispo dejase esta vida. ¿Os parece, reina», dijo el rey, «que el obispo debía estar muy airado de la muerte de su sobrino?». «Señor», dijo la reina, «por cuanto el arcediano era sobrino del obispo, debió quedar el obispo despechado a causa de su muerte, pero no por cuanto a la loca intención que el obispo tenía de que su sobrino, que era hombre pecador, deseaba que fuese obispo tras su muerte». Mucho plugo al rey la respuesta de la reina, a la cual dijo estas palabras: «Reina, la razón por la cual estoy en el oficio de rey no es para que yo tenga un hijo que sea rey, sino para que reine como rey, y que tenga justicia y paz en mi tierra, de modo que en ella Dios sea amado y conocido. Y por eso, si por ventura yo tuviese un hijo que fuese rey después de mi muerte, y fuese un hijo mal acostumbrado, y no reinase como rey, sería mucho mal, y este mal sería contrario a aquello por lo que sería rey; y por esto Dios, que es sabio en todas las cosas, ordena que después de mi muerte haya un rey tal que sea digno de ser rey, y que siga el fin por el que un hombre está en el oficio del rey». Mucho agradaron a la reina las palabras del rey, en las cuales fue consolada y alegrada, y puso toda su esperanza en la voluntad y en la ordenación de Dios; y por esta esperanza que la reina tuvo en Dios, Dios le dio un hijo, que fue rey muy sabio y que mucho tiempo reinó sirviendo y amando a Dios.

Al cabo de todas estas palabras, el ermitaño dijo a Félix que el mundo no existía para existir antes, ni para ser mayor o más hermoso, sino para que Dios sea conocido, amado y servido. Y por eso fue el mundo creado en aquel tiempo según el cual quiso Dios ser conocido y amado; y creólo tal, y de tan gran cantidad, como conviene a la cantidad según la cual Dios quiere por su pueblo ser amado y conocido.

 

 

[VII]

 

DE LA ENCARNACIÓN QUE EL HIJO DE DIOS

TOMÓ EN NUESTRA SEÑORA SANTA MARÍA

 

Una vez que Félix se dio por satisfecho y asegurado de la existencia de Dios por las palabras del santo hombre ermitaño, Félix se despidió del ermitaño. El ermitaño le dio su bendición y lo encomendó a la guarda y bendición de Dios.

Después de la despedida, Félix descendió del monte en el que vivía el ermitaño. Al pie de aquel monte había un gran bosque, por el cual Félix anduvo hasta hora del mediodía. Después que Félix hubo dicho la hora nona, descansó junto a un manantial, considerando que así como aquella agua corría al mar así hay en el mundo almas de infieles que noche y día corren hacia el fuego perdurable; y que no se ha procurado, ante la perdición de aquellas almas, hacerlas venir hacia el camino de salvación. Mucho se maravilló Félix de que Dios no mandase a los infieles mensajeros que demostrasen la verdad de la santa fe católica, y de que los católicos profesasen a Dios tan poco amor que no lo hiciesen amar y conocer a los infieles.

Mientras Félix así se maravillaba, una loca hembra pasaba por aquel paraje donde Félix estaba. Aquella hembra venía cabalgando en un palafrén; muy bien vestida iba; iba a ver a un prelado, el cual le había mandado con un clérigo suyo el palafrén en que cabalgaba. Félix se levantó cuando vio cerca de sí a la loca hembra, a la cual saludó. El palafrén, que había entrado en el agua, se espantó, y la loca hembra cayó en el agua, la cual mojó todas sus vestiduras, y se hubiera ahogado en el agua si Félix y el clérigo que iba con la hembra no la hubieran ayudado y sacado del agua. Aquella loca hembra lloraba y gemía a grandes voces porque se había mojado sus vestidos, y maldijo a Félix porque al levantarse había espantado a su palafrén y ella había caído en el agua. Félix se maravilló de que la loca hembra le maldijera, puesto que él no se levantó con la intención de hacerla caer en el agua; y, ya que la había salvado de la muerte, se maravilló de que le maldijera y no le guardara agradecimiento. Mucho se maravilló el clérigo de la paciencia de Félix, el cual bendijo a la hembra en tanto que ella le maldecía.

Mientras la loca hembra enjugaba sus vestidos, Félix preguntó al clérigo dónde iba aquella hembra.

—Señor —dijo el clérigo—, va a casa de un prelado, el cual me ha mandado a mí como mensajero, para poder pecar con ella.

—Amigo —dijo Félix—, mucho me maravillo de que hayáis podido aceptar tal mensajería, que es condenación de vuestra alma; y mucho me maravillo de que en el corazón del prelado, que tiene oficio de amar y conocer a Dios, pueda caber cosa alguna que a Dios sea desagradable.

—Señor —dijo el clérigo—, este prelado de quien vos os maravilláis tiene mucha renta y señorío y es hombre que mucho ama a esta loca hembra, con la cual ha pecado mucho tiempo; y para que de ello se derive para mí algún beneficio soy obediente a su mandato.

—Amigo —dijo Félix—, mucho me hacéis maravillar, porque con oficio de demonio queréis tener beneficio, y ello no debe ser concedido a quien sea enemigo de Dios; pues aquel oficio tuvo por fin que Dios fuera conocido y amado.

Cuando Félix hubo entendido la ocasión por la cual la loca hembra iba, se dirigió a la hembra, a la cual dijo estas palabras:

—¡Oh, loca hembra! ¡Cómo me has hecho maravillar! Porque lloras porque has caído del palafrén al agua y te has mojado los vestidos, que están ornados para que puedas usar de la mancilla de lujuria. Loca hembra, ¿por qué no lloras por haber caído de la celestial gloria, para la cual fuiste creada? Pero tú misma te has precipitado en el camino por el cual vas al abismo infernal, y tu memoria, entendimiento y amor has derruido y mancillado en el hedor de lujuria. Loca hembra, llora porque has perdido a Dios, y porque has mancillado tu alma en tan vil obra.

Estas palabras y muchas otras dijo Félix a la hembra loca, la cual cuanto más fuertemente Félix le predicaba, más fuertemente le afrentaba, y en menos preciaba sus palabras. La loca hembra subió a su palafrén y siguió su camino.

Mucho pensó Félix en el prelado al cual la loca hembra iba. Luego pensó en la pobreza en la que Jesucristo estuvo en el mundo, y los apóstoles. Mientras Félix así pensaba, juzgó que el prelado no creía en Jesucristo ni en la fe católica, pues, si creyera, no parecía que por la loca hembra debiera estar contra Dios y su orden. En tanto que así Félix pensaba, tuvo la tentación de si fuera cierto el advenimiento de Jesucristo; y comenzó a dudar de su fe, por cuya duda cayó en muy grave pensamiento.

Mientras Félix así dudaba, una hembra vino llorando y gimiendo con grandes gritos, y aquella hembra iba a ver a un santo hombre que se llamaba Blanquerna. Aquel santo hombre estaba en una ermita en la cual contemplaba a Dios. Aquella hembra había perdido, por muerte, a un hijo a quien mucho amaba; y, por la aflicción que tenía de la muerte de su hijo, iba a que Blanquerna le dijese palabras devotas y de consolación, para que pudiese tener paciencia en la muerte de su hijo. Félix dijo a la hembra:

—¿Por qué lloráis?

—Señor —dijo la hembra—, lloro por la muerte de mi hijo, a quien más amaba que a cosa alguna de este mundo. Y, por el dolor, aflicción y tristeza en que estoy por la muerte de mi hijo, lloro y estoy desconsolada tan gravemente que apenas vivo. Y para que a mi ira pueda tener algún remedio, voy a ver a un santo ermitaño que se llama Blanquerna, el cual es muy santo hombre y tiene gran sabiduría, y las gentes de estas tierras, cuando tienen algún desconsuelo o dudan de algo, acuden a él, y le preguntan aquello de lo que dudan; y el buen hombre consuela a los afligidos con las palabras de Dios, y da consuelo a los que dudan de lo que no entienden.

Mucho plugo a Félix lo que le dijo la hembra; y con la hembra fue a ver a Blanquerna, para que le diera conocimiento de la encarnación del Hijo de Dios, de la cual dudaba.

Mientras Félix iba con la hembra por el bosque, tentación le vino muy grande de pecar con la hembra. Mucho se maravilló Félix de la tentación que tuvo, y, para sí mismo, dijo a Dios nuestro Señor estas palabras:

—Señor Dios glorioso, suma de toda perfección, ¿cómo y por qué has desamparado a tu servidor Félix, que en todo momento de su vida se proponía conocerte y amarte? Ahora está Félix en pecado y en error, pues de tu santa encarnación se halla dudoso, y en deseo de carnal deleite ha caído, y en voluntad se encuentra de corromper su virginidad. ¿Cómo y por qué ha caído Félix en tan vil estamento? Y ¿dónde está la fe en que estar solía? La virginidad que tanto amaba ¿a dónde ha ido?

