CAPÍTULO 2
Jean Valjean tardó más de lo que hubiera querido en cumplir la promesa hecha a Fantine. Había sido capturado otra vez, no sin hacerse antes con una gran cantidad de dinero (unos setecientos mil francos) que había dejado en depósito en casa del señor Laffitte, su banquero, y que escondió en un lugar secreto. Durante el juicio, se negó a defenderse y, como sospechaban que estaba compinchado con una banda de ladrones, fue condenado a muerte, pero el rey le conmutó la pena por la de trabajos forzados a perpetuidad, y fue conducido nuevamente al centro penitenciario de Toulon.
Un día, los forzados estaban trabajando en la limpieza de la quilla de un barco llamado Orión. Sucedió que uno de los marineros encargados de las velas resbaló y quedó suspendido de una cuerda a una gran altura. Uno de los forzados arriesgó su vida para salvarlo y trepó hasta arriba con una agilidad sorprendente para un hombre que, como él, tenía todo el pelo blanco. Cogió la mano del marinero un segundo antes de que el hombre, agotado, se dejase caer, lo llevó en brazos, caminando sobre la verga, hasta una de las plataformas que los marineros llaman cofas, y lo dejó allí sano y salvo. Pero, de repente, el forzado, que volvía a caminar por la verga, se detuvo y titubeó. Tal vez se había mareado por el excesivo esfuerzo… El hecho es que cayó al mar y su cuerpo no apareció. La búsqueda duró hasta la noche, pero fue en vano. Oficialmente, Jean Valjean había muerto.
Pero aquel muerto apareció, bien vivo, un tiempo después en Montfermeil, la localidad donde se hallaba el hostal de los Thénardier. Montfermeil era un lugar agradable, pero elevado, y el agua era allí poco abundante: había que ir a buscarla bastante lejos, a una fuente que se encontraba a un cuarto de hora de camino. Quienes se lo podían permitir, pagaban a un hombre que se dedicaba a transportar cubos de agua a domicilio. Pero el hombre en cuestión solo trabajaba hasta las siete de la tarde en verano y hasta las cinco en invierno. Cuando oscurecía, quien quería agua se la tenía que ir a buscar él mismo.
Esto aterrorizaba a la pobre Cosette, quien, como sabemos, solo era útil para los Thénardier de dos maneras: se hacían pagar por la madre y se hacían servir por la niña. Cuando la madre dejó de pagar, los Thénardier se quedaron a Cosette como sirvienta o, mejor dicho, como esclava. A ella le tocaba ir a buscar agua de noche, y le daba un miedo terrible.
Era la Nochebuena de 1823. Cosette se hallaba cerca de la chimenea, vestida con harapos y con sus pies descalzos dentro de unos zuecos. A veces se oía el llanto de un niño que la Thénardier había tenido tres inviernos atrás y por el cual no sentía el más mínimo cariño. La Thénardier, enorme, con la cara cubierta de pecas y con la barbilla llena de pelos, era dos veces más fuerte que su marido (se jactaba de poder romper una nuez de un puñetazo) y todo temblaba al sonido de su voz, sobre todo Cosette, una hormiga al servicio de un elefante. Pero, aunque parecía que era la mujer quien mandaba en aquella casa, el amo era en realidad el marido, discreto y poco propenso a la cólera y a los gritos, pero hipócrita y astuto. Lo dirigía todo de una manera magnética. Hacía el más mínimo gesto y la mastodonte obedecía inmediatamente. Ambos tenían un único objetivo: enriquecerse. El deber de un hostalero era, según el señor Thénardier, vender al viajero fuego, descanso, sábanas sucias, sonrisas y piojos, vaciar las bolsas pequeñas y aligerar las grandes. Y, sobre todo, hacer pagar por la silla, por la cama, por mirarse al espejo y hasta por las moscas que se comía el perro del cliente. El hombre y la mujer eran el matrimonio de la astucia y de la rabia, y Cosette sufría por ambas partes. Si recibía golpes, era por la mujer. Si iba descalza en invierno, era por el hombre. Y la niña subía y bajaba, lavaba y fregaba, cosía y llevaba la cargas más pesadas sin recibir nunca un gesto de piedad ni una palabra amable. El hostal de los Thénardier era una telaraña, y Cosette no podía librarse de ella. Temblaba y callaba.
Aquella noche, uno de los clientes del hostal se quejó a los Thénardier:
—¡No habéis dado agua a mi caballo!
Y lo que tanto temía Cosette (que, al oír las palabras del cliente se había escondido bajo la mesa) ocurrió. La Thénardier gritó con voz de trueno:
—¡Tú, pequeña inútil, ve a por agua para el caballo de este señor!
—Es que ya no queda —dijo la niña débilmente.