Mientras Félix así en sí mismo hablaba, y de sí mismo se maravillaba, la hembra que con él iba lloraba y se lamentaba, y a Dios decía estas palabras:

—Altísimo señor, que con justicia lo haces todo, mi voluntad es contra justicia por cuanto desama la muerte de mi hijo, al cual has dado muerte con justicia, justicia que está en todo cuanto quiere tu voluntad. Loca es mi voluntad que desama lo que ha querido tu voluntad en la muerte de mi hijo; desobediente es mi voluntad a tu justicia. Por tanto, como sea mi voluntad creada para querer todo cuanto quiere tu voluntad, mucho me maravillo de la impaciencia de mi voluntad, contraria a las obras de tu voluntad y de tu justicia.

Mucho se maravilló Félix de las palabras de la hembra, pues eran palabras muy devotas y de gran sabiduría; y se maravilló de que, diciendo la hembra tales palabras, pudiera tener impaciencia por la muerte de su hijo, y de que él pudiera tener movimiento de lujuria para pecar con tal hembra que tan santas y tan devotas palabras decía de Dios.

Hallándose Félix en este pensamiento maravilloso, él y la hembra llegaron a la ermita en la cual estaba el santo hombre Blanquerna.[6] Aquel santo hombre estaba bajo un hermoso árbol, y tenía un libro en el que había mucha ciencia de teología y de filosofía con la que contemplaba al rey de gloria. Félix y la hembra saludaron a Blanquerna, y Blanquerna agradablemente les devolvió sus saludos. Ambos se sentaron al lado del santo hombre, y la hembra habló primero, y dijo estas palabras:

—Señor Blanquerna, en una alta montaña se encontraron Amor y Temor; alegremente se saludaron y se acompañaron en su camino. Temor preguntó a Amor qué quería, y por qué había ido a aquella montaña. Respondió Amor que la razón por la que había ido a aquel lugar era para edificar en aquella montaña un hermoso palacio en el que estuviera todos los días de su vida. Se entristeció Temor por aquellas palabras; maravillóse Amor de la tristeza de Temor. Amor preguntó a Temor por qué estaba triste. Respondió Temor diciendo estas palabras: «Mayor cosa es temor en alma que tema ofender a Dios que amor en alma que ama las cosas mundanas. Y, pues vos amáis los delites de este mundo, y yo tengo temor de la justicia de Dios, tengo tristeza de que queráis edificar o estar en esta montaña en la cual yo me propongo edificar y estar todos los días de mi vida».

Tras estas palabras, la hembra contó a Blanquerna que se hallaba en tristeza y en dolor por la muerte de su hijo, y tenía mayor amor a su hijo que temor de Dios; y por esto había acudido a Blanquerna: para que la consolara en tal manera de la muerte de su hijo, hasta que mayor temor tuviera de Dios que dolor de la muerte de su hijo.

Mucho se maravilló Blanquerna de la hermosa semblanza que la buena hembra tenía, comparada a su estamento, y maravillóse de que el conocimiento que la hembra tenía de su flaqueza no la consolase y no la hiciese estar obediente bajo la voluntad de Dios; pues es natural cosa que conocimiento dé arreglo y orden a camino de salvación, y haga que el temor de Dios prevalezca sobre el amor que las gentes tienen en este mundo a las cosas que persiguen. Después que Blanquerna hubo estado en tal pensamiento, dijo a la hembra estas palabras:

—En una ciudad había un alcalde que era muy lujurioso, orgulloso, injurioso, avaro, y en sí tenía muy malas costumbres. El rey de aquella ciudad era muy sabio, justo, generoso, humilde y lleno de todas las buenas cualidades. A aquella ciudad llegó un peregrino, que se hospedó en la posada de un hombre que decía estas palabras a un caballero que se quejaba del alcalde que había seducido a su hija, con la cual pecaba: «Grande es la justicia del rey que deja que el alcalde use mal de su oficio, pues cuanto más el alcalde ofende al rey y a su pueblo, más multiplica la pena que el rey dará a su alcalde; y el pueblo, que tiene paciencia ante las malas costumbres del alcalde, más galardón dará al rey cuanto más contrario sea el alcalde a su pueblo». Mientras el mesonero decía estas palabras, el caballero dijo que en el alcalde, que era malo, significábase que el rey era malo, y que tenía costumbres parecidas a las que el alcalde tenía. Toda aquella noche estuvo aquel peregrino cavilando en las palabras que había oído, y no sabía discernir quién significaba mayormente en su hablar el estamento del rey, si el caballero o el mesonero.

Después que Blanquerna hubo dicho esta semblanza, dijo esta otra semblanza:

—Una doncella era muy hermosa y era muy deseada para el carnal deleite. Aquella doncella tuvo en voluntad amar la virginidad, para servir a Dios en aquello en que era más deseada y ser en ello más contraria a la vanidad de este mundo. Ocurrió que un loco hombre dijo mal de aquella doncella, y la calumnió por pecado de lujuria. Aquella doncella se airó mucho contra aquel loco hombre, al cual tuvo tan mala voluntad que cayó en ira, que es pecado mortal. Mientras la doncella estaba en pecado mortal, esto es, en pecado de ira, en voluntad le vino pecar con un caballero que mucho tiempo llevaba amándola. Mucho se maravilló la doncella de la voluntad que tenía de pecar con el caballero y corromper su virtud, que mucho había conservado. Aquella doncella se confesó con un santo religioso, al cual dijo estas palabras: «Señor, muy atormentada estoy por el pecado de lujuria, que muy fuertemente solía desamar. Ahora no sé qué tengo en voluntad pecar con un caballero que mucho tiempo me ha amado. Por merced os pido que me digáis de dónde viene y en qué consiste que así haya cambiado de buen estamento a malvado estamento». El santo hombre preguntó a la doncella por los demás pecados mortales para que por ellos pudiese conocer la razón por la cual la doncella había concebido pecar por pecado de lujuria. La doncella dijo al santo hombre que estaba en pecado de ira contra aquel hombre que la había infamado; por esta ira el santo hombre conoció que la doncella estaba desamparada de Dios, y por eso había caído en loca voluntad. El santo hombre dijo a la doncella que perdonase a aquel hombre y que en su corazón le amara, y que no se diese vanagloria de su virginidad.

Después que Blanquerna hubo terminado estas palabras, la hembra entendió su doctrina por las semejanzas. Félix se maravilló en gran manera de las semejanzas que dicho había a la hembra, por cuyas semejanzas entendió la razón por la que había caído en tentación de fe y de lujuria; y alabó y bendijo a Dios en aquellas semejanzas que oído había, y dijo a Blanquerna estas palabras:

—Señor, en una tierra ocurrió que un religioso cristiano disputó tan largamente con un rey sarraceno que le hizo entender que la fe de los sarracenos es falsa; y el rey conoció, por las necesarias razones que el religioso le había dicho, que se encontraba en estamento de condenación. El rey rogó al religioso que le probase por razones necesarias que la fe de los cristianos era verdadera, y así abrazaría el cristianismo, y se bautizaría, y su tierra rendiría a la ordenación de la santa Iglesia. Aquel religioso respondió que no podía demostrar por razones necesarias que fuese verdadera. Mucho desplugo a aquel sarraceno lo que le había dicho el fraile religioso, al cual dijo que mal había hecho al quitarle de la fe de los sarracenos, en la que creer solía, pues no le podía dar razones necesarias de la fe romana. Y dijo que grave cosa era dejar su fe por otra fe; mas dejar su fe mala por fe verdadera, donde pueda haber necesidad de razón, era cosa muy conveniente, a saber, dejar creencia por entendimiento. Aquel rey dijo al fraile que si no le hacía entender la fe de los cristianos él le haría morir de mala muerte. Aquel fraile huyó, y el rey murió en el error, de donde se siguió mucho daño para él y para toda su tierra.

Esta semejanza dijo a Blanquerna para que Blanquerna le probase la encarnación y para que Félix en adelante no pudiese caer en tentación de fe, pues es tentación muy grave y peligrosa. Tras esta semejanza, Félix dijo otra semejanza para que no cayese nunca en tentación de lujuria.