—¡Pues coge un cubo y ve a buscar agua a la fuente! —rugió la mujer mientras abría de par en par la puerta del establecimiento.
El cubo era más grande que Cosette: la niña se hubiera podido sentar en su interior y habría sobrado espacio. La Thénardier le dio una moneda de quince sueldos3:
—Ten, señorita renacuajo. Cuando vuelvas, compra una barra de pan en la panadería.
La niña se metió la moneda en un bolsillito del delantal y salió. Ya en la calle se acercó al aparador de una tienda que se encontraba justo ante el hostal de los Thénardier. Allí había estado expuesta durante todo el día una muñeca magnífica, sin que en Montfermeil se hubiera encontrado una madre lo bastante rica para regalársela a su hija. Éponine y Azelma se habían pasado horas contemplándola, y la misma Cosette se había atrevido a mirarla furtivamente, pero de lejos. Ahora que la tenía delante quedó petrificada. Aquella muñeca no era una muñeca: era una visión, la alegría, la riqueza, la felicidad imposible para alguien como ella, profundamente sumergida en un pozo de miseria. La voz de la Thénardier, a su espalda, la sobresaltó:
—¡Pequeño monstruo! ¿Todavía no te has ido? ¡Como vaya, ya verás la que te espera!
Cosette se olvidó de la muñeca y arrastró el cubo por las calles desiertas hacia la oscuridad del bosque donde se hallaba la fuente; el bosque que la esperaba como un lobo con las fauces abiertas. Cuanto más caminaba, más espesas se volvían las tinieblas. Al llegar a la última casa, se detuvo, muerta de miedo. Seguramente más allá había bestias feroces, tal vez fantasmas. Pero la Thénardier le daba aún más miedo, y continuó avanzando. Fue tan deprisa como pudo hasta la fuente, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, y cuando llegó estaba casi sin aliento y tenía ganas de llorar. Se inclinó para llenar el cubo sin darse cuenta de que la moneda que llevaba en el bolsillo caía al agua.
Una vez lleno el cubo, se sentó un momento en la hierba para descansar. Soplaba un viento frío y a su alrededor todo era lúgubre y espectral. Cogió el cubo, que casi no podía levantar del suelo, con las dos manos, y regresó al pueblo paso a paso, lentamente. El agua helada le iba salpicando las piernas desnudas. No podía más. Pero de repente sintió que el peso del cubo se esfumaba. Una mano que le pareció enorme lo había cogido por el asa y lo levantaba vigorosamente. Era la mano de un hombre que había venido detrás de ella y que no había dicho ni una palabra, un desconocido en la oscuridad. Sin embargo, la niña no tuvo miedo de él. El hombre hablo por fin:
—Hijita, este cubo es muy pesado para ti.
—Sí, señor.
—Suelta el asa, que lo llevaré yo.
Cosette obedeció y el hombre se puso a caminar a su lado.
—¿Cuántos años tienes?
—Ocho, señor.
—¿Vienes de lejos?
—De la fuente que hay en el bosque.
—¿Y está lejos el sitio a donde vas?
—A un cuarto de hora de aquí.
—¿No tienes madre?
—No lo sé, señor. Pero me parece que no.
—¿Cómo te llamas?
—Cosette.
El hombre sintió una especie de sacudida eléctrica. Se detuvo por un instante, pero pronto siguió caminando.
—¿Dónde vives?
—En Montfermeil.
—¿Y quién te ha enviado a buscar agua a estas horas?
—La señora Thénardier.
—¿A qué se dedica esta señora?
—Tiene un hostal.
—¿Un hostal? Muy bien. Te acompaño. Dormiré allí esta noche.
Cosette ya no estaba cansada. Inexplicablemente, se sentía segura al lado de aquel hombre.
—¿Los Thénardier no tienen criada?
—No, señor.
—¿Estás sola con ellos?
—Están también las dos hijas de la señora, y su hijo pequeño.
—¿Y qué hacen?
—Las niñas tienen muñecas y cosas bonitas. Juegan, se divierten.
—¿Y tú?
—Yo trabajo.
—¿Todo el día?
—Sí, señor. Bueno, a veces, cuando acabo mis obligaciones puedo divertirme también, pero Éponine y Azelma no quieren que juegue con sus muñecas.
Llegaron al pueblo, pero Cosette no recordó que tenía que comprar pan. Después de un rato, dijo al hombre:
—Señor, estamos cerca de casa. ¿Me queréis devolver el cubo? Si la señora ve que lo habéis llevado por mí, me pegará.
El hombre le dio el cubo y Cosette, antes de entrar en el hostal, no pudo evitar echar una mirada furtiva a la muñeca del aparador, mirada que no pasó desapercibida al viajero. Llamó a la puerta y pronto apareció la Thénardier en el umbral.