—Señor —dijo Félix—, un ermitaño había pasado cuarenta años en un ermitorio, en el cual había llevado muy áspera vida. Un día ocurrió que el ermitaño limpiaba su cilicio, y se vio muy flaco y muy castigado por el gran sacrificio que hacía. El ermitaño consideraba que Dios le daría gran gloria por la penitencia que sostenido había. Aquel ermitaño conoció la tentación en que había caído, por tener vanagloria de la penitencia que había hecho. Aquel ermitaño pensó el modo de mortificar en sí tan fuerte tentación de vanagloria para que nunca cayese en semejante tentación. El buen hombre se vistió con su cilicio, y fue a una ciudad que estaba al pie de la alta montaña en la que el ermitaño había pasado cuarenta años. Por aquella ciudad fue el buen hombre gritando si había alguien que quisiera comprar el mérito que él había ganado en cuarenta años por hacer penitencia; y todos los hombres que le oyeron se maravillaron de que hubiese perdido el juicio. Aquel ermitaño preguntó a un hombre si por la gloria que él había ganado en servir a Dios cuarenta años le daría tres panes que el hombre llevaba. Aquel hombre respondió diciendo que no le daría por eso ni un pan; y por ello el ermitaño se reprimió a sí mismo tan fuertemente de la tentación de vanagloria, que en adelante no cayó en tentación de vanagloria, y volvió a hacer penitencia como solía.

Tales palabras dijo Félix a Blanquerna, para que Blanquerna le diese tan fuerte penitencia que nunca cayera en tentación de lujuria, en cuya tentación había caído. Y la tentación de fe y de lujuria contó Félix al ermitaño según le había ocurrido.

Mucho pluguieron a Blanquerna los dos ejemplos que Félix le había relatado, y dijo a Félix estas palabras:

—Bajo un hermoso árbol, cerca de una fuente, estaban un filósofo y un pastor. Aquel filósofo dijo al pastor palabras de filosofía, que el pastor no podía entender. Mientras el pastor se maravillaba de las palabras que el filósofo le había dicho, lobos vinieron a las ovejas del pastor, que devoraron a buena parte de las ovejas.

Tras esta semejanza, que dijo para que en adelante Félix no tuviese tentación de fe, dijo otra semejanza a Félix, para que no tuviese tentación de lujuria.

—En un hombre muy rico había dos pecados: uno era avaricia y el otro era ira. Un día ocurrió que aquel hombre oyó en el Evangelio que Dios mandó a un hombre amar a su enemigo. Aquel hombre se propuso en su corazón amar a aquel hombre al que tenía mala voluntad. Incontinente que amó a aquel hombre al que desamaba, lo iluminó Dios para que saliera del pecado de avaricia, pues mortificación de un pecado es ocasión de la destrucción de otro pecado. Pues, quien desama lujuria —dijo Blanquerna— desama a todo otro pecado, pues un pecado es ocasión para el hombre de otro pecado.

»Félix —dijo Blanquerna—, ante un pagano disputaban un cristiano y un judío y un sarraceno acerca de la encarnación del Hijo de Dios. El judío y el sarraceno negaban al cristiano la encarnación, y el cristiano la probaba según estas palabras: “Manifiesta cosa es que Dios ha creado al mundo para que lo conozca y lo ame. En Dios residen grandeza, bondad, eternidad, poder, sabiduría y voluntad. Por la bondad ha querido que el mundo sea bueno, y que buena cosa sea conocer y amar a Dios; por la grandeza quiere Dios que sea su bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría y voluntad muy conocida y amada; por la eternidad quiere Dios que los hombres que lo amarán y conocerán sean perdurables en gloria sin fin; por el poder quiere Dios que todas aquellas cosas sean verdaderas por las que Dios pueda ser más conocido y amado; por la sabiduría quiere Dios que sean más sabios aquellos hombres que más amen y conozcan a Dios; por la voluntad quiere Dios que estén en camino de verdad aquellos hombres que tienen mayor fe, y que mayor mérito tengan, y en los que más fuertemente esté significada la bondad y todas las dignidades de Dios, que en Dios hay gran virtud y nobleza, misericordia y justicia; y la voluntad de Dios quiere que estén en camino verdadero los hombres que más aman a Dios y a las virtudes y desaman a los vicios”.

»El cristiano dijo que la mayor bondad que Dios pueda hacer en el hombre, es hacer que sea Dios en la esencia del Hijo de Dios; y la mayor grandeza que pueda haber en el hombre es que sea una sola persona con Dios, que es infinita grandeza; y la mayor duración que una criatura pueda tener, es que dure sin fin, al ser Dios; y el mayor poder que un hombre pueda tener es que pueda ser una sola persona con el hijo de Dios; y la mayor sabiduría que una criatura pueda tener, es que sepa que es una sola persona con el Hijo de Dios, y que sepa que todo cuanto ha sido creado ha sido creado para que esta criatura sea hombre y Dios; y la mayor firmeza que una criatura pueda tener para con Dios y para consigo misma es que guste de ser una sola persona con Dios; y lo mismo síguese de virtud, verdad, y de perfección y de nobleza. Nadie puede hallarse más dispuesto a conocer y amar a Dios que un hombre que sea Dios y haya muerto para que sea conocido y amado Dios, y para que sea redimido el pueblo de Dios; ni puede pueblo alguno estar más obligado a conocer y amar a Dios que un pueblo que crea que ha sido redimido y salvado por la encarnación y pasión de Hombre Dios.

»Tras esta semejanza que el cristiano hubo hecho al pagano de la encarnación de Dios, dijo el pagano estas palabras: “Un rey envió a la corte de Roma a un caballero que mucho amaba. Aquel caballero procuró al rey muy bien su negocio en la corte del apostólico. Cuando el caballero regresaba, ladrones mataron al caballero y le robaron cuanto llevaba encima. Aquel caballero tenía mujer e hijos; y cuando supo la muerte de su marido, acudió ante el rey con todos sus hijos, y lloró y lamentó la muerte de su marido, rogando al rey que por los méritos de su marido le ayudara a satisfacer sus necesidades. Mucho lloró el rey con la mujer del caballero y con sus hijos, y mucho se tuvo por obligado para con la mujer y los hijos por amor del caballero, que por sus negocios había muerto”.

»Tras esta semejanza, el cristiano dijo al pagano si naturalmente se sentía movido a amar y conocer a Dios por las palabras que había dicho de su fe que por las palabras que el judío y el sarraceno habían dicho de su fe y contra la fe de los cristianos; pues, si el pagano se sentía más inflamado por el amor de Dios y más iluminado acerca de las obras de Dios por sus palabras que por las palabras del judío y del sarraceno, seguíase necesariamente que sus palabras fuesen verdaderas; pues si eran falsas, seguiríase que la bondad y la grandeza y las demás virtudes de Dios fuesen a sí mismas y a sus obras contrarias, y esta contrariedad es imposible. Mucho pensó el pagano en las palabras de los tres sabios; y por las palabras del cristiano entendió que Dios participaba en mayor grado con el hombre y con todas las criaturas en bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría y voluntad, y así en todas las virtudes de Dios, que por las palabras del judío y las del sarraceno; y fue cristiano, y deseó amar, y honrar, y conocer a Dios.

Mucho plugo a Félix la hermosa semejanza por la cual Blanquerna le había probado la encarnación del Hijo de Dios, y se reafirmó en la fe en que estar solía; y alabó a Dios, que tanta sabiduría había dado a Blanquerna, que por semejanzas respondía y probaba las preguntas que se le hacían, y por aquellas semejanzas adoctrinaba a las gentes en buenas costumbres, y en amar, honrar y conocer a Dios.

 

 

[VIII]

 

DE LA SANTA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

 

—Señor —dijo Félix—, me tengo por muy bien pagado con la prueba que me habéis hecho de la santa encarnación del hijo de Dios, que he entendido por ejemplos que significan aquella encarnación. Pero mucho me maravillo de por qué la naturaleza divina dejó crucificar, atormentar y matar a la humanidad, con la cual es una sola persona, como sea que la deidad ame a la naturaleza humana sobre todas las criaturas, y amor tenga naturaleza de evitar pena y muerte a aquello que ama.

Blanquerna respondió y dijo que en la santa humanidad de Jesucristo ha puesto la naturaleza divina más bondad que en todas las demás criaturas; y la grandeza de aquella naturaleza humana es mayor en virtud de durar, de poder, entender y amar, que toda la otra virtud que Dios ha creado. Y por eso convino que así como la bondad de Dios exaltó la bondad de la humana naturaleza de Jesucristo sobre toda bondad creada, así la bondad de la humanidad de Jesucristo se entregase a sufrir gran mal de pena, para honrar la bondad divina; y este mal de pena convino que fuese mayor que ninguna pena que pudiese ser sentida.

—Hijo amado —dijo Blanquerna—, así como Dios Hijo exaltó la humanidad de Cristo en la mayor grandeza que pudo, al hacerla ser una sola persona consigo mismo, así la humanidad de Cristo se quiso humillar en la mayor poquedad en la que pudo humillarse. Y eso hizo por honrar a la gran grandeza del Hijo de Dios, y esta mayor poquedad residió en que Cristo quiso encarnarse en pobre hembra, y quiso nacer y ser criado pobremente, y quiso tener privanza de pocos y pobres hombres, y poco quiso predicar, poco quiso ser honrado, pocos milagros hizo por los muchos que pudiera hacer, pobre quiso ser y poco quiso vivir; y, según el honor que le tocaba, menos honor tuvo que ningún hombre en este mundo, y a la muerte se quiso humillar, con la que poquedad conviene; y todas estas cosas hizo por honrar a la grandeza del Hijo de Dios. Porque Dios quiso ser hombre, quiso que todos los hombres que son, o fueron, o serán, sean perdurables sin fin, para que la humanidad de Cristo sea honrada en gloria sin fin, y sea amada, conocida por todos los santos de gloria, los cuales tengan gloria en la gloria de aquella naturaleza divina y humana de Cristo. Y por eso la naturaleza humana de Cristo quiso pasar muchos trabajos en este mundo: para que a la naturaleza eterna diese honor en este mundo.

Dijo Blanquerna:

—Un rey tenía guerra con un conde al cual había quitado su tierra, excepto un fuerte castillo en el que estaba el conde. Aquel conde era hombre muy malo y muy orgulloso, y había hecho al rey, que era su señor, muchas villanías e injurias. Un día ocurrió que el conde oía hablar de la santa pasión de Jesucristo, la cual predicaba un santo hombre. Después del sermón, el conde se fue al palacio, y mientras él se iba a su palacio, un lebrel suyo al que mucho amaba corrió tras un can pequeño, el cual se echó al suelo para que el lebrel no le hiciera daño. Aquel lebrel mató y despedazó al can pequeño ante el conde. El conde se airó tanto contra el lebrel que le hizo matar, y dijo a sus caballeros estas palabras: «Nunca vi ni oí decir que ningún animal hiciera tan gran crueldad como el lebrel que ha matado al can pequeño, que se le humillaba para que no le matara».

»Aquel conde tenía un sabio caballero, antiguo de días, y que era hombre de santa vida, y este caballero dijo al conde estas palabras: “Señor conde, la más noble criatura, y la que tiene mayor poder que todo cuanto ha sido creado, es Jesús, hijo de nuestra señora santa María; y el más menguado animal que haya en el mundo es el hombre pecador. Jesucristo, que tiene mayor grandeza de poder que ninguna otra criatura, se entregó y se humilló a muerte para salvar a los judíos y a todos nosotros. Aquellos judíos eran pecadores, e hicieron crucificar y matar, con la más grave muerte que pudieron, a Jesucristo”. Mucho pensó el conde en las palabras que le había dicho el caballero, y por virtud de la santa pasión de Jesucristo concibió en su ánimo humildad y contrición de corazón. Aquel conde subió a su caballo; se fue solo a ver al rey; a los pies de aquel rey se arrojó el conde, y pidió al rey que por merced le perdonara. El conde dijo sus culpas ante el rey y ante su consejo, pidiendo merced.

»Mucho se maravilló el rey de la venida del conde y de las palabras que decía. Aquel rey dijo al conde estas palabras: “Un escudero había ofendido a un caballero, que era señor del escudero. Aquel escudero tuvo gran contrición y arrepentimiento de la culpa que había cometido contra su señor. El caballero hacía buscar al escudero que había huido por temor de muerte. Un día ocurrió que el caballero regresaba de cazar, y pasó ante una posada en la cual estaba escondido el escudero. Aquel escudero salió de la posada y se fue a arrodillar y humillar ante el caballero, al cual pidió merced diciendo estas palabras: ‘Señor, falsedad y engaño me inclinaron a culpa, que cometí contra vos. Temor de muerte me hizo huir; vuelto a mi ánimo está el buen amor que mucho tiempo os tuve. No pido merced para vivir, sino que me acuso por digno de muerte. Merced pido para que mi alma perdonéis y al cuerpo hagáis morir con la muerte que ha merecido’. Con gran maravilla se maravilló el caballero del escudero, pues nunca había visto a nadie que tan bien pidiera merced como lo hizo el escudero. El caballero bajó de su caballo y besó al escudero, que lloraba, en los ojos y en la boca, porque verdaderamente pedía merced. El caballero hizo caballero al escudero, al cual dio grandes dones, y le hizo muy principal en toda su tierra”.

»Cuando el rey hubo acabado estas palabras, el conde que merced le pedía contó al rey la razón por la que había ido a su corte a pedir merced, y contó el sermón que había oído de la pasión de Cristo, y la muerte del lebrel y del can pequeño, y contó las palabras que le había dicho el caballero de la pasión de Jesucristo. Después que el conde hubo contado todas estas cosas, dijo al rey y a su corte estas palabras: “En tan gran soberbia ha estado mi ánimo orgulloso, que no lo pude humillar hasta que con el poder de la santa pasión de Jesucristo lo humillé al pedir merced y estarme a hinojos ante vos y vuestra corte; porque si Cristo, que es Dios y hombre, se humilló ante la muerte y ante hombres pecadores, sin tener culpa ni haber cometido agravio, harto digno soy de ofrecerme a morir, porque digno soy de muerte por mi ánimo orgulloso, falso, que muchas veces me ha hecho cometer traición y engaño contra mi leal señor y contra su leal consejo”. Mucho pluguieron al rey y a todo su consejo las palabras del conde, al cual perdonó, y le devolvió toda su tierra y le hizo miembro de su consejo. Y el rey y su corte alabaron el poder de Dios, que con humildad vencía todo ánimo orgulloso.

»Un día ocurrió que aquel conde pasaba cerca de un noble monasterio donde había muchos buenos hombres de penitencia. Un buen hombre hortelano se había dedicado a servir a aquellos santos hombres y llevaba estiércol al huerto. Mientras el conde pasaba por el camino, el conde recordó la santa pasión de Cristo y la santa vida que los santos hombres llevaban en aquel monasterio; y tuvo devoción de que así como Jesucristo se dio a la humildad y despreció la vanidad de este mundo, así dejaría este mundo y se daría al más vil oficio que encontrase. Aquel conde bajó de su caballo, y dijo al hortelano que le diera su capazo, donde llevaba el estiércol y sus vestidos, y que tomara su caballo y sus vestiduras, que le dio. Aquel hortelano respondió y dijo al conde estas palabras: “Señor conde ¿recordáis que un sobrino vuestro estuvo perdido mucho tiempo, y vos le habíais armado caballero, y queríais prohijarle en todo cuanto tenéis?”. El conde respondió y dijo que recordaba aquello que de su sobrino le contaba, y dijo que muchas veces le había hecho buscar por varios reinos, y que nunca tuvo nuevas algunas de él. “Señor”, dijo el hortelano, “yo soy aquél a quien vos tanto solíais amar”. El conde conoció que el hortelano era su sobrino, pero porque hacía mucho tiempo que no le había visto, y porque estaba flaco por la gran penitencia que pasaba, no le había conocido al acercársele. Mucho plugo al conde haber encontrado a su sobrino, y maravillóse de que a tan vil oficio se hubiera dado. Mientras el conde así se maravillaba, recordó que él mismo quería tener aquel oficio en el cual estaba su sobrino, y maravillábase de sí mismo, de que se maravillase en otro de aquello que en sí mismo tener quería. “Amable sobrino”, dijo el conde, “quiero que de hoy en adelante seas conde y señor de toda mi tierra, y yo quiero ser hortelano todos los días de mi vida”. El hortelano respondió y dijo al conde estas palabras: “Señor conde, aquel día que vos me armasteis caballero, oí predicar a un santo hombre que mejor cosa era, en sabiduría humana, saber humildad y saberse a sí mismo en oficio que sea de servir a Dios, que ser rey de Francia.[7] Y por eso, señor conde, tal saber no quiero desterrar de mi alma por vuestro condado ni por todo cuanto darme podíais; pues más quiero este capacho y estas pobres vestiduras que vuestro caballo o vuestros vestidos; porque con mi capacho y con mis pobres vestidos soy más agradable a la sabiduría de Dios de lo que sería con vuestro caballo o con vuestros vestidos”.

»En una ciudad[8] había un noble burgués, que tenía mujer e hijos y grandes riquezas. Aquel burgués deseaba muy vivamente ser servidor de Dios, y no quería tener en su corazón ningún otro amor sino el amor de Dios; pero, por su mujer y sus hijos, y las honras y riquezas que tenía, no podía amar a Dios según amarlo deseaba. Aquel burgués acabó con su mujer, a la que dio franquicia, y les dio a ella y a sus hijos todo cuanto tenía, excepto una casa y una viña, que retuvo para la necesidad de su cuerpo. Mucho más pudo el burgués entonces contemplar a Dios que antes; pero a veces la casa y la viña que poseía le estorbaban de pensar en Dios. El burgués dio la casa y la viña que poseía, por amor de Dios, y entonces pudo pensar en Dios más que antes. Pero sus hijos y sus parientes le estorbaban a las veces; y el burgués no pudo satisfacer y amar bien a Dios según su voluntad hasta que se fue a tierra extraña. Y fue tan pobre, que ninguna cosa tuvo; y entonces tenía a Dios en toda su voluntad, y nada le estorbaba de amar a Dios.