—¡Sí que has tardado, mala pieza!
—Señora, este caballero desea alojarse aquí esta noche —dijo Cosette, señalando al desconocido.
—¡Entrad, buen hombre! —dijo la Thénardier. Cuando estuvo dentro pensó, por su aspecto, que no se trataba de un hombre rico. Su marido pensó lo mismo y dijo:
—Me temo que no nos queda ninguna habitación libre.
—Dejadme dormir donde sea, en el granero o en el establo. Os pagaré el precio de una habitación.
—Cuarenta sueldos.
—De acuerdo.
—¡Pero si a mí me cobráis veinte sueldos! —dijo en voz baja un arriero a la Thénardier.
—¡Para él son cuarenta! —respondió la mujer, también en voz baja—. Tener clientes así desacredita un establecimiento y bien se tiene que compensar.
El desconocido, mientras tanto, se había instalado ante una mesa y Cosette le había traído una botella de vino y un vaso. El hombre miraba a la niña con una expresión extraña. La Thénardier gritó de repente:
—¿Y el pan que tenías que comprar? ¿Dónde está?
—El panadero había cerrado ya —mintió la pobre niña.
—Mañana sabré si es verdad. De momento, devuélveme la moneda.
Cosette se metió la mano en el bolsillo y no encontró nada. Quedó helada. La Thénardier alzó la voz:
—¡Devuélveme la moneda ahora mismo! ¿O acaso pretendes robarme?
—¡Piedad, señora! ¡No lo haré más!
La Thénardier avanzó hacia Cosette con la mano alzada, pero el desconocido la interrumpió mientras hacía ver que recogía algo del suelo.
—Perdón, señora, antes he visto que alguna cosa se le caía del delantal a esta pequeña. ¿Es esto lo que queríais, tal vez?
Y le alargó una moneda. Era de veinte sueldos y no de quince, pero la Thénardier se limitó a metérsela en el bolsillo mientras lanzaba una mirada feroz a la pobre Cosette. Las dos hijas de la mujer jugaban alegremente en un rincón con una muñeca, y Cosette las observaba con tristeza.
—¡Venga, no te embobes! —gritó la Thénardier—. Todavía te queda trabajo por hacer.
—¡Dejad que juegue! —dijo el hombre.
—Debe trabajar, ya que come. ¡No la alimento para que no haga nada!
—¿Y qué tiene que hacer?
—Unas medias para mis hijas.
—¿Cuánto costarían en el mercado?
—Treinta sueldos como mínimo.
—Aquí tenéis cinco francos —dijo el hombre, poniendo dicha cantidad sobre la mesa—. Y ahora dejad que la pequeña juegue.
La Thénardier no podía replicar. Mientras su marido se guardaba la moneda en la bolsa, miró a Cosette con una expresión de odio y le dijo con voz de trueno:
—¡Juega!
—¡Oh, gracias, señora! —respondió la niña, que casi no se lo creía.
Los Thénardier no entendían cómo un hombre tan mal vestido poseía tanto dinero y se lanzaban el uno al otro miradas inquisitivas. Algunos clientes cantaban una canción obscena. Mientras tanto, Cosette jugaba con un trozo de trapo, imaginando que era una muñeca de verdad. El hombre preguntó a la Thénardier:
—¿Cosette no es hija vuestra?
—¡No, que va! Es una niña pobre que acogimos por caridad.
—¡Vaya mala madre debía tener! —intervino el marido—. ¡Mira que abandonar a su propia hija!
Las hijas de la Thénardier habían dejado la muñeca a un lado para ponerse a jugar con el gato. Al verlo, Cosette se acercó, la cogió furtivamente y se fue a un rincón. Nadie, excepto el viajero, se dio cuenta de ello durante un rato, pero al fin Éponine vio que Cosette se había atrevido a coger la muñeca y se quejó a su madre. Esta gritó con ferocidad:
—¡Cosette!
—¿Qué pasa? —preguntó el desconocido.
—¿Acaso no lo veis? ¡Esta sinvergüenza ha cogido la muñeca de mis hijas con sus sucias manos!
Cosette había dejado la muñeca en el suelo y lloraba desconsoladamente. El hombre se dirigió a la puerta y salió a la calle. La Thénardier aprovechó su ausencia para dar un buen puntapié a la niña, que lloró con más fuerza aún. Pero pronto la puerta se abrió y entró el hombre llevando consigo la muñeca del aparador, aquella muñeca maravillosa. La puso ante Cosette diciendo:
—¡Toma, es para ti!
Cosette se quedó boquiabierta. Ya no lloraba. No se atrevía ni a respirar. La Thénardier no entendía nada. ¿Quién era aquel hombre? ¿Un millonario? ¿Un ladrón? Su marido parecía olfatear al desconocido como quien olfatea un montón de dinero, y dijo en voz baja a su mujer.