Cuando Blanquerna hubo contado con semejanzas a Félix la razón por la cual la deidad quiso que la humanidad de Cristo estuviese en este mundo en pobreza, pasión, deshonor y muerte, Félix conoció la razón por estas semejanzas que Blanquerna dicho había, y alabó y bendijo a Dios, y en su corazón se propuso ser pobre todos los días de su vida, y deseó morir por dar conocimiento y amor del Hijo de Dios, que, por la santa humanidad que tomó, quiso ser tan conocido y amado.

 

 

[IX]

 

DEL PECADO ORIGINAL

 

—Señor —dijo Félix—, he oído contar que por el pecado mortal que nuestro padre Adán cometió cuando comió del fruto y fue desobediente estamos todos en pena corporal; a saber: hambre, sed, frío, calor y enfermedad y muerte tenemos por ello. Y también he oído decir que quienquiera que no esté bautizado, perdido está por el pecado original. Por tanto, como el alma de cada hombre no sea el alma de Adán, y puesto que ningún hombre debe tener pena, según a mí me parece, por pecado que él propiamente no ha hecho, mucho me maravillo de cómo pueda ser que tengamos pena por el pecado de Adán.

Respondió Blanquerna, y dijo:

—Un rey había quitado un castillo a un caballero, muy contra derecho. Aquel rey murió, y dejó a su hijo por heredero. El caballero que había perdido el castillo rogó al rey que le devolviera el castillo que su padre le había quitado. Respondió el rey, y dijo que él no tenía culpa de pecados de su padre, pues su padre no le había quitado el castillo con la voluntad del hijo, sino con su propia voluntad. «Señor», dijo el caballero, «así como vos sois rey por vuestro padre, así estáis obligado a satisfacer todo aquello a lo que estaba obligado vuestro padre; y, pues reináis por el derecho que vuestro padre tenía, estáis obligado a tener justicia en todo aquello que tenéis por el rey vuestro padre».

Cuando Blanquerna hubo dicho este ejemplo, lo aplicó a su propósito diciendo estas palabras:

—En Adán, antes de que engendrase a Caín y Abel, estaba toda la naturaleza humana, y en nuestra madre doña Eva; y en ambos fue exaltada la humana naturaleza sobre todos los animales y los pájaros, plantas, y los peces y demás cosas; y por lo que tenemos de nuestros padres, esto es, don Adán y doña Eva, estamos todos en la nobleza en que estamos sobre todas las demás criaturas sensibles. Pues, así como por el bien que tenemos de Adán y de doña Eva somos honrados, y esta honra no tenemos por nosotros mismos, así conviene, según regla de justicia, que seamos atormentados y envilecidos, más fuertemente que ninguna criatura, por el mal y el pecado que don Adán y doña Eva hicieron contra su creador; y por eso conviene que todos tengamos pena corporal por el pecado original.

»Caro amigo —dijo Blanquerna—, si por el pecado original no tuviéramos pena en el alma, entonces, siendo el hombre lo que es, si no estuviera bautizado, ya no podría estar en más vil estamento que un animal o cualquier otra criatura; y así Dios no podría satisfacer al uso de la gran justicia, la cual conviene que sea tan grande que, así como la bondad de Dios pudo, por gracia, exaltar a la naturaleza del hombre sobre toda criatura corporal, así la justicia de Dios haya podido abajar y castigar a la naturaleza humana en universal, de suerte que un hombre que no esté bautizado sea de más vil condición que ningún animal ni ninguna criatura; y en esa vil condición está todo hombre que no esté bautizado, pues por ausencia del bautismo juzgado está a condenación.

—Señor —dijo Félix—, ¿cómo puede la pasión de Cristo bastar a tan gran virtud que todo el humanal linaje sea redimido por ella, como quiera que sea la naturaleza humana de Cristo un solo hombre, y no muchos hombres?

Blanquerna dijo que la naturaleza humana de Cristo, por ella sola, no pudiera bastar a redimir todo el humanal linaje; pero, porque era y es una con el Hijo de Dios, por eso, por razón de la nobleza del Hijo de Dios, fue la naturaleza humana tan exaltada en honra, virtud, poder, y no sólo puede bastar para rehacer un siglo, que mil siglos haría, y muchos más aún.

—Señor —dijo Félix—, puesto que tan gran virtud tuvo la pasión de Cristo para salvar a su pueblo, ¿cómo puede ser que todos los hombres de este mundo no estén en vía de salvación? Y ¿por qué hay más infieles, que no creen en su advenimiento, que cristianos? Según eso, parece que su advenimiento no sea bastante para rehacer el mundo.

Blanquerna dijo que un rey tenía muy buenas costumbres en su persona, y había bien acostumbrado a su reino. Aquel rey tenía un hijo que mucho amaba, al cual acostumbró en sus costumbres, y al cual educó lo mejor que pudo. Aquel rey murió y su hijo reinó mucho tiempo, y fue muy sabio rey y bien acostumbrado, y mantuvo en paz y en justicia su tierra, por las buenas costumbres en que lo educó su padre. Tras la muerte del rey, reinó un rey loco, que no tuvo buenas costumbres, y gastó y dilapidó casi todo su reino, por las malas costumbres que tenía.

Blanquerna dijo que por una ciudad cabalgaba un sabio rey con gran séquito de caballeros, y en el camino por el cual pasaba se encontró con un presbítero que llevaba el cuerpo de Jesucristo. Aquel rey bajó de su caballo, y en tierra se arrodilló, y besó el suelo para rendir acatamiento al cuerpo de Jesucristo. Un loco caballero se maravilló de lo que el rey hacía, y no quiso bajar de su caballo ni rendir acatamiento al cuerpo de Jesucristo. Mucho se maravilló el rey del orgullo del caballero, al cual expulsó de su corte, y le quitó su beneficio, por el deshonor que había hecho a Cristo. Después que Blanquerna hubo dicho estas palabras, dijo que la pasión de Cristo bastaba para dar al rey ejemplo de caridad, justicia, devoción y humildad, y también bastaba al caballero que no quiso bajar de su caballo. Pero el caballero no quiso tomar de ella ejemplo ni virtud; y por eso no se halla el mundo en error por achaque de la pasión de Cristo, sino porque las gentes no quieren usar de las buenas costumbres que Cristo tuvo en sí mismo, y que dejó en los apóstoles, y los mártires, y los santos hombres.

 

 

[X]

 

DE NUESTRA SEÑORA SANTA MARÍA

 

Estaba Félix ante Blanquerna y pensaba en nuestra Señora, de la cual se maravillaba cómo pudo ser virgen tras la natividad de su hijo; y dijo a Blanquerna estas palabras:

—Señor, mucho me maravillo de que nuestra Señora pudiera tener a su hijo sin corrupción de su virginidad.

Blanquerna dijo que así como el hijo de nuestra Señora entró en ella sin corrupción de su virginidad, así convino que naciera sin corrupción de virginidad; pues si no lo hiciera, fuera su natividad contra natura de la generación y, en el comienzo de la generación de Cristo fuera nuestra Señora más noble que en el fin, cuando nació su hijo; y la voluntad de nuestra Señora que había elegido virginidad no hubiera podido ser cumplida en la natividad de su hijo. De modo que, para que nuestra Señora no fuera corrompida, ni saliera perdedora su voluntad en la natividad, quiso su mismo hijo conservar la virginidad en nuestra Señora, así antes del parto como después del parto.

Mientras Félix se maravillaba de las palabras que Blanquerna había dicho, Blanquerna dijo que un discípulo preguntó a su maestro cómo el resplandor del sol puede entrar en el resplandor del fuego sin corrupción del resplandor del fuego, y sin inclusión del resplandor del sol, que no se halla incluido en el resplandor del fuego, aunque esté dentro. Aquel maestro era muy sabio en la ciencia de filosofía, y dijo estas palabras: «Natural cosa es que en todo cuerpo que esté compuesto de los tres elementos entre un elemento en otro elemento sin que un elemento corrompa al otro elemento, y de los tres elementos surge el compuesto, a saber, el cuerpo compuesto por los tres elementos; así como el hijo de nuestra señora santa María, que en el vientre de nuestra Señora, siendo virgen, se reunió su cuerpo con la carne de nuestra Señora, entrando un elemento en el otro, y salió del vientre de nuestra Señora permaneciendo virgen; así como el cuerpo compuesto que surge engendrado de los elementos en otra especie que no es ninguno de los elementos, y en aquel cuerpo no se halla ninguno de los elementos corrompido esencialmente».