—Esta muñeca cuesta por lo menos treinta francos. No hagas ninguna tontería. Tratemos a este hombre con deferencia.
—Cosette —dijo entonces la Thénardier con una voz que quería parecer dulce—, el señor te ha regalado una muñeca. Cógela, que es tuya.
Cosette se sintió más feliz que si la hubieran coronado reina de Francia. Después de unos momentos de duda, cogió por fin la muñeca y dijo al forastero:
—¿De verdad, señor? ¿Es para mí?
El hombre, que parecía tener los ojos llenos de lágrimas, asintió con la cabeza. Cosette inmediatamente abrazó la muñeca como hubiera abrazado a su madre, si hubiera podido. La Thénardier se sentía invadida por la rabia. ¿Quién era aquel extraño, que osaba regalar una muñeca carísima a aquel pequeño monstruo? Su marido se lo tomaba con calma, oliendo posibles ganancias, y decidió ceder al viajero su propia habitación de matrimonio por aquella noche. Antes de meterse en la cama, el viajero oyó un ruido. Salió del dormitorio y vio que Cosette dormía vestida (en invierno no se desnudaba nunca para no pasar tanto frío), abrazada a la muñeca, en un pequeño hueco que había bajo la escalera. Cerca de allí, una puerta abierta dejaba ver un dormitorio con dos camas pequeñas de color blanco, donde dormían Azelma y Éponine. El viajero entró en ella y vio que en la chimenea había dos zapatitos de diferentes tamaños. Las niñas los habían colocado allí esperando su regalo de Navidad. Y efectivamente, dentro de cada zapato había una moneda de diez sueldos. De repente, el viajero vio que en un rincón oscuro de la estancia había un zueco de madera, medio roto y sucio de ceniza y de barro. Estaba vacío. Era un zueco de Cosette. El viajero puso en su interior un luis de oro4 y salió de la habitación.
A la mañana siguiente, Thénardier había preparado una nota exagerada (¡veintitrés francos!) para su huésped, cobrándole incluso cinco francos por la vela que le había dejado durante la noche. Su mujer estaba convencida de que el hombre pondría el grito en el cielo, pero pagó la cantidad exigida sin una queja, incluso distraídamente, mientras decía:
—Me da la impresión de que la pequeña Cosette os resulta una molestia. ¿Y si os librase de ella?
La Thénardier, que precisamente había decidido echar a Cosette de casa aquel mismo día, exultó:
—¡Señor, ya os la podéis llevar, y que os bendigan todos los santos del Paraíso!
Pero cuando la Thénardier fue a buscar a Cosette, su marido quiso hablar con el forastero a solas.
—Señor —le dijo—, la verdad es que yo quiero mucho a esa chiquilla. Nos cuesta dinero, es cierto, y tiene sus defectos… Además, una vez tuve que pagar más de cuatrocientos francos en medicinas para ella. Es como si fuera hija mía. Y tengo que saber quién quiere llevársela. ¿Tenéis un pasaporte?
El extraño lo miraba sin decir una palabra. Por fin, dijo fríamente:
—No hace falta un pasaporte para desplazarse a cinco leguas de París. Si me voy con Cosette, no sabréis mi nombre, no sabréis dónde vivo, y es mi intención que ella no os vuelva a ver jamás. ¿Os conviene que me la lleve sí o no?
Thénardier se perdía en conjeturas sobre la identidad de aquel hombre rico que vestía como un pobre. Tal vez se trataba del abuelo de la niña… Pero entonces, ¿por qué no darse a conocer inmediatamente? En todo caso, era necesario hacer una jugada, y rápido. Dijo:
—¡Señor, quiero mil quinientos francos!
El hombre, sin pronunciar palabra, se sacó una cartera del bolsillo y puso sobre la mesa tres billetes de banco. Luego dijo:
—Traed a Cosette.
Cosette, al despertarse, había encontrado la moneda de oro en su zueco y había quedado fascinada. Sentía una gran alegría mezclada con miedo. Todo aquello no parecía real: la muñeca, la moneda… Cuando la Thénardier la fue a buscar la siguió obediente, sorprendida de no recibir de ella ni un golpe ni un insulto. Al llegar a la sala donde la esperaban, el forastero puso encima de la mesa un paquete que contenía un pequeño vestido negro de lana, un delantal también negro, zapatos… El hombre dijo amablemente a Cosette:
—Coge todo esto, pequeña, y ve a vestirte sin demora.
Poco después, los vecinos de Montfermeil veían pasar a un hombre de apariencia pobre acompañado de una niña vestida de luto que llevaba una magnífica muñeca en brazos. Como Cosette no iba vestida con harapos, no la reconocieron. Ella se sentía feliz. Se marchaba. ¿Con quién? No lo sabía. ¿A dónde? Lo ignoraba. Pero dejaba atrás a los Thénardier. De cuando en cuando, miraba el luis de oro que llevaba en el bolsillo del delantal, y después miraba al hombre. Le parecía que caminaba al lado del buen Dios.
Cuando Cosette y el forastero estuvieron fuera, Thénardier pensó que aquel individuo misterioso valía su peso en oro, y que aún podía sacarle más dinero. Salió a perseguirlos y los encontró sentados cerca de un cerro. Se acercó y alargó al forastero los tres billetes de quinientos francos.
—Señor, cogedlos.
—¿Qué significa esto?
—Significa que os devuelvo el dinero y me llevo a Cosette.
Al oír esto, la niña sintió un escalofrío y se abrazó al hombre. Thénardier prosiguió:
—No tengo derecho a entregárosla. Su madre me la confió, y solo se la puedo entregar a ella. Y si la madre ha muerto, solo la puedo entregar a alguien que posea una autorización firmada por ella.
El hombre, sin responder, se sacó la cartera del bolsillo, pero la alegría del hostalero fue de corta duración, ya que, en lugar de los billetes esperados («¡Ya está! —se dijo—. ¡Me quiere sobornar!»), sacó de ella un papel y le dijo:
—Tenéis razón. Leed esto.
La nota decía:
Montreuil-sur-mer, 25 de marzo de 1823
Señor Thénardier:
Entregaréis a Cosette a la persona que os presente este papel. Él os pagará los gastos pendientes.
Fantine
Era la firma de Fantine, y Thénardier la reconoció al acto. Se sintió vencido, pero aún intentó sacar algo de su fracaso:
—En la nota dice que tenéis que pagar los gastos pendientes.
—En enero, la madre os debía ciento veinte francos, pero le exigisteis quinientos en febrero. Recibisteis trescientos a finales de febrero y trescientos más a comienzos de marzo. Desde entonces han pasado nueve meses, a razón de quince francos por mes, lo que nos da un total de ciento treinta y cinco francos. Es decir, que habéis recibido cien francos de más, sin contar los mil quinientos que os acabo de dar.
—¡Señor —gritó Thénardier, dejándose llevar por la ira—, o me devolvéis a Cosette o me pagáis mil escudos!
—Ven, Cosette —dijo tranquilamente el viajero—. Cogió el bastón y ambos comenzaron a alejarse. Thénardier vio que el hombre era fuerte y que el bastón era grande, y se arrepintió de no haber cogido su escopeta. Aunque tenía el consuelo de los mil quinientos francos, los siguió a distancia porque deseaba saber a dónde se dirigían. Pero el hombre se dio cuenta, se giró y lanzó a Thénardier una mirada tan terrible que el hostalero no se atrevió a seguir adelante y regresó a Montfermeil con el rabo entre las piernas.
Evidentemente, el desconocido que se había llevado a Cosette no era otro que Jean Valjean. Cuando salvó al marinero, hizo ver que caía al agua. En realidad, se lanzó a propósito y nadó hasta otro barco, a una cierta distancia y, como no le faltaba dinero, pudo comprar ropa y desaparecer. Todos le creían muerto y, al llegar a París, adquirió ropa de luto para una niña de ocho años y se procuró un alojamiento. Después, se dirigió a Montfermeil, donde tuvieron lugar los hechos que hemos narrado. Es a París, pues, a donde volvió con Cosette. Los dos, ya de noche, fueron hasta el bulevar del Hospital. Cosette estaba cansada, aunque habían recorrido una parte del trayecto en carruaje, y Jean Valjean, al darse cuenta, la cogió en brazos. Cosette, sin soltar la muñeca, se durmió con la cabeza recostada en su hombro.
Se refugiaron en el viejo barrio del Mercado de Caballos, un lugar casi desierto, en una calle que de noche parecía tan salvaje como el bosque y, de día, más triste que un cementerio, en un caserón conocido por el nombre de Gorbeau, donde el hombre había alquilado una habitación. Allí, Jean Valjean dejó a la niña dormida en una cama, y le besó la mano, así como nueve meses antes había besado la mano de su madre, que también se había dormido, pero para siempre.
A la mañana siguiente, al despertarse, Cosette pensó que debía ir a coger la escoba, pero enseguida vio el rostro sonriente de Jean Valjean inclinado sobre ella y lo recordó todo. Cogió la muñeca, que estaba a los pies de la cama, y mientras jugaba iba preguntando a Jean Valjean si París era grande, si la Thénardier estaba lejos… De repente exclamó:
—¡Qué bonito es esto!