—Señor —dijo Félix—, cuando nuestra Señora veía que a su hijo, a quien tanto amaba, le prendían, le ataban, le herían, le escarnecían, le crucificaban y le mataban, ¿cómo pudo sufrirlo? ¿Y por qué nuestra Señora no murió de dolor cuando vio a su hijo muerto en la cruz?

Blanquerna dijo que en una ciudad había un burgués, que tenía muchos celos de su esposa, la cual tenía un hijo. La esposa del burgués era mujer muy casta y bien acostumbrada, y por encima de todas las cosas amaba a su hijo. Aquel burgués tenía un sobrino al que mucho amaba, el cual había infamado a la buena mujer esposa del burgués para que el burgués desamara a su hijo y el sobrino fuese heredero tras la muerte de su tío. Mucho se airó el burgués por las palabras que su sobrino le había dicho, y dijo a su sobrino estas palabras: «Sobrino amado, si me amas y quieres poseer mis riquezas después de mi muerte, obedecer mi mandato te conviene. Ve a ver a mi mujer, y ante ella pon tu mano en el vientre de su hijo, y sácale el corazón del vientre, para que por la muerte de su hijo muera de tristeza y dolor». Aquel mal hombre fue hacia la buena mujer que tenía en su regazo a su hijo, con el cual se consolaba de los trabajos que su marido le daba por causa de los celos en que se hallaba; el mal hombre arrebató a la mujer su hijo, y ante ella hundió el cuchillo en el vientre al niño, y luego metió en él la mano y sacó el corazón del niño en la mano, y lo arrojó al regazo de la mujer. Mientras el mal hombre así mataba al niño, el niño gritaba y lloraba, y su madre miraba, y él decía que le socorriera de aquel mal hombre que le mataba. La buena mujer a su hijo no podía ayudar, y, por el gran dolor que tenía, se maravillaba de no morir. Morir quería aquella buena mujer, puesto que a su hijo veía morir. Pero para que la buena mujer tuviese gran paciencia, y a Dios agradeciera los trabajos en que se veía, Dios no quiso que la buena mujer muriese entonces, sino que la hizo vivir mucho tiempo en trabajos y en dolor, para que en su fortaleza, castidad y dolor la pudiese coronar, en gloria, con gran corona de gloria.

—Señor —dijo Félix—, las gentes de este mundo ¿cómo pueden tener tan gran esperanza en nuestra Señora? Pues muchos hombres hay que tienen mayor esperanza en nuestra Señora que en su hijo.

—Hijo amado —dijo Blanquerna—, la carne que el Hijo de Dios tomó de nuestra Señora vale mucho más, sin comparación alguna, que todos los ángeles y los arcángeles, y más que todos los hombres que hay, hubo o habrá; y más vale que todo cuanto Dios ha creado, y ninguna cosa podría Dios crear que pudiese valer tanto como la carne de la que el Hijo de Dios se revistió en el vientre de nuestra Señora. Y por eso conviene que nuestra Señora sea tan alta y tan excelente criatura, perfecta en justicia, caridad, virtud, santidad y poder, que baste a la esperanza de la que justos y pecadores tienen menester; y porque todo hombre, pecador o justo, tiene menester de las plegarias de nuestra Señora, y porque su Hijo en aquellas plegarias quiere escuchar más a nuestra Señora que a ningún santo ni aun a todos los santos, y, además, porque nuestra Señora es más diligente rogando a su Hijo por justos y pecadores que ningún otro santo, por todo esto él quiere que las gentes tengan tan grande esperanza en nuestra Señora.

Tras estas palabras, Blanquerna dijo a Félix esta semejanza, para que mejor entendiese por ella las palabras que dicho había:

—En una tierra había un rey muy sabio, y en aquella tierra había muchos malos hombres, y muy grande justicia mantenía aquel rey en aquella tierra, para que pudiese castigar a las gentes por sus mortales culpas. Muchas veces sentía el rey disgusto de hacer justicia en tantos hombres, y tenía deseos de perdonar muchas veces; pero no tenía en su corte a nadie que le supiera dirigir ruegos según los cuales un rey deba perdonar; y las gentes sabían a aquel rey tan justo que desesperábanse de él cuando le habían ofendido, y no le pedían merced, y el rey hacía en ellos justicia. Y ocurrió que aquel rey tuvo una hija muy bella y bien acostumbrada, a la cual dijo estas palabras: «Querida hija, muy gran deseo tengo de poder perdonar, pero mis gentes no atinan en el modo de pedirme perdón. Y vos, hija, conviene que hagáis que las gentes estén en amor de vos misma y de mí, para que por vuestras buenas costumbres yo os deba escuchar, y que las gentes, por vuestra buena crianza y por la esperanza que tendrán en vos, se amonesten de las faltas que cometen; y conviene que vos les mostréis el modo en que deben pedir merced».

 

 

[XI]

 

DE LOS PROFETAS

 

—Señor —dijo Félix—, en este tiempo en que ahora estamos ¿por qué no hay profetas?

Respondió Blanquerna, y dijo que un rey muy noble tenía un hijo al que mucho amaba. Aquel rey mandó por todo su reino solemnes mensajeros, los cuales anunciaron a las gentes una nueva corte que el rey debía hacer para honra de su hijo, al cual quería armar caballero, y quería hacerle heredero de su rey. Después de la caballería del rey joven y el cumplido de la corte, cesaron los mensajeros que el rey había mandado por las tierras para que las gentes viniesen a honrar a su hijo.

—Señor Blanquerna —dijo Félix—, aquel rey que vos decís ¿por qué no hizo antes la corte, puesto que su hijo era digno antes de ser caballero? Y los mensajeros que anunciaban la corte del rey ¿por qué murieron antes de que se celebrara la corte que tanto tiempo habían anunciado?

Respondió Blanquerna, y dijo que la corte principalmente era para honor del rey que hacía la corte, y a su hijo tributaba honra mucho mayor que la que le podían dar las gentes que vinieron a su corte; porque aquella corte fue establecida según el alto honor que convenía a los dos reyes que en aquel tiempo quisieron tener corte.

Félix dijo a Blanquerna que por qué los profetas habían hablado tan oscuramente del advenimiento de Jesucristo; pues, si más declaradamente hubiesen hablado de él, muchos hombres en él hubieran creído, que, ignorantes de su advenimiento, han ido al fuego perdurable. Blanquerna dijo que entendimiento y fe son criaturas de Dios, y cuanto más oscuramente hablaban los profetas del advenimiento de Jesucristo, mayor ocasión se da al entendimiento humano a superarse en sutileza y buscar las obras que Dios tiene en sí mismo y fuera de sí mismo; y en esas obras el entendimiento puede más entender cuanto más secretamente es anunciado el advenimiento de Cristo. Y lo mismo síguese de la fe, que puede ser mayor al creer en el advenimiento de Cristo cuanto más sutilmente han hablado los profetas.

Blanquerna dijo que una vez ocurrió que el santo padre apostólico puso en elección a un santo hombre para que de dos obispados tomara uno, el que le pluguiera. Un obispado estaba en una ciudad en la que había gentes de calidad, y tenía gran renta aquel obispado, pero sus prelados y súbditos no eran bien acostumbrados y eran numerosos en cantidad. En el otro obispado no había la más pequeña renta, y los clérigos y legos eran pocos en cantidad, pero bien acostumbrados. Y el santo hombre mas quiso ser obispo del pequeño obispado que del grande; porque más quiso señorío en pequeñas personas bien acostumbradas que en muchas que tuviesen malos hábitos.

Dijo Félix:

—Señor, según la semejanza que habéis dicho, signifícase que Dios más quiere en su gloria pocos hombres de muy alta y santa vida que a muchos hombres que en este mundo no hayan tenido gran santidad y virtud. Y porque Dios es bueno, poderoso, grande, con perfecta voluntad, por eso es gran maravilla que Dios no haya ordenado que en este mundo haya habido muchos más hombres de muy grande santidad que los que ha habido.

Respondió Blanquerna, y dijo que un abad era hombre muy santo y devoto, y tenía bajo su potestad monjes que no tenían tanta honestidad y santa vida como a su orden convenía, aunque muchos monjes había que eran convenientemente de buena vida. Aquel abad hacía muchas abstinencias en ayunos, y tenía mucha santidad y conversación, para predicar por santa vida a los monjes malos para que se convirtieran a tal estamento, y a los buenos para que se esforzasen por hallarse en muy alta perfección de vida, para que gran santidad y conversación significara la alta santidad de su creador.