Era un cuchitril miserable, pero se sentía libre y feliz, entre la muñeca y aquel hombre; y Valjean, que nunca había amado a nadie, que nunca había sido ni padre ni amante, abrió su corazón a Cosette. La cuidó tiernamente, le enseñó a leer y, sobre todo, la dejaba jugar todo lo que quería. Cosette empezó a llamarlo «padre». Solo contaba con la ayuda de una mujer vieja, la única persona, aparte de ellos, que vivía en aquel caserón, y que hacía la limpieza e iba a comprar víveres. Valjean era prudente y no salía nunca de día. Al anochecer, paseaba por el bulevar, solo o con Cosette, y a menudo se acercaba a la iglesia más cercana, que era la de Saint-Médard. Los que se cruzaban con él, como seguía vistiendo pobremente, pensaban que era un mendigo, pero a veces veían que daba furtivamente una moneda a algún miserable, y algunos lo llamaban «el mendigo que da limosna». La vieja examinaba a fondo a Valjean sin que él se diese cuenta, y solía hacer preguntas a Cosette, que solo le podía decir que venían de Montfermeil. Un día, Valjean le dio un billete de mil francos (¡el primero que la mujer veía en toda su vida!) y le pidió que fuese a cambiarlo. Aquel billete hizo que la vieja espiase aún más a Jean Valjean. Palpó, cuando no podía verla, su redingote5 y notó que en el forro había un bulto extraño, probablemente más billetes, y que tenía en los bolsillos varias pelucas de diferentes colores. Todo aquello le pareció más que sospechoso.
Un día, Valjean dio una moneda a un mendigo que solía encontrarse cerca de Saint-Médard y que las malas lenguas decían que era un confidente de la policía. El hombre alzó de repente la mirada, lo observó fijamente y bajó de nuevo la cabeza. Valjean se sobresaltó: aquel mendigo le había recordado a Javert. Pero al día siguiente se fijó bien y quedó convencido de que la imaginación le había jugado una mala pasada.
Unos días después, hacia las ocho de la tarde, oyó que alguien subía por la escalera, y eran pasos de hombre. Apagó la vela, pidió a Cosette que no hablara y miró por el ojo de la cerradura. Vio a un hombre con una vela encendida en una mano, que permanecía inmóvil y parecía estar alerta, pero le daba la espalda y no pudo verle el rostro. A las siete de la mañana, la vieja llegó para limpiar y, mientras barría, dijo:
—¿Habéis oído que alguien entraba esta noche? Es el nuevo inquilino.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé… Dumont o Daumont, algo así.
—¿Y a qué se dedica?
—Me parece que es rentista, como vos.
Cuando la vieja se hubo ido, Jean Valjean cogió del armario unos cien francos y se los metió en el bolsillo. Quería evitar hacer ruido, pero una moneda se le resbaló y cayó al suelo. Al anochecer, bajó hasta la puerta de la calle y miró a derecha y a izquierda, sin ver a nadie. Fue a buscar a Cosette, la cogió de la mano, salió precipitadamente con ella, y fue zigzagueando por las callejuelas mientras se giraba a menudo para asegurarse de que nadie los seguía, sin saber muy bien hacia dónde se dirigía. No estaba seguro de que aquel hombre fuera Javert, pero no podía correr el riesgo.
Al llegar a la calle Pontoise, hacia las once de la noche, se dio cuenta de que tres hombres lo seguían. Se escondió en un portal con Cosette y esperó. Los hombres llegaron pronto, se pararon cerca de donde él estaba y parecieron dudar. Un cuarto hombre hizo acto de presencia: era Javert. Ahora ya no le cabía la menor duda: lo habían reconocido y lo buscaban. Cuando los cuatro hombres se alejaron, Valjean salió de su escondite con la pequeña y cruzó el puente de Austerlitz, oculto por la sombra de una carreta. Al llegar al otro extremo, desde un rincón oscuro, miró hacia el puente y vio que los cuatro hombres lo estaban cruzando también. ¿Lo habían visto? Jean Valjean entró con la niña en un callejón, pero apercibió una sombra al fondo. Era un hombre. ¿Lo estaban esperando? Si retrocedía, se encontraría con Javert… Delante de él había un muro no muy alto, y al otro lado se podía ver un árbol, debía haber allí un jardín. Oyó pasos: Javert y los suyos se acercaban al callejón. No se lo pensó dos veces: se ató a Cosette al cuerpo con la ayuda de su corbata y, con su fuerza y una habilidad adquirida durante los años de cautiverio para trepar por las paredes con la única ayuda de los salientes en la piedra, pronto llegó hasta lo más alto de la pared. Desde allí, y antes de bajar por el otro lado, oyó la voz de Javert que gritaba:
—¡Registrad el callejón! ¡Ha de estar aquí por fuerza! ¡Los dos extremos están vigilados!
Jean Valjean y Cosette se encontraron en un gran jardín lleno de árboles frutales. Continuaban oyendo los gritos de Javert y el ruido que hacían sus hombres, hasta que un cuarto de hora más tarde el rumor pareció alejarse. Entonces se oyó un cántico religioso que procedía del edificio que se alzaba junto al jardín. Valjean se quitó el redingote y abrigó con él a Cosette, que temblaba de frío y de miedo. Se sentó con ella en brazos, apoyado en un árbol, y pronto Cosette, muerta de cansancio, se quedó dormida. Entonces Valjean oyó un sonido como de cascabel o de campanilla que procedía de alguna parte del jardín. Había alguien cerca. Observó la silueta de un hombre que parecía cojear. El sonido del cascabel parecía acompañar sus movimientos ¿Quién podía ser? ¿Acaso un policía? Tocó las manos de Cosette: estaban heladas. Dijo su nombre en voz baja y no recibió respuesta. La zarandeó, pero la niña no se despertó. Respiraba, pero débilmente. Tenía que llevarla urgentemente a un sitio donde pudiera entrar en calor. Abandonando toda prudencia, avanzó hacia el hombre del cascabel, que se encontraba agachado y no lo vio llegar. Jean Valjean se sacó unos billetes del bolsillo y gritó, mostrándolos a aquel hombre:
—¡Cien francos! ¡Cien francos si nos dais cobijo por esta noche!
El hombre se incorporó sobresaltado y, al ver el rostro de Jean Valjean iluminado por la luna, exclamó:
—¡Vaya! ¿Sois vos, señor Madeleine?
Jean Valjean quedó atónito. Le hablaba un hombre viejo y cojo, que iba vestido como un campesino y que llevaba en la pierna izquierda una rodillera de cuero de la que colgaba un cascabel. Su rostro quedaba oculto en las sombras. Valjean reaccionó por fin:
—¿Quién sois? ¿Qué es este lugar?
—¡Esta sí que es buena! Estamos allí donde vos hicisteis que me contratasen como jardinero después de salvarme la vida.
Un rayo de luna iluminó el rostro del viejo, y Valjean lo reconoció: era el hombre a quien había salvado de morir aplastado bajo su propio carro.
—¡Fauchelevent, sois vos! ¿Qué hacéis aquí a estas horas?
—¡Pues estoy cubriendo los melones! Hace frío y no quisiera que se helaran.
—¿Dónde estamos?
—Lo sabéis perfectamente, ya que vos me enviasteis aquí. Estamos en el convento del Petit-Picpus.
—¿Y por qué lleváis ese cascabel?
—En esta casa solo hay mujeres, y no pueden tener contacto alguno con hombres. Así me oyen llegar y pueden evitarme: ¡al parecer soy peligroso! Pero ¿y vos? ¿Qué hacéis aquí?
Valjean se vio salvado. El agradecido Fauchelevent los instaló, a él y a Cosette, en la cabaña del jardinero, que quedaba aislada del convento y que tenía tres habitaciones. Poco después, Cosette se reanimaba cerca del fuego.
¿Y Javert? Después de haber devuelto a Jean Valjean a Toulon, se había incorporado a la policía de París y, al leer en el diario que el prisionero se había ahogado, no pensó más en él. Pero un tiempo después le llegó una nota sobre una niña de ocho años que había sido supuestamente secuestrada en Montfermeil por un desconocido (la desaparición de la golondrina había hecho circular rumores entre los vecinos). La niña era hija de una mujer que había muerto en el hospital, y que se llamaba Fantine. Este nombre hizo que Javert se interesara por el caso. Se desplazó hasta Montfermeil y habló con los Thénardier, pero el matrimonio no deseaba llamar la atención y no sacó de ellos ninguna información relevante, aunque parecía evidente que la niña no había sido secuestrada sino recogida por su abuelo, un rico propietario llamado Guillaume Lambert (según mintió Thénardier). Javert volvió a París convencido de la muerte de Valjean, hasta que el mes de marzo de 1824 oyó hablar de aquel curioso «mendigo que da limosna» que la gente veía cerca de Saint-Médard y que vivía con una niña de unos ocho años que procedía de Montfermeil. Este detalle picó la curiosidad de Javert, que fue a Saint-Médard y sustituyó por un día al mendigo (que, efectivamente, era un confidente de la policía). Valjean creyó reconocer a Javert y Javert creyó reconocer a Jean Valjean, pero estaba oscuro y no podían estar seguros. Javert siguió a Valjean hasta el caserón Gorbeau e interrogó a la vieja, que le explicó todo lo que sabía. El inspector alquiló una habitación y, de noche, se acercó a la puerta del inquilino misterioso para intentar oír su voz, pero, como ya sabemos, Valjean apercibió la luz de su vela y guardó silencio. Al día siguiente, Valjean huía con Cosette, pero la vieja oyó el ruido de la moneda que se le había caído al suelo y, pensando que el hombre quería marcharse a escondidas, avisó a Javert, quien había pedido refuerzos a la prefectura sin decir, sin embargo, el nombre del sospechoso que quería capturar, para evitar que los veteranos de la policía de París se atribuyeran su éxito. Además, aún no estaba absolutamente seguro de la identidad de aquel hombre, y temía que la prensa divulgara su error si lo arrestaba precipitadamente y resultaba que se había equivocado. Así habían ido las cosas hasta que Valjean desapareció en medio de aquel callejón: ¡la araña había perdido la mosca que esperaba encontrar en el centro de su telaraña!