—Señor —dijo Félix a Blanquerna—, ¿por qué razón los judíos no se hacen cristianos, puesto que guardan la vieja ley que es fundamento de la ley nueva? Pues gran maravilla es que guarden los comienzos de la ley nueva y que, con tales comienzos, sean contrarios al fin de tales comienzos.

Dijo Blanquerna que en tiempo de los profetas reinaba la fe fuertemente, porque las gentes no tenían tanta sabiduría como las gentes que hay ahora; y por eso los judíos, por fe, cuidan de guardar la ley vieja, y han hecho muchas glosas contra los textos, y los descendientes siguen a sus padres primeros que falsamente contradijeron la ley nueva. Y porque están contra su fin se hallan en cautiverio, según lo significó un sabio judío a otro judío, según estas palabras:

Había un sabio judío que mucho estudió su ley, y maravillóse en gran manera del cautiverio en el que tanto tiempo han estado. Pues en el tiempo de antes de Cristo estuvieron en dos cautiverios por dos grandes faltas que cometieron; pero el cautiverio tuvo fin, pues en el primero estuvieron cuatrocientos años y en el segundo setenta, mas en el cautiverio en el que se hallan ahora han estado más de mil doscientos años, sin que sepan por qué. Y aquel judío creía que en el cautiverio en que estaba se hallase por causa de la muerte de Cristo; y por eso escribió a otro que le dijera por qué razón habían estado tan largo tiempo en cautiverio, porque temor tenía de que fuese porque los judíos fueron ocasión de la muerte de Cristo.

—Señor —dijo Félix—, un cristiano era usurero y tenía esposa e hijos. En el día de su muerte le dijo su confesor que no se podía salvar si no devolvía todo lo que había ganado por usura. Aquel malvado usurero respondió y dijo que más quisiera condenarse que devolver lo que tenía por usura y que su esposa y sus hijos se hallaran en pobreza. Mucho me maravillo, pues, de la constitución que se ha hecho a los judíos:[9] que, si se convierten, se despojen de todo cuanto tienen; porque muchos judíos serían cristianos y dejan de hacerlo por esa constitución.

Respondió Blanquerna:

—Había un rey que tenía una ciudad en la que había muchos judíos, de los cuales le venía cada año gran tesoro, y este tesoro provenía de la usura que los judíos hacían a los cristianos. Y ocurrió que un judío muy rico se hizo cristiano con su esposa y sus hijos, y todos sus bienes tuvo el rey; y su esposa, sus hijos y él mismo fueron tan pobres, que, mendigando por los portales, morían de hambre. Con gran maravilla se maravillaron las gentes del rey, que había tenido el dinero, que era fruto de usura, y no daba de él al hombre que había sido judío algo de lo que pudieran vivir él y sus hijos.

—Señor —dijo Félix—, un ermitaño que era de muy santa vida entró en una ciudad en la que había muchos judíos. Aquel ermitaño iba por toda la ciudad, para alegrarse de aquello que viese en lo que Dios fuese amado y conocido, y por lo que a Dios fuera contrario llorase y clamase a Dios la merced de que ordenara que se le amara y conociera. Un día ocurrió que aquel ermitaño entró en la sinagoga de los judíos, en donde oyó que maldecían a Jesucristo, y los judíos de él no se cuidaban, pues pensaban que era judío. Mucho desplugo a aquel santo ermitaño que el rey cristiano sufriera que en su ciudad hubiera hombres contrarios a la fe del rey, y que deshonrasen al señor que era el señor del rey. Cuando aquel santo hombre ermitaño hubo salido de la sinagoga de los judíos, vio que el corregidor ajusticiaba a un cristiano que había matado a un judío el viernes de Pascua, porque recordaba la deshonra que los judíos habían hecho a Jesucristo en la cruz, en la que le hicieron permanecer muerto y desnudo, para que gran deshonra se le hiciera. Mucho se maravilló el santo hombre de que el rey y los cristianos de aquella ciudad pudieran convivir con tales gentes, que tan contrarias son al alto honor que conviene a Jesucristo, por el cual piensan ser honrados para siempre en la gloria de su Padre, que tanto ama su honra y a todos los que le honran en este mundo, y que tanto desama a todos los que le hacen deshonor.

 

 

[XII]

 

DE LOS APÓSTOLES

 

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de que los apóstoles, que eran pocos en número, pudiesen convertir a tantas gentes, y de que ahora haya tantos cristianos y entre todos nosotros no podemos convertir a los infieles que hay en el mundo.

Dijo Blanquerna:

—Un discípulo de un filósofo encendía fuego ante el filósofo; y maravillóse de que de una chispa de fuego pudiese multiplicarse tan gran fuego. Y dijo al filósofo estas palabras: «Señor, ¿por qué natura tiene el fuego tan gran poder que con una chispa de fuego podría quemarse cuanta leña pudiera echarse a aquel fuego?». Respondió el filósofo, y dijo: «En tiempo de Jesucristo hubo algunos santos hombres que eran llamados apóstoles, y estaban inflamados por la santa gracia e inspiración de Dios; y Dios les daba manera por la que se multiplicaban la caridad y devoción; y ellos con todo el poder de su alma se esforzaban para hacer amar y conocer a Dios».

—Señor —dijo Félix a Blanquerna—, ¿por qué no hay ahora hombres tan encendidos en amar a Dios que Dios por ellos ilumine a tantos hombres que no le aman ni le conocen?

Dijo Blanquerna:

—Un rey, muy poderoso en tesoros y en gentes, cazaba muy a su guisa. Y ocurrió un día que tanto persiguió a un oso, que se separó de sus compañeros. Por la noche acudió solo a albergarse en la posada de un campesino, y dijo que era un caballero que era de la corte del rey, y pidió al campesino que le diera albergue por amor al rey. «Señor», respondió el campesino, «yo soy rey, y aquél al que vos llamáis rey no es rey». Mucho se maravilló el rey de las palabras del campesino, y le pidió que le expusiera qué significaban las palabras que decía.

»“Señor”, dijo el campesino, “oficio de rey es hacer todo el bien que el rey puede hacer a su pueblo y evitar todo el mal que puede evitar; y el rey de quien vos habláis ha tomado otro oficio que no es de rey, pues se ha dedicado a perseguir animales salvajes, por los cuales no es rey, y siempre está en tristeza y en trabajo cuando no las puede tener como quiere. Pero yo, señor, soy rey de mi voluntad, por cuanto siento en mí tal designio que, si fuese rey por poder, tanto haría que todos los días de mi vida y toda mi tierra ordenaría en tal estamento que Dios fuera por él amado y conocido”. Dijo el rey al campesino: “Los reyes y los grandes señores de este mundo están muchas veces ociosos; y para que no tengan malos pensamientos ni obren mal, van de caza para atajar el mal”. Dijo el campesino: “En esa caza, señor, no reside el atajar el mal, sino más bien multiplicar, según lo significan las palabras que un clérigo dijo a su prelado”.

»“Hijo amado”, dijo el rey al campesino, “os ruego que me digáis qué palabras dijo el clérigo al prelado”. “Señor”, dijo el campesino, «un obispo se daba gran trabajo cuando estaba en su obispado y debía usar de su oficio. Aquel obispo consiguió del santo padre poder estar fuera de su obispado, y se hallaba en solaz y recreo; y un clérigo que era su oficial era hombre de mala vida. Aquel oficial cometía muchas acciones malas. Un día ocurrió que un clérigo suyo le dijo estas palabras: ‘Señor, mucho me maravillo de que el obispo os haya encomendado su obispado, cuando tanto mal podéis hacer en su obispado, y de que no tengáis remordimiento del mal que hacéis’. Repuso el oficial: ‘El obispo ha de rendir cuentas de sus ovejas, que en mí las ha perdido’. Mucho se maravilló el clérigo de aquellas palabras que el oficial le había dicho”.

»“Caro amigo”, dijo el rey, “¿qué significan aquellas palabras que el oficial dijo del obispo al clérigo?”. “Señor”, dijo el campesino, “en una iglesia eremítica se encontraron Voluntad y Poder. Gran contraste hubo entre ambos; porque Poder decía que más valía que Voluntad, y Voluntad decía que más valía que Poder. Ambas eligieron por juez al ermitaño de aquel lugar, el cual dijo estas palabras: ‘Había un sabio hombre bajo el señorío de un rey. Aquel hombre sabio tenía gran voluntad de hacer el bien y deseaba tener tan gran poder como el que el rey tenía, para hacer aquel bien que se perdía en el poder que el rey tenía de hacer el bien, porque igual querer no tenía de hacer el bien su poder’”.