Durante un tiempo, Jean Valjean y Cosette pudieron vivir tranquilos. Valjean sabía que Javert lo buscaba y que si Cosette y él volvían a París, estaban perdidos. Tenían que permanecer en el convento. Pero ¿cómo? Fauchelevent, siempre agradecido a Valjean por haberle salvado la vida (para él continuaba siendo el señor Madeleine, el alcalde, y pensaba que había sufrido una bancarrota y que era perseguido por sus acreedores), le explicó que el convento era también una institución para jovencitas (que estudiaban en un edificio anexo conocido como el «pequeño convento») y que, con la excepción del cura y del jardinero, no se permitía la entrada de ningún hombre en aquel establecimiento, y por fin halló la solución: como una de las religiosas había muerto recientemente y faltaban brazos, aprovechó la confianza que despertaba en el convento para hacer venir, con el permiso de la madre superiora, a su supuesto hermano y a la nieta de este para que le ayudase en sus tareas (el viejo no solo hacía de jardinero, sino que se encargaba de la mayoría de los trabajos pesados del convento). Gracias a este subterfugio, Jean Valjean se presentó un día en la puerta principal, después de haber salido del convento de una manera insólita sin ser visto.
Una religiosa fallecida (la hermana Crucifixión) había pedido ser enterrada bajo el altar de la capilla, cosa ilegal, y la superiora pidió ayuda a Fauchelevent para conseguir su objetivo: se trataba de llevar al cementerio un ataúd lleno de tierra para hacer creer que la monja estaba dentro. Pero el ataúd que salió del convento y al cual le habían sido practicados unos orificios casi imperceptibles, no contenía ni tierra ni un cadáver, sino el cuerpo bien vivo de Jean Valjean. Valjean fue enterrado en el cementerio Vaugirard y, así que hubieron desaparecido los posibles testigos y había caído la noche, Fauchelevent lo desenterró y volvió a enterrar el ataúd vacío, después de haber sobornado con vino al sepulturero del cementerio, un borracho al que conocía muy bien. En cambio, nadie se extrañó al ver salir al jardinero con una niña de la mano, sin duda una de las que estudiaban en el convento.
Poco después, Jean Valjean, con Cosette, tras recorrer el corto trayecto entre el cementerio y el convento ocultos bajo una lona en el carro de Fauchelevent (los hombres de Javert continuaban vigilando el barrio), llamaba a la puerta principal del edificio y era recibido por la superiora, que lo sometió a un concienzudo interrogatorio:
—¿Sois el hermano del jardinero?
—Sí, reverenda madre. Me llamo Ultime Fauchelevent.
—¿Qué edad tenéis?
—Cincuenta años.
—¿Cuál es vuestra profesión?
—Jardinero.
—¿Sois un buen cristiano?
—Como todos en mi familia.
—¿Esta niña es vuestra?
—Soy su abuelo.
Jean Valjean consiguió así ser contratado como ayudante del jardinero, y pronto le dieron un cascabel como el de su supuesto hermano para que se lo pusiera en la rodilla. A partir de aquel momento, pasó a ser conocido no como Ultime sino como «el otro Fauchelevent». Por lo que atañe a Cosette, se convirtió en alumna de las monjas, que esperaban convencerla para que tarde o temprano ingresara en su orden. La disciplina del convento era muy severa, pero Jean Valjean (acostumbrado a vivir en cautividad) se sentía allí seguro, y Cosette, como que casi nada sabía, nada podía decir que los pusiera en peligro. De hecho, lo había pasado tan mal con los Thénardier que apenas hablaba.
Y pasaron los años. Y Cosette iba creciendo.
3 El sueldo era una antigua moneda francesa de poco valor que equivalía a cinco céntimos.
4 El «luis de oro» era una moneda acuñada en Francia entre 1640 y 1792. Se llamaba así porque al principio llevaba el retrato de Luis XIII. Durante el reinado de Luis XVIII tuvo lugar una acuñación limitada de luises de oro, cada uno de los cuales equivalía a veinte francos.
5 Redingote: especie de capote de mangas ajustadas.