Cuando Blanquerna hubo dicho las semejanzas antedichas, Félix conoció, por las semejanzas, la razón por la cual los cristianos no tienen el ardor que los apóstoles tenían para convertir a los que están en el error e inducirlos a camino de salvación; y dijo a Blanquerna estas palabras:

—Ocurrió en una ciudad que murió un rico hombre, el cual dejó a sus hijos y a su mujer muchas riquezas. En el día en que murió el rico hombre, cuando regresaron de la iglesia su mujer y sus hijas, que en aquel día mucho habían llorado por la muerte del rico hombre, un gato, ante ellos, mientras estaban sentados en una gran sala, jugaba con una pluma de tal modo que la mujer y los hijos y otros que por acompañarles se encontraban en la sala reían del gato y de la pluma.

Dijo Blanquerna que un día estaba un santo hombre peregrino ante la cruz y miraba con los ojos corporales la cruz, y con los ojos espirituales recordaba lo que la cruz significaba de la santa pasión de Jesucristo. Mientras este peregrino así estaba, vio entrar en la iglesia a dos curas que de las cosas corporales hablaban, y en estas palabras se alegraron y pasaron mucho tiempo. Aquel peregrino dijo a los dos curas estas palabras: «Señores curas, vosotros sabéis que después de la muerte de Jesucristo fue encomendada la santa Iglesia a la guarda de san Pedro, y tras la muerte de san Pedro hasta ahora ha habido muchos apóstoles,[10] que sucesivamente han sido pastores de la santa Iglesia. Por tanto, como quiera que por la cruz se signifique la grave pasión de Jesucristo y el deshonor que sufrió en este mundo, mucho me maravillo de que ningún hijo de la santa Iglesia pueda estar en alegría siendo Jesucristo en este mundo tan afrentado, injuriado y menospreciado por tanto hombre descreyente, y, por tanto, hombre que no le agradece el alto honor que le ha hecho en este mundo».

«Señor peregrino», dijo uno de los curas, «una vez oí contar que un rey muy honrado y muy rico jugaba al ajedrez. Un sabio hombre dijo a aquel rey que por qué estaba ocioso y no hacía todo el bien que hacer podía honrando a Dios, puesto que Dios había creado el mundo para ser honrado en él. Dijo aquel rey que él jugaba para no hacer mal ni pensar en mal, y por pasar el tiempo en que estaba. Aquel sabio dijo al rey que Dios no le había hecho rey para que no hiciera mal, ni pensara mal, ni para que estuviera ocioso, sino para que hiciera el bien todo el tiempo que viviese. Mientras el sabio decía estas palabras al rey, otro sabio consideraba en su corazón que mucho bien se perdía en la ociosidad del rey, y mucho mal de ella seguíase, y dijo al rey estas palabras: “Señor rey, Poder, Sabiduría y Voluntad se encontraron junto a una hermosa fuente. Cuando hubieron pasado mucho tiempo junto a aquella fuente y hubieron hablado de muchas cosas, Poder contó la multitud de virtud que tenía, en maneras diversas, para hacer el bien y evitar el mal. Lloró Sabiduría, porque aquella virtud se perdía porque la Voluntad no movía al Poder a usar de aquella virtud. Mientras la Sabiduría así lloraba, la Voluntad cantaba y se alegraba, y el Poder ocioso estaba”».

—Señor Blanquerna —dijo Félix—, ¿a qué se debe y por qué sucede que los sarracenos tengan y hayan tenido en su poder tanto tiempo la santa tierra de ultramar en la que Jesucristo nació y fue crucificado y sepultado? Pues mucho me maravillo de los cristianos, que tan largamente lo han sufrido.

Dijo Blanquerna:

—Un sarraceno que era soldán y señor de aquella tierra escribió al santo padre y a los reyes de los cristianos una carta en la que decía que mucho se maravillaba de que los cristianos pensasen conquistar aquella tierra por la fuerza de las armas corporales, sin parejas armas espirituales, con las cuales los apóstoles, predicando y afrontando la muerte, convirtieron a toda aquella tierra de ultramar, la cual perdieron los cristianos por la fuerza de las armas corporales, según la usanza de Mahoma, y sus sucesores conquistaron aquella tierra, la cual, por la fuerza de las armas conservaron y poseen contra todos los cristianos de este mundo, y contra el alto honor que conviene a Jesucristo y a sus seguidores.

—Señor —dijo Félix—, mucho me maravillo de por qué causa o natura los hombres de este mundo tanto quieren ser honrados, siendo así que sólo a Dios convenga tal honra; y si a algún hombre conviene honra que sea para que en tal honra Dios sea honrado.

Blanquerna dijo que un muy alto y noble rey tuvo gran corte y reunió muchas gentes para que todos le honrasen en aquella corte y todos viesen el alto honor que convenía al rey y a su señorío. Aquel rey era muy sabio, y quiso honrar a un hijo suyo para mostrar su poder, y a este hijo hizo rey, y semejante a él en poder y en honra; y mandó a todas la gentes que habían venido a aquella corte que honrasen a su hijo con el honor que a rey conviene. Los más de los hombres de aquella corte tuvieron envidia del honor del hijo del rey, y deseaban tener la honra que el hijo del rey tenía, cuya honra las gentes no querían tener honrando a Dios, sino a sí mismos.

—Señor —dijo Félix—, los emperadores, reyes, príncipes, condes, barones y prelados, que tan honrados son en este mundo, ¿cómo puede ser que después de su muerte sean en este mundo tan poco honrados, y los apóstoles, que fueron hombres pobres y menospreciados en este mundo mientras vivieron, fueron y son después de su muerte tan honrados, venerados y celebrados?

Blanquerna dijo que Anticristo vendrá en el mundo por intención de ser honrado con la honra que a Jesucristo conviene solamente; y este Anticristo querrá ser honrado contra Cristo, y por esto después de su muerte será muy deshonrado en este mundo.[11]

—Señor —dijo Félix—, un hombre, muy gran clérigo, decía a mucha porción de gentes que el Anticristo había nacido, y que en breve debe venir y reinar en el mundo, y después de su muerte debe llegar el fin de este mundo. Por tanto, como quiera que Dios ha creado este mundo para multiplicar en él muchos santos hombres de muy alta vida, los cuales con Dios estén siempre en gloria, y porque tan pocos han sido los santos hombres que ha habido, mucho me maravillo de que Dios quiera dar fin al mundo tan pronto y no haga durar al mundo más tiempo, hasta que haya habido muchos santos hombres mártires por su amor.

Blanquerna dijo que un rey edificaba un gran palacio. Aquel rey dispuso que muchos hombres trabajaran mucho tiempo en aquel palacio. Grande fue la renta que aquel rey destinó a edificar aquel palacio; y, porque el palacio convenía que fuera muy grande en cantidad y en nobleza, por eso convino que los hombres que edificaban el palacio fuesen muchos, y fuesen de gran sabiduría y nobleza. Ocurrió que, mientras ellos edificaban aquel palacio, llegaron muchos malos hombres, que mataron y destruyeron a aquellos hombres que el palacio construían. Aquel rey mandó a otros hombres para edificar el palacio; otra vez hubo malos hombres que los mataron y destruyeron y los bienes les gastaron. Mucho se indignó el rey contra los hombres que mataron a los obreros del palacio, y dijo que, puesto que su voluntad quería que el palacio se acabara, necesariamente seguíase que la obra durase hasta que el palacio estuviera terminado, para que la voluntad del rey tuviera la perfección por la cual quiso edificar el palacio.

—Señor —dijo Félix—, en tiempo de los apóstoles había muchos milagros, y después de su muerte ha habido muchos santos hombres que hacían muchos milagros, con los que se han convertido muchos hombres a la Iglesia romana. Ahora, en el tiempo que vivimos, se hacen pocos milagros, y pocos son los hombres que a nuestra fe se convierten, de lo que mucho me maravillo.

Dijo Blanquerna:

—En tiempo de los profetas convenía que por creencia se convirtiese a las gentes, pues fácilmente creían; y en tiempo de Cristo y de los apóstoles convenía que hubiese milagros, pues las gentes no estaban muy hechas a escrituras y por esto gustaban de milagros, que son demostraciones de cosas visibles corporalmente. Ahora hemos llegado a un tiempo en que las gentes gustan de razones necesarias, pues están hechas a grandes ciencias y filosofía y teología; y, por esto, a las gentes que con filosofía han caído en error contra la santa fe romana conviene conquistar con razones necesarias, y destruirles sus falsas creencias con razones necesarias, cuyas razones se basen en filosofía y teología.

Por muy informado se tuvo Félix por las palabras de Blanquerna, y alabó y bendijo a Dios que le había iluminado acerca de la encarnación del Hijo de Dios, de la cual dudaba cuando acudió a Blanquerna. Félix se despidió de Blanquerna, y se fue por el mundo en busca de maravillas con las cuales pudiese conocer y amar a Dios